Echeverría: Política y literatura

Esteban Echeverría es uno de los intelectuales y escritores más importante de la historia argentina, aunque no ha sido tan valorado como Sarmiento o Alberdi. Quizás porque muere los 45 años en Montevideo, en el exilio político, antes de Caseros y de la derrota de Rosas (1852), se ha conformado a lo largo de nuestra cultura cierto opacamiento respecto a la consideración de sus aportes fundamentales a la literatura y al pensamiento en la Argentina. Echeverría no sólo fue el primer escritor en proponer una literatura nacional, que inicia con La cautiva, sino también el ideólogo de una nueva opción política, fundada en el socialismo saintsimoneano, ante el gobierno de Rosas y diferente a la postura ideológica de los unitarios seguidores de Rivadavia, como los hermanos Juan Cruz y Florencio Varela, y es quien logró aglutinar en torno a sus ideas a un grupo de jóvenes políticos e intelectuales de su misma generación como Alberdi, Gutiérrez, Sarmiento y otros. Pero aún más, a sus escritos políticos más destacados, como el Dogma socialista que publicó en 1948, precedido por la Ojeada retrospectiva, en Montevideo, se le debe agregar el reconocimiento por sus artículos sobre sucesos políticos contemporáneos como la Revolución de 1848 en Francia (“Revolución de febrero en Francia” y “Sentido filosófico de la revolución de febrero en Francia”) y sus preocupaciones y proyectos sobre la educación, como puede verse en su Manual de Enseñanza Moral (1846), editado en Montevideo, una ciudad sitiada por varios años y en medio de una guerra civil prolongada y cruenta. A lo que habría que sumarle sus polémicas con Rivera Indarte y con Pedro de Angelis, su producción poética durante el largo exilio uruguayo[1], las lecturas que pronuncia en el Salón literario hacia 1837, y no olvidarnos de El matadero, ese relato escrito en su estancia de Los Talas hacia 1839-40, poco antes de iniciar su destierro en el vecino país oriental, que fue publicado póstumamente en 1871 por su amigo Juan María Gutiérrez.

Las ideas, la literatura y la acción política

En la trayectoria de Echeverría existen tres etapas fundamentales. En principio cuando hacia 1825 viaja a Europa y comienza su formación intelectual y de escritor en París; luego el momento en que regresa después de cinco años a Buenos Aires y comienza a publicar sus primeros poemas, funda el Salón Literario y llega a ser el líder intelectual de ese grupo de jóvenes escritores y pensadores políticos que conforman la llamada generación del 37[2]. Finalmente, está el período de su exilio, en Colonia primero y luego en Montevideo, a partir de 1940 y hasta su muerte ocurrida en 1851.

Podría decirse entonces que si bien Echeverría ya había comenzado su formación intelectual en Buenos Aires con sus estudios de latín y filosofía en el Departamento Preparatorio de la Universidad de Buenos Aires, cuya perspectiva iluminista era general para la época, esa formación se volverá más sistemática y actualizada durante su estadía en Francia, donde realiza lecturas de Byron, Hugo, Lamartine, Vigny, Goethe, Chateaubriand y de los discípulos del so­cialismo utópico de Saint-Simon, como Fourier v Leroux, y concurre a las clases sobre Humanidades que se dictan en La Sorbonne en París. Es justamente el momento donde el Romanticismo se ha impuesto en Europa y se opera un cambio fundamental en el desenvolvimiento del arte y la literatura. Digamos que los escritores y artistas han comenzado a tener una identidad social de carácter profesional y se reúnen en torno a los cenáculos, ese nuevo espacio institucional en la conformación de un campo intelectual con una relativa autonomía, como ha calificado a este proceso Pierre Bourdieu. Echeverría toma también en la ciudad luz clases de artes visuales y estudia guitarra con maestros que siguen la escuela española de Fernando Sor. A diferencia de otros intelectuales de su generación, que han viajado a Europa beneficiados por las becas del gobierno de Rivadavia, Echeverría lo hace apoyado por los propietarios del comercio donde trabaja en Buenos Aires, la casa Sebastián Lezica Hermanos, quienes lo envían con una misión laboral a la filial que la empresa exportadora tiene en París.

