El capitán termina de redactar la nota introductoria, la coloca delante del manuscrito, que apila con cuidado, la corta contra el borde del tocador y la mete dentro de una carpeta. Apaga la luz, levanta la contraventana metálica y mira.

—Hemos llegado —repite el chófer.

Ann no lo ha oído la primera vez que lo ha dicho, pero está segura de que lo repite y le agradece que no haya alzado la voz, que se haya limitado a correr unos centímetros el cristal divisorio para que ella lo oiga mejor. Ann rebusca en su bolso, abona el precio de la carrera y el importe le confirma que ha debido de adormilarse. No se siente demasiado en forma para afrontar cotillones, aunque sean chinos, ni risas. Piensa vagamente en Jim.

Ya sea por azar o porque está informado por otra fuente, el taxista ha parado exactamente a la altura de la cabina telefónica cuya luz amarilla ilumina la rotonda. Ann casi podría tirar de la puerta sin apearse del coche. Se apea, sin embargo, oye a su espalda el régimen del motor que aumenta y se percata de que hay alguien dentro de la cabina. Un chico de unos veinte años, patibulario, con el cráneo rapado, habla por el auricular con una voz aguda, sentado en el suelo, invisible desde fuera. Levanta los ojos hacia Ann, reniega, ella cierra la puerta y vuelve a subirse al taxi, que aún no ha arrancado. El taxista corta el contacto pero no hace ningún comentario. Ocupando su posición de chófer, chino de nuevo, no se vuelve hacia la pasajera. Ann no se atreve a decirle nada, ni siquiera a darle las gracias por haberla esperado, los dos permanecen callados dentro del vehículo. Al cabo de un momento, el falso chino vuelve a poner el contacto pero no hace ademán de arrancar; es sólo para accionar los limpiaparabrisas, cuyas varillas gastadas de caucho producen un chirrido regular de dos notas, asaz relajante en definitiva, puesto que encubre los jirones de frases proferidas por el skinhead y que a veces se escapan de la cabina.

La puerta se abre por fin, el tipo sale, se alza el cuello de su chaquetón de cuero y se aleja corriendo. A Ann le tranquiliza ver que no se queda por las cercanías. Murmura una frase de agradecimiento al taxista, que no parece oírla, y entra en la cabina. Las diez menos dos minutos. El skinhead ha omitido reponer el auricular y lo ha dejado colgado en el aire, se oye débilmente la tonalidad; Ann teme que haya estropeado el aparato. Cuelga el auricular en la horquilla, se alegra al oír el clic y luego la tonalidad y se dispone a esperar. El taxi sigue sin arrancar: Ann ve ahora al chófer de perfil, su presencia la molesta. El hecho de que no sea chino hace menos evidente, a su entender, que participe de algún modo en la sorpresa organizada por Walton, y su tejemaneje silencioso, en consecuencia, se vuelve inexplicable, casi inquietante. ¿Y qué puede pensar el hombre al verla de pie, sin telefonear, en una cabina de las afueras? Es cierto que él mira siempre hacia delante y no puede verla, a no ser que deslice discretamente las pupilas en dirección a ella. Imposible engañarle descolgando el aparato y fingiendo que habla, porque entonces no podrían llamarla. Como último recurso, se arma de valor y golpea con el índice doblado el cristal de la cabina para llamar su atención. Él vuelve la cabeza y ella esboza un gesto que supuestamente significa que puede marcharse, que ya no le necesita. Pero temiendo mostrarse insultante al despedirle secamente después de lo servicial que ha sido con ella, Ann se conforma con agitar una mano indecisa que lo mismo puede entenderse como una invitación a que él entre en la cabina. El chófer, sin embargo, capta su intención y se aleja. Pero se detiene un poco más lejos, al otro lado de la rotonda, justo antes de que lo oculte un edificio en la esquina, a la manera de un sirviente leal que no quiere importunar a su amo pero tampoco que éste no sepa dónde encontrarlo cuando de nuevo necesite sus servicios. A través de los cristales de la cabina se ven las luces traseras del taxi, las raras luces que perforan la oscuridad, junto con el rótulo intermitente y algunas ventanas de un hotel probablemente chino, el Cheng Hotel, un edificio en un chaflán que adentra en la rotonda una punta tan aguda que uno se pregunta quién puede hospedarse en las habitaciones biseladas así.

Las diez y dos. Ann decide esperar cinco minutos más y después se irá. Espera que nadie reclame el uso de la cabina, pero el barrio parece desierto. Extraño en un sábado por la tarde. La perspectiva de una broma le parece cada vez menos improbable, aunque no ve otras que la sustituyan y su malestar aumenta. Quizá la espían desde una ventana a oscuras.

El capitán, en efecto, la espía.

Sigue lloviendo. Ann tiene demasiado calor. ¡Vaya idea ponerse un traje de cuero en pleno verano! ¡Y medias! Se ha vestido como para una fiesta, y es lo único pasable que ha encontrado en su ropero. Además, la goma le oprime el vientre. Se pasa las dos manos por debajo de la falda y, tras cerciorarse de que nadie puede verla, desliza rápidamente las medias a lo largo de las piernas, las enrolla y las deja caer en el suelo de la cabina, de lleno en el charco que gotea a sus pies. Es inútil guardarlas, tienen una carrera. Luego siente ganas de acariciarse, es decir, de pensar en Jim, pero se repone y concentra su atención en las agujas de su reloj. Debajo del vidrio, un ligero vaho. Teme que el agua haya dañado el mecanismo, pero la aguja grande avanza normalmente y, en el momento exacto en que expiran los cinco minutos de gracia, oye sonar el teléfono.

Descuelga.

—Llevo diez minutos esperando —dice con acritud.

—Sólo siete —responde una voz desconocida, sin duda velada por un pañuelo o una media.

Ann comprueba que sus medias siguen en el suelo.

—Pero no habrá esperado en vano —dice la voz—. ¿Ve el hotel a su derecha, donde está iluminado?

Su interlocutor la ve, desde luego. Cuando te pones de cara al aparato, en la cabina, ves enfrente el rótulo del Cheng Hotel. Para encontrarlo a la mano derecha hay que estar, como Ann, apoyada de canto contra el teléfono. Gira sobre los talones la cuarta parte de una circunferencia.

—Lo tengo delante —corrige, con una mala fe de la que el desconocido hace caso omiso.

—Bien. Cuando yo haya colgado, antes que usted, salga de la cabina y entre en el hotel. Diga en la recepción que es amiga del señor Polidori. Deletreo: P.O.L.I.D.O.R.I. Es un nombre de origen italiano. Diga que le ha encargado recuperar sus papeles. Están avisados, le darán la llave de la habitación. Coja los papeles en cuestión y vuelva a su casa. Es todo por esta noche, hasta pronto.

El capitán cuelga y sale de la habitación. Ahora le toca a él hacerse el muerto.

Ann oye el clic, cuelga a su vez, sale de la cabina y se dirige al hotel a paso ligero. En la recepción, disimulada a medias detrás de una planta verde que se mustia en el mostrador, una mujer gorda inclina con precaución un hervidor eléctrico sobre una taza que contiene una bolsa de asqueroso té inglés. Al menos ella es indiscutiblemente china. Se estremece al oír el cascabel de la puerta que vuelve a cerrarse y levanta el pico de la tetera. Ann ejecuta fielmente las consignas de su interlocutor anónimo y, tal como él le ha dicho, la china no denota sorpresa. Sólo que, en lugar de coger la llave del casillero que recubre la pared que hay detrás de su butaca, la saca de un cesto de mimbre donde se amontonan accesorios de costura y donde se remueve, debajo de una pieza de tela, algo que podría ser volátil. Convencida de que el misterio va a despejarse ahora, Ann sube por una escalera mal alumbrada, tapizada por una moqueta descolorida, se orienta sin dificultad en el pasillo del tercer piso, abre la puerta de la habitación 306, busca a tientas el interruptor y cuando se ilumina el techo, al cabo de dos o tres sacudidas asmáticas, comprende que está en una de esas habitaciones en ángulo cuya configuración ha jugado a imaginarse desde fuera. De cuatro metros de ancho a lo sumo en su base, que está donde se abre la puerta, la habitación se deshilacha de tal manera que al menos la mitad de su superficie es inutilizable. A lo largo de las dos paredes que convergen formando un ángulo extremadamente agudo, han colocado, hacia la base del triángulo, los muebles imprescindibles: a un lado, una cama individual flanqueada por una mesilla, y al otro, cerca del lavabo con manchas de herrumbre, un tocador coronado por un espejo empañado. Sendas ventanas perforan la parte estrechada de las dos paredes y, al descorrer las cortinas, Ann se percata de que una de ellas ha sido cegada con cemento. La otra da a la rotonda y desde ella se ve la cabina telefónica a través de la G luminosa del rótulo, última letra de la palabra Cheng. Encima del tocador hay a la vista una carpeta de cartón entelado. Ann la abre. Contiene una resma gruesa de hojas manuscritas con la letra fácilmente identificable del capitán Walton. Ella piensa al principio que ha compuesto en secreto una novela rosa como las que ella y Brigitte escriben para su colección y cuya primicia él le ofrece. Es muy amable, pero si esto era la sorpresa se justifica mal la escenificación con la que la ha rodeado.

Todavía intrigada, pero ya dispuesta a sufrir una decepción, se deja caer en el taburete tapizado de escay negro y lee las primeras líneas del manuscrito.

«El martes 8 de septiembre de 1821 se descubrieron en Londres, en una casa abandonada, los cadáveres de dos jóvenes que posteriormente fueron identificados como Teresa Hobster, una pobre chica que vendía su cuerpo en el Soho, y John William Polidori…».

Ann pone mala cara. El asunto adquiere un sesgo morboso que le desagrada. Al parecer no se trata ni de una cena de cumpleaños ni de una novela rosa en la que toda violencia está prohibida.

«… doctor en medicina por la Universidad de Edimburgo, despedido hace dos años del colegio de médicos y perseguido judicialmente por deudas de juego. Hacía un mes que los dos habían desaparecido. El juez de instrucción estableció que Teresa Hobster había muerto estrangulada y Polidori envenenado por una dosis masiva de láudano. Se consideró probable, aunque en absoluto quedó demostrado, que uno había asesinado al otro antes de darse muerte. Dieron carpetazo al caso. De entre las escasas pertenencias de los difuntos encontradas en la casa, un texto manuscrito por la mano de Polidori fue conservado algún tiempo en los archivos de la policía. Cuando en 1827 lo reclamó su familia, a la vista del inventario, descubrieron que había desaparecido. Tiene usted en sus manos una copia integral de este documento. Lléveselo, examínelo y ante todo guárdelo en un lugar seguro y no hable de él con nadie hasta que se lo notifiquen».

Esta advertencia preliminar deja perpleja a Ann. El carácter de la broma se le escapa, y no digamos la gracia que tiene. Cierra la carpeta, posterga para más tarde la lectura y, con ella bajo el brazo, sale de la habitación sin olvidarse de apagar la luz. Vaya nochecita.

—¿Ha encontrado lo que buscaba? —pregunta la china de la recepción.

—Ningún problema. Dígame, ¿hace mucho que el señor Polidori vive aquí?

—Oh, no vive, sólo viene de vez en cuando. Pero paga el año entero. Acaba de marcharse. No ha salido en todo el día, hasta creía que estaba enfermo. Verá, sucede en la hostelería, gente así que alquila una habitación y que no se mueve durante mucho tiempo. Debe de ser la murria. Yo siempre tengo un poco de miedo, nunca se sabe lo que pueden hacer. Una vez, un señor muy correcto se quedó así, totalmente solo, durante una semana, no querían que le limpiaran el cuarto, y cuando se marchó, pues bueno, había hecho sus necesidades por todas partes, era asqueroso. Un día entero limpiando. También tenemos miedo de que unos huéspedes se suiciden o se escondan. Ladrones o asesinos, vaya usted a saber; se les pide papeles de identidad, pero los que llevan son falsos. Aunque el señor Polidori no causa ningún problema.

—¿Podría describírmelo? —pregunta Ann, que de inmediato lamenta su pregunta al ver que la mujer se pone en guardia, suspicaz.

—Pero usted lo conoce, ¿no?

—Sí, por supuesto, sólo que… Sólo que, comprenda, la última vez que lo vi hablaba de afeitarse la barba y quería saber…

—¿La barba?

Ann comprende que ha vuelto a meter la pata. Seguramente el capitán Walton no lleva barba, y si frecuenta el hotel desde hace tanto tiempo…

—Ah —dice—, supongo que cuando me ve se pone una postiza. Es muy bromista.

Y sale sin esperar respuesta.

El taxi está aparcado delante de la puerta del hotel. No ha escampado. Primero Ann piensa en marcharse andando pero, casi mecánicamente, abre la portezuela, se desploma en el asiento de atrás y el chófer arranca sin preguntarle siquiera adónde va. Durante el trayecto ella se esfuerza inútilmente en leer algunas páginas del manuscrito, aprovechando las farolas o las paradas en los semáforos en rojo, y lo único que consigue es irritarse los ojos. Quiere encender un cigarrillo. Sin volverse, el taxista golpea con el índice doblado contra el cristal divisorio y luego, desdoblándolo, señala un letrero colocado encima del taxímetro rogando a los pasajeros que no fumen. Ann rompe nerviosamente el cigarrillo entre los dedos.

Cuando se apea del taxi delante de su edificio, ya no llueve y el aire posee una frescura agradable.

Al subir al cuarto piso, donde se encuentra su apartamento, se mira en el espejo del ascensor, bajo una luz que le da el aspecto de una ahogada incluso cuando tiene buena cara, lo que no es el caso. Con las facciones cansadas, el pelo enmarañado, teme que Jim la sorprenda delante de la puerta, no porque ya haya ocurrido, sino porque lo ha soñado en casi todos sus trayectos en el ascensor y, tal como le conoce, si esto sucede un día será precisamente en un momento como éste, en que lo único que quiere es estar sola. Es cierto que han cambiado hace tres semanas el código que abre el portal del edificio y que Jim no conoce el nuevo. Pero el joven chino con gafas Ray-Ban ha entrado tranquilamente hace un rato…

Mientras corre el agua para prepararse un baño, Ann pone en marcha la cafetera eléctrica con la intención de tomar una taza de café en la bañera, pero sólo se acuerda de este proyecto cuando ya está dentro del agua, al oír el sonido sibilante que anuncia que el aparato ha terminado su cometido.

Cuando vuelve a la cocina, envuelta en una toalla hasta las axilas, el café casi se ha evaporado en el recipiente. Ha debido de dormirse en el baño, como hace un rato en el taxi. A menudo, piensa, sólo tiene conciencia de su sueño al descubrir en la evolución del mundo saltos ínfimos pero únicamente explicables por su ausencia momentánea: unos minutos o unas horas de sopor. Renunciando a fregar, por el momento, cambia el agua, el filtro, el café molido, y vuelve a poner la máquina en marcha. Stalin procedía así con sus pipas, no las vaciaba nunca, se conformaba con aplastar la ceniza acumulada encima del tabaco. ¿Quién le contó esto? Jim no, en todo caso, ella se acordaría. Se acordaría sobre todo del timbre de su voz, de cada una de sus inflexiones en las dos o tres frases de que consta esta anécdota banal. Quizá Walton, pero no fuma en pipa (lástima, le daría un gran aire de oficial de la marina jubilado), como tampoco Jim, por otra parte, y no puede imaginarse este tipo de historia más que en los labios de un fumador de pipa, contada con gestos, aplastando con calma el tabaco en la cazoleta: forma parte del arsenal del narrador bonachón, al igual que la propia cachimba, la broma y el retacador, el pequeño instrumento de metal que sirve para limpiar el tubo. Ann detesta a los fumadores de pipa, su calma afectada y su pose seria, y cae en la cuenta de que, de hecho, desde la muerte de su padre no ha conocido a ninguno. Después olvida este pequeño misterio. Otro más urgente requiere al menos una atención pasajera.

Listo el café, se sirve una taza y se la lleva a la habitación. Allí se pone un albornoz de esponja que era blanco, pero al que un paso desafortunado por la lavadora le ha dado un tono rosa violáceo, se tiende en la cama y, al tiempo que remueve mecánicamente con la cucharilla el café al que no ha puesto azúcar, abre otra vez la carpeta.

Relee primero la primera página, sin comprender mejor por qué, al final de un juego de pistas absurdo, el capitán Walton (si es él, pero tiene que ser él porque es su letra) le entrega con gran secreto, tras haberlo copiado, el manuscrito de un médico muerto en 1821, ni por qué alquila una habitación en un mísero hotel de la periferia a nombre de ese médico.

Pasa la página y enseguida frunce el ceño. Continúa. Su perplejidad aumenta a medida que avanza. El autor del manuscrito, ya sea Walton o el tal Polidori, se presenta como un hombre en las últimas, lo cual, en el segundo caso, se explica fácilmente por la inminencia de su suicidio. Pero dice que tiene cuarenta años, lo que no encaja ni con Walton, más viejo, ni con Polidori, al parecer más joven. Se habla también de un laboratorio, de enemigos invisibles y, en la segunda página, hete aquí que ya no es Polidori ni Walton, sino Victor Frankenstein el que empuña la pluma. Ann no comprende nada. Este nombre le evoca imágenes confusas: la cara del actor Boris Karloff, por supuesto, con esa especie de pernos en el cuello —electrodos, sin duda—, su franja de pelo grasiento, sus párpados pesados, su boca semejante a una llaga; una imagen en blanco y negro salida de películas norteamericanas de antes de la guerra. Jim adoraba esto, la había llevado a ver una retrospectiva del National Film Theatre, pero no está segura de haber visto entonces al verdadero Boris Karloff: tantos actores, después de él, han copiado su maquillaje, sus andares pesados, se han vestido con su piel de animal… Ann se acuerda también de una comedia musical en la que este ser de pesadilla hacía una aparición paródica, se apoderaba del micro y cantaba con aires de crooner extasiado una melodía de Cole Porter. Contrariamente a muchos espectadores, al menos ella sabía que el nombre de Frankenstein no era el del monstruo familiar, eternizado por una interpretación célebre, centenares de películas y dibujos animados, sino el de su creador, un sabio loco al que ella no asocia, en cambio, ninguna cara cinematográfica. Sabe también que antes de convertirse en un mito popular, Frankenstein es una novela escrita en el siglo pasado por Mary Shelley, la mujer del poeta.

Comprende enseguida que necesitaría conocer ese libro para calibrar en qué el texto del llamado Polidori, ficticiamente atribuido al propio Frankenstein, difiere de la versión oficial. Se promete colmar sin tardanza esta laguna literaria y, un poco irritada por la trama de guiños de los que se le escapa la mayor parte, prosigue de todos modos la lectura. El comienzo entero le parece fastidioso, pasa las páginas sin entusiasmo y sólo se demora en el episodio de la noche pasada en la abadía por el narrador y sus compañeros de la universidad. A pesar de los relevos hipotéticos entre Frankenstein y Polidori, reconoce ahí un rasgo del capitán Walton: afirmar que hay un secreto en alguna parte pero que precisamente por su naturaleza de secreto no puede revelarse, una figura en la alfombra, pero que la alfombra entera compone esa figura. Lo único que a Frankenstein se le ocurre decir de esta experiencia es que se ha producido algo inefable que sólo podría expresar transcribiendo fielmente no sólo cada palabra pronunciada por los cuatro jóvenes a lo largo de la noche, sino sobre todo cada giro de sus pensamientos, que no han franqueado el umbral de su boca. El carácter esencialmente decepcionante de este episodio subleva a Ann tanto más porque lo vincula con una experiencia semejante vivida el año pasado con Jim, Brigitte y otro amigo. Una noche, al volver de una fiesta, los cuatro estaban un poco achispados y el amigo cuyo nombre no recuerda —el amante de Brigitte en aquella época— había propuesto un juego. Una persona salía de la habitación y durante su ausencia las otras tres inventaban una historia que el excluido, al volver, se esforzaba en reconstruir a base de preguntas a las que las normas imponían responder únicamente sí o no.

Ann, que tenía que hacer una llamada telefónica, se había ofrecido voluntaria para salir del cuarto. Cuando volvió al salón, sus preguntas sucesivas, que suscitaban respuestas positivas o negativas cada vez más incoherentes, habían generado una historia tan retorcida que lo que más lamentaba, al igual que los otros tres, era no haber tenido a su disposición un magnetófono para grabar una improvisación de la que nunca se habría creído capaz. Al día siguiente le habían confesado que el juego no consistía en absoluto en reconstruir una historia previa, sino sólo en responder sí o no según que la pregunta terminase por una vocal o una consonante. Este procedimiento mecánico muy bien puede dar lugar a un resultado enojoso. En aquella ocasión, la inspiración de Ann, pillada desprevenida, estimulada por la necesidad de imaginar los enlaces lógicos entre respuestas que los azares del alfabeto hacían incompatibles, de tal manera que se podía ser a la vez hombre y mujer, muerto o vivo, haber hecho tal cosa y no haberla hecho, todo esto había producido una historia de la que, por la mañana, la memoria de todos los presentes no conservaba una huella más precisa que la de Frankenstein de la noche en la abadía: sólo algunas balizas, jirones de anécdotas convertidas en absurdas por el reflujo de las ondas verbales que las habían transportado y que dejaban encallar en la orilla de la víspera; el recuerdo exaltado de una maravilla vivida en común y de la que no quedaba más que contraseñas caducadas. Ann comprende muy bien que uno nunca quiera separarse totalmente de las personas con las que ha vivido unos instantes parecidos. Pero ahora ya no hay contraseñas posibles con Jim ni con el instigador del juego, al que Brigitte ha perdido de vista y Ann también… Queda Brigitte.

Ann adivina que este episodio aparentemente gratuito es de hecho el núcleo duro del manuscrito y se le ocurre la idea de que quizá la hayan escogido a ella para conocerlo porque, habiendo vivido algo semejante, se halla en condiciones de captar su alcance. Pero al fin y al cabo otros pasajes que para ella siguen siendo letra muerta pueden muy bien despertar un eco en la mente de otros lectores, desplazar sin mayor ni menor pertinencia el centro de gravedad del conjunto. Y, en el supuesto de que sea así, de que su experiencia personal haga de Ann la lectora privilegiada del manuscrito, ¿cómo lo ha sabido el capitán Walton? Nunca se lo ha contado a él. El capitán no conoce a Jim. Queda Brigitte, por tanto.

Suena el teléfono y justamente es ella, que, como tiene por costumbre, no espera un «¿diga?», no se disculpa por llamar tan tarde, sino que le dice que vaya a su casa, donde se están divirtiendo: hay cantidad de coca y gente que ella no conoce, todo el mundo se devana los sesos para mejorar la intriga desfalleciente de Vanessa, el sol y las noches. Ann titubea, pero quiere terminar la lectura del manuscrito y además, si va, no podrá evitar revelar el secreto, preguntar a Brigitte si está al corriente de la última locura del patrono de ambas y si participa en ella de algún modo. Prefiere decir que está cansada y antes de colgar promete ir a verla al día siguiente.

La continuación del manuscrito no la divierte más. De nuevo le falta la referencia indispensable para su inteligencia. Salvo el pasaje de los turistas ingleses, que le gusta pero se desvía, no hay más que muertos y resurrecciones idénticas, repetitivas, traslados de cadáveres, cabalgadas por pasillos, puertas empujadas, chistes cómplices de los que ella está excluida. Monotonía. Convención mal explotada del relato redactado con urgencia en una noche. Decepción: Ann se espera en vano la irrupción de un monstruo acorde con la tradición del cine y llega al final más perpleja de lo que estaba en la primera página. Y también fatigada. Deposita la carpeta al pie de la cama, conecta el contestador que no ha consultado al regresar, pero qué más da, y se duerme.

Se despierta tarde. Como las librerías y las bibliotecas están cerradas los domingos, telefonea a amigos que puedan tener un ejemplar de Frankenstein. Pero no le responden o no tienen el libro, se asombran educadamente de esta curiosidad repentina por una novela obsoleta. Ella se promete frecuentar en lo sucesivo a personas más cultivadas.

Sale. El sol brilla en la calle, un joven más bien guapo la aborda y ella le reprende con suavidad. En otra ocasión, quizá; eso es, contesta ella. Atravesando Albert Bridge, llega caminando sin prisa a casa de Brigitte, que vive en Chelsea. En el trayecto se para en la panadería francesa donde compra cruasanes que le sugieren planes de vacaciones. ¿Por qué no ir unos días a Francia, al sur de Francia? A la Riviera, como decía su padre con el tono de devoción envidiosa que utilizaba para evocar el mundo de los ricos tal como lo representan los magazines dominicales. Allá podría instalarse todas las mañanas en la terraza de un café, recuerda uno en particular, en una plazuela algo parecida a la de Catania donde conoció a Jim. Habría balancines revestidos de telas floreadas, tomaría un café con leche con cruasanes y luego, más tarde, cambiaría de sitio, elegiría una silla más alta y, sentada a un velador de mármol falso, trabajaría unas horas al sol. En una semana, en diez días, habría terminado La exquisita inconstante, que debe entregar el mes próximo. El único problema sería pasarlo a máquina. No se ve tecleando en la terraza de un café francés: el ruido que perturbaría la quietud de la siesta, los ligones con la camisa abierta que se inclinarían por encima de su hombro para preguntarle qué está escribiendo. Y redactar a mano para teclear después, al regreso, sería una pérdida de tiempo y una infracción de los principios que se ha fijado al empezar a trabajar para el capitán Walton. Le basta con escribir una novela rosa cada tres meses para obtener medios de vida suficientes para ella. Pero el interés de la operación reside en despachar uno al mes y disponer así de dos meses libres: el respeto de este programa impone, una vez establecido el plan, teclear el texto directamente a máquina. Más vale, pues, terminar el libro en Londres, ateniéndose a una disciplina estricta (es decir, dedicando horas a elaborar con Brigitte planificaciones complicadas que merman considerablemente el tiempo que en principio emplean para gestionar) y después irse de vacaciones.

