CAPÍTULO 5
NO TODOS LOS TRIUNFADORES han vuelto de Guadalajara. Allí, al frente de un millar de hombres, se han quedado buenos compañeros. Son Feliciano Benito, Guevara, Villanueva, Ivars, Ciriaco, Hernández... Durante la noche organizan la defensa de Guadalajara contra cualquier ataque. A la mañana siguiente comienzan nuevos avances. Los hombres se dividen en numerosos grupos. Tres, cuatro o cinco automóviles, cargados de hombres, se lanzan a la aventura, carretera adelante, para ir dominando los pueblos fascistas. No saben nunca si el pueblo al que se acercan es nuestro o del enemigo. No saben si les recibirán triunfalmente o les preparan una emboscada. Saben, sí, que una fuerte columna fascista avanza sobre Guadalajara: que por todos lados hay señoritos fascistas y Guardia Civil dispuesta a disparar sobre ellos; que en la torre de todas las iglesias suele haber individuos que esperan su paso para ametrallarlos. La mayoría de los que van, tienen muchas probabilidades de no volver. Y muchos de ellos, en efecto, no volverán más...
Pero no importan las dificultades ni los peligros. Todos están borrachos de triunfos, ebrios de alegría. Se lanzan ciegamente hacia adelante, sin pensar que la muerte puede esperarlos en el primer recodo de la carretera. Y uno tras otro van cayendo los pueblos en su poder. Se defienden los guardias, se defienden los señoritos, se defienden los curas. No importa. Nada les contiene. Taracena, Torija, Hita, Jadraque, Cogolludo, Brihuega, Cifuentes, Ledanca, Algora, son nuestros ya. El avance continúa. Los muertos se entierran apresuradamente. La marcha sigue. Feliciano Benito, al frente de unos centenares de compañeros, llega un día a Sigüenza. Los fascistas disparan. Se defienden bien. No importa. Pronto la ciudad es nuestra. Y entre los muertos se cuenta el propio obispo, que no tuvo tiempo de huir ni creyó que los desarrapados hijos del pueblo vencieran a las mesnadas de requetés, de falangistas, de soldados y de guardias civiles...
En adelante ya no será Guadalajara el cuartel general de las fuerzas confederales de la Alcarria. El peligro ha sido rechazado muy lejos. Hoy los primeros fascistas están a ochenta kilómetros de Guadalajara.
Grupos audaces —incontrolados auténticos y heroicos— siguen limpiando de fascistas la Alcarria. Algunos coches pasan de Alcolea del Pinar, llegan a Medinaceli, pelean durante horas enteras contra los soldados de artillería de Calatayud. Otros se lanzan por la carretera de Monreal, toman Molina de Aragón, llegan a Orihuela de Tremedal, se aproximan a Teruel y a Albarracín. Es una locura. Es una temeridad. Mueren luchando en acciones aisladas centenares de compañeros. Pero gracias a este sacrificio, son rechazadas las columnas que avanzaban sobre Guadalajara. Gracias a su esfuerzo el enemigo está a ciento veinte kilómetros de Madrid por el este.
Cuando los fascistas organicen el asalto de Madrid, se darán cuenta Ide la importancia extraordinaria de estas tierras conquistadas por los incontrolados del pañuelo rojinegro. Tardarán meses y meses en avanzar unos kilómetros, en tomar Sigüenza. Y serán muchos de estos incontrolados de hoy, transformados en divisiones del Ejército Popular, quienes aplasten a millares de italianos cuando en estas mismas tierras inicien una ofensiva a fondo para dejar sitiado a Madrid...
Cuenca es una provincia reaccionaria. En ella tuvieron su cacicato máximo el monárquico Goicoechea y el general traidor Fanjul. Aquí, también, organizó sus grupos de pistoleros José Antonio Primo de Rivera. Pero en Cuenca no hay guarnición. No se pueden sublevar los militares, aunque sí la Guardia Civil y los fascistas. Durante los primeros días del movimiento, en Cuenca hay nervosismo e inquietud. En el seminario, en la catedral, en todos los centros reaccionarios se celebran reuniones constantes. Los fascistas creen en el triunfo. Se atreven a agredir a los trabajadores, sabiéndoles sin armas. En muchos pueblos, apoyados por la Guardia Civil, son dueños de la situación. No pocos obreros han tenido que huir o han sido muertos. El gobernador es aún, nominalmente, primera autoridad de la provincia. Pero los guardias no obedecen sus órdenes. El gobernador vacila y no sabe qué hacer. Cuando los trabajadores le piden armas encuentra siempre dilaciones y pretextos. Acaso, en realidad tampoco las tenga él... Cuenca es un peligro gravísimo. En Teruel ha triunfado la traición. Media provincia está, dígase lo que se quiera, a las!órdenes de Burgos. De un momento a otro puede perderse el resto. La situación de Madrid en este caso, aun conquistados Toledo y Guadalajara, sería en extremo crítica. Y es en este momento preciso cuando, al mando de ochenta hombres armados de fusiles, llega a Cuenca Cipriano Mera.
