CAPÍTULO 1

Frases y fechas

 

LOS REPUBLICANOS TUVIERON SIEMPRE un cariño extraordinario por ciertas fechas. Son como los jalones de su vida, como los hitos que separan una época de otra, como el símbolo de sus grandes triunfos y de sus increíbles victorias. Antes de la República, mientras los obreros luchaban y morían, en tanto Anido y Arlegui sembraban de cadáveres las calles de Barcelona y todas las carreteras de España eran medidas por los pasos vacilantes de trabajadores que caminaban entre charolados tricornios de la Guardia Civil, los líderes republicanos celebraban una y otra vez la fecha del 11 de febrero. Era el aniversario de la primera República, muerta a manos de los mismos republicanos. El 11 de febrero los antimonárquicos se reunían a comer. Trajes cuidados, barbas cerradas, sombreros hongos. Se pronunciaban siempre muchos y elocuentes discursos. Se hablaba del talento de Pi, de la austeridad de Salmerón, de la elocuencia ciceroniana de Castelar... Luego se daban unos vivas en voz baja a la República, y nada se hacía hasta un año después. Algún que otro lerrouxista, después de la comida, corría a Gobernación para cobrar su soldada del ministro de turno... Así pasaron muchos años. Un día, inesperadamente para los republicanos, llegó el14 de abril. El pueblo salió a las calles vitoreando a la República, el Borbón echó a correr, en Gobernación se puso la bandera tricolor... Los republicanos se asombraron un poco, pero reaccionaron pronto. y se alegraron. Ya no celebrarían sólo el 11 de febrero; ya tenían la República en sus manos. Ahora iban a gobernar. Durante muchos años, cuando la gente tomó poco en serio a los republicanos, se habló de la República en tono despectivo, presentándola como un régimen revolucionario y un poco caótico. Los republicanos estaban dispuestos a demostrar el error de los que así pensaban. Tenían en sus manos —manos cuidadas de ateneístas, de intelectuales, de viejos agitadores rendidos a las gracias pródigas de la burguesía— la suerte de España. Antaño, en los años de oposición viril durante los cuales ni un solo conspirador republicano escaló las gradas del patíbulo hablaron mucho de los obreros. Ahora, triunfantes, no podían olvidarles. La República se llamó de trabajadores. Pero cuando los obreros pidieron pan, los dulces y suaves gobernantes republicanos escribieron las páginas de Arnedo, Sevilla, Benalup, Pasajes, Barcelona y el «Buenos Aires». Los obreros pudieron hacer un rápido balance y encontrarse peor que antaño. Pero los oradores republicanos podían decir en todas partes con frase grandilocuente: «La fecha liberadora y triunfal del 14 de abril...».

Después vinieron otras fechas. En turno pacífico de partidos —manes de Cánovas y Sagasta, recuerdo imperecedero del pacto de El Pardo— unos republicanos fueron suststituidos por otros. A los de izquierda, a los Marcelino y Casares Quiroga, vinieron a sustituirles los Lerroux y los Salazar Alonso, con su cohorte de estrapérlicos y cedistas. El proletariado se iba cansando de aguantar. Surgieron los choques, las protestas, los movimientos revolucionarios. A la concentración fascista de El Escorial, al asesinato de un puñado de compañeros, a la llegada provocativa de los terratenientes catalanes, responde Madrid con la huelga general. Son ensayos, simples ensayos que habrán de culminar en el octubre próximo. En octubre, la lucha adquiere caracteres épicos. Quince días de pelea dramática, homérica. Los trabajadores son vencidos. De un lado, por la traición catalanista organizada por Dencás; de otro, por la falta de medios de combate. Se inicia una represión bestial. Los obreros son asesinados fríamente. Lerroux envía a Oviedo al comandante Doval. (Antes, lo ha empleado Casares en Andalucía contra los campesinos.) Doval cumple con su deber. Apalea, asesina, roba. Una estela de sangre y terror cubre España. Como en los tiempos de Alfonso el Mricano. Como en la mejor época de Primo de Rivera y Dámaso Berenguer.

