Capítulo 21
—Volvamos al momento en que abriste la puerta de la casa —dijo Lynley—. Refréscame la memoria. ¿Qué puerta era?
Jimmy Cooper se llevó una mano a la boca y mordisqueó un padrastro. Hacía más de una hora que estaban en la sala de interrogatorios, y durante aquel rato el muchacho había conseguido hacerse sangre dos veces, sin aparentar dolor en ninguna.
Lynley había hecho esperar cuarenta y cinco minutos a Jimmy Cooper y Friskin en la sala de interrogatorios. Quería poner al muchacho lo más nervioso posible cuando se reuniera con ellos, de manera que había permitido a abogado y cliente regodearse en la salsa de su impaciencia, mientras se veían obligados a escuchar en el pasillo los movimientos «eficaces como de costumbre» de la policía. No cabía duda de que Friskin era lo bastante astuto para haber informado a su cliente del truco que la policía estaba utilizando al tenerles a la espera, pero Friskin no poseía ninguna clase de control sobre el estado psicológico del chico. Al fin y al cabo, era el cuello del muchacho el que estaba en juego, no el del abogado. Lynley confiaba en que Jimmy se diera cuenta del detalle.
—¿Intenta acusar a mi cliente? —El señor Friskin parecía empecinado. Jimmy y él habían soportado una vez más la presión de los periodistas entre Victoria Street y Broadway, y daba la impresión de que al abogado no le había gustado la experiencia—. Nos sentimos encantados de colaborar con la policía, como creo que confirma nuestra presencia aquí, pero si no tiene la intención de acusarle, ¿no cree que Jimmy estaría mejor en la escuela?
Lynley no se molestó en recordar a Friskin que la Escuela Secundaria George Green había entregado a Jimmy a los cuidados de Bienestar Social y los inspectores de enseñanza durante el trimestre de otoño. Sabía que la protesta del abogado era más de forma que de fondo, una ilustración de su apoyo al cliente, destinada a ganarse su confianza.
Friskin continuó:
—Hemos repasado los mismos hechos cuatro veces, como mínimo. Una quinta no va a cambiarlos.
—¿Puedes aclararme qué puerta era? —repitió Lynley.
Friskin emitió un suspiro de disgusto. Jimmy trasladó su peso de una nalga a otra.
—Ya lo he dicho. La de la cocina.
—¿Y utilizaste la llave…?
—Del cobertizo. También se lo he dicho.
—Sí, lo has dicho. Solo quería confirmar los datos. Introdujiste la llave en la cerradura. Giraste la llave. ¿Qué pasó a continuación?
—¿Qué quiere decir?
—Esto es ridículo —dijo Friskin.
—¿Qué cree que pasó? —preguntó Jimmy—. Abrí la jodida puerta y entré.
—¿Cómo abriste la puerta?
—¡Mierda!
Jimmy apartó la silla de la mesa.
—Inspector —intervino Friskin—, ¿es absolutamente necesaria esta descripción de cómo abrió la puerta? ¿Cuál es el objetivo? ¿Qué quiere de mi cliente?
—¿La puerta se abrió en cuanto giraste la llave, o tuviste que empujarla? —preguntó Lynley.
—Jim… —advirtió Friskin, como si comprendiera de repente la intención de Lynley.
Jimmy alejó su hombro del abogado, como para indicarle que se mantuviera al margen.
—Pues claro que la empujé. ¿Cómo iba a abrirla, si no?
—Estupendo. Dime cómo.
—¿Cómo qué?
—Cómo la empujaste.
—Le di un empujón.
—¿Por debajo del pomo? ¿Por encima? ¿Por el pomo? ¿Dónde?
—No lo sé. —El muchacho se repantigó en la silla—. Por encima, supongo.
—Le diste un empujón por encima del pomo. La puerta se abrió. Entraste. ¿Las luces estaban encendidas?
Jimmy arrugó el entrecejo. Era una pregunta que Lynley aún no había formulado. Jimmy sacudió la cabeza.
—¿Las encendiste tú?
—¿Por qué iba a hacerlo?
—Supongo que querrías orientarte. Tendrías que localizar la butaca. ¿Llevabas una linterna? ¿Encendiste una cerilla?
Dio la impresión de que Jimmy meditaba las preguntas (encender las luces, llevar una linterna, encender una cerilla) y lo que implicaba cada una de las opciones.
—No podía llevar una linterna en la moto, ¿verdad? —dijo por fin.
—Entonces, ¿utilizaste una cerilla?
—No he dicho eso.
—¿Encendiste las luces?
—Puede. Apenas un segundo.
—Estupendo. Después, ¿qué?
—Después, hice lo que ya he contado. Encendí el jodido cigarrillo y lo encajé en la butaca. Después, me marché.
Lynley asintió con aire pensativo. Se puso las gafas y sacó las fotografías del lugar de los hechos de un sobre. Las examinó.