Cipriano Mera no es hombre de dudas ni vacilaciones. Toma inmediatamente todas las medidas necesarias. Uno tras otro asalta los reductos facciosos. En pocas horas los fascistas se han quedado sin armas y los compañeros de Cuenca tienen buenas pistolas y algunos fusiles. El gobernador, asustado, no interviene en nada. Ni hace falta. Mera y sus hombres son suficientes para imponer el triunfo de la revolución.
Pero no basta con tomar la ciudad, con asegurar el orden revolucionario, con romper los dientes a los fascistas. Hay que hacer lo mismo en toda la provincia. Durante tres días, los ochenta hombres de Mera, a los que se han sumado unos centenares de trabajadores, recorren en coches la provincia. Los guardias civiles sublevados son aplastados en todos los pueblos. Los señoritos fascistas pagan cara su intentona. Durante setenta y dos horas no duermen los trabajadores. Pero en setenta y dos horas toda la provincia está en nuestro poder y han sido borrados del mapa los más peligrosos enemigos del proletariado. En tres días se realiza toda la labor. Las armas que tenían los caciques, los guardias, los curas, han pasado a manos de los obreros. Los campesinos de cada pueblo se bastan para asegurar el orden. ¡Si Cipriano Mera tarda una semana más toda Cuenca hubiera sido del fascismo! Pero el Comité de Defensa ha visto claro el peligro. Y Cipriano Mera ha cumplido maravillosamente su deber. Tan maravillosamente como lo cumplirá después en Somosierra y en Credos, en la Casa de Campo y en el Jarama, en la Alcarria y Brunete...
24, 25, 26 de julio. Días de trabajo febril, de lucha sin tregua, de organización apresurada de un Ejército Popular que sustituya al que se derrumbó, de una nueva sociedad sobre los cimientos de la que se hundió entre estampidos de cañones y ladridos de ametralladora. Días de inquietudes y de temores. El enemigo concentra sus fuerzas en la sierra. El puerto del León es suyo. El de Somosierra también. Por ambos lanzan a montones sus huestes con dirección a Madrid. Son pobres soldaditos esclavizados por la brutalidad fascista, señorilos fascistas se han quedado sin armas tos chulos de la Falange y fanáticos ciegos del Requeté. Son millares y millares de hombres de Castilla la Vieja, de León, de la Rioja, de Galicia y de Navarra, perfectamente armados y organizados. Las primeras luchas son difíciles para las milicias. Los grupos, desorganizados, pelean bien. Pero no pueden derrotar al enemigo. Cada día que pasa reciben los facciosos nuevos refuerzos. A medida que aplastan las resistencias obreras, cuando los trabajadores de la Coruña y los campesinos riojanos son vencidos, los traidores pueden mandar nuevos millares de hombres sobre la sierra. Nosotros también enviamos sin cesar hombres. Pero ¿serán suficientes?
Para la sierra han salido ya luchadores de todos los partidos. Salió Mangada llevándose tras sí unos millares de anarquistas, de socialistas, de comunistas. Salieron otras columnas para el puerto de Guadarrama, para somosierra, para Navacerrada. En todas ellas, por centenares, los anarquistas. Luchando heroicamente. Muriendo de cara al enemigo. Como cayó en las primeras horas La Llave. Como caerá ahora Palomares. Como caen y caerán cientos y miles de luchadores anónimos...
Pero la lucha ha cambiado en pocos días de aspecto. Ya no es el ataque improvisado y en tromba. Ya no tiene los caracteres de algarada revolucionaria. Ya es una guerra, con todos los dolores y necesidades de la guerra. Para ganarla no bastan ni el entusiasmo, ni la fe, ni el heroísmo. Para ganarla hay que organizarse. Para vencer hay que actuar sin vacilaciones, sin desmayos, con serenidad y energía indomables... Somos antimilitaristas; lo seguiremos siendo. Pero hoy, ante las realidades dramáticas de una guerra que no tenemos más remedio que aceptar, hemos de adoptar procedimientos bélicos. Pasando, si es preciso, por encima de las ideas, para defender heroicamente esas ideas mismas.
Nuevamente se ha reunido la organización confederal de Madrid para trazarse el camino a seguir. El Comité de Defensa expone sus proyectos con claridad sintética: «La guerra ha de ser larga. Necesitamos organización para poder aplastar al fascismo. Las columnas no pueden seguir como hasta aquí. Necesitan una estructuración nueva. Han de permanecer en el campo semanas y aun meses. Habrá que hacer, en ciertos momentos, guerra de parapetos y de trincheras. Hasta ahora se salía a pelear sin sanidad, sin intendencia, sin enlaces, sin nada. Nadie tenía más responsabilidad que la que voluntariamente se quería imponer. Es preciso, sin prescindir de nuestras ideas, que al frente de cada núcleo, de cada centuria, batallón o columna, haya compañeros que, de acuerdo con la organización, tomen acuerdos y se los hagan cumplir a todos. No pedimos una disciplina cuartelera. Exigimos, sí, un mínimo de responsabilidad imprescindible ya, dadas las características que adquiere la pelea...».