Hay un interregno doloroso, una nube negra, una noche mala que cubre de luto el país. Al fin, las derechas republicanas, falsamente democráticas, auténticamente fascistoides, se hunden bajo el peso de sus corrupciones. Se convocan nuevas elecciones. Surge el Frente Popular. Sánchez Román, capitalista y burgués, redacta un programa moderado. Socialistas y comunistas lo aceptan. La CNT se coloca al margen de la nueva comedia. Cuando los afiliados preguntan, los militantes responden: «Podéis votar o no votar. Haced lo que os parezca. De todas formas, tendremos que luchar en la calle, con las armas en la mano, si queremos ganar la revolución...».

En las cárceles hay treinta mil obreros. El triunfo del Frente Popular es la amnistía. Los trabajadores votan. Las derechas son aplastadas. Los republicanos tienen una fecha gloriosa más. La de ahora se llama 16 de febrero...

Ya están de nuevo en el poder Giral, Marcelino y Casares Quiroga. En las calles, las multitudes reclaman sus derechos. En el Parlamento, los señores republicanos se asustan un poco. Vienen, sencilla y llanamente, a continuar el primer bienio. Los amigos, todos los amigos, tendrán puestos brillantes y cómodos. Los diputados pronunciarán magníficos discursos. En los periódicos aparecerán las figuras elegantemente democráticas de los líderes. Todos vivirán en el mejor de los mundos... Pero los obreros se agitan inquietos. No quieren esperar cuatro o cinco meses para conseguir la amnistía. Van a las cárceles y abren las puertas de par en par para que salgan sus hermanos. En Extremadura, los campesinos invaden las tierras, derriban las vallas que delimitan las grandes propiedades. Los gobernantes republicanos tuercen un poco el gesto. No está bien nada de esto. Los trabajadores deben esperar. La amnistía llegará a su tiempo y alcanzará a quien deba de alcanzar. Nunca, naturalmente, a los anarquistas, que les han hecho ganar las elecciones, es cierto, pero que no pasan de ser «bandidos con carné», como les llamó un gran personaje. Cierto es que las derechas se mueven entre las sombras. Cierto es que se lanzan a cometer actos de terrorismo. Cierto es que cuando el 17 de febrero una manifestación pacífica llegaba frente a la Cárcel Modelo, una partida de señoritos disparó desde un auto con pistolas ametralladoras. Pero no es prudente atacar a las derechas. Podían interpretarlo como una persecución. Tienen muchos diputados en el Parlamento que protestarían. Sería un conflicto para el Gobierno. Ya tiene bastantes conflictos el Gobierno con los que les plantean los obreros. A los obreros naturalmente, se les persigue. Sobre todo, si son anarquistas, porque éstos no tienen diputados que provoquen votaciones. Con las derechas, en cambio, hay que buscar la convivencia y la conllevancia. Acaso se les pueda convencer para que no armen escándalos. Lo importante es vivir alegremente un nuevo bienio...

En las calles, sin embargo, se producen muchos escándalos. El ministro de la Gobernación sufre horrorosamente. Es un buen señor, amigo de Azaña, que está enfermo del corazón. Esta sola consideración debiera bastar a los obreros. Con su actitud, con sus alborotos, van a matar al pobre Amós Salvador. Pero no hay manera de convencer a los trabajadores. Creen que han triunfado. Dan mítines, organizan manifestaciones, cierran el puño. ¡Cierran el puño! La fina sensibilidad de los republicanos se irrita. ¡Ese gesto revolucionario! No vivimos una revolución. Estamos en una buena República democrática y burguesa, donde no caben esas actitudes feroches. Con eso, lo único que se consigue es provocar a las derechas, fomentar el fascismo, ¡con lo tranquilos que podríamos vivir!

