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PASAMOS LA NOCHE EN PUEBLO. Me gusta recordar esa noche, sobre todo ahora que tengo los días contados y a veces pienso que no he vivido demasiado, apenas veintisiete años. Cuando pienso en ello, el recuerdo de esa noche en Pueblo es inexplicablemente tonificante. Por mucho que vivas, no hay muchos momentos realmente deliciosos en el camino, ya que pasamos la mayor parte de la vida comiendo, durmiendo y esperando que ocurra algo que nunca ocurre. Puedes calcularlo por tu cuenta, usando tu propia vida como referencia. La mayor parte de la vida consiste en esperar a vivir. Y pasas mucho tiempo preocupándote por cosas sin importancia y gente sin importancia, y todo esto te queda muy claro cuando sabes con precisión el día en que morirás. Mi caso, por ejemplo. Siempre tuve pavor al cáncer y una vez estaba seguro de tener cáncer de pulmón. Y durante un año vacilé en hacerme una emplomadura porque cuando muerdo algo frío esa muela me molesta. Pero no moriré de cáncer de pulmón ni tendré que ver al dentista por esa muela. Ahora lo sé. Ahora sé que gran parte de esos veintisiete años fueron pura chatarra. Así que cuando medito sobre las cosas que hice y las que no hice, en el fondo de mi cabeza, tomo esa noche en Pueblo y la examino una y otra vez, como cuando vas a ver una película que te gusta y la miras en dos o tres cines para ver si es tan buena como te pareció la primera vez.
Pienso en el modo en que repartíamos los tragos, sirviendo uno por vez y paladeándolo hasta que se terminaba, y pasándonos el hielo boca a boca. Pienso en cómo nos reíamos de nosotros mismos y en la faja llena de dinero colgando de la lámpara del cielo raso. El colgante era uno de esos odiosos artefactos de tres puntas, cubierto de hojas de acero que estaban pintadas en varios tonos color moho.
La faja estaba clavada en una de esas hojas filosas y arrojaba una sombra sobre ella.
A la luz del día revisamos los daños, demasiado cansados y doloridos para considerarlo gracioso, pero no tanto como para no comer salchichas con huevos y tostadas en el pequeño restaurante que había frente a la cancha de tenis. Ella tenía el ojo derecho tumefacto y los labios magullados y cortados. Yo tenía la nariz hinchada e inyectada de sangre por el rodillazo que me había dado en la montaña. Además, durante las cuatro o cinco horas que habíamos dormido ella se había enfriado, y ahora me miraba por encima de la taza de café como si acabaran de presentarnos y aún no supiera qué pensar de mí. Mientras desayunábamos, ella leía el matutino, el Pueblo Chieftain, pegada a la primera plana. Un gran titular anunciaba que el fiscal de distrito de Nueva York investigaba una organización de callgirls donde las chicas recibían hasta quinientos dólares por noche a cambio de sus favores. Y había una gran foto de una hembra despampanante con la cara tapada por un chal con pintitas o algo parecido. Yo había comprado el diario y lo había mirado antes de dárselo a Virginia. En el momento pensé que la nota le interesaba principalmente por la cuestión del dinero.
No hablamos.
Pagué la cuenta y le di una propina a la mesera, que revoloteaba sobre la mesa como una nube gorda y almidonada. Le sonreí a Virginia y ella plegó el diario. El coche andaba espléndidamente y la faja estaba guardada en la guantera con el revólver y los cigarrillos.
Era un bonito día, estábamos libres y en marcha, y además yo había tomado una decisión importante sobre ella. Había decidido que tenía el coraje y la sangre fría como para ayudarme con el remolque y lo demás, y con esa habilidad para conducir, y esas agallas, entre los dos teníamos excelentes probabilidades de ejecutar el maravilloso plan de Jeepie. Él siempre había dicho que el plan necesitaba dos personas, una que debía aguantar la espera y otra que debía arriesgarse a morir. Bien, yo disponía de dos personas, Virginia y yo. Y si encaraba el trabajo sin titubear en ninguna etapa, obtendría un botín suficiente para un batallón.
Jeepie siempre pensaba en cientos de miles de dólares. Tenía facha de lustrabotas pero pensaba en cientos de miles. Virginia aguantaría la espera, y a mí no me molestaba arriesgarme a morir.
Entonces no pensaba que un hombre podía morir con fecha y hora, contando los días y los minutos como si esperase un bebé. Para mí la muerte era un gran estruendo seguido por una oscuridad igual a cualquier otra oscuridad, aunque más plena y duradera. A mi modo de ver, la muerte era bastante escénica, y para nada solitaria.