—¿No viste a tu padre? —preguntó.
—Ya he dicho…
—¿No hablaste con él?
—No.
—¿Le oíste moverse en la habitación de arriba?
—Ya se lo he dicho.
—Sí, en efecto. —Lynley dejó las fotos. Jimmy desvió la vista. Lynley fingió que las examinaba. Por fin, levantó la cabeza.
—¿Te marchaste por donde habías venido? ¿Por la cocina?
—Sí.
—¿Habías dejado la puerta abierta?
La mano derecha de Jimmy ascendió hasta su boca. Su dedo índice resbaló sobre sus dientes delanteros, y se puso a mordisquearlos casi sin darse cuenta.
—Creo que sí.
—¿Estaba abierta? —preguntó con brusquedad Lynley.
Jimmy cambió de opinión.
—No.
—¿Estaba cerrada?
—Sí. Cerrada. Estaba cerrada. Cerrada.
—¿Estás seguro?
Friskin se inclinó hacia adelante.
—¿Cuántas veces va a…?
—¿Entraste y saliste sin el menor impedimento?
—¿Qué?
—Sin dificultades. No tropezaste con nada, ni con nadie.
—Ya lo he dicho, ¿no? Lo he repetido diez veces.
—Entonces, ¿qué fue de los animales? La señora Patten dijo que los animales estaban dentro cuando se marchó.
—No vi ningún animal.
—¿No estaban en la casa?
—No he dicho eso.
—Dijiste que espiaste la casa desde el final del jardín. Dijiste que viste a tu padre por la ventana de la cocina. Dijiste que le viste cuando subió a acostarse. ¿También le viste abrir la puerta? ¿Le viste sacar a los gatitos?
La expresión de Jimmy delató su convencimiento de que las preguntas iban destinadas a tenderle una trampa, pero ignoraba de qué clase.
—No lo sé. No me acuerdo.
—Tal vez tu padre los sacó antes de que tú llegaras. ¿Viste a los gatitos en el jardín?
—¿A quién le importan una mierda los jodidos gatos?
Lynley reordenó las fotografías. La mirada de Jimmy cayó sobre ellas y se apartó a toda prisa.
—Es una pérdida de tiempo para todo el mundo —dijo Friskin—. No estamos haciendo el menor progreso, y no haremos progresos hasta que usted no tenga nada nuevo con lo que trabajar. Entonces, Jim colaborará de buen grado con sus preguntas, pero hasta ese momento…
—¿Qué llevabas aquella noche, Jimmy? —preguntó Lynley.
—Inspector, ya le ha dicho…
—Creo recordar que una camiseta —continuó Lynley—. ¿Estoy en lo cierto? Tejanos. Un jersey. Los Doc Martens. ¿Algo más?
—Calzoncillos y calcetines —rio Jimmy—. Los mismos que llevo ahora.
—Y eso es todo.
—Exacto.
—¿Nada más?
—Inspector…
—¿Nada más, Jimmy?
—Ya lo he dicho. Nada más.
Lynley se quitó las gafas y las dejó sobre le mesa.
—Muy intrigante.
—¿Por qué?
—Porque no dejaste huellas dactilares, por lo cual supongo que llevabas guantes.
—No toqué nada.
—Pero acabas de explicar que tocaste la puerta para empujarla. Pero no dejaste huellas. Ni en la madera, ni en el pomo, ni dentro, ni fuera. El interruptor de la luz de la cocina tampoco tenía huellas.
—Las borré. Me olvidé. Eso es. Las borré.
—¿Borraste tus huellas dactilares, pero lograste dejar todas las demás? ¿Cómo te lo montaste?
Friskin se enderezó en su silla y lanzó una mirada penetrante al chico. Después, devolvió su atención a Lynley. No habló en todo el rato.
Jimmy removió los pies bajo la silla. Golpeó el suelo con la punta de la bamba. No dijo nada.
—Y si lograste borrar tus huellas al tiempo que conservabas las otras, ¿por qué dejaste las huellas dactilares en el pato de cerámica del cobertizo?
—Hice lo que hice.
—¿Podemos hablar un momento a solas, inspector? —preguntó Friskin.
Lynley hizo ademán de levantarse.
—¡No necesito ningún momento! —gritó Jimmy—. Ya le he contado lo que hice. Lo dicho, dicho está. Cogí la llave. Entré. Puse el cigarrillo en la butaca.
—No —replicó Lynley—. No fue así.
—¡Sí! Se lo he dicho mil veces y…
—Nos has contado cómo imaginaste que pasó. Tal vez nos has contado cómo lo habrías hecho de haber tenido la oportunidad, pero no nos has dicho cómo se hizo.
—¡Sí!
—No.
Lynley paró la grabadora. Sacó la cinta y puso la de la sesión anterior. Estaba detenida en el punto que había elegido por la mañana. Apretó el botón para ponerla en marcha. Sus voces surgieron de los altavoces.
