EPÍLOGO
Douce lumière, es-tu leur âme?
[¿Eres, plácida luz, el alma de ellos?]
LAMARTINE
¡Oh, María! Tu heroísmo,
tu varonil fortaleza,
tu juventud y belleza
merecieran fin mejor.
Ciegos de amor el abismo
fatal tus ojos no vieron,
y sin vacilar se hundieron
en él ardiendo en amor.
De la más cruda agonía
salvar quisiste a tu amante,
y lo viste delirante
en el desierto morir.
¡Cuál tu congoja sería!
¡Cuál tu dolor y amargura!
Y no hubo humana criatura
que te ayudase a sentir.
Se malogró tu esperanza;
y cuando sola te viste
también mísera caíste
como árbol cuya raíz
en la tierra ya no afianza
su pompa y florido ornato.
Nada supo el mundo ingrato
de tu constancia infeliz.
Naciste humilde y oculta
como diamante en la mina;
la belleza peregrina
de tu noble alma quedó.
El desierto la sepulta,
tumba sublime y grandiosa,
do el héroe también reposa
que la gozó y admiró.
El destino de tu vida
fue amar; amor tu delirio,
amor causó tu martirio;
te dio sobrehumano ser;
y amor, en edad florida,
sofocó la pasión tierna
que, omnipotencia, de eterna
trajo consigo al nacer.
Pero no triunfa el olvido,
de amor, ¡oh, bella María!,
que la virgen poesía
corona te forma ya
de ciprés entretejido
con flores que nunca mueren;
y que admiren y veneren
tu nombre y su nombre hará.
Hoy, en la vasta llanura,
inhospitable morada,
que no siempre sosegada
mira el astro de la luz;
descollando en una altura,
entre agreste flor y hierba,
hoy el caminante observa
una solitaria cruz.
Fórmale grata techumbre
la copa extensa y tupida
de un ombú[26] donde se anida
la altiva águila real;
y la varia muchedumbre
de aves que cría el desierto
se pone en ella a cubierto
del frío y sol estival.
Nadie sabe cúya mano
plantó aquel árbol benigno,
ni quién a su sombra, el signo
puso de la redención.
Cuando el cautivo cristiano
se acerca a aquellos lugares,
recordando sus hogares,
se postra a hacer oración.
Fama es que la tribu errante,
si hasta allí llega embebida
en la caza apetecida
de la gama y avestruz,
al ver del ombú gigante
la verdosa cabellera,
suelta al potro la carrera
gritando: ¡allí está la cruz!
Y revuelve atrás la vista
como quien huye aterrado,
creyendo se alza el airado,
terrible espectro de Brián.
Pálido, el indio exorcista,
el fatídico árbol nombra;
ni a hollar se atreven su sombra
los que de camino van.
También el vulgo asombrado
cuenta que en la noche obscura
suelen en aquella altura
dos luces aparecer;
que salen y habiendo errado
por el desierto tranquilo,
juntas a su triste asilo
vuelven al amanecer.
Quizás mudos habitantes
serán del páramo aerio,
quizás espíritus, ¡misterio!,
visiones del alma son.
Quizá los sueños brillantes
de la inquieta fantasía,
forman coro en la armonía
de la invisible creación.