Cuando Echeverría regresa a Buenos Aires en 1830 encuentra a Ro­sas en el gobierno, y cambios significativos en la estructura económica del país, donde se observa la consolidación y gravitación creciente de los gana­deros bonaerenses. Es necesario recordar que a partir de 1810, dos cuestiones fueron fundamentales para las Provincias Unidas del Río de La Plata: la guerra por la independencia y la organización del Estado Nación. En relación a esta última se perfilaron desde un co­mienzo dos sectores enfrentados: el que representaba a los intereses de los ganaderos y comerciantes de Buenos Aires y el de los caudillos del Interior. Lo­grada la Independencia, las contradicciones en la lucha por el poder entre los sectores bonaerenses económicamente más opulentos se acentúan y los hechos se desencadenan. Cuando Echeverría viaja en 1925 al Viejo Mundo, el proyecto unitario de Rivadavia está en pleno desarrollo, quien en pocos meses después asumirá como presidente. El joven intelectual y escritor que retorna en 1830 está lejos de compartir los presupuestos ideológicos de los unitarios. Será Echeverría, fun­damentalmente el que se encargará de elaborar, como decíamos, una alternativa diferente a la de las dos partidos enfrentados. Junto a sus ideas socialistas y de democracia va incorporar los principios revolucionarios de Mayo para formular el modelo de un proyecto político nacional. En es­te orden de ideas es posible entender las dos “lectu­ras” que pronuncia en el Salón Literario de Marcos Sastre, su papel protagónico en la fundación de la Joven Argentina y sus principios políticos desarrollados posteriormente en el Dogma Socialista (precedidos por la Ojeada retrospectiva…). Esta obra resume su programa político y es uno de los análisis más significativos de su época. Si se considera esta labor de ensayista a partir de las mencionadas Lec­turas, podría decirse que Esteban Echeverría es el fundador de una corriente socialista en la historia del pensa­miento político argentino que se diferencia, por su adhesión a los postulados del socialismo utópico, del liberalismo tradicional del siglo XIX. No obstante, algunas interpretaciones intentan colocarlo como precursor de esta modalidad política del liberalismo que se cristalizará en la Argentina a partir de 1880. En realidad, Echeverría por su militancia en el socialismo utópico llegó a asimilar en sus propuestas políticas “la crítica premarxista al sistema capitalista de producción y apropiación” de su época, como señala Félix Weinberg[3].

«Nuestros sabios, señores, han estudiado mucho pero yo busco en vano un sistema filosófico, parto de la razón argentina y no la encuentro; busco una literatura original, expresión brillante y animada de nuestra vida social, y no la encuentro» expresa Echeverría en su primera Lectura en el Salón Lite­rario. El contexto cultural no presentaba hasta 1830 otra posibilidad que el Neo­clasicismo de los poetas de Mayo. Los ecos de su poesía patriótica persistirán casi como un recuerdo de las gestas revolucionarias. En lo cultural, especialmente, todo está por hacerse. Aunque no se han publicado libros de poemas, la poesía se ha difundido y se continúa difundiendo en publicacio­nes periódicas. Los modelos neoclásicos españoles son una marca que los recorre como una herencia virreinal que poco se cuestiona. La necesidad de un cambio se convertía en una exigencia que Echeverría no sólo interpreta: también elaborará una respuesta. Si bien se apoyó en los modelos europeos del Romanticismo, su actitud, como la de los intelectuales de su generación, significó un salto cualitativo en la búsqueda de una literatura y las bases de una cultura nacional. La renovación literaria comenzó a gravi­tar con Los consuelos (1834), el primer libro de poemas firmado con su nombre y el primero publi­cado por un poeta argentino y culminará con La cautiva que, con otros poemas, conforma el volu­men de Rimas, aparecido en 1837. La crítica de la época celebra unánimemente en esta obra la inten­ción consciente de incorporar el “color local”, la naturaleza americana a la poesía. Una propuesta, en realidad, en torno al lenguaje y la literatura que impugnaba los modelos neoclásicos españoles y instituía la afirmación de un decir nuevo. Con El matadero –a pesar del desconocimiento de los motivos de por qué no lo publicó en vida y de las encontradas opiniones con respec­to a su género– Echeverría añade a este momento fundacional de las le­tras argentinas, la apertura hacia una línea narra­tiva realista y crítica.

Romanticismo y una propuesta de literatura nacional

El interés de Echeverría por la poesía data del período en que vivió en Francia, fue en París en donde, además de sus estudios y lecturas formativas, se dedica a leer a los clásicos españoles del Siglo de Oro y, después de muchos esfuerzos, dice él mismo en un texto autobiográfico, logró manejar el verso en la lengua castellana. Sin embargo, años después, ya en su país, será cuando se inicie como poeta y publique sus primeros poemas, adoptando los modelos románticos a las circunstancias históricas va a elaborar su obra de mayor significación. Con la aparición de Elvira o La novia del Plata (1832), inaugura de alguna manera ya el Romanticismo en nues­tra literatura. Sin embargo, su programa es­tético se concreta, como decíamos, con más claridad en Los consuelos y La cautiva. Si bien el re­chazo por la poesía neoclásica y la propuesta de los postulados románticos es lo nuevo, el rol del escri­tor y la concepción cívica o ética de la poesía es semejante a la de los poetas de la Independencia. En este período –y en todo el siglo XIX – la litera­tura y el arte dadas las circunstancias históricas no se conciben en el Río de la Plata de otra forma que subordinados a una dinámica política –la literatura no es una actividad espe­cífica, el escritor está lejos de alcanzar la profesio­nalización que comienza a darse durante el Romanticismo en Europa–y es por eso que autores co­mo Echeverría, Alberdi o Mármol de algún modo se inclinan por una versión del Romanticismo rioplatense más cercana a la tendencia social del Romanticismo europeo. Se podría afirmar que Echeverría realiza una “traducción” del modelo estético de la poesía romántica europea a las circunstancias sociales y culturales de la sociedad argentina, en el sentido de apropiación y reelaboración de un modelo estético de otra cultura, como lo entiende Iuri Lotman[4]. Ya en el epílogo de Los consuelos, Echeverría ma­nifiesta su concepción de la poesía:

Preciso es –señala– que [la poesía] aparezca revestida de un carácter propio y original, y que reflejando los co­lores de la naturaleza física que nos rodea, sea a la vez el cuadro vivo de nuestras costumbres, y la ex­presión más elevada de nuestras ideas dominan­tes, sentimientos y pasiones, nuestros sociales intereses…

Pero es en el prefacio a las Rimas, ti­tulado “Advertencia” –que Juan María Gutiérrez consideró como “la primera clave de su doctrina literaria”–, donde Echeverría precisa mejor los objetivos que pretendía alcanzar con La cautiva. Expresa que su principal designio es “pintar algunos rasgos de la fisonomía poética del desierto”, y para no redu­cirla a lo meramente descriptivo coloca “dos seres ideales, dos almas unidas por el doble vínculo del amor y el infortunio”. Y asevera que ha elegido el desierto por­que es “nuestro más pingüe patrimonio”, del cual no sólo hay que extraer “riquezas para nuestro en­grandecimiento”, sino también “poesía para nuestro deleite moral y fomento de nuestra literatura na­cional”. En tal sentido, se observa en el poema un mayor esfuerzo en la elaboración de cua­dros y descripciones, aspecto que contribuye al ca­rácter estático de los personajes, que apenas logran perfilarse como tales. Ángel Battistessa señala que, aunque correcta, no es pertinente considerar la en­deblez psicológica de los personajes centrales, ob­servada por varios críticos, ya que Echeverría sólo pre­tende presentar personajes arquetípicos, en el sen­tido de figuras representativas de valores genéricos y universales, constante que puede verificarse, ade­más, en los poemas “Avellaneda” y “El ángel caído”.

En la “Advertencia” se hace una efusiva afirmación de la originalidad en el uso del lengua­je, por el hecho de incorporarse “locuciones vulga­res”, y en la forma o metro elegido, que debe ser el que más se ajuste al pensamiento y no a las clasifi­caciones establecidas por los preceptistas neoclásicos. Se des­taca, además, la importancia del ritmo poético co­mo música o canto vital que hace posible que la poesía “cautive los sentimientos y obre con más efi­cacia en el alma”[5]. Hay que recordar, por otra parte, que Echeverría, tal vez por la influencia de lecturas de Herder y Schlegel, y de la cultura francesa pos­terior a 1830, tuvo un particular interés por la canción como expresión de carácter popular. Incli­nación que se remonta a su juventud, cuando con su guitarra frecuentaba los suburbios de Buenos Aires. Todas sus ideas sobre este aspecto están reu­nidas en su ensayo “Proyecto y prospecto de una colección de canciones nacionales” (1836). Si bien este cancionero no llegó a realizarse, es conocido el éxito que tuvieron muchos pasajes de La cautiva cantados con música de Pedro Esnaola. Félix Weinberg en su libro ya mencionado le dedica un capítulo[6] al estudio del tema, donde señala que “las canciones escritas por Echeverría son generalmente composiciones amatorias, tiernas, melancólicas” y da cuenta de la popularidad y el éxito que tuvieron en Buenos Aires en esos años previos al destierro de su autor. También que la difusión y la recepción popular de estas canciones, que eran usuales en fiestas y serenatas, llega hacia 1937 a Montevideo y, que aún durante el exilio de Echeverría, se siguen cantando en Buenos Aires en plena época de su enfrentamiento con Rosas. Curiosamente esa fama del poeta continúa en Buenos Aires y se llega a reeditar en esta ciudad Los consuelos (1842), con la aprobación de su autor, y una reedición “pirata” de Rimas en 1846. Dentro de los escritores de este momento de la realidad argentina es quizás Echeverría el que más definidamente encarna la figura del poeta, en la dimensión romántica de esta configuración en el modesto contexto literario del Río de la Plata de esos años. Digamos que en ese momento esta imagen alcanza un reconocimiento y una proyección más popular que la del ensayista y militante político. Paradójicamente, la crítica más canónica lo rescata literariamente por El matadero, obviamente un relato de gran originalidad y eficacia literaria, o por sus ideas políticas y desestima veladamente sus méritos líricos. Si bien la literatura para los escritores de este período histórico era concebida como un medio para entender y transformar la realidad política -cuyo paradigma es Sarmiento-, en el caso de Echeverría puede percibirse a lo largo de su vida una tensión entre la literatura y la política, que se manifiesta en una oscilación entre períodos de aislamiento voluntario para preservar la escritura poética y momentos de síntesis donde la política es el hilo hegemónico de su producción y accionar.