«¿Estabas fumando un cigarrillo en aquel momento?».
«¿Qué se cree, que soy un capullo?».
«¿Era uno de estos, un JPS?».
«Sí, exacto. Un JPS».
«¿Lo encendiste?, ¿quieres enseñármelo, por favor?».
«¿Enseñarle qué?».
«Cómo encendiste el cigarrillo».
Lynley paró el aparato, quitó la cinta y la sustituyó por la de la sesión en curso. Apretó el botón de grabación.
—¿Y qué? —preguntó Jimmy—. Dije lo que dije. Hice lo que hice.
—¿Con un JPS?
—Ya lo ha oído, ¿no?
—Sí, lo he oído. —Lynley se masajeó la frente y bajó la mano para mirar al muchacho. Jimmy había apoyado el peso de la silla sobre las patas posteriores y la estaba meciendo.
—¿Por qué mientes, Jimmy? —preguntó Lynley.
—Yo nunca…
—¿Qué nos quieres ocultar?
El muchacho se siguió meciendo.
—Eh, ya le he dicho…
—No me has dicho la verdad.
—Estuve allí. Lo he dicho.
—Sí. Estuviste allí. Estuviste en el jardín. Estuviste en el cobertizo de las macetas. Pero no estuviste en la casa. No mataste a tu padre más que yo.
—Lo hice. Bastardo. Le di su merecido.
—El día que tu padre fue asesinado era el mismo día que tu madre debía acusar recibo de la petición de divorcio. ¿Lo sabías, Jim?
—Merecía morir.
—Pero tu madre no quería divorciarse. Si lo hubiera querido, ella habría presentado la petición dos años después de que tu padre abandonara a su familia. Eso es abandono legal. Habría tenido fundamentos.
—Yo le quería muerto.
—Pero aguantó cuatro años. Tal vez pensó que iba a recuperarle por fin.
—Le mataría otra vez si tuviera la oportunidad.
—¿Tenía motivos para pensar eso, Jim? Al fin y al cabo, tu padre siguió visitándola durante todos estos años. Cuando vosotros no estabais en casa. ¿Lo sabías?
—Yo lo hice. Yo lo hice.
—Me atrevería a decir que abrigaba fuertes esperanzas. Si él seguía viéndola.
Jimmy bajó las patas de la silla. Sus manos se retorcieron por debajo de la camiseta, estiraron la tela hacia sus rodillas.
—Ya se lo he dicho.
Su significado era claro: váyase a tomar por el culo. No diré nada más.
Lynley se levantó.
—No presentaremos cargos contra su cliente —dijo al señor Friskin.
Jimmy alzó la cabeza con brusquedad.
—Pero volveremos a hablar con él. Cuando consiga recordar con exactitud qué pasó el miércoles por la noche.
Dos horas después, Barbara Havers informó a Lynley sobre los movimientos de Chris Faraday y Amanda Beckstead el miércoles por la noche. Amanda vivía en un edificio remozado de Moreton Street. Había vecinos arriba y abajo, un grupo cordial que se comportaba como si pasaran el día controlándose mutuamente. Amanda confirmó que Chris Faraday había estado con ella.
—Es una situación bastante difícil a causa de Livie —dijo con voz reposada y serena, la mano derecha curvada sobre la izquierda.
Ella y su hermano regentaban un estudio de fotografía en Pimlico, era la hora de comer y había accedido a charlar con la sargento detective siempre que pudiera comer su bocadillo de queso y beber su botella de Evian al mismo tiempo. Fueron al Jardín Botánico de Pimlico, a la orilla del río, y se sentaron no muy lejos de la estatua de William Huskisson, un estadista del siglo XIX reproducido en piedra y ataviado con toga, además de lo que semejaban botas de montar. Amanda no dio muestras de reparar en la incongruente indumentaria de Huskisson, ni de molestarse por el viento procedente del río o el rugido del tráfico que se apretujaba en Grosvenor Road. Adoptó la posición del loto sobre el banco de madera y habló con seriedad mientras daba cuenta de su almuerzo.
—Livie y Chris han vivido juntos desde hace años —dijo—, y a Chris no le parece bien mudarse ahora que Livie está tan enferma. He insinuado que podríamos vivir en plan comuna, mi hermano, Chris, Livie y yo, pero Chris no quiere ni oír hablar de eso. Dice que Livie no lo soportaría si supiera que él y yo queremos estar juntos. Insistiría en ir a un asilo, afirma Chris, porque ella es así. Chris tampoco quiere eso. Se siente responsable de ella. Y así seguimos.
Durante los últimos meses habían arañado los momentos que podían, contó a Barbara, pero nunca más de cuatro horas a solas. El miércoles había sido su primera oportunidad de pasar toda una noche juntos, porque Livie había quedado con su madre y no esperaba que Chris pasara a recogerla hasta bien entrada la madrugada.