Los reaccionarios han empezado a conspirar. Los monárquicos, los militares, los terratenientes preparan la sublevación. ¡Bah, otra «sanjurjada»! Azaña sonríe mefistofélicamente. Se ve otra vez, acodado en la balaustrada de Guerra, fumándose un cigarrillo mientras huyen cobardemente los militares sublevados. De todas formas, conviene evitarla. El pueblo está muy excitado. Si los militares salen a la calle, los obreros pueden contestar con un ensayo revolucionario. Conviene impedir la violencia. Un día se discuten varias actas derechistas. Las de Orense. Calvo Sotelo reconoce, cínicamente, que ha dado un «pucherazo» de cien mil votos. Hay que anular la elección. Pero si se anula, los militares saldrán de los cuarteles. Durante toda una noche se celebran conciliábulos en los pasillos del Congreso. Alguien da la orden terminante: «Hay que aprobar esas actas». Los diputados de buena fe se indignan. Protestan airados. No importa. La disciplina parlamentaria se impone. Las derechas y los republicanos de todos los matices votan la validez. Todo es júbilo entre los líderes republicanos: «Buen pretexto les hemos quitado a los militares...».

En quitar a los militares no piensa nadie. Otro día el Parlamento se reúne en sesión solemne. Hay que deponer a don Niceto Alcalá Zamora. Se sabe que prepara un golpe de Estado, de acuerdo con Mola, con Franco, con Goded, con Queipo de Llano. En el Congreso se pronuncian discursos enérgicos y maravillosos. Hablan Azaña y Maura, Prieto y Portela Valladares. Al fin, con voz campanuda y solemne, don Diego Martínez Barrio dice desde la presidencia de la Cámara: «Por acuerdo del Parlamento, representación directa de la soberanía nacional, ha sido depuesto don Niceto Alcalá Zamora...».

A las dos de la mañana se hace el cambio presidencial. Los militares, sorprendidos, tienen que prestar acatamiento al nuevo presidente interino. Pero todos los militares, los que públicamente se conocen como futuros traidores, siguen en sus puestos. La vida española sigue. Las provocaciones fascistas también. El 14 de abril, durante el desfile, varios oficiales monárquicos colocan una bomba junto a la tribuna presidencial. Después empiezan a tiros contra las mujeres y los niños. Tres días después, en el entierro de un alférez monárquico de la Guardia Civil, la emprenden a palos y tiros contra todos los republicanos y obreros que encuentran. Matan a seis o siete. Son dueños de la calle durante tres o cuatro horas. Se teme que quieran asaltar el Parlamento. Los periódicos republicanos condenan duramente los hechos. En el Congreso habla Casares —que ya es ministro de la Gobernación— en tono decidido y enérgico. Pero los militares traidores continúan inconmovibles en sus puestos.

Después... Después se suceden los acontecimientos. Don Manuel Azaña deja la presidencia del Consejo y pasa ala de la República. Don Santiago Casares Quiroga es jefe del Gobierno y ministro de la Guerra. Don Juan Moles —un buen señor con barbita blanca e ideas negras— es nombrado ministro de la Gobernación. Hay unos días de relativa tranquilidad. Tan sólo la perturban los obreros. Han estallado dos huelgas en Madrid. Una es la de camareros. Otra la de ascensoristas y calefactores. Tienen la culpa los patronos. Pero el Gobierno no va a combatir a los patronos. Persigue a los trabajadores, mete a unos cuantos en la cárcel; la huelga continúa. Al ministro de la Gobernación hay, sin embargo, algo que le preocupa más que las huelgas. Es el pleito taurino. Todos los grandes toreros —Ortega, Bienvenida, La Serna son fascistas. Quieren cumplir con su deber de provocar, igual que hacen los pistoleros y los militares. Se niegan a «trabajar» con los toreros mejicanos. Méjico es un país revolucionario. Ellos no pueden codearse con revolucionarios. Se suspenden muchas corridas. Se promueven muchos escándalos. El ministro de la Gobernación no tiene tiempo para pensar en las huelgas, para cortar los asesinatos fascistas, para hacer frente al movimiento que la reacción prepara. Don Juan Moles sólo tiene tiempo y ganas de ocuparse del pleito taurino.

