OLIVIA
He estado observando a Panda, que sigue tendida sobre el tocador, entre un montón de cartas y facturas apiladas con sentido artístico. Parece muy tranquila. Se ha aovillado en una bola perfecta, con la cabeza tocando la parte posterior y las patas encogidas bajo la cola. Ha dejado de intentar comprender por qué sus rituales de la hora de acostarse han cambiado. No pregunta por qué me quedo sentada en la cocina hora tras hora, en lugar de trasladarme a mi habitación en su compañía y ahuecar las mantas para hacerle un sitio al pie de la cama. Me gustaría bajarla del tocador y dejarla un rato en mi regazo. Existe cierto placer que solo proporciona la condescendencia de un gato a ser abrazado y acariciado. Siseo para llamar su atención. Sus orejas se mueven en mi dirección, pero no cambia de postura. Sé lo que me está diciendo. No difiere mucho de lo que me he estado diciendo a mí misma. Lo que voy a sufrir, lo sufriré sola. Es como un ensayo general para la muerte.
Chris está en su habitación otra vez. Parece que consigue mantenerse despierto gracias a una metódica limpieza de la casa. No paro de oír cajones que se abren y aparadores que se cierran. Cuando digo en voz alta que debería acostarse, él responde.
—Dentro de un rato. Estoy buscando algo.
Pregunto qué es.
—Una foto de Lloyd-George Marley. Llevaba tirabuzones, ¿sabes? Y zapatillas persas puntiagudas.
Comento que Lloyd-George debe de ser un tipo muy resultón.
—Era —dice Chris.
—¿Ya no le ves, o qué? ¿Por qué no ha venido nunca a la barcaza?
Oigo que un cajón se abre y su contenido se desparrama sobre la cama de Chris.
—Chris, ¿por qué nunca…?
—Está muerto, Livie —me interrumpe Chris.
Repito la palabra «muerto» y pregunto cómo murió.
—Apuñalado —contesta Chris.
No pregunto a Chris si estaba con él cuando sucedió. Ya lo sé.
No creo que el mundo pueda ofrecer gran cosa en materia de felicidad y satisfacción, ¿verdad? Hay demasiado dolor, demasiada pena. Son producto del conocimiento, el apego y el afecto.
No sirve de nada, pero aún me pregunto qué habría pasado si nunca hubiera ido a Julip’s hace tantos años y hubiera conocido a Richie Brewster. Si hubiera terminado la universidad, empezado una carrera, contentado a mis padres… ¿Cuántas necesidades de los demás hemos de satisfacer durante nuestra vida? ¿Hasta qué punto hemos de disculparnos por nuestro fracaso en satisfacer las necesidades de los demás? La respuesta a cada pregunta es negativa, como cualquier tía agonizante le dirá. Pero la vida es más complicada que todo eso.
Me duelen los párpados. Ignoro qué hora es, pero creo que la pantalla negra extendida sobre la ventana de la cocina está virando a gris. Me digo que ya he escrito bastante por ahora, que ya puedo acostarme. Necesito descansar. ¿No me han dicho lo mismo todos los doctores y todos los curanderos? Conserva tus fuerzas, conserva tus energías, me dicen.
Llamo a Chris. Asoma la cabeza al pasillo. Ha desenterrado un fez rojo y dorado de su armario, y lo lleva balanceando sobre la parte posterior de la cabeza.
—¿Sí, memsahib? —dice, con las manos enlazadas sobre el pecho.
—Te has equivocado de país, capullo —digo—. Necesitas un turbante. ¿Quieres sentarte conmigo, Chris?
—¿Estás ahí, pues?
—Sí.
—De acuerdo.
Echa la cabeza hacia atrás para tirar el fez en su habitación. Entra en la cocina. Levanta a Panda del tocador y la coloca sobre su hombro. Se sienta delante de mí. La gata no reacciona. Sabe que Chris la ha cogido. Se queda doblada como un saco sobre su hombro. Empieza a ronronear.
Chris extiende la otra mano por encima de la mesa. Abre mi palma izquierda y entrelaza sus dedos con los míos. Veo que mis dedos se retuercen antes de conseguir que se cierren sobre los suyos. Pese a todo, sé que su fuerza ha menguado. Sus dedos aprietan los míos.
—Continúa —dice.
Y lo hago.
Mi madre y yo hablamos durante aquella madrugada en Kensington. Hablamos hasta que Chris vino a buscarme.
—Es mi amigo —dije—. Creo que te gustará.
—Es bueno tener amigos —contestó ella—. Un único buen amigo es mejor que cualquier otra cosa. —Agachó la cabeza y añadió con cierta timidez—: Al menos, eso es lo que yo he descubierto.
Chris entró, con aspecto de agotamiento. Tomó una taza de té con nosotras.
—¿Ha ido bien? —pregunté.
—Ha ido bien —contestó sin mirarme. Mi madre nos observó con curiosidad, pero no hizo preguntas.
—Gracias por cuidar de Olivia, Chris —dijo.
—Livie suele cuidar de sí misma —contestó Chris.
—Bah. Tú me animas a continuar, y lo sabes.