—Es que queríamos dormir juntos —dijo Amanda con toda franqueza—. Y despertar juntos. Era algo más que sexo. Era estar unidos de una forma más importante que la sexual. ¿Me comprende?
Había parecido tan sincera que Barbara había asentido, como si tuviera experiencia en dormir con un hombre. Ya lo creo, pensó. Estar unida con un tío. Comprendo lo que es eso. Ab-so-lu-ta-men-te, sin la menor duda.
—Yo lo veo así —concluyó Barbara—. O la muerte de Fleming es una conspiración en la que participa toda Moretón Street, o Amanda Beckstead dice la verdad. Voto por la segunda opción. ¿Y usted? —preguntó a Lynley.
Lynley estaba de pie ante la ventana de su despacho, con las manos en los bolsillos y la atención concentrada en la calle. Barbara se preguntó si los fotógrafos y periodistas se habrían dispersado.
—¿Qué le ha sacado al granujilla ese en esta ocasión? —preguntó.
—Más verificaciones involuntarias de que no mató a su padre.
—¿Se ciñe a sus anteriores declaraciones?
—De momento.
—Joder. —Sacó un chicle y se lo metió en la boca—. ¿Por qué no detenemos a su madre? ¿Cuál es el objeto de entrar por la puerta de atrás así?
—El objeto es la prueba, sargento.
—Ya encontraremos la prueba. Tenemos el móvil. Tenemos medios y oportunidad. Tenemos suficiente para encerrarla y aplicarle el tercer grado. El resto ya vendrá por sí solo.
Lynley negó con la cabeza lentamente. Contempló la calle durante largo rato, después el cielo, que era gris como un acorazado, como si la primavera se hubiera concedido una repentina moratoria.
—El chico ha de acusarla —dijo por fin.
Barbara intentó creer que le había oído mal. Hizo estallar el chicle, exasperada. Era tan impropio de Lynley aquella cautela que se preguntó, con una punzada de deslealtad, si su habitual indecisión sobre su futuro con Helen Clyde le empezaba a afectar en el trabajo.
—Señor. —Forzó un tono de paciente camaradería—. ¿No le parece una posibilidad bastante irreal? Al fin y al cabo, es su madre. Puede que no se lleven bien, pero si la acusa de asesinar a su padre, ¿se da cuenta de lo que va a conseguir? ¿Y no cree que él es consciente de las consecuencias?
Lynley se acarició la mandíbula con aire pensativo. Barbara se sintió lo bastante alentada para continuar.
—Perderá a ambos padres en el curso de una semana. ¿Se lo imagina haciendo eso? ¿Espera que deje huérfanos a sus hermanos, aparte de a él mismo? ¿A merced de los tribunales? ¿No es demasiado? ¿No cree que es más de lo que puede aguantar?
—Es posible, Havers.
—Bien, entonces…
—Pero, por desgracia, hay que doblegar a Jimmy si queremos averiguar la verdad.
Barbara iba a discutir su propia argumentación, cuando Lynley desvió la vista hacia la puerta.
—Sí, Dee. ¿Qué pasa?
Dorothea Harriman ajustó un volante de su cuello de encaje. Aquella tarde, era como una visión en azul.
—El superintendente Webberly pregunta por usted y la sargento detective Havers —explicó Harriman—. ¿Le digo que acaban de marcharse?
—No. Ahora iremos.
—Sir David está con él —añadió Harriman—. Sir David ha solicitado la reunión, de hecho.
—Hillier —gruñó Barbara—. Dios nos asista. Señor, si está cabreado, serán dos horas. Esquivémosle mientras podamos. Dee nos excusará.
Aparecieron hoyuelos en las mejillas de Harriman.
—Estaré más que encantada, inspector detective. Hoy toca color carbón, a propósito.
Barbara se hundió más en la silla. Los trajes color carbón de sir David Hillier eran legendarios en New Scotland Yard. Hechos a medida, con la raya como practicada por el filo de un hacha, sin la menor arruga, hilo o mancha, era lo que siempre se ponía Hillier cuando quería proyectar el poder de su cargo de superintendente jefe. Siempre era «sir David» cuando iba a Victoria Street de aquella guisa. Cualquier otro día, solo era «el Jefe».
—¿Están en el despacho de Webberly? —preguntó Lynley.
Harriman asintió y les precedió.
Tanto Hillier como Webberly estaban sentados a la mesa circular central del despacho de Webberly, y el tema que Hillier deseaba discutir ocupaba hasta el último centímetro de la superficie de la mesa, desplegado como si un actor novato estuviera buscando la aprobación periodística después de la noche del estreno: los periódicos de la mañana. Y a juzgar por lo que Barbara dedujo tras una rápida mirada a Hillier, mientras este se levantaba al ver a un miembro del sexo opuesto, el superintendente jefe también había echado un vistazo a los del día anterior.