Un día los fascistas atentan contra Jiménez Asúa. Otro, contra Ortega y Gasset. Otro, contra el magistrado que se atrevió a condenar a uno de los pistoleros que dispararon contra el diputado socialista. Después de cada atentado, luego de cada crimen, Casares Quiroga se levanta con gesto feroche en el bando azul: «Estos crímenes no pueden continuar. Contra el fascismo asesino, el Gobierno se siente un beligerante más...».

Pero la beligerancia no aparece por parte alguna. Mientras los obreros llenan de nuevo las cárceles, los fascistas siguen en libertad. Y cada día surge un nuevo crimen o una nueva provocación...

La patronal de la construcción es fascista y monárquica. La patronal está manejada por el estado mayor de Falange Española. La patronal utiliza unas bases presentadas por los obreros para provocar la huelga. Le interesa mucho este conflicto. Son setenta mil obreros parados. Es el hambre, al cabo de pocas semanas, en las barriadas obreras de Madrid. Es la violencia inevitable. Y es, sobre todas las cosas, el mejor procedimiento para crear un ambiente propicio al hecho de fuerza que trabajosamente se prepara. Si los gobernantes tuvieran sentido común, la huelga no se hubiere planteado. Si lo tuvieran, habría durado veinticuatro horas. Pero los gobernantes no se atreven a dar la razón a quien la tiene. Se la dan a la patronal. ¡Así no protestarán los diputados de la CEDA (Confederación Española de Derechas Autónomas), ni los Agrarios, ni los de Renovación! Moles da toda clase de seguridades a los patronos. Y mete a los trabajadores en la cárcel.

Son inútiles las protestas, estériles los argumentos para hacerle ver lo que en el fondo del conflicto hay. Moles se inclina emocionado cuando Baixeras o Cánovas del Castillo acuden a reclamar, y pone un gesto duro y agrio cuando son Mora o Domínguez quienes le visitan. En las barriadas obreras, las mujeres, hambrientas, asaltan alguna tienda. Moles se indigna mucho. Al recibir a los periodistas, les dice: «He dado órdenes terminantes para que la fuerza pública impida, como sea, esos asaltos indignantes...».

La fuerza pública dispara y caen algunas víctimas. Otras veces no hace falta que dispare la fuerza pública. Son grupos de fascistas quienes disparan sus pistolas para provocar al pueblo. Los obreros tienen que pensar en defenderse. La agresión fascista es más dura cada vez. Se ve claramente el único final que puede tener todo esto. El único que no lo ve es el Gobierno. Más de una vez los guardias protegen con sus disparos a los fascistas que huyen luego de cometido un crimen. Para Casares y Moles, las víctimas serán siempre los pobres fascistas.

La organización confederal ha comprendido claramente todo el alcance del peligro. Ve la necesidad de estar preparados y alerta. El movimiento militar puede estallar en cualquier momento. Perder la huelga de la construcción desanimaría por completo a los trabajadores, dejándoles sin entusiasmo para enfrentarse con la militarada. La Confederación Nacional del Trabajo tiene, de antiguo, sus Comités de Defensa. Los Comités de Defensa llevan el peso de la lucha en las huelgas, en los conflictos, en los movimientos revolucionarios. Los Comités de Defensa controlan las armas de la organización y los individuos más decididos y conscientes. Al Comité de Defensa del centro le incumbe ahora una tarea complicada y difícil. Tiene que defender las huelgas pendientes, impedir el triunfo de los manejos patronales y, al mismo tiempo, responder a las provocaciones de los pistoleros fascistas y entrenar sus hombres para el día cercano en que la facción se lance a la calle. Y es entonces, durante la huelga de la construcción, cuando el Comité de Defensa redobla su acción.

