Capítulo III
Las luces ambarinas de las farolas iluminaban la piedra bateig de la fachada del edificio de cinco plantas, era más bajo que en el que había estado subida hacía unas horas.
La calle era amplia y una escasa vegetación cruzaba la calzada separándola en dos. Salamanca, pensó ella, era un pueblo muy, muy grande. Más de lo que se había imaginado cuando Fani le hablaba de él. Y había demasiada gente. Era muy fácil perderse allí, lo que debía hacer era no separarse de Abel ni un centímetro.
Bajaron del coche. Abel se miró el reloj, las once y cuarenta y cinco. Iba a tener que darle a su madre una buena explicación sobre la emergencia que había sufrido. Y en cuanto viera a Daniela… estaba seguro de que no la convencería.
Entraron en el edificio, tenía un hall pequeño con un gran espejo en la pared izquierda y dos grandes plantas al fondo. Estaba todo chapado en mármol crema y granate y el suelo estaba tan reluciente que se podía ver en él. Era precioso, realmente precioso.
Como Abel vivía en el primer piso, subieron por las escaleras. Llegaron a un enorme pasillo con cantidad de puertas enumeradas con letras, la de Abel era la «D». Apartamentos, pensó inmediatamente Daniela. Sí, Fani le había explicado que ella vivió en uno de ellos. No era tan lujoso como el palacio de Marco, pero estaba bastante bien. Mucho mejor que las casas de los jefes de las aldeas.
—No hagas ruido al entrar, mi hija estará durmiendo.
Ella agrandó los ojos por la sorpresa. Vaya, no había imaginado que su Abel estuviese casado. Y por supuesto ya no era su Abel. Sin poder evitarlo le preguntó:
—¿Tienes una hija?
—Sí, de cinco años, mi madre cuida de ella cuando trabajo.
—¿Tu esposa no la cuida? —Sutilmente trató de sacarle información.
—No tengo esposa, es… una larga historia.
—Ah. —Decidió no preguntar porque le notó un poco triste al sacar ese tema.
Bueno al menos estaba disponible, aunque tuviese una niña pequeña… A ella le gustaban los niños. Le dieron ganas de bailar una de esas rumbas que le habían enseñado Fani y Elena.
Inmediatamente después de pensar eso, se alarmó. ¿Por qué estaba preocupándose de eso? Dios mío, no había ido al reino humano en busca de marido. No debía hacerse ilusiones, sus cuñadas le habían dicho que el amor llega sin más, cuando menos lo esperas. Así, que sería paciente y dejaría que las cosas sucediesen solas.
Al entrar en la casa, se fijó en el amplio recibidor, una escultura de forja situado en el centro lo decoraba. Entrecerró los ojos intentando adivinar qué era, pero fue en vano. Tenía una forma muy extraña. No había lámparas, las luces estaban pegadas al techo. Nunca había visto nada parecido, era curioso y bonito.
—Oh hijo, por fin llegas. Te he guardado la cena en el… —Las palabras se perdieron en la mente de la mujer cuando vio a Abel acompañado de la joven.
—Mamá, esta es Daniela. Se quedará esta noche. —Se acercó hasta su madre y la besó en la mejilla—. Gracias por cuidar de Paula hasta tan tarde.
—Ya sabes que lo hago con gusto cuando está justificado. —Las últimas palabras las dijo con un toque sarcástico—. Pediré un taxi.
—Mamá, tuve una emergencia.
—Sí, ya la veo —dijo mirando a Daniela de arriba abajo.
—No es lo que piensas y por favor no te vayas. ¿Por qué no te quedas en la habitación de Paula? Ya es muy tarde.
—No quisiera molestar. Pero acuérdate de que tienes una hija durmiendo en la habitación contigua a la tuya.
—Ya te he dicho que no es lo que estás pensando. La rescaté de lo alto de un edificio y… bueno, hasta que encontremos a su hermano… yo me ofrecí a… —titubeó.
—Vale, vale, no me des más explicaciones, eres mayorcito para saber lo que haces. —Después fijo su mirada en Daniela—. Me alegra conocerte, espero que tu hermano aparezca pronto.
—Pues yo no, señora. Que aparezca mi hermano pronto, quiero decir —añadió rápidamente para que no pensara que no le había sido grato conocerla.
—¿Cómo dices?
—No le hagas caso mamá. Está algo confundida por su terrible experiencia de hoy. Acuéstate, ya cenamos nosotros.
—De acuerdo, límpialo todo cuando acabéis. —Ya había llegado casi al final del pasillo cuando se volvió—. Y recuerda dónde duerme tu hija.
Abel dio un resoplido de irritación. Tomó a Daniela de la mano y la condujo a la cocina. Después, la sentó a la mesa, encendió el microondas para calentar la cena que le había guardado su madre. Una vez sonó la campanita, sacó la comida, era una tortilla de patatas y dos trozos de lomo de cerdo a la plancha. Abel colocó el plato frente a Daniela.
—Come.
—Podemos compartirlo.
—Es muy pesado para mí comer tanto a estas horas. Te hará más provecho a ti. —Abel trató de ser convincente. La verdad es que se moría por comerse, no solo un plato como ese, sino dos. La caballerosidad se apoderó de él como una enfermedad y se maldijo por ello.
—Pero, debes comer algo.
—Me haré un sándwich. —Abel abrió la nevera—. Un tomate, un poco de jamón, mayonesa…
Daniela hizo nota mental de agradecerle a la madre de Abel por tan deliciosa cena. Se sintió culpable con cada bocado que le daba a la carne y a la tortilla, mientras su salvador se comía un simple sándwich. Pero no había querido compartirlo con ella, así que se lo comió todo. Estaba famélica, desde la mañana no había provado bocado, aunque nunca lo reconocería frente a Abel. Se le veía bastante molesto y no entendía el por qué.