—Inspector, sargento —dijo Hillier.
Webberly se levantó para cerrar la puerta. El superintendente ya se había fumado más de un puro, y la atmósfera del despacho era sofocante, invadida de humo.
Hillier utilizó un lápiz de oro para abarcar con un ademán los periódicos desplegados sobre la mesa. Las fotografías de la selección matutina plasmaban de todo, desde el señor Friskin utilizando el brazo para ocultar la cara de Jimmy a los fotógrafos, hasta Jean Cooper, que se abría paso hasta su coche entre un enjambre de periodistas. Para colmo, el ansia de información de los lectores se había saciado con un amplio despliegue de fotografías, que no solo plasmaba a los protagonistas del caso. El Daily Mail publicaba lo que parecía un ensayo gráfico sobre la vida de Kenneth Fleming, con fotos de su antigua casa en la Isla de los Perros, su familia, la casa de Kent, la imprenta de Stepney, Miriam Whitelaw y Gabriella Patten. El Guardian y el Independent abordaban el tema desde un punto de vista más intelectual, y utilizaban un dibujo del lugar de los hechos. El Daily Mirror, el Sun, y el Daily Express publicaban entrevistas con patrocinadores del equipo inglés, Guy Mollison y el capitán del equipo de Middlesex. Sin embargo, la columna más larga (la del Times) estaba dedicada al problema del aumento de la criminalidad entre los adolescentes, y dejaba que el lector extrajera sus propias conclusiones de las veladas alusiones que lanzaba el periódico, al publicar semejante artículo en relación a las circunstancias del asesinato de Fleming. No era una cuestión de prejuicios, proclamaba el artículo, pero el uso insistente de la palabra «presunto» no eximía al periódico de defender la posibilidad de que existiera un anónimo culpable de dieciséis años.
Hillier utilizó su lápiz por segunda vez para indicar dos sillas opuestas a la suya. Cuando Barbara y Lynley se sentaron, obedientes, se acercó a un tablón de corcho que colgaba junto a la puerta y se dedicó a examinar los anuncios exhibidos. Webberly caminó hacia su escritorio, pero en lugar de sentarse, apoyó su gigantesco trasero sobre el antepecho de la ventana y sacó un puro.
—Explíquense —dijo Hillier al tablón de anuncios de Webberly.
—Señor —contestó Lynley.
Barbara miró a Lynley. Su tono era sereno, pero no deferente. A Hillier no le gustaría.
El superintendente jefe continuó, como si estuviera enfrascado en una contemplación verbal.
—He pasado la mañana de la forma más peculiar —dijo—. La mitad, esquivando a los directores de los principales periódicos de la ciudad. La otra mitad, al teléfono, con antiguos y futuros patrocinadores del equipo inglés de criquet. Padecí un encuentro muy poco gratificante con el subcomisionado y compartí un indigesto almuerzo con siete miembros del MCC en el Lord’s Cricket Ground. ¿Percibe una pauta común en dichas actividades, lord Asherton?
Barbara notó que Lynley se encrespaba al oír que se mencionaba su título. También percibió el esfuerzo que le costaba no morder el cebo de Hillier.
—Todos los estamentos desean que solucionemos el caso —contestó con perfecta ecuanimidad—, como suele ocurrir cuando alguien famoso muere. ¿No está de acuerdo…, sir David?
Touché, pensó Barbara. De todos modos, se encogió al anticipar la réplica de Hillier.
Cuando se volvió hacia ellos, la cara de Hillier, siempre rubicunda, contrastó con su abundante pelo gris. Si iban a jugar a los títulos, él iba a perder, y todos lo sabían.
—No necesito decirle que han pasado seis días desde el asesinato de Fleming, inspector —dijo.
—Pero solo cuatro desde que el caso está en nuestras manos.
—Y por lo que yo sé —continuó Hillier—, se ha pasado la mayor parte del tiempo yendo y viniendo de la Isla de los Perros, persiguiendo sin necesidad a un muchacho de dieciséis años.
—Eso no es exacto, señor —dijo Barbara.
—En ese caso, haga el favor de explicarse —dijo Hillier con una sonrisa que parecía hipócrita a posta—. Porque si bien leo los periódicos, no es mi método favorito de obtener información de mis subordinados.
Barbara empezó a buscar en el bolso sus notas informales. Vio que la mano de Lynley se movía sobre el brazo de la silla para comunicarle que no se molestara. Un momento después, comprendió el motivo cuando Hillier continuó.
—Según todos esos —movió una mano de manicura en dirección a los periódicos—, usted tiene ya una confesión, inspector. He descubierto esta mañana que esta información en concreto se ha filtrado desde este edificio a la calle. Imagino que no solo lo sabe, sino que fue su intención desde el principio, ¿no?
—No pienso rebatir esa conclusión —contestó Lynley.
Su respuesta no satisfizo a Hillier.
