Capítulo VII

 

Al contrario de lo que Abel pensaba, aquella noche no tuvo ningún sueño erótico con Daniela. Y el motivo no era porque no pensara en ella, sino porque no había podido pegar ojo en toda la noche.

Aquel suculento cuerpo estaba al final del corredor. Y el sabor del beso que había compartido con ella todavía estaba en su boca. Tan dulce como la miel. Tan suave como el terciopelo. Tan tierno como el de una virgen. ¡Dios mío! Pensó de pronto ¿Era posible que fuera virgen? ¿Sería él el primer hombre que la besaba de aquella manera? Por un lado, esperaba que no lo fuera. Él nunca había estado con una virgen y no quería hacerle daño. Cuando pasara la noche con él quería hacerla gritar de placer.

Por otro lado, le satisfacía más de lo que podía imaginar pensar que él fuera el único hombre que la había tocado.

Que fuera virgen, que todavía no estaba seguro, significaba que ella estaba aguardando al hombre adecuado. ¿Pensaba Daniela que podría ser él? Solo hacía un par de días que se conocían, habían sido intensos, pero dos días al fin y al cabo. Apenas conocía nada de él ni él de ella. Daniela no le había contado mucho y lo poco que le había contado no sabía si era cierto pues era bastante inverosímil. Mañana iba a tener que hablar seriamente con ella. No podía pasar más noches en vela, tenía que trabajar y debía estar descansado.

 

Al final Abel pudo dormir a ratos, no obstante, la falta de sueño se vio reflejada en su cara a la mañana siguiente.

Daniela y Paula ya estaba en la mesa desayunando cuando Abel entro en la cocina como un sonámbulo restregándose los ojos.

—He hecho tostadas —le dijo ella alegremente.

El sonido que emitió Abel estaba entre un gruñido y un gemido, Daniela no estaba segura de cómo definirlo.

—Tienes mala cara. ¿No has dormido bien?

—No, ¿y tú? —Abel tenía la esperanza de que le dijera que ella tampoco había podido dormir pensando en él.

—Yo he dormido de maravilla. De tirón toda la noche. —Acabó la frase con una deslumbrante sonrisa que daba fe a sus palabras.

Estaba preciosa, pensó Abel. Llevaba el pelo recogido en una trenza dorada que caía por su hombro hasta su cintura. Se lamía la mantequilla del labio de una forma muy seductora, al menos a él se lo parecía. Y sus ojos… sus ojos tenían el brillo de los zafiros. Podría estar mirándolos durante horas y perderse en ellos como un naufrago en alta mar. Y lo disfrutaría. Después estaba la sonrisa que le había dedicado al entrar. ¡Menuda sonrisa! Amplia, sincera y con unos dientes como perlas, esa joven lo tenía embrujado.

—¿Quieres leche con café? —preguntó ella.

—Vale —contestó simplemente. En estos momentos no era capaz de hacer funcionar sus neuronas.

Daniela puso un poco de café, que ya estaba hecho, en un vaso y le añadió la leche y el azúcar. Después lo metió al microondas para calentarlo.

—Paula me enseñó a usarlo esta mañana.

—¿No sabías?

—No tenemos aparatos eléctricos en Xerbuk.

Abel no tuvo ganas de preguntar si pertenecía a los amish o a alguna agrupación religiosa que se anclaban en el siglo XVIII. Hoy había decidido hablar con ella y acabar con todas sus dudas, pero más tarde. Ahora era incapaz de pensar.

En cuanto escuchó el pitido del aparato, Daniela sacó la leche y se la puso delante a Abel. Le estaba cogiendo el truquito a todos esos artilugios hasta ahora desconocidos para ella. Solo había oído hablar de ellos, pero la realidad era mucho más fascinante.

—Gracias.

—¿Quieres mantequilla en las tostadas? —le preguntó ella.

¿Desde cuándo no le preparaban el desayuno? Se preguntó Abel. Tal vez desde que dejó de vivir con su madre, ya ni se acordaba. Era todo un placer, sin embargo, no se sentía cómodo dejando que ella le sirviese.

—No te preocupes, yo me lo preparo —le dijo él mientras le quitaba el cuchillo de las manos.

Ella lo esquivó hábilmente.