Hay quienes discuten. Hay quienes, aferrados a la intangibilidad de las ideas, preconizan una guerra revolucionaria, donde los soldados sean guerrilleros, donde la disciplina esté compensada por el ardor y el entusiasmo de todos los luchadores. Pero la reflexión se impone. Es preciso, para vencer, organizarse bien. En el momento revolucionario la improvisación ha dado frutos maravillosos. Pero es muy difícil que pueda darlos en una guerra larga y dura. Todos acaban por estar conformes. Y entonces —se ha hablado ya con los restos del Estado Mayor— se traza el plan a seguir: «En la sierra tenemos varios centenares de compañeros luchando. También tenemos otros muchos en Toledo, en Sigüenza, en Molina de Aragón, en Credos y en Extremadura. No vamos a quitar a ninguno de donde está. Pero necesitamos, con todos los hombres que tenemos armados en Madrid, organizar una columna potente. Será la primera columna de milicias confederales de la región centro. Tendrá como misión defender el agua de Madrid. Habrá de salir inmediatamente. Porque la situación es muy peligrosa y Madrid puede quedar en pleno verano sin agua...».
De la reunión salen todos convencidos y decididos. Se acaban de echar los primeros jalones de las gloriosas milicias confederales del centro...
Pronto están montados dos grandes cuarteles. Uno en el Cinema Europa, otro en el puente de Toledo. El Cinema Europa es punto de concentración de los núcleos obreros de Cuatro Caminos, Tetuán, Chamartín y Chamberí. En el puente de Toledo se instruyen los hombres, se prueban las armas, antes de salir para el frente. La organización en pleno, sin excepciones de ningún género, trabaja febrilmente en la organización de sus milicias. Los mejores militantes, los hombres de más probado temple, corren a alistarse. Sindicatos, ateneos, comités, todo se abandona para empuñar las armas en defensa de la revolución. Nada preocupa, nada interesa más que aplastar al fascismo. Y al fascismo sólo se lo aplasta, venciéndolo decisivamente en los parapetos y las trincheras.
No se admite a todo el mundo en las milicias. Desde un primer instante el Comité de Defensa organiza bien y selecciona a los hombres. No irán al frente los hombres que no deban ir por su estado físico. No irán tampoco aquellos en cuyo antifascismo no se tenga confianza absoluta. Del reclutamiento se han encargado las barriadas por medio de los ateneos libertarios. A los ateneos acuden los afiliados, deseosos de combatir en las trincheras. Allí se les reconoce y se les avala, cuando son hombres de seguridad integral. Después, cuando el Comité de Defensa tiene armas para una centuria, para un batalIón, va llamando ateneo por ateneo. Una orden breve, expresa, rápida: «Barrios Bajos, cincuenta hombres al cuartel del puente...»; «Tetuán, setenta al Cinema Europa...».
Los designados marchan contentos, entre la envidia de quienes todavía tienen que esperar. En los cuarteles se les va encuadrando. Cada grupo de veinte hombres nombra un delegado. Cada centuria elige otro. Los delegados de las centurias, forman el Comité del Batallón. Los delegados de los batallones, junto con los representantes del Comité de Defensa en nombre de la organización confederal, el Comité Directivo de la columna.
Para mandar la columna desde el punto de vista militar, el Comité de Defensa elige un hombre de absoluta confianza. Es el teniente coronel Del Rosal. Es hombre de izquierda, de ideas avanzadas, luchador en los tiempos duros contra la Dictadura primero y contra la UME después. Del Rosal será jefe militar de la columna. Valle y Barcia irán como delegados del Comité de Defensa. Designados por las centurias y los batallones, figurarán en primera línea hombres de temple acerado, nombres que serán gloriosos en el transcurso de la guerra: Mera, Sanz, Domínguez, Marcelo, Parra, Arenas, Román, Mora, Julio... Como simples milicianos, empuñando orgullosos un fusil para abatir al fascismo, irán también todos los militantes madrileños. Los hombres de la CNT, del primero al último, no temen a la muerte ni saben rehuirla. Prefieren pelear y caer en los frentes a quedarse en la retaguardia y buscar ascensos que no supieron conquistar en los puntos de combate...