Los socialistas, obedeciendo conveniencias políticas, dan por terminada la huelga. Se acogen a un laudo dictado por el Gobierno, que es un triunfo claro y rotundo de la patronal fascista. La confederación no puede imitarles. Es tanto como echar un jarro de agua fría sobre los trabajadores en los precisos instantes en que más necesaria será su actuación decidida y heroica. La patronal acoge con satisfacción la decisión socialista. El Gobierno se coloca decididamente al lado de los patronos y arremete contra los trabajadores en huelga. La lucha se endurece y agria a medida que pasan los días. Es preciso recurrir a la violencia. Contra la CNT la emplean tanto el Gobierno como los pistoleros fascistas. La CNT tendrá que emplearla también. Empiezan a colocarse bombas en varias obras en construcción. Caen varios trabajadores confederales. Se entablan combates entre los trabajadores honrados y los pistoleros de Falange, que circulan provocadores por todas partes. En la avenida de la Plaza de Toros, luego de un tiroteo nutrido, caen tres bandoleros de la escolta de José Antonio Primo de Rivera.

La patronal busca, por todos los procedimientos, enfrentar a los obreros de la CNT con los de la UGT (Unión general de Trabajadores). Un día los pistoleros de Falange matan a tres trabajadores ugetistas para hacer creer que son confederales los asesinos. Otro, matan a dos compañeros de la CNT. Pero el proletariado madrileño no se deja engañar. Sabe perfectamente quiénes son los criminales. Y aprieta los puños, indignado por la indiferencia gubernamental, esperando el momento de lanzarse a la lucha abierta contra los señoritos flamencos y los militares traidores. Mientras, los Comités de Defensa de la organización confederal activan, nerviosamente, sus preparativos para la gran contienda que no puede tardar en producirse...

Los militares monárquicos continúan sin descanso sus preparativos. En Ceuta se celebra un banquete. Asisten los oficiales del Tercio y Regulares con el coronel Yagüe a su cabeza y el almirante Salas con toda la oficialidad de la Escuadra. Se come bien y se bebe mejor. Se habIa mucho también. Se ultiman los detalles y los preparativos. Los militares se sublevarán en Africa. La Escuadra les llevará hasta Algeciras. El triunfo es fácil. Al final hay una frase que sintetiza todas las conversaciones: «Algeciras será la Covadonga de la nueva España...».

Los militares y los marinos no han ocultado nada del banquete. Pronto lo sabe España entera. Los periódicos republicanos y obreros dan la voz de alarma. Cuentan detalladamente las conversaciones y los proyectos. El señor Casares Quiroga sonríe mefistofélicamente: «Estos periodistas ven fantasmas por todas partes...».

Franco está en Canarias. Desde allí hace frecuentes viajes en avión. Visita Tetuán y Sevilla. Los oficiales monárquicos le aclaman. Los señoritos le rodean y le miman. Al salir, extiende el brazo a la romana. Un republicano honrado le cuenta, con datos y detalles, los propósitos de Franco. Casares se irrita. Despectivamente replica: «Tiene usted mucho miedo. Con hombres como usted no se puede hacer nada». Mola está en Navarra. En Navarra se celebran verdaderas concentraciones militares. A saludar al ex director de Seguridad acuden en masa las guarniciones de Zaragoza, de Logroño, de Huesca, de San Sebastián. En pleno Parlamento se denuncia la trama. Casares se yergue retador en el banco azul: «Si algo se atrevieran a intentar, quedarían aplastados en cinco minutos...».

Los diputados de izquierda aplauden con entusiasmo. Pero el Gobierno no hace más que frases. Mientras, Goded recibe en Baleares constantes visitas de individuos que hablan en italiano, y Sanjurjo recorre Alemania en viaje de placer. Todas las advertencias al Gobierno son inútiles. Cuando se le aprieta mucho, uno de los ministros —Casares, Moles, Barcia o Blasco Garzón— responde: «No tenga usted cuidado. Mola ha empeñado con nosotros su palabra de honor».

