IV

 

Cruzaron varios pueblos, varios bosques y campiñas. Y Dóminique preguntaba por el nombre de cada una de las cosas que veía. Y Gustave se las nombraba sin problemas. Era extraño, una sola vez debía hacerlo y Dóminique ya se lo sabía, parecía recordarlas, como si las palabras y los nombres yaciesen cubiertas bajo mantas en su mente y Gustave solo debiese levantarlas. Con cada hora que pasada era más ágil, más fluido, entendía más del mundo. Gustave sintió que así debía de ser tener un hijo, pero sin tener que preocuparse por llevarle la comida o mantenerlo. Pero Dóminique entendía muchas cosas que los niños ni siquiera imaginaban.

—¿En dónde estamos, Gustave? —le preguntó.

—En los bosques de Versalles. Debería de haber un gran palacio por aquí, una vez vine con mi abuelo.

—¿Y veremos el palacio?

—No lo creo, ahora vamos a París, ahí verás cosas más impresionantes.

—¿Y qué haremos en París?

—¡Lo que queramos! Por cierto, ¿hay algo que desees?

—No entiendo tu pregunta.

—No importa —Dijo Gustave, pensó que era absurdo preguntarle eso a un muñeco, sin embargo, lo absurdo ya no era tan extraño —Deberíamos de ver el río Sena dentro de poco.

Y efectivamente lo alcanzaron un par de horas más tarde. Gustave bostezó, el sol ya estaba sobre el horizonte y el frío se arrastraba por la tierra. Siguieron adelante con el río a su izquierda y poco a poco la ciudad cobraba vida. Gustave se sintió desarrapado cuando vio aquellas carrozas negras de corceles esbeltos y adornados llevando a todas partes a damas y a caballeros que reían bajo el cielo anaranjado, o los más modernos autos que Gustave poco o nunca había antes visto. Y las tiendas con cristales gigantescos y letreros llamativos, y las calles empedradas y con árboles sembrados a los lados.

—Aquí, estamos, Dóminique. Ésto es París.

Pero no sabía si alegrarse al decir eso, tenía miedo. Ahí estaba, listo para triunfar entre las masas, pero las masas eran mucha gente, y rápida, y ruidosa, como un río blanco y negro de vestidos, sombreros y bastones que arrasaba la ciudad y gastaba el pavimento. Qué distinto estaba todo. Pero claro, antes era un niño y se había preocupado sólo por admirarlo todo en su camino. Se preguntó si su abuelo se había sentido de esa forma. Quizás al principio, con los años pasaría. Recordaba que la gente le reconocía, “¡Jean-Marie!” gritaban, “¡Llegaron los Lefebvre!” refiriéndose a los muebles. Pero seguramente era menos gente de la que creía recordar. Con él sería distinto. Todos lo reconocerían.

—¡Eh, muchacho! —Gritó alguien.

Gustave miró hacia un lado. Era un oficial de policía.

—¡Avanza!

¿Hacía cuanto estaba ahí? Pidió disculpas al oficial y aupó al caballo. Mientras se adentraban en la ciudad se dio cuenta de que no tenía idea de adonde ir. Había dejado el río atrás y cruzado a la derecha distraido. Se detuvo frente a un parque y preguntó a un caballero que fumaba bajo un poste cómo podía llegar al más grande teatro de París. El caballero le pidió que repitiese la pregunta mientras veía la carreta, al caballo, al muñeco y al muchacho mal vestido. Sin embargo, respondió:

—El más grande no es necesariamente el más importante. Pero es irrelevante, no hay uno sino varios. Y supongo que el más cercano es tan bueno como el próximo.

Gustave asintió, un poco confundido.

—Sigue como vas y encontrarás el teatro del Odeón.

—Muchas gracias, señor. Ah, ¿conoce el nombre del dueño?

—¿El dueño? —Preguntó extrañado y divertido —Dios, no. Pero creo te refieres al director. Afortunadamente sí, es conocido. Pierre Claretie, es su nombre.

Gustave le agradeció nuevamente y el hombre le sonrió y le deseó suerte. Quizás para él sería otra anécdota, algo insólito en su vida citadina. Gustave llegó al teatro y Dóminique le recordó su nombre pues ya lo había olvidado. Era un edificio gigantesco de con múltiples ventanas y un techo triangular, una escalinata frente a él y columnas incontables en la entrada. Al frente, una plaza con carrozas y caballos esperaban y traían a los invitados.