Las normas de la colección, enunciadas en un pequeño folleto de uso interno que rara vez está lejos de su máquina de escribir, definen libros rigurosamente idénticos, sin perjuicio de mínimas alteraciones como los nombres de los protagonistas, algunas peripecias y la ubicación temporal y geográfica. Aunque abandona al libre albedrío de sus autores los nombres y los detalles de la intriga, el capitán Walton se reserva el derecho de elegir el lugar y la época de la acción, con ayuda de tablas sinópticas que repasan la historia del mundo desde hace dos siglos, así como un planisferio clavado en su despacho y constelado de banderitas que indican la confiscación de los territorios al servicio de la colección. De esta manera a Ann, para su tercera novela, le han asignado el comienzo del siglo XIX en Francia e Italia. La exquisita inconstante, que se llama Bernadette, es pues la flor más preciosa de la mejor sociedad parisina en los tiempos de la Restauración. Calesas, crinolinas, paseos por el bosque. En el primer capítulo sus padres la prometen sin consultarle con un muchacho tan aristocrático como ella, pero muy aburrido, Amédée des Ormes. De la virginidad de Bernadette no cabe duda porque todas las novelas publicadas por el capitán Walton exhiben una castidad extrema. Es, por lo demás, la particularidad más difícil, y la que al mismo tiempo más distrae del trabajo, obligarse a imaginar intrigas apasionadas de las que el sexo está descartado de una vez por todas. La costumbre —y el folleto— estipulan que las novelas concluyan en un matrimonio del que cabe, en rigor, pensar que ha sido consumado; sin embargo, estas depravaciones sólo acontecen en la media página en blanco que sigue a la última frase del capítulo duodécimo y último, y sin duda también en las imaginaciones inflamadas por la frustración de las famosas lectoras cuyos gustos y exigencias pretende conocer Walton y cuyo respeto al pie de la letra ordena a su equipo. No obstante, el folleto que le entregaron a Ann en la firma del primer contrato, prevé, o cuando menos tolera, que en el capítulo seis una circunstancia imprevista y novelesca fuerce a los héroes a una intimidad en la que puede suceder que «intercambien besos inconscientes». Al descubrir este párrafo, Ann había sonreído y preguntado a su patrono cómo, según él, dos personas podían intercambiar besos inconscientes.

—¡Ah! ¡Pero a usted le corresponde hacer un esfuerzo de imaginación! Yo no obligo a nadie a poner sexo en mis novelas; no diré que esta cláusula me la impuso, pero que casi lo hizo nuestra amiga Brigitte, y debo reconocer que nuestras lectoras la acogieron con agrado. Pero es facultativa, es incluso la única, y usted puede muy bien prescindir de ella. En lo que insisto tajantemente es en el beso final. Ante el altar, o al menos muy cerca, ¡y en la boca! Si usted, en cambio, suprime el del capítulo seis, me imagino que desilusionará a las lectoras, que se han acostumbrado a él, pero una vez de cuando en cuando no hace daño a nadie, se abalanzarán con más apetito sobre nuestra publicación siguiente.

Ann dijo que ella no desaprobaba en absoluto los besos en la boca, ni siquiera en el capítulo sexto, pero que ella supiera se trataba de un acto deliberado, al menos por parte de los protagonistas.

—¡Nada de violación, se lo ruego! —protestó el capitán—. Es repulsivo. Además, los actos deliberados, sabe usted… Hay muchos menos de los que se cree. Después de todo, nada dice que usted y yo no estemos intercambiando un beso sin saberlo…

A raíz de esta entrevista, Ann había estudiado detenidamente los capítulos sextos de algunos libros de la colección que Walton le había regalado cuando la acompañaba a la puerta. La mayoría de las veces las autoras sorteaban la dificultad traduciendo «sin saberlo» o «inconscientemente» por «apremiados», recurriendo sin vergüenza a la situación conocida de los fugitivos que para que no los reconozcan sus perseguidores ocultan la cara fingiendo que se besan. En algunos libros, los más atrevidos, este beso impelido por la prudencia degeneraba en french kiss[3] en las siguientes formas: los labios juntos se abrían, las lenguas se buscaban, un calor delicioso abrasaba el pecho de la jovencita, bajo cuyo punto de vista invariablemente se contaba la historia. Más imaginativa, una vez Brigitte había situado en la corte del zar Nicolás II un juego de la gallina ciega durante el cual Henry de Buci y Aniouchka Niébolsine, con los ojos vendados, se palpaban mutuamente, creyendo que exploraban a un camarada de su mismo sexo, y acababan besándose con toda la boca, como autoriza lo que se sabe de las costumbres eslavas y de la diplomacia francesa (era en vida de Brézhnev, que lameteaba a todos los jefes de Estado que se le ponían a tiro).

En el caso de Bernadette, la exquisita inconstante, Ann, al llegar al umbral del capítulo sexto, piensa utilizar un recurso todavía inédito en los anales de la colección: el hipnotismo. Al comienzo del relato, Bernadette huye de un baile donde Amédée le ha pisado lánguidamente los pies y encuentra a un chico muy guapo que se llama Gérard, que resulta ser poeta y se enamora perdidamente de ella. Se fugan juntos a Italia, donde llevan una vida de bohemios en una pobreza despreocupada y casta. El capítulo tercero transpone, en los términos convencionales y anacrónicos de la colección, la estancia de Ann con Jim en Catania el año anterior. Sin embargo, como ella conserva un recuerdo penoso del fin de aquel período, en que la pareja se ha deshecho, el relato cobra un sesgo muy distinto con la irrupción de un tercer personaje, un amigo del poeta Gérard. El tal Tim Bishop, boxeador de categoría internacional, además de un dandy fastuoso, visita a los enamorados, los deslumbra con un lujo insolente, inquieta y atrae a la inocente heroína. El capítulo sexto, ante el cual remolonea Ann, prevé que Tim arrastre a la pareja a una sesión de hipnosis, gracias a la cual se produce el beso entre Tim y Bernadette.

Cuando quince días antes Ann mostró esta sinopsis al capitán Walton, temió que él reclamara modificaciones. La cohabitación cuasimarital entre Bernadette y el poeta Gérard rompe, en efecto, con las normas de la colección, aun introduciendo camas separadas y camisones abotonados hasta el cuello. Pero el capitán punteó su lectura de pequeños gestos de cabeza aprobadores, dijo «muy bien esto, muy bien», contra todo pronóstico, cuando llegó a la breve descripción del boxeador y dandy Bishop, inspirado en la admiración (heredada de Jim) que Ann profesaba por Miles Davis: un héroe felino, arrogante, suntuoso, un divo caprichoso y depredador. Viendo que todo marchaba bien, sugirió incluso que Tim Bishop fuese negro, pero el capitán, que claramente no pensaba en Miles Davis y, por otra parte, no debía de saber muy bien quién era, dijo que no, que en ningún caso, que estaba muy bien así. Muy bien, realmente muy bien, repitió varias veces con aire soñador. También le pareció excelente la idea del hipnotismo y acometió, en consecuencia, una disertación pedante sobre la moda del mesmerismo a finales de siglo XVIII.

Ann encuentra a Brigitte en salto de cama, cuidando su migraña, y su apartamento en un sótano se ajusta a la idea que se hace el proletariado del día siguiente de una orgía en casa de unos ricos. Colillas manchadas de carmín tapizan la moqueta de color crema, las lámparas todavía encendidas que no han debido de apagar por la noche, la habitación grande que bellamente han vaciado de muebles huele a tabaco frío, los perfumes mezclados, el olor a cerrado, la puesta en escena, con los cuadros posados en el suelo y vueltos contra la pared, el bastidor es lo único que ve el visitante. Al volver del cuarto de baño donde ha abierto de par en par los grifos de la bañera, que activan ruidos cataclísmicos en las cañerías vetustas, Brigitte camina sobre hojas mecanografiadas, ensuciadas por diversos líquidos, dice: «¡Ah, qué cerdos!» y empieza a recoger el manuscrito disperso de Vanessa, el sol y las noches. En cuclillas, descalza, lee en voz alta algunas frases, se ríe pasándose la mano por el pelo. Por las mañanas se acentúa el relieve de su cicatriz. Ann, molesta, prefiere desviar la mirada yendo a las ventanas tragaluz, de las que levanta los estores y separa los batientes, aliviada al airear la habitación. Brigitte es una antigua maniquí a la que un accidente de automóvil ha dejado una cicatriz muy visible en la mejilla derecha, de resultas de lo cual ha llevado una larga mecha a lo Veronica Lake, después renunciado a su profesión y reconvertido sus talentos en la elaboración en serie de novelas rosas por cuenta del capitán Walton. Ann la quiere mucho, admira que el accidente no la haya amargado. También le gusta su manera casi anticuada de estar siempre al tanto de la última moda. Jim decía riéndose que era swinging London.

Tras haber recogido el manuscrito, Brigitte vuelve al cuarto de baño, cierra los grifos para poner fin a tanto estruendo —se diría que alguien limpia las tuberías con una batería de ganchos metálicos— y, ya en la bañera, lanza gemidos de bienestar. Ann se asegura de que nadie ha usado como cenicero una cafetera eléctrica idéntica a la suya, pero depositada al ras de la moqueta de la habitación grande, y considera obligado preparar el café. Brigitte le grita que ya no quedan filtros, pero Ann confecciona uno con el algodón hidrófilo que encuentra en el armario de aseo. Brigitte, solazándose en el agua, la mira ir y venir mientras se cosquillea las puntas erizadas de sus pechos. A veces, raras veces, las dos hacen el amor, divertidas sobre todo por la idea de que sus caricias sáficas excitan tremendamente a la mayoría de los hombres. Durante esos retozos amistosos, se llaman por sus seudónimos literarios, que cambian con cada libro. Por lo demás se trata de un derecho recientemente adquirido. Cuando Ann le entregó el manuscrito de su segunda novela, El amor es un pájaro rebelde, el capitán Walton quería que conservara el nombre con el que había publicado la primera: Noémie Victoriane. Según él, a las lectoras les gustaba reencontrar en su colección a sus autoras favoritas, cuyas pautas personalizadas reconocen y aprecian. Ann señaló, sin embargo, que el espíritu de la colección, por confesión propia de su director, proscribía toda veleidad de estilo personal, y la estricta observancia de las normas del folleto conducía a que los libros de Ann se pareciesen no sólo entre sí, sino también a cualquier obra de cualquier autora de la casa, por ejemplo Brigitte o Joanna. En absoluto, protestó el capitán, nada de eso: quizá esos volúmenes pudieran parecer intercambiables a primera vista, pero él no escatimó esfuerzos, utilizando como prueba algunas páginas, para distinguir entre las narraciones de Ann y las de Brigitte. «Hay más de usted en sus libros de lo que cree que pone en ellos», le aseguró, «y nuestras lectoras no se equivocan. No sabe hasta qué punto la conocen bien, cómo leen entre líneas». Valiéndose de este asidero, Ann alegó entonces que podían fiarse del discernimiento de aquellas lectoras para detectar a una misma autora encubierta por quince seudónimos ampulosos. «Touché!», exclamó el capitán, seducido de repente por la idea de testar la vigilancia crítica que prestaba a su público. De este modo Ann se salió con la suya y los nombres rimbombantes se multiplicaron en el pequeño cenáculo de Mecklenburgh Gardens. En este momento Ann y Brigitte se llaman respectivamente Hermengarde de Sainte-Trêve y Lucie Closvougeot. Brigitte extrae incluso una vanidad pueril del hecho de que cuenta con más identidades que su amiga, porque cambió de nombre desde la época en que era maniquí para no contrariar a su familia y, con mayor motivo, cuando actuó en una película pornográfica que aún no se ha estrenado pero de la que posee un vídeo que enseña a sus amigos sin hacerse de rogar. El realizador, su amante de entonces, la había bautizado para la ocasión Marguerite de Crayencour, lo que a él le hacía partirse de risa; los demás lo secundaban, aunque no se veía bien dónde estaba la gracia. Posteriormente Brigitte había querido recuperar aquel nombre a modo de guiño cuando empezó a trabajar para el capitán Walton, pero éste se opuso firmemente. En todo caso, la desigualdad del capital patronímico de ambas explica la insistencia de Ann en cambiar de nombre tantas veces como entregue un libro a la colección, y hasta sospecha que Brigitte le ha confiado esta razón personal a Walton, quizá para excitarle, porque él, siempre que le habla de su amiga, lo hace con una sonrisa zalamera en la que ella cree adivinar lo que para un hombre tan delicado debe de equivaler a sobrentendidos pícaros. Las dos, por otra parte, se pierden en conjeturas sobre la sexualidad de su patrono, tan misteriosa, a su entender, como su pasado militar. Brigitte lo cree un pervertido, pero lo único que apoya esta tesis es la dificultad de imaginarlo haciendo el amor, dificultad que sólo se puede obviar atribuyéndole prácticas sumamente complicadas, tendencias vampíricas, atracción hacia una especie de reptiles en vías de extinción, o gusto por la composición de cuadros vivientes. Ann, por su parte, se inclina por masturbaciones rituales, espoleadas por las diversas situaciones que conducen a que los héroes de sus libros se entrefollen sin saberlo.

Echa un vistazo dentro de la cocina. Desalentada por el hacinamiento de vajilla sucia que desborda del fregadero, se apodera de un vaso para enjuagarse los dientes y vierte en él el café que lleva a Brigitte.

Ella bebe un trago, hace una mueca y, echando hacia atrás la cabeza, se sumerge por completo en el fondo de la bañera. Sus cabellos se arremolinan bajo el agua, se los amasa y luego emerge a la superficie resoplando.

—Lucie… —dice Ann.

—¿Sí?

—¿Tú has leído Frankenstein, por casualidad?

—¿Frankenstein, la novela?

—Sí, la de Mary Shelley.

—Es curioso que me preguntes eso. Mira en el suelo, ahí, al lado del cesto de la colada, debe de estar ahí.

Ann se agacha, levanta una toalla húmeda y recoge el volumen cuya tapa verde reproduce a un personaje hediondo, cosido a cicatrices, pero muy distinto del monstruo al estilo de Boris Karloff. Debajo del título, en grandes letras góticas, se lee:

o El Prometeo moderno,

el texto de 1818

y, abajo del todo, el nombre de la autora, Mary Wollstonecraft Shelley, encima de la mención, en pequeños caracteres romanos: edición completa, establecida y anotada por James Rieger.

—Lo he visto hace un momento, al entrar en el baño —dice Brigitte—. Debe de ser de alguien que se lo olvidó anoche, había bastante gente. De todos modos, es la primera vez que lo veo. ¿Por qué te interesa ese libro?

—Alguien me ha hablado de él —responde Ann, prudentemente—. ¿Puedo llevármelo?

—Claro. Si me lo piden diré que lo tienes tú.

Sentada en la taza del inodoro, Ann hojea el libro, una edición de bolsillo universitaria, llena de notas al pie en cada página. Advierte unas anotaciones a lápiz, pasajes marcados de un tirón. Brigitte, cerrando los ojos para evitar que el champú se los irrite, se fricciona el cráneo, con los brazos levantados en una pose conscientemente graciosa. Ann quisiera acariciarle las axilas lisas, rasuradas con esmero, seguir con la punta de los labios la línea de los pectorales estirados. Satisfecha por la explicación, o más preocupada por su pelo, Brigitte no le pregunta nada más sobre su súbito interés por esa novela del siglo pasado. Es, por supuesto, porque conoce la razón.

Al llegar a su casa, Ann pensaba contárselo todo a su amiga. Pero ahora está claro que ella no va a desembuchar. Brigitte conoce al capitán mejor que ella, no por nada hay una edición de Frankenstein olvidada en su cuarto de baño. Es ella, sin duda, la que le ha contado la noche de las consonantes y vocales. Así que más vale seguirle el juego. Sabiendo cada una que la otra lo sabe es más divertido, hasta erótico, sobre todo para ellas, que adoran las conversaciones de doble sentido. Brigitte sabe algo más: hay que intentar empujarla a que hable sin delatarse al hacerlo.

—¿Sabes? —termina soltando con el tono de alguien que se ha retorcido en su asiento durante diez minutos antes de decidirse—. Verás, es el capitán el que me ha aconsejado que lo lea.

—¿Que leas qué? —dice Brigitte, absorta en el champú.

Frankenstein.

—¿Ah, sí? ¿Ahora te aconseja lecturas? Ten cuidado.

Sumerge de nuevo la cabeza en el agua, se sacude el pelo para enjuagarlo. Al volver a la superficie prosigue, riéndose:

—Si te ofrece caramelos, no los aceptes. Es un viejo vicioso.

Desde la altura de sus seudónimos, de algunos años más y de una experiencia supuestamente más amplia, Brigitte la trata adrede como a una hermanita inocente, le pinta un universo de sátiros dispuestos a abalanzarse sobre ella.

—Es una cochinada —responde secamente Ann— enjuagarse el pelo en el agua del baño. ¿Nunca te lo han dicho?

—Sí, pero la ducha lo salpica todo y la uso lo menos posible.

—¿Lo has visto últimamente?

—¿A Frankenstein?

—A Walton.

—No, debe de estar de viaje. No vino el viernes, ni tú tampoco. Es sospechoso. Confiesa, ¿estabais juntos?

Todos los viernes se celebra en Mecklenburgh Gardens, en el despacho lleno de chucherías chinas del capitán Walton, una reunión en la que participan las autoras de la colección. Este rito semanal cumple una función puramente mundana: toman el té, comen bollitos con pasas, intercambian noticias de sus heroínas, de las que hablan como si fueran personas reales que por desgracia no han podido asistir a la reunión. En su primera visita, con Brigitte como guía, Ann, que había hojeado en su casa una de las novelas rosas escrita por su amiga, se había extrañado mucho al ver a las autoras. Brigitte no le había dicho nada y, a la vista de los libros, se esperaba una asamblea de señoritas idealistas, quizá viejas parejas incestuosas, y atribuía al esnobismo inventivo de su amiga la elección de un medio de vida y un ambiente tan alejados de aquellos a los que a priori podía aspirar y frecuentar. Ahora bien, se había encontrado en compañía de media docena de mujeres jóvenes, cuatro de las cuales, al menos, eran bonitas y las otras dos elegantes, todas ellas con un aire moderno, como las que trabajan en la moda, el cine o las relaciones públicas. La habían intimidado su naturalidad, su desenvoltura y hasta sus seudónimos, que mencionaban lo más a menudo posible y que sonaban como los nombres de guerra de cortesanas de la Belle Époque. Ella no conocía aún al capitán Walton, aquel hombrecillo que iba siempre hecho un pincel, con un registro de elegancia ministerial un poco trasnochado, y que participaba con mucha seriedad en una conversación sobre la suerte que aguardaba a Priscilla Darryl-Kenna (la heredera de los cristales Darryl-Kenna) en el principado de opereta donde su prometido, Enguerrand de Lastours, revelaba insospechadamente que estaba poseído por el demonio del juego. Como Laura Fitzlowins, la responsable literaria del destino de aquella joven patricia, carecía de documentación sobre los juegos de casino, el capitán se había embarcado en un curso ilustrado de anécdotas vividas, llenas de apuestas fabulosas, trampas memorables, amigos muy queridos que en fragantes noches de verano, vestidos de esmoquin, se saltaban la tapa de los sesos. Ya desde aquel primer encuentro, Ann había descubierto los recursos imaginativos de quien habría de convertirse en su patrono. Había vuelto a verle acompañada de Brigitte, para entregarle una sinopsis en la que su amiga había colaborado estrechamente, como una madrina atenta, y pronto había escrito para él su primera novela rosa. De esto hacía seis meses. Desde entonces asiste regularmente al té de los viernes, ha entablado amistad con las demás jóvenes que forman la corte del capitán Walton y lo visita personalmente de vez en cuando. Cuando pasa por el barrio, sube al primer piso del número 18 de Mecklenburgh Gardens, intercambia unas palabras con la secretaria, que la introduce sin dilación en el confortable despacho de gentilhombre rural, nostálgico de las colonias de Extremo Oriente, donde el capitán Walton se ocupa normalmente de hacer llamadas telefónicas relacionadas con el planchado de sus camisetas en Melbourne (¡camisetas!), de transacciones bursátiles en Reikiavik o del tiempo que hace en Java, temas de los que a continuación habla con lujo de detalles. También la hace hablar, sin interrogarla verdaderamente, sin interpretar a fondo el papel, para el que, sin embargo, tiene aptitudes, de tío mimoso y bonachón al que su avispada sobrina va a contarle sus batallitas. No, se mantiene discreto, afable, solícito, y consigue inspirar confianza sin que por ello deje de inquietar un poco. Ann piensa que podría haber sido confesor o psicoanalista, una especie de cura de la corte, pues posee la benevolencia preciosa, la curiosidad, el discreto encanto. No militar, en todo caso, a pesar de esos galones por los que parece que siente apego. O sí, pero entonces el capitán Walton podría ser uno de esos oficiales seculares, eminencias grises del estado mayor, que, al amparo de una actividad civil tan inofensiva como una editorial de novelas rosas, maneja los hilos, conoce secretos de Estado que revela al Este, más por gusto de la duplicidad que por convicción ideológica: un Philby, un Maclean, excepto en que (punto remachado) probablemente no es homosexual.

A veces ella se reprocha abandonarse a semiconfidencias con él, pero regresa. Y Brigitte, que se burla de ella, le hace sin embargo visitas parecidas. Ann casi se inquietó el día en que se sorprendió en flagrante delito de mentira: al referir por teléfono su jornada a Brigitte, no mencionó que había tomado el té con Walton en Mecklenburgh Gardens. No había motivo para omitirlo; aun así, ella lo hizo e inventó una compra para llenar el hueco de su empleo del tiempo. ¿Y quién le dice que Brigitte no miente también? Se imagina encontrándola en el umbral de la puerta, o en la antesala donde está la secretaria, y que las dos dicen: «Pasaba por aquí, sólo he venido a saludar…», lo cual sería la verdad estricta, pero ¿por qué, entonces, en la voz de ambas, este matiz de vergüenza, de disculpa?

Además, y sin tener en cuenta el encanto insidioso que ejerce sobre ellas, hay de todas formas algo sospechoso en la industria del capitán Walton. Ann no sabe gran cosa del medio paraliterario especializado en la confección de novelas baratas; no los grandes éxitos de ventas mundiales, sino la pequeña producción nacional difundida por colecciones de tirada media, a razón de dos títulos al mes. Aunque le faltan puntos de comparación, su sorpresa, en la primera visita, no puede atribuirse sólo a la ingenuidad. ¿A qué se debe que esas mujeres jóvenes, visiblemente pudientes, graviten cada viernes alrededor de un oficial amable y sonriente que les sirve el té y les paga sumas apetitosas a cambio de un texto que nada prueba, a priori, que ellas tengan la competencia necesaria para elaborarlo? Porque les paga muy bien. Ann conoce vagamente a un tío, un amigo de Jim, que se gana la vida fabricando en cadena novelas de espionaje: el desdichado, que no carece de talento, trabaja como un galeote y, al cabo de diez años de esclavitud lumpen-literaria, cobra por libro cuatro o cinco veces menos que ellas.

—¿Qué quieres? —dice Brigitte cuando ella le comunica el resultado de sus indagaciones comparativas—. Nosotras somos putas de lujo. El empleo no cambia, pero somos más guapas y nos ha instalado en un barrio mejor un chulo con más pasta, ésa es la única diferencia.

Ann piensa que el razonamiento no se sostiene económicamente, que si una puta de lujo vive mejor que otra es porque el cliente paga más caro, mientras que sus libros se venden al mismo precio que los del amigo de Jim. Pero, en fin, se publican regularmente, los encuentras en los expositores de los drugstores y de las estaciones de tren, ella incluso ha viajado una vez en un aerodeslizador enfrente de una mujer que leía El amor es un pájaro rebelde, y en aquella ocasión experimentó una ligera emoción. Ya ha cobrado dos cheques sucesivos, y cobrará un tercero cuando entregue La exquisita inconstante, la cosa funciona, ¿para qué hacerse más preguntas? Es extraño, eso es todo.

—¿Me pasas el albornoz, por favor? —dice Brigitte al incorporarse. Acaba de enjuagarse el pelo, esta vez con la ducha. Ann se levanta, cierra a medias la puerta del cuarto de baño para alcanzar el gancho del que cuelga el albornoz. En ese momento suena el teléfono y ella interrumpe su gesto.

—¿Lo descuelgo? El teléfono, digo…

Antes de que Brigitte haya tenido tiempo de contestar, cesan los timbrazos. Ann oye en la habitación de al lado una voz masculina que dice «¿hola?» reprimiendo un bostezo.

—¿Hay alguien ahí? —balbucea ella tontamente.

—¡Eh! —grita Brigitte, todavía de pie en la bañera—. ¡Te tomas muchas confianzas! Sí —añade con un tono normal—; un tipo, no sé si lo conoces.

—No creo —dice el tipo en el encuadre de la puerta, avanzando, completamente desnudo, delgado y con rizos, con el auricular en una mano y el soporte del teléfono en la otra—. Es para usted.

Se enreda los pies en los cables que ha arrastrado desde la habitación, se apoya en el marco de la puerta para no perder el equilibrio. Ann deja caer el brazo levantado hacia el albornoz y coge el auricular que él le tiende.

—No hable con nadie del manuscrito.

Es absurdo, piensa ella, se diría que es la voz del encargado del despertador. También la brusquedad con que cuelga justo después de la última sílaba. Dirigiéndose a la tonalidad, ella dice entre dientes:

—No soy idiota.

Luego, a sus compañeros, a pesar de la contradicción:

—Se han equivocado de número.

Realmente está segura de que ha sido el empleado del despertador.

—Pero usted se llama Ann, ¿no? —dice el tipo, frotándose la barba; y, sin esperar respuesta, añade—: Yo soy Allan.