Después de La cautiva, la obra poética de Este­ban Echeverría se inspira en hechos políticos concretos, donde prima esos momentos de síntesis que señalábamos. Es la etapa más álgida de su lucha contra Rosas, la de su destierro. En ese contexto comienza a escribir, antes de emigrar al Uruguay, La insurrección del Sur, que concluye en Montevideo en 1847. Luego publica El ángel caído (1846), poema dramático inspirado en el Don Juan de Byron y en el que intenta un examen de su tiempo; y Avellaneda (1849), en homenaje al com­pañero de la Joven Argentina fusilado en Tucumán. Sin embargo, ninguno de estos textos pudo alcanzar la valoración canónica de La cautiva, precisamente por la propuesta que esta obra hace de una literatura nacional

La cautiva: un poema fundacional

La edición de Rimas (1837), que incluía a La cautiva, tuvo en su momento un éxito inmediato. En El Diario de la Tarde Juan María Gutiérrez es­cribió un elogioso comentario. De esta primera edi­ción se enviaron 500 ejemplares a Cádiz, que se agotaron rápidamente. Y debido a la repercusión alcanzada se reimprimió en España a los pocos me­ses. También tuvo una favorable recepción por parte de los principales críticos neoclásicos: los herma­nos Juan Cruz y Florencio Varela, quienes pese a sus repa­ros estéticos reconocieron su importancia. Según Félix Weinberg, Eche­verría habría escrito La cautiva, “poema de la pampa, en una casita de Buenos Aires” hacia 1836. Y El matadero, relato de arrabal, en su campo de Los Talas, años después[7]. Lo cierto es que el enfrentamiento con el indio y el conocimiento de la pampa han sido vividos de cerca por Echeverría en su estadía en la pequeña estancia Los Talas, que explotaba junto a su hermano en las cercanías de Luján, en donde tuvo, antes de partir a Uruguay, la difícil experiencia de vivir algo muy similar a un “exilio interior”.

El conflicto en la provincia de Buenos Aires con los asentamientos indígenas es un problema crucial de la época. Al incorporarlo Echeverría a la literatura inaugura una temática que va a marcar a toda la literatura argentina posterior hasta fines del siglo. Es significativo, por otra parte, para ver hasta qué punto se relaciona con esa problemática de la so­ciedad argentina de ese momento, que el poema se publicó tres años después de la exitosa expedición de Rosas al Desierto. Como sugiere Weinberg en su ya citado libro sobre Echeverría, es un momento propicio para que alguno de los poetas de la época escriba un poema épico con la Campaña del Desierto y el protagonismo de Juan Manuel de Rosas. Las sugerencias parecen apuntar a la capacidad lírica ya demostrada por Echeverría y en las circunstancias en que, supuestamente, el poeta está bosquejando La cautiva[8]. Pero la firmeza de las convicciones políticas de Echeverría hacen caso omiso a esas insinuaciones del entorno rosista y escribe sí un poema épico, pero romántico, de ruptura con el Neoclasicismo y pone a una heroína, María, y a un soldado, que luchó por la Independencia en los Andes, simplemente llamado Brián. Un héroe este último que simboliza sin duda la conjunción de un modelo del Romanticismo literario y los ideales de la Revolución de Mayo propagados por Echeverría en sus escritos políticos.

Sarmiento advierte también la importancia de esta obra de Echeverría y utiliza las des­cripciones del paisaje de La cautiva para esbozar su teoría del condicionamiento del medio geográfi­co en el Facundo y subscribir la propuesta de literatura nacional de Echeverría. Otras interpretaciones han queri­do ubicar al poema de Echeverría dentro de una poesía gauchesca culta, como es el caso de Ricardo Rojas que, en su Historia de la literatura argentina, lo sitúa en el volumen correspondiente a Los gau­chescos. Sin embargo, por sus rasgos expresivos y, fundamentalmente, por el tratamiento del lenguaje nada tiene que ver con esa corriente de nuestra li­teratura. En cuanto a la caracterización del género de La cautiva podemos señalar también sus rasgos ro­mánticos y su originalidad. Es sin duda un poema narrativo en verso, dividido en nueve partes y un epílogo. Gutiérrez, justamente, acierta cuando tra­ta de describirlo en relación con el modelo del poe­ma épico neoclásico y destaca sus diferencias. “No es épico en el sentido didáctico –dice–, su dura­ción, la calidad de sus héroes, el metro y la versifi­cación.” En cuanto al tema es clara su actualidad y no hay una preocupación mitológica como en la poesía neoclásica. Los héroes no son personajes en­cumbrados sino corrientes; se da una mezcla de es­tilos que se verifica en la utilización de un lenguaje directo, en el empleo de un vocabulario local del habla cotidiana que convive con palabras y giros de tono solemne. Utiliza también metros muy varia­dos, con preferencia los que eran característicos de la poesía popular. En su composición predominan el octosílabo y el hexasílabo, organizados en sexti­na, décima y romance.