—¡Saca eso de aquí! —Le gritaban los choferes pero Gustave les ignoró. Detuvo la carreta en una sección libre de la plaza, tomó a Dóminique y caminó hasta la entrada. La gente se apartaba al verlo pasar. Y subiendo las escalinatas dos hombres salieron a su encuentro.

—¿Hacia dónde se dirige, señor? —Le preguntó uno.

Gustave los detalló.

—Tengo que hablar con el director.

Los hombres se miraron como si de un chiste se tratase.

—Lo siento, señor, pero no puede entrar.

—Pero no entienden, tengo que hablar con él. Él lo entenderá.

Uno de los hombres suspiró.

—Escucha, chico, la verdad es que no podemos dejarte pasar vestido de esa forma.

Gustave se miró las ropas.

—Pero, el señor Claretie…

—El señor Claretie es un hombre muy ocupado, chico, no sé qué es lo que tú quieres pero…

—Mi nombre es Gustave, y deben de creerme, el señor Claretie querrá conocerme, ¡Deben de creerme!

Uno de los hombres se disponía a tomar a Gustave por los hombros y echarlo de una vez.

—¿A quién es que querré conocer? —Preguntó un hombre alto de traje y bastón que salía a respirar aire puro.

—¡Señor! No se preocupe, solo es un chico que…

—¡Señor Claretie! —Gritó Gustave zafándose de los brazos que lo sujetaban —Mi nombre es Gustave Lefebvre.

El hombre se quedó meditando mientras encendía el tabaco en su pipa de madera.

—Y vengo porque tengo un acto que mostrarle —Continuó Gustave. Los porteros pensaron que aquél era el colmo de la insolencia pero Claretie les despachó con un gesto. Seguramente no era nada extraño para él.

—Muy bien, Gustave. Estoy aquí, ¿qué es lo que haces? ¿ventrilocuísmo? —Preguntó viendo claramente a Dóminique.

—Sí señor, le mostraré.

Gustave metió la mano en la abertura y Dóminique habló.

—Buenas noches, señor, yo soy el Gran Gustave.

—¡No, ya lo hemos practicado! Yo soy el Gran Gustave.

—¿Y yo quién soy?

—Tú eres Dóminique.

—Ah, sí, eso lo sé.

—¿Y entonces por qué no dices tu nombre?

—No sé, me gusta “el Gran Gustave”, tiene ritmo.

—No te tiene que gustar, sólo hay uno, yo.

—El Gran Gustave…

—Así es, ahora dile al señor Claretie cómo te llamas.

—El Gran Gustave.

—¡No!

Claretie se había ahogado en el humo de su pipa y reía disimuladamente.

—Basta, basta, chico, por favor. Eres bueno, realmente bueno, mucho mejor que la mayoría. Posees una gran técnica.

Gustave se calmó y sonrió, Claretie nunca supo que aquél diálogo no había tenido nada de ensayado.

—Entonces, ¿me dará una oportunidad?

Claretie lo miró y fumó de su pipa.

—¿Una oportunidad?

Gustave miró al teatro y Claretie le puso una mano en el hombro.

—Lo siento, Gustave, pero no podría.

—¿Por qué no, señor?

Las puertas del teatro se abrieron y una multitud comenzó a salir. Claretie le hizo una seña a Gustave para que se apartaran del camino.

—¿Ves ese público que sale? Son cada uno de los asientos de la sala. Y son cientos, casi ochocientos. Verás, allá adentro se estaba presentando hasta hace unos momentos Kristov. ¿Lo conoces?

Gustave negó con la cabeza.

—Es extraño, deberías ya que hace lo mismo que tú haces. De cualquier forma. Kristov es un caballero proveniente de Rusia, y con él viajan más de cien personas. Cien personas, Gustave. Artistas, diseñadores, titiriteros, maquinistas, ayudantes sin fin. Se mueven como un tren, como su propio país en miniatura y van de teatro en teatro, de ciudad en ciudad, de país en país. Kristov no tuvo que venir a mi, verás, llega un momento en el que los directores del teatro acuden a los artistas. Y Kristov tiene ese renombre, la experiencia y el talento para llenar cada una de las butacas de cualquier teatro. Es un sueño su espectáculo.

Gustave lo comprendió.

—Pero, te diré algo, Gustave. Tienes el talento. Y todos empezaron en algún momento como tú. Mañana empezará un festival en la ciudad. Una feria en el campo de Marte, ahí podrás demostrar tu talento y quizás algunos aficionados.

Era ya de noche, y algunos de los asistentes se acercaban a Claretie para felicitarlo y agradecerle por la velada o comentarle lo grandioso que era Kristov.