—¿Has terminado?
—Sí.
Abel recogió los platos y los metió en el lavavajillas. Limpió las migas que había dejado sobre la mesa y dejó todo en completo orden. Daniela lo miraba con cara de asombro.
—¿Qué? —preguntó Abel al ver desconcierto en sus ojos.
—Nunca había visto a un hombre manejarse tan bien en la cocina.
Él le sonrió de una forma muy seductora y traviesa. Al instante, Daniela sintió que su corazón se aceleraba más y más y deseó poder llevar uno de sus vestidos favoritos, no aquello que le había cogido prestado a Fani el día antes de escaparse de Xerbuk. En aquel momento le pareció lo más práctico, pero ahora, frente a un hombre tan atractivo y masculino, se sintió un adefesio.
Abel vio como se ponía colorada y una satisfacción desconocida se adueñó de él. Ahora ella apartó la mirada para clavarla en el suelo. ¡Oh! Eso era buena señal para cualquier hombre que quisiera ligar con ella. Para él no, por supuesto. Aun así su ego alcanzó su nivel máximo.
—Ven te mostraré la habitación de invitados, tiene baño propio. Mi madre suele utilizarla cuando tengo turno de noche.
—¿Le quité la habitación?
—Claro que no, no te preocupes por eso. Ella estará bien con Paula.
Daniela le siguió por todo el pasillo decorado con cuadros de dibujos y colores abstractos. Uno de ellos le pareció un hombre y una mujer abrazados, pero no estaba segura. ¡Qué cuadros tan insólitos!
Ella siguió andando detrás de él hasta pararse en la última puerta de un corredor que le pareció no tener fin.
—Esta es. —La abrió y se la mostró—. Como ves, el baño está a la izquierda por si quieres asearte o darte una ducha. En el primer cajón de la cómoda hay un pijama, es mío pero te servirá para esta noche.
—Gracias.
—Mi habitación es la tercera puerta de la derecha, por si te surgiese una emergencia.
—Gracias otra vez—repitió ella ruborizándose.
A Abel le encanto volver a ver esos colores. Le favorecían inmensamente. Pensó que las mujeres de hoy en día ya no sentían vergüenza por nombrar la habitación de un hombre, pero al parecer esta era distinta. Era más inocente, gracias a Dios. Estaba harto de tropezarse con tanta lagarta.
Desde que se divorciara de su mujer, había tenido un par de novias y había salido escaldado de ambas relaciones.
—Buenas noches.
—No sé cómo voy a pagarte lo que has hecho por mí —comentó rápidamente antes de que se marchara.
—No es nada. Buenas noches Daniela. —Dicho esto dio media vuelta y cerró la puerta dejando a Daniela sola en el interior.
Abel caminó lentamente por el corredor. Abrió la puerta del cuarto de su hija, la encontró dormidita en su cama. Bien arropada y calentita. Se acercó y le dio un suave beso en la frente.
Antes de irse miró a su madre, que dormía en la otra cama. Mañana le acribillaría a preguntas sobre Daniela. Le cantaría las cuarenta por haberla dejado dormir en su casa y vete a saber qué más. Pero eso sería mañana.
Aquella noche Abel soñó con cabellos dorados como el trigo. Unos ojos azules como un cielo de verano, profundos y seductores. Labios suaves y rosados. Y un cuerpo desnudo de piel blanca y tierna… Una mujer, dispuesta a saciar todo su apetito sonreía de modo insinuante y le llamaba con el dedo índice para que fueran juntos hasta una gran cama con sábanas de seda roja.
Él se acercaba desnudo y la alzaba sin problemas para depositarla en esa cama. Ella abría las piernas como invitación.
Al amanecer, no solo tenía la típica erección de la mañana, sino que palpitaba de deseo. Deseo por una chica inocente que dormía plácidamente bajo su techo y soñando seguramente con príncipes azules que vivían en el País de la Fantasía.
No estaba seguro si una ducha bien fría podría sofocar el fuego que había nacido en su interior.
Al otro lado del corredor una joven se convertía en mujer. Había soñado con Abel, mejor dicho con el cuerpo de Abel. Era puro músculo. Estaba desnudo y caminaba hacia ella. Entonces, la rodeó con sus fuertes brazos y la acarició con sus hábiles manos. Como si de una pluma se tratase la alzó y la llevó hasta un lecho. Era grande, con sábanas de seda tan rojas como la pasión que se había apoderado de ella. De pronto se vio a sí misma desnuda en aquella cama. Vio como abría las piernas y le invitaba a tomarla.
¡Dios mío! Daniela se despertó sudorosa y excitada como jamás había imaginado que podría estar. Nunca había tenido un sueño como ese, un sueño erótico. ¡Dios mío! ¿Qué le estaba pasando? Era por Abel, la culpa era de él. ¿Qué iba a hacer? Ella nunca había estado en brazos de un hombre. Había tenido pretendientes, pero nunca había pasado de un beso o de cogerse de la mano. Sebastián no lo permitía hasta que pasase por el altar.
Mientras se levantaba sintió la humedad que la excitación había creado entre sus piernas. Cuánto deseaba aliviarla. Había descaradas en el reino que habrían ido hasta la habitación de él a indicarle que tenían una «emergencia», las había escuchado en alguna ocasión, pero ella no era así.
Decidió darse un baño, uno bien frío para que apagara ese calor.