Otro rasgo romántico identificable es la relación que se establece entre la naturaleza descripta y una subjetividad en el trazado de la acción y la psicolo­gía de los personajes. Existe una clara correspon­dencia entre lo cósmico y lo subjetivo que atraviesa como una constante todo el universo representado. Teniendo en cuenta estos caracteres de La cautiva es posible describir resumidamente su estructura­ción textual y analizar sus núcleos significativos más importantes. En la primera parte, “El desierto”, como en el desenvolvimiento de casi todo el poema, el paisaje es el elemento más destacado. Es la base alrededor de la cual se articulan sus sentidos fundamentales. Los rasgos principales son: una descripción genérica y subje­tiva del paisaje (es “inconmensurable”, “abierto”, “solitario” y “misterioso”); la exaltación del mismo, cuya proyección tiene una armonía más perfecta que la del arte y en relación a él se exalta la genia­lidad del poeta en una evidente concepción román­tica del escritor

¿Qué pincel podrá pintarla

sin deslucir su belleza?

Sólo el genio su grandeza

puede sentir y admirar.

y una oposición entre el genio capaz de apreciar la naturaleza y el indio que aparece situado en ese ámbito armonioso como un elemento primitivo y bárbaro. En el plan de la obra esta primera parte cumple la función de presentar el ambiente donde se desarrollará una anécdota li­neal de carácter trágico. María y Brián son sus pro­tagonistas. La primera es una mujer que presenta todas las cualidades del ideal femenino romántico, y el segundo es un soldado que ha luchado en la guerra por la Independencia. En la segunda parte, “El festín”, la descripción asume un carácter más dinámico y concreto. El rit­mo del romance parece ajustarse a esta intención. Es también donde predomina el uso de un lenguaje autóctono[9], aunque entrecomillado y con notas del autor, lo que sugiere su toma de distancia y tal vez la posibilidad de facilitar la comprensión para un lector culto o europeo que, obviamente, debería necesitar esa aclaración. Por cierto, es una descripción de la barbarie repre­sentada por la “animalidad” del indio, al que no obstante se le reconocen algunos atributos como el valor y el temple en la lucha contra el hombre civilizado y frente a la muerte. Es, paradójicamen­te, una de las mejores secuencias del texto, donde pa­reciera que al sujeto que enuncia (llámesele narra­dor o voz poética) le seduce la realidad “bárbara” y esa seducción se traduce en marcas fácilmente reconocibles en sus enunciados.

La tercera, quinta, sexta, séptima y novena par­tes (“El puñal”, “El pajonal”, “La espera”, “La quemazón” y “María”) tienen como protagonista a María y en un segundo plano a Brián. En estos pasaje del poema lo narrativo adquiere más dinamismo, pero en constante supeditación a la presencia del paisaje natural. Ma­ría reúne las cualidades típicas de una heroína ro­mántica. En su figura se exalta el amor que tiene por Brián co­mo una fuerza capaz de lograr la libertad. Ese sen­timiento la mueve también a buscar la venganza como forma de recuperar la honra perdida en su cautiverio. El puñal que esgrime es el instrumento, el arma que la ayuda en sus intentos (“que en este acero está escrito/ mi pureza y mi delito/ mi ternura y mi valor”). En “El pajonal” la descrip­ción es más verosímil, aunque predomina una pers­pectiva subjetiva en función del ánimo de los per­sonajes. Se intensifican los rasgos de idealización de María que aparece como esposa-amante envuelta de un halo asexuado y etéreo (“flor hermosa y delicada”). Esta idealización alcanza su clímax en el canto siguiente, donde María es presentada como el símbolo de un senti­miento: el amor es su corporalidad (“Sin el amor que en sí entraña ¿Qué sería? Frágil caña…”). Se la califica de “criatura celestial’’, no “sujeta a ley humana”. Las fuerzas que mueven a la acción narrativa se pueden resumir aquí en torno al obje­to de todo el poema: lograr la libertad, salir de esa región inhóspita. Es María quien salva a su amado Brian y quien con la fuerza de su amor enfrenta a la muer­te, y puede superar los obstáculos que la naturaleza le opone. Pero ese objetivo finalmente no se concreta y sobreviene un final trágico. En la parte novena, al morir Brian y al comunicársele que su hijo también ha muerto, no le resta a María otro destino que la soledad y, a su vez, la muerte: ha perdido los objetos que sustentaban su amor, su razón de existir

Dios para amar, sin duda, hizo

un corazón tan sensible;

palpitar le fue imposible

cuando a quien amar no halló.