—Me tendrás que disculpar, Gustave. Como ves, soy un hombre ocupado. Cuando llegues a la feria, pregunta por Jean Claude Moreau, podrás decirle que te manda Pierre Claretie, menciona el nombre “Diego” y él sabrá qué hacer.

—Señor, ¿cómo llego al campo de Marte? —Le preguntó antes de que la multitud se lo arrancase.

Claretie le señaló hacia la distancia y el gigante de metal.

—Sigue la torre, está bajo ella.

—¡Muchas gracias! —Gritó Gustave pero la multitud era total.

—Buenas noches, señorita —Dijo Dóminique. Y Gustave se sobresaltó, no se había dado cuenta que aun tenía la mano en el muñeco. La chica, algo menor que Gustave ahogó un grito de sorpresa y sonrió.

—Buenas noches —Le contestó —¿Cómo te llamas?

—Dóminique.

—¡Ah! ¡Ésto es el colmo! —Gritó Gustave.

La chica rió entretenida.

—¿Te ha gustado Kristov? —Le preguntó Dóminique.

—¡Oh sí! Fue como un…

—¿Sueño?

—¡Dóminique! No interrumpas a las personas. Lo siento, señorita.

—No hay problema, por cierto, eres muy bueno, casi hablan al mismo tiempo —Dijo ella.

—Mañana estaremos en el festival, ¿vendrás a vernos?

—Eso no es seguro todavía, Dóminique.

Alguien llamó a la chica desde una carroza y ella hizo un ademán de despedida.

—Pues, creo que iré. Te buscaré si me encuentro cerca —Le dijo la chica a Gustave —¿Cómo te llamas?

—¡El Gran Gustave! —Gritó Dóminique. Y Gustave reconoció que así era mientras trataba de no reírse.

—Muy bien, gran Gustave. Hasta pronto.

—Buenas noches.

—¡Buenas noches! —Dijo Dóminique, que la vio subirse en la carroza.

Gustave hizo lo mismo con la suya y aupó a Mancha. Sentó a Dóminique a un lado y partió. Mañana, mañana sería el día. Por ahora solo quería un lugar donde dormir.

 

—Ahora solo hay que seguir hasta la torre —Dijo Gustave mientras salía de la agitada plaza —Puedo verla, quizás si llegamos hasta el Sena y seguimos por la orilla.

Gustave miró al muñeco.

—Estás muy callado, hace rato no parabas. Lo cual resultó beneficioso, pero sin embargo…

—Sólo estoy pensando.

Llegaron al río y Gustave viró hacia la izquierda. Veía la gran torre cada vez más cerca.

—Ah, no sabía que tuvieses… bueno. ¿En qué piensas?

Dóminique tardó un momento en contestar.

—En la señorita.

—¿Cuál, en Alejandra?

—No. En la señorita de hace unos instantes.

—Ya veo. Era linda, sí. Pero si te soy sincero ya la había olvidado.

—Yo no creo poder hacerlo.

Gustave apretó los labios. Era extraño mantener una conversa de ese estilo con aquel muñeco.

—Dóminique… no me digas que te has enamorado.

—No lo sé, Gustave. ¿Cómo lo sabría? ¿Qué es enamorarse?

—Te interesas mucho por esa persona a quien tú amas y quisieras por siempre estar con ella. Verla feliz y que nada le falte.

—Yo quiero que tú seas feliz, Gustave.

Gustave rió.

—Es distinto.

—¿Qué es distinto?

—Tú y yo somos amigos, los amigos se cuidan las espaldas mutuamente —Le dijo mientras le daba un toque con el codo.

Las casas y comercios se quedaron atrás y frente a ellos un gran parque se abrió. Gustave entró y comenzó a buscar con la mirada por un sitio en donde detener la carreta y descansar.

—Éste debe ser el campo de Marte, ahí está la torre Eiffel. Mira Dóminique.

Y pasaron junto a varias parejas que, tomados de la mano, caminaban y reían.

—Y tú, Gustave. ¿Has estado enamorado?

—No lo creo. No es lógico para mi. Qué romántico saliste, Dóminique —Dijo divertido.

—Hace rato, de camino a la ciudad me preguntaste si había algo que desease.

—Sí, tienes razón. ¿Lo encontraste?

—Quisiera conocerla en más detalle. Verla nuevamente.

—¡Oh, no! —Exclamó Gustave. E inmediatamente detuvo la carreta a un lado del camino —¡Hay alguien ahí tirado, Dóminique!