—Eso está bien —dijo mi madre.
Sospechaba que existía algo más que amistad entre Chris y yo. Como todas las mujeres enamoradas, quería que todo el mundo compartiera su felicidad. Quise decir, «No hay nada entre nosotros, mamá», pero sentí una punzada de celos a causa de sus sospechas infundadas.
Chris y yo nos marchamos después de amanecer. Dijo que ya se había reunido con Max, y que los animales rescatados estaban en buenas manos.
—Tengo miembros nuevos en la unidad —dijo—. ¿Te había hablado de ellos? Creo que van a trabajar muy bien.
Imagino que ya estaba intentando hablarme de Amanda, incluso en aquel momento. Debía experimentar cierto alivio. Yo estaba en camino de algún asilo, lo cual significaba que, cuando mi enfermedad progresara, ya no estaría bajo su responsabilidad. Si quería liarse con Amanda, pese a las reglas del MLA, podía hacerlo sin necesidad de herirme. Todos esos pensamientos debían pasar por su mente, pero no me di cuenta de su serenidad mientras íbamos en coche hacia Little Venice. Estaba demasiado satisfecha por lo que había pasado entre mi madre y yo.
—Ha cambiado —dije—. Parece en paz consigo misma. ¿Te has dado cuenta, Chris?
No la había conocido hasta aquella noche, me recordó, de forma que no sabía en qué había cambiado. No obstante, nunca había conocido a una mujer que a las cinco de la mañana, después de toda una noche sin dormir, estuviera tan aguzada como un escalpelo. ¿De dónde sacaba aquel exceso de energía?, quiso saber. Él estaba exhausto, y yo parecía agotada.
Dije que era debido al té, la teína, la peculiaridad y nerviosismo de la noche.
—Y el amor —dije—. Eso también.
Era más cierto de lo que yo pensaba.
Volvimos a la barcaza. Chris sacó a pasear a los perros. Yo llené sus cuencos de comida y agua. Di de comer a la gata. Disfrutaba mucho realizando las pequeñas tareas que aún me estaban permitidas. Todo saldrá bien, pensé.
Mi cuerpo se vengó de la larga noche de Kensington. Durante todo el día, combatí una oleada de fibrilaciones y debilidad mediante el expediente de pensar que se debía al agotamiento. Chris apoyó aquella conclusión, porque durmió hasta media tarde y solo abandonó la barcaza para pasear dos veces a los perros.
Esperaba con ansiedad que mi madre llamara aquel día. Yo había dado el primer paso. Ella debía dar el segundo. Pero cada vez que el teléfono sonaba, era para Chris.
No era preciso que mi madre telefoneara, por supuesto, y había estado levantada toda la noche como nosotros, así que debería estar durmiendo. Si no, habría ido a la imprenta, a ocuparse del negocio. Dejaría pasar unos cuantos días, decidí. Después, la telefonearía y la invitaría a comer a la barcaza. Mejor aún, esperaría a que Kenneth volviera de Grecia. Utilizaría el viaje como una excusa para telefonear. Bienvenido a casa y venid a comer, diría. ¿Qué mejor forma de demostrar a mi madre que no solo estaba ansiosa por concluir nuestros años de enemistad, sino que tampoco emitía juicios precipitados sobre su relación con un hombre mucho más joven? De hecho, quizá no sería mala idea que me informara sobre la actualidad del mundo del criquet. Me gustaría poder hablar con Ken cuando por fin le conociera, ¿verdad?
Cuando Chris salió a pasear con los perros a la mañana siguiente, le pedí que me trajera un periódico. Volvió con el Times y el Daily Mail. Busqué las noticias deportivas. Artículos sobre boxeo, remo y criquet llenaban la página. Me puse a leer.
Nottinghamshire iba en cabeza de la clasificación. Tres bateadores de Derbyshire habían logrado cada uno una serie de cien en el último partido contra Worcestershire. La universidad de Cambridge iba empatada con Surrey hasta el descanso para tomar el té, y después ganó. La Federación Nacional de Criquet iba a celebrar una reunión especial en el Lord’s para debatir el futuro del criquet nacional. Aparte de resultados, fechas de futuros encuentros y puntuaciones de los equipos de primera, la única mención ál equipo inglés y a los inminentes partidos entre Inglaterra y Australia aparecía en un artículo sobre los diferentes estilos de sus capitanes: el inglés Guy Mollison (afable y accesible a los medios de comunicación, en contraste con el capitán australiano, Henry Church, colérico y hosco). Tomé nota mental sobre Church. Era un buen tema de discusión. Podía decir, «Kenneth, ¿crees que el capitán australiano es tan antipático como dicen los periódicos?», para romper el hielo.
Reí para mis adentros cuando pensé en lo de romper el hielo. ¿Qué me estaba pasando? Estaba pensando en facilitar las cosas a alguien. ¿Cuándo en mi vida me había preocupado eso? Pese a que, hasta perder la gracia por culpa de Jean Cooper, había atormentado mi adolescencia, descubrí que deseaba simpatizar con Kenneth Fleming, quería caerle bien, quería que todos nos lleváramos bien. ¿Qué cojones me estaba pasando? ¿Adónde habían ido a parar las envidias, las inquinas y la desconfianza?