La alabanza de su belleza y el senti­miento de angustia ante la muerte cierran esta secuencia.

En “La alborada” (cuarta parte), el tema que se desarrolla en relación con la historia principal es la venganza de los soldados, una venganza cruel, pero que aparece moralmente justificada ante “la barbarie” de los indios: “Horrible, horrible matanza/ hizo el cristiano aquel día.” La octava parte, “Brián”, desarrolla una intros­pección de este personaje, describe la interioridad, el mundo de su conciencia, esos “espectros que en­gendra el alma”, como dice el poema. También los estados de ánimo, los sentimientos de María son descriptos. Aquí Brián muere y se revela su con­dición de guerrero de la Independencia. En el epílo­go, interesa tener en cuenta cómo se despliegan en la descripción elementos particulares del paisaje y una inten­ción de universalidad. Se articulan, además, creen­cias populares como la de la “luz mala” y en un tono elegíaco se resume el trágico final.

En La cautiva la oposición civilización-barbarie está planteada pero se resuelve de una manera más atenuada que en “El matadero”, donde no hay posibi­lidad de síntesis alguna entre esos dos mundos. Aquí la barbarie del indio se atempera porque es presentado como un elemento del paisaje, de la na­turaleza. Y el desenlace fusiona a los héroes, que vendrían a representar al mundo civilizado, con la naturaleza, la pampa. No obstante, el objeto de li­bertad y vida buscado por los protagonistas, no se logra. María y Brián sucumben bajo esa naturaleza que tiene en sí los “gérmenes” de la “bar­barie”. En relación a esa oposición principal se dan otras como amor-naturaleza y amor-muerte. Tam­bién es significativo que Brián, un guerrero ideali­zado de la gesta de la Independencia aparezca de­rrotado por las fuerzas bárbaras del desierto y el indio. En este aspecto, y desde una lectura que in­tente relacionar las ideas de Echeverría con las sig­nificaciones del poema, puede reconocerse el plan­teo inicial de la generación del 37. La concepción de superar elementos negativos para el progreso como el “inconmensurable” desierto (basta recor­dar la propuesta posterior de Alberdi “gobernar es poblar”) y el problema del indio. Vencer esos obs­táculos es parte de un programa para echar las ba­ses de un nuevo país y su organización nacional. Importa también destacar la renovación del lenguaje literario, las innovaciones métricas, su temática de actualidad contextual y su valor fundacional en la literatura argentina.

El matadero

Con la publicación de “El matadero”, no editado por su autor y conocido después de su muerte –treinta años más tarde de la probable fe­cha de su escritura (1839-40) gracias a Juan María Gutiérrez que lo dio a conocer en la Revista del Río de la Plata (1871) y luego lo incluyó en la edición de las Obras Completas de Echeverría– se abrió un nuevo espacio en la historia de la narra­tiva argentina. Sin duda, por sus cualidades litera­rias, es una pieza inaugural del género; pero, también, un texto polémico que ha suscitado distintas interpretaciones críticas. Gutiérrez, desde un principio, le restó importancia y lo consi­deró un boceto del poema Avellaneda. Después, la polémica se ha centrado en la determinación del género –cuento o cuadro de costumbres. También, a partir de este texto, se ha privilegiado la prosa de Echeverría en desmedro de su obra poética.

Echeverría escribió “El matadero” en el período en que el costumbrismo de Mariano José de Larra (Fígaro) era uno de los modelos más admirados por los escritores argentinos. No debe olvidarse, por otra parte, que la actitud antiespañola de los románti­cos del ’37 iba dirigido contra la “Vieja España”, la que representaba la tradición colonial y no contra la “Joven España”, liberal y romántica, de la cual Larra y Espronceda eran los principales expo­nentes. Los artículos de Alberdi en La Moda, firmados con el seudónimo Figarillo, y “Apología del ma­tambre” de Echeverría son quizá –con algún otro texto de Gutiérrez– lo más significativo del cos­tumbrismo rioplatense por ese entonces. Sin em­bargo, “El matadero”, si bien presenta rasgos cos­tumbristas, como la ironía y lo pintoresco, supera este plano y se proyecta hacia una denuncia políti­ca y social[10]. Ello se desprende no sólo de los hechos expuestos por un narrador omnisciente, sino tam­bién por las opiniones directas que a lo largo del relato van intensificando la univocidad de un sen­tido (“y por el suceso anterior puede verse a las cla­ras que el foco de la Federación estaba en el Mata­dero”). Literatura militante, con un esquema ideo­lógico definido y destinada no sólo a conmover sino a convencer, a influir en la realidad.