Los dos miran a Brigitte, que abre la boca para decir algo y después la cierra. De repente Ann se siente ridícula, completamente vestida entre estos dos nudistas. Tiende el albornoz a Brigitte, que se lo pone sirviéndose del cuello para secarse el pelo.

—He traído cruasanes franceses —dice Ann—. Y voy a preparar más café.

Al salir del cuarto de baño se lleva el teléfono y roza al chico, que, como si anunciara una gran noticia, dice que él entretanto se va a poner las gafas.

—Prácticamente no veo nada sin ellas —precisa.

Ann se arrodilla, marca el número del despertador, topa con una voz desconocida de mujer. Forzosamente, el servicio funciona también de día, pero los empleados se turnan. Además estamos en domingo. El chico ha debido de llamarla desde su casa, y a Ann la turba la idea de que esta voz posee un domicilio en alguna parte. Ella volverá a llamar esta noche.

A continuación los tres se acuclillan en la moqueta del salón, Brigitte envuelta todavía en su albornoz, Allan con un pantalón de terciopelo informe y una camiseta adornada con un animal de dibujos animados: Ann no logra acordarse de su nombre, no es Snoopy, el perro holgazán y filósofo de Carlitos, sino otro perro tan filósofo como él, de expresión melancólica, el que al final de la historieta declara siempre con un aire consternado: «¿Saben algo? Soy tan feliz». Allan lleva las gafas en la punta de su larga nariz. Al volver de la habitación donde se ha vestido, ha pasado por el cuarto de baño para afeitarse con la cuchilla normalmente reservada para las axilas de Brigitte; las piernas se las depilan. Se ha apoderado de la edición de Frankenstein que Ann ha dejado caer al suelo cuando ha intentado precipitarse hacia el teléfono.

—¿Quién está leyendo esto? —pregunta, dando un mordisco a su cruasán.

—Ann —dice Brigitte.

—Buena lectura. Además, sin querer ser pedante, es de lejos la mejor edición que existe. Tiene todas las variantes y los apéndices, que son importantes para un libro como éste.

—No lo he empezado todavía —confiesa Ann.

—¿A ti también te interesa Frankenstein? —pregunta Brigitte a Allan—. Es increíble, desde anoche todo el mundo me habla de este libro; ¿está de moda o qué?

—Algo así —dice Allan—. La moda del verano, la moda Frankenstein, con la piel de animal, los electrodos y demás…

Se levanta y camina a través del salón imitando el contoneo macizo de los monstruos de la pantalla. Desploma las comisuras de los labios y contrae los párpados, que le dan un aire a la vez inexpresivo y sanguinario.

—¿Y la moda Frankenstein en versión femenina? —pregunta Ann, creyéndose muy lista. (¿Va a hablar él de Elizabeth?)

Allan no reacciona. O bien se lo esperaba o es hábil o, última hipótesis, no está al corriente. Sigue gesticulando, agitando torpemente el vacío con sus brazos, como si la furia lo privase de coordinación motora, y luego se derrumba pesadamente en el suelo. Flexible de miembros, se levanta y vuelve a ocupar su sitio ante la bandeja del desayuno, y a punto está de volcar la cafetera.

—Deberías ver sus cintas de vídeo —le dice Brigitte a Ann—. Ha hecho varios vídeos de muecas, es su gran número. Hay uno que dura casi una hora, apenas mueve las facciones pero cambian sin parar. Da mucho miedo.

—Me gusta dar miedo —confiesa Allan, con aire bonachón—. Me gustan también tus vídeos porno, es un género distinto.

Ann se lo reprocha, pero no puede evitar parecer molesta. Desvía bruscamente la conversación preguntando a Allan por qué a él también le interesa Frankenstein.

—No directamente Frankenstein, sino Shelley. Debía escribir una tesis sobre él.

—¿Una tesis sobre qué? Nunca me lo has dicho.

—Sobre literatura, pero de eso hace mucho tiempo. La he abandonado.

Levanta los brazos al cielo y los baja, mimando la caída de la tesis.

—¿Y qué hace ahora, aparte de los vídeos de muecas?

Ann se reprocha —una vez más— haber hecho esta pregunta. Envidia la naturalidad con que Brigitte se relaciona con la gente prescindiendo de un interrogatorio obligado sobre su profesión, su lugar de residencia, convenciones de las que finge despreocuparse.

—¿Qué hago ahora? —repite Allan, que parece reflexionar sobre la pregunta—. Poca cosa. El muerto.

—¿El muerto?

—Bueno, el fin de semana próximo hago el muerto. El mes pasado fui el asesino, es un cambio.

Ann deduce del asombro de Brigitte que aunque acaba de pasar la noche con Allan no lo conoce mucho más que ella, a no ser que interprete una comedia. A no ser también que Allan lo haya dicho por el placer de desconcertarlas; parece ser su estilo, el perro loco un poco exasperante. Debe de abordar fácilmente a las chicas en la calle, contándoles patrañas.

—Sí —explica él, tras haber disfrutado del efecto—. Voy a un hotel de Brighton con toda una banda de amiguitos y otra gente a la que no conozco, pero que ha pagado por asistir. Bastante caro, incluso. Durante el fin de semana hay un crimen, seguido de uno o dos más; los que han pagado dirigen la investigación, les damos pistas y el domingo el detective lo explica todo. Quién es el asesino, por qué ha matado y cómo. Eso se llama una murder party, funciona muy bien, el hotel vende todas las entradas con varios meses de adelanto.

—¡Qué emocionante! —exclama Brigitte, con una admiración paródica.

—Creo que he leído un artículo sobre eso en una revista —dice Ann.

—No me extrañaría. Cada vez hay por lo menos un periodista que viene a hacer un reportaje. Los del hotel están encantados, es una buena publicidad.

—¿Y tú sabes quién es el asesino? —pregunta Brigitte.

—Sí, sobre todo cuando soy yo. Pero esta vez seré el primer muerto, un trabajo muy descansado. Me caigo de mi silla durante la cena del viernes, llega una ambulancia, me llevan en una camilla y estoy libre hasta el domingo a mediodía, cuando reaparezco para saludar y firmar autógrafos con aire modesto. —(Imita la modestia, no muy convincente)—. El quid está en que no me vean.

—¿Y adónde vas, entonces?

—Todavía no sé lo que voy a hacer en este número, es la primera vez que muero. Quizá volver a Londres, quizá dar una vuelta por la costa, si hace bueno. O me quedaré en mi habitación a ensayar nuevas muecas delante del espejo. O releer Frankenstein, ya veré. ¿Queréis venir conmigo?

—Este fin de semana no —dice Brigitte—. Tengo que terminar Vanessa. Pero en otra ocasión sí, me gustaría. De preferencia en otoño. Brighton en verano es un infierno.

Allan se vuelve hacia Ann.

—¿Y usted?

—¿Por qué no?

—¿Y La exquisita inconstante? —le recuerda Brigitte.

—La exquisita puede esperar —dice Allan, con vehemencia—. Debería venir, de verdad.

Intercambian sus números de teléfono bajo la mirada guasona de Brigitte. No parece sentir un gran apego por Allan y la perspectiva de un idilio entre sus dos amigos más bien la divierte, piensa Ann. Brigitte es dadivosa sentimentalmente, lo cual también forma parte de su personaje: esta liberación sexual, que Ann, por su parte, considera anticuada (de hecho, satisface su amor propio decirse que su amiga lleva siempre varios trenes de retraso en este aspecto). Después hablan de Vanessa, el sol y las noches, que Brigitte proyecta acabar durante el fin de semana y entregársela a Walton a principios de la siguiente, si él ha vuelto por fin de viaje, y a continuación hablan de La exquisita inconstante. Ann y Brigitte mezclan a su antojo las dos intrigas al resumirlas para Allan, que se troncha de risa, conciertan entre sus respectivos personajes encuentros que encaminan el asunto hacia el sexo en grupo. Ante Allan, por lo demás, las dos se llaman entre sí por su nombre de pluma, Lucie y Hermengarde, y él parece comprender de qué intimidad particular lo toman por testigo. En líneas generales, él conoce ya la historia de Vanessa, de quien, como ha dicho Brigitte por teléfono, sus invitados ya hablaron la noche anterior. La de Bernadette, nueva para él, le interesa mucho. Si un día, bromea, Ann consigue vender al cine los derechos de su novela, él conoce al actor ideal para encarnar a Tim Bishop, el boxeador dandy: un amigo suyo que es trompetista de jazz y actor ocasional; ha trabajado en dos películas de vanguardia y en un film dramático para la televisión. Pero sobre todo es un trompetista muy bueno.

—Tiene gracia —dice Ann—. Yo había pensado justamente en alguien como Miles Davis.

Brigitte dice que ella prefiere a David Bowie, pero Allan exclama que ni hablar, que Miles es una idea mucho mejor.

—¿Sabe en quién me hace pensar un poco su trama? —añade—. En Lord Byron y los Shelley.

—¡Y dale! —gime Brigitte (y piensa Ann).

—Sé lo que digo. Pero, guardando las distancias, Byron era en su época alguien parecido a Miles Davis: una gran estrella. Lujo, vehículos deportivos, brillantez discreta, caprichos de divo, escándalos, todo eso…

—Para tu información —puntualiza Brigitte—, tenemos montones de cosas así en reserva. El género del bello tenebroso es una figura obligada y no especialmente original.

—Así y todo. Además hay boxeo, por el que Byron fingía más interés que por la poesía. Y luego todo aquel juego triangular entre la exquisita inconstante, el poeta tontorrón y el gran predador que amenaza a la pareja… Escuchad, voy a contaros la historia del verano de 1816 a la orilla del lago de Ginebra.

—Buena idea —se ríe a grititos Ann.

—¿Ya la conoce?

—Un poco. Me hablaron de ella en la escuela.

A menos que se trate de una coincidencia inverosímil, Allan tiene que haber leído el manuscrito. ¿Y Brigitte, a este respecto?

—Yo no la conozco —protesta ella—. ¡Cuéntala!

—Bien. Estamos, pues, en 1816. Percy Bysshe Shelley, el poeta del mismo nombre, acababa de raptar de casa de su familia a la jovencísima Mary Godwin, cuyo padre, un filósofo gruñón, conocía. Viajaban los dos por Europa, viviendo de amor y del aire, igual que Gérard y Bernadette, y recorriendo caminos, muy vagabundos celestiales. Después de haber atravesado Francia llegan a Suiza, se extasían ante las montañas, citan a Rousseau llorando, hacen un corte de mangas al busto de Voltaire en Ferney y se instalan para pasar el verano a la orilla del lago de Ginebra, en una casita llamada Montalègre. Sencilla, pero adecuada.

—Te has informado a conciencia —dice Brigitte.

—¿Tú qué crees? Por algo empecé una tesis sobre el tema. Una buena mañana llega Lord Byron, con gran pompa. Desembarco de estrella del rock, que perturba la rutina del lugar de veraneo y contrasta vivamente con el lado love and peace y arroz integral de los Shelley. Ah, se me olvidaba decir que Percy y Mary se desplazaban ya con el bebé que acababan de engendrar y con la hermanastra de Mary, que se llamaba Claire.

—Todo el mundo se olvida de ella —observa Brigitte, de una forma un tanto sibilina.

Allan frunce el ceño, lo desfrunce, afianza las gafas sobre el puente de la nariz y continúa.

—Hay que señalar que Shelley tenía la manía de raptar mujeres a pares. La primera vez que se casó los siguió la hermana de su mujer Harriet, y Claire hizo lo mismo. Los vecinos imaginaban desenfrenos terribles que probablemente no existían, sólo Shelley creía en las comunas. Lo cierto es que, sin duda celosa del hermoso poeta de Mary, a Claire no se le ocurrió nada mejor para afirmarse que tratar de seducir al poeta más famoso de Inglaterra, a saber, Lord Byron. Esto sucedió en Londres antes de la partida, Claire montó todo un tinglado, con citas enmascaradas para ofrecérsele, pero al cabo de dos días Byron se cansó y la dejó plantada. Un poco más tarde, al verlo desembarcar en Ginebra, se las ingenió para acercar a la camarilla de Byron y a los Shelley. Para gran espanto de Byron, aunque simpatizó enseguida con Shelley. Se instaló muy cerca, en una villa suntuosa, y todos pasaron el verano practicando la vela y la poesía.

—¿Y entonces? —pregunta Brigitte—. ¿Mary se acostó con Byron?

—No. Ni siquiera creo que hubiera un capítulo sexto, con besos de los que los protagonistas no se enteran. Sólo que la situación era singular. Mary adoraba y admiraba a Shelley, que era totalmente desconocido. Por otro lado, todos los días se encontraba en presencia de uno de los hombres más célebres del mundo y esto, naturalmente, la turbaba. Al mismo tiempo, a pesar de la diferencia de carácter y de notoriedad, Shelley y Byron se admiraban mutuamente, Byron porque tenía buen gusto y no se hacía ilusiones sobre su gloria, y Shelley porque era propenso a admirar y no era nada proclive a los celos. Mary no debía de sentirse muy cómoda entre los dos.

—En efecto, es exactamente La exquisita inconstante —se mofa Brigitte.

—Todas las noches —prosigue Allan— la gente se reunía en casa de Byron, en la terraza de la villa Diodati. Hay que señalar también que el verano de 1816 fue el más asqueroso del siglo, no paró de llover. Para distraerse jugaban al backgammon, que entonces se llamaba chaquete, y leían historias de fantasmas traducidas del alemán. En la época era más bien una especialidad alemana. Una noche, Byron propuso que cada uno escribiera una para entretener a la compañía. Los cuatro se pusieron manos a la obra…

—¿Es decir, Byron, los Shelley, Claire? —pregunta Ann.

—No, Claire no; ella ya estaba fuera de juego. Como Byron no la soportaba, se quedaba en Montalègre, llorando y preguntándose si debía decirle que estaba embarazada. El cuarto era el médico de Byron, que también le servía de secretario, un tal Polidori.

De la sorpresa, Ann, que ordenaba las tazas vacías en una bandeja, deja caer una.

—¿Qué te pasa? —pregunta Brigitte.

Ann se disculpa, corre a la cocina a buscar una esponja tras pedir que la esperen antes de seguir con el relato. Se apoya en el borde del fregadero, intenta reflexionar un instante y vuelve a la habitación grande y se pone a limpiar las manchas de café demasiado azucarado que ensucian la moqueta. Allan prosigue su curso de historia literaria.

—Mary fue la única que realmente cumplió el desafío. Shelley empezó un relato, pero se dio cuenta enseguida de que la prosa lo incomodaba. Primero escribía en verso y después lo traducía; en suma, tiró la toalla. Entre Byron y Polidori hubo un conflicto complicado de cuyos detalles ya no me acuerdo pero que, si os interesa, creo que está muy bien explicado en el comentario crítico de este profesor americano. En síntesis, Byron bosquejó una historia de vampiros que abandonó luego, Polidori la reanudó y publicó haciendo creer que era de Byron, que lo desmintió; o sea, un gran embrollo que sólo interesa a los historiadores. Mary, por su parte, fue la última que se puso a escribir, pero una noche tuvo una pesadilla que, mezclada con las conversaciones sobre galvanismo, acabó generando la novela Frankenstein. Tenía diecinueve años. Ésta es la historia.

Allan recoge el libro posado a sus pies y lo hojea.

—¿Y qué fue de Polidori? —pregunta Ann.

—Poca cosa. Se suicidó unos años después. Por cierto, casi todos murieron jóvenes. Shelley se ahogó en 1822, Byron contrajo el tifus en Mesolongi en el 24 o el 25. Mary fue la única que sobrevivió hasta los años cincuenta, cuidando devotamente la leyenda de Percy. Escribió todavía una serie de novelas y ensayos, pero nada tan intenso como Frankenstein. Es un libro muy hermoso, ¿sabéis?

Vuelve a hojearlo, se detiene en una frase subrayada que lee en voz alta:

—«¡No se ría así, se lo suplico!». Parece ser —comentaque Shelley tenía una risa muy desagradable y una voz agudísima. Muchas veces jugaba a asustar a la gente.

Dicho esto, mira su reloj y declara que tiene que marcharse.

Al enfundarse su chaqueta de tweed, demasiado cálida para la estación, le recuerda a Ann su promesa de acompañarlo a Brighton el fin de semana siguiente. Cuando ella se va, a su vez, un cuarto de hora más tarde, Brigitte le asegura, guiñando un ojo, que ha ligado y que no tendrá motivos de queja si sigue adelante: Allan es un buen elemento.

Vuelve a su casa hacia las cuatro, un poco desmoralizada por el ocio dominical que se expansiona en las calles. Como todas las tardes desde el comienzo de agosto, gruesas nubes ocultan el sol, la tormenta no tardará en estallar.

En el momento en que va a entrar en el ascensor, la portera del inmueble sale de la garita acristalada donde se pasa el día controlando una especie de tablero de mandos que se parece al de un avión. Unos meses antes, Ann se negó a participar en los gastos de instalación de un circuito cerrado de televisión que reclamaron unos inquilinos obsesionados por la seguridad. Pese a todo, han colocado el circuito, aumentado los gastos de comunidad, y la portera le ha guardado rencor por su oposición durante un buen tiempo.

—Ha venido un señor a verla —le dice—. Ha golpeado el cristal, pero no tenía el código y no lo he dejado entrar. He hecho bien, supongo.

—De todos modos yo no estaba.

—Es lo que le he dicho, pero ha respondido que tenía la llave. Eso también me ha extrañado.

Ann siente que le tiembla el labio inferior y se lo muerde. Sólo puede ser Jim. Pero como si le leyera el pensamiento, la portera, que conoce a Jim de vista (pasaba todas las noches en casa de Ann), añade:

—No era su amigo. Ya sabe, el que viene a menudo.

—No, por supuesto —dice Ann, tontamente—. ¿Cómo era?

La portera describe a un hombrecillo moreno, bien vestido pero mal afeitado, con aire muy agitado. Quizá italiano. Ann le hace prometer que no abrirá a ningún desconocido que afirme que tiene la llave. La otra declara que conoce su oficio y adopta un aire ofuscado y vindicativo que persigue a Ann hasta el ascensor. Da la espalda al rincón donde sabe que está alojada la cámara y luego recorre el pasillo a paso de carrera y cierra la puerta de su estudio como si un agresor le hubiera pisado los talones.

Pasa el resto de la tarde y de la velada tumbada en la cama, leyendo Frankenstein, con un paquete de galletas al alcance de la mano. Primero pone un disco para acompañar la lectura, pero se da cuenta de que no encaja y busca en vano otro más adecuado. Normalmente, y por incongruentes que sean en principio, las asociaciones fortuitas entre libros y fragmentos de música se le imponen a ella sola como una evidencia definitiva. Por ejemplo, Diez negritos de Agatha Christie y las danzas El príncipe Ígor: una de las melodías casa incluso con el ritmo de la canción infantil que acompasa los asesinatos perpetrados por el magistrado loco en su isla, en la costa de Devon. Pero aquí no. Cierra la tapa de la pletina.

El libro la sorprende desde la primera página. El narrador, en efecto, se llama Robert Walton y es el capitán de un barco que navega por el Gran Norte. Si ésta es la clave del enigma, hay que confesar que no aporta mucho. Según Ann, realmente no hay motivo para emocionarse como un loco por el hecho de que resulte que tiene el mismo nombre, por otra parte vulgar, y la misma graduación que un personaje de novela. Tampoco hay motivo para aprovecharlo creando otra versión del relato (donde, por añadidura, ni siquiera se menciona al personaje). Por lo demás, incluso en Frankenstein el capitán Walton desaparece bastante pronto. Al principio está en el Gran Norte, se aburre un poco a bordo y escribe a su hermana hablándole de sus marineros y quejándose de su soledad, en verdad nada interesante. Hay que esperar a la cuarta carta para que mar adentro, en la costa de Arcángel, recoja a un náufrago a la deriva en una placa de banquisa que se va encogiendo peligrosamente. Al cabo de unos días, el rescatado se encuentra mejor y, sin sobreponerse a una melancolía feroz (parece ser un hombre que ha sufrido desgracias), entabla amistad con el valiente Walton y le cuenta su vida (y el capitán, a su vez, se la cuenta a su hermana). La historia propiamente dicha empieza aquí: son los recuerdos de Victor Frankenstein, piadosamente recogidos por el capitán Robert Walton, cuya misión, por tanto, concluye aquí. Evidentemente, piensa Ann, si el capitán Walton (el auténtico, el de Mecklenburgh Gardens) se hubiera llamado Raskólnikov o Philip Marlowe, ella quizá se habría visto embarcada en una historia de mayor envergadura. Bueno. Continúa.

Tras este preámbulo, la juventud de Frankenstein se parece bastante a la referida en el manuscrito, que Ann consulta con frecuencia para cotejarlo. Igualmente verbosa, no contiene, sin embargo, un desarrollo de la vida estudiantil ni una noche mágica en una abadía. La prima Elizabeth sí está, y también William, el hermano pequeño. En cambio, la novela de Mary Shelley diverge del manuscrito (por supuesto, es el manuscrito el que diverge, pero el orden de sus lecturas enturbia el juicio de Ann) en el momento crucial de la creación del monstruo. En lugar de resucitar a una Elizabeth distinta, Frankenstein insufla aliento a una criatura fabricada ex nihilo y que se ajusta, en general, a la tradición vulgarizada por el cine. Escarnecido por los hombres, que se espantan de su fealdad, el monstruo se vuelve malvado, mata al pequeño William y después a Elizabeth y después al amigo Clerval para vengarse de su creador, que se niega a darle una compañera, y Frankenstein, loco de dolor, acaba persiguiéndolo hasta el Gran Norte, donde se le escapa por muy poco y es recogido por el capitán Walton, que reaparece en el último capítulo para formular, destinada a su hermana, la moraleja de todo este sombrío asunto. De hecho, es casi la misma historia que en el manuscrito Frankenstein y Elizabeth cuentan a Mary Shelley.

Si hay que comparar, Ann piensa que prefiere el verdadero Frankenstein a la versión de Polidori-Walton. Allan tenía razón: el libro de esta muchacha de diecinueve años es espléndido. Un poco desfasado, desde luego, con sus enternecimientos, sus sermones moralistas, sus efusiones panteístas, pero siempre conmovedor. Aunque resulte ridículo ver al pobre monstruo llorando a lágrima viva cuando lee a Rousseau y a Gibbon, el dolor de su estancia en el mundo, rechazado por todos, la desolación desgarradora de las últimas páginas dan al relato un peso de humanidad ausente del texto pedante y lleno de guiños que Ann ha leído la víspera. Pero bueno, el estudio comparativo de los méritos literarios no lleva muy lejos; el orden del día establece cuestiones de carácter más policíaco. Ann coge una hoja de papel y escribe con letras mayúsculas, a la izquierda:

¿QUIÉN?

y a la derecha:

¿POR QUÉ?

Después ennegrece minuciosamente las letras mayúsculas, los signos de interrogación, que se vuelven enormes. Por último, debajo de la columna ¿QUIÉN?, apunta tres nombres:

Victor Frankenstein

John William Polidori

Capitán Robert Walton

A saber: un personaje de novela (además de narrador, en las dos versiones de la novela), un personaje real, pero que lleva muerto un siglo y medio, y finalmente un personaje vivo al que ella conoce pero que ha desaparecido inexplicablemente hace unos días, y que es también un personaje del libro, el confidente del primero.

Con toda probabilidad, el manuscrito es obra del tercero, que lo ha escrito o, si se cree en esta hipótesis, copiado, en la habitación de hotel donde Ann lo ha encontrado. Ya es extraño que el capitán Walton (el auténtico), tan amante de la comodidad, se encierre en un hotel piojoso para escribir allí una segunda versión de la historia de Frankenstein. Pero más extraño aún es que lo atribuya no a Frankenstein, no a su homónimo, del que habría podido, en definitiva, desarrollar su papel secundario, sino a un personaje oscuro, periférico a la historia literaria, el tal John William Polidori, cuya breve existencia resume la siguiente reseña biográfica, incluida en la inestimable introducción del profesor James Rieger (de la Universidad de Rochester, autor, por otra parte, de: El rebelde: las herejías de P. B. Shelley):

«Vástago de una familia cultivada, crece en el ambiente de los expatriados italianos de Soho. Su padre, Gaetano Polidori, había sido el secretario del poeta Alfieri y, más tarde, su hermana habría de traer al mundo a Christina, Dante Gabriel y William Michael Rossetti, quien en 1876 publicaría los diarios de su tío.

»Sus pretensiones literarias, sus celos de Lord Byron y Shelley, sus cambios de humor, sus “eternas absurdidades y tracasseries (en francés en el original)”,[4] como escribe Byron en su propio diario, fueron una fuente de cuitas constantes durante el verano de 1816. De carácter a la vez agresivo y timorato, un día desafió a duelo a Shelley, pese a saber que el poeta (y quizá porque lo sabía) desaprobaba toda violencia. Byron propuso entonces ocupar el lugar de Shelley y el incidente no pasó de ahí. Dos años después, tras un viaje a Alemania, el joven médico regresó a Londres, donde puso fin a sus días en 1821, dejando dos volúmenes de versos mediocres, obras de teatro inacabadas y el relato El vampiro. Publicado en 1819 y nacido de la célebre apuesta de la villa Diodati, el rumor público atribuyó este relato a Byron durante algún tiempo, a pesar de que el poeta había afirmado: “Tengo una aversión personal a los vampiros y el poco conocimiento que poseo de sus costumbres nunca me habría empujado a dedicarles un cuento, y menos uno tan malo”. Está demostrado (añade más adelante James Rieger) que “el pobre Polidori”, y no Byron, fue el interlocutor de Mary en la conversación científica que a ella le inspiró su famosa pesadilla y, posteriormente, la novela Frankenstein».