Cojeé hasta el váter para echarme un vistazo en el espejo, con la convicción de que si ya no se me revolvían las tripas al pensar en mi madre, tal vez habría cambiado por fuera también. No era así. Hasta mi aspecto me desorientó. El pelo era el mismo, y el aro en la nariz, los clavos, los gruesos círculos negros que conseguía pintar alrededor de mis ojos cada mañana. Por fuera, yo era la misma persona que había considerado a Miriam Whitelaw una vaca y una puta, pero mi corazón había cambiado, aunque mi apariencia no. Era como si una parte de mí hubiera desaparecido.
Decidí que la causa de mi cambio era el cambio operado en mi madre. No había dicho «Me lavé las manos de ti hace diez años, Olivia», o «Después de todo lo que hiciste, Olivia», impulsada por la necesidad de revivir y repetir el pasado. En cambio, su aceptación había sido incondicional. Aquel gesto pedía a cambio mi aceptación incondicional. Concluí que aquel cambio se debía a su relación con Kenneth Fleming. Y si Kenneth Fleming había sido capaz de influir en su comportamiento hasta tal punto, yo estaba más que dispuesta a aceptarle.
Recuerdo ahora que pensé fugazmente en Jean Cooper, en dónde encajaba, en cómo, cuándo y si mi madre se las había tenido con ella. No obstante, decidí que el triángulo mamá-Kenneth-Jean no era mi problema. Si mi madre no perdía el sueño por Jean Cooper, ¿por qué iba a hacerlo yo?
Saqué la colección de libros sobre cocina vegetariana de Chris, que guardaba en la estantería clavada sobre los fogones, y los llevé de uno en uno a la mesa. Abrí el primer libro y pensé en la comida que Chris y yo prepararíamos para mi madre y Kenneth. Entrante, segundo plato, pudin y quesos sería perfecto. Hasta tomaríamos vino. Empecé a leer. Cogí un lápiz de la lata para tomar notas.
Mientras pensaba y planificaba, Chris examinaba un molde en el cuarto de trabajo. Nuestros lápices garrapatearon sobre el papel durante la mayor parte de la tarde. Aparte de ese ruido y de los discos que sonaban en el estéreo, nada nos molestó o distrajo hasta que Max vino a vernos por la noche.
—¿Chris? ¿Muchacha? ¿Estáis ahí abajo? —se anunció, mientras saltaba con un gruñido a la barcaza. Los perros empezaron a ladrar.
—Está abierto —contestó Chris, y Max bajó con cuidado la escalera. Tiró galletas de perro al otro extremo de la habitación y sonrió cuando Toast y Beans salieron disparados detrás de ellas. Yo estaba dormitando en la vieja butaca naranja. Chris se había tirado al suelo, a mis pies. Los dos bostezamos.
—Hola, Max —dijo Chris—. ¿Qué hay de nuevo?
Una bolsa blanca de colmado colgaba de la mano derecha de Max. La levantó un poco. Por un momento, y aunque resultara extraño, aparentó torpeza y falta de seguridad en sí mismo.
—Os he traído unas golosinas.
—¿Qué celebramos?
Max sacó uva roja, un trozo de queso, galletas y una botella de vino italiano.
—Me he permitido una reacción secular a una crisis. En un pueblo, cuando el desastre se abate sobre una familia, los vecinos les llevan comida. Es una actividad prima segunda de preparar té.
Max entró en la cocina. Chris y yo nos miramos perplejos.
—¿Desastre? —preguntó Chris—. ¿Qué ha pasado, Max? ¿Te encuentras bien?
—¿Yo? —dijo. Volvió con copas, platos y el sacacorchos. Dejó todo sobre el banco de trabajo y se volvió hacia nosotros—. ¿Esta noche no habéis escuchado la radio?
Negamos con la cabeza.
—¿Qué ha pasado? —preguntó Chris. Su expresión se alteró al instante—. Mierda. ¿La policía ha capturado a alguna de nuestras unidades, Max?
—No tiene nada que ver con el MLA. —Max me miró—. Está relacionado con tu madre.
Pensé, oh, Dios, infarto, apoplejía, atropello, asaltada en plena calle. Sentí que una mano fría pasaba sobre mi cara.
—Y ese novio suyo —continuó Max—. ¿No os habéis enterado de lo de Kenneth Fleming?
—¿Kenneth? —fue mi estúpida pregunta—. ¿Qué ha pasado, Max?
Con aquella rapidez de las ideas al pasar por la mente, pensé, accidente de avión. Pero los periódicos de la mañana no hablaban de ningún accidente, y si un avión se hubiera estrellado camino de Grecia lo anunciarían todos los periódicos, ¿verdad? Y yo tenía un periódico, ¿no? De hecho, tenía dos. Y también el de ayer. Pero ninguno había dicho…
Solo oí fragmentos de la respuesta de Max.
—Muerto… incendio… en Kent… cerca de los Springburns.
—Pero no puede estar en Kent —protesté—. Mi madre dijo…
Enmudecí. Mis pensamientos acallaron mis palabras.