—No me importa Abel. Me has acogido en tu casa y…

—No dejé que te quedaras para que me hicieses el desayuno o la cena. —Sin darse cuenta se sintió irritado.

—No solo es por eso. Me gusta hacerlo y además no has dormido bien, tienes mala cara.

Daniela ya había terminado de untar la tostada y se la entregó. Otra vez esa sonrisa deslumbrante en el rostro, pensó Abel mientras tomaba el pan de su mano. Esa mujer debía de ser una bruja, era la única explicación a ese embobamiento que tenía con ella. Ya no era un adolescente. Había pasado por un matrimonio, un divorcio. ¡Era padre por el amor de Dios!

—Gracias —se limitó a contestar.

—¿Hoy podemos ir a los columpios? —preguntó Paula esperanzada.

—Sí. —La contestación de Daniela fue instantánea, deseaba columpiarse ella también.

—No. —La respuesta de Abel fue casi al mismo tiempo que la de ella—. Hoy tengo que estar en el parque de bomberos. Tengo turno hasta las nueve.

—Tú trabajo es importante. —Daniela parecía casi más decepcionada que Paula.

—Daniela podría llevarme —propuso la niña.

—No seas pesada Paula.

—A mí no me importará, y podríamos comprarnos crepes. —Ella vio como Abel fruncía el entrecejo—. Si tu padre nos da permiso —añadió ella rápidamente al recordar lo enfadado que se puso el día anterior.

—Puedes llevarla.

—¡Gracias papá! —La niña le dio un abrazo y un beso sonoro a su padre—. ¿Puedo ahora sacar mis muñecas?

—Pero después tendrás que recogerlas.

—Vale papá.

Paula salió disparada por la puerta de la cocina hacia su habitación dejando solos a Daniela y Abel. Justo lo que él quería. Con el estómago lleno, sus neuronas habían entrado en funcionamiento nuevamente.

Tomó la mano de Daniela y la ayudó a levantarse.

—Ven, tenemos que hablar.

—Pero… la cocina…

—Ya la ordenaremos luego —dijo él tirando de ella.

—A Lola no le haría ninguna gracia.

—Mi madre no vendrá hoy.

La llevó hasta el salón y la invitó a que se sentara en ese sofá donde se habían besado apasionadamente la noche anterior. Los recuerdos revolotearon nuevamente en el interior de Daniela.

—Necesito saber.

—¿Qué necesitas saber?

—¿Es verdad que tienes veintitrés años? Porque podrían meterme en la cárcel solo por acogerte si fueras menor.

—¿En serio te meterían en la cárcel?

—Sí.

—Bueno, entonces no tienes de qué preocuparte.

—Me has quitado un peso de encima. —Abel le cogió la mano—. Pareces más joven.

—Gracias —contestó ella alegremente—. Me pongo un bálsamo tershi que hace maravillas.

—¿Tienes más familia, aparte de tu hermano?

—No. Mis padres murieron durante la guerra que hubo en Xerbuk hace unos cuantos años. —Hizo una pausa para respirar hondo pues el recuerdo de aquel tiempo le traía mucho dolor—. Por eso mi hermano es tan protector conmigo.

—¿Por casualidad sabe tu hermano dónde estás?

—No, no lo sabe. —Se sintió avergonzada al reconocerlo. La verdad es que Sebastián se preocupaba mucho por ella e iba a darle un síncope cuando descubriera que se había ido. Y cuando la encontrara la castigaría de por vida.

—Deberías llamarle.

—Mejor no.

—Estará preocupado.

—Quiero quedarme unos días y ver la ciudad antes de regresar a Xerbuk. Con un poco de suerte ni siquiera se habrá dado cuenta de que no estoy.

—¿Y cómo es eso?

—Bueno, le dije que estaba en una de las aldeas sharks, ayudándoles con la cosecha. Él está muy ocupado en palacio. Tardará en volver a la aldea y para entonces yo ya habré regresado.

—Buen plan el tuyo, se parece al de una niña de diez años.

—¿Crees que me he comportado como una niña?

—Así es. Ya eres mayorcita para andar escapándote. Si querías venir a Salamanca, deberías haber hablado con tu hermano.

—Llevo hablando con él desde los dieciocho años. Me prometió que al llegar a esa edad me acompañaría. Hace cinco años que estoy esperándole.

—Y has hablado con él sobre eso.