En cuatro días se ha organizado la columna. Van cuatro mil hombres. Llevan fusiles que conquistaron en el asalto de los cuarteles, ametralladoras cogidas en Toledo, Alcalá y Guadalajara. El Estado no les dio nada. Primero, porque les tuvo miedo. Después, acaso porque ya no lo tuvo en sus manos. Cuando se pide artillería, también se le niega a la columna. Hay que contentarse con un cañón del 7,5 cogido en Campamento. Es toda la artillería de la columna. Las municiones son muy escasas. Cuando se piden al Gobierno, el Estado Mayor, lo que ha quedado del Estado Mayor, afirma que no tiene de nada...
Pero la organización no es avara con las armas que conquistó. Todas las que tiene las manda a los frentes. Algunas ametralladoras se las presta al propio Gobierno, que carece de ellas. Otras salen con rumbo a Valencia. En Valencia hay una situación grave. Desde hace siete días los cuarteles están cerrados a piedra y lodo. No entra ni sale nadie de ellos. El pueblo no tiene armas para asaltados. La guarnición es numerosa. ¿Qué pasará si los regimientos se lanzan a la calle? Nadie lo sabe. Madrid acude, en esta hora crítica, en auxilio de Valencia. Un centenar de compañeros parte hacia allá con fusiles y cinco ametralladoras. Serán estas ametralladoras las que decidan en gran parte la situación. Serán estos fusiles quienes corten en flor la resistencia fascista. Valencia se salvará, en parte, gracias a la CNT del centro. Como se salvó Guadalajara. Y Toledo. Y Cuenca...
El 27 de julio salen para Somosierra y Paredes las milicias confederales. A su frente van algunos camiones blindados apresuradamente por el Sindicato Metalúrgico. Con ellos la decisión, el entusiasmo y la fe del pueblo de Madrid. Pasarán muchos meses; vendrán jornadas duras, y horas de peligro. Y estas mismas milicias que ahora parten, salvarán un día Madrid en peligro. Y harán morder el polvo de la derrota a las divisiones de Mussolini, que quieren continuar en España la conquista de Abisinia...
Madrid está relativamente cerca de los frentes. En Madrid vivía la aristocracia, la alta burguesía, la clase media con aspiraciones de señoritismo, la plaga terrible de la empleomanía. En Madrid ha sido aplastado el fascismo. Pero en Madrid hay peligro aún. Quedan centenares, millares de afiliados a Falange Española, a la TYRE (Tradicionalistas y Renovación Española), a la UME. Quedan emboscados con armas, que se reúnen y concitan para aprovechar cualquier instante de peligro. Hay que vivir alertas y vigilantes. La vieja Policía no inspira —salvo las escasas excepciones de afiliados a partidos de izquierda— muchas garantías. La Guardia Civil tampoco. Hay todavía cuarteles que no se sabe en qué actitud están. Es preciso vigilarlos, asaltarlos, obligarles a definir claramente su posición. Madrid no puede, por mucha atención que se preste a los frentes, ser descuidado. Pero para vigilar Madrid no se necesitan fusiles. Con las pistolas basta. Los fusiles han sido enviados a las trincheras. Las armas cortas hacen buen servicio en la ciudad. Un millar de compañeros se encargan de guardar Madrid. Persiguen a los fascistas emboscados, exterminan a los «pacos», vigilan las carreteras, limpian cuidadosamente la ciudad de todos los enemigos. El Comité de Defensa, de acuerdo con los ateneos y las barriadas, organiza perfectamente esta labor. Pronto los cuarteles de la Guardia Civil se definen abiertamente y caen no pocos de sus jefes y oficiales que quisieron hacer armas contra el pueblo. Pronto se tiene la seguridad de que nada podrán intentar los emboscados de la retaguardia. No realizan esta labor únicamente los hombres de la CNT. En el mismo sentido laboran todos: republicanos, socialistas, comunistas... En algún momento la persecución contra los elementos fascistas adquiere tonos de gran dureza. Pero ¿se habría podido realizar en noviembre la admirable defensa de Madrid si en nuestra retaguardia hubieran quedado millares y millares de enemigos del pueblo armados hasta los dientes?
De Extremadura se reciben noticias alarmantes. En Badajoz, en Castuera, en Villanueva de la Serena las fuerzas sublevadas resisten aún. En la provincia de Cáceres los fascistas han triunfado, asesinando a montones de trabajadores de todas las tendencias. Navalmoral de la Mata está en nuestro poder. Es un pueblo anarquista puro. Tiene, en su historia, huelgas formidables y luchas feroces contra toda la burguesía extremeña. En Navalmoral no han podido penetrar los fascistas. Con escopetas y pistolas se han defendido los compañeros contra los señoritos y la Guardia Civil. Hasta las mujeres colaboran con heroísmo en la defensa. Pero los ataques contra Navalmoral arrecian. Ya no atacan sólo falangistas y guardias. Ahora aparecen también en las primeras líneas soldados de las guarniciones de Cáceres y Plasencia. Las municiones se van agotando. La resistencia se hace muy difícil.
