CAPITULO II
MIENTRAS subía la pendiente, con el regalo
para el cumpleaños de Susie bajo el brazo, Alexandra trató de
recordar si quedaban tabletas de aspirina en el botiquín. La otra
noche había muy pocas en el tubo cuando Edith, de mala gana, le
alcanzó una con el vaso de agua. Edith no era partidaria de las
drogas, fuesen cuales fuesen. El sueño, afirmaba, era el remedio de
la naturaleza para curar pequeños trastornos y dolores que siempre
obedecían a una causa simple y natural. Según ella, la jaqueca que
molestaba a su hermana desde la noche de la tormenta se debía
exclusivamente al cambio de estación. La misma Edith afirmaba
sentirse como vapuleada al terminar un verano pasado en Nueva York.
Cuando el tiempo se estabilizara, desaparecerían las jaquecas de
Alexandra. Mientras tanto, necesitaba acostarse temprano y dormir
lo más posible.
La noche antes Edith la había mandado a la
cama en seguida de comer, pero Alexandra se levantó al día
siguiente con la cabeza pesada, y apenas pudo sobrellevar el
trabajo de la oficina. No había estado insomne horas y horas, como
en la noche de la tormenta, ni tampoco se había despertado a
consecuencia de algún rumor oído en sueños para no volver a
dormirse hasta que las tinieblas demasiado quietas de la noche se
convirtieran en la claridad gris y reconfortante del amanecer. A
pesar de haberse quedado dormida instantes después de acostarse, no
cayó en el olvido total de un sueño profundo. Le parecía ahora que
durante toda la noche había dormido sin perder conciencia del
tiempo y del lugar, como durante una siesta robada a la
preocupación de deberes demasiado insistentes para ser olvidados
por completo.
"El cansancio del fin del verano", se dijo
Alexandra; sin embargo, si no quedaban tabletas de aspirina debía
entrar en la farmacia y comprar otro tubo. Esa noche, para
reemplazar a los mellizos Sylvester y los chicos Kennedy en la
comida de Susan, necesitaba estar animada y alegre.
Por un momento, la estrictez de Edith la
irritó. Susie, mientras jugaba en la escalera de entrada, se había
permitido conversar con un extraño, y en castigo de ello su madre
la privaba de su fiesta. Sólo tendría, después de comer, una torta
de cumpleaños para compartir con sus padres y su tía. "Nunca,
nunca, nunca —le había dicho Edith a Susie— una niñita sola debe
hablar con extraños, ni aceptarles el menor regalo." Y ayer, cuando
Susan había vuelto de jugar con los Kennedy, trajo un lapicito
dorado atado a un cordón rojo que le había regalado un extraño.
Susan, con la excitación del nuevo juguete, admitió en seguida que
no se lo había regalado el portero, ni el señor Kennedy, ni nadie
que hubiese visto antes. ¡Pero era un hombre tan bueno! Se había
sentado en un peldaño para observarlos jugar, y en seguida la había
preferido a ella, porque no le dio nada a Harriet o a Judy; además
quería hacerle un regalo para su cumpleaños.
Edith la mandó a la cama sin comer. Cuando
Alexandra intervino en defensa de Susan, se indignó: "¿Severa?
—repitió echando chispas—. Espera a que te cases, Alex, si alguna
vez te casas, porque vas en camino de quedarte solterona, y si
alguna vez tienes chicos. Espera a tener un chico y entonces habla.
Es por principio, Alex. Debe aprender a conducirse exactamente como
le enseño. Es por su propio bien ¿no es así? ¿No es acaso peligroso
que las chicas hablen con hombres que no conocen? Mira las cosas
que los periódicos cuentan todos los días."
"Tonterías —pensó Alexandra—. Ésas sí que
eran cosas de solterona." Súbitamente se echó a reír y se sintió
mejor. La risa parecía disipar su nerviosidad.
Pasó de largo por la farmacia, diciéndose
que no era ella la más indicada para criticar la prudencia de su
hermana, puesto que eludía todo contacto con gente desconocida. Sin
embargo, no cabía duda de que no era lógico aplicar las normas de
conducta de East Wells, Vermont, en Nueva York, ciudad de extraños,
donde nuestros vecinos pueden ser durante meses nada más que
cabezas y hombros que vemos bajar las escaleras. Recordó la visión
fugaz de un hombre vestido de gris, inclinado sobre sus valijas, en
la entrada de la casa de al lado.
Alexandra había pensado mientras subía las
escaleras con los diarios del domingo bajo el brazo: "Encontró un
cuarto, entonces". El portero ha de haberle indicado a alguien que
alquilaba una habitación. Y luego había recordado confusamente los
cuartos amueblados que ella y Edith, en otras épocas, habían
considerado su hogar en Nueva York. De pronto pareció agobiarla una
sensación de soledad y depresión, mezclada a un vago e inmotivado
desasosiego del cual no había podido librarse en todo el día.
Cuando se quejó de que le dolía la cabeza, Edith le dio una
aspirina...
Pero esa noche celebrarían el cumpleaños de
Susie, tomarían refrescos y comerían torta; estarían muy alegres, y
después ella se iría temprano a la cama para resarcirse del poco
sueño de las noches anteriores; y a la mañana siguiente se
despertaría con la cabeza despejada.
Entró sin llamar desde abajo para sorprender
a Susan en su cumpleaños. "¡Feliz cumpleaños, feliz cumpleaños!",
exclamó alegremente desde la escalera.
—Oh, ya llegaste —respondió Edith—. Está con
Jim que acaba de entrar. Ha pasado el día muy excitada. El
arrendatario le mandó una caja llena de regalos. Qué hombre
afectuoso, ¿verdad? Yo no pensaba que recordaría su nombre y mucho
menos su cumpleaños, y he aquí que le manda toda clase de regalos:
montones de piñas del cedro azul, dos enormes manzanas rojas y un
paisaje, lleno de color y realidad, que representa el aljibe. Él
mismo lo pintó y le puso un marco. Me han dado nostalgias de la
granja. Ha de ser un excelente artista. Casi pueden verse las
sombras temblorosas del alerce cuyas ramas se doblan sobre el
aljibe. Qué hombre cariñoso, ¿verdad? Qué hombre bueno... Aquí
llega el ciclón. ¡Susie, Susie, cuidado! No voltees las cosas de la
mesa.