Juan Carlos Ghiano señala que las diferentes opinio­nes sobre el género de “El matadero”, es decir, sobre si es un cuento o un simple cuadro de cos­tumbres, se olvidan de tener en cuenta qué signifi­caban esas expresiones para la época. En ese mo­mento, la literatura tenía tres modelos cla­ves: en poesía Lord Byron, en prosa el Werther de Goethe, y la novela histórica. Pero el cuento no tie­ne una referencia precisa. Los relatos breves, desde la leyenda a la fantasía poética desarrollada por los románticos europeos, poco atrajeron a los románti­cos argentinos. Por otra parte, es probable que no conocieran la obra cuentística de Edgard Allan Poe (1809-1849), un contemporáneo de Echeverría. Tal vez por esto, “El matadero” es ape­nas un esbozo del relato realista que se desarrollará hacia las últimas décadas del siglo. En su estructura, lo descriptivo predomina sobre lo narrativo, y el autor –como hemos señalado– tiene una presencia muy marca­da a través de la voz narrativa en la expresión de afirmaciones o apreciaciones, y los personajes una dimensión simbólica. Son las limitaciones –dice Ghiano– dentro de la confusa concepción del cuento que tuvieron los escritores argentinos de la primera mi­tad del siglo XIX. En cuanto al valor de sus descrip­ciones, se ha subrayado su carácter impresionista y también cómo sus rasgos costumbristas superan a los modelos españoles.

En un análisis de la estructura narrativa de El matadero pueden identificarse seis secuencias o mo­mentos básicos. En la primera hay una referen­cia general a la época y predomina la iro­nía. Según Ángel Battistessa, el relato se sitúa hacia 1839, ya que en el texto no está especificado el año, pero sí pueden inferirse sucesos como las inundaciones que la historia del período ha registrado en otros docu­mentos. La segunda se caracteriza por un ajuste cronológico dado a través de una visión caricaturi­zada del “estado físico y espiritual” de los porteños partidarios de Rosas. Después sigue una referencia a la jornada en la que entran cincuenta novillos al Matadero de la Convalescencia, y un episodio com­plementario que es el regalo del primer animal al Restaurador. La cuarta secuencia describe minu­ciosamente al Matadero, sus tareas y actividad ge­neral. Hay también una referencia a Encarnación Ezcurra, patrona de ese establecimiento. A partir de la quinta secuencia, la acción pasa a primer pla­no y abarca los episodios de la fuga del toro, el ac­cidente suscitado por la misma y la muerte del ni­ño. Finaliza el relato con una creciente tensión na­rrativa que podría ubicarse desde el momento en que aparece el jinete unitario y se producen las vejaciones y su muerte “accidental”.

En las cuatro primeras secuencias, la descripción es lo predominante, hay una presentación casi do­cumental, que se alterna con la ironía, de la época, de la sociedad y del matadero con sus personajes típicos. En las dos últimas, se destaca lo narrativo. Esta peculiaridad del texto ha provocado esa dis­paridad de interpretaciones respecto a si es cuadro de costumbres o cuento.

En “El matadero” aparecen nítidamente dos mundos enfrentados: el de los carniceros y demás personajes del matadero, que simboliza al federalismo de Rosas; y el mundo refinado y ultrajado, cuyo arquetipo es el joven unitario. Como horma de otras oposiciones, es cla­ra la división civilización-barbarie. También en el tratamiento del lenguaje, el relato despliega gamas bien diferenciadas. Más vitales y eficaces son los trayectos donde se refieren y relatan los principales acon­tecimientos protagonizados por los hombres del matadero, esa zona marginal donde Buenos Aires se abría al campo. Echeverría conocía muy bien ese ámbito, porque a los pocos años de su regreso de Francia, en los momentos que había iniciado su accionar contra Rosas desde el Salón Literario, se refugiaba en la casa de su hermano en San Telmo, donde en su vecindad al parecer estaba ubicado el Matadero del Alto, prácticamente en los límites de Buenos Aires para esa época y que hoy es la zona de Barracas.

A partir de la llegada del joven unitario, el lenguaje del relato se vuelve elocuente y solemne. En ambos planos, por otra parte, el lengua­je del narrador –como afirma Noé Jitrik– se fusiona con el lenguaje de sus personajes. Las intenciones del autor se materializan en la obra literaria de modo complejo y no siempre los logros estéticos coinciden con ellas o con la ideo­logía explicitada. En este relato la simpatía por el mundo que representa el unitario es evidente y sin mediaciones. Eche­verría se mimetiza con él, aunque esto no ha de concebirse como una adhesión a la política unitaria, pues Echeverría siempre se distinguió de ésta en los hechos y en sus textos doctrinarios. No hay que olvidar que todo aquel que se oponía a Rosas era tildado de “salvaje unitario”, incluso los contrincantes provenientes de sus propias filas. Es revelador, además, cómo en este relato se muestra la imposibilidad de una síntesis entre esos dos espacios y cómo se inclina por uno de ellos, lo que demuestra, en realidad, las limitaciones de la visión ro­mántica y la consideración simplificadora de Echeverría.