El Comité de Defensa comprende todo el peligro de este frente. Por la sierra, por grandes que sean los esfuerzos fascistas, es difícil el avance. Por las llanuras de Talavera y Toledo, no. En terreno llano un ejército bien organizado, con mandos suficientes, con disciplina de hierro, puede vencer con facilidad a las milicias desorganizadas. Si los fascistas toman Navalmoral si tras él caen Oropesa y Puente del Arzobispo, será muy difícil ya poderles contener en el avance sobre Madrid.
El Comité de Defensa acude repetidas veces al Ministerio de la Guerra. Extremadura es un gran peligro. Navalmoral y Oropesa son claves importantes de la defensa de Madrid. Pero en el Ministerio de la Guerra todo es desbarajuste y desorganización. La mayoría de los militares están con el fascismo. De muchos de los que quedan no se puede responder. Falta de todo, y en primer lugar, cabeza. Se vive con la obsesión de la sierra cercana. Se cree que en Extremadura, por estar lejos, no hay peligro alguno para Madrid. Todas las gestiones fracasan. Ni se mandan elementos ni se dan fusiles. La organización confederal tiene que hacer un nuevo esfuerzo. Casi todos los fusiles están ya en los frentes. Tiene en ellos —Somosierra, Toledo, Sigüenza, Cifuentes, Arenas de San Pedro— más de seis mil hombres. Hay que buscar las últimas armas largas, los mosquetones con que se pudieron quedar algunos compañeros. Apresuradamente, rebuscando en todos los ateneos, se consiguen reunir doscientos fusiles —hombres hay millares esperandopara mandarlos a Navalmoral. Al frente de ellos salen Isabelo Romero y Juan Torres. El primero es secretario del Comité Regional. El segundo, miembro del Comité de Defensa. No debieran marchar a los frentes, porque hacen falta en Madrid. Pero nadie puede contenerlos y se lanzan audazmente hacia Extremadura, donde el enemigo presiona con feroz insistencia. Con ellos llegan a Navalmoral de la Mata...
La situación es difícil y se hace por momentos más crítica. En ayuda de la Guardia Civil y de los señoritos han llegado fuerzas numerosas del ejército. Varios regimientos luchan ya contra las fuerzas del pueblo. Los hombres de Madrid, los compañeros de Navalmoral, los campesinos de Talavera y Pueblanueva que han acudido en ayuda de sus compañeros armados de escopetas, pelean con bravura indomable sin ceder un paso de terreno. En las cercanías de Navalmoral pelea también un buen jefe del Ejército con unas compañías de soldados. Es el comandante Sabio, hombre entero, sereno y audaz. Pero pronto, tanto los soldados como las milicias tropiezan con una dificultad insuperable. Faltan municiones. Hay que disparar lo menos posible, procurando apuntar bien. El enemigo lo sabe y presiona. Por teléfono se suceden las llamadas angustiosas al Ministerio de la Guerra. Por toda respuesta se reciben promesas, buenas palabras, pero las municiones no llegan.
Cada hora que pasa el peligro es mayor. Ha comenzado agosto. Por tierras de Badajoz avanzan ya los moros de Castejón y los legionarios de Yagüe. Aumenta por instantes la importancia estratégica de Navalmoral. Pero el ministerio sigue sin darse cuenta de la situación, sin enviar municiones. Un día se agotan casi por completo. A cada hombre le quedan dos o tres tiros. El enemigo, reforzado, presiona. Se acaban por completo las municiones de fusil. Los guardias y los soldados traidores, coronan las alturas que dominan Navalmoral. La resistencia es imposible. Aún se llama por última vez a Guerra. La res: puesta —seca, tajante, desilusionadora—, una orden de retirada. Los hombres tienen que retroceder mordiéndose los puños de rabia. Algunos comprenden toda la importancia de esta pérdida. Yagüe acaba de tomar Badajoz. En Guerra sigue la desorganización, con los ojos fijos en la sierra de Guadarrama...
En Sigüenza, en todo el frente de Guadalajara se han organizado ya las milicias confederales. Se forman rápidamente varias centurias. Al frente de ellas, como delegado general, Feliciano Benito. Con él, como técnico militar, el comandante Martínez de Aragón. A su lado, más como luchador que como corresponsal de guerra, un viejo simpático, decidido, valiente: Mauro Bajatierra. Como delegados de grupos y centurias figuran un puñado de buenos compañeros que todavía sueñan la ilusión de abrirse rápidamente el camino de Zaragoza. Es difícil la empresa, aventurando el propósito. Enfrente, pasada la incertidumbre de los primeros días, ya no están sólo fascistas y guardias civiles. Enfrente —Atienza Alcolea del Pinar, Molina de Aragón— hay varios regimientos con ametralladoras y cañones; hay, también, requetés fanáticos con perfecta instrucción militar. Entre nosotros no abundan las armas. No hay fusiles para todos los hombres; las ametralladoras escasean más aún; los cañones son casi completamente desconocidos.