Susan levantó una muñeca de cartón pintada
con vivos colores.
—Alex, mira. Me la regaló el arrendatario.
¿No te parece preciosa? Fíjate en las orejitas rosadas que
tiene.
Edith tomó la muñeca y la confrontó
pensativamente con el rostro de Alexandra.
—Déjame mirarla de nuevo —dijo—. Sí, se te
parece, Alex. El mismo color de pelo y los mismos ojos sesgados
hacia arriba y la misma boca.
—Se parece a Susie —dijo Alexandra— y a ella
quería él que se pareciera.
—Porque me quiere —dijo Susan—. Me mandó
cuadros y manzanas y otro montón de cosas... Era una caja
enorme.
Alexandra le extendió un paquete.
—Esto es para ti, querida. —Después
preguntó—: ¿Quién subió la caja? ¿El cartero?
—Nunca lo hace —contestó Edith—. El timbre
sonaba y sonaba y él gritaba desde el vestíbulo. Entonces dejé
bajar a Susie. Oh, yo estaba en el descanso, no temas. Pensé que
sería un paquetito. Por supuesto, ella sola no hubiera podido
subirla, pero fue el hombre que vive en la casa de al lado, el
señor Williams —¿dijo Williams, Susie?—, el que ayer le regaló el
lápiz, y debo confesar que parece muy simpático...; bueno, sucedió
que el señor Williams estaba en la puerta y le subió la caja.
Parece encantado con Susie. Dice que es muy despierta para su edad.
Es un hombre muy inteligente... Ahora, a comer. ¡Jimmy!
—Oh, Mamy —dijo Susie—. Una verdadera muñeca
que cierra los ojos. Gracias, muchas gracias, tía Alexandra. La
muñeca se llama Silvia. Mamá, mira a mi preciosa Silvia.
—Después, Susie. Después de comer miraremos
todo. Primero hay que comer.
—¿Y después la torta?
—Después la torta.
—¿Con velas?
Había seis velas formando una estrella sobre
la torta cubierta de azúcar rosada y blanca. Cuando llegó el
momento del postre, Edith las encendió una por una. Susan, con los
ojos brillantes, las miraba sin respirar.
Todos esperaban inmóviles. El tic tac del
reloj de la cocina comenzó a resonar cada vez más fuerte en los
oídos de Alexandra hasta que en un momento de vertiginosa
irrealidad lo borró una especie de zumbido adormecedor que se
apoderó de ella con la instantaneidad de una descarga eléctrica.
Segundos después, en un abrir y cerrar de ojos, estaba de nuevo en
posesión de sus sentidos, un poco débil, todavía jadeante, oyendo
que Edith y Jim contaban al mismo tiempo: "Uno... dos... tres",
mientras Susan inflaba los carrillos para apagar las velas, cuando
llamaron a la puerta. Edith dijo rápidamente:
—¿Quién puede ser? Jim, toca el automático
para que entren. Supongo que será la señora Hollister. Dijo que
tenía algo para Susie.
Se levantó de prisa, quitándose el
delantal.
—Alex, ayúdame a poner un poco de orden.
Susie, no te preocupes de las velas. Más tarde encenderemos otras.
Jim, saca de la sala todos esos papeles de envolver y ponte la
chaqueta. La señora Hollister es muy meticulosa. ¿Estoy bien
peinada, Alex?
Alexandra asintió, mientras pensaba un poco
perversamente que la llegada de un visitante nocturno, en vidas tan
monótonas como las de ellos, se convertía en un acontecimiento.
Pero influida ella también por la excitación de los preparativos,
alisó su pelo y ayudó a Edith a guardar en la heladera las botellas
sin abrir de naranjada y cerveza.
Susan, apostada en el vestíbulo,
exclamó:
—Desde aquí los oigo.
—No te olvides de preguntarle cómo está
Timmy —le dijo Edith a Alexandra, hablándole al oído, justo antes
de que una voz cordial y viril resonara desde el vestíbulo.
—Hola, Susie. ¿Cómo te va esta noche?
Edith, mirando a Alexandra, alzó los ojos al
cielo:
—¡Williams! —susurró, dirigiéndose a la
puerta—. ¿Cómo está, señor Williams? ¡Adelante!
*
—Sólo vine a traer este recuerdo para Susie.
Tenía una voz profunda, vibrante, agradablemente modulada.
—No quiero molestarlos —agregó.
—¡No faltaba más! —dijo Edith—. ¡Adelante!
—repitió—. Susie, ¿has olvidado tus buenos modales porque es tu
cumpleaños? Agradece su regalo al señor Williams. Oh, ésta es mi
hermana.
Era un hombre alto. A su lado, Edith parecía
pequeña, delgada, casi adolescente.
—Alex, éste es el señor Williams, ya sabes.
El que se molestó en subirnos la caja. Mi hermana, Alexandra
Hubbell. Entremos, por favor.
Susan gritó:
—¡Una pulsera!
—¡Oh, es realmente preciosa! —dijo Edith—.
Muy amable de su parte, señor Williams, pero verdaderamente usted
no hubiese debido...
El vestíbulo que daba a la sala era angosto.
Alexandra, desde la puerta de la cocina, esperó que los demás
pasaran.
—Después de usted, señorita Hubbell —dijo el
señor Williams con una sonrisa agradable e impersonal—. Señorita Hubbell, ¿verdad?
Acentuó levemente la palabra.
—Así es.
El señor Williams la siguió hasta la
sala.
Jim le había estrechado demasiado
afectuosamente la mano. Reíase de nada. Tenía movimientos bruscos,
incoordinados. Parecía un potrillo.
