I

 

Gustave escuchó los relinchos y el quejido del camino bajo el peso de la carreta cada vez más próxima. Corrió hasta la ventana y la vio, pesada y llena de cosas inservibles que esperaban aquel mágico toque de su abuelo para ser útiles de nuevo, para sentirse queridas de nuevo.

La carreta se detuvo frente al taller y de ella bajó un hombre alto como un pino. Gustave empujó el portón hacia afuera con todas sus fuerzas y la luz del sol inundó aquél cuarto, rebotó en el metal de los cinceles, las sierras, los clavos y martillos y fue a descansar en la alfombra perenne de aserrín que todo lo cubría.

El gigante caminó y en dos zancadas se paraba frente a él, Gustave alzó la vista, pero el sol le cegaba. Sintió la férrea mano sujetarlo por la espalda y un instante más tarde se veían cara a cara. Gustave pataleó en el aire mientras aquél rostro serio de ojos pequeños y oculto tras un bigote lo examinaba.

Las costuras de su camisa se rasgaron y Gustave se precipitó hacia el abismo y el gigante se reía de manera atronadora.

—Ya estás muy pesado, enano. ¿Qué edad tienes ya?

—Diez años —contestó Gustave sacudiéndose el polvo de las rodillas.

—Como pasa el tiempo. ¿Serías tan amable de buscar a tu abuelo? —Gustave sabía que el hombre sonreía tras el bigote, y le divertía verlo bailar al ritmo de las palabras.

—Ya sé que estás aquí —dijo un hombre que entraba por la puerta trasera —Tu endiablada carcajada traspasa los muros.

—Me lo han dicho siempre —respondió de buen humor.

—No era un cumplido, precisamente.

—Ah, por accidente he destruido la camisa de tu nieto, pero no te preocupes, mi esposa le hará una nueva —Le dijo el hombre mientras le hacía una seña a Gustave para que recogiera los restos de tela del suelo. Gustave se dio cuenta de que aún tenía una manga en el brazo y se la arrancó con una sonrisa.

—¿Como es posible que…? Pero bueno, da igual, ¿qué me traes? —Preguntó el abuelo de Gustave.

El hombre sacó una lista del bolsillo de su pantalón y se la extendió al niño pero éste estaba interesado en los muebles de la carreta e ignoraba lo anterior.

—¡Eh, Gustave! —llamó su abuelo, que parecía haberlo intentado un par de veces con anterioridad. Gustave se sobresaltó y notó la lista frente a él.

—Una pequeña mesa —comenzó Gustave.

—Pertenece a Cecile, sólo un poco de restauración.

—Dos armarios y una cómoda.

—Sí, las puertas y el piso de las gavetas están en mal estado.

—Dos baúles.

—La humedad ha hecho lo suyo con ellos, ya me dirás si pueden recuperarse.

—Y cuatro sillas.

—Necesito que las refuerces, mi esposa está embarazada nuevamente y entre ella y yo, bueno, ya no son muy estables.

El abuelo se rió.

—Haré lo que pueda, tú harías bien en sentarte en el suelo, ¡si pesas más que un caballo! O hazte sillas de hierro, para algo eres herrero.

—Lo he pensado, viejo amigo, pero pesarían demasiado, ni mi esposa ni los niños podrían levantarlas —El hombre miró a Gustave con gusto —De cualquier manera, en la lista están especificados los dueños sus requerimientos, tu nieto puede leértela de nuevo cuando lo necesites. Yo también tengo un ayudante que redacta y lee por mi, ¿no es fantástico?

—Sabes muy bien que mi problema es otro, Jerome, yo puedo, o al menos podía leer y escribir perfectamente.

—¿Aún duele? —Preguntó el herrero mientras examinaba algunas herramientas.

—Cada día, aunque en distinta medida. —Gustave se había acercado a su abuelo para abrazarlo. Su abuelo era aún un hombre fuerte, y mucho más para sus casi setenta años. Habían sido solo ellos dos durante gran parte de la vida de Gustave y le alegraba saber que su abuelo era querido entre los habitantes de aquél pequeño pueblo. —¿Por qué no vas afuera y le das un poco de agua a los caballos de Jerome?

Gustave asintió y se alejó rumbo al pozo para llenar la cubeta. Su abuelo había bajado la voz pero aún era capaz de escucharlo.

—El médico me recomienda que no trabaje, Jerome, ¿puedes creerlo?

—Creo que él sólo habla desde lo que entiende.

—¿Qué es un artesano sin su trabajo?

—Nada, lo sé.

—Que un carpintero ciego no es posible, dice, ¡pero si mis ojos son lo último que necesito!

—Sin duda sigues siendo el mejor, pero, ¿realmente estás ciego?

—No, Dios, aún no. No veo más allá de un puñado de metros en los días buenos, en los malos…

—¿En los malos?

—El dolor no me deja ni abrir los ojos.

Gustave acariciaba el hocico de los caballos mientras estos bebían de la cubeta frente a ellos. El sabía todo aquello, pero pretendía que no para no preocupar a su abuelo.

—Jerome, no sé lo pasará. Pero, Gustave, es tan joven, un buen muchacho. Quisiera educarlo bien para que algún día…

—No digas más, Jean, Gustave estará bien, te lo aseguro.

Gustave se disponía a volver al taller cuando vio algo en la carreta que le llamó la atención, uno de los baúles estaba entreabierto y un brazo de madera sobresalía de la abertura. Gustave trepó por la inmensa rueda metálica y sujetó el brazo mientras abría la tapa con la otra mano para sacar lo que supuso era un juguete por completo, pero lo que salió fue una horrible figura que lo hizo caer hacia atrás. El muñeco había caído sobre él, tenía la mitad del rostro carbonizado y le faltaban un ojo, una pierna y la mitad del cabello. Cuando Gustave lo levantó recuperándose de la caída se asustó de tal manera que lanzó un grito y se arrastró hacia atrás, pateando y sacudiéndose al muñeco de encima, pero éste abría y cerraba la boca con cada convulsión sumiendo a Gustave en el terror.

Jerome y su abuelo estaban afuera y el herrero reía.

—Es sólo un muñeco, enano —le dijo mientas lo ayudaba a levantarse.

—¡Está vivo! —Gritó Gustave.

—No, Gustave —Le calmó su abuelo —Es un muñeco articulado, por eso se mueve de esa forma. ¿Qué haces con semejante cosa, Jerome?

—Sí, se me olvidó incluirlo, debe de haber estado dentro de uno de los baúles.

Gustave asintió, todavía nervioso.

—Pertenecía a un viajero cuya carreta se incendió por accidente —Respondió Jerome mientras recogía al malogrado juguete del suelo —Nos contó que era un regalo para su hermano, que era… vin… ¡vinquiloco! Pero que ya no era de utilidad en este estado. Yo lo acepté, pensé que quizás podías hacer algo por él, si lo haces, puedes quedártelo.

—Muy bien —aceptó Jean, tomando al muñeco —y, creo que lo que quieres decir es ventrílocuo.

—¿Qué?

—Ventrílocuo, el hermano del viajero.

Gustave supo que Jerome sonreía bajo aquél bigote.

—Descargaré el resto de los muebles —Dijo el gigante.

 

Esa misma noche llovía a cántaros y Gustave se mantenía de pie junto a su abuelo. El viejo lijaba una vieja silla volteada sobre su mesa de trabajo. Gustave escuchaba el viento aullar mientras se colaba por los resquicios y que apenas hacía danzar las llamas en las lamparas, el peso de las gotas al caer sobre las cubetas del patio y que armaban aquella orquesta tan impresionante, y el clamor de las nubes cada vez más largo y más cercano.

—No tengas miedo, Gustave, son sólo truenos —Le dijo su abuelo antes de soplar el excedente de aserrín y pasar su mano por la silla —Ah… casi, ya casi.

—No tengo miedo —Contestó Gustave.

—Debo tener más herramientas de las que pensé en mi cinturón, entonces —dijo el viejo riéndose.

Gustave notó que lo sujetaba con fuerza, no supo exactamente desde cuando lo hacía. Lo soltó algo avergonzado y se puso a caminar por el taller, pateando algunos restos de madera hacia las esquinas, dando golpecitos y tamborileando los muebles restaurados. Quiso acercarse a la ventana, le gustaba ver las gotas resbalar sobre los cristales, pero tenía un miedo irracional a los rayos y sus atronadores compañeros que hacían vibrar los mismos cristales sobre los cuales golpeteaba la lluvia.

—Busca algo que hacer, Gustave —Le dijo su abuelo algo irritado por el aburrimiento de su nieto.

—¿Puedo ayudarte?

—Por el momento, no. Pero si tantas ganas tienes podrías limpiar un poco el taller.

Su abuelo sonrió.

—Sé qué cara tienes, tu padre hacía la misma mueca, has salido igual de holgazán que él. No sé porqué, ciertamente de mi no sería.

—Quizás de la abuela —Respondió Gustave, tratando de alargar la conversación para no tener que limpiar.

—Sí… —Meditó el abuelo, destapando una lata de algún oscuro barniz —Quizás, como la extraño, y a tu padre, y a tu madre, sí.

Gustave se sentó sobre uno de los baúles restaurados, lisos y curados. Qué gran hombre era su abuelo. Lo vio medio iluminado por la lámpara, la nostalgia en sus pupilas blanquecinas, el dolor de aquél que lo ha tenido y perdido todo. Mientras tocaba los contornos del baúl con la yema de los dedos, supo que ahí estaba él, y que siempre viviría en aquel baúl, y en la silla, y en cada cosa que tocase. Un hombre astillado y derruido, que lijaba y martillaba y barnizaba y que a todo le daba una segunda vida, otra oportunidad de hacer feliz a alguien.

—En cierta forma eres afortunado, hijo mio.

—¿Por qué, abuelo?

—Porque te fue ahorrado el sufrimiento. Es difícil extrañar a quien nunca has conocido. Qué terrible, qué terrible la ironía.

—No comprendo, abuelo, ¿Cuál ironía?

—La que se llevó a todo aquél que podría haberte sido de más utilidad que éste pobre viejo casi ciego.

—Yo no quisiera a más nadie, abuelo.

—Lo sé, Gustave, lo sé —Dijo su abuelo mientras llevaba la silla terminada junto al fuego para que se secase el reciente barnizado.

Gustave le llevó la siguiente, ahorrándole el trabajo. Aunque sabía perfectamente que fuerzas no le faltaban. Su abuelo le dio una palmada en el hombro e inmediatamente comenzó a trabajar en el mueble, poniéndolo boca abajo para trabajar sobre las debilitadas juntas.

Gustave se sintió inútil una vez más. Y rondando nuevamente lo vio tirado en una esquina. Lo levantó y una capa de aserrín se deslizó hacia el suelo. Aquel muñeco mutilado ya no le daba miedo, sólo era un juguete chamuscado. Gustave pensó quizás en arrojarlo al fuego y terminar lo que a medias fue, pero algo en el rostro descascarado del muñeco se lo impedía. Gustave miró a su abuelo trabajando y luego al muñeco y de nuevo, y de nuevo. Quería ser como su abuelo, quería que su alma y su esencia viviesen para siempre, así como los baúles y las sillas y todo lo demás. Gustave se decidió.

—Abuelo, ¿es posible repararlo? —Le preguntó mientras le extendía el juguete. El viejo bajó el martillo y tomó al muñeco. Meditaba y gruñía indeciso mientras lo palpaba en su totalidad.

—Las articulaciones de la mitad del cuerpo están arruinadas por el fuego, habría que cambiarlas, pero no valdría la pena cambiar sólo la mitad. Hay que reconstruir la pierna que le falta, pero sería mejor hacer las dos de una vez. Necesita ropa y cabello nuevos, y la mitad de la cabeza, es decir, otra cabeza.

Gustave pareció conmocionado.

—¿No puede salvarse nada? —Preguntó.

—Pues, el tronco está intacto, parece que la ropa lo ha protegido, y… —Metió la mano por la abertura del ventrílocuo —Sí, el mecanismo aún funciona.

Gustave encontró divertido ver al muñeco girando la cabeza y abriendo la boca.

—Si se cambian las extremidades y se reconstruye la cabeza debería funcionar a la perfección, pero, lo siento hijo mio, no es un trabajo al cual pueda dedicarle tiempo. Ya tengo muchas cosas que hacer.

Gustave meditó por un momento mientras su abuelo volvía a su martillo. Tomó el muñeco y lo examinó, movió las juntas hasta forzarlas, toqueteó con los nudillos y escuchó el torso hueco resonar, se asomó por las diferentes aberturas para ver, dilucidar el mecanismo, cerró y abrió a la fuerza la boca y el párpado restante, tocó las manos sin dedos y haló la pelusa chamuscada de la cabeza.

—Yo lo haré, abuelo.

—¿Qué cosa, Gustave?

—Yo restauraré al muñeco.

Su abuelo sonrió y asintió levemente.

—Podrías tardar meses, años quizás. Pero supongo es mejor que andar de ocioso.

—¿De qué?

El abuelo rió con ganas.

—Deberías leer más, Gustave. No todo el mundo puede hacerlo, bueno, no en los pequeños poblados como éste.

—Sí, abuelo —Respondió Gustave, algo emocionado.Ya se ocuparía de buscar aquella palabra más tarde, si es que la recordaba. Todavía llovía afuera, y los truenos aún lo estremecían. Pero ahí estaba su abuelo y el muñeco, su primer proyecto de verdad. Le daría vida, le daría una segunda oportunidad.