PRÓLOGO

 

Sentado a la mesa cubierta de hule, revolvía la taza de café con un movimiento regular, uniforme, dominando tan firmemente su risa que no se le contraían las comisuras de los labios, ni le temblaban los dedos que sostenían la cuchara. Había concluido, el caso estaba definitivamente cerrado, los sabuesos de la policía satisfechos, pero él no se permitía aún el lujo de relajar su vigilancia. Todavía hoy, después de una semana, si apareciese de sorpresa en el vano de la puerta alguno de los entrometidos vecinos, andando de puntillas por esa pervertida noción de respeto que se tiene hacia los muertos, nada podrían atisbar sus ojos ni sus oídos curiosos fuera de lo que él mismo había preparado: el cuadro del marido acongojado y solitario, confortándose por la tarde con una taza de café en los miserables cuartos del subsuelo, ajenos a la luz del día, donde la difunta había concebido su acto lamentable. Apilados junto al balde de la basura, los vestidos, las pantuflas con las que se arrastraba todo el día, los delantales, las labores sin terminar, todo lo que le había pertenecido, hasta el dedal y los restos de encajes y cintas celestes que había estado cosiendo a escarpines y gorritos de bebé, indicaban tan sólo que él había ordenado prolijamente la habitación.
Le dolían los músculos del estómago de tanto contener la risa. Arriba, en los cuartos de esa casa de departamentos de tercer orden, y en todos los departamentos como jaulas que se extendían a lo largo y a lo ancho de la ciudad, la gentecilla convencional y atareada proseguía su vida de costumbre, aprisionada por su propia cobardía, mientras él, gracias a que se había librado de la cadena de las circunstancias, era un hombre independiente, con energías nuevas, dueño de su destino, capaz de olvidar el momento de flaqueza que lo llevó a casarse, ya que no pudo conseguir de otro modo a su mujer, y el año durante el cual necesitó soportar el yugo del matrimonio. Había cumplido la promesa que se hizo a sí mismo en su niñez transcurrida en el orfelinato: no permitir que lo encerraran, ni recibir órdenes de nadie.
Un hombre inferior se habría dado por satisfecho con tomar medidas menos drásticas; hubiera abandonado sencillamente a su mujer, buscando una pretendida liberación para continuar, sin embargo, encadenado y perseguido por los llamados guardianes de la ley, necesitando eludir en todo instante la perspectiva de la cárcel. Y los pocos que hubiesen seguido el camino de la verdadera liberación se habrían fatalmente traicionado por su propia estupidez, que preferían llamar destino.
No así Frederick Boynton.
Se observó en el pequeño espejo ovalado que había cerca de la puerta: la cruda luz de una bombilla eléctrica que colgaba del techo caía de lleno sobre su pelo brillante y sus ojos entrecerrados de mirada fija bajo cejas de un trazado audaz y firme, tupidas e intensamente negras, que contrastaban con su frente pálida de hombre que no toma nunca sol. Pensó al observarse en el espejo: "Tú lo hiciste".
Podía hacer cualquier cosa que se propusiera. No era juguete de las circunstancias. Si los hechos le hubiesen exigido un golpe todavía más audaz, tampoco habría flaqueado. Si lo que sus nervios alterados le hicieron imaginar en la azotea hubiera sido real, él habría...
Levantó bruscamente la cabeza y de nuevo, recobrando el dominio de sí mismo, escuchó con atención, sin que ninguna señal exterior indicara que su ademán no proviniera de una curiosidad natural. Pero el sonido se repitió. De un lado a otro corría la mocosa de pelo rubio que vivía en los departamentos internos de la planta baja. Por eso crujía el techo, sin duda. Eso era todo.
Aquella noche Frederick Boynton se había precipitado escaleras abajo, dejando abierta la puerta de la azotea; una pesadilla de terror se había apoderado instantáneamente de él cuando advirtió una sombra lenta, movediza, del otro lado de la claraboya. No era nada tangible; era una ilusión óptica, una mera sombra, la sombra de una desvencijada silla de tijera que había subido hasta allí alguno de los inquilinos. Al día siguiente pudo verla. Los idiotas de la policía lo llevaron al lugar del accidente, donde no quedaban rastros de pasos. La lluvia los había borrado. A los ojos de la policía Frederick Boynton sólo mostró lo que se había propuesto: un profundo dolor virilmente dominado.