En la parte inferior de la hoja, Ann anota el nombre de William Michael Rossetti, editor del diario de Polidori, referencia que podrá servirle si decide proseguir sus investigaciones. Apenas trazadas las palabras, se endereza y sonríe para sus adentros. ¡Tendría que volverse loca para pensar en hacer indagaciones basadas en semejante farsa! Tiene algo mejor que hacer: por ejemplo, terminar La exquisita inconstante, que no será, desde luego, una obra maestra de prosa narrativa, pero que le reportará medios de vida holgados hasta el invierno; es decir, piensa con amargura, medios con que pagar a la portera circuitos cerrados de vigilancia que le ponen la carne de gallina.

Va a sentarse ante la mesa de bridge sobre la que están dispuestos la máquina de escribir y, en una carpeta, los cinco primeros capítulos, de los que relee algunas páginas. Asqueada al instante, decide que de todos modos es demasiado tarde para ponerse a trabajar y que, ya que ha perdido las horas del atardecer, más vale dedicarlas a un enigma absurdo, pero divertido. Mañana irá a ver al capitán Walton y le preguntará el sentido de todo esto, dejando bien claro que, si se hubiese empeñado, no le habría sido demasiado difícil descubrir la clave ella sola. Le expondrá sus indicios, sus deducciones, hará alarde de un talento de detective que podrá serle útil, al fin y al cabo, el fin de semana próximo. Ciertamente irá con Allan a Brighton, él le gusta. Piensa en telefonearle enseguida, para aceptar y también para pedirle la explicación a él. No cabe duda, está al corriente. Y Brigitte quizá no. Ann ha intuido esta tarde que el juego se desplazaba, se desarrollaba de hecho entre Allan y ella, por encima de la cabeza de Brigitte, que no entendía por qué todo el mundo se emocionaba tanto con Frankenstein. O bien ella jugaba también, pero sin delatarse, reservándose sus piezas, lo que no le parece propio de ella. Al final no llama ni a uno ni a otra.

Llama, en cambio, al servicio despertador y al oír la voz del joven que ella conoce está totalmente segura de que era él, esta mañana. Se lo pregunta, para qué andarse con rodeos. El chico parece muy sorprendido. Es evidente que no, no se habría permitido llamarla de esa manera; además, no trabaja de día. Obviamente la toma por una chiflada, o él también interpreta una comedia. Por supuesto, no es muy verosímil que requisen el servicio despertador para las necesidades de una farsa, o para una búsqueda del tesoro, o para Dios sabe qué, pero a fin de cuentas, ¿por qué no? Está segurísima de reconocer su voz, las negativas del chico parecen tan sinceras y atolondradas que deben de ser fingidas. Tal vez Brigitte le ha pedido la víspera que llame a su casa la mañana del domingo y que pregunte por Ann; él habría accedido, es un chico servicial. Entonces se le ocurre la idea de un efecto bumerán.

—Escuche —le dice al joven—, hágame un favor. Llame ahora al 3546023 (es el número de Brigitte) y diga sólo una frase.

—No es muy legal, pero en fin, por usted… ¿Qué frase?

Ann reflexiona. Hay que mostrar a Brigitte que conoce el juego y que es capaz de superarla si quiere.

—Sólo esto: «La chica del manuscrito va a traicionarla; tenga cuidado…». Luego cuelgue de inmediato.

El chico se guasea, al otro lado de la línea.

—Vaya, es un rollo de espionaje…

—Sí, eso es.

A continuación Ann reanuda sus notas, tacha la enumeración vertical debajo de la pregunta ¿QUIÉN? y escribe, con mano firme:

Robert Walton = J. W. Polidori = Victor Frankenstein; luego rodea con un círculo el nombre de Polidori y traza encima de todo un nuevo signo de interrogación. No es un gran progreso.

¿Los móviles, entonces? ¿POR QUÉ?

Para Frankenstein, hay que creer su palabra, puesto que es el narrador. Simplemente quiere contar su vida, y, como precisa él, enmendar los errores de la versión oficial, de la que también puntualiza que es el inspirador.

En consecuencia es bastante fácil deducir el móvil de Polidori. Amargado por el fracaso de sus obras y el éxito de Mary, a quien ha dado, en suma, la idea de su bestseller (ya que ha evocado con ella una historia de este género), redacta a su vez su propia versión con el único propósito de identificarse con Frankenstein, de denigrar a Mary, de transformarla en un zombi e insinuar que ella no es la verdadera autora de la novela. Es atrozmente enrevesado, pero se sostiene.

Queda el capitán Walton, del que no ve bien qué otro objetivo prestarle, como no sea desconcertarla jugando con una homonimia forzosamente gratuita. A no ser que sea el descendiente del Walton de la novela. Pero no (se ríe por haberlo pensado seriamente un instante), los héroes de ficción no tienen descendencia. O entonces es rigurosamente concebible que haya existido a principios de siglo un auténtico capitán Walton, al que Mary Shelley conocía y al que ha metido en su libro. Pero, de todas formas, ¿por qué este Walton no desempeña ningún papel en el manuscrito? ¿Por qué, después de aparecer al comienzo de toda la historia, se pierde su rastro y pasa el relevo enseguida a ese siniestro Polidori? ¿Y Brigitte qué pinta en todo esto, y Allan, y ella misma? ¿Por qué ella? ¿Qué esperan que haga?

Desalentada, sin esperanza de descubrir gran cosa, Ann recorre de nuevo el manuscrito. Frunce el ceño, en la última línea. Hay otro misterio, inadvertido en la primera lectura. El relato está fechado en 1828. Ahora bien, la nota del prefacio remonta su hallazgo, cerca del cuerpo del joven médico, al mes de agosto de 1821. Si el autor se ha ocupado de oponer así estas dos fechas, lo ha hecho forzosamente adrede. Quizá para indicar que la pista de Polidori es falsa, pero entonces ¿por qué haberla rastreado? ¿Para poner a prueba la atención de Ann, así como la de las lectoras de la colección? Es evidente, en cualquier caso, que este Polidori está en el corazón de la charada preparada por Walton. Está decidido, mañana irá a informarse. Y ahora se adormece.

Al día siguiente por la mañana el teléfono la despierta temprano. Es Brigitte, que le propone que vaya a jugar al squash con ella. Todavía adormilada, Ann declina la invitación diciendo que tiene pensado ir al British Museum para investigar algo.

—¿Investigar? —aúlla Brigitte—. ¿Pero qué tienes que investigar? ¿Es el otro, con su tesis, el que te ha metido esas ideas en la cabeza?

Ann jura que no; simplemente quiere documentarse para su novela.

—¿Una novela? ¿Escribes una novela? ¿Estás loca?

—Pues sí. Tú también, ¿no?

—Ah —dice Brigitte, tranquilizada—. Me has asustado, creía que hablabas de una novela de verdad, con psicología sutil y monólogos interiores. Aunque también estás loca si empiezas a documentarte para La exquisita inconstante.

—¿Tú sabes cómo se vivía en Italia a principios del siglo pasado?

—No, ni en San Petersburgo en 1880; bueno, no muy bien. Pero no tienes más que preguntar al capitán, él sabe todo eso.

—Si no está aún de viaje.

—Es posible —admite Brigitte—. Debe de estar en Italia, en 1820, para reunir tu documentación…

Después insiste un momento en que Ann sacrifique sus investigaciones y vaya con ella a jugar al squash, y luego, desistiendo, propone pasar a recogerla, porque va en coche, y dejarla en el British Museum. Ann vuelve a dormirse mientras se pregunta si, bien pensado, no sería más divertido ir a jugar al squash. Toda la historia del fin de semana, el hotel chino, el manuscrito, le parecen lejanos, irreales. De todos modos le gustaría saber cómo se ha tomado Brigitte la llamada del despertador; si es que el chico ha llamado de verdad.

Brigitte la despierta otra vez llamando a la puerta; conoce el código de la entrada. Se desarrolla una escena bastante parecida a la de la víspera pero más corta, porque Ann se contenta con darse una ducha. Brigitte va y viene del cuarto de baño a la habitación grande, lanza gritos porque Ann la salpica, se mira en el espejo empañado que hay encima del lavabo, hojea el manuscrito de La exquisita inconstante y recita en voz alta el pasaje que Ann ha releído irritada el día anterior. «Ya vale», grita, un poco enfadada. «Vale, ya vale», responde Brigitte como un eco, pero interrumpe su lectura. Ni una palabra del despertador. Quizá no estuviera en casa, la noche de ayer. O bien tiene sus razones para callarse. De repente, Ann piensa en el manuscrito de Frankenstein y teme que su amiga lo vea. Se acuerda de haberlo dejado al pie de la cama. Cuando sale de la ducha, con más precipitación que de costumbre, la carpeta de cartón sigue en su sitio, Brigitte no la ha tocado. A Ann le turba su propio alivio.

En el coche, Brigitte charla con vivacidad, dice entre otras cosas que ha pasado la velada trabajando en su casa, pero no menciona ninguna llamada sospechosa, luego deja a Ann delante del British Museum y arranca dirigiéndole un signo de amistad burlón. Ann se pregunta si hace falta una tarjeta para acceder a la biblioteca. Entra, con una ola de turistas en camiseta que vienen a visitar una exposición consagrada al arte tradicional javanés. Sí, hace falta una tarjeta, le explican, pero si rellena el formulario previsto a tal efecto podrán darle un pase válido para el día. Ella lo rellena, dudando ante las preguntas relativas al carácter de sus investigaciones y las autoridades universitarias que podrían recomendarla para hacerlas. Finalmente escribe: «romanticismo», y que es una periodista independiente. Por supuesto, no es muy periodístico estudiar el romanticismo, pero si se lleva la búsqueda más lejos, siempre podrá decir que trabaja para la rúbrica cultural de una revista. De hecho no le preguntan nada y el empleado le entrega un pase sin mirar siquiera el formulario.

Primero prueba a buscar en los catálogos. Hay dos cajones y medio repletos de fichas con referencias a libros dedicados a Shelley; de Mary, su mujer, sólo hay medio cajón, pero aun así es desalentador. Se resigna a buscar en Walton, encuentra cuatro cuyo nombre de pila es Robert (dos de ellos son juristas, a juzgar por los títulos de sus numerosas publicaciones), pero ningún capitán. No ha habido suerte. Queda Polidori (John William), cuyo relato El vampiro ha sido publicado varias veces. Anota la referencia, así como la de Diario en una edición a cargo de William Michael Rossetti y, en cuanto han enviado las fichas a los sótanos por medio de un sistema de tubos neumáticos, se sienta a esperar las obras solicitadas en el lugar que le han asignado.

Un señor mayor, que lleva polainas, saca la lengua tomando notas de un grueso volumen. Comparando el espesor de las páginas que ya ha pasado y el de la resma de hojas ya entintadas por el lector, a Ann se le ocurre pensar que está copiando el tomo entero y se asombra, porque un letrero a la entrada de cada hilera informa de que existe un servicio de fotocopias a disposición de los usuarios. A su alrededor, otros escribas se afanan aplicadamente: estudiantes tardíos, mal vestidos, uno de los cuales sacudido por tics, otros dos albinos. Dos personas sobre ocho es estadísticamente anormal, juzga ella. Sin embargo, lejos de deprimirla, este entorno ingrato le hace tomar conciencia, halagadoramente, de que desentona. No sólo porque es joven y bonita, sino porque en vez de realizar una tarea regular y árida, ella se encuentra en una situación excepcional, novelesca incluso, está efectuando sin que nadie lo sepa unas pesquisas importantes, quizá no exentas de peligro. También por eso ha dicho que era periodista. Ann otorga a este oficio cierto prestigio a causa de que Jim lo ejercía. Un año antes, al regreso de Catania, por encargo de una revista había hecho una encuesta sobre cierto tema relacionado con la defensa nacional y que las autoridades oficiales detestaban abordar: según Jim, porque habrían tenido que confesar la abrumadora circunstancia de que no estaban preparadas para hacerlo. Desestimadas varias veces sus demandas por los ministerios y organismos pertinentes, Jim estaba convencido de que la cuestión no era sólo delicada, sino tan confidencial que al levantar la liebre, al dirigirse ingenuamente a la persona competente, se había convertido en alguien peligroso para el Estado, un hombre al que había que abatir. Durante varias semanas, a la caza de la primicia, se había identificado muy seriamente con la misión de un joven periodista audaz, tozudo, que amenaza en la sombra intereses poderosos que, por su parte, se alían para impedirle que hable. Seguro de que le tenían pinchado el teléfono, lo usaba sólo con reticencia; pelos invisibles sellaban sus cajones. En el metro se bajaba del vagón en el último momento para burlar a sus perseguidores y en la casa de Ann pasaba noches sentado a la mesa de trabajo, con la corbata aflojada (para su encuesta había empezado a usarla) y una taza de café en la mano, fumando un cigarrillo tras otro y estudiando documentos que creía cifrados y en cuyo membrete Ann se extrañaba de que no figurase la mención top secret. Jim veía a Ann continuamente, todavía en esta época, pero era para decirle que sería preferible espaciar sus encuentros porque no quería arrastrarla a un avispero.

En definitiva, el artículo de Jim se había publicado sin suscitar ninguna reacción. Un alto funcionario se había limitado a enviar una carta al periódico para impugnar educadamente la interpretación de determinados documentos y lamentar que el autor de la investigación no hubiera estimado oportuno solicitarle una cita, lo que habría evitado errores, por lo demás inocuos. Habían publicado la carta acompañada de una respuesta de Jim en la que afirmaba que había pedido aquella cita sin que se la concedieran (lo cual era cierto), y aventuraba sobrentendidos que cuestionaban al gobierno, a pesar de lo cual el asunto no pasó a mayores. No se podía hablar de un fracaso profesional, porque todo el mundo en el periódico había considerado el artículo excelente, aunque un poco técnico y demasiado largo. Pero, en el plano personal, esta decepción le había afectado intensamente. Ann, por su parte, recuerda con ternura aquellas semanas de fiebre y de amenaza. Si bien sólo creía a medias en la realidad del peligro (a medias, pero creía), había amado a Jim así, en peligro, con sus aires de misterio, su despreocupación ostensiblemente fingida, sus citas a deshoras y su manera febril de encender cigarrillos mientras consultaba las notas que tomaba en una gruesa libreta negra. Posteriormente habría querido decirle que le gustaba su entusiasmo, su imaginación y que, le intervinieran o no el teléfono, lo esencial en lo novelesco era el escalofrío, pero Jim, que se sentía ridículo, se negaba sombríamente a abordar esta cuestión de la que nunca habían vuelto a hablar desde la publicación del artículo. Sí, una vez, y era uno de los auténticos remordimientos de la vida de Ann: por el tiempo de su ruptura, en el curso de una escena en la que estuvieron a punto de llegar a las manos, ella había soltado una frase despectiva sobre su mitomanía de gacetillero mal pagado a destajo, ya no se acuerda de las palabras exactas pero fue una ruindad horrible de este tipo. Jim se había ido dando un portazo. Y ahora ella, Ann, aguarda en la biblioteca a que le lleven un libro donde quizá se halle la clave de un misterio aún más irrisorio, otra búsqueda más del tesoro, organizada por un hombrecillo ajado, un militar jubilado que dirige una colección de novelas de estación y que amuebla como puede el probable vacío de su vida. Y ella traga, guarda el secreto, no habla de él ni siquiera con su mejor amiga, se excita con el escalofrío de un peligro que no logra representarse, y con razón. Quisiera que Jim la viese, se burlara de ella. Se lo tomaría bien, no le avergüenza en absoluto apasionarse con jugar a detectives, buscar la verdad sobre el extraño caso Walton-Polidori.

Los libros que ha pedido caen por fin encima de la mesa.

El vampiro forma parte de una antología de cuentos góticos, ampliada con una extensa introducción donde encuentra tan poco que espigar como en la del profesor Rieger. El relato propiamente dicho no tiene más que una veintena de páginas, en verdad nada fascinantes. Versan sobre un gran señor maléfico, Lord Ruthven, que se comporta de un modo inesperado, como todos los vampiros tradicionales. El autor del prefacio, por lo demás, reconoce que al relato le falta imaginación, sólo le concede un interés histórico y subraya, a este respecto, que la figura de Lord Ruthven se inspira directamente en la de Lord Byron (a quien, por otro lado, atribuyeron El vampiro, pero él lo desmintió). Es todo. En cuanto al delgado volumen del Diario, en vez de volver a encolar la cubierta hecha jirones, se han conformado con ponerle un bramante que Ann desata ahora. Introducción, en primer lugar de William Michael Rossetti, el sobrino, que presenta el documento como útil para la historia literaria e intenta rehabilitar la memoria de su tío, el cual, conocido sobre todo por las anotaciones ácidas de Byron en su propio diario, pasa por ser injustamente un individuo huraño y sin brillo, siendo así que ha sido, a los diecinueve años, el más joven licenciado en medicina de la Universidad de Edimburgo y que los fragmentos conservados de sus tragedias no carecen de mérito, por no hablar de su inmortal Vampiro… Bien.

Sin embargo, en la página 32, el sobrino Rossetti llega a la muerte trágica de su héroe y anuncia sobriamente que va a limitarse a reproducir el informe del ju…

… ez, completa Ann mentalmente, alzando los ojos hacia la página siguiente, con la esperanza de encontrar mencionado en ella el nombre del capitán Walton.

Pero faltan las páginas 33-34 y 35-36, recortadas a un centímetro del folleto, sin duda por una regla retirada demasiado deprisa, porque el corte, igualado arriba, se transforma hacia abajo en una franja dentada.

Ann duda entre enfurecerse o regocijarse. Desechando la hipótesis de una coincidencia, si empiezan a mutilar las obras del British Museum para impedirle que acceda a un documento es porque el documento en cuestión contiene una pista seria, que su intuición era buena: de un modo u otro, el capitán Walton ha buceado en la muerte sospechosa de Polidori. Poco importa si sólo existe en una novela, lo seguro es que está ahí por algo, ciento sesenta y tres años más tarde (Ann ha hecho rápidamente el cálculo).

Por escrúpulo de conciencia, hojea el libro página a página, para asegurarse de que no han arrancado ninguna más, que no había, por tanto, ninguna otra interesante. A menos, por supuesto, que el misterioso vándalo haya previsto una reacción de este tipo y dejado a su alcance, maliciosamente, pruebas decisivas. Se fuerza a leer, por lo menos en diagonal, el diario, que a pesar de las afirmaciones de Rossetti le parece de un aburrimiento insufrible: jugado al chaquete, visitado la casa de Rousseau, cenado en casa de Madame T… El capitán Walton no aparece en ninguna parte.

Luego devuelve el libro en la ventanilla central y sale de la biblioteca. Ahora la investigación rutinaria, suspira. En tres librerías cercanas al museo pide las memorias y los diarios de Polidori, no esperando encontrarlos, sino oír, por ejemplo, refunfuñar a un librero: «¿Pero qué les pasa a todos con el tal Polidori? Usted es la segunda persona que me habla de él esta mañana». Es una pérdida de tiempo, todos le dicen que están agotados desde hace mucho pero que no le costará encontrarlos en el British. El último de los tres libreros le propone ponerse a buscar, pero la advierte que puede llevar tiempo y resultar relativamente costoso. Ella rechaza la propuesta pero, al husmear en las estanterías, encuentra y compra dos libros: una biografía de Mary Shelley y un libro de recuerdos sobre Shelley y Byron, escritos por un tal Trelawny.

En Mecklenburgh Gardens, adonde llega dando un paseo ocioso, no le sorprende que le digan que el capitán Walton sigue de viaje. La secretaria es la única que se asombra discretamente de que Ann no denote una sorpresa más grande.

Más tarde toma el autobús y va a pasar una parte de la tarde en Hyde Park, primero en un banco y después en el césped, hojeando los dos libros. El del llamado Trelawny es agradable. El autor no tiene nada de un hombre de letras y se presenta él mismo, con una complacencia que no resulta antipática, como una especie de bucanero cuya vida aventurera y tatuajes impresionan a Byron, que se jacta de pendenciero en la buena sociedad y de hombre de mundo ante Trelawny, nada crédulo. Por desgracia, sus recuerdos abarcan solamente los años 1823-1825. Cuenta con detalle las últimas semanas de Shelley, su muerte trágica y sus exequias, pero no habla en ninguna parte de la villa Diodati, de Frankenstein ni de Polidori. La amistad instintiva que siente Ann por Mary Shelley resiste primero a la misoginia de Trelawny, que la representa como una marisabidilla arisca y posesiva, y después al énfasis de Muriel Spark, la autora de la biografía pomposa e inexplicablemente titulada Mary Shelley, hija de la luz. Ann empieza a amar a esta joven tímida y osada, su reserva y su brillantez; prefiere olvidar la segunda parte de su vida, esa imagen de viuda envarada que la chica de diecinueve años que había escrito Frankenstein y recorría los caminos con su poeta adoptó más tarde hasta apagarse.

El libro incluye un índice muy completo, cuya última referencia, que remite a las páginas 13 y 14, cita una obra de Charlotte Dane titulada Zofloya, o el moro. La primera entrada del índice, compuesta en caracteres latinos (no es, pues, una obra, sino un nombre de persona o de lugar), exhorta a consultar las páginas 75-76 y 133-134 para saber más de un pueblo —sin duda alguna es un pueblo— llamado Aberystwyth. En el país de Gales, piensa Ann. Va a la página 75, verifica su intuición, no tiene la curiosidad de mirar también la página 76 ni las 133 y 134, pero al pasar las treinta y ocho páginas apretadas del índice se dice que sería instructivo y divertido leer un libro así, no de la primera a la última página, sino de la primera a la última entrada del índice, remitiéndose cada vez a los pasajes señalados. Sin embargo, en él no figura ningún capitán Walton.

Al final de la tarde se encapota el cielo y vuelve a su casa. Se siente cansada y decide concederse una breve siesta. No desconecta el contestador, no escucha los mensajes que hayan podido dejarle en su ausencia.

Se despierta sudorosa, destemplada. A causa del calor, del presagio de tormenta que obstruye el cielo cargado. La ventana que ha dejado abierta bate violentamente, los papeles encima de la mesa de bridge están desperdigados en desorden por la moqueta. Además ha tenido una pesadilla, directamente basada en su visita al British Museum. La acusaban de haber desgarrado las páginas del libro, el viejo copista con polainas sentado a su lado por la mañana la perseguía con insistencia blandiendo una ficha ilegible y Brigitte le acompañaba. Con la mente todavía nebulosa, Ann piensa que debería haber informado de la desaparición de dos páginas: el lector siguiente, si es que hay alguno dentro de unos años, y si se percata de la falta, tal vez lo haga, tal vez busque en los archivos la ficha del último préstamo, la encontrarán, llegarán hasta ella…

Hace una mueca, se levanta, se quita la camiseta empapada y el pantalón, recoge las hojas dispersadas por el viento. Después cierra el batiente de la ventana, apoya los pechos desnudos contra el cristal, respira hondamente. Es una suerte, piensa, no tener a nadie enfrente, nada más que un solar delante. El cielo es de color malva, con bandas negruzcas. Regresa hacia el centro de la habitación titubeando un poco, se deja caer en el suelo, cerca de la cama, donde sigue tirada la carpeta acartonada que contiene el manuscrito. La coge sin energía, la abre.

En lugar de las hojas manuscritas, ya no hay más que una resma de papel de máquina blanco.

Ann se queda alelada un momento. Por fin, lo primero que se le ocurre es que ha soñado, que toda esta historia del manuscrito, de Frankenstein, de Polidori, de la visita al hotel chino, de la habitación del ángulo, forma parte de su siesta agitada, al igual que la conspiración entre Brigitte y el viejo copista con polainas para que restituya páginas que ella no ha arrancado. El verano en Londres no le sienta bien.

Después, paseando la mirada por la habitación, ve la edición de bolsillo de Frankenstein. Los dos libros que ha comprado a primera hora de la tarde. Y en su memoria reciente hay informaciones sobre Mary Shelley que no tiene sentido que se encuentren allí. Así pues, le han robado el manuscrito.

La mujer de la limpieza. Viene una vez por semana, no el lunes. Y, suponiendo que haya venido este lunes —a veces cambia de día sin avisar, tiene la llave—, ¿por qué habría querido robar el manuscrito? Entonces, ¿lo ha tirado a la basura? No, lo ordena todo con un cuidado maniático, y además está la resma de papel de máquina, de un grosor idéntico.

Brigitte.

Brigitte, por supuesto, que ha tenido tiempo de sobra para proceder a la sustitución mientras que ella se daba una ducha. Sólo puede ser ella. Pero ¿por qué? La hipótesis de la farsa improvisada no se tiene en pie, se trata forzosamente de un plan calculado: Brigitte ha venido con el papel blanco en su bolsa grande de deporte, debajo de la ropa y de las raquetas. A no ser que… Ann examina el paquete de folios encima de la mesa. Pero ya no se acuerda del grosor que tenía la víspera, no sabe si el montón ha disminuido: imposible, pues, decidir si el robo ha sido improvisado o premeditado.

Desconecta el contestador y marca en el dial el número de su amiga. A causa de una sobrecarga en la línea responde una voz sintética, su petición no puede ser atendida y le ruega que llame más tarde. Ella lo hace más tarde, es decir, al instante, y obtiene la misma respuesta.

El cielo se ensombrece. Fuera, unas palomas vuelan en círculo, muy rápido, se cruzan como autos de choque que se apartan unos de otros en el último segundo, virando de un volantazo para evitar la colisión. Hay algo de desquiciado en las figuras que trazan. La inminencia de la tormenta, sin duda. Estalla casi todas las tardes en este momento y no limpian nada, no refrescan el aire. Vuelve a abrir la ventana de par en par, se asoma para observar la calle desierta. Vive en un barrio tranquilo, demasiado tranquilo, erizado de edificios de construcción reciente donde abundan las oficinas y a las nueve menos cuarto hace mucho tiempo que las han abandonado. Pasa un corredor que se dirige hacia el parque a pequeñas zancadas. Justo debajo de Ann, casi a pico desde su ventana, un Triumph azul aparca en batería. El conductor corta el contacto. Ya no hay ningún ruido en la calle, aparte de los chillidos estridentes de los pájaros. Ann aguarda a que alguien se apee del automóvil, cierre la portezuela con un chasquido y haga resonar sus pasos en la acera, pero nadie se apea. Desde su puesto de observación sólo ve el techo del coche. Aguarda un poco más, piensa que está idiotizada, se encamina al teléfono, cerca de la cama, marca de nuevo el número de Brigitte. Otra vez la voz sintética. Cuelga, regresa a la ventana. De todas formas, tendría que escuchar al contestador.