—Siéntese usted, señor Williams —dijo,
empujando el único sillón cómodo al centro de la sala—. Siéntese.
Está usted en su casa. Mi mujer nos hablaba de usted hace algunos
minutos. Muchas gracias por haber subido el paquete.
—No es nada. Tuve mucho gusto en
hacerlo.
El señor Williams, antes de sentarse, esperó
que Alexandra se instalara junto a Edith en el diván. Edith deseaba
que Jim se quedara quieto una vez por todas y que se hubiese
alisado su pelo rizado de colegial.
—Susie está encantada. Usted sabe cómo toman
los chicos su cumpleaños —dijo Jim. Buscó con los ojos la caja de
cigarrillos que Edith le había regalado para el Día del Padre, la
encontró, la abrió, vio que estaba vacía como de costumbre, y
entonces se llevó la mano al bolsillo:
—¿Un cigarrillo, señor Williams?
—Gracias. Tengo los míos. —Extendió su
cigarrera a Edith y, como ésta rehusara con la cabeza, a
Alexandra—. ¿No?
Jim lo rondaba con un fósforo
encendido.
—Oh, Jim, ¿por qué no te sientas? —dijo
Edith con su sonrisa más encantadora.
Susan, sentada en el suelo junto a la
ventana, contaba los regalos que había dispuesto formando un
semicírculo a su alrededor.
—... y Silvia, y mi espléndida
pulsera...
El señor Williams sonrió:
—Tienen ustedes una chiquilla
preciosa.
—No está mal —dijo Jim con afectada
despreocupación—. Nada fuera de lo común. ¿No tiene usted
hijos?
—No, no soy casado —contestó sonriendo el
señor Williams, sentado cómodamente con las piernas cruzadas en el
sillón colocado en el medio del cuarto. A su espalda, la luz de una
lámpara daba de lleno sobre su pelo oscuro y acentuaba sus breves
cejas, más claras que el pelo, y amp ampliamente separadas.
Jim bromeó:
—Todavía no lo manda nadie. Edith, tal vez
el señor Williams quiera beber algo fresco. Tenemos naranjada y
refrescos. Siento no poder ofrecerle nada más fuerte, pero en esta
casa no se acostumbra a beber.
—¿Refresco o naranjada, señor Williams?
—preguntó Edith.
—No quiero nada. Por favor, no se moleste,
señora Turner. He venido sólo por un momento y no quiero
incomodarlos.
Jim exclamó enérgicamente:
—Nada de eso. Íbamos a tomar un vaso de
naranjada y a comer un pedazo de la torta de cumpleaños, ya sabe
usted cómo son los chicos. A Susie le encantará que usted se
agregue a nosotros. ¿Quieres que agrande la mesa, Edith, o volvemos
a la cocina?
—Oh, no a la cocina —dijo Edith
sonrojándose—. Susie, saca tus cosas de en medio, así tu padre
puede agrandar la mesa. Alex...
Alexandra, sin mirar a nadie, se levantó
rápidamente y la siguió a la cocina.
—Ese Jim —susurró Edith furiosamente—.
Espera que lo agarre a solas. El señor Williams creerá que somos
unos campesinos mal educados. ¿No te parece buen mozo? No me fijé
antes, y lo creía casado. Andará por los treinta y cinco. ¿Le viste
ese mechón gris? Oh, estos platos cascados. Y ninguno hace juego
con el otro. No debimos guardar el juego nuevo, pero supongo que
los hombres no se fijan en estos detalles. Alex, mira, ahí está tu
cartera. Te la dejaste aquí. ¡Qué suerte! Podrás darte polvos y
pintarte la boca. ¿Por qué no lo haces? Menos mal que te hicieron
la permanente. Espónjate un poco el pelo.
—Oh, no te preocupes de mí —dijo Alexandra
irritada y a la vez sorprendida por la vehemencia de su propia
irritación. Pero algo había en los movimientos pausados y flexibles
del señor Williams y en sus facciones bien delineadas que hacía
resaltar la luz de la lámpara... Sin darse cuenta de ello, como una
chica campesina, se puso a observar sin ambages el rostro y los
anchos hombros del huésped hasta que, en ese general intercambio de
sonrisas convencional, los ojos de él se cruzaron con los suyos, y
ella vio... ¿qué? ¿Astucia? ¿Curiosidad? ¿Desdén? Ardíanle las
mejillas. ¿Leyó él, en su mirada, una calculadora ambición? Ahora
le avergonzaba recurrir a los afeites para embellecerse.
Edith le contestó de mal humor:
—Cómo puedes esperar que alguien te mire dos
veces si no...
—No me interesa que nadie me mire.
Alexandra colocó las botellas heladas sobre
la bandeja con mano un poco temblorosa.
Edith se mordió los labios.
—Bueno, lleva las botellas y trata por lo
menos de simular cierta animación... "¡Qué solterona!" insinuaba la
irritada expresión de su rostro bonito, suave y de mejillas
llenas.
Jim puso torpemente un mantel sobre la mesa,
cuyas patas habían arrugado la alfombra. El señor Williams se puso
de pie.
—Permítame, señorita Hubbell.
Le tomó la bandeja de las manos y la colocó
sobre la mesa.
Alexandra encendió la radio. Mientras
buscaba la onda, le oyó decir.
—Tiene usted una linda casa, señor Turner. Y
Jim, orgullosamente:
—No está mal. Es tranquila. Pero llámeme
Jim, por favor. Somos vecinos, ¿no es cierto?
—Me dicen Brad —dijo el señor Williams, y
luego—: ¡Qué linda música, señorita Hubbell!
—Alexandra —dijo Jim—. Y Alex, de
sobrenombre. Es hermana de mi mujer.
—Sí, lo sé. Alex Hubbell.
Caminó silenciosamente hasta la radio y
luego se mantuvo tan inmóvil que ella, dándole la espalda, sentía
que su profunda quietud parecía examinarla. Volvióse y encontró su
amable sonrisa.