—Lo he intentado. Pero… se casó y después llegaron los niños… con el trabajo y todo, está muy ocupado.

—Así que castigas a tu hermano marchándote sin avisarle, porque no te ha estado haciendo caso.

Daniela se puso en pie de un salto zafándose de un tirón de la mano que le tenía sujeta. Lo que había dicho Abel sonaba muy feo. ¿Era realmente eso lo que ella había hecho? ¿Castigar a Sebastián? Pero, ¿y ella? ¿Acaso alguien había pensado en lo que deseaba, en sus sentimientos? Después de que la hechicera matara a sus padres, nadie se había preocupado de cómo se sentía. Sebastián la había cuidado con ahínco. La quería, de eso no tenía dudas. Pero… estaba muy ocupado defendiendo al príncipe y al reino. Cuando todo eso pasó, entonces cayó rendido ante el amor de una mujer. Ella se había alegrado mucho por Sebastián. Se había casado y tenía dos hijos maravillosos, sus sobrinos. Su escasa familia había crecido. Su cuñada, Elena, era una mujer fantástica y al igual de Fani, le había enseñado muchas cosas sobre el reino humano. Cada vez deseaba más poder ir. Pensó que, quizá Sebastián la llevara en su decimoctavo cumpleaños, como regalo. Pero no fue así, su hermano le regaló un juego de pendientes y gargantilla. No es que no le gustasen las joyas, es que deseaba tanto poder atravesar el portal hasta Salamanca, la ciudad de la que venían Fani y Elena.

Año tras año, esperó pacientemente a que Sebastián la llevara, pero él siempre tenía cosas que hacer. Además, no era un secreto para nadie que odiaba el reino humano, pero ¿no podía hacer un pequeño sacrificio por su única hermana?

Ya estaba harta. Harta de tener que pensar en todos cuando en ella nadie lo hacía. Nadie le preguntaba qué anhelaba en la vida o qué esperaba de ella. Sebastián había querido casarla el año pasado, pero ella se negó rotundamente. Por supuesto su hermano no pensaba obligarla a nada, al contrario, le dijo que hiciese lo que quisiese que solo había sugerido a aquel pretendiente porque era un buen partido.

Sebastián era bueno con ella, le debía mucho. No obstante, había llegado el momento de coger las riendas de su vida, de lanzarse a galopar ella sola y ver hacia dónde la llevaba.

Por el momento, estaba parada en Salamanca con un hombre muy atractivo a su lado. Un hombre que besaba como los ángeles, con una hija encantadora. Quería saber hasta dónde la llevaría el camino que había elegido seguir. Tenía el presentimiento de que era el camino que había estado esperando. La conexión que existía entre Abel y ella era incuestionable. En unos días tendría que regresar a Xerbuk, hablaría con Sebastián y si su presentimiento era correcto, esa conversación sería muy seria. Pero nada la haría cambiar de opinión, volvería a Salamanca por Abel. Abandonaría todo y volvería solo por él.

—Daniela… —la llamó mientras la cogía de las manos. Su mente estaba sumergida en sus propios pensamientos y parecía vagar por otro mundo.

Ante la llamada de Abel, ella volvió a la realidad y se sentó de nuevo en el sofá.

—Sebastián odia este mundo, creo que por eso no ha tenido ningún interés en complacer mis deseos. —Agachó la cabeza y miró sus manos entrelazadas con las de él—. No quiero castigarle, solo quiero seguir mi camino. El que yo elija y que mi hermano respete mis sentimientos y mis decisiones.

—Eso lo entiendo. —Abel le tocó uno de sus rizos—. ¿Y sabes ya cuáles son esos sentimientos y decisiones?

—Todavía no lo tengo claro, necesito algunos días más.

Abel se quedó callado largo rato perdido en el cristalino mar de sus ojos. Si decidía marcharse y no compartía sus sentimientos con los de él, se vería perdido. Daniela rompió su ensimismamiento al preguntar:

—¿Deseas saber algo más?

—La verdad es que todavía no me he enterado de dónde vienes.

Ella rió con su sonrisa mágica que hacía hervir su sangre.

—Es un lugar para ver. Quizá te lleve si te portas bien. —Su último comentario lo hizo con un gesto travieso en la mirada.