Un día, en plena calle, es asesinado el capitán Faraudo. Otro, cae cosido a balazos el teniente Castillo. El pueblo no duda ni vacila. Sabe la causa de estos crímenes. Se quiere asesinar a todos los militares leales al pueblo para no hallar obstáculos en el momento de la insurrección. Los gobernantes no acaban de comprenderlo. Siguen pidiendo calma. Los compañeros de Faraudo y de Castillo, los que saben que caerán pronto si no se deciden a actuar, no pueden esperar más. A las tres de la madrugada un camión se detiene ala puerta de Calvo Sotelo. Es el director del movimiento en perspectiva. Es la cabeza visible de la UME (Unión Militar Española). Calvo Sotelo es detenido. Al día siguiente aparece su cadáver en el cementerio del este. Los militares leales al pueblo han empezado a hacer justicia.

Las derechas lanzan alaridos de indignación. No les preocupó que se matase a Faraudo y a Castillo, que se atentase contra Jiménez de Asúa y Ortega y Gasset. Admiran el «valor» de los pistoleros y lamentan únicamente que a veces les falle la puntería. Pero no pueden admitir que se mate a uno de los suyos, aun sabiendo que es el director de todos los crímenes cometidos.

El Gobierno se asusta. Uno por uno, todos los ministros se deshacen en excusas, en justificaciones, en protestas indignadas contra los autores de la ejecución de Calvo Sotelo. De Castillo no hablan. A Castillo se le podía matar, porque era de izquierdas y porque importaba poco. ¡Pero a Calvo Sotelo! De un golpe despierta toda la energía gubernamental adormilada. Empieza a detener a todos los que pueden haber intervenido en la ejecución. Guardias de asalto, trabajadores honrados, hombres revolucionarios van a llenar la Cárcel Modelo. De los autores materiales del asesinato de Castillo no se preocupa nadie.

El entierro de Calvo Sotelo es una provocación monárquica, tolerada mansamente por el Gobierno. Toda la reacción española acude al cementerio, protegida por la Guardia Civil. Hay desfiles ante el cadáver con el brazo extendido, amenazas directas contra el Gobierno, anuncios claros de pronta sublevación. Luego descienden hasta el centro de la ciudad dando vivas al fascismo y mueras a la República. Cuando algunos obreros quieren cortarles el paso, la Guardia Civil dispara sus fusiles contra los trabajadores.

Dos días después se reúne la Diputación Permanente de las Cortes. Acuden todos. Gil Robles y Ventosa, Goicoechea y Vallellano anuncian sin eufemismos el levantamiento militar. El Gobierno les oye y no sabe qué responder. Luego les deja que se marchen tranquilamente a esperar, desde Francia, el curso de los acontecimientos.

Únicamente el pueblo está en su puesto. Hace ya tres noches que no duerme. La organización confederal vigila los acontecimientos. Todos los sindicatos están clausurados, y los mejores militantes —Mera, Antona, Marín, López, etc.— en la cárcel. No importa. Las viejas pistolas han salido de sus escondites. Los trabajadores están en las calles. Forman grupos nutridos que rodean los cuarteles, que vigilan la entrada y salida de coches, que esperan la hora cercana de comenzar a actuar. El Comité de Defensa está en pie día y noche. Los compañeros van y vienen con noticias y datos. Tenemos hombres en todas partes. En los cuarteles también. y de los cuarteles son más alarmantes, a cada instante, los informes que se reciben.

Los socialistas, los comunistas, los trabajadores de la UGT y de las Juventudes, también están en la calle. Se han borrado en el acto todas las diferencias. No hay discrepancias ni luchas. Todos juntos esperan al enemigo común. Todos juntos sabrán vencerle cuando la hora sea llegada.