Sabía que Chris me estaba mirando. Me esforcé en no expresar nada. Mi memoria empezó a repasar los detalles de aquellas horas que había pasado sola, y luego con mi madre, en Kensington. Porque ella había dicho…, había dicho… Grecia. El aeropuerto. Le había acompañado. ¿No había dicho eso?
—… en las noticias —estaba diciendo Max—. No sé nada más… muy jodido para todo el mundo.
Pensé en ella, de pie en el pasillo a oscuras. Aquel extraño vestido camisero, la afirmación de que necesitaba cambiarse, el olor a ginebra de su aliento después de que tardara tanto en cambiarse. ¿Qué había notado Chris en ella cuando había llegado? La energía que proyectaba a las cinco de la mañana, tan insólita en una mujer de su edad. ¿Qué estaba pasando?
Tuve la impresión de que una soga se cerraba alrededor de mi cuello. Recé para que Max se fuera cuanto antes, porque sabía que en caso contrario me desmoronaría y empezaría a farfullar como una idiota.
Pero ¿farfullar sobre qué? Debí malinterpretarla, pensé. Al fin y al cabo, estaba nerviosa. Me despertó en pleno sueño. No presté atención a sus palabras. Estaba concentrada en tratar de evitar que nuestra entrevista inicial no se desintegrara en acusaciones y recriminaciones. Debió decir algo que malinterpreté.
Aquella noche, en la cama, examiné los hechos. Dijo que le había acompañado al aeropuerto… No. Dijo que venía del aeropuerto, ¿no? Su vuelo se había retrasado. Bien. Muy bien. Entonces, ¿qué hicieron? Mi madre no habría querido dejarle tirado en el aeropuerto. Debió quedarse, tomaron unas copas. Por fin, él le dijo que volviera a casa. Y después… Después, ¿qué? ¿Ken salió corriendo del aeropuerto y fue a Kent? ¿Por qué? Aunque el vuelo se hubiera retrasado, ya habría entregado los billetes y estaría esperando en la sala de vuelos internacionales, o en una de esas salas para viajeros importantes en las que ni siquiera dejan entrar a personas sin billete…, al igual que tampoco las admiten en la sala de vuelos internacionales. ¿Por qué había pensado que Kenneth y mi madre habrían tomado unas copas juntos, mientras él esperaba su vuelo? No podía ser. Necesitaba algo diferente.
Tal vez habían suspendido el vuelo. Tal vez había ido desde el aeropuerto a Kent para utilizar la casa durante las vacaciones. No se lo había dicho a mi madre porque no sabía que iba a ir, porque cuando ella le dejó en el aeropuerto, Ken ignoraba que el vuelo sería suspendido. Sí. Sí, eso era. Fue a Kent. Sí, fue a Kent. Y en Kent murió. Solo. Un incendio. Un cortocircuito, chispas, prenden en la alfombra, después llamas y más llamas y su cuerpo carbonizado. Un accidente horrible. Sí, sí. Eso era lo que había pasado.
Experimenté un alivio increíble al llegar a esta conclusión. ¿Qué había pensado?, me pregunté. ¿Por qué demonios lo había pensado?
Cuando Chris entró con el té de la mañana, dejó la taza sobre la estantería contigua a la cama. Se sentó en el borde.
—¿Cuándo iremos? —preguntó.
—¿Adónde?
—A verla. Querrás verla, ¿no?
Musité un sí. Le pedí que me comprara el periódico.
—Quiero saber qué pasó —dije—. Antes de hablar con ella. He de saberlo para decidir qué debo decir.
Me trajo el Times otra vez. Y el Daily Mail. Mientras preparaba nuestro desayuno, me senté a la mesa y leí los artículos. Había pocos detalles aquella primera mañana después de que el cadáver de Kenneth hubiera sido descubierto: el nombre de la víctima, el nombre de la casa donde le habían encontrado, el de la propietaria de la casa, el del lechero que había descubierto el incendio, la hora del descubrimiento, los nombres de los principales investigadores. A continuación, seguía una breve biografía de Kenneth Fleming, y al final se apuntaban las teorías actuales, que debían confirmar la autopsia y la investigación posteriores. Leí esta última parte una y otra vez, con especial atención a las palabras «especialistas en incendios provocados» y a la supuesta hora de la muerte: «Antes de la autopsia, el forense destacado al lugar de los hechos determinó que la muerte tuvo lugar entre treinta y treinta y seis horas antes de descubrir el cadáver». Yo realicé los cálculos mentales en mi cabeza. Eso concretaba la hora de la muerte alrededor de la medianoche del miércoles. Sentí un dolor sordo en el pecho. Pese a lo que mi madre me hubiera dicho la madrugada del jueves sobre el paradero de Kenneth Fleming, una cosa estaba clara: el hombre no podía estar en dos sitios a la vez, en compañía de mi madre camino de o ya en el aeropuerto, y en Celandine Cottage. O el forense se equivocaba, o mi madre estaba mintiendo.
Me dije que debía averiguarlo. La telefoneé, pero no hubo respuesta. Telefoneé todo el día y parte de la noche. Y la tarde siguiente perdí la paciencia.