—¿No la he visto antes, señorita
Hubbell?
—No —dijo Alexandra con un hilo de voz. Y
luego, ruborizándose—. Al menos, no lo creo.
Susan, junto a ella, empezó a hablar
apresuradamente, en su confusa gratitud, de cuadros y pulseras.
Alexandra tomó la pequeña pulsera tintineante. Era una chuchería
inocente, para una criatura: un aro dorado del cual colgaban
campanitas y florecitas doradas.
—Lo siento. Espero no haberla ofendido,
señorita Hubbell —dijo el señor Williams hablando (¿o riendo?) con
su voz profunda y vibrante. Alexandra, obligada a mirarlo, vio que
sus facciones, tostadas por el sol, le daban un aire de formalidad
servil—. Lo que pasa es que tengo mucha memoria. Probablemente la
he visto alguna vez en el barrio.
En un estallido de alegría, que no tenía
relación con su leve expresión de disculpa, agregó:
—Acaso en el subterráneo.
—Acaso.
—Sí, es muy posible. Ve uno tanta gente,
tantas caras. Y, como le digo, me persigue cuanta cara veo. Usted
debe de ser lo contrario. Aunque apenas la conozco, diría que usted
recuerda mucho menos el aspecto físico de las personas que la
impresión que le causan, por así decirlo.
De nuevo le destinó su más encantadora
sonrisa.
—¿Estoy en lo cierto, señorita
Hubbell?
Edith gritó jocosamente:
—Lamento interrumpir, pero las velas se
consumirán del todo si no nos sentamos. Señor Williams, aquí.
Alex...
Con los ojos brillantes, le señaló una silla
junto al huésped.
—Es asombroso, señor Williams, pero ha dado
usted en el clavo en lo que concierne a Alex. Así es ella,
realmente. Parece que no reparara en las cosas, pero las absorbe.
Siempre ha sido igual. Creo que se la podría llamar una intuitiva,
una especie de médium.
—Oh, Edith —dijo Alexandra. Por un instante,
horrorizada, pensó que se echaría a llorar.
—Es verdad —insistió Edith—. Cuando éramos
chicas, siempre sabías cuándo llegarían visitas inesperadas, o si
encontraríamos un nido de pájaros, una tortuga, o algo así.
¿Recuerdas cómo me enfurecía que tú lo supieras y yo no? Es lo que
llamaríamos, supongo, un sexto sentido. Algunas personas parecen
tenerlo. Imagino que son más sensibles que las otras.
—Muy interesante —dijo el señor Williams—,
pero temo que pongamos en aprietos a la señorita Hubbell.
Edith, disimulando con una risa de protesta
su mirada imperativa, parecía decirle: "¿Te han comido la lengua?"
Pero el señor Williams, riendo también, se había vuelto hacia Susan
que aguardaba para soplar las velitas encendidas;
—A ver si las apagas de una vez... Muy bien.
¡Qué pulmones! Ya eres toda una señorita ¿verdad?
Susan enrojeció de placer:
—Ya tengo seis años y voy a ir a la
escuela.
—No me digas.
—Por supuesto, ya he ido a la escuela
—continuó Susan—, pero no a una escuela de veras. La semana que
viene iré a una escuela de veras.
—¿E irás sola?
Susan explicó muy seria:
—Por el camino, no. En la calle mamá tiene
que llevarme de la mano.
Edith intervino:
—Bueno, no interrumpamos la reunión.
Siéntate, querida, así corto la torta.
Jim tomó el abrebotellas:
—¿Qué le sirvo, Brad? ¿Naranjada, o
coca—cola?
—¿Dijo usted coca—cola, Jim? Sí, tomaré un
poco. —Lanzó una carcajada—. Mi pequeña señorita, yo mismo no
podría haberlo hecho mejor. ¡Apagar tantas velas de una vez!
Levantó un brazo como si fuera a palmearla,
pero la tocó apenas, haciéndole una leve caricia. Luego le tiró de
un rizo, juguetonamente. Ella chilló encantada.
Abandonando su exuberancia, el señor
Williams alzó su vaso:
—Por Susie. Para que disfrute de una larga y
alegre vida. Y por ustedes, Jim y Edith. Y... —Al volverse, sus
ojos sombríos se entrecerraron un poco al enfrentarse con la luz de
la lámpara y parecieron contagiarse de su resplandor—. Y por Alex.
¿No le importa que la llame Alex, señorita Hubbell?
—De ningún modo —contestó ella secamente.
Edith le dio un pisotón bajo la mesa y dijo con jovialidad:
—Dios mío, no hay que ser tan solemne. Y
ahora, a comer la torta. ¿Cuántos somos? Cinco.
Empezó a cortar los pedazos. Jim dijo:
—¿Más refresco, Brad?
El señor Williams le alcanzó el vaso
vacío.
—¿Es usted de Nueva York? —le preguntó
Jim.
—He nacido aquí, pero en los últimos años he
viajado por todo el país. Estoy contento de haber vuelto.
—Lo supongo —dijo Jim—, pero nosotros ya
tenemos bastante de Nueva York. Nos iremos muy pronto.
El señor Williams, que se llevaba el vaso a
los labios, volvióse rápidamente:
—¿Sí?
—Viviremos en el campo —dijo Jim—. Tenemos
una granja en Vermont. Levantaremos el campamento la primavera
próxima.
—Ya veo —dijo aflojando un poco la mano que
sostenía el vaso—. ¡Qué bueno! No hay nada como tener una chacra en
el campo y no hay nada como el campo para educar a una familia.
Susie, ¿te gustará vivir en Vermont?
Volvió a tirarle del pelo, pero esta vez su
risa sonora ahogó el chillido que lanzó la niña.
*
Casi antes de cerrar la puerta tras su
invitado, Jim dijo con entusiasmo:
—¡Qué hombre simpático! ¿No les pareció
simpático Brad Williams? Y la fiestita ¿no les pareció simpática?