Esa fue la perdición de Abel, sin poder contenerse se abalanzó sobre ella y la besó. Esta vez su beso fue exigente y apasionado. Estaba tan hambriento de ella como lo pudiera estar cualquier mendigo por un buen plato de comida caliente.

Abel bebía y comía de su boca todo lo que ella estaba dispuesta a dar. Las manos de Abel comenzaron a recorrer su cuerpo, a enredarse en su pelo, a perderse en ella.

Daniela estaba tremendamente excitada. Tanto los labios de Abel como sus manos la habían asediado. Ella mató su timidez alzando los brazos y acariciándole la nuca con los dedos. Después bajó por sus anchos y duros hombros, luego la espalda. La tenía tensa y fuerte. ¡Qué delicia de hombre!

—Papá, papá.

Los gritos prominentes del corredor despertaron bruscamente a la pareja del hechizo en el que se habían sumergido.

Rápidamente arrancaron las manos el uno del otro. Ambos respiraban dificultosamente. Daniela se puso una mano en el corazón por si saltaba del pecho con los fuertes latidos que emitía. Los ojos ensombrecidos por la pasión de Abel, la hicieron apartar la mirada avergonzaba por haberse lanzado de manera desinhibida en sus brazos. ¿Qué habrá pensado ese hombre de ella?

Paula llegó corriendo y se lanzó en los brazos de su padre.

—¿Puedo ver una película?

—Sí, cielo.

Paula se levantó de los brazos de su padre y volviéndose hacia Daniela, se tiró a los de ella.

—¿Vienes a ver la película conmigo? ¡Di que sí, di que sí!

—Ahora mismo voy, ve preparándola.

La niña se levantó entusiasmada y corrió hasta su habitación para coger la película. Daniela y Abel la perdieron pronto de vista.

Abel tomó en sus manos la cara de Daniela y la obligó a mirarle.

—Es una delicia que te sonrojes por un simple beso, pero no quiero que te avergüences. No hemos hecho nada malo.

—Es que… nunca he besado a nadie así.

—¿De verdad? —Se sentía extraño pero muy complacido a la vez de que él fuera el primero.

—Bueno, me han besado otras veces, pero nunca así, no como tú lo has hecho.

—Entonces eres… —Abel se pasó la mano por el pelo, tenía que preguntarlo. Estaba casi seguro pero necesitaba que ella se lo confirmara—. ¿Has estado alguna vez con un hombre… íntimamente?

—No —negó al tiempo que agachó la cabeza avergonzada.

—No debes avergonzarte conmigo. —Abel le alzó de nuevo la cabeza para poder mirarla a los ojos.

Paula llegó en ese momento con la película de «Frozen» en las manos. Corrió hasta Daniela y tomándole la mano tiró de ella.

Abel se quedó allí solo, tragando saliva costosamente mientras miraba como su hija y Daniela ponían el DVD entre risas y completamente emocionadas. Para Paula, Daniela empezaba a ser muy importante, tanto como para él. ¿Era posible que se estuviese enamorando? No lo había hecho desde… desde que tenía quince años y se coló en el vestuario de las chicas para poder ver a Laura Gómez en sujetador. No podía creer que se sintiese como cuando tenía esa edad.

¿Y Daniela? ¿Sería él capaz de enamorarla? Por supuesto, se dijo con arrogancia mientras le miraba el trasero, ella estaba agachada a un metro de él, acomodando a Paula en la alfombra y ajena a dónde se dirigía la mirada masculina. Llevaba unos vaqueros ajustados y desgastados en las zonas del roce y una camisa blanca con rayas muy finas en azul. Su larga cabellera recogida en una trenza que le llegaba hasta la curva de su trasero. ¡Madre mía! Se estaba poniendo malo. Lo mejor sería dejarlas a solas. Abel se levantó y haciendo un esfuerzo por quitar la mirada del trasero de Daniela, se dispuso a marcharse. Antes de que pudiese cumplir su propósito, ambas mujeres agarraron sus manos y tiraron de él hacia la alfombra. No le tocó de otra que quedarse con ellas a ver por enésima vez a la «Reina del hielo».

Con una chica apoyada a cada lado de sus hombros se sintió de nuevo en paz, feliz. Hacía demasiado tiempo que no se sentía así. Fue una lástima que no pudiese terminar de ver la película con sus chicas pues debía ir a trabajar.

Con pesar, se incorporó y se marchó a prepararse.