Pedí a Chris que fuéramos a Kensington. Dije que quería ver a solas a mi madre, si no le importaba. Porque hacía mucho tiempo que estábamos distanciadas, dije. Estará triste, dije. Necesitará a alguien de la familia a su lado.
Chris dijo que comprendía. Me acompañaría a Kensington. Esperaría a que yo le telefoneara y volvería a buscarme.
No toqué el timbre después de subir penosamente los siete peldaños del frente. Entré con mi llave. Cerré la puerta a mi espalda y vi que la puerta del comedor estaba cerrada, al igual que la del saloncito. Las cortinas estaban corridas sobre la ventana que daba al jardín trasero. Me quedé de pie en la oscuridad casi total de la entrada. Escuché el profundo silencio de la casa.
—¿Madre? —llamé, con tanta serenidad como pude reunir—. ¿Estás aquí?
Como el miércoles por la noche, no hubo respuesta. Me acerqué al comedor y abrí la puerta. Se filtró luz hacia la entrada y cayó sobre el poste situado al pie de la escalera, del cual colgaba un bolso. Fui a examinarlo. Recorrí con los dedos la suave piel. Una tabla crujió en el piso de arriba. Levanté la cabeza y llamé.
—¿Madre? Chris no está. He venido sola.
Clavé la vista en la escalera. Ascendía hasta perderse en la oscuridad. Era primera hora de la tarde, pero mi madre había logrado convertir la casa en una tumba, con las puertas y ventanas cerradas. Solo veía formas y sombras.
—He leído los diarios. —Dirigí mi voz hacia donde debía estar, en el segundo piso de la casa, ante la puerta de su dormitorio, apoyada contra la hoja, las manos a la espalda y aferradas al pomo—. Sé lo de Kenneth. Lo siento mucho, madre. —Finge, pensé. Finge que nada ha cambiado—. Cuando leí lo del incendio, pensé que debía venir. Habrá sido horrible para ti. ¿Te encuentras bien, madre?
Tuve la impresión de que un suspiro flotaba desde arriba, aunque bien habría podido ser una ráfaga de viento al golpear la ventana del final del pasillo. Oí un roce. Después, la escalera empezó a crujir poco a poco, como si bajaran un peso de cien kilos centímetro a centímetro.
Me aparté del poste. Esperé y me pregunté qué íbamos a decir. ¿Cómo puedo seguir esta farsa?, me pregunté. Es tu madre, me dije a modo de respuesta, de modo que tendrás que hacerlo. Busqué en mi mente algo que decir mientras mi madre descendía el primer tramo de escalera. Cuando avanzó por el pasillo que corría sobre mi cabeza, abrí la puerta del saloncito. Descorrí las cortinas de la ventana del fondo. Volví para encontrarme con ella al pie de la escalera.
Se detuvo en el rellano. Su mano izquierda aferraba la barandilla. La derecha era un puño entre sus pechos. Llevaba la misma bata que se había puesto a las tres de la madrugada del jueves, pero ya no proyectaba aquella energía que Chris había considerado insólita. Ahora, comprendí que habían sido los nervios, tensos como cuerdas de violín.
—Cuando leí lo sucedido, decidí venir —dije—. ¿Estás bien, madre?
Bajó el último tramo de escalera. El teléfono empezó a sonar en el saloncito. No dio señas de oír el timbre. Repiqueteó con insistencia. Miré hacia el saloncito y me pregunté si debía contestar.
—Periodistas —dijo mi madre—. Buitres. Devoran el cadáver.
Estaba de pie en el primer peldaño, y a la luz que entraba por las puertas abiertas y la ventana con la cortina descorrida, vi hasta qué punto la había cambiado el último día. Aunque iba vestida para dormir, no lo habría conseguido. Las arrugas de su cara se habían convertido en canales. Bolsas de piel colgaban bajo sus ojos.
Vi que sostenía algo en el puño, de color caoba que contrastaba con el tono ceniciento de su piel. Se llevó el puño a la mejilla, que apretó con lo que sujetaba.
—No lo sabía —susurró—. No lo sabía, querido. Te lo juro.
—Madre.
—No sabía que estabas allí.
—¿Dónde?
—En la casa. No lo sabía.
En el mismo instante que destruyó cualquier posibilidad de fingimiento entre ambas, sentí la boca seca como si hubiera caminado un mes por el desierto.
Pensé que la única posibilidad de evitar desmayarme era concentrarse en algo ajeno a mis frenéticos pensamientos, de modo que me concentré en contar los timbrazos del teléfono que aún sonaban en el saloncito. Cuando por fin enmudecieron, trasladé mi concentración a lo que mi madre todavía apretaba contra su mejilla. Era una vieja pelota de criquet.
—Después de tu primera serie de cien —susurró, con los ojos clavados en algo que solo ella podía ver—, fuimos a cenar. Un grupo. Cómo estabas aquella noche. Radiante. Vida y carcajadas, pensé. Tan joven y espléndido. —Se llevó la pelota a los labios—. Me diste esto. Delante de toda aquella gente. Tu mujer. Tus hijos. Tus padres. Otros jugadores. «Reconozcamos el mérito de quien más lo merece», dijiste. «Alzo mi copa por Miriam. Ella me ha proporcionado la valentía de perseguir mis sueños».