Hace tiempo que no me divertía tanto. Sofocó una risa mientras se
aflojaba la corbata: —¿Por qué nunca invitamos a nadie después de
comer?... ¿Cómo? ¿Anda bien ese reloj? ¡Las doce y diez, Dios mío!
No puede ser tan tarde.
—Puede ser y es —dijo Edith—. Qué sueño
tengo, y mira los platos. Alex, pareces medio muerta. Por favor,
vete a la cama. Pudiste haberte excusado. Nadie te obligaba a
permanecer sentada, aburriéndote a morir. Nunca he visto a una
mujer más seca y poco sociable. No te comprendo, Alex Hubbell,
sentada allí como una momia toda la noche. Déjame decírtelo: si yo
fuera soltera...
—¡Bueno, basta! —gritó Jim.
—No hay basta que valga —dijo Edith con
impaciencia—. Cualquier otra muchacha hubiera mostrado un poco de
animación cuando alguien tan buen mozo, inteligente y divertido y
de tan buenas maneras...
—Edith, por favor... —dijo Alexandra en voz
baja. Secó con el repasador una jarrita de crema—. Se me ·parte la
cabeza.
—Tú y tus oportunos dolores de cabeza
—continuó Edith frunciendo el ceño y mordiéndose los labios—. A
veces puedes ser tan exasperante, Alex. ¿No te gusta que venga
alguien de visita? Sólo te gusta meterte en tu cueva y no ver a
nadie. Eso hemos estado haciendo durante años. Nunca lo comprendí
antes de hoy. Siempre metidos en la cueva, sin hacer nada, sin ver
a nadie. Uno se encierra en sí mismo y olvida que hay personas que
hacen cosas excitantes, viajan por todas partes, viven en todos
lados; que son inteligentes y se preocupan por otras cosas que no
sean ganarse difícilmente la vida. Hablar con Brad Williams fue
como tomar un tónico. Qué inteligencia rápida, penetrante.
—Un gran tipo. Muy inteligente —dijo Jim—. Y
más divertido que una orquesta de jazz. fue cómico cuando él y
Susie jugaban tirados por el suelo. Nunca pensé que pudiera
entretenerse de ese modo. Quedó encantada con Brad. Me gustan los
hombres así, muy correctos, pero que saben cuándo corresponde hacer
bromas. Ha de tener buena pasta para viajante de comercio. A
propósito, Edie, debemos comprar cerveza para el domingo a la
noche.
—No me llames Edie. Dijo que no bebía. Se me
ocurre que como vive solo, y tiene que comer todo el tiempo fuera,
debe apreciar la comida casera. Veamos ¿qué prepararé el domingo a
la noche? Oh, ya pensaré en ello mañana. Ha de parecerle bueno
comer en una casa de verdad, después de haber recorrido todo el
país viviendo en hoteles. Pienso que debe ganar bastante.
—El traje que llevaba puesto no era de
veintidós dólares, por cierto. Sí, me pareció un tipo agradable.
Lástima que no lo hayamos conocido antes, viviendo al lado. Es raro
que no lo haya visto por el barrio. Bueno, eso es típico de Nueva
York. Y qué humorismo tiene. Nunca he visto a nadie divertirse
tanto con sólo dos vasos de refresco. Además de ser alegre, ha de
tener muy buen corazón. Su manera de reírse...
—Se reía de nosotros —dijo Alexandra
apretando los dientes. Se mordió los labios y luego explotó—: Oh,
¿cómo no advirtieron que se reía de nosotros?
Edith la miró con la boca abierta:
—¿Reírse de nosotros? Alex Hubbell, ¿de
dónde sacas todas esas tonterías? Brad Williams riéndose de
nosotros...
Apretó los labios.
—Debes de estar loca —dijo secamente.
Jim intervino:
—Y todo porque tú no tienes ningún
humorismo...
—Oh, dejémosla sola —dijo Edith enfadada—.
Es una lástima que no haya entrado en un convento. Allí habría de
estar, ajena a realidades vulgares como hombres jóvenes y bien
parecidos, de tan buen corazón como para molestarse en procurar
agradar a una solterona flaca como un huso... Oh, vete a dormir,
vete a dormir antes de que pierda los estribos.
Edith se arrepentiría de lo dicho. Pero no
hasta el día siguiente —esperaba Alexandra con fervor mientras se
desvestía a ciegas en su tranquilo dormitorio donde sólo resonaba
el tictac del despertador. Casi en seguida, sin embargo, oyó que
llamaban con vacilación a su puerta. Pensó para sí: "Edith, vete,
por favor", pero antes de que abriera la boca para contestar, Edith
asomó la cabeza con una expresión de arrepentimiento casi
ridículo:
—Oh, Alex, no sé cómo pude haber dicho esas
cosas. Sabes muy bien que no las pienso... No estás llorando,
¿verdad?
Alexandra negó con la cabeza.
—¿No te importaría que me sentara un minuto,
Alex? No puedo imaginar por qué hablaste así de Brad Williams. Es
un perfecto caballero. Jim también lo dice. Y los hombres son
mejores jueces de otros hombres que las mujeres. No se reía de
nosotros, Alex. Es suponer algo terriblemente injusto, sólo porque
estaba divirtiéndose un poco. ¿Hubieras preferido que estuviera
toda la noche como una ostra malhumorada?... Siéntate, querida. Te
caes de cansancio. Me voy inmediatamente, pero no quería que
siguieras pensando cosas tan injustas acerca de Brad. No piensas,
realmente, que estuviera riéndose de nosotros, ¿verdad?
Alexandra se sentó junto a ella sobre la
cama, con el despertador en la mano.
—No tiene importancia —dijo—. No quise
decir... Oh, Dios mío.
Sin soltar el reloj, se llevó las manos a la
cabeza. El, tictac resonó en sus oídos como un trueno. Lo dejó
sobre la mesa y se apretó las sienes.
—¿Tanto te duele la cabeza, querida?