Una vieja silla de tijera lo había hecho huir y no tuvo coraje para volver sobre sus pasos y verificar lo sucedido como habría hecho cualquier infeliz criminal sorprendido in fraganti. Sucumbió al pánico, era cierto, pero ahora no necesitaba avergonzarse de ello pues logró vencer su impulso de huir antes de llegar a la puerta entornada del departamento 46.
Pero si alguien hubiese estado realmente en la azotea ¿de qué le habría servido su coartada? Frunció las cejas mientras revolvía el café. El instinto mismo de conservación lo hacía pensar activamente.
Cuando entró en la húmeda oscuridad, después de empujar la puerta que su mujer había cerrado, inspeccionó a fondo la azotea y las azoteas vecinas. Veía en la noche como los gatos. Desde el primer instante había distinguido el nítido perfil de las chimeneas y los palos que sostenían las cuerdas para tender la ropa; había distinguido nítidamente también la cara de ella, a punto de llorar, cuando vio que él no traía la botella de cerveza.
Pero él no había visto la silla de tijera del otro lado de la claraboya. Una persona sentada en la silla —era una noche tormentosa y empezaba a llover— habría hecho algún movimiento o ruido, por débil que fuera, y Frederick Boynton hubiese reparado en ella, atento como estaba a cualquier presencia enemiga.
Ahora estaba definitivamente comprobado que no había nadie en la azotea, pero en ese momento se resistió al ciego impulso de huir porque su yo consciente le hizo comprender que obedecía a fantasmas de su imaginación. Aflojó las manos, se permitió un leve gruñido de contento. Nadie, del otro lado de la puerta, lo habría interpretado como una risa. En todo caso, habría pensado que tosía o se aclaraba la garganta. Una mera sombra no tenía por qué preocuparlo. Si una persona hubiese estado allí, él lo habría sentido por instinto como el animal siente un peligro inminente, y habría vuelto atrás al instante para terminar su tarea. No era una tarea larga. Sabía cómo llevarla a cabo con rapidez y en silencio. Y entonces ¿cuál hubiese sido el veredicto? Dos personas que resuelven suicidarse, quizás, o que han sido víctimas de un criminal cuya manía es arrojar gente desde las azoteas.
Tosió para ahogar su risa. Estaba tranquilo. Probó su excelente café. Él mismo lo había hecho. Mientras saboreaba la rica infusión, observó la ropa apilada junto al balde de la basura. Pronto limpiaría todo eso. No había prisa.
Había logrado vencer a los policías ejecutando con toda perfección un plan a la vez sencillo y sutil. Tal como un navegante experto utiliza a su favor los vientos contrarios y las profundas corrientes del mar, él, para realizar su designio, había sacado provecho de una pileta tapada, de una noche tormentosa y de un antojo de su mujer.
Que la cerveza hubiese desempeñado un papel esencial en el pequeño drama, era un golpe maestro. También su mujer, como un títere, había representado su papel tal como él lo había ideado.
—Oh, Fred, ¡se acabó la cerveza! ¡Hace tanto calor, tengo tanta sed! Quiero cerveza. Por favor, Fred, ve a comprarme una botella de cerveza... Cerveza, cerveza...
Lloriqueaba. Lo llamaba querido, creía que había recuperado su amor. Pensaba que ahora, como poseían un techo bajo donde guarecerse, él se había reconciliado con la idea de tener un hijo, y que era ésa la causa de su ternura. No le importaba que él se hubiese visto obligado a aceptar el puesto de portero de una casa de departamentos apenas superior a una casa de vecindad (la mayor parte de los inquilinos vivían gracias a la Asistencia Social), y cuyo sueldo permitía escasamente subsistir a un hombre solo. Nada le importaba fuera de que lo tenía a su disposición, como había deseado siempre, atado a ella por el resto de su vida.