El coche no se ha movido. Quizá el conductor se haya apeado mientras Ann estaba en el teléfono. Para ello habría tenido que cerrar la puerta muy suavemente, pues de lo contrario ella la habría oído: los sonidos de la calle se oyen muy bien y ha aplicado el oído, ha tenido incluso la tentación de desplazarse hasta cerca de la ventana con el aparato, pero no lo ha hecho porque realmente era demasiado ridículo. Ahora lo lamenta. Piensa en bajar a la planta baja: como el coche está aparcado justo delante del portal del inmueble, si hay alguien en su interior lo vería sin ser vista a través de la puerta acristalada. Pero si ya no hay nadie, entre el tiempo que tarde en salir y bajar en el ascensor no se enterará de nada. Si mantuviera mejores relaciones con la portera, podría telefonearle para preguntarle si hay alguien, visible desde su garita, dentro de un Triumph azul estacionado delante de la entrada del edificio, pero descarta esta solución: la otra la tomará por loca y después se lo hará notar continuamente.

Ann se percata de que tiembla. En vez de alejarse de la ventana para buscar en el ropero una camisa limpia, coge la camiseta húmeda que está cerca de ella, en la moqueta, y se la pone. Los pezones se le atiesan, excitados.

Su mirada va de la calle, donde nadie pasa, al teléfono, a la vez esperando y temiendo que suene. El contestador está demasiado lejos para escucharlo ahora mismo. En cambio, prueba de nuevo a llamar a Brigitte, sin alejarse esta vez de la ventana, y al oír la voz sintética se da cuenta de que siente alivio. La asustaría oír a su amiga, no se atrevería a preguntarle por qué ha robado el manuscrito, por qué todas estas payasadas. Por absurdo que sea, tiene que confesarse que piensa en Brigitte como en una enemiga.

Por la calle pasa lentamente una pareja de ancianos. Podría llamarles, pensar un pretexto plausible para preguntarles si hay alguien dentro del coche, pero ¿qué pretexto? Mientras busca uno, la pareja ha doblado la esquina del edificio.

Tiene que hablar con alguien. ¿Con quién? Cae en la cuenta de que de hecho no conoce a tanta gente. Brigitte no responde y de todos modos no tiene ganas de hablar con ella. Jim está excluido, y cualquier persona conocida a través de él. Si no, con amigos más o menos cercanos, tíos con los que se ha acostado, por lo general durante poco tiempo, o antiguas compañeras de la facultad. También está todo el círculo de los toxicómanos, allí tenía amigos, pero ha roto los puentes, en la época de Jim…

Decide llamar a un amigo, Tom, con el que tuvo una relación el invierno pasado, cuando murió su padre. Desde entonces apenas se ven, pero se telefonean a veces; ella le aprecia. Y además él no conoce a Brigitte ni a Walton ni a nadie de esta camarilla, no tiene nada que ver con todo esto.

Se contenta con oír su voz, serena y de buen timbre, evocadora de emisiones culturales a altas horas de la BBC. Él también parece alegrarse de que ella le llame, no espera que ella le diga un motivo concreto para haberlo hecho. Charlar, simplemente, concertar una cita en principio para cenar juntos una noche, eso basta. Así que charlan. Ann se tranquiliza y al mismo tiempo sigue inquieta: charlar con Tom es tan tranquilizador que precisamente resulta imposible explicarle que está en su estudio sin saber qué hacer, acechando un coche del que no sabe si el conductor se ha apeado o no. Y no digamos lo del manuscrito, Frankenstein, la traición de Brigitte, pero no tiene la intención de hablarle de ello. Sin dejar de vigilar el automóvil por el rabillo del ojo, al final acaba confesando que está deprimida, confiando en que Tom le proponga ir a verla o llevarla a cenar. Él capta la intención, está sinceramente consternado: esta noche tiene una cena de negocios que es imposible cancelar, además se dispone a marcharse pero si ella quiere puede pasar a verla después.

Ann sabe que atrae mucho a Tom, que su ruptura, iniciativa que partió de ella, le entristeció. Sabe que él aceptará si le propone pasar la noche con ella, incluso como amigo, sólo como amigo y, por otra parte, qué más da, no le molesta en absoluto acostarse con Tom. Tontamente, sin embargo, no quiere dar la impresión de que ansía su visita y responde que no lo sabe, que seguramente va a salir también, pero que él puede intentar llamarla unas horas más tarde. Con una risita afable, Tom promete hacerlo y cuelga.

Ann está sola otra vez.

El coche sigue estacionado abajo.

Un ruido de claxon, pero muy lejos, hacia Albert Road. De golpe Ann siente que el miedo, eclipsado mientras hablaba, resurge más fuerte, más compacto. Se levanta, camina un momento por el estudio que se sume en la sombra, sin encender las luces. Se sirve un vaso de ginebra, que apura de un trago. Hace una mueca, se retuerce por la quemadura del alcohol, que soporta mal. Luego se precipita hacia el teléfono, marca de nuevo el número de Tom. Le tiembla el dedo índice, va a pedirle que anule su cena a toda costa, que venga de inmediato. Le insistirá, llorando si hace falta, hasta que acepte. Vendrá.

Una voz de mujer mayor. Se ha equivocado de número.

Se disculpa, vuelve a marcar.

«Ha llamado al número de Thomas Ellison», responde la voz de Tom, todavía más serena y radiofónica que de costumbre, con un fondo de saxófono de Gato Barbieri. «Por desgracia estoy ausente en este momento pero le llamaré si deja un mensaje en el buzón de voz después del pitido».

Ann cuelga antes del pitido, cortando a Gato Barbieri en pleno orgasmo, y reflexiona que muchas veces los abonados de un contestador, ella la primera, lo conectan incluso cuando están en casa y se ponen al teléfono, interrumpiendo el mensaje, si quieren hablar con el interlocutor cuya voz han reconocido o que acaba de identificarse. Marca una vez más el número, escucha de nuevo la banda grabada y dice que es ella y que es preciso que descuelgue, aunque tenga prisa, es urgente, pero al parecer ya ha debido de marcharse. Ann detesta a Gato Barbieri.

Rabiosa, notando la proximidad del pánico, bebe un segundo vaso de ginebra, cerrando los ojos como si fueran a picarle a causa del líquido. Tendría que salir, ir a dar una vuelta. Pero sabe muy bien que tiene miedo de salir, miedo del coche que aguarda delante del edificio. Busca de nuevo a quién llamar, repasa la lista mental que ha confeccionado hace un cuarto de hora, vuelve a eliminar a Brigitte, a Jim, a Allan, a la camarilla Walton, a los drogadictos… «Tengo que calmarme», se dice en voz alta, apretando los puños, y el sonido de su voz en el silencio de la habitación la espanta. Repite la misma frase más bajo, entrando en el cuarto de baño, donde abre los grifos de la bañera. Mientras el agua fluye ella se queda de pie en la pequeña entrada, sin saber qué hacer. Pega el oído a la puerta, se arma de valor para entornarla con precaución, para ver si hay alguien en el pasillo. Hacía a menudo esto al poco de separarse de Jim: abrir la puerta lo justo para cerciorarse de que él no estaba detrás, esperando que ella le abriera.

No, no hay nadie, no se oye ningún ruido aparte del ínfimo y eterno zumbido que parece emanar de las lámparas de techo espaciadas a intervalos.

Vuelve al cuarto de baño, donde hace un calor de sauna. Como los grifos no funcionan bien, siempre los deja correr en dos tiempos: primero agua caliente, después fría. Ahora la bañera está llena de agua hirviendo, un vaho opaco cubre el espejo encima del lavabo. Ann se desviste con gestos desordenados, vuelve al estudio para coger el teléfono y el contestador, se los lleva al baño y los deja en el embaldosado, al alcance de la mano, Jim le ha dicho muchas veces que es peligroso telefonear desde la bañera, pero esta noche, si llaman, es absolutamente necesario que pueda contestar. Entra en el agua demasiado caliente, la enfría con la ducha, al sumergir el tubo y la alcachofa el agua se expande en silencio, generando sólo un remolino. La sangre le palpita en los oídos, ha sido una estupidez beber.

Deja secar un poco el brazo sobre el borde de la bañera y luego pulsa la tecla de rebobinar el contestador. Después escucha.

Primer mensaje: «Misión cumplida, he llamado al número que me dijo. Oiga, ¿no estará jugando por casualidad a un juego de rol, como Dragones y Mazmorras?».

Es el tío del despertador, ha debido de dejar el mensaje por la mañana o durante la noche. Ann se pregunta qué es exactamente un juego de rol. Ha oído hablar vagamente de Dragones y Mazmorras, la saga inspirada en Tolkien que los directivos del extrarradio se pasan meses reviviendo, repartiéndose los roles, los atributos, los poderes…

Segundo mensaje. Brigitte: «¿Qué tal tus investigaciones? Te llamo mañana, hasta luego». Lógicamente, debe de haber hecho esta llamada por la tarde.

Tercer mensaje. Otra vez el tío del despertador, que dice solamente: «También haría usted bien desconfiando». Y cuelga.

Ann crispa las mandíbulas. Rebobina febrilmente, vuelve a escuchar los mensajes para comparar la voz del chico guasón que se presta amablemente a sus bromas y la voz amenazadora que le dice que desconfíe. No cabe duda, es la misma.

Se asusta de verdad, no se atreve a llamar al servicio para pedir explicaciones. Por otro lado, sabe que el chico no admitiría que ha hecho la primera llamada; y esto tampoco es seguro. ¿Llamar a la policía, entonces? ¿Para decir qué? ¿Que escuchen su contestador?

Se estremece, alzando la vista. El lavabo y, por tanto, el espejo están a su derecha, no los ve de frente, pero le parece que han trazado unas letras en el vaho del espejo. Y el vaho sólo se ha formado hace unos minutos; incluso se disipa a medida que el agua fría va entrando en la bañera. Pero ve claramente los palotes, de soslayo. Todavía son claros, no por mucho tiempo.

Si no sale del baño inmediatamente para verlo de más cerca el mensaje va a desaparecer.

Y si sale, si descubre que efectivamente hay un mensaje, una palabra, una amenaza, entonces será que no está sola en el estudio.

Ann ya no se atreve a moverse. Retuerce los dedos sobre el borde de la bañera, listos para apoyarse en algo, ayudarla a incorporarse, a salir del agua para desplazarse un paso lateralmente y comprobar.

El teléfono yace sobre las baldosas, al alcance de la mano. Y la bonachona caja negra del contestador.

La puerta del cuarto de baño, entreabierta hacia la entrada oscura. Se adivina el zócalo, más pálido, al fondo. Y como se ha caído el toallero, una toalla se seca a horcajadas en la puerta, por eso no se puede cerrar, aunque ella, de todas formas, no la habría cerrado, a causa del calor.

En el espejo, de canto, ya casi no distingue las palabras. El vaho se desvanece. Una vez más va a perderse la oportunidad, nunca estará segura.

Al levantarse salpica las baldosas del suelo.

Ya no hay vapor, la superficie del espejo está limpia.

De pie, desnuda, escucha el rumor de las tuberías, que procede de las inmediaciones del calentador, ese grueso depósito blanco fijado en el techo, donde deben de meterse los cadáveres o lo que sea. Pero no ha vaciado la bañera, no tienen por qué oírse esos ruidos.

Mira su propia imagen, su cara inquieta, las gotas de sudor en su frente; sus pechos, como en la sauna; también ve a su espalda la puerta del cuarto de baño y la toalla verde que hay allí colgada.

La toalla verde se seca, pues, a lo largo de la puerta y, naturalmente, si pone atención, es difícil no imaginarse que la toalla se mueve, se pliega, que sin duda una mano va a tirar de ella desde el otro lado, desplazarla, y que al mismo tiempo, con el mismo movimiento, la puerta se abrirá hacia el pasillo vacío. Habrá alguien detrás.

Extiende el brazo para empujar el reflejo de la puerta, bien enmarcado en el espejo, pesa sobre su superficie. Los ruidos se reanudan cada vez más fuertes, la ponen en guardia, se vuelve y entonces es ella la que tira de la toalla desde su lado, nadie la sujeta, se la enrolla alrededor, inspecciona la entrada y entra temblando en la habitación grande y en penumbra.

Ahora está acurrucada en la cama, preguntándose qué gestos ha tenido que hacer para encontrarse allí, para que el teléfono y el contestador estén de nuevo en su sitio y encendida la lámpara de la mesilla, es como si este momento de su vida —desde que ha extendido la mano hacia la toalla— hubiera desaparecido de su memoria, como cuando estás en lo alto de una escalera después de haber estado abajo y haberte lamentado del número de peldaños que habría que subir, y sin embargo ya está, has llegado arriba y allí no hay nada que hacer.

Bebe otro vaso de ginebra, escucha. Llega de abajo, en la calle, una confusa ráfaga de reggae, escapada del enorme radiocasete que debe de acarrear un jamaicano en chándal. Intenta captar las palabras, como si pudieran transmitirle un mensaje, pero la música se detiene de golpe, en lugar de disminuir gradualmente.

Silencio.

Ella aguarda.

Bebe ginebra.

¿Logrará aguantar así hasta la mañana?

Aguarda.

Llaman a la puerta.

Aborrece este timbre, dos toquecitos muy espaciados, a la vez agudos y solemnes.

—¿Tom? —dice ella, con voz débil.

Pero sabe que no puede ser Tom. Aunque haya venido sin molestarse en telefonear, no sabe el código. A menos que alguien del edificio haya entrado o salido al mismo tiempo que él.

—¿Tom? —repite, de todas formas.

Llaman de nuevo al timbre.

Ella comprende que ha hablado con una voz tan baja que no se oye desde el pasillo, y se levanta. Ahora llaman a la puerta con el nudillo.

—¡Abra! —dice una voz desconocida.

Ella balbucea:

—¿Quién es usted?

—No me conoce, pero es muy importante. Tengo que hablar con usted. Ábrame.

—Voy a llamar a la policía.

—No, porque antes habré derribado la puerta.

Ann da dos pasos hacia atrás, hacia la habitación grande. La moqueta ahoga el ruido, el otro puede creer que sigue en la entrada.

—¡Vuelva! —dice él, con tono autoritario.

Ella se queda inmóvil.

—Escuche —prosigue la voz—, voy a entrar de todos modos. Así que más vale evitar desperfectos, ábrame con tranquilidad, no quiero hacerle daño. Le juro que es importante.

Ann comprende que de verdad va a echar la puerta abajo y que no tendrá tiempo de llamar a la policía. Tiene tanto miedo que obedece, se acerca a la puerta y gira la llave. Para que esto acabe.

—Tenemos que irnos —dice el tipo al entrar—. ¡Vístase!

—Está usted loco.

Él la agarra del brazo, la arrastra a la habitación grande y, dejándola de pie, se sienta pesadamente en la cama. El movimiento hace que la toalla con que se envuelve Ann se caiga, y ella no hace ademán de agacharse para recogerla, ni el hombre tampoco. Parece terriblemente cansado.

—Escuche —dice él—. Está usted en peligro. Supongo que en cierto modo se habrá dado cuenta estos últimos días. Mi única intención es ponerla a salvo. Así que vístase, nos vamos.

—¿Adónde? —murmura Ann.

—A un lugar seguro, le digo. Dese prisa. —Extiende la mano hacia la botella de ginebra y bebe un largo trago, a morro—. ¿Quiere?

Ann dice que no con la cabeza. Las lágrimas le empañan la vista. El hombre se levanta, es apenas más alto que ella, de unos treinta años, un poco regordete, con un bello rostro romano que se hincha. Toma a Ann por los hombros, mirándola a los ojos, que ella se ve obligada a abrir, y le dice, mucho más suavemente:

—Tiene que confiar en mí. Es normal que tenga miedo, pero no de mí. Yo estoy de su parte en esta historia.

Ann baja la cabeza, llora en silencio, le tiembla todo el cuerpo. El hombre le levanta la barbilla, con la misma suavidad que antes. Tiene unos hermosos ojos verdes.

—Ahora vístase y luego nos vamos. ¿De acuerdo?

Ann dice que sí con la cabeza, sobre todo para poder bajarla. El hombre deja caer los brazos. Arrastrando los pies, ella se dirige hacia el cuarto de baño y, según pasa, bebe otro trago de ginebra, de la botella, como él. Con gestos mecánicos, se pone unos vaqueros y la misma camiseta húmeda. El espejo le devuelve su cara descompuesta, de la que aparta los ojos. En el momento en que se calza unos escarpines suena el teléfono y ella pierde el equilibrio al querer abalanzarse hacia la habitación grande para contestarlo. Pero el tipo ya ha descolgado.

—No —dice—, no está en este momento.

Ann se mantiene de pie ante él, resignada. No hace siquiera un amago de apoderarse del auricular.

—Más tarde, esta noche, seguro —responde el hombre, con una voz pareja—: Un amigo —añade, y cuelga.

De la mesa de bridge recoge un par de gafas de sol que Ann ha llevado a Hyde Park esta tarde, y se las entrega.

—Ante todo no se olvide de ponérselas.

En el ascensor, bajo la luz lúgubre del techo, el tipo sonríe a Ann con una sonrisa cansada de aventurero que se monta un número. Él también lleva vaqueros, pero uno de esos horribles con un pliegue rígido que fabrican algunas tiendas de confección. La camisa ampliamente abierta muestra un pecho velludo donde brilla un colgante de mal gusto, una cuchilla de afeitar de oro para un falso drogota de lujo. Del bolsillo del pecho saca un par de gafas Ray-Ban y se las pone.

—Usted tampoco usa lentes de contacto —le dice a Ann—. No es muy prudente.

Ella no responde.

Atraviesan el portal sin encender la luz, pasan por delante de la garita desocupada de la portera. El hombre guía a Ann, sujetándola ligeramente por el codo, y ella piensa que caminarían igual si él la amenazase con un revólver disimulado debajo de un impermeable o de un periódico. La obliga a subirse al Triumph azul y arranca, luego entra en los muelles. Ann guarda silencio, él también. Conduce rápido, con precisión. Pregunta, al cabo de un momento:

—¿No ha hablado con nadie de la desaparición del manuscrito?

Ann sacude la cabeza y aunque, con la mirada fija en la calzada, él no haya podido ver su negación muda, comenta:

—Menos mal.

Poco después, el hombre añade:

—Me llamo Julian.

El silencio vuelve a instaurarse. Circulan así durante un buen cuarto de hora, atravesando sucesivamente barrios de almacenes desiertos, cerca del río, y calles animadas. Ann, hecha un ovillo en el asiento bajo, mira por la ventana abierta y trata de reconocer el itinerario, pero en vano. Conoce mal Londres, en el fondo sólo frecuenta algunos barrios. Cuando se lo permite la velocidad, observa intensamente a los pasajeros de los coches con los que se cruzan o a los que adelantan. ¡Si pudieran fijarse en ella, recordar sus facciones, su expresión asustada! Pero no se atreve a llamar su atención con una señal o una mímica; sus caras obstinadas se hunden en la noche, no conservan ningún recuerdo de ella. Hace ademán de quitarse las gafas de sol, pero el tipo se lo impide, con una mano firme.

—¿Está loca o qué?

Más tarde, en un semáforo en rojo cerca del cual hay un policía apostado, tiene la tentación de apearse muy rápido, de pedirle auxilio, pero la luz se pone verde y el coche arranca antes de que ella se decida.

Llegan así a la periferia y hasta el último minuto Ann no reconoce el trayecto que conduce al Cheng Hotel, delante del cual paran. La cabina telefónica en la rotonda sigue difundiendo su luz amarilla pero, sin duda porque no llueve, hay transeúntes paseando por la calle, la mayoría chinos en mangas de camisa. El aire caliente huele a repostería arrojada a la basura.

Pasiva, Ann se deja conducir como al patíbulo. Ya no hay nada que hacer, se ha cerrado sobre ella una trampa de la que ignora todo, la han raptado en pleno Londres y ha perdido su última ocasión de evadirse. Al subir los peldaños que llevan a la recepción y luego —después de que su secuestrador haya descolgado la llave que hay detrás del mostrador desierto— los de la escalera estrecha, no le extrañaría que la mate en cuanto lleguen al descansillo. Apenas esboza un movimiento de retroceso, reprimido por la mano que la sujeta del codo, cuando el tipo abre la puerta de la habitación de la esquina donde ella, dos días antes, encontró el manuscrito. Entonces él le pregunta si tiene hambre. Ella niega otra vez con la cabeza. Él dice que vuelve enseguida. Una vez sola, de pie, con los brazos colgando, Ann no piensa siquiera en huir del cuarto cuya puerta, sin embargo, ha quedado abierta.

Después el hombre vuelve con dos vasos y una botella de terracota que deposita encima del tocador.

—Wu-Chiao-Pi —dice—, un alcohol chino. Muy bueno.

Llena los vasos de un líquido ambarino y le tiende uno. Cuando él bebe, ella le imita mecánicamente, sin sentir el sabor del alcohol. No piensa siquiera que más vale no beberlo, conservar la lucidez que le queda: si él le dijese que se arrojase por la ventana, seguramente le obedecería.

El joven con cara de romano llena de nuevo los vasos, se sienta en el taburete de escay negro, la invita con un gesto a sentarse en la cama y luego, mientras calienta el brebaje en la mano, dice:

—Ahora tiene que escucharme.

Ann asiente débilmente.

—Lo que le voy a decir le parecerá absurdo. Va a pensar que estoy loco. Pero no le queda más remedio que creerme. Es una cuestión de vida o muerte, no podré protegerla mucho tiempo contra su voluntad.

Ann se lleva el vaso a los labios, pero él alarga la mano y se lo retira.

—Ya basta, va a emborracharse. ¿Ha leído el manuscrito?

—Sí.

Retrocede cada vez más, ovillada, estrechando entre los brazos las rodillas, hacia el rincón donde se empotra la cabecera biselada de la cama.

—Bien —dice el hombre—. Ahora es cuando debe creerme. Todo lo que se cuenta en ese manuscrito es verdad.

Hace una pausa, observa a Ann para juzgar el efecto de sus palabras, cuyas repercusiones está claro que ella no percibe.

—¿Y entonces? —pregunta, con voz débil, menos por curiosidad que porque siente que él espera una respuesta.

—Y entonces eso significa que, como se puede comprender entre líneas, en 1816, en Suiza, hubo una invasión. Podría decirle que de marcianos, de extraterrestres, lo que fuera, no lo sé: en todo caso de inteligencias exteriores. Aquellos…, no sé cómo llamarlos…, aquellos seres aprovecharon la experiencia de Frankenstein, que intentó resucitar a su mujer, para introducirse en la tierra. Elizabeth fue el primer ser humano… sustituido así, y si ha leído el manuscrito usted sabe cómo, en algunos años, sus semejantes se multiplicaron no sólo en Suiza, sino en Inglaterra, un poco por todas partes en Europa y el mundo. Hace exactamente ciento sesenta y ocho años que comenzó este proceso. Ya se imagina el estado en que se encuentra la colonización hoy día…

Se queda meditabundo un momento, da un trago del alcohol chino. Ann le mira sin comprenderle, más atenta al movimiento de la ingestión que al sentido de sus palabras. Oye en el pasillo un ruido de pasos ahogados y él también debe de oírlo porque aguarda a que cese para proseguir. Una puerta se cierra de un portazo.

—Va a decirme: si esto fuese cierto se sabría. No, precisamente. En la primera generación sí, los conquistadores sabían que venían del exterior. Pero a partir de la segunda se creyeron terrícolas y ahora, cuando…, no sé, no podemos cifrarlo, digamos que el noventa y nueve por ciento de las poblaciones de la tierra son de origen externo, nadie ve la diferencia. Sí, solamente algunos: el secreto se transmite de generación en generación a personas que ocupan puestos clave en la política, la economía o la ciencia, o que tienen posibilidades de ocuparlos. Ellos lo saben y lo deciden todo. Si no, hay una ósmosis perfecta, desde hace cerca de ciento cincuenta años, entre el colonizador y el colonizado.

—¿Quiere usted decir —articula penosamente Annque yo soy una marciana? O sea… ¿otra persona?

—No, y justamente por eso está usted aquí.

Sin cambiar de postura, Ann busca a tientas y atrapa el frasco de alcohol posado cerca de la cama. Bebe un poco a morro, el otro la deja hacer.

—Escuche… —dice él.

—¡No siga diciendo escuche todo el tiempo! Escucho.

No ha tartamudeado al pronunciar esta frase. Experimenta un absurdo orgullo al respecto. El joven sonríe a medias, de través.

—Ya se encuentra mejor. En cualquier caso, me tiene menos miedo. No —continúa—, usted no es… como ellos. Y, por otra parte, lo sabe muy bien.

La coge del brazo y, forzándola a levantarse, la lleva delante del espejo del tocador, donde él se coloca de pie a su lado. Lentamente, se quita las gafas de sol y después, con un gesto atento, le quita las suyas a Ann. Mira los reflejos de ambos.

—Nuestra condición de autóctonos está inscrita en nuestros ojos. El azul de los suyos es muy hermoso. No obstante, es una locura que no use lentillas, cualquiera podría arrancarle estas gafas. Yo, en la clandestinidad, estoy acostumbrado, pero usted… Me pregunto cómo no ha tenido problemas nunca.

—¿Problemas?