—Pues escúcheme. Se está poniendo en cuestión la competencia de la investigación a todos los niveles. Y con buenos motivos.
Lynley miró a Webberly.
—¿Señor?
Webberly paseó el puro de uno a otro lado de la boca. Introdujo el dedo índice por el cuello deshilachado de la camisa. Así como el trabajo de Hillier consistía en controlar las interferencias entre el DIC y los demás departamentos que podían entrometerse con el DIC, el trabajo de Webberly consistía en controlar las interferencias entre Hillier y los detectives de división de Webberly. Hoy no había cumplido su objetivo, y no le gustaba que se lo recordaran, aunque fuera mediante una palabra tan sencilla como «señor». Además, sabía lo que aquella breve pregunta implicaba: ¿de qué lado está? ¿Cuento con su apoyo? ¿Piensa adoptar una postura ambigua?
—Yo te apoyo, muchacho —gruñó Webberly—, pero el superjefe —Webberly nunca llamaba sir David a Hillier— necesita algo en qué basarse si vamos a pedirle que haga de intermediario entre el público y los peces gordos.
—¿Por qué no ha presentado cargos contra ese chico? —preguntó Hillier, satisfecho en apariencia con la postura que Webberly había adoptado.
—Aún no estamos preparados.
—Entonces, ¿por qué demonios ha dejado que la oficina de prensa facilitara información que pudiera interpretarse como si una detención fuera inminente? ¿Se trata de algún juego cuyas reglas sólo conoce usted? ¿Se da cuenta de cómo va a interpretar todo el mundo, desde el subcomisionado hasta los vendedores de billetes del metro, los datos de esta investigación? Si obra en poder de la policía una confesión, si tiene pruebas, ¿por qué no actúa? ¿Cómo piensa responderme?
—Explicándole lo que ya sabe: que una admisión de culpabilidad no constituye una confesión satisfactoria —dijo Lynley—. El chico nos ha proporcionado la primera. Nos falta la segunda.
—Le lleva al Yard. No obtiene nada positivo de él. Le devuelve a casa. Repite el procedimiento una segunda y una tercera vez, en vano. Los periodistas le pisan los talones como perros. Y con el resultado final de que usted, y por extensión nosotros, parece incapaz…, ¿o es que no quiere, inspector?, de lograr algo positivo. Da la impresión de que un subnormal de dieciséis años que necesita con toda urgencia un baño le está dejando en ridículo.
—No hay otro remedio —dijo Lynley—. La verdad, si a mí no me molesta, superintendente jefe Hillier, no entiendo por qué a usted sí.
Barbara agachó la cabeza para disimular su respingo. Se ha excedido, pensó. Puede que Lynley superara por goleada a Hillier en abolengo, pero en New Scotland Yard existía una jerarquía estricta que no tenía nada que ver con el tono azul de la sangre o con la forma de obtener un título: mediante la lista de Año Nuevo o por derecho de nacimiento.
La cara de Hillier adquirió el color de una ciruela madura.
—Yo soy el responsable, maldita sea. Por eso me molesta. Y si no es capaz de cerrar el caso cuanto antes, puede que necesitemos encargarlo a otro DIC.
—La decisión está en sus manos, por supuesto —dijo Lynley.
—Y estaré muy contento de tomarla.
—Adelante, si no le molesta la pérdida adicional de tiempo.
—David —se apresuró a intervenir Webberly, en un tono que combinaba súplica con advertencia. Decía, deja que me ocupe yo de esto. Hillier le dirigió una mirada de comprensión—. Nadie está sugiriendo que vayamos a sustituirte, Tommy. Nadie está poniendo en duda tu competencia, pero el procedimiento nos tiene un poco inquietos. Tu forma de ocuparte de la prensa es algo irregular, y va a dar mucho que hablar.
—Esa es mi intención —dijo Lynley.
—¿Puedo recordarle que, históricamente, no se ha conseguido nada cuando se ha permitido a los medios de comunicación dirigir una investigación de asesinato? —añadió Hillier.
—No estoy haciendo eso.
—En ese caso, regale nuestros oídos con la explicación de lo que está haciendo, se lo ruego. Porque a juzgar por lo que veo —otro movimiento semicircular del lápiz dorado para señalar los periódicos—, cuando el inspector detective Lynley estornuda, la prensa se entera a tiempo de decir «Salud».
—Es una consecuencia involuntaria de…
—No quiero excusas, inspector detective. Quiero hechos. Puede que esté disfrutando de su momentánea popularidad, pero recuerde que no es más que un simple peón en esta operación, fácil de sustituir. Ahora, dígame qué demonios pasa.
Barbara vio por el rabillo del ojo que la mano de Lynley descansaba sobre el brazo de la silla. Hundió los dedos anular y meñique en la tela raída, pero fue la única indicación de que estaba reaccionando al ataque de Hillier.
