CUARTA PARTE


 

8

 

 

 

LA ÚLTIMA SEMANA DE ESPERA EN DENVER fue la peor de todas. Al final soñé intensamente con Jeepie en el dormitorio de la casa de ladrillos de Milligan. No había tenido sueños cuando trabajaba en Morris-Myers, quizá porque de noche estaba muy cansado. En tal caso, debo confesar que el trabajo honrado tiene sus ventajas. Aun así, no puedo aprobarlo del todo. Mi padre fue un trabajador honrado y se pasó cuarenta años sacando muelas honradamente con sus pinzas niqueladas, hasta que descubrió que perdía el tiempo con gente que no pensaba pagarle. Sí, señor, fue honrado a carta cabal durante largo tiempo, y creo que se podría pavimentar un kilómetro de carretera rural con las muelas que arrancó sin que le pagaran. No sé cómo todo eso afectó sus sueños y estoy seguro de que ni siquiera en los peores momentos soñó con cosas tan horribles como Jeepie sobre el muro de cemento, con la cara chorreando rojo y luego negro, sin derramar una sola gota de sangre en el cemento limpio. La voz real de Jeepie era lenta y baja, pero en el sueño del muro era cada vez más estentórea y más obscena. A veces silbaba como una bomba. A veces no venía del muro sino de un avión solitario que surcaba el cielo gris, arrastrándose como un bicho enfermo en un techo mugriento, y la voz era enorme y el avión era diminuto. La voz siempre decía lo mismo. En esencia, si eliminamos los blindados y la filosofía del atraco, se podía resumir así: No esperes nada de nadie, muchacho.

Consigue tu tajada mientras quede algo. Y consíguela mientras seas joven y puedas disfrutarla. Pero la última noche, la noche del 30 de agosto, dormí como un bebé.

A la mañana siguiente me levanté, me lavé los dientes y fui a la cocina, y Virginia me ofreció un buen plato de esas salchichas de cerdo que me gustan. Ella ya había comido y puso a cocinar huevos para mí y me sirvió café, caliente y sabroso, como nunca se consigue en los restaurantes y hoteles, ni siquiera en los mejores.

Me sirvió la comida y se sentó frente a mí.

—¿Cómo te sientes, Tim?

Mastiqué la tostada, sonriendo.

—No hablemos ahora. Esto es demasiado bueno para arruinarlo.

—De acuerdo.

Cuando terminé, fui al frente, miré por la ventana y vi a Damon en su jardín, como cualquier otro día. Era extraño que se moviera igual que de costumbre, que la misma esposa diabética con mala circulación en los pies lo esperara adentro igual que el día anterior.

Porque yo me sentía diferente. Como si estuviera cargado con una electricidad fría que me saturaba por dentro y por fuera y me asustaba y me aliviaba al mismo tiempo. Sé que parece rebuscado, pero no estoy adornando las cosas. Mis sentimientos eran complicados.

Habíamos empacado todo salvo lo que habíamos comprado en Denver, que no cabía en las maletas y estaba en el baúl del Packard junto con el equipaje.

Salí a revisar el baúl, miré los medidores de gasolina y aceite y pateé las llantas. La señora Massengale salió al porche y exclamó que era un hermoso día y que su nieta la visitaría esa tarde y que le agradaría que fuéramos a tomar café con ella y con la hija. Dijo que su esposo estaba en una reunión de la Legión Americana, y parecía muy orgullosa de que su esposo hubiera podido ir al centro por su cuenta. Tenía una Estrella de Plata y una medalla por buena conducta en una caja con tapa de vidrio. Había ganado esas medallas como jefe de pelotón en la Primera Guerra. La Legión significaba mucho para él. Y ahora estaba tan viejo que su esposa estaba tonta de orgullo por el solo hecho de que pudiera ir al centro sin ayuda. ¿Y qué había ganado con los años? Una nieta calva y una pensión del ferrocarril que apenas le alcanzaba para sentarse en el porche y parlotear al atardecer y mirar sus medallas. Y, desde luego, el ser miembro de la Legión.

Con el almuerzo limpiamos la heladera, comiendo una explosiva mezcolanza de encurtidos, queso, torta comprada y leche.

Virginia llamó al agente inmobiliario y le dijo que dejaríamos la llave en el buzón, y que un día esperábamos regresar a Denver y todo eso. A la una de la tarde teníamos el Packard y el remolque bajo la puerta cochera de la mansión Goyer en Duchesne. A esa altura yo había perdido gran parte de esa electricidad que mencionaba antes.

Quizá fueran los encurtidos y la torta. Quizá fuera otra cosa. Solo sé que me temblaba la mano cuando encendí el cigarrillo de Virginia y que ella me miró pensativamente.

—Tim —dijo—, si alguien puede lograrlo, ese alguien eres tú.

—Gracias.

Sonrió.

—Y ya lo creo que puede lograrse.

Tomé su cartera, abrí la traba de carey y saqué su brillante y pequeña automática, el juguete que le había dado la noche en que regresamos del establecimiento de Mamie. Parecía una de esas pistolas de kermesse. No era más larga que mi mano y se diría que no mataba una pulga. Eso tenía su gracia, como veremos. Saqué el cargador y revisé la munición, balitas pequeñas con nariz de cobre, como joyas de fantasía. Volví a insertar el cargador lleno, amartillé la pistola y noté con placer que el mecanismo se deslizaba a la perfección, cargando una bala en la recámara cuando lo solté.

—¿Alguna vez disparaste una de estas, nena?

—No, pero debe de ser como apuntar con el dedo.

—Así es. Dicen que por eso, cuando lees la noticia de que un ama de casa le disparó al marido, el tipo no se levanta más. Las mujeres no complican los disparos con cosas raras. Un ama de casa suele tener mucha práctica en apuntarle al marido con el dedo cuando llega tarde por la noche. Y cuando se irrita de veras y usa una pistola en vez del dedo, le pega donde duele.

—Yo no soy ama de casa.

—No, pero tienes algunos síntomas.

Estaba cómodo bajo la puerta cochera y me sentí mejor, hasta que saqué el cuchillo de la guantera. Allí había una piedra de afilar, envuelta en la misma tela que el cuchillo, así que las saqué al mismo tiempo. Las desenvolví y me puse a afilar la hoja con la piedra. Sonaba como cuando raspas una pizarra con los dedos.

—Esa parte —dijo ella—. Ojalá no estuviera esa parte.

—¿Quieres que le salte encima y lo estrangule a besos? —De pronto estaba furioso y descompuesto. Odiaba el sonido del cuchillo contra la piedra. Quería arrojárselo a la cara, salir del coche y correr hacia cualquier parte, solo correr. Limpié la hoja y guardé la piedra y el trapo en la guantera. Salí. Tenía que hacerlo.

Tenía que empezar a moverme, aunque sabía que faltaban más de tres horas para que el número 12 hiciera su última parada del día. Al menos tres horas, quizá un poco más. Virginia conocía el horario tan bien como yo.

Pero me volví y caminé por la entrada hasta la vereda sin siquiera decir adiós. Iba al centro a matar a un hombre que no me había hecho nada, a matar a un viejo cuya única culpa, por lo que sabía, era arrojar envoltorios de chicle en la calle. Iba a matarlo porque el dinero me importaba más que su vida, e iba a matarlo suciamente.

O quizá no. Quizá él me matara a mí y siguiera el resto de su vida con los envoltorios de chicle. Sospecho que me habría echado atrás de no haber sido por Virginia y el afán de demostrarle que era un tipo recio. En todo caso, no quería ninguna despedida sensiblera con Virginia, ningún adiós lacrimógeno. Y menos para esto. Adiós, querido. Ábrele la garganta y báñate en su sangre, querido. Todo lo que gustes. Trabajas con ahínco y mereces lo mejor.

Al caminar hacia el centro pensé automáticamente en lo que habría sentido Jeepie. Y luego pensé por primera vez: Al infierno con Jeepie. Lo he pensado cien veces desde entonces, pero esa vez me conmocionó porque fue la primera.

Bebí una Coca en el bar Tuscany de la calle Quince. Sabía a gasolina. Salí, compré un diario, regresé al Tuscany y me senté en un reservado con otra Coca y el diario. Esperando. De algún modo se hicieron las tres. Pedí un I.W. Harper doble con agua y las cuatro llegaron más pronto y salí, caminando hacia el edificio de tres plantas de Essex, ni rápido ni despacio, sintiendo el confortante calor del whisky.