Él lo había venido preparando desde tiempo atrás. Se las compuso para que no quedara cerveza en la heladera desde que el cielo nublado prometió lluvia y desde que tuvo la certidumbre de que el viejo matrimonio del 46 no aguantaría un día más sin quejarse si no les arreglaba la pileta (eso hubiese significado su despido). Sí, lo había calculado todo. Hasta tuvo la precaución de ir a la fiambrería y, mientras aguardaba el vuelto, comentar el apetito fabuloso de su mujer a ciertas horas y su antojo de cerveza. Poca cosa, había agregado, comparada con su nerviosidad y aprensión. Sí, estaba muy deprimida. No había agregado nada más. Debía ser una frase sin importancia, dicha al pasar. Más tarde, cuando sucedido el hecho recordaran esa parte mínima de su trabajo, nadie la supondría premeditada. Supo exactamente detenerse a tiempo.
Lástima era que nadie la hubiese visto aquella noche subir las escaleras como enloquecida. Estaba obsesionada por su deseo de beber. Poco importó, después de todo, pero él había confiado en su satisfacción de oír, con la cara pasmada de dolor, a uno u otro de los inquilinos atestiguar que la había visto subir a la azotea con la expresión de alguien que ha tomado una resolución. A ella, en realidad, la atormentaba el deseo de beber esa cerveza helada y espumosa que él, tan pronto como abriera la botella, le llevaría para que pudiese disfrutada respirando el aire fresco de la azotea.
No bien ella subió, él fue al departamento 46, después fingió haber olvidado las herramientas para destapar la pileta y aseguró al viejo matrimonio que iría a buscarlas en seguida.
Ahora terminaba su café.
En conjunto, el plan había sido una obra maestra. Calculó admirablemente el tiempo que le tomaría llevarlo a cabo. Hasta la lluvia entró en escena de acuerdo con lo previsto. Las pocas gotas que cayeron cuando llegó a la azotea le indicaron que había medido exactamente los minutos y lo indujeron a darse prisa pues debía proceder con rapidez y en silencio. La velocidad era una cuestión vital porque la puerta de la azotea, cerrada sin llave, podía ser abierta por cualquier inquilino y la tormenta pudo hacer que bajara el telón antes de que la obra hubiese terminado. Sí, no había perdido un minuto. Casi en seguida comenzó a llover a torrentes.
Abajo, en el departamento 46, mientras él estaba hincado junto a la pileta, oía el furioso golpeteo de la lluvia contra la ventana. Cuando siguió a la pareja de ancianos hasta la puerta para averiguar el motivo de la súbita gritería, vio las cabezas bajo la lluvia de aquellos que sacaban medio cuerpo por la ventana al oír las primeras exclamaciones de los que estaban más cerca del patio interior.
—Sí, él estaba en nuestro departamento cuando ella se arrojó —se apresuraron a decir los ancianos, muy conscientes de su importancia—. Estuvo con nosotros todo el tiempo, destapando el caño de la pileta. ¡Pobre muchacho! Sí, se hacía muchas ilusiones con el niño... Sí, ella estaba de varios meses...
Se puso de pie y se sirvió otra taza de café. A punto de sentarse, oyó dos golpes —uno metálico, el otro seco— que venían de un rincón del cuarto. Fue hasta allí, levantó una trampa para cazar ratones. Un gordo ratón gris, estremecido de espanto, estaba sujeto con tanta fuerza por la grapa de acero que su cuerpo parecía dividido en dos. Manaba sangre de su boca y sus ojos.
Arrojó la trampa con el ratón al balde de la basura. Allí había vaciado también los cajones de la cómoda de su mujer. Observó el ratón muerto junto a un cisne de polvos, un frasco de perfume, un escarpín tejido a mano y adornado con un moño celeste. Contra la blancura de la lana se destacaba una mancha brillante de sangre roja.
Irguióse súbitamente. ¿Movíase alguien en el oscuro pasillo que conducía al subsuelo? Aguzó el oído. Debía de ser otro ratón. Volvió a sentarse a la mesa. Revolvió su café.
Finalmente, la policía tuvo que aceptar su relato palabra por palabra. Pudo haberse ahorrado a sí mismo la exquisita tortura de esas horas durante las cuales esperó, contra toda lógica, oír las palabras que dieran realidad al juego de sombras que creyó ver en la azotea. Le costó mucho no huir cuando llegó la policía. Lo detuvo el comprender todo lo que esa huida significaría. Él habría preferido confesar premeditación, alevosía o cualquier otra cosa que le asegurase una rápida, nítida, absoluta aniquilación —termina la obra, el telón baja, se van los actores— antes de verse obligado a la ignominia de asumir una falsa identidad, antes de verse obligado a temblar y arrastrarse, a existir negándose a sí mismo, despojado de su nombre, ese nombre al que tenía derecho, que lo distinguía de los demás, que era su gloria, la herencia que lo separaba del vacío. Durante dieciocho años había estado enjaulado entre altas paredes y tras puertas cerradas con los indeseables y abandonados como él. Pero a diferencia de los otros, él tenía un nombre. Cuando aprendió a leer pudo ver el pedazo de papel que aún conservaba las huellas del imperdible prendido a sus pañales: Frederick Boynton, decía en el papel. Ése era su nombre. Aunque no pudiera establecer el lugar y la fecha de su nacimiento, ni el nombre de sus padres, él tenía un nombre y el derecho inalienable de ser alguien: Frederick Boynton, señor entre los hombres...
Enderezándose en su silla, detuvo los ojos en el pasillo sombrío. Oyó, sin duda posible, un leve ruido de pasos. Se aproximaban sordamente a la puerta.
Vio un vestido celeste antes de que llamaran. No se dignó contestar. Si la recién llegada era una de esas brujas inspectoras que para darse importancia le mandaría barrer la escalera de entrada y fregar los baldes de basura, había llegado el momento de hacerle saber que de ahora en adelante no recibía órdenes de nadie.
Al cabo de un momento entró una mujer. Era joven y esbelta, de rostro pequeño y pálido, de cabellos claros. No usaba medias, y sus piernas eran blancas, finas. No recordaba haberla visto antes.
Se detuvo como sofocada. Él la miró sin pestañar, esperando, y la vio morderse los labios al observar la pila de ropa amontonada junto al balde de la basura.
—Oh, señor Boynton, yo...
Abría desmesuradamente los ojos. Frederick Boynton tuvo miedo, crispó las manos, se puso tenso.
Al instante, como recitando una frase ensayada a la perfección y que debe decirse a toda costa, prosiguió:
—Hubiera venido antes, pero he estado enferma. Por eso no pude. Vivo en el departamento interno de la planta baja, y esa noche... Su mujer... Algo tan horrible...
Él la escuchaba inmóvil. No podía respirar.
—Nosotros, es decir, yo... Pensé decírselo antes... Nosotros vamos a...
Cuando callaba, dejando los labios entreabiertos, sus ojos, muy grandes y separados, un poco sesgados hacia arriba, de color dorado con puntitos verdes, parecían dilatarse y oscurecerse gradualmente. En un momento dado fueron casi negros. Se llevó la mano a la garganta e iba a seguir hablando cuando del balde de la basura salió un leve quejido. Asustada, movió la cabeza. Ahora se tapaba la boca con la mano y observaba el balde.
Al volverse, estaba mortalmente pálida. Se apoyó en la puerta.
—Se lo hubiera dicho antes... —exclamó. Y luego, ahogando un grito—: Cuando lo vi...
Cubriéndose la cara con las manos, salió con tanta rapidez que el ruido de sus pasos llegó á él antes de que pudiera ponerse de pie. Cayó la silla en que había estado sentado. Frederick Boynton siguió apresuradamente a la mujer, pero cuando llegó a la escalera ya ella estaba arriba. En un instante vio recortarse su silueta contra la puerta abierta. Cerróse ésta de golpe. Frederick Boynton fijó los ojos en la oscuridad con un sentimiento de frustración. Demasiado tarde. Esta vez no había sido bastante veloz. Si se hubiera puesto de pie un minuto antes...
Volviendo a la razón, comprendió los preciosos momentos que despilfarraba. Mientras en un paroxismo de mudo terror volvía a ver el rostro pálido de ojos muy abiertos que lo miraban desde la sombra, su inteligencia, con la rapidez del rayo, iluminaba el camino de la huida: la puerta de atrás que daba al patio interior comunicado con otros patios, más allá de los cuales había calles, laberintos de subterráneos, trenes...