El rostro de mi madre se desmoronó. Su cabeza tembló.
—No lo sabía —dijo, con la boca apretada contra la pelota de cuero desgastada—. No lo sabía.
Pasó de largo como si yo no estuviera allí. Recorrió el pasillo y entró en el saloncito. La seguí poco a poco y la encontré ante la ventana. Golpeaba su frente contra el cristal. A cada golpe, aumentaba la fuerza. «Ken», decía con cada golpe.
Me sentí paralizada de terror, miedo e impotencia. ¿Qué hacer?, pensé. Con quién hablar. Cómo ayudar. Ni siquiera podía bajar a la cocina y dedicarme a la simple tarea de preparar una comida que ella sin duda necesitaba, porque no podría subírsela cuando la tuviera preparada, y aunque hubiera podido hacerlo, me aterrorizaba dejarla sola.
El teléfono volvió a sonar. Al mismo tiempo, mi madre aumentó la fuerza de sus golpes contra el cristal. Sentí los primeros calambres en las piernas. Noté que mis brazos se debilitaban. Tenía que sentarme. Quería huir.
Me acerqué al teléfono, levanté el auricular, volví a colgarlo. Antes de que sonara de nuevo, marqué el número de la barcaza y recé para que Chris estuviera. Mi madre seguía golpeando su cabeza contra la ventana. Los cristales vibraban. Mientras el teléfono sonaba al otro lado de la línea, el primer cristal se partió.
—¡Madre! —grité, mientras aumentaba la fuerza y el ritmo de los golpes.
Chris descolgó por fin.
—Ven. Deprisa —dije, y colgué antes de que pudiera contestar.
El cristal se rompió. Los fragmentos cayeron sobre el antepecho, y después al suelo. Me acerqué a mi madre. Se había hecho un corte en la frente, pero parecía indiferente a la sangre que resbalaba sobre su mejilla como las lágrimas de una mártir. Cogí su brazo. Lo apreté con suavidad.
—Madre —dije—. Soy Olivia. Estoy aquí. Siéntate.
—Ken —fue su única respuesta.
—No puedes hacerte esto. Por el amor de Dios. Por favor.
Un segundo cristal se rompió. Los pedazos cayeron al suelo. Vi nuevos cortes que empezaban a sangrar.
La atraje hacia mí.
—¡Basta!
Se soltó. Volvió a la ventana. Continuó golpeando.
—¡Maldita seas! —chillé—. ¡Basta! ¡Basta!
Me acerqué a ella como pude. Cogí sus brazos. Me apoderé de la pelota de criquet y la tiré al suelo. Fue a parar a una esquina, debajo de un jarrón. Mi madre volvió la cabeza. Siguió la pelota con la vista. Se llevó una muñeca a la frente y la apartó manchada de sangre. Empezó a llorar.
—No sabía que estabas allí. Ayúdame. Querido. No sabía que estabas allí.
La guie hasta el sofá con mucho esfuerzo. Se acurrucó en una esquina con la cabeza apoyada en el brazo, mientras la sangre goteaba sobre una vieja funda de encaje. La miré, impotente. La sangre. Las lágrimas. Me encaminé al comedor y encontré la botella de jerez. Me serví una copa y la vacié de un trago. Hice lo mismo por segunda vez. Apreté la tercera en el puño y, con los ojos clavados en ella para no derramar el líquido, volví con mi madre.
—Bebe esto —dije—. Escúchame, madre. Bebe esto. Has de cogerlo porque mis manos son incapaces de sujetarla. ¿Me has oído, madre? Es jerez. Has de beberlo.
Había dejado de hablar. Daba la impresión de que estaba mirando la hebilla de plata de mi cinturón. Asió con una mano la funda del sofá. La otra estrujó el lazo de su bata. Extendí la mano para que cogiera el jerez.
—Por favor —dije—. Tómalo, madre.
Parpadeó. Dejé el jerez sobre la mesilla auxiliar contigua. Sequé su frente con la funda. Los cortes no eran profundos. Solo uno seguía sangrando. Apreté el encaje sobre él. El timbre de la puerta sonó.
Chris se ocupó de todo con su habitual eficacia. Echó un vistazo a mi madre, masajeó sus manos y sostuvo el jerez ante su boca hasta que bebió.
—Necesita un médico —dijo.
—¡No! —No podía imaginar qué diría, a qué conclusiones llegaría el médico, qué ocurriría a continuación. Modulé mi voz—. Nosotros la cuidaremos. Ha tenido un shock. Hemos de obligarla a comer. Hemos de acostarla.
Mi madre se removió. Levantó la mano y examinó la muñeca manchada de sangre, seca ya y del color de la herrumbre.
—Oh —exclamó—. Un corte.
Se llevó la muñeca a la boca. Se limpió con la lengua.
—¿Puedes prepararle algo de comer? —pregunté a Chris.
—No sabía que estabas allí —susurró mi madre.
Chris la miró. Se dispuso a contestar.