Gustave saltó de la carreta y fue hasta aquél cuerpo tumbado sobre el pasto. No lo hubiese visto de no ser por el caballete que se erguía frente a él. Los pinceles y las brochas yacían a su lado. Gustave levantó la cabeza del hombre. No era viejo, rondaba los treinta y sus ropas eran esas de un hombre que, aunque pudiente, se había abandonado. Un pintor, pensó Gustave. Pero el lienzo estaba tan vacío como la botella de vino en su otra mano.

—Oiga, señor, ¿está usted bien?

El hombre abrió los ojos. Y Gustave le repitió la pregunta.

—Ah, muchacho, no te preocupes —Le dijo sentándose y soltando la botella.

—Lo siento, lo vi ahí y pensé que podría necesitar ayuda.

El hombre lo miró y suspiró.

—No eres de por aquí, ¿No?

Gustave le señaló la carreta y negó con la cabeza.

—Ah, entiendo. No es común ver gente tan amable.

Gustave le extendió una mano y el hombre la aceptó.

—Disculpe, señor, ¿es usted pintor?

—Ya no, muchacho, ya no… —Y le señaló su lienzo en blanco sobre el caballete.

El hombre recogió todas sus brochas y pinceles y las metió en un bolso lleno de pinturas, Gustave vio otra botella de vino en su interior.

—¿A dónde te diriges?

—No lo sé, señor. No tengo a donde ir, pensaba esperar aquí hasta mañana. Tengo que hablar con alguien en el festival.

El hombre meditó por un momento mirando la carreta.

—Muy bien, ¿cómo te llamas? —Le preguntó estrechando su mano.

—Gustave, señor.

—Muy bien, Gustave, como ves me quedé dormido y se me hizo tarde. Mi nombre es François, te ofrezco un trato. Mi casa está un poco lejos cruzando el río, se supone que tenía que reunirme con… no es importante, si me llevas hasta mi casa te ofrezco mi hospitalidad por ésta noche. Hay lugar para tu carreta y el caballo, no te preocupes.

Gustave estrechó su mano nuevamente.

—Le agradezco mucho, señor François.

—Yo también soy un tipo amable —Rió éste —Aunque la verdad es que ha pasado mucho tiempo desde el último huésped, me haría bien la compañía.

—Con mucho gusto.

Gustave ayudó a François a subir sus cosas en la carreta y se pusieron en marcha. François tomó a Dóminique entre sus manos al subirse.

—Caramba, qué interesante. ¿Eres ventrílocuo, Gustave?

—Sí, señor. He venido desde lejos para hacerme un nombre aquí en París.

—¿Un nombre?

—Sí, fue lo que dijo el señor Claretie…

—Claretie, ¿Pierre Claretie?

—Sí, señor, lo he conocido justo hace unas horas. Me dijo que era bueno, pero que necesitaba un nombre.

—Pues si Claretie te ha dicho que lo vales es un hecho. Ya me mostrarás éste talento tuyo. Ah, sigue derecho, como vas. Cruzaremos el río.

—Con gusto le enseñaré, señor, de hecho mañana me presentaré en el festival, pero primero debo hablar con el señor Jean Claude Moreau.

François bufó algo divertido.

—No tendrías ninguna oportunidad con Moreau, sin embargo, si Claretie te ha referido, no debes preocuparte.

—Conoce usted a mucha gente, señor François.

—En mi ocupación es sólo natural, además, hay nombres que por más que uno quiera no puedes ignorar, siempre están ahí, presentes… no importa cuanto quieras olvidarlos.

Gustave notó el breve cambio en el ambiente pero decidió no ahondar en el asunto.

—¿Hacia dónde, señor? —Ya habían dejado atrás el río.

—Ah, sí, disculpa. A la derecha en ésta esquina. Ya estamos por llegar.

Y llegaron a una verja, y tras ella se encontraba una gran casa de dos pisos y un terreno amplio lleno de árboles moribundos y rojizos y de arbustos despeinados. El jardín cubierto de una alfombra de hojas, ramas y semillas. A un lado de la casa había un pequeño cobertizo y al otro lado una larga caballeriza.

—Puedes dejar tu caballo justo ahí.

—¿No molestaré a los suyos, señor?

—No te preocupes, hace tiempo que no están, los vendí. Todo lo que ves está vacío. Sólo yo, y por ahora, también tú. Bienvenido, Gustave, a mi humilde morada. Cenaremos, beberemos y ya me contarás algunas historias junto al fuego.