—preguntó Edith consternada—. Me voy dentro de un minuto, así que
métete en cama. Pero me gustaría aclarar el asunto. Después de
todo, vendrá el domingo a la noche, y probablemente lo veamos a
menudo. Alex, la razón sencilla y verdadera por la cual pensaste
eso de Brad, si pensaste, es porque tienes un complejo de
inferioridad. Entonces, cuando te distingue más o menos un hombre
atractivo decididamente atractivo y superior, en seguida supones
que se divierte a tus expensas. ¿Nunca se te ocurrió que pueda
estar de verdad interesado en ti y que tú eres el tipo de muchacha
que lo atraiga: suave, reservada y natural? Oh, Alex, cuándo te
harás a la idea de que eres realmente bonita y no eludirás la
admiración masculina... Eso es todo lo que hubo, Alex. Ahora lo
comprendes, ¿verdad? Respóndeme, Alex.
Alexandra asintió, suspirando
desmayadamente.
—Bueno —dijo Edith—. ¡Qué tempestad en un
vaso de agua! Nunca un momento aburrido en casa de los Turner.
Ahora, acuéstate. Vamos, déjame dar cuerda al despertador.
Tomó el despertador y lo dio vuelta.
—¿Qué le pasa a este reloj? —dijo—. ¿Dónde
está la llavecita para darle cuerda?
—Se le salió el otro día.
—¿Entonces, cómo haces para hacer girar el
eje de la cuerda?
Frunciendo la nariz, Edith quiso darle
cuerda tomando el eje entre el pulgar y el índice.
—No puedo... No, déjame. Si tú eres capaz de
hacerlo, yo también. ¡Qué diablos!
Haciendo una mueca, se llevó el reloj a la
boca y apretó el eje de metal con los dientes.
Alexandra se echó a reír. Dijo, siempre
riendo:
—No, Edith...
—Quieta —dijo Edith frunciendo el ceño,
mientras sujetaba con más fuerza el eje entre los dientes.
Alexandra reía a carcajadas. Sentía
cosquillas en el estómago, sacudía convulsivamente los hombros, se
le llenaban los ojos de lágrimas. Ahora, sofocada de risa, dejaba
rodar las lágrimas por sus mejillas. Lloraba entre carcajadas
mientras veía confusamente el rostro pálido y aterrorizado de
Edith. Oía a gran distancia la voz de su hermana, sentía las manos
de ésta que le golpeaban la espalda. Luego oyó otra voz que decía
secamente:
—Agua.
Después alguien le arrojó un vaso de agua a
la cara.
Conteniendo violentamente una carcajada
entre sollozos, levantó la mirada y vio la silueta deformada y
ondulante de Jim. Sintió que le arrojaba más agua a la cara. Luego,
inclinándose sobre ella, le dio una bofetada.
Edith la rodeó con ambos brazos. Alexandra
lloró suavemente sobre el hombro de su hermana. Estaba muy cansada
e inexplicablemente triste.
—No había necesidad de golpearla —dijo
Edith, secándose los ojos con el brazo.
—La mejor y más rápida manera de curar un
ataque de histerismo —dijo Jim que aún respiraba agitadamente—. Es
el peor caso que he visto. ¿Te sientes mejor ahora, Alex?
—Estoy bien —contestó débilmente.
Edith, acariciándole la cabeza, interrogó a
su marido:
—¿Cómo entiendes tanto de ataques de
histerismo?
—He visto a una tía padecerlos de cuando en
cuando. El doctor decía que eran producidos por un conflicto
emocional. He olvidado exactamente lo que decía, fuera de que eran
un trastorno femenino. Tía Ruby era una vieja medio loca, pero ¿qué
te pasa a ti, Alex? Nunca sospeché que podías hacer semejante
escándalo.
—Lo que pasa es que está muerta de cansancio
—dijo Edith—. Debió acostarse en seguida de comer. Esta mañana
andaba tambaleándose, y me dijo que anoche no había dormido bien.
¡Soy una perversa! ¡Qué modo de fastidiarla a propósito de Brad
Williams, como si nos importara un rábano! ¿Estás bien, Alex?
Acuéstate y yo apagaré la luz. Y no pienses más en mi sermón. Soy
por naturaleza una entrometida. Eso es todo. Como si tuviese
importancia lo que Brad Williams...
Con los párpados pesados de sueño, Alexandra
trató de prestar atención a las palabras de su hermana, pero cuando
se entregó a la felicidad de cerrar los ojos la voz de Edith se
había convertido en un murmullo arrullador, como el ruido calmante
de la lluvia contra una ventana oscurecida.
*
Despertóse de golpe, luchando con e! peso de
las mantas. El corazón le palpitaba fuertemente mientras intentaba
penetrar las tinieblas que la rodeaban. Pensó: "Me he quedado
dormida. ¿Qué hora es? Todos se han quedado dormidos. Oh, ¿qué hora
es? ¿Por qué estoy todavía en la cama? Llegaré tarde a la oficina.
Pero ¡qué oscuridad, qué tormenta, cómo llueve!"
Tanteó a ciegas, buscando el despertador,
mientras se veía a sí misma vestida con un impermeable, luchando
con e! paraguas y evitando los charcos de agua de la calle. Luego
se detuvo y volvió la cabeza hacia la ventana, escuchando. El patio
interior estaba silencioso, la lluvia no golpeaba sobre el
alféizar, no había humedad en el aire. Una brisa fría y cortante
entraba por la ventana.
Hundió la cabeza en la almohada, sintiendo
los acelerados latidos de su corazón, y trató de escuchar a través
de su respiración jadeante. Aspiró profundamente el aire para
calmarse y de pronto se encontró tranquila pero completamente
despabilada. Faltaba poco, sin duda, para que amaneciera. Se
levantó, encendió la luz. vio en el reloj que no eran más que las
dos menos cuarto. No había dormido más de una hora. Su sueño debió
ser muy profundo para quitarle todo cansancio y permitirle recobrar
plenamente sus facultades mentales. La cama no le atraía; más aún,
en cierto sentido la rechazaba, ahora que estaba completamente
despierta y lista para levantarse.