—Desayuno —me apresuré a decir—. Cereales. Té. Lo que sea. Chris, por favor. Necesita comer.
—No lo sabía —dijo mi madre.
—¿Qué le…?
—¡Chris! Por el amor de Dios. Yo no puedo bajar a la cocina.
Asintió y nos dejó.
Me senté a su lado. Aferré con una mano el andador porque necesitaba sentir algo sólido e inalterable bajo mis dedos.
—¿Estuviste en Kent el miércoles por la noche? —pregunté en voz baja.
—No sabía que estabas allí, Ken. No lo sabía.
Resbalaron lágrimas por las esquinas de sus ojos.
—¿Provocaste el incendio?
Se llevó el puño a la boca.
—¿Por qué? —susurré—. ¿Por qué lo hiciste?
—Todo para mí. Mi corazón. Mi mente. Nada te hará daño. Nada. Nadie.
Se mordió el dedo índice y empezó a sollozar. Apretó entre los dientes la parte carnosa del dedo, desde el nudillo a la primera articulación, sin dejar de llorar.
Cubrí su puño con mi mano.
—Madre —dije, y traté de apartar el dedo de su boca. Era mucho más fuerte de lo que imaginaba.
El teléfono volvió a sonar. Enmudeció de repente, y supuse que Chris había descolgado el de la cocina. Se quitaría de encima a los periodistas. No había nada que temer a ese respecto, pero mientras observaba a mi madre, comprendía que no eran las llamadas de los periodistas lo que yo temía. Temía a la policía.
Apoyé la mano sobre un lado de su cabeza y acaricié su pelo para calmarla.
—Ya pensaremos en cómo salir de esta —dije—. No te pasará nada.
Chris volvió con una bandeja que entró en el comedor. Oí el ruido de platos y cubiertos mientras los disponía sobre la mesa. Volvió al saloncito. Rodeó con el brazo la espalda de mi madre.
—Le he preparado huevos revueltos, señora Whitelaw —dijo, y la ayudó a levantarse.
Ella se aferró a su brazo. Apoyó una mano sobre el hombro de Chris. Examinó su cara como si quisiera aprendérsela de memoria.
—Lo que ella te hizo —dijo—. El dolor que te causó. También a mí. No podía soportarlo, querido. No debías sufrir más a sus manos. ¿Lo entiendes?
Intuí que Chris me estaba mirando, pero me concentré en levantarme del sofá y protegerme con el andador para esquivar sus ojos. Entramos en el comedor. Nos sentamos uno a cada lado de mi madre. Chris cogió un tenedor y lo colocó en su mano. Yo le acerqué el plato.
—No puedo —lloriqueó.
—Coma un poco —la animó Chris—. Ha de recuperar fuerzas.
Mi madre dejó caer el tenedor sobre el plato.
—Me dijiste que ibas a Grecia. Deja que haga esto por ti, querido Ken, pensé. Deja que solucione este problema.
—Madre —me apresuré a interrumpirla—. Has de comer algo. Tendrás que hablar con gente, ¿no? Periodistas. La policía. La compañía de seguros… —Bajé la vista. La casa. El seguro. ¿Qué había hecho? ¿Por qué? Dios, qué horror—. No hables más, que la comida se enfría. Primero come, madre.
Chris pinchó un poco de huevo y devolvió el tenedor a su mano. Mi madre empezó a comer. Sus movimientos eran perezosos, como si reflexionara durante mucho rato antes de hacerlos.
Cuando hubo terminado, la llevamos de vuelta al saloncito. Dije a Chris dónde podía encontrar mantas y almohadas, y le improvisamos una cama en el sofá. El teléfono volvió a sonar. Chris descolgó, escuchó.
—Inaccesible, me temo —dijo, y colgó.
Encontré la pelota de criquet donde la había tirado, y mientras mi madre dejaba que Chris la cubriera con las mantas, se la di. Ella la sujetó debajo de la barbilla. Quiso hablar, pero yo se lo impedí.
—Descansa —dije—. Yo me sentaré a tu lado.
Cerró los ojos. Me pregunté desde cuándo no dormía.
Chris se fue. Yo me quedé, sentada en el canapé de terciopelo. Contemplé a mi madre. Conté los cuartos de hora cuando el reloj de péndulo los daba. El sol movió poco a poco las sombras a lo largo de la habitación. Intenté pensar en lo que debía hacer.
Debía necesitar el dinero del seguro, pensé. Di rienda suelta a las suposiciones. No había administrado la imprenta tan bien como debía. La situación empeoraba. No había querido confesarlo a Kenneth porque no quería preocuparle o distraerle de su carrera. Él también tenía problemas. Sostenía a su familia. Los niños se estaban haciendo mayores. Se le exigía más económicamente. Estaba endeudado. Los acreedores le acosaban. Decidieron pasar de las convenciones y casarse, pero Jean había exigido una compensación en metálico sustanciosa antes de acceder al divorcio. El hijo mayor quería ir a Winchester. Kenneth no podía permitirse el lujo al mismo tiempo que debía pagar a Jean. Mi madre quiso ayudarle para que pudieran casarse. Ella tenía cáncer. Uno de los hijos tenía cáncer. Él tenía cáncer. Necesitaba el dinero para un tratamiento especial. Chantaje. Alguien sabía algo y la obligaba a pagar…
Recliné la cabeza sobre el respaldo del canapé. No sabía qué hacer, porque no entendía qué había hecho mi madre. El insomnio de las noches anteriores empezó a afectarme. Era incapaz de tomar una decisión. Era incapaz de planear. Era incapaz de pensar. Me dormí.