—Pues sí. ¿No se ha fijado nunca, quizá, en que tenía los ojos azules?

—Pero —balbucea ella— hay muchas personas con los ojos azules.

El joven la mira sin aire de comprender.

—¿Muchas personas?

—Pues… sí.

Él reflexiona.

—Empiezo a creer que está realmente loca. Escuche, enséñeme en la calle a alguien que no tenga los ojos negros y la invito a champán, si salimos vivos de este avispero.

Ann vacila. Es absurdo: por supuesto, ella tiene razón, hay un montón de gente que tiene los ojos castaños, verdes, azules, amarillos, negros también, es una evidencia, pero el tipo la mira como si, al verlo con una camisa escotada, ella le asegurase que lleva una corbata de lunares. Para él es obvio que todo el mundo tiene los ojos negros, excepto algunos clandestinos que se ocultan durante toda su vida detrás de gafas tintadas y lentes de contacto, corriendo el riesgo constante de que los desenmascaren. Si salieran a la calle, si ella le mostrara ojos azules o verdes, él lo negaría, seguro que juraría que son negros. Está loco. No se puede hacer nada contra un loco, demostrarle nada, y ella está en sus manos.

Por otra parte, él ya no tiene en cuenta la interrupción y continúa, sin dejar de observar sus dos imágenes en el espejo.

—Ahora, en Europa, somos muy poco numerosos. O, mejor dicho, no sabemos cuántos somos. Sabemos que nuestra raza va a extinguirse pronto, que quizá somos los últimos, e intentamos reagruparnos clandestinamente, proseguir los ritos antiguos. El capitán Walton, al que ha conocido, dirigía una de esas redes de las que yo también formo parte. Supongo que nunca se ha percatado, pero la colección para la que usted escribía sus libritos era un boletín de enlace. Él aportaba correcciones a sus textos, muy pocas, sólo para que contuvieran un sentido y, un poco en todas partes del mundo, los nuestros las descodificaban, encontraban en ellas instrucciones. Poco a poco, al irla conociendo, el capitán Walton se dio cuenta de que a pesar de sus gafas de sol usted era como nosotros en otro tiempo, una chica de ojos claros. Por eso ha querido entregarle el manuscrito donde está escrita la verdad.

Ann quisiera decir que no lleva casi nunca gafas de sol, que nunca las ha usado, por lo menos en presencia de Walton, pero sabe que es inútil, que él no la creerá, descarta todo lo que podría amenazar su delirio. Desiste y pregunta:

—Pero lo ha escrito él, ¿no?

—No lo ha escrito, lo ha copiado. Se figurará que no se puede imprimir ni difundir un texto semejante, sería demasiado peligroso. Algunos de nosotros lo copian para hacerlo circular bajo cuerda. Deslizamos extractos de matute por diversos cauces: sus novelas, por ejemplo. En El amor es un pájaro rebelde, hay un trocito, si recuerdo bien.

—¿Pero entonces quién lo ha escrito realmente?

—John William Polidori, el primer apóstol de nuestra causa. Tenga, aquí tiene su retrato.

Señala el espejo del tocador donde ambos se reflejan y, apoyando sobre su superficie las dos manos, le da la vuelta para descubrir un cuadro muy feo, al estilo de la imaginería piadosa, que representa a un joven de pelo rizado, la mirada perdida en la lejanía, una mano en el pecho y la otra posada en una pila de libros encuadernados.

—Nuestras reuniones se desarrollan siempre delante de su imagen venerada —dice con devoción el secuestrador de Ann—. Comprenda que —añade, con un tono más natural— Frankenstein, que por cierto no se apellidaba así, no redactó nunca estas memorias. En cambio, el encuentro consignado en ellas entre la camarilla de Byron y el sabio rodeado de sus muertos vivientes tuvo lugar realmente. Polidori, que asistió a él, captó con una intuición genial la verdad que encubría la historia narrada por Elizabeth, historia que Mary Shelley vulgarizó en su famosa novela. No hay que olvidar que, como nos revela el manuscrito, Mary fue operada por Frankenstein, que ella, en consecuencia, formaba parte de los primeros invasores para quienes trabajó celosamente escribiendo la versión oficial, evidentemente falsa, de sucesos cuyos rastro borraron deprisa, destruyendo los archivos y asesinando a los testigos, por lo cual ni siquiera se conoce, en efecto, el verdadero nombre de quien se hacía llamar Frankenstein en el albergue, y del que tanto Mary como Polidori adoptaron el seudónimo. Pero Polidori fue en cierto modo el único testigo humano consciente de la invasión. El éxito de la versión apócrifa de Mary fue tal que impidió a Polidori difundir la verdad y ayudar de este modo a los hombres a frenar el avance de la plaga cuando todavía estaban a tiempo. Se negaron a publicar sus escritos, lo desacreditaron, lo amordazaron porque ya los nuevos amos de la tierra se habían apoderado de la información, las ediciones, las gacetas. Vio y comprendió lo que ocurría, asistió impotente a aquella conquista invisible y, desesperado, se suicidó. Pero antes de hacerlo escribió lo que sabía y se lo atribuyó ficticiamente a Frankenstein. Por suerte, el manuscrito eludió a la policía de los nuevos amos. Desde hace más de ciento sesenta años circula clandestinamente entre los anteriores dueños. Sin él quizá estaríamos en la ignorancia, nos creeríamos hombres entre los hombres, sin saber, a pesar de nuestros ojos claros, que los que se proclaman nuestros semejantes son extranjeros y, en su mayoría, tampoco no lo saben. Le debemos todo —concluye Julian enfáticamente—: nuestra lucidez y nuestro sufrimiento. Nuestra condición de parias, que es la prueba de nuestra humanidad. ¡Que su nombre sobreviva y triunfe algún día!

Se inclina ante el espantoso retrato. Silencio. Después se oye el ruido de una cisterna en alguna parte del hotel.

—¿Y yo qué tengo que ver con todo esto? —pregunta Ann, que ha vuelto a sentarse en la cama durante el largo parlamento de Julian.

—¿Usted?

La mira con perplejidad, se sirve otro vaso de alcohol. Un vaso sanguíneo ha estallado en su ojo derecho.

—A usted la ha reconocido nuestro capitán. Tenía talento para eso. ¿Sabe?, creo de verdad que era entre nosotros el heredero del pensamiento de Polidori.

—¿Por qué «era»? —pregunta Ann.

—Quisiera esperarlo, pero dudo… De todas formas, contactó con usted, le copió el manuscrito, para que supiera la verdad y pudiese elegir con conocimiento de causa. Unirse a nosotros, si lo desea. Luchar a nuestro lado para sobrevivir. Por desgracia ahora ya no tiene elección, por supuesto. O está con nosotros o está muerta. Lo lamento mucho.

—¿Pero por qué?

—¿Por qué?

Julian empieza a caminar por la habitación triangular, deshilachada, dando muestras evidentes de una desesperación feroz. Los vaqueros moldean sus nalgas rollizas.

—¿Por qué? —repite—. Porque nuestra red ha sido desmantelada, por eso. Porque desde hace meses sospechaban de nuestro capitán y han infiltrado a uno de sus agentes en su equipo. Su amiga Brigitte, con sus lentes de contacto.

Brigitte, evidentemente, no usa lentillas, pero Ann desiste una vez más.

—El capitán se olía algo, pasó tres días aquí, en esta habitación, meditando. Cuando me hizo llamar, anteayer, para que me hiciera cargo de usted, para que velara por usted, él ya sabía. Recuerdo que me dijo: «Ya no me verá durante mucho tiempo». Al día siguiente había desaparecido. No se le ha vuelto a ver, han debido de detenerlo. Y hoy Brigitte ha robado el manuscrito en su casa. Sabían que existía, pero hasta la fecha no había caído en sus manos. Pues ahora ya lo tienen.

Vuelve a sentarse, coge su vaso y lo rompe entre los dedos, con un gesto teatral, antes de murmurar, como hablando solo:

—La rebatiña se acerca.

Se queda un momento así, con la cara hundida entre las manos, y luego las separa y fija en Ann una mirada más serena. Amarga, pero resuelta.

—Perdóneme —dice—, estoy trastornado. Voy a dejarla, ahora tiene que dormir.

Se levanta, da un paso hacia la puerta. Ann, espantada, le agarra del brazo cuando pasa por delante.

—Quisiera volver a mi casa.

Él aprieta los puños.

—¡Pequeña idiota! ¡O sea que no ha comprendido nada! Ya deben de estar allí, en su casa. Brigitte la ha denunciado. Compréndalo, ahora usted está con nosotros.

—Pero —grita Ann, loca de rabia, ya no tiene nada que perder—, pero ¿qué me pueden hacer, si me atrapan?

Él abre la puerta y antes de salir dice con una voz sorda:

—Algo peor que la muerte.

Después, desde fuera, cierra la puerta con llave.

Las horas siguientes son terribles. Ann no comprende nada, sólo que ha caído en manos de un loco. Incapaz de razonar, se aferra únicamente a la esperanza de que Tom, al encontrar en el teléfono a un interlocutor desconocido, se haya inquietado y emprendido su búsqueda. Lo tenue de esta esperanza la aterra. Se reprocha la desenvoltura que ha fingido al final de su conversación, haberle dicho que probablemente saldría, que él siempre podría volver a llamarla, pero que seguramente no estaría en casa. Tom, si es que era él, podría haber tomado por un amante al hombre que ha contestado y, por discreción, había desistido de visitarla. A esta hora se adormece, un poco enfadado con sus caprichos, decepcionado, en el mejor de los casos, por haber perdido una nueva ocasión de verla. No puede sospechar la verdad. Si ella no está, piensa él, será porque tiene un buen motivo. Por supuesto, siempre puede haberle «sucedido algo», como se suele decir. Por supuesto, puede haberla secuestrado un loco peligroso y hasta puede ser que, fugazmente, Tom considere esta posibilidad, se imagina Ann al mismo tiempo, esperando con todas sus fuerzas que él la considere, que se diga: «Sin embargo, no es normal». Lo peor de esto es que tiene las estadísticas en contra. Ausente de su casa, hay como máximo una posibilidad entre mil de que la hayan raptado. Cualquier persona sensata debe en principio descartar esta eventualidad; si no lo hiciéramos a cada instante no podríamos vivir, nos imaginaríamos sin cesar a los seres queridos aplastados, despedazados, encerrados. Pero a la vez cualquier persona sensata debería en todo momento preocuparse únicamente de esta posibilidad improbable, simplemente porque si por azar se cumple, su misma improbabilidad será la que más que nada aterrorizará a la amiga perseguida, secuestrada, que pide socorro y está convencida de que no la oirán.

Ann recuerda una de las historias predilectas de Jim. Por entonces, tres o cuatro años antes, el tema de conversación de moda en el ambiente que ella frecuentaba eran las cárceles de Bangkok, donde encierran a la gente que pillan con heroína; no a los grandes traficantes, por supuesto, sino a los pequeños aficionados estúpidos, los yonquis que creen poder hacer fortuna revendiendo en Europa el polvo que ocultan en tacones de zapatos, osos de peluche o anos dilatados. Estas prisiones tremebundas existen desde hace mucho, pero aquel año les habían dedicado bastantes reportajes y por ello entre los hippies, los drogotas de camiseta sin mangas que Ann veía en aquella época, todos pretendían que les había faltado poco para acabar en ellas, contaban los horrores de la aduana, el trato que habían hecho con el poli tailandés, contaban que habían escapado por los pelos de ciento cincuenta años de muerte lenta y que a un compañero preso allí había que mandarle pasta para que al menos pudiera comprarles polvo a los celadores corrompidos y hasta pagarse una sobredosis liberadora. Una noche en que hablaban de esto desde hacía horas, con una indolencia salvaje, Jim, que sólo era un vago conocido de un amigo de Ann, y al que ella no solía ver en el medio social en que se movía entonces, Jim había contado la historia mucho menos popular del Transiberiano.

Había explicado que los pasajeros del Transiberiano tienen estrictamente prohibido apearse durante el trayecto, detenerse, por ejemplo, en una estación para embarcar en el tren siguiente. Zonas militares, etcétera. Ahora bien, aseguran que en algunas estaciones perdidas venden hongos alucinógenos especialmente eficaces, que incluso han servido para exterminar a varias tribus locales; son una especie de peyote mejorado. (Jim, en otras ocasiones y ante un auditorio distinto, refirió la historia cambiando el cebo: tapices muy raros y muy baratos, lingotes de oro…). De modo que a veces personas curiosas e imprudentes se arriesgan a infringir la prohibición. El tren para cinco minutos en una pequeña estación en el corazón de Siberia. Un frío que pela, no existe una ciudad, sólo barracones: una zona siniestra, fangosa, que parece despoblada. Sin llamar la atención, el aventurero se apea, el tren parte, él se queda solo. Con su bolsa en la mano, sale de la estación, es decir, del andén de tablones podridos, pasa entre empalizadas y alambradas de púas preguntándose si ha sido una buena idea, si no va simplemente a morirse de frío al no poder encontrar alojamiento. Entonces encuentra a un hombre con pinta de hooligan degenerado que, juzgando la situación de un vistazo, le dice que no puede pasearse así, que va a pararle la policía y entonces se le caerá el pelo. El viajero recobra la confianza en la eterna generosidad del alma eslava, incluso bajo una facha tan patibularia, cuando el gamberro, que al hacer un rictus expone sus raigones negruzcos, se ofrece a hospedarle hasta que pase el próximo tren. Esto me deja todo el tiempo necesario para hablar de negocios, se dice el buscador de hongos. En pos de su anfitrión, entra en una mísera covacha, caldeada por una estufa humeante, en la que están reunidos otros lugareños todavía menos atrayentes. Lo acogen con gran efusión, aunque le dicen que está loco por haber hecho algo semejante, que no lo contará si cae en las garras de la policía. No se librará pagando una gruesa multa, ¡oh, no! (todos se parten de risa), no, no lo verán nunca más. Aunque lo esperen en Vladivostok a su llegada, advertirán su ausencia y ahí quedará todo, las pérdidas y las ganancias, no se sabrá nunca, nunca intentarán averiguar dónde ha desaparecido. Comprobarán que partió de Moscú y archivarán el asunto, nada le habría ocurrido si no se hubiera apeado. Le explican todo esto mientras siguen bromeando, y cuanto más lo felicitan por haber evitado, gracias a este encuentro providencial, ser el pelele con que se distraigan unos polis sádicos y ociosos, tanto más atormenta al viajero la sospecha de que quizá más le valdría ir a buscar a esos polis, huir pitando de esta choza de tablas mal encajadas, de esta alegre soldadesca errabunda y desdentada cuyo círculo ahora se cierra a su alrededor y que, por divertirse, empiezan a pellizcarle la mejilla, a darle papirotazos y empellones, a enseñarle lo que hacen los polis hasta el momento en que le muelen a palos y se despierta más tarde en la oscuridad. Está desnudo en el suelo de tierra batida, tiembla de frío y de miedo. Al estirar los brazos comprende que lo han encerrado en una especie de cuchitril, un cobertizo, quizá, en forma de isba rusa, y que no saldrá de allí. A continuación, la puerta se abrirá de vez en cuando, los labriegos que se desternillan entrarán a pegarle, a pisotearle mientras hablan de sus cosas, a sodomizarlo, en suma, a divertirse un poco, no hay tantas ocasiones para hacerlo en Siberia. Se lo han dicho, nadie sabrá dónde se ha apeado, nadie vendrá nunca a socorrerle, está a su merced. Cuando esperan la llegada de un tren deben de merodear por las inmediaciones de la estación con la esperanza de que algún imbécil infrinja la prohibición y se baje, y ese viajero, inevitablemente, será suyo. Lo utilizan para multitud de cosas, hasta que revienta y aguardan al siguiente. Quizá se lo coman. Naturalmente, él no se dice todo esto de un modo tan razonable, sino a la manera de un hombre que recobra el conocimiento en un recinto estrecho donde no se ve nada, no puede moverse y tarda algún tiempo en comprender que lo han enterrado vivo, que el sueño de toda su vida conducía a esto, a esta realidad, y que esto, definitivamente, no es otra cosa que la realidad. Nunca ha experimentado una sensación tan fuerte de evidencia, de certeza absoluta, hacen falta estas circunstancias para que las neuronas que las gobiernan se liberen en el cerebro, por primera vez súbitamente lúcido. Y Ann comprende ahora que lo que hizo Jim no fue sino bosquejar, ocupado como estaba en dar un cariz de verosimilitud a su historia y esperando que algún mochilero pronto se la contara como verdadera (lo que no tardó en ocurrir): en el cuchitril donde sus torturadores vienen a pisotearla, a violarla, a extraer de ella todo lo que el sadismo de un aldeano seguro de su impunidad puede obtener de una persona indefensa, la víctima debe rumiar precisamente todos los argumentos cuya suma reduce a cero las posibilidades de que alguien sospeche lo que le sucede. Y ahora, si se tiene en cuenta la verosimilitud, queda descartado que en el momento en que Tom u otro piensen en ella, a Ann la haya encerrado un loco en una habitación de hotel, y más descartado todavía, en consecuencia, que Tom u otro lo piensen. Pero si en cambio partimos del hecho de que Ann sí está encerrada, es la verosimilitud la que se vuelve monstruosa.

Ann, aterrorizada, pide auxilio a Tom, sueña con infiltrarse en sus pensamientos para accionar en ellos una señal de alarma, atraerlo hacia ella por un extremo de cerebro crédulo, a sabiendas de que no puede oírla, que no puede socorrerla porque ha hecho todos esos razonamientos que justamente se alejan de la verdad. A fuerza de rehacerlos por su cuenta, de buscar inútilmente un fallo en ellos, Ann se adormece.

Cuando se despierta se le ha parado el reloj. La luz se filtra por el estrecho intersticio entre el estor metálico y el bastidor de la ventana que no está cegada. Debe de hacer bueno. Ann tiene la boca pastosa, punzadas en la nuca; eso le pasa por beber. La ropa se le pega a la piel, que desprende un olor acre.

Se levanta, comprueba que la puerta sigue cerrada y, al examinar la ventana, ve que falta la falleba, así como el cordel para correr el estor desde dentro. Se pregunta si han tomado esta precaución mientras dormía o si estaba igual antes. Bebe un poco de agua del grifo del lavabo; aun así, sigue teniendo la garganta seca.

Tamborilea en la puerta, pero casi tímidamente, como si sólo quisiera liberarse de una garantía. No acude nadie. Para reflexionar, vuelve a sentarse en la cama. No debe de haber nadie buscándola. No se preocuparán por ella hasta dentro de tres o cuatro días, y eso en el mejor de los casos. Le vuelve a la memoria el discurso inverosímil de Julian la víspera. Su historia de una invasión marciana, de redes de resistencia, de clandestinos con los ojos claros: la elucubración típica de un loco. Una vez planteada una premisa absurda, se revisa y se interpreta todo en función de ella, tanto más fácilmente aquí porque, según el postulado, la conjura es invisible, se confunde con la marcha del mundo. Típico también, piensa, es el delirio sobre la raza pura, la auténtica población de la tierra y los extranjeros que lo manejan todo bajo cuerda. Varias veces, en pubs, en plazas, en el Speaker’s Corner, ha oído despotricar a iluminados que entonces le parecían pintorescos: lanzaban exactamente este tipo de discursos, explicaban los desórdenes del planeta culpando a conspiraciones de los jesuitas, de francmasones, de esbirros de Gadafi. Eran la misma paranoia, el mismo racismo subyacente, pero los de Julian se basan en un sistema un poco más elaborado, enriquecido con textos sagrados, tradiciones ocultas, toda una interpretación de la historia. ¿Quién sabe? Si ella hubiera escuchado hasta el final a los monomaníacos de salón que ha conocido, ¿quizá habrían apuntalado la negativa a aceptar la realidad con explicaciones tan coherentes? La diferencia es que ella está ahora secuestrada por uno de ellos, sometida e integrada en su delirio. Y también que Julian sin duda no está solo. Debe de ser miembro de una especie de secta que desde hace varios días, quizá meses, intentan atraerla, convertirla de buen grado o por la fuerza. Sí, una secta de neonazis obsesionados por la pureza de la raza, que sacan su argumentación imparable y retorcida de un relato apócrifo fabricado hace un siglo y medio por un médico suicida y sin duda asesino; un sindicato del crimen presidido por el capitán Walton.

El capitán Walton. Este hombrecillo cortés, un solterón enternecedor con su oficina novelesca, su pajarera de jovencitas esnobs, las lavanderías de Melbourne donde le lavan las camisetas… Parece imposible.

Sin embargo, todos los días se leen historias parecidas. La mujer del destripador de Yorkshire también creía imposible que su marido, el más dulce de los hombres, padre de familia modélico, vecino ejemplar, fuese al mismo tiempo un monstruo sediento de sangre. La gente cuyos hermanos, amigos, hijos, se unían a la familia de Charles Manson tal vez los consideraba totalmente normales cuando los veían exteriormente. Allí había también antiguas maniquíes, marginales simpáticos, vestidos con vaqueros deshilachados (acampanados en aquella época), camisas multicolores y fulares indios, gente que seguramente hacía fiestas, fumaba hierba, intercambiaba direcciones de restaurantes… Ahora el capitán Walton le parece una especie de Manson londinense, civilizado, elocuente, de trato agradable, en realidad un gurú maléfico que reina sobre esta tribu de mujeres jóvenes y bien vestidas que van a tomar el té todos los miércoles al despacho lleno de objetos chinos de Mecklenburgh Gardens. Todas fascinadas por él, entregadas en cuerpo y alma a la causa que él ha debido de desvelarles poco a poco, convenciéndolas de que son las elegidas. Todas locas de atar.

¿Y Brigitte? ¿Brigitte, su mejor amiga desde hace años, a la que ve casi todos los días, a la que sólo le interesa el sexo, la coca, el cuidado de su cuerpo y los chismes sobre sus amistades? ¿Brigitte, la chica más equilibrada, la más sana que conoce, con las pequeñas limitaciones que implican estas virtudes? ¿Cuál es su papel en esto?

Julian la acusa de ser una agente doble que trabaja para los marcianos en contra de la red donde se habría infiltrado. A menos que uno crea en los marcianos, hay que encontrar en la realidad una equivalencia de sus elucubraciones. Entonces, ¿Brigitte miembro de la policía, que se ha introducido en la organización criminal que dirige Walton? Pero ¿por qué, entonces, habría atraído a Ann sin decirle nada? ¿Para utilizarla como cebo? Esto no se sostiene, pero nada se sostiene. En rigor, sí, la hipótesis de un viraje en el último minuto. Brigitte formaría parte de la secta y, en un arranque de lucidez, la habría traicionado. Esto es más coherente, el rompecabezas encaja. Brigitte empezó a trabajar para Walton unos meses después de su accidente. Cabe imaginar que él se aprovechó de su desconcierto, de su carrera de modelo malograda para convertirla, seducirla con una causa a la que servir, darle un sentido a su vida y esa clase de rollos. Brigitte, después, habría actuado como captadora, inocentemente, por afecto sincero a Ann, porque la juzgaba digna de sumarse a sus filas. Ella también supo escoger el momento oportuno, seis meses antes, cuando Ann acababa de romper con Jim, buscaba trabajo… Entonces le presentó a su gurú, que, mientras Ann escribía dos libros absurdos, la sometió a un período de prueba en el que fue observada y por último elegida. Sí, esto sí se sostiene, aunque al cabo de dos años de esta locura militante, cuidadosamente ocultada a todos, no tiene sentido la súbita rebelión de Brigitte.

Ahora una idea aún más odiosa que las demás adquiere forma en la mente de Ann. Todas las chicas de Mecklenburgh Gardens, incluida Brigitte, han debido de pasar las mismas pruebas: el robo del despertador, las llamadas del servicio telefónico, la historia del manuscrito que empieza como un juego de sociedad, una búsqueda del tesoro, y desemboca en una pesadilla, el secuestro. Al igual que ella, las demás se han rebelado, han pataleado, han intentado evadirse, escapar de toda esta demencia. Y, sin embargo, han acabado ingresando en la secta. Han luchado en vano; las han enloquecido. Y Ann ahora va a correr la misma suerte. Cuando salga del hotel, si es que sale algún día, estará convencida de que unos extraterrestres han invadido la tierra, de que ella es una de las últimas terrícolas auténticas, de que todo el mundo menos ella tiene los ojos negros, de que hay que combatir en la sombra, amparada en unas lentillas de color para preservar su identidad, participar en las actividades de la red. Y lo peor de todo es que le gustará, que será feliz así. Encontrará a las otras chicas, Laura Fitzlowins o Sabrina Holygeorge-Nights, que le sonreirán, le contarán los meses durante los cuales, sin que ella lo supiera, han preparado su iniciación como una fiesta, se alegrarán de que ahora sea una de las suyas. Y Ann también se alegrará, captará a otras chicas, y también a chicos, para esta pesadilla que le parecerá una salvación, una evidencia, la única manera de vivir. Estará loca. Y si no llega a estarlo la matarán. Matan a los irreductibles, Julian lo ha dicho claramente: o está con nosotros o está muerta.

Pronto estará muerta.

O loca.

Ann cierra los ojos un largo rato, esperando abrirlos en su casa, despertarse a salvo, pero cuando deja de contemplar sus fosfenos está siempre en la habitación de la esquina. Tiene enfrente el horrible retrato de Polidori. Va al tocador, apoya las dos manos en el lienzo para girarlo y que el espejo vuelva a su sitio. Prefiere verse ella que a él, aunque teme advertir en su propia cara los progresos de la locura, de sorprender enseguida esa expresión de serenidad hueca que se ve en los cretinos de las sectas hinduistas que desfilan por la calle agitando panderetas y campanillas y salmodiando sus himnos a Krisna. Pero debe de haber un resorte secreto que ella no sabe activar: el retrato se niega a moverse. Se obstina, rasga el lienzo con las uñas. Al entrar, Julian la sorprende en cuclillas encima del tocador, empujando con todas sus fuerzas el cielo tormentoso ante el cual posa enfáticamente el profeta.