Hubiera deseado que fuese de mañana para
hundirse en las tareas del día, pero en vista de que necesitaba
esperar varias horas trataría de armarse de paciencia. Volvió a la
cama, dobló la almohada bajo su espalda, se apoyó en ella, y sin
otra actividad física que distrajera sus energías las utilizó para
examinar su absurdo comportamiento de las últimas horas. Se había
conducido de una manera lamentable, impropia, vulgar, vergonzosa,
motivada —¿no lo dijo Jim?— por un conflicto emocional.
Cómo pudo imaginar que el señor Williams se
hubiese burlado de ella, o de cualquiera de ellos. Ahora no podía
concebirlo. Había demostrado que gustaba de su compañía al punto de
prolongar la visita hora tras hora. Cuando le había alcanzado un
vaso de coca—cola, se había reído tan sólo por su natural
vitalidad, sintiendo la espuma que desbordaba del vaso y caía sobre
su mano, y por puro placer se había reído con Susie, no de Susie, a
quien encontraba cautivadora, original, asombrosamente inteligente
y tan bonita como una muñeca animada. En su voz había un eco de
risa hasta cuando expresó seriamente su temor de haberla ofendido o
de que Edith, sentada frente a la ventana abierta, hubiese tomado
frío. Era muy atento y considerado. Recordó cómo había bajado la
voz cuando Susie se fue a la cama, por temor a que una voz extraña
la mantuviese despierta, y cómo, al sentir su desconcierto, trató
de hacerla intervenir en la conversación. Y ella, incómoda ante la
atención masculina, y cansada después de un día de trabajo
agobiador en su empleo, le había sonreído forzadamente, contestado
con monosílabos, luchando por contener un irrazonado deseo de
escapar de la sala, e imaginando debajo de tal cordialidad
intenciones siniestras que justificaran su ridículo ímpetu de
huida.
Qué fea debió parecer, sin color en los
labios ni en las mejillas, con su traje severo y gris de la
oficina. Sin embargo, él la había tratado con la galantería que los
hombres generalmente reservan a las mujeres bonitas y encantadoras.
Se sintió sonrojar. Sólo porque el señor Williams había sido
cortés...
Murmuró en voz alta: "Quisiera saber qué
hora es". vio que eran poco más de las tres. Quizá pudiera dormir
un rato; no era posible tener la mente despejada después de una
noche sin sueño.
Extendió de nuevo la almohada y la golpeó
levemente, pero cuando estuvo a punto de apagar la luz, esa misma
almohada aguardando su cabeza le pareció repugnante. Anhelaba la
actividad, deseaba de todo corazón que comenzara el nuevo día.
Nunca, al despertar por la mañana, se había sentido tan despierta
ni tan ansiosa por tener una tarea que requiriera toda su atención.
Las manos le ardían en su impaciencia por trabajar.
Detuvo los ojos en un costurero colocado
sobre la cómoda. Levantóse rápidamente. Habría medias para zurcir,
sin duda, o algún botón que coser. Allí estaba un traje de lana que
se había encogido cuando lo limpiaron en la tintorería y cuyo ruedo
era preciso alargar. Envuelta en una manta, terminaría su costura a
las seis y media; después iría a la cocina para preparar el
desayuno. Edith quedaría sorprendida y contenta.
Sacó del ropero un traje de lana verde. Era
un vestido sentador, de un color a la vez apagado y cálido. La
favorecía, según Edith. Se pondría ese vestido el domingo a la
noche, cuando el señor Williams viniera a comer. Y se pondría
barniz rosado en las uñas, se lavaría el pelo, se pintaría las
mejillas y los labios. Habría de sonreír y de reír en el momento
oportuno...
Qué vulgar estuvo, en realidad, cuando
lloraba entre carcajadas durante ese ataque de histerismo, sin
ninguna consideración hacia los otros, ni siquiera tratando de
mitigar sus gritos: tal como esa mujer que, años antes, la tuvo
despierta noche tras noche con su llanto histérico. Pero esa mujer
del departamento contiguo —¿en qué calle quedaba?— no hacía tanto
escándalo como ella; se limitaba a quejarse entre risas
espasmódicas, tratando de contenerse; pero el tabique era tan
delgado que el ruido parecía provenir del mismo cuarto donde
Alexandra se mantenía despierta en la cálida, húmeda, pesada
oscuridad.
¿Qué le pasaría a esa mujer solitaria, de
mejillas pálidas? Cuando uno la encontraba en el vestíbulo apenas
iluminado y con olor a humedad, siempre se hacía a un lado,
sonriendo fijamente, para permitir pasar, y asentía con entusiasmo
a cualquier observación que se le hiciera sobre el tiempo; pero a
la noche no dejaba de sollozar histéricamente. ¿Acaso el mundo le
parecía tan desolado, siniestro, fútil, sombrío, tan aterrador,
abrumador, amenazante y oscuro como a ella, Edith y Jim?
Movió la cabeza con impaciencia. Esos días
habían pasado ya. Hacía más de tres años que habían abandonado esa
vieja casa de vecindad de la calle 84, en el Oeste.
La calle 84.
Dió muy lentamente una puntada.
Su cuarto, próximo al de la mujer que
lloraba, quedaba contiguo a la cocina y al dormitorio donde dormían
Edith, Jim y Susie. Era una casa construida de modo tal que el
departamento interior de la planta baja estaba como en el primer
piso, mientras que el del frente quedaba al nivel de la calle. En
los días claros el sol entraba por la ventana de los Turner. Las
demás ventanas daban a un callejón oscuro, casi un patio de luz, y
su propio cuarto era tan oscuro que hasta en el día más claro,
Alexandra necesitaba encender la lámpara. Era un departamento
desolado y siniestro; convenía olvidarlo. Empezó a coser
rápidamente. Era difícil arreglar el ruedo de su vestido de lana;
antes debió haberlo marcado con la plancha...