La Ojeada retrospectiva sobre el movimiento intelectual en el Plata desde el año 37, que precede al Dogma socialista (1846), es, como su tí­tulo lo indica, un exhaustivo análisis sobre la experiencia de una gene­ración y una época llevada a cabo por uno de sus prin­cipales protagonistas. Hemos agregado este ensayo en la presente edición porque consideramos que su lectura es fundamental para reconstruir el momento histórico en que vivió Eche­verría, así como para revisar sus ideas, proyectos y frustraciones. Se congregan en este escrito, desde la perspec­tiva histórica política y social del autor, sus proposiciones en el campo cultural, como, por ejemplo, el rol de conductor que asumió en el Salón Literario, que es una forma de organización cultural nueva en el Río de la Plata, a semejanza de los cenáculos ro­mánticos franceses. También son relevantes sus opinio­nes sobre literatura latinoamericana, que aparecen aquí vertidas en una refutación polémica al crítico espa­ñol Alcalá Galeano. Echeverría manifiesta su oposición a la tradición española en tanto la concibe como expre­sión del despotismo colonial, así como su adhesión a la estética romántica de escritores españoles como Espronceda[11] y Larra. Reitera su posición en defensa del arte romántico y la litera­tura social como única posibilidad para expresar la realidad, americana y española. La “teoría del arte por el arte” –afirma– puede entenderse en Goethe, Walter Scott y hasta cierto punto en Hugo, porque ellos se insertan en otro contexto “donde el ingenio busca lo nuevo por la esfera ilimitada de la especu­lación”. Cree, además, que el modelo cultural se­guido por España es también el de Francia, pero no depura­do como en el Río de la Plata, sino desvirtuado, de ahí que no quede a América otra posibilidad que recurrir directamente a las fuentes. De todas maneras, no hay que olvidar que la aspiración de Echeverría en este terreno es la de una síntesis entre lo europeo y las necesidades na­cionales. “Tendremos siempre un ojo clavado en el progreso de las naciones –dice en su ensayo sobre la Revolución del 48 en Francia– y el otro en las entrañas de nuestra sociedad”. Aspiración que de algún modo concreta en lo cultural, en la medida en que su obra se realiza como programa y búsqueda de una expresión nacional, pero que en el terreno político fracasa en tanto proyecto de unificar a to­dos los sectores económicos y políticos, como lo había ya propuesto en sus Lecturas del Salón Literario.

Es significativo el análisis que hace en la segunda de estas intervenciones respecto a la necesidad de desarrollar una industria propia, ya que ve en su inexistencia una dependencia de las naciones europeas. Cuestiona, en este sentido, una economía basada solamente en la exportación de materias primas. Manifiesta además en el texto de esta lectura, una conciencia de las diferencias que existen entre los países industriales europeos y la situación de la etapa poscolonial que atraviesa la Argentina. Dice Echeverría que los economistas europeos elaboran teorías económicas basadas en los modelos de sus países y “ninguno de ellos ha estudiado una sociedad casi primitiva como la nuestra, sino sociedades viejas que han sufrido mil transformaciones y revoluciones”. En la Ojeada… se explaya sobre la necesidad de la democracia y la igualdad en nuestro país, algo que ya había manifestado antes en la mencionada segunda lectura, en la que también –digamos de paso- se refería a la carencia de leyes que protejan la pobreza:

Se han dictado leyes y éstas solo han protegido al poderoso. Para los pobres no se han hecho leyes, ni justicia, ni derechos individuales, sino violencia, sable, percusiones injustas. Ellos han estado siempre fuera de la ley.

Hacia 1950, en el exilio uruguayo, entre las estrategias y elecciones que elige para vencer a Ro­sas se inclina por cifrar sus esperanzas en el creciente liderazgo de Urquiza, a quien envía un ejemplar del Dogma.

Es necesario desen­gañarse –señala en uno de sus escritos–: no hay que contar con elemento alguno extranjero para derribar a Rosas. La revolución debe salir del país mismo; deben encabezarla los caudillos que se han levantado.

Sin embargo, no podrá asistir a la ma­terialización de sus deseos. Después de varios años de penurias económi­cas y del padecimiento de su endeble salud muere el 19 de enero de 1851 en Montevideo. En un pasaje de la Ojeada, sus palabras de un modo profético anuncia este desenlace personal:

Si es nuestro destino morir en el destierro –dice–, sepan nuestros hijos al menos que sin ser unitarios ni federales, ni haber tenido vida política en nuestro país, hemos sufrido una proscripción política y hecho de ella cuanto nos ha sido dable para merecer bien de la Patria.