El Gobierno de la República ha empezado a preocuparse de este frente. Manda, por todo auxilio, un jefe militar. Es el teniente coronel Jiménez Orge. Jiménez Orge es hombre de buena voluntad; pero no tiene ni elementos ni autoridad. Instala su cuartel general en Taracena, a sesenta kilómetros del frente más cercano y deja pasar indiferente los días y las semanas.
Mientras, los hombres de la CNT traban duras batallas contra el enemigo.
Por tres veces en el espacio de pocos días, los hombres de Feliciano Benito, las milicias confederales de Sigüenza, se lanzan al asalto de Atienza. Por tres veces tienen que retroceder. Avanzan impetuosamente, con valentía sin límites, bajo el fuego graneado de las ametralladoras fascistas. Penetran, incluso, en las calles del pueblo. Pero tienen que retirarse. El castillo es una fortaleza inexpugnable. ¡Si hubiera cañones, si tuviéramos aviación! Pero no hay una cosa ni otra. No se tiene más que fusiles y munición escasa. Quienes sí lo tienen, en cambio, son los fascistas. En dos ocasiones, en medio del ataque, aparecen los aparatos rebeldes. En otra habla duramente la artillería. Hay que perder terreno, regresar a Sigüenza. Y, sin embargo, Atienza tiene una importancia excepcional. Atienza es la clave de la provincia de Soria. Atienza es la seguridad de bajar, sin grandes dificultades, hasta la orilla misma del Duero, cortando el ferrocarril de Valladolid a Ariza.
Mas los gobernantes no se acuerdan de esto para nada. En este momento histórico a los republicanos sólo les preocupan dos cosas: que no salga de España un gramo de oro, aunque nos sea imposible comprar armas, y que no se ejecute a los fascistas. La ejecución de los fascistas es la revolución. y los señores republicanos tienen mucho miedo a la revolución.
En Toledo empieza a estrecharse el sitio del Alcázar. Se ha disipado ya el optimismo pueril de los primeros instantes. Ya se ve que los sitiados no se rendirán fácilmente. Son más de dos mil hombres perfectamente armados, con ametralladoras y morteros en abundancia, con millones de cartuchos de fusil, parapetados en un edificio que tiene muros de piedra de varios metros de espesor. Rendirlos por hambre es también difícil y largo.
La lucha es particularmente dura y difícil. Parapetados en las troneras de los pisos altos del Alcázar, los mejores tiradores fascistas vigilan día y noche. Cualquiera que se acerca a Toledo, cualquiera que asoma imprudentemente la cabeza por encima de un parapeto, puede caer con la cabeza taladrada por el plomo enemigo. La lucha no tiene la grandeza de las primeras horas ni el entusiasmo alegre de la pelea en plena sierra. Hay que combatir pegados a las casas, espiándose mutuamente, entregarse a la caza del hombre. Y morir, sin pena ni gloria, en un momento de imprudencia o descuido.
Pronto se ha visto que los trescientos hombres que quedaron sitiando el Alcázar eran muy pocos. Dentro había siete veces más hombres y mejor armados. Si fueran valientes, si tuvieran arrojo, habrían podido salir de la fortaleza y reconquistar todo Toledo. Se les envían refuerzos. El Comité de Defensa clava sus miradas en Toledo. Comprende todo el peligro que encierra. Y envía lo que tiene: hombres, fusiles, ametralladoras...
En Madrid —son los días febriles de finales de julio— se ha formado, entre cien diferentes, una milicia llamada «Águilas de la Libertad». Como jefe militar ha sido designado Salvador Sediles. Salvador Sediles fue revolucionario antes de llegar la República. Salvador Sediles, compañero de Fermín Galán, fue condenado a muerte por la sublevación de jaca. Hoy Salvador Sediles marcha a Toledo al frente de medio millar de hombres. Con él, van otros dos grandes luchadores. Uno es Francisco Tortosa, viejo militante anarquista, hombre en quien los años no apagaron ni la decisión ni el entusiasmo. Otro, Benito Pavón, abogado de la organización confederal. Junto a ellos, en las «Águilas de la Libertad», van un noventa por ciento de compañeros de la CNT. En Toledo, en la conquista de la ciudad y en el sitio del Alcázar, apenas intervendrán más que hombres de la CNT. Sin cañones, sin aviación, sin elementos. Sólo cuando Toledo se vaya a perder, llegarán aquí batallones de otra significación. Y habrán de ser para orgullo nuestro los anarquistas, quienes entonces salven el honor de todos en una jornada de grandes vergüenzas...