Desolado v siniestro. Ese verano había
llovido sin cesar, pero las lloviznas casi cotidianas hacían los
días calientes y húmedos más pesados aún, y los súbitos chaparrones
en el atardecer no refrescaban el aire. Y había llovido toda la
noche cuando el cuerpo de la mujer del portero yacía en el patio de
luz, justo debajo de su ventana... Desde su cama de enferma,
Alexandra había escuchado el golpear insensato de la lluvia en el
patio de luz...
La mitad del ruedo estaba lista. Cuando
terminara de coserlo, remendaría medias, pegaría algunos botones y
luego, si aún quedaba tiempo antes de preparar el desayuno,
calentaría la plancha y arreglaría el vestido para que estuviera
listo el domingo a la noche. Si su dolor de cabeza no
empeoraba.
Se frotó las sienes. ¿Qué pudo traerle de
golpe esa jaqueca, y tan rápidamente, cuando estaba más despejada
que nunca? El frío, quizá. Pero había tenido el cuidado de
envolverse en una manta. Movió el cuello de un lado a otro, luego
sacudió de arriba abajo la cabeza, cerró fuertemente los ojos por
un momento y después quiso continuar cosiendo, pero tenía las manos
tan heladas que tuvo que interrumpir su tarea para
frotárselas.
...Lluvia, lluvia. Lluvia como una especie
de llanto monstruoso que había caído sobre el cuerpo inerte,
despatarrado en el patio. Mirando desde la ventana de su cuarto,
junto a Edith y Jim, Alexandra se había estremecido al verlo tan
lastimeramente blando y empapado, indefenso bajo el resplandor de
las linternas eléctricas de los policías. Jim había cerrado la
ventana. "No es el caso de sobreexcitarse" —había dicho
bruscamente—. Ya la mujer del portero no podía sentir el frío ni la
lluvia y, de todos modos, esta clase de cosas sucedían todos los
días. Todos los días alguien se arrojaba de un techo, o de la
ventana de un hotel, o de cualquier lugar lo bastante alto para
suicidarse. Todos los días los periódicos publicaban una pequeña
noticia acerca de un hombre o de una mujer, casi siempre no
identificados, que habían resuelto olvidar de ese modo los
sinsabores de la vida. Era triste y desagradable —continuaba Jim—
que eso ocurriera precisamente allí, pero no tenía relación alguna
con sus propias vidas. Mas Edith no podía consolarse. Se
estremecía, se cubría la cara con las manos. El hecho había
ocurrido demasiado cerca de ellos —Alex, aún débil e inútil,
después de casi una semana en cama; Jim, despedido esa misma tarde
de su puesto—. El drama ponía demasiado en relieve que ellos y sus
vecinos se balanceaban sobre una angosta cornisa junto al terrible
abismo de la crisis.
Y más tarde, cuando Edith recordó que había
dejado un vestido de Alex en la azotea después de bajar la ropa que
lavaba todas las semanas, Jim tuvo que valerse de un subterfugio
para buscarlo. La azotea se había convertido en un lugar de horror
que no podía nombrarse en presencia de Edith, un lugar que debía
eludirse hasta mentalmente. Esa misma noche Edith empezó a hablar
de mudarse. Al principio, intentando que Alex y Jim, y acaso ella
misma, creyeran que pensaba en el bienestar de la pequeña Susie,
que sólo tenía tres años. Los niños, decía, eran sensibles al
ambiente; y de este accidente siniestro se hablaría mucho tiempo.
Sea como fuere cualquier otro departamento, allí el aire sería más
limpio, no los rondaría el fantasma del suicidio. Tan pronto como
Alex estuviera bastante fuerte para sobrellevar una
mudanza...
Apretándose la frente, Alexandra se puso de
pie y permaneció en medio del cuarto haciéndose masajes en la
cabeza. Miró su cama, despreciándola. Temblando, se arropó en la
manta con que se había cubierto las piernas. Su cabeza parecía a
punto de estallar.
Comenzó a ir y venir por el cuarto,
sujetándose la manta con una mano y con la otra frotándose la
frente, y recordó que Edith siempre decía que cuando uno siente
cualquier dolor, lo mejor es pensar en otra cosa hasta que el dolor
pase.
Alexandra pensaba: "Medias para zurcir y
planchar... ¡Qué frío hace antes del amanecer!... Otoño. Después el
invierno, después la primavera, y el 19 de abril. La granja. Habrá
que trabajar tanto para que rinda... El techo del galpón, los
cercos... "
El techo del galpón, los cercos...
Pensó: "Y después nos mudamos, nunca más
hablamos de la calle 84, y tratamos de no pensar en ella ni en la
gente que durante cierto tiempo compartió el vestíbulo mal
ventilado y el cuarto de baño. Tratamos de olvidar a la mujer
histérica que sollozaba y a la señora de edad madura, llena de
afeites, que cobraba el alquiler y que acostumbraba a llamar
rápidamente, ligeramente, coquetamente cuando vencía el mes y,
riéndose entre dientes, con afectación, se negaba a alejarse de la
puerta sin algo más sustancioso que promesas de pago en un futuro
próximo... Y nunca volvimos a mencionar a la mujer del portero.
Como si al no pensar en ellos o no hablar
de ellos pudiéramos impedir que los vivos
existieran y que los muertos dejaran
recuerdos..."
Movió lentamente la cabeza para probar si su
dolor continuaba: ahora había desaparecido. El alivio la hizo
sentirse muy liviana, a punto de marearse. El fuerte dolor había
pasado porque ella se obligó a olvidarlo. Ahora podía continuar
trabajando.
Pero al volverse hacia la silla donde estaba
el vestido de lana, no pudo menos de bostezar, vencida por el
sueño. Incapaz de cerrar la boca por la sucesión de los bostezos,
empezó a tambalearse mientras recogía el vestido, la manta, el
canasto de costura. Luego, como una muñeca de trapo, cayó en la
cama.