Lynley relató los hechos del caso, con voz firme y sin apartar la vista del superintendente jefe. Cuando necesitaba que Barbara aportara un comentario, se limitaba a decir «Havers», sin mirarla. Cuando terminó (después de abarcarlo todo, desde la presencia de Hugh Patten en el Cherbourg Club la noche de la muerte de Fleming, hasta la confirmación de la coartada de Chris Faraday por parte de Amanda Beckstead), asestó el coup de grace que ni siquiera Barbara esperaba.
—Sé que al Yard le gustaría cerrar el caso —dijo—, pero la verdad es que, pese a todos nuestros esfuerzos y a los agentes destinados, puede que no lo consigamos.
Barbara casi esperó que Hillier sufriera un ataque. Al parecer, la posibilidad no preocupaba a Lynley, porque continuó.
—Temo que no tenemos nada concreto que proporcionar al fiscal.
—Explíquese —dijo Hillier—. Ha dedicado cuatro días y solo Dios sabe cuántos hombres y horas de esfuerzo a localizar sospechosos y reunir pruebas materiales. Solo ha tardado veinte minutos en contármelo.
—Pero después de localizar sospechosos y reunir pruebas, aún no puedo identificar al criminal, porque no existe un vínculo directo entre asesino y prueba. Para empezar, no puedo demostrar la culpabilidad de nadie. Sería el hazmerreír del tribunal si lo intentara. Y aunque no fuera ese el caso, me despreciaría si enviara a alguien a la cárcel sin creer en su culpabilidad.
El cuerpo de Hillier se iba poniendo cada vez más rígido, a medida que Lynley hablaba.
—Dios nos libre de abrumarle con esa carga, inspector Lynley.
—Sí —contestó Lynley—. No me gustaría que me lo pidieran. Otra vez. Superintendente Jefe. Una vez es suficiente en mi carrera. ¿No cree?
Se enzarzaron en un prolongado duelo de miradas. Lynley cruzó una pierna sobre la otra, como si se preparara para una contienda verbal aplazada durante mucho tiempo, pero muy ansiada.
Barbara estaba pensando «¿No estará perdiendo los papeles?», cuando Webberly intervino.
—Ya basta, Tommy. —Encendió su puro. Tragó el suficiente humo como para ahogarse—. Todos tenemos esqueletos profesionales en nuestros armarios. No es cuestión de pasearlos en este momento. —Rodeó su escritorio y utilizó el puro como puntero, tal como Hillier había usado el lápiz—. Su situación es precaria. ¿A quién arrastrará en su caída si fracasa? —preguntó a Lynley, en referencia a los periódicos.
—A nadie.
—Que así sea.
Movió la cabeza hacia la puerta para despedirles. Barbara se esforzó en no salir disparada de su silla. Lynley la siguió con paso lento. Cuando salieron al pasillo y la puerta se cerró a su espalda, Hillier estalló.
—Rata inmunda —exclamó, con la intención de que le oyeran—. Joder, cómo me gustaría…
—Ya lo has hecho, ¿verdad, David? —preguntó Webberly.
Barbara observó que los oprobios de Hillier no impresionaban a Lynley. Estaba consultando la hora en su reloj de cadena. Barbara miró el suyo. Las cuatro y media.
—¿Por qué ha dicho eso, inspector? —preguntó.
Lynley se encaminó a su despacho.
—¿Por qué ha dicho a Hillier que tal vez no conseguiríamos cerrar el caso? —insistió Barbara.
—Porque quería saber la verdad.
—¿Cómo puede decir eso? —Lynley siguió caminando y sorteó a un funcionario que empujaba un carrito con teteras y cafeteras en dirección a una de las salas de incidencias. Dio la impresión de que desechaba su pregunta—. Aún no hemos hablado con ella —continuó Barbara—. Hablado en serio con ella, quiero decir. No la hemos presionado. Sabemos más ahora que cuando estuve con ella a solas el sábado, y lo lógico es volver a verla. Preguntarle qué quería Fleming cuando iba a verla. Preguntarle sobre la petición de divorcio. Preguntarle por el acuse de recibo de la petición y el significado de que ya no tenga que hacerlo. Preguntarle sobre las condiciones del testamento de Fleming y cómo queda el testamento ahora que ha muerto con una única esposa legal. Conseguir una orden para registrar su casa y el coche. Buscar cerillas. Buscar Benson y Hedges. Ni siquiera necesitamos un cigarrillo entero, señor. El celofán de un paquete ya nos serviría.
Lynley llegó a su despacho. Barbara le siguió al interior. Hojeó la documentación sobre Fleming, que empezaba a adquirir proporciones gigantescas. Transcripciones de entrevistas, informes sobre sus antecedentes, informes de vigilancia, fotografías, evidencias, la autopsia y una pila de periódicos que ya le llegaba a la cintura.