Cuando desperté, la luz había menguado. Levanté la cabeza y di un respingo a causa del dolor provocado por la postura. Miré hacia el sofá. Mi madre no estaba. Mi mente entró en acción. ¿Dónde estaba? ¿Por qué? ¿Qué había hecho? ¿Era posible que…?
—Has echado una buena siesta, querida.
Volví la cabeza hacia la puerta.
Se había bañado. Se había vestido con una blusa negra larga y pantalones a juego. Se había pintado los labios. Se había arreglado el pelo. Llevaba una tirita en el corte de la frente.
—¿Tienes hambre? —preguntó.
Negué con la cabeza. Se acercó al sofá y dobló las mantas que habíamos utilizado para taparla. Las alisó y apiló pulcramente. Convirtió en un cuadrado la funda manchada. La colocó en el centro de las mantas amontonadas. Después, se sentó en el mismo lugar que la madrugada del jueves, en la esquina del sofá más cercana a mi canapé.
Sus ojos no se alteraron cuando me miró.
—Estoy en tus manos, Olivia —dijo, y comprendí que el poder estaba de mi lado por fin.
Fue una sensación extraña. No fue de triunfo, sino de temor, horror y responsabilidad. No me gustaba ninguna, y mucho menos la última.
—¿Por qué? —pregunté—. Dime eso, al menos. He de comprender.
Sus ojos se apartaron de los míos un instante y fueron hacia el retrato de Fleming, que colgaba en la pared sobre mí. Después, regresaron a mi cara.
—Qué ironía —dijo.
—¿Qué?
—Pensar que, después de todas las angustias que nos hemos causado mutuamente a lo largo de los años, al final de nuestras vidas aparece la necesidad.
Me miró sin pestañear. Su expresión no cambió. Parecía la calma personificada, nada resignada, sino desafiante.
—Ha sucedido que alguien ha muerto —dije—. Y si aparece necesidad, será por parte de la policía. Necesitan respuestas. ¿Qué vas a decirles?
—Hemos llegado a necesitarnos mutuamente. Tú y yo, Olivia. Eso es lo que importa. Al final.
Su mirada me retenía como a una rata hipnotizada por la mirada de una serpiente justo antes de convertirse en la cena del ofidio. Desvié mis ojos hacia la enorme chimenea de caoba, cuyo reloj central se había detenido para siempre la noche que la reina Victoria murió. De esa manera simbólica, mi bisabuelo había llorado el fin de una era. Para mí, era como una demostración de la fuerza que el pasado ejerce sobre nosotros.
Mi madre volvió a hablar, con voz serena.
—Si no hubieras estado aquí cuando volví a casa, si no me hubiera enterado de tu… —Vaciló, en busca del eufemismo adecuado—. Si no hubiera visto tu estado, lo que la enfermedad te está haciendo y lo que va a hacerte, me habría suicidado. Lo habría hecho el viernes por la noche sin la menor vacilación, cuando me dijeron que Ken había muerto en la casa. Cogí las hojas de afeitar. Llené la bañera para desangrarme con más facilidad. Me senté en el agua y levanté la hoja, pero no pude hacerlo. Porque abandonarte ahora, obligarte a plantar cara a esa muerte horrible sin que yo pudiera ayudarte en nada… —Meneó la cabeza—. Cómo se estarán riendo los dioses de nosotros, Olivia. Quería que mi hija volviera a casa desde hacía años.
—Y he vuelto.
—En efecto.
Pasé la mano sobre el viejo tapizado de terciopelo, noté que su raída lanilla subía y bajaba.
—Lo siento —dije—. Muy oportuna. Dios, cómo lo he complicado todo. —No contestó. Daba la impresión de que esperaba algo más. Estaba sentada muy tiesa a la luz agonizante del atardecer, y me miró mientras yo formulaba la pregunta y hacía acopio de fuerzas para preguntar de nuevo—. ¿Por qué? Madre, ¿por qué lo hiciste? ¿Estás…? ¿Necesitas dinero o algo así? ¿Pensabas en el seguro de la casa?
Su mano derecha buscó la alianza de la izquierda. Sus dedos se cerraron sobre el anillo.
—No —contestó.
—Entonces, ¿qué?
Se levantó. Caminó hacia la ventana salediza y volvió a colgar el teléfono. Se quedó un momento con la cabeza gacha y las yemas de los dedos apoyadas sobre la superficie de la mesa.
—He de barrer estos cristales rotos —dijo.
—Dime la verdad, madre.
—¿La verdad? —Levantó la cabeza. No se volvió hacia mí—. Amor, Olivia. Así empieza todo siempre, ¿no? Lo que no entendía es que también es el final.