—Le he traído té —dice él, posando la bandeja en el suelo, cerca de la cama—. Baje de ahí.

Ella obedece. Él va vestido como la víspera, pero lleva además una chaqueta de arpillera gastada, que contrasta cómicamente con sus vaqueros grotescos.

—Quiero salir —dice Ann.

—No, por el momento. Sería demasiado peligroso para usted y para nosotros. En cuanto estuviera fuera iría a la policía a denunciarnos y la operarían.

—¿Me tienen secuestrada, entonces?

—La protegemos.

—Quisiera darme una ducha, por lo menos. Cambiarme.

—Es posible. La ducha está al fondo del pasillo, irá enseguida. En cuanto a la ropa, puedo ir a comprarla, si me da sus medidas.

—Porque usted ¿no corre ningún peligro si sale?

Al volverse a poner sus Ray-Ban, esboza su sonrisa de héroe extenuado. Irónico y dispuesto a todo, muy serie B.

—Estoy acostumbrado al riesgo.

Una hora más tarde vuelve cargado de paquetes de los que asoman una camiseta y ropa interior, pero también un vestido ligero, muy corto, que extiende encima de la cama. Ann debe reconocer que Julian no tiene mal gusto.

A continuación la guía hasta el cuarto de baño, retira la llave y se queda delante de la puerta mientras ella se ducha, y después vuelve a llevarla a su habitación. No se cruzan con nadie en el pasillo mal iluminado. Antes de marcharse, Julian deposita en la repisa del lavabo un cepillo de dientes, un frasco de colutorio para las encías fabricado en Hong Kong y recomienda a Ann que llame a la puerta si necesita algo.

Con el vestido puesto, y después de cepillarse los dientes, Ann se siente más lúcida. Se le ha pasado el dolor de cabeza y considera con satisfacción que aún está muy lejos de caer en la locura. Examina la situación, calmosamente. Por un lado, acabarán inquietándose por ella. Tom, por ejemplo, a no ser que decida enfurruñarse porque ella lo ha dejado plantado, pero no es propio de él. Si no, amigos que le telefonearán en vano, incluso la portera del edificio. Pero esto puede llevar tiempo.

Por otro lado, parece claro que la secta está acorralada. Traducidos en términos reales, los discursos de Julian sobre la rebatiña inminente, el enemigo omnipresente que se dispone a aplastar a la última formación militar de los terrícolas auténticos, sólo pueden significar una cosa: la policía les sigue la pista, probablemente ha detenido a Walton, denunciado por Brigitte. Poco importa que ella haya traicionado a la secta desde el principio o cambiado de bando recientemente: de todas formas, intentará sacarla de este apuro. Debe de conocer el hotel chino, donde pronto desembarcará un batallón de polis en uniforme de combate.

En cambio, y es mucho menos tranquilizador, la dispersión de la secta, al parecer, deja a Julian dueño de su destino, soldado extraviado y abandonado a sus propios recursos que amenaza con librar, cuando llegue la policía, un último combate, del tipo de nunca me atraparéis vivo, en el que ella, Ann, desempeñará el papel de rehén. Es de temer, con su pinta de guerrillero urbano de telenovela.

Para colmo de mala suerte, al final de la tarde él vuelve con un plato de huevos con beicon, galletas y té, se sienta otra vez en el taburete de escay negro, adopta su aire de guerrero fatigado, pero decidido a ir hasta el final, y anuncia que aparentemente la cosa se arregla. Han capturado al capitán Walton, por supuesto, pero la red se reorganiza. Ann pregunta si esta mejoría de la situación permitirá liberarla pronto, pero Julian le responde que por el momento es imposible, y se va. Le deja un paquete de galletas rellenas de higo y una botella de agua mineral llena de agua del grifo.

Después pasa una noche horrible. Las palabras de Julian destruyen sus esperanzas; sobre todo, los hermosos razonamientos optimistas que ella ha construido durante el día no aguantan en la oscuridad. Como un barbudo que se pregunta si es mejor dormir con la barba por encima o por debajo de las mantas, Ann enciende y apaga la luz alternativamente, incapaz de escoger entre el miedo a la negrura y el que desprende la habitación bajo la claridad amarilla de la luz del techo, con su empapelado de flores despegado en algunos puntos, el ángulo agudo que atrae la mirada como un precipicio y en especial el retrato de Polidori, que pasa horas mirando con una repulsión fascinada. En la noche cerrada tiene tanto miedo que se precipita hacia la puerta, la martillea con los puños, gritando. Casi al instante aparece Julian, con su chaqueta de arpillera encima de los hombros. Ann agarra la botella de agua mineral que, por casualidad, es de cristal, e intenta asestarle un golpe con una furia absurda e ineficaz: ni siquiera ha pensado en colocarse detrás de la puerta para sorprenderle y, de todos modos, ésta se abre hacia el pasillo, lo que hace todavía más difícil la emboscada. Julian la inmoviliza y sin enfurecerse le pregunta qué quiere. Balbuceando, con la cara nublada por las lágrimas, Ann suplica con una voz estridente que por favor haga desaparecer el retrato. Él obedece y sale sin hacer ningún comentario. El resto de la noche es aún peor. Ann se imagina ahora el retrato al revés detrás del espejo, y a Polidori que la mira cabeza abajo. Está segura de que en esta habitación decenas de personas han enloquecido bajo esa mirada. Duerme a intervalos, de puro agotamiento, y tiene pesadillas. Al día siguiente ha perdido la noción del tiempo, podría llevar allí una hora o doce años, viene a ser lo mismo, está ahí y estará siempre. Durante el sueño, han bajado el estor de la ventana, el intersticio de luz ha desaparecido, si alguna vez ha existido, y tiene que dejar la luz encendida continuamente, por lo que no distingue la alternancia entre el día y la noche. Las visitas de Julian con su bandeja son lo único que establece divisiones en el tiempo, y los trayectos hasta el cuarto de baño con él de escolta. Ann va al baño para ducharse y también para defecar, pues en la habitación sólo hay un lavabo donde, si es preciso, puede mear sentándose a horcajadas encima. El lavabo está exactamente enfrente del tocador y Ann busca detrás del espejo el lugar que ocupan los ojos de Polidori, que boca abajo se hallan a la altura de su sexo, en el que debe de clavar miradas llenas de codicia. No es de extrañar, piensa, que las inquilinas del hotel, para vengarse, meticulosamente ensucien con excrementos las habitaciones. Esta idea le provoca una risa histérica durante un buen rato, o quizá solamente cinco minutos, y, cuando se percata de ello, la risa se le transforma en un hipo de pánico: se está volviendo loca, la táctica de la secta da resultado.

Se queda mucho tiempo acurrucada en el suelo, en el ángulo agudo del cuarto, tan agudo que, rodeada por los zócalos, se siente aprisionada como en un torno que va a cerrarse, las paredes se acercarán, pronto la habitación sólo será un trazo, una línea recta, y ella habrá desaparecido dentro, como esos automóviles que llevan al desguace, a su alrededor se cierran las mandíbulas de metal, tan potentes que el espacio donde se encuentra la tartana disminuye hasta dejar de existir. La habitación ya no existirá, sólo quedará un trazo y en este trazo estará Ann. Vigila las paredes, por miedo a que se desplacen y al mismo tiempo recuerda palabra por palabra el discurso de Julian. ¿Si fuese verdad? No sería más horrible que su situación, y adivina que si creyera en él, aunque sólo fuera por un instante, pero de veras, con todo su ser, las paredes se separarían, el ángulo se ensancharía hasta convertirse en otra línea recta, pero estirada detrás de Ann, ella estaría en el exterior.

¿Si fuera verdad?

Siempre se ha sentido diferente de los demás, ajena, en falso. Esto es verdad.

¡No!

Se oye gritar. No, no hay que empezar a pensar así. Es justamente lo que ellos esperan. Escogen adrede a personas como ella porque resulta fácil convencerlas, decirles: «Mire su vida, lo que ha vivido hasta ahora. ¿Se siente bien, siempre ha sentido que era distinta, que estaba fuera? ¿Sabe que usted no es totalmente igual? Pues bien, hay un motivo, y es éste. Por eso tiene que unirse a nosotros; somos como usted, nos quedaremos juntos, no le haremos daño…».

No.

Debe de gritar a menudo, sin darse cuenta. Ahora oye pasos apresurados en el pasillo; llega Julian, monta la guardia, muy cerca. La levanta, la lleva a la cama, le pasa por la frente una manopla de baño húmeda, pronuncia a media voz palabras apaciguadoras.

Más tarde, Ann recuerda una lectura de la adolescencia: Los tres mosqueteros, una novela histórica francesa. Y el episodio donde la malvada inglesa, Milady de Winter (con quien ella se identificaba totalmente) está prisionera bajo la custodia de un puritano incorruptible llamado Felton o Fenton. Milady, que es hermosa, consigue huir seduciendo a su guardián. Ann se figura que podría funcionar con Julian. Él también es un fanático, el tipo de hombre de una pieza al que se debe de poder darle la vuelta como un guante. Primero hay que fingir que le crees, entrar en su juego.

Cuando le lleva la bandeja del almuerzo, ella disimula su nerviosismo y trata de entablar conversación. Pide noticias de la red.

—No hay novedades —responde él—. Todavía no nos han encontrado, es lo único que podemos decir.

—¿Hay muchos… de los nuestros, en el hotel?

Julian la mira asombrado. Ella comprende que el «de los nuestros» no ha debido de ser bien acogido y se muerde los labios. Prematuro. Milady actuaba con más finura. Sin embargo, él no lo advierte y se limita a responder a la pregunta:

—Todos. Son chinos. No podemos estar totalmente seguros, pero es probable que la invasión haya penetrado más lentamente fuera de Europa: en Asia, en África, en Sudamérica. A principios de siglo colonizaron en masa, pero era más difícil que aquí: allí, de natural, todos tienen los ojos negros. Un poco por todas partes, en el mundo quedan pueblos enteros todavía humanos. Contamos con ellos para la gran insurrección. Pero hace falta tiempo para reconocerlos y que adquieran conciencia. Y además los otros van más deprisa que nosotros. Mucho más rápido.

Se queda pensativo un momento, perdido en sus pensamientos. Ann piensa que se ha precipitado un poco al asociarlo con un neonazi cualquiera. Sus palabras dan al mesianismo de la secta tintes tercermundistas: pronto le va a presentar al coronel Gadafi como el homólogo oriental del capitán Walton. En el mapamundi de su despacho, las banderitas multicolores deben de representar las reservas aún humanas dispersadas por la superficie de la tierra, a las que las novelas de la colección pretenden cuadricular exhaustivamente para difundir a los cuatro vientos la palabra camuflada de Polidori.

—Hay una cosa que no me explico —prosigue Ann, para que no decaiga la conversación—. El manuscrito de Polidori llega hasta 1828, pero él murió en 1821.

Julian parece todavía más asombrado por los conocimientos de Ann. Su respuesta es solemne.

—Polidori era un profeta.

Quiere señalar el retrato, para dar más peso a su acto de fe, pero recuerda que ha vuelto a poner el espejo en su sitio y deja caer el brazo.

—Robert también —añade sombríamente.

Luego, entre dientes:

—Han atrapado a los dos.

Ann se le acerca, le posa una mano en el brazo. El uso del nombre de pila para designar al capitán Walton denota un abandono, una nostalgia de fraternidad marcial que hay que aprovechar.

—Le creo —articula con convicción.

Él se zafa sin brusquedad, se queda unos segundos de pie delante de ella, escrutándole el rostro como si pudiera leerle el pensamiento. Ella cree entonces que ha ganado la partida pero, con la misma suavidad, con el acento de un hombre para quien todo carece ya de importancia, dice:

—No se canse.

Después se dirige a la puerta y la cierra tras él.

Ha fallado.

Pasa el tiempo. Ann ya ni siquiera tiene miedo, ha superado este límite y sólo se siente desalentada. Postrada en la cama, o en el ángulo amenazador de la habitación, se mira las manos, los miembros, se palpa el cuerpo diciéndose que todo ha terminado, que va a envejecer poco a poco, quedarse allí toda la vida, morir en esta habitación de hotel en plena periferia de Londres, oyendo los ruidos de fuera, muy próximos. Investigarán y luego darán carpetazo. Ha leído en una revista que alrededor de doscientas personas desaparecen en Inglaterra cada año.

Se acabó.

Julian ya no va a verla, porque conoce la historia de Felton y prefiere no exponerse a la tentación, porque le ha asqueado la trampa pueril y blasfematoria de Ann, o porque tiene una relación en otra parte; da igual. En su lugar, la china gorda que vio en la recepción el primer día le lleva la bandeja y la conduce a la ducha. En esos momentos, Ann se siente demasiado débil para intentar una evasión violenta. Le parece que va a la ducha cada vez con más frecuencia, o bien que el tiempo ha empezado a transcurrir más deprisa, a fuerza de duermevelas comatosos. A este paso, pronto habrá acabado todo.

Se acabó.

En el plato de la ducha, llena de regueros de herrumbre y largos pelos negros, unos insectos muertos, demasiado gruesos para pasar a través del desagüe, frenan la evacuación del agua. Ann se ducha mascullando como una anciana cuando advierte en la pared del fondo una especie de ventana, o más bien de ventanilla como la de un restaurante para servir los platos, un cuadrado de madera movible de unos cuarenta centímetros de lado. Tiene un pequeño pestillo, que ella manipula.

Ante ella, un agujero negro. Introduce la mano. Toca la pared, a una distancia de apenas la longitud de su brazo. Arriba y abajo, en cambio, ninguna resistencia. Lo único que encuentra, a lo largo de la pared de enfrente, es un contacto metálico.

Peldaños.

Una boca de ventilación, piensa, que debe de atravesar el inmueble en sentido vertical.

Ann traga con dificultad, se esfuerza en no temblar. El chorro de la ducha sigue fluyendo, el remolino del tubo atascado hace girar alrededor de sus tobillos los cadáveres de las cucarachas. Se inclina de nuevo, mira hacia arriba. Ninguna luz indica una salida hacia los tejados, más vale descender.

Ha dejado su ropa en la habitación, recorrido el pasillo envuelta en una toalla colgada ahora en el gancho clavado en la puerta. Podría aplazar su tentativa de fuga pero si la próxima vez va vestida a ducharse podría despertar las sospechas de la china. Además, no consigue recordar si ya había visto la entrada de la boca y su mente cansada casi llega a creer que sólo existe ahora mismo, que habrá desaparecido cuando vuelva si deja pasar la oportunidad. Y además puede producirse algún acontecimiento a causa del cual no vaya más al cuarto de baño. No, es ahora o nunca.

Por suerte ha adquirido el hábito de pasar un rato largo en la ducha. La china, por tanto, no se impacientará hasta dentro de unos minutos, aunque Ann no se acuerda de cuánto tiempo lleva duchándose, jabonándose sin pensar en nada. Hay que actuar deprisa.

La encubre el ruido del agua que ametralla el suelo de la ducha. Descuelga la toalla grande y se la pone por encima de los hombros, como un deportista después de la prueba y, apoyándose en la tabla de madera donde descansan el jabón y el frasco de champú, introduce el busto y luego una pierna en el conducto oscuro. Nota bajo el pie el contacto tibio de un peldaño, balancea todo el cuerpo y, antes de empezar a bajar, intenta puerilmente cerrar el batiente de madera como si así pudiera proteger su huida. Al hacer esto tira con demasiada fuerza, golpea contra el marco y produce un ruido seco que le parece ensordecedor. Al borde del llanto, se muerde los labios hasta hacerse sangre. Después, rápidamente, baja un escalón tras otro. Su habitación y, por ende, la ducha, están en el tercer piso. Tanteando en la oscuridad, pronto palpa con los dedos el marco de otra ventana, detrás de la cual un chorro revela que alguien también se está lavando en el segundo piso. Prosigue el descenso, temiendo a cada instante que un rayo de luz ilumine el conducto y aparezca la china asomada al agujero, alertando ya de la fuga. Otra ventanilla: primera planta, pues.

Y otra.

Otra.

Ann tiembla. ¿Y si estuviese condenada a descender sin fin, una puerta tras otra, una ducha tras otra, un piso tras otro, decenas de pisos aunque ella sabe muy bien que sólo hay tres, una infinidad de pisos, un descenso eterno? ¿Y si se volviera realmente loca?

Toca con el pie una superficie firme.

Ya está en ella.

Extendiendo las manos comprende que el conducto se ensancha, que ha llegado al sótano. Avanza a tientas a lo largo de una pared de cemento muy caliente. El sudor le chorrea por la piel. Finalmente la pared forma un recodo, al mismo tiempo que del suelo se eleva un escalón contra el que choca y se hiere cruelmente los dedos del pie. Conteniendo a duras penas un grito de dolor, da brincos sobre una pierna y luego continúa. El pasillo de cemento se vuelve menos oscuro, un halo de luz anuncia el recodo siguiente. Justo antes de entrar en el campo de esta luz, por lo demás débil, se queda inmóvil, al acecho. Desde que ha abandonado el conducto, hace un calor terrible y, a su alrededor, un zumbido incesante de máquinas produce en el espacio ligeras trepidaciones. Debe de estar cerca de una caldera o de un grupo electrógeno.

La mirada precavida que lanza en dirección a la luz confirma su intuición: grandes máquinas de aspecto pacífico, no muy modernas, ronronean debajo de un techo bajo del que cuelga una bombilla desnuda, de voltaje débil. Una gota de agua, a intervalos regulares, se desprende de alguna parte y cae en un charco con un chapoteo irritante, o bien en un cubo, una lata de conserva colocada a tal efecto.

Nadie, de todos modos.

Sigilosamente, atraviesa la sala de máquinas, se detiene al abrigo de un ángulo muerto. Con una esquina de la toalla que todavía le envuelve los hombros, se enjuga la cara y los pechos. Luego, siguiendo la pared por detrás de la maquinaria más imponente (una lavadora: a través de la portilla se ve la ropa retorcerse con una lentitud furiosa), descubre encima de su cabeza un tragaluz semicircular provisto de barrotes y de un cristal traslúcido al otro lado del cual reina la negrura. Ann no tiene la menor idea de la hora que es, pero comprende que es de noche. Oye pasar un coche, después unas voces, las de un hombre y una mujer, que se amplifican, luego se atenúan, acompañadas de un único ruido de pasos. Unos zapatos de tacón alto.

Ante ella, en la penumbra, se perfila un tramo de peldaños y los sube.

Una puerta.

Vacila y, con infinitas precauciones —de las que desencadenan las catástrofes, piensa— gira el pestillo, que no ofrece resistencia. Tira de la puerta hacia ella, hacia el interior. El aire de fuera la embriaga, un aire de noche de verano que emana un olor a basuras muy maduras.

Se encuentra en un pasaje estrecho que, a un nivel inferior de la calle, ciñe el inmueble como una zanja sobre la que se superponen los escalones que llevan a la recepción. A derecha y a izquierda, más escalones, simétricos, ascienden hasta la altura de la acera, más o menos dos metros más arriba.

Es la última etapa; después, estará en la calle y lo único que tendrá que hacer es alejarse del hotel lo más velozmente posible. Es evidente que, sin más ropa encima que una toalla de baño, no pasará inadvertida. Lo vital es encontrar enseguida, de inmediato, un taxi o un policía al que explicará su situación.

De repente, una voz por encima de ella.

Julian.

Debe de estar en los escalones del puente.

—Ve a vigilar la calle, detrás —dice, jadeante—. Yo bajo a ver en la bodega.

Ann siente ganas de aullar, muerde la sangre seca en sus labios. La persiguen, no saldrá de este apuro. Detrás de la pequeña verja que a lo largo de la acera rodea el basamento, ve pasar ya, como compases, las piernas ceñidas por el vaquero con pliegue. Julian baja hacia su escondite, la descubrirá dentro de unos segundos.

Ella mira alrededor, extraviada. Entre el amasijo de cubos de basura, un cartón de supermercado contiene botellas vacías. Sus dedos oprimen un cuello de plástico rajado.

Julian, delante de ella, en el último peldaño de la escalera a la izquierda.

—Tranquila —dice—, tranquila…

Él avanza.

Ann da un paso atrás, tantea con el talón el inicio de la escalera derecha, detrás de ella. En el momento en que Julian se lanza, listo para agarrarla por la cintura, ella da una patada con el pie herido a la pirámide de bolsas de basura que se derrumba lentamente y obstruye por un instante el paso a su perseguidor, sube corriendo la escalera, empuja la barrera enrejada. Un taxi acaba de parar ante la entrada del hotel, y el pasajero, con una pierna fuera, va a apearse. Ella, al subir, le empuja contra el asiento, grita que arranque y el taxista obedece, el vehículo parte en el momento en que Julian posa la mano en la portezuela. Su cara deformada por la cólera se aplasta un instante contra el cristal, ya no es más que una silueta gesticulante en la calzada, tapada por los gases de escape del taxi.

Ann hipa, con los pelos en los ojos, la espalda sacudida por escalofríos. En su huida ha perdido la toalla, está desnuda, el asiento de escay se le pega a los muslos. Un brazo le rodea los hombros, una voz le murmura al oído: «Ya… ya… ya ha pasado», y con un gesto brusco ella vuelve la cabeza hacia el pasajero del taxi.

Allan.

—¿Qué hora es? —pregunta ella.

—Falta poco para las cuatro —responde una voz próxima.

—¿De qué día?

—Jueves.

Se da la vuelta en la cama, se cubre la cabeza con la sábana. ¿Las cuatro de la mañana o de la tarde? Vuelve a dormirse.

Se despierta en su habitación. Su mirada recorre lentamente el espacio que la rodea, comprobando el lugar de cada objeto, la máquina de escribir sobre la mesa, la colcha rechazada, que ha caído en la moqueta, la vieja butaca de cuero, la pila de discos en desorden cerca de la pletina, el cubo decorado con fotos en la cabecera, cerca del despertador que ahora marca las tres. Es de noche. Por la falleba de la ventana cerrada entra en el cuarto un soplo de aire tibio. Tiene sed, quiere levantase para ir a buscar un vaso de agua a la cocina. Entonces cae en la cuenta de que ha omitido un detalle de su inventario. Entre los brazos de la butaca hay alguien, Allan, que la mira sonriendo a medias y, cuando ella posa un pie en el suelo, se levanta y le dice que se quede acostada. Desaparece en la cocina, vuelve con el vaso de agua que ella bebe ávidamente, con la cabeza muy inclinada hacia atrás. Sabe que el agua no está envenenada.

—No debes moverte —dice él—. Todavía tienes fiebre.

Ann deja el vaso en la mesilla, cerca del cubo con fotos, se incorpora, bien hundida entre las almohadas, se frota los ojos. Sabe que ha pasado algo, pero no consigue recordarlo. El pie derecho le da punzadas dolorosas. Allan la mira, siempre con su media sonrisa amistosa. Ella piensa que confía en él.

Más tarde quiere levantarse de nuevo.

—Todo da vueltas —gime.

Más tarde aún, está totalmente despierta. El amanecer empieza a iluminar el gran ventanal.

—Va a hacer bueno —comenta Allan—. Es viernes.

Le lleva el desayuno en una bandeja. Café, esta vez. Hace varios días que Ann no lo toma, solamente té. Y un vaso grande de zumo de naranja, y tostadas que ella unta de mantequilla y recubre con mermelada de ruibarbo. Después él abre los grifos para prepararle un baño en el que ella permanece como mínimo una hora. Ann oye que él pone música, un disco de Bryan Ferry del que canturrea una canción, Tokyo Joe. Se acuerda de que el disco está rayado hacia la mitad, detecta el momento en que la misma frase va a repetirse sin cesar, punteada por un crujido desagradable. Por eso no pone nunca ese disco cuando se baña, y es una lástima porque es perfecto para inaugurar una mañana de verano.

El crujido sólo se produce una vez. Inmediatamente Allan desplaza el brazo de la pletina hasta el surco siguiente. Ella suspira de alivio y de placer, piensa que es un chico con el que puede contar. Es un buen signo prever un fallo en el armonioso desarrollo de una canción como Tokyo Joe.

Al volver a la habitación grande, ahora inundada de sol naciente, no vuelve a ponerse el albornoz. No le molesta deambular desnuda delante de Allan. Se pregunta si ya habrán hecho el amor juntos, pero hay un gran espacio en blanco en sus recuerdos recientes y llega a la conclusión de que no, pero que no tardarán en hacerlo.

—¿Ya estás mejor? —inquiere Allan.

Ann vacila en preguntarle lo que sabe y se lo pregunta ella misma, sin encontrar respuesta.

—¿No crees que debería ir a la policía? —pregunta.

—No —dice Allan, con calma—. Es un engorro y una pérdida de tiempo. ¿Vienes conmigo a Brighton?

—Si quieres…

Parten a primera hora de la tarde en el coche de Allan, un Aronde de los que ya no se ven ni siquiera en Francia desde hace quince años. Al verlo aparcado delante mismo de la puerta, evocador de recuerdos confusos pero desagradables, Ann tiene un gesto de titubeo, un segundo de rechazo, pero su tercer ademán es abrir la portezuela y, valientemente, ocupa el asiento al lado de Allan, que cala dos veces el motor antes de poder arrancarlo. Ella piensa que hay mucho de afectación en su personaje de desgreñado seductor y patoso, pero no siente la menor irritación, sino al contrario.

Hablan mucho durante el viaje, como si se conocieran desde hace mucho tiempo. Allan explica con lujo de detalles el principio de la murder party a la que van. Se niega, sin embargo, a revelar a Ann la clave de los enigmas que van a sucederse durante su estancia en el hotel, porque asegura que así se echaría a perder el encanto. Confía en que ella jugará como todo el mundo al detective aficionado y que irá a informarle de los progresos del juego a la habitación donde finalmente ha decidido recluirse después de su muerte. A lo sumo la guiará diciéndole si está muy lejos de la solución o tan cerca que se quema.