Barbara notó que la impaciencia tensaba sus miembros. Tenía ganas de pasear. Tenía ganas de fumar. Tenía ganas de coger los documentos de las manos de Lynley y obligarle a entrar en razón.
—Si no habla con ella ahora, inspector —dijo—, le hará el juego a Hillier. Le encantaría estampar las palabras «negligencia en el cumplimiento de su deber» en su próxima evaluación de rendimiento. Usted le tiene acojonado, porque sabe que pronto llegará el día en que le desbancará, y no soporta la idea de llamarle «jefe». —Se tiró con fuerza del pelo—. Estamos perdiendo el tiempo. Cada día que no actuamos es un día que dificulta mucho más actuar. El tiempo concede a las personas la posibilidad de tramar coartadas. Les concede la oportunidad de embellecer sus historias, y aún peor, la posibilidad de pensar.
—Eso es lo que quiero —dijo Lynley.
Barbará abandonó el esfuerzo de respetar su aburrido ambiente libre de humo.
—Lo siento —dijo—. Estoy a punto de pegar puñetazos a la pared.
Encendió un cigarrillo y retrocedió hasta la puerta, desde donde sopló el humo al pasillo. Pensó en lo que había dicho el inspector.
Por lo que podía deducir, el inspector Lynley había dedicado muchas horas de reflexión al caso. Pese a lo que había dicho en sentido contrario durante la cena del domingo por la noche, había abandonado su método habitual de trabajo, sin dejarse guiar por el instinto cuando parecía que el instinto debía ayudarle a avanzar. Al revés de lo que pasaba siempre, parecía que era Barbara quien se guiaba por el instinto, mientras Lynley, por algún motivo, había decidido tomárselo con calma. No podía comprender aquel cambio. No temía a la censura de los mandamases. Para empezar, no necesitaba el empleo. Si le echaban, despejaría su escritorio, quitaría las fotos de las paredes de su despacho, recogería sus libros, entregaría su tarjeta de identificación, partiría hacia Cornualles y no volvería la vista atrás ni un solo momento. ¿Por qué se mostraba tan vacilante ahora? ¿Qué más quedaba por pensar?
Se permitió una maldición mental, que fue gratificante.
—¿Cuánto tiempo necesita? —preguntó.
—¿Para qué?
Lynley estaba guardando los periódicos en una caja.
—Para pensar. ¿Cuánto tiempo necesita para pensar?
Dejó un ejemplar del Times sobre el Sun. Un mechón de cabello rubio cayó sobre su frente y lo retiró con el dedo índice.
—No me ha entendido bien —dijo—. No soy yo quien necesita tiempo para pensar.
—Entonces, ¿quién, inspector?
—Pensaba que era evidente. Estamos esperando a que el asesino se identifique por el nombre. Y eso lleva tiempo.
—¿Cuánto más, por el amor de Dios? —preguntó Barbara. Su voz recorrió toda la escala, y trató de controlarla. Ha perdido el hilo, pensó. Esta vez, ha traspasado el límite—. Inspector, no quiero meterme donde no me llaman, pero ¿existe una remota posibilidad de que el… —buscó con desesperación una palabra neutral, no encontró ninguna decente, y prosiguió—… el conflicto de Jimmy con su madre le toque la fibra sensible? ¿Existe la posibilidad de que esté concediendo tanta manga ancha al chico y a Jean Cooper porque…, bien, porque usted ha pasado por lo mismo, digamos?
Dio una veloz calada al cigarrillo, tiró la ceniza al suelo y la esparció subrepticiamente como si fuera polvo.
—¿En qué sentido? —preguntó con placidez Lynley.
—Usted y su madre. O sea, durante una época estuvieron… —Suspiró y lo soltó—. Estuvieron enfrentados durante años, ¿no? Tal vez se sienta un poco identificado con el caso de Jimmy y su padre. —Clavó el tacón del zapato derecho en el empeine del izquierdo. Estaba cavando su tumba, y aunque lo sabía, no se decidía a tirar la pala—. Tal vez piensa que, con el tiempo, habría sido capaz de algo que Jimmy Cooper no ha podido lograr, señor.
—Ah —dijo Lynley. Terminó de guardar los periódicos en la caja—. En eso se equivoca.
—Por lo tanto, ¿está de acuerdo en que incluso usted se habría negado a acusar a su madre en un caso de asesinato?
—No estoy diciendo eso, aunque lo más probable es que sea cierto. Estoy diciendo que se equivoca respecto a lo que pienso. Y respecto a quién necesita lograr algo en este caso.
Levantó la caja de periódicos. Barbara cogió la pila de expedientes. Lynley se encaminó a la puerta y ella le siguió, sin saber adonde llevaban aquellos montones de papel, pero dispuesta a averiguarlo.
—Entonces, ¿quién? —preguntó—. ¿Quién necesita lograr qué?
—Jimmy no —contestó Lynley—. Nunca ha sido Jimmy.