Mientras, en Madrid se trabaja sin tregua ni descanso. Sin ayuda del Estado, contra el Estado mismo en muchas ocasiones, hay que ir organizándolo todo. El Gobierno no hace más que provocar conflictos y buscar obstáculos. Todo lo que se hace les parece mal a los pocos militares que han quedado en el Ministerio de la Guerra. Ellos, por su parte, no son capaces de hacer absolutamente nada acertado. Falta de todo. Falta una industria de guerra, falta una sanidad, falta una intendencia... Los milicianos están abandonados a su suerte, sin una segunda línea eficiente. Los heridos serán recogidos por sus compañeros y atendidos cuando se pueda. Los luchadores pasan jornadas enteras sin probar bocado. Escasean las municiones y a veces faltan en lo más duro de los combates. El Comité de Defensa plantea abiertamente toda la gravedad del problema: «Para vencer hay que montar todos los servicios auxiliares. Necesitamos organizar perfectamente la sanidad. Precisamos que los luchadores tengan la seguridad de que no se quedaran un solo día sin comer. Es imprescindible construir nosotros mismos aquel material bélico que podamos precisar».
Para conseguirlo, toda la organización está sin condiciones al lado del Comité de Defensa. Los sindicatos se movilizan para organizar los servicios auxiliares, con el mismo entusiasmo con que se movilizaron para luchar en la vanguardia. El Sindicato Metalúrgico está trabajando ya, intensivamente, sin reparar en horas de trabajo, para transformar los talleres y las fábricas. Hasta ahora, sin seguir un plan preconcebido, se han blindado camiones para transformarlos en carros de asalto. No basta con lo que se ha hecho. La producción se centraliza en el Comité de Defensa. Val, de acuerdo con los técnicos del sindicato, pone en su máximo de producción toda la industria.
Los coches blindados entusiasman a las gentes. Pero —como demuestra la experiencia— son poco eficaces. Hay que estudiar la construcción de tanques, utilizando los tractores que se encuentren. Hay, también, que construir bombas de mano que escasean mucho, morteros y cartuchos de fusil. Es preciso también ocuparse de reparar cuantas armas se hallan estropeadas por el uso. En pocos días, en pocas horas mejor, la industria bélica está en marcha. Nuestro Ministerio de la Guerra ha empezado a funcionar...
La sanidad se organiza también rápidamente bajo el control del Comité de Defensa. Ya se han instalado dos buenos hospitales. Uno, en el Frontón Recoletos, por el Ateneo Libertario de Delicias. Otro, en un gran hotel de la calle de Velázquez. Pero aún no basta. El número de heridos que llegan es cada vez mayor. La forma de atenderles debe ser mejor cada día que pasa. No es fácil conseguirlo, porque hay ocasiones en que falta incluso todo material sanitario. Pero el Comité de Defensa no repara en dificultades. Salta arrollador por encima de todas. El Sindicato de Sanidad —con escasa fuerza al comenzar la lucha— se pone rápidamente a la altura de su misión. Se abren nuevos hospitales en la calle de Serrano, en la de Monte Esquinza, en el Ritz... Cuestan sacrificios, esfuerzos, dinero... La organización madrileña lo da todo con entusiasmo sin límites...
Lo más complicado de todo es la intendencia. La intendencia exige trabajo permanente y esfuerzos ininterrumpidos. Hay que llevar de comer a todos los luchadores. Hay que controlar rigurosamente los hombres que se tienen en cada frente. Hay que tener día por día noticia concreta de las altas y bajas. Hay que tener al corriente a las familias de la suerte de sus deudos. Es toda una organización complicada y difícil. Cien veces más complicada y difícil en las circunstancias extraordinarias en que se emprende una guerra de características revolucionarias y se hunde el armatoste de todo el viejo Estado burgués.
El Estado se preocupa muy poco del abastecimiento de los frentes. La máquina burocrática oficial no sirve absolutamente para nada. A las milicias confederales, que tienen muchos millares de hombres en los distintos frentes del Ejército del centro no les llega, oficialmente, de nada. Lo más urgente es que coman todos los días. Es el Comité de Defensa, poniendo de acuerdo a los ateneos con lo que será magnífica intendencia confederal, quien inicia la organización más perfecta que se conocerá en la guerra. Los ateneos se cuidan de requisar víveres y alimentos almacenados a veces en grandes cantidades por los elementos fascistas, y de enviarlos a la intendencia confederal. De allí se van mandando a todos los frentes los que se consideran precisos y se efectúa intercambio de productos con los pueblos de la región y de Levante para conseguir determinados productos agrícolas en manos de los campesinos. A la intendencia confederal llegan constantes regalos de las organizaciones obreras de toda España con destino a los luchadores. Pero los millares de hombres que pelean en las trincheras consumen diariamente una cantidad extraordinaria de kilos. La intendencia tiene que realizar una labor enorme, que multiplicar sus actividades, que buscar alimentos por todas partes o dinero con que comprarlos para que nada falte a los compañeros que mueren por la libertad. Sería difícil, es imposible mejor, evaluar hoy el coste total del mantenimiento durante seis o siete meses de muchos millares de hombres en los frentes. Alcanza, sin duda, una cifra considerable de millones de pesetas. Sin embargo, la intendencia confederal supo realizar su cometido en todo momento, sin ayuda ni auxilio económico del Estado. y los luchadores de los frentes, nuestros hermanos de la vanguardia, saben positivamente que nunca comieron mejor que cuando el Estado les tenía completamente abandonados. Esa fue la obra gigante de la intendencia confederal. Y esa fue una prueba más de la capacidad admirable del Comité de Defensa, transformado ya en Ministerio de la Guerra de la Confederación Nacional del Trabajo.