Mientras lo escucha, Ann reflexiona. Desde que ha despertado esta mañana, migajas de su increíble aventura le vuelven a la memoria, y empieza a reconstruir el desarrollo de los últimos días. Indolentemente se repite que quizá debería ir a la policía: al fin y al cabo, ha estado dos o tres días secuestrada por un loco. También debería desconfiar de Allan, del sospechoso carácter providencial de su aparición salvadora. Pero a la luz del día, en este coche que atraviesa sin prisa un campo apacible, entre praderas verdes sembradas de cercas blancas, el recuerdo de la pesadilla, aunque se va precisando hasta el punto de que enseguida puede recordar su cronología, se torna cada vez más real. Esta sensación, por lo demás, le es familiar, aunque no la haya experimentado desde hace casi un año y, al darle vueltas en todos los sentidos, ya no evoca en absoluto ese jirón de pasado muy reciente, sino una gran porción de pasado ya antiguo, surgido abruptamente, por sorpresa, gracias a un azar aún incomprensible y que ahora comienza a dibujarse, a recuperar su lugar normal, lejos, a su espalda, en el vasto territorio que ha marcado con una cruz y al que ya no retorna. En la época en que a menudo tomaba ácido (casi todos los días, en un momento determinado), vivió episodios comparables, igualmente convincentes, presa de accesos de terror espantoso que podían durar toda una noche en tiempo real, pero que en el tiempo relativo de su percepción se dilataban hasta invadir toda su vida. Entonces caminaba por la ciudad, se encerraba durante una eternidad en armarios, incluso una vez tomó un ascensor donde creyó que se quedaba años, atontada, convencida de que no existía más realidad que aquélla: las paredes metálicas cubiertas de grafitis, el otro pasajero que, inexplicablemente, se comportaba como un ascensorista (a pesar de que el ascensor enlazaba con la superficie de la ciudad una estación de metro situada a una profundidad insólita), la cara patibularia de aquel pasajero que accionaba los botones de mando con un amaneramiento sospechoso de competencia profesional, en verdad dispuesto a abalanzarse sobre ella… Entonces intentaba razonar, decirse que si veía aquello, si el tiempo le parecía suspendido, el mundo abolido más allá de aquella jaula herméticamente cerrada, inmóvil en un in situ eterno, era únicamente porque ella había ingerido algún producto tóxico. Al cabo de unas horas el efecto tenía que disiparse, el mundo recobrar la normalidad. Pero la pesadilla prevalecía a veces con tanta fuerza que la pregunta se desplazaba: ¿aguantaría hasta entonces? ¿Llegaría viva a la salida del túnel? Otras veces se persuadía de que no existía una salida, que se quedaría para siempre en el ascensor o el armario, y al final siempre salía, al menos siempre había salido. Y más tarde, después de haber dormido quince horas seguidas, repuesta de la tensión nerviosa, el recuerdo de la pesadilla subsistía, pero despojado de su cariz de evidencia, de irrevocable. Examinaba incrédula el armario donde tenía que admitir que había pasado una noche, sin atreverse siquiera a gritar. Montaba en el ascensor del metro y todo era normal. En un viaje de ácido, a veces sucedía que, sumida en el terror más intenso, se prometía recordarlo, preservar más allá del efecto producido por el tóxico la lucidez atroz que le había proporcionado. Era inútil.

Y ahora es algo parecido. Sólo que más continuo, más coherente. Sabe que no ha soñado ni ingerido una droga, está segura de que la han secuestrado, de haberse evadido, de haberse visto arrastrada a una conjura o una crisis de locura a las cuales, además, el hombre que conduce a su lado no es quizá ajeno, aun cuando haya interpretado el papel de salvador en el último minuto, pero no le tiene miedo, eso se acabó. Está distendida, sosegada, tranquila. Inclina la cabeza hacia atrás, tensando el cuello, con la nuca recostada en el asiento, el coche avanza por el campo, con todas las ventanillas abiertas: aparta continuamente el pelo alborotado por el viento. Allan cambia las marchas tranquilamente mientras habla de crímenes ficticios con despreocupación, todo ha vuelto a la normalidad.

Llegan a Brighton a la hora del té. El hotel extiende su imponente fachada frente al mar, a un centenar de metros del espigón donde una multitud de adolescentes se agolpa alrededor de las máquinas tragaperras y salas de juegos. Familias con ropa de vacaciones —shorts, sandalias, redes para gambas— recorren el paseo a lo largo de la playa, se paran en los triciclos de los vendedores ambulantes que venden cucuruchos de helado. Se elevan globos en el aire caliente, las formas tiemblan un poco, gracias también a los vapores de gasolina. Varias personas se pasean con enormes radiocasetes que berrean cacofónicamente. Al estacionar en el aparcamiento del hotel, separado del paseo marítimo por un seto tupido, Allan observa que Brigitte tenía razón: Brighton es imposible en el mes de agosto. Se encaminan por la grava crujiente hacia el monumental peristilo engalanado con faroles que deben de iluminar por la noche. Ann piensa en Brigitte: la llamará luego.

—¿La has visto, últimamente?

—No —responde Allan—. Sólo la he telefoneado. Trabaja sin descanso para terminar su libro de aquí al lunes.

Les dan una llave en la recepción y también un sobre. Ann no comenta el hecho, al parecer obvio para Allan, de que van a compartir habitación. En el ascensor él le da el sobre y ella lo abre. Contiene una hoja de papel con el membrete del hotel, en la que un breve texto mecanografiado dice que a partir de ahora ya no hay que pronunciar las palabras murder party ni, en la medida de lo posible, conservarlas en la memoria. La cena que tendrá lugar esta misma noche reunirá, como cada año en esta fecha, a los antiguos alumnos de Prince College (y de Victoria School, para las exalumnas).

En cuanto han cerrado la puerta de la habitación con vistas al mar, Allan toma a Ann en sus brazos. Un poco más tarde se desvisten y hacen el amor. Allan sólo se quita las gafas en el momento del orgasmo —en el momento oportuno, para el gusto de Ann—, después le explica riéndose que le ayudan a contenerse en un caso de excitación extrema, y éste era uno de ellos. Ann se ríe también, vuelve a ponerle las gafas sobre la nariz y él tiene una segunda erección.

Para bajar a cenar, Ann se pone un traje muy ligero, pero elegante, Allan una corbata demasiado ancha y un blazer cuyo bolsillo del pecho adornan armas fantasiosas de Prince College. En el vestíbulo, se les acerca una mujer cincuentona que se parece a Margaret Thatcher y, muy agitada, acorta las presentaciones que intenta hacer Allan (hasta el punto de que Ann no entiende su nombre) y dice que tiene un apuro: a la hija de Doris tienen que operarla urgentemente de apendicitis y en consecuencia Doris no podrá representar su papel, acaba de telefonear para anunciarlo. Allan reflexiona un instante, luego dice que no es tan grave: su amiga Ann podrá sustituirla, bastará con ponerla un poco al corriente. Margaret Thatcher mira a Ann de arriba abajo, como para evaluarla; el examen debe de parecerle concluyente porque pregunta a la chica si no le molesta reemplazar a Doris. Ann le asegura que no y Margaret —cuyo nombre de pila es, en efecto, Margaret— le toma las dos manos con las suyas para agradecérselo. Interrumpiendo estas efusiones, Allan arrastra a Ann a un rincón del inmenso vestíbulo donde butacas profundas en torno a mesas bajas forman una serie de saloncitos confortables.

—Es muy sencillo —dice él—. Yo soy Jeremy Ballister, profesor de literatura en Prince College. Doris tenía que interpretar el papel de mi mujer, y tú la sustituyes. Como es un ama de casa no tienes que conocer a mis exalumnas, te limitas a hacer melindres y preguntarles si han conservado un buen recuerdo de mis clases, bobadas de este tipo. Lo que importa es que durante la cena, donde estaremos en la misma mesa, se den cuenta de que la cosa no funciona entre nosotros, que nuestro matrimonio se va a pique. Tú me regañas de vez en cuando, pones una cara crispada cuando digo algo, es fácil.

—¿Soy yo la que te mata, entonces?

—No, no eres tú. Sólo se trata de una primera pista que se lanza a la gente; por otra parte, no la seguirán mucho tiempo. Es demasiado fácil y son más avispados que eso, ya te darás cuenta.

—¿Y cuando mueres qué hago? De entrada, ¿cómo mueres?

—Sobriamente. El gran melodrama está reservado para el segundo asesinato, mañana. A mí me envenenan con curare. Beberé un vaso de licor de menta y de repente me desplomaré apretando mi vaso hasta romperlo.

—Vas a cortarte —predice Ann.

—Estoy entrenado. En ese momento tú gritas, pierdes la cabeza y luego, cuando anuncien mi muerte, interpretas a la viuda hecha un mar de lágrimas. Pero en el registro histérico, excesivo, para que no se dude de tu sinceridad. Es todo, más o menos. El tío que hace de poli respetará tu dolor y no te interrogará esta noche.

Después entran en el gran comedor (grabados de caza, chimenea para asar un rebaño) donde los comensales están agrupados en mesas de cinco. Ann examina a la concurrencia, más heterogénea de lo que habría creído. Se imaginaba batallones de solteronas al estilo de Agatha Christie; ahora bien, si algunas personas presentan este perfil, hay muchos jóvenes que forman parejas pertenecientes visiblemente a la pequeña burguesía. Se sientan delante de platos escoltados de tarjetas de cartón con sus nombres y Ann se percata con un ligero malestar de que la señora Ballister, cuyo papel tiene que improvisar sobre la marcha, se llama Bernadette, como la heroína de La exquisita inconstante. Antes incluso de que empiecen a servir, Allan, que de un vistazo discreto ha mirado las otras tarjetas, comienza a llamar a cada uno por su nombre y a informarse de lo que ha sido de ellos desde los buenos tiempos de la universidad. A priori, las diferencias de edad hacen poco verosímil que una vieja pareja de Texas, llegados especialmente de Houston para la ocasión, hayan tenido como profesor a Jeremy-Allan, pero la pareja en cuestión entra en el juego con aplomo y el marido explica a su vecino de mesa, en su época senil, que Abigail y él se tomaron hace cinco años un año sabático para vivir, en su época senil, en la atmósfera típica de una universidad inglesa, en calidad de oyentes. Abigail aprueba con la mirada este esfuerzo de realismo y Allan, tranquilizado con respecto a ellos, intenta establecer la misma complicidad escolar con otra pareja de antiguos alumnos, un treintañero que luce un bigote feroz y una voz de falsete, que se llama Edward y al que llama de inmediato Ted, y una mujercita pelirroja de aire resuelto, Josephine, que pasa a ser al instante Jo. Ann piensa que en cada mesa un compinche debe, como Allan, encargarse de establecer contacto, de velar por que no se pronuncien las palabras tabú de murder party. Al cabo de unos minutos, la conversación se ha entablado, intercambian recuerdos de estudios, de dormitorios, de castigos leves, de bromas al rector. Ann advierte sorprendida que los de Texas son los más inventivos, desbordantes de anécdotas, nunca se los pilla desprevenidos, y al oírlos contar, pasándose la pelota, que Bill, el marido, a los sesenta años ya cumplidos, se escapaba de noche para ir al encuentro de Abigail en Victoria School, se pregunta si acaso no formarán parte de los cómplices, como Allan y ella. Pero no, cuatro en la misma mesa sería en verdad excesivo.

A no ser que toda la murder party sea una comedia interpretada para ella, dirigida contra ella, que todos los comensales sean actores y ella la única que no conoce su papel, que no sabe… Para ahuyentar este pensamiento, carga las tintas, recordando las directrices de Allan, asume dócilmente el papel que él le ha atribuido. A cada una de sus ocurrencias, levanta los ojos al cielo, da un manotazo encima del mantel. Cuando Allan exagera su alegría por haber identificado en la persona del bigotudo Ted a la calamidad de estudiante que ritualmente inauguraba sus cursos quemando detrás del radiador pedazos de caucho que desprendían un olor pestilente, Ann suspira con un aire tan exasperado que el bueno de Bill, asombrado, le pregunta si algo va mal y ella responde muy secamente que todo va bien, gracias. Allan hace ostentación de ignorarla, se vuelve continuamente hacia Jo, encantada de que la haya elegido el que dirige el juego. Cuando él vuelca su vaso, Ann protesta agriamente contra su torpeza, tomando a los comensales por testigos de que lo empuerca todo y ella después tiene que lavarle la ropa, sucia ya apenas se la ha puesto. Allan, a su vez, levanta los ojos al cielo. Esta exhibición súbita de desavenencia conyugal, que aprovecha cualquier pretexto, echa a perder la armonía de la cena. Los demás disimulan su fastidio exagerando la alegría forzada. Ann comprende que todos se preguntan si esta escena es verídica o está bien interpretada para las necesidades de la historia, en cuyo caso habría que esperar gresca por parte de los Ballister. Ellos tampoco pueden desconocer que la reunión implica actores, parte de los cuales son ciertamente Allan y Ann, y sin duda se felicitan de que la casualidad los haya colocado en una mesa de tanta importancia estratégica. Quizá se esperan ya que uno de los dos muera.

En los postres, Bill obsequia a la concurrencia con un chiste judío bastante gracioso, no sin haber insinuado hábilmente que él también es judío, como si sólo esta circunstancia le concediese el derecho de bromear sobre Dachau, y después de que todos se hayan reído, Allan anuncia que él, por su parte, va a contar una anécdota insulsa.

—Es la historia de la Revolución —empieza—. Por desgracia, no estoy seguro de contarla debidamente, me falta entrenamiento. Verán, una historia insulsa no soporta la improvisación, los adornos que suelen ser las mejores bazas del narrador.

Ann arruga su servilleta, irritada, dando a entender que ya ha oído diez veces esta historieta y su pomposo preámbulo.

—Hay que contarla siempre de la misma manera —prosigue Allan—, y no me conozco el texto totalmente de memoria. Pero haré lo que pueda.

Traen los licores y una bandeja con vasitos. Siempre muy a gusto como presidente de la mesa, Allan sirve a cada uno un brandy, un digestivo, un licor de crema. Él se pone un dedo de alcohol de menta; Ann comprende que ha llegado la hora del crimen. Pero Allan se contenta con calentar su vaso en el hueco de la mano, con la actitud convenida de narrador fino que cuida sus efectos.

—El día de la Revolución —continúa por fin— no ocurrió nada. Hacia las tres de la tarde, sin embargo, un amigo filósofo me telefoneó y, presa de una viva agitación, me dijo: «¡Ya está, la cosa arranca!». Y luego colgó.

Allan deja que circule alrededor de la mesa un murmullo de educado interés y hace ademán de llevarse a los labios el vaso de menta. Ann piensa que no le va a quedar otra que oír en privado el final de la historia, pero él cambia de opinión y posa el vaso en la mesa.

—¿Qué quería decir mi amigo? Deseoso de saber a qué atenerme, me puse el abrigo y salí a la calle. Llovía. Mi puro se apagó, me lo guardé en el bolsillo porque apenas había dado unas caladas de aquel habano caro…

Con una mímica enfurruñada, Ann indica que el habano caro no sólo es un elemento secundario en la narración sino que grava el presupuesto del matrimonio, huele mal y causa agujeros en la alfombra. Bill apoya los codos en la mesa, se inclina para oír mejor.

—Nada indicaba en las calles que aquello cuajase en alguna parte. La gente parecía malhumorada porque el precio de las gachas de avena alcanzaba por entonces, debido al bloqueo, el récord mundial. Pero la cosa no arrancaba, no quería arrancar. Escampó, volví a encender el puro que saqué del bolsillo. Hubo un accidente de tráfico, no grave: un simple roce de carrocerías. Los conductores estuvieron a punto de llegar a las manos pero los separaron y se redactó un parte. Atraídos al principio por la perspectiva de una pelea, los mirones se dispersaron. Yo hice lo mismo y, sin apresurarme, volví a mi casa. Así se desarrolló el día de la Revolución.

Para subrayar una pausa, Allan reanuda su manoseo del vaso de licor que Ann mira con ojo reprobador. En lugar de beber, él se limita a afianzar las gafas a medio camino sobre el puente de la nariz y prosigue:

—Tres años más tarde, hacia las tres de la tarde, telefoneé a mi amigo filósofo y le pregunté qué había querido decir. «Oh», me respondió, «oh, ya no lo sé. Se me ha olvidado. Y además comprenderás que después de la Revolución no se pueden decir las mismas cosas que antes».

Ann tiene un escalofrío. Esta revolución invisible le recuerda algo que se esfuerza en apartar. Todo el mundo en la mesa permanece silencioso unos instantes y sólo se oye la algarabía de las mesas vecinas, el tintineo de los cubiertos, por encima del cual se eleva, en el fondo de la sala, una risa estentórea que, sin duda más que el final de la anécdota, incita a Abigail a producir como un eco una agridulce risita contenida. Bill, sonriendo, pregunta:

—¿Es una parábola?

—¿Un apólogo? —encarece Abigail.

Ann piensa que a los dos tejanos no les falta vocabulario.

—Es sólo una historia insípida —responde Allan, con aire modesto y satisfecho—. Es un género especial.

Entonces, finalmente, se lleva el vaso a los labios y da un trago de licor de menta. Los dedos de Ann aferran el borde del mantel. Allan hace una mueca ligera, las comisuras de sus labios descienden, se crispan, desorbita los ojos mientras Ann piensa que muy bien podrían haber envenenado de verdad el licor. Como estaba previsto, rompe el vaso que sostiene en la mano y luego inclina el tronco hacia atrás y tensa el cuello, tratando de respirar. La silla oscila, él cae de espaldas, Ann grita, cortando en seco el alegre tumulto del comedor y, al instante siguiente, Bill se ha levantado, todo el mundo acude alrededor de la mesa, crepitan los flashes de las cámaras de fotos, la murder party ha dado comienzo.

Ann no vuelve a la habitación hasta un poco antes de medianoche. Tendido en la cama, desnudo, Allan lee el libro del bucanero Trelawny sobre Byron y Shelley.

—Estaba en tu casa —explica—, y al salir lo he cogido. Ya lo he leído, pero se relee muy bien.

Ann enciende un cigarrillo y hace su informe. Después de que la ambulancia, que ha llegado a toda velocidad y con el aullido de la sirena, se haya llevado al cadáver en una camilla, y mientras Allan subía a su habitación por una escalera de servicio, un hombre obeso que se ha presentado como el superintendente Breathwaite ha empezado a interrogar a los comensales presentes en el momento del drama. Aparte de las fotos que tomaban a diestro y siniestro algunas personas afanosas de conservar recuerdos del fin de semana, todo se ha desarrollado de una forma bastante realista. El superintendente ha recogido respetuosamente en un pañuelo los añicos del vaso, ha ordenado que nadie abandone el comedor, ha dado unas palmaditas en el hombro de Ann, que estaba postrada, con la cabeza entre las manos, dejando escapar de vez en cuando un desgarrador gemido. Luego, como de todos modos los camareros tenían que recoger las mesas, todos se han replegado hacia el bar y allí el superintendente ha hecho la ronda de los pequeños grupos, formulado preguntas, tomado notas en su libreta. Ann ha oído a Ted y a Jo insinuar que el matrimonio Ballister se llevaba mal —al mismo tiempo que hipócritamente han precisado que no querían causar ningún daño a la desventurada viuda— y la noticia ha circulado por el bar. Poco a poco Ann ha detectado a los sabuesos más encarnizados: Ted y Jo, por tanto, pero también una solterona que se ajusta a la idea que Ann se hacía del público atraído por esta clase de diversiones, y por último un tándem de colegialas regordetas y con la cara llena de granos, unas gemelas a las que sus padres les habían regalado por su cumpleaños este emocionante fin de semana. Ha apreciado que, a pesar de las sospechas que recaen ya en su persona, Bill y Abigail le ofrecen hasta el fin de la velada palabras de consuelo, tazas de té, pañuelos de papel que a Ann le ha costado humedecer con lágrimas. Incluso la han acompañado, si no hasta la habitación, al menos hasta el ascensor, y en el vestíbulo los tres se han parado delante de un gran tablero donde habían clavado con chinchetas las primeras pistas reveladas por la investigación: boletines escolares con apreciaciones poco halagüeñas sobre algunos alumnos y firmados por Jeremy Ballister, director de los estudios de lengua inglesa, una foto de clase en la que el propio Ballister (Allan con su atuendo universitario informal, tweed y pana de canutillo) posa en medio de sus alumnos, y además tres o cuatro pruebas de cargo de origen igualmente docente.

—Muy bien —concluye Allan al final del informe—. Has hecho tu papel de maravilla. Es una buena práctica.

Luego atrae a Ann hacia la cama y hacen de nuevo el amor, mejor que por la tarde porque empiezan a conocerse. Ann se asombra de la rapidez con que se desarrolla su intimidad. Con la luz apagada, él la sigue acariciando un largo rato y después acaba durmiéndose.

A pesar o a causa de la agitación de la noche, Ann tarda en conciliar el sueño. Se levanta y se queda un momento mirando la orilla del mar por la ventana. El cielo sin estrellas anuncia tiempo nublado al día siguiente, el viento empuja una bola de papel que avanza a sacudidas por la acera del paseo marítimo. Un trío de paseantes tardíos pasa por debajo de sus ventanas. Uno de ellos se desplaza dando brincos en torno a los otros dos y hasta empieza a cantar un aria de ópera italiana lo bastante alto para que Ann lo siga oyendo después de que los noctámbulos hayan desaparecido de su campo de visión. Casi a pico desde la ventana de la esquina, descubre una terraza que da al mar y a la que un seto más espeso que el del aparcamiento debe de proteger, durante el día, del fatigoso tumulto del paseo. Confiando en que cincuenta personas alojadas en el hotel no tengan la misma idea que ella, Ann se promete darse un baño de sol en la terraza al día siguiente, aunque esté nublado. El mobiliario de la terraza (una mesa, una butaca de jardín, sólo dos tumbonas) evoca más un lugar de retiro privado que un espacio de uso comunitario. Se diría una cala salvaje enclavada en medio de una cinta de playas públicas donde hay colchonetas inflables, casetas de baño, socorristas intempestivos. Ann piensa que debe de ser una terraza particular, reservada al propietario o al gerente del hotel, al que Allan conoce seguramente y que accederá a abrirle su dominio.

Vuelve a la cama en la que Allan duerme de través, tumbado de bruces, con los brazos en cruz. Los rayos de la luna, que surge de detrás de una nube, caen sobre su delgada espalda y resaltan con una sombra dentada el relieve de las vértebras. Sentada en la cama, de espaldas a la pared, con las rodillas apretadas entre los brazos, ella lo mira dormir y se le pasa por la cabeza la idea de que se enamora de él. Razona: es fácil creerse enamorada de un hombre entregado a este abandono, de una espalda iluminada por la luna, del feliz presentimiento de que mañana va a suceder algo. Lo que es seguro, en cambio, es que se siente a salvo con él, que su presencia aleja los espectros o más bien los amansa. Desplegándose, se tiende contra Allan, casi encima de él, cierra los ojos y se duerme.

Los dos se despiertan tarde, casi al mismo tiempo. Ya no sirven desayunos en las habitaciones. Allan aconseja a Ann que se dé prisa si no quiere perderse los acontecimientos de la mañana: interrogatorios, sospechas, nuevas pistas, pero ningún crimen antes de las cinco, se digna precisar. La alecciona mientras la enjabona bajo la ducha: el superintendente y seguramente una cáfila de aprendices de detective van a interrogarla a propósito de una representación de teatro aficionado que tuvo lugar hace dos años en Prince College. Bernadette y Jeremy Ballister interpretaron un papel en la obra. Durante los ensayos la pareja se hizo amiga de un antiguo alumno llamado Gordon Castleton, inquietante personaje cuya llegada al hotel está prevista por la tarde, y un rumor acusa a Bernadette de haber tenido una relación con él. Si le hablan de esto debe negarlo con vehemencia, con mucha vehemencia para que la crean. Todo su papel, por lo demás, se basa en excesos calculados, encaminados a despertar sospechas.

Al bajar, la cara de Ann adopta de nuevo la expresión ensayada la víspera de la viuda afligida pero sospechosa, y en el vestíbulo se para delante del tablón de las pistas, enriquecido por una postal firmada «Bernadette». «Querido Gordon, pienso tanto en ti. ¿Volveremos a vernos este otoño?».

La letra le produce un ligero malestar. No es la suya, pero parece una imitación de un falsificador torpe. Al examinar de más cerca la postal, al lado del texto, expuesta al fino olfato de los sabuesos, repara en la leyenda de la foto que figura en el reverso: «Catania, Piazza del Duomo», y el matasellos de correos, fechando el envío en el verano anterior: la época, precisamente, en que se encontraba en Catania con Jim. Una casualidad, prefiere pensar, convencida a medias. Menos que a medias, pero ¿qué hacer, qué decir?

Sale airosa del interrogatorio del superintendente Breathwaite, en presencia de los detectives más asiduos. Al final, el hombre obeso que encarna con una malicia bonachona el papel de policía le dirige un guiño a hurtadillas. Debe de saber que reemplaza sobre la marcha a la tal Doris, y la felicita discretamente por su aplomo. A pesar de este homenaje profesional, Ann empieza a cansarse de los sollozos ahogados que el decoro la obliga a emitir a intervalos regulares. Fieles, Bill y Abigail siguen rodeándola de atenciones delicadas.

En la comida cada cual se esfuerza en parecer huraño y abrumado, pero muchos ocultan mal la emoción alegre que les producen las pesquisas. Las colegialas, en particular, se desviven por estar en la misma mesa que la sospechosa número uno y la observan con atención. La solterona, un poco más lejos, les lanza una mirada enternecida por su ingenuidad de novicias: la fuerza de las presunciones que recaen en Bernadette la exculpa visiblemente a los ojos de un detective