Pasan así otros dos días. Todavía es tiempo de hacer algo. Todavía puede el Gobierno licenciar a los soldados, armar al pueblo, encerrar o fusilar a los principales comprometidos. Pero el Gobierno no hace nada. No se atreve a hacer nada. Quince días atrás, antes de la ejecución de Calvo Sotelo, estuvo Yagüe en Madrid. Venía ya como sublevado. Visitó a Casares en el Ministerio de la Guerra. Al entrar, pegó un puntapié a la puerta. A la salida, continuaba siendo el jefe supremo del Tercio. Casares está hundido en sí mismo sin saber qué hacer. Sólo sabe enfadarse cuando algún republicano o algún obrero le habla del próximo pronunciamiento: «No harán nada. ¡Y ay de ellos si lo intentan! El Gobierno tiene tomadas todas sus medidas».

En realidad, el Gobierno no ha tomado medidas de género alguno. Llega el 17 de julio. El Parlamento está cerrado. En el Congreso, a la caza de noticias, discuten aburridos unos cuantos periodistas. A las cinco de la tarde llega Indalecio Prieto. Está nervioso y un poco pálido. Los periodistas le rodean, preguntan. Prieto, con voz lenta y grave, replica: «Esta mañana se ha sublevado la guarnición de Melilla y han sido asesinados varios centenares de obreros...».

La guerra ha comenzado. El Gobierno no tardará en hundirse...

Los periódicos de la tarde no dicen una sola palabra de la sublevación. No se habla de otra cosa en las redacciones de los diarios. La noticia está en todas partes. En torno a ella se hacen los más diversos comentarios. Pero los periódicos acusan completa tranquilidad. Hablan de la próxima reapertura de las Cortes, de la corrida del domingo, de la vuelta ciclista a Francia... El Gobierno no quiere alarmas. Está seguro del fracaso fascista. Blasco —un ceceante y untuoso ministro sevillano, que procurará cruzar cuanto antes el Atlántico— se lo ha dicho a los periodistas: «Hay cierta inquietud militar. Pero no pasará nada. Tenemos la palabra de honor de todo el mundo...».

La censura tacha ferozmente toda referencia a los sucesos que se desarrollan en África. En las calles, la gente sigue haciendo su vida normal. La huelga de la construcción continúa. Esta noche —estamos en el viernes 17 de julio— se reúnen diversos comités confederales para estudiar la marcha del conflicto. Está el Comité Regional, el de Defensa, la FAI, las juventudes y los ateneos. La reunión empieza con cierto nerviosismo. De pronto, uno —¿recordará alguien hoy quién fue este uno? —trae la noticia: «Los militares se han sublevado. En Melilla han sido asesinados todos los compañeros...».

La noticia se acoge con cierto escepticismo. ¡Ha circulado tantas veces ya! Pero ahora es verdad. En todas partes tiene plena confirmación. Quitándole importancia, pretendiendo hacer pasar la sublevación de todo un ejército por incidente sin trascendencia. Y siempre, en todos lados, respirando confianza plena, optimismo sin límites: «El Gobierno tiene todos los resortes. La sublevación será aplastada».

Pero los compañeros no se fían. Horas después, en la misma noche, vuelven a reunirse los militantes. Han estado en las barriadas, han hablado con los compañeros, han montado las guardias. La organización se moviliza rápida y silenciosamente. En torno a los cuarteles aumentan los grupos. La Puerta del Sol está invadida por anarquistas. Todo el centro de Madrid, bajo la aparente tranquilidad de la noche estival, está en pie de guerra. Un buen burgués no advertiría nada extraño. No sabría que entre los grupos de cómicos y músicos que otras noches llenan las aceras de Sol, hay esta noche unos puñados de obreros. Hablan y pasean pacíficamente, pero llevan la mano en el bolsillo. Y en el bolsillo la pistola que hace unos minutos engrasaron cuidadosa, amorosamente...