Pero la intendencia no hubo de cuidarse tan sólo de la alimentación. Tuvo que preocuparse del vestuario y calzado de las fuerzas en lucha. En los primeros momentos todo el mundo marchó hacia los frentes con lo que tenía puesto: unas alpargatas, un mono, alguna gorra. Pero en la lucha entablada la ropa se deshace pronto. Es preciso también mudarse a menudo, renovar el calzado, tener mantas para abrigarse durante las noches frías en los picachos serraniegos. Parece, a primera vista, cuestión baladí. Tiene, sin embargo, importancia trascendental, porque influye de manera decisiva en la moral de los milicianos. Entraña, además, toda una serie de problemas de compleja solución. En los primeros días se han terminado los «monos» fabricados. Todo el mando se ha apresurado a ponerse lo que podemos considerar como traje único. La intendencia confederal, de acuerdo con el Sindicato del Vestir, tiene que montar grandes talleres colectivos para la fabricación de ropas. Tiene también, de acuerdo con el Sindicato de la Piel, que establecer la fabricación en serie de alpargatas y botas. Todo se resuelve, merced a la voluntad indómita del Comité de Defensa, de una manera rápida. Los talleres empiezan a producir. Los luchadores a recibir la ropa que necesitan.
Al mismo tiempo, para controlar exactamente a todos los milicianos, se monta un fichero completo. Allí, en una tarjeta, se hace constar detalladamente el nombre del individuo, la edad, la fecha de su ingreso en las milicias, la centuria y batallón a que pertenece, la dirección de sus familiares, la profesión y el sindicato a que pertenecía. En el reverso se van anotando las diferentes incidencias de su vida militar como heridas, ascensos, etc. Aparte se abre un expediente individual de cada miliciano. Y en ese expediente se deja constancia de todos los documentos relacionados con el mismo. En cualquier instante la intendencia confederal, de acuerdo con el Comité de Defensa, de quien depende directamente, sabe dónde está un individuo, cuáles son sus antecedentes, los hechos de armas en que tomó parte y todos los detalles de su actuación. Es una organización complicada y difícil. Nadie se ha preocupado, en estos momentos de lucha dura y de nervosismo agudo, de hacer nada semejante. La organización confederal, sí. Mientras los demás hablan, la CNT trabaja. En tanto otros hacen una propaganda intensiva para autobombearse, los anarquistas se organizan y mueren en silencio. Desde un primer instante se enfrentan, en nuestro campo, dos conceptos distintos de la responsabilidad y de la guerra. A la larga se verá cómo sólo es eficaz la trayectoria seguida por la Confederación Nacional del Trabajo...
Pronto se plantea a la organización un problema delicado y difícil. La CNT no tiene más fusiles que aquellos que conquistó en los reductos facciosos tomados por asalto. Con ellos no puede armar a todos los afiliados que quieren marchar a los frentes de combate. El Ministerio de la Guerra tiene fusiles. Los ha sacado de distintos parques de España, han llegado algunos millares del extranjero. Los tiene guardados, falto a veces de brazos que los manejen. La CNT se los pide una y otra vez. La respuesta es siempre negativa. Lo mismo que el 18 de julio, los señores republicanos tienen miedo a la revolución que encarnan la CNT y la FAI. Les niegan las armas, con los más variados pretextos, alegando casi siempre que no las tienen. Prefieren dárselas a otros, que no cuentan con hombres suficientes para empuñarlas en los frentes con la energía indispensable.
Los compañeros que quieren luchar contra el fascismo se cansan de esperar. Claramente plantean su problema a la organización: «O nos dais armas para ir a luchar, o nos autorizáis para inscribirnos en otras columnas con las que salir para el frente...».
La primera solución es imposible, porque no hay armas. Es preciso adoptar la segunda. Muchos millares de compañeros marchan a engrosar las columnas republicanas, socialistas y comunistas. Sólo en la de Mangada hay más de mil confederados. Es un sacrificio de la organización; es un éxito para quienes, gracias al valor y al heroísmo de nuestros hombres, pueden atribuir a talo cual columna que tiene esta o aquella bandera política, un triunfo que en justicia es sólo nuestro. Pero por encima de todo está la necesidad de aplastar cuanto antes al fascismo invasor. La CNT realiza, con alteza de miras, este nuevo sacrificio. Sabe que nadie se lo va a agradecer. Pero cumple, con sencillo estoicismo, con lo que en cada momento considera su deber...