En el peor de los casos, me aguardaba un largo sueño después de una apabullante escena final, llena de olor a cordita y valentía homicida. Y lo peor para Virginia sería la vida en una penitenciaría estatal, culpable de asociación ilícita y pasible de pena de muerte, pero con unas piernas y unos ojos que los jurados no querrían freír.
No dispararía ninguna pistola, no empuñaría ningún cuchillo.
Esperaría y conduciría. Y en nuestro gran país (la tierra de los libres y el hogar de los valientes, como dice el himno) la cadena perpetua suele reducirse a una condena de diez o veinte años. Bastaría con cinco editoriales lacrimógenos. Cinco detalladas entrevistas con la dama de los ojos gris lavanda, que sabía que su amigo no era un modelo de legalidad, pero que jamás habría pensado que mataría para obtener dinero sucio. Libertad condicional para Virginia. Más hombres para Virginia. Quizá hombres ricos, como los que debían de haberle comprado esa cartera con un trozo de carey y los zapatos buenos. Y también los trataría como un gourmet que mastica un pedazo de pan rancio. ¿O no? ¿Qué diablos la había impulsado a aceptar un trabajo de diez dólares en un hotel de mala muerte? Ella también huía, pero ¿de qué?
Estacioné cerca de una tienda de artículos deportivos, apagué el motor y saqué la llave de arranque. Era media mañana y la vereda desierta era invitante y disfruté de la sensación de pisarla.
Le pedí al hombre de la tienda lo que quería y dijo que tenía justo lo que yo buscaba, una bolsa de dormir de dos plazas de edredón auténtico; si el precio era demasiado alto, tenía bolsas del ejército de una plaza con manta marrón. Elegí la bolsa de edredón. Me gustaba el acolchado, que permitía que las plumas se movieran bajo la tela.
Envolvió la bolsa en papel marrón, con un cordel bien ceñido, y luego se las ingenió para venderme un cortaplumas Roger con mango de asta de ciervo y hojas de acero Sheffield. No necesitaba el cortaplumas, pero siempre me ha gustado comprar cosas buenas aunque no las necesite, y esto entraba en esa categoría.
La bolsa de dormir era otra cosa. Como ambos teníamos la cara machacada, no convenía que durmiéramos en hoteles ni en cabañas. La cara de una persona que ha estado en una gresca llama la atención, aunque no sea interesante. En cuanto ves unos chichones, memorizas lo demás. Claro que a veces tendríamos que parar para abastecernos de comida, pero podía comprar una buena cantidad en tiendas rurales y hacerla durar largo tiempo.
Cuanta menos gente viera nuestras caras magulladas, mejor para Virginia y para mí. Era probable que dentro de un mes volviéramos por la misma carretera.
Compré una caña de pescar, anzuelos y aparejo y un hacha Plumb negra con estuche de cuero blando, y cuando regresé al coche ella estaba dormitando con el diario en el regazo. Guardé las cosas en el baúl en el mayor silencio posible y luego anduve un par de calles y volví a detenerme. Había un local de Kress y al lado una tienda de comestibles. Compré lo que necesitábamos y cuando regresé ella estaba fumando y estudiando el mapa Pan-Am de Colorado. Lo tocaba con una de esas uñas largas y desnudas y en ocasiones miraba por la ventanilla como si estuviera a un millón de kilómetros.
No se fijó en mí mientras yo guardaba las sartenes, la grasa de cerdo y el resto de la mercadería.
—Nena —dije—, habrá que hacer camping hasta que tengamos buena cara.
Ella raspó el mapa distraídamente.
—¿Para qué necesitamos buena cara?
—Quise decir hasta que nuestras caras se hayan curado.
—Bien —dijo—. No tengo prisa. No soy amante del camping, pero no tengo prisa.
—Mejor así.
—Pero si estás emperrado en reptar por las rocas, masticar langostas y lamerte las heridas, este sitio parece apropiado. —De nuevo tocaba el mapa, y aminoré la marcha y vi que señalaba un lugar en letra pequeña, borroso por las marcas que los cartógrafos usan para representar montañas. Me gustaba el nombre. Cripple Creek: “Riacho de los Lisiados”. Parecía adecuado para nosotros.
—Tuve una amiga —continuó— que pasó allí un verano entero y regresó fascinada. Me dijo que había un solo hotel. El Imperial, creo. Y que por la mañana la gente del hotel subía a las rocas con picos de minero y martillaba buscando oro hasta que tenía hambre.
Y luego comía lo que llamaban “desayuno de minero”. Carne de burro frita y huevos revueltos.
—Nadie fríe la carne de burro —interrumpí con una carcajada.
—Quizá fuera panceta. En todo caso, golpeaban las piedras hasta tener hambre y luego cocinaban, comían al aire libre y escalaban viejas pilas de escoria y relaves y miraban pozos de minas abandonadas.
—No nos conviene parar en un hotel. Eso es lo que trataba de explicarte.
—Y de noche se sentaban en el lobby, mirando sus piedras.
—Maravilloso.
—O bajaban al subsuelo del hotel y miraban un viejo melodrama y se emborrachaban y le arrojaban palomitas de maíz al villano, que en invierno era un estudiante de Cornell.
—No iremos a ningún hotel. —No estaba pensando en mis palabras. Estaba pensando en lo que ella había dicho sobre los pozos abandonados. Respondía una pregunta que me venía preocupando desde que había decidido comprar el remolque. Si había un pozo en un lugar solitario, y si tenía tamaño, profundidad y oscuridad suficientes... Pero algo era seguro: echaría una ojeada antes de incluirlo en el plan. Una pieza que no encajara y el rompecabezas me estallaría en la cara. Pero si lo encaraba con calma e inteligencia, me esperaba la gran vida. Da igual robar quinientos dólares o cinco millones. La pena es la misma, así que es mejor pensar antes que después. Si puedes...
En Colorado Springs salimos de la carretera principal y nos dirigimos a las montañas. Soplaba una brisa limpia, seca y fresca.
El asfalto se convirtió en ripio y luego en gravilla, con largos e irregulares tramos de macadán. Un poniente espectacular se desparramaba sobre el paisaje como jarabe de ópalo y goteaba de las nubes como el metal derretido que cae del cucharón en una planta siderúrgica.
Iluminaba el rostro de Virginia y teñía el coche de rosa. Ella leía de nuevo la primera plana del Pueblo Chieftain y me pregunté cómo podía concentrarse en la lectura en medio de ese hermoso mar rosado y con tanto que ver fuera del coche.
Y en ocasiones volvía a pensar en las minas abandonadas. Tenía que haber una senda que condujera a ellas, un modo de entrar y salir de los viejos emplazamientos. Cuando arrancabas oro del suelo, tenías que llevarlo a alguna parte. Había leído que algunas minas históricas de Colorado eran tan profundas que podías arrojar un guijarro y encender un cigarrillo antes de que el guijarro chocara contra el agua en la oscuridad. O quizá fuera Montana. A veces la gente se caía en ellas y era arrastrada hacia abajo, perdida en un laberinto de túneles anegados, cabeceando en la eternidad. Pero ningún pez se la comía. Quizá el agua helada la conservara en esa negrura insensata y olvidada.
Me volví hacia Virginia para pedirle que me encendiera un cigarrillo.
Me estaba mirando, con el diario plegado sobre el regazo. Parecía estar agitada, pero era algo más profundo que su mal humor estándar, algo que no afloraba a la superficie.
Sonreí.
—¿Qué pasa?
—No lo sé —dijo ella, tiritando—. Pero creo que tú sabes. ¿No te parece raro?
—Sí.
—Estaba leyendo y me puse a pensar de nuevo en Cripple Creek y ese hotelito. Me preguntaba qué sentían al arrojarle palomitas de maíz al villano. Y luego se me puso la carne de gallina y tu expresión se asociaba con ella.
Estiré el brazo para palmearle la mano. Ella la apartó. Su mano estaba fría. ¿Telepatía? Vaya uno a saber. Solo sé que Virginia tenía la mano fría y no quería que yo la tocara. Cuando me encendió el cigarrillo, me lo dio de tal modo que nuestros dedos no se rozaran, y me siguió mirando mientras la luz del poniente duró en el interior del coche.
El camino de Colorado Springs a Cripple Creek es sinuoso, con curvas en herradura en tres o cuatro niveles antes de llegar al pueblo, en un valle que parece un tazón verde. Hay algo loco, feliz y despreocupado en el aire y uno piensa que nadie puede estar triste allí por largo tiempo, por extraños y ambiciosos que sean sus planes. El ocaso no nos dejó ver los colores esa primera noche, pero es un hermoso paraje erizado de puntas curvas que permiten apreciar las grietas, las barrancas y los llanos. Si hay algún lugar del Oeste que es casi tan bonito como el Sur, es Cripple Creek y la comarca circundante.
El sol se puso detrás del borde rocoso cuando aún estábamos diez kilómetros encima del poblado. La mayoría de las luces amarillas estaban pegadas al suelo, pero algunas eran más altas y Virginia dijo que debía de ser el hotel Imperial.
En un punto había una especie de semicírculo cavado en el flanco de la montaña, y la carretera era cinco veces más ancha. A la izquierda de este espacio curvo, una carretera más angosta trepaba a la oscuridad. Allí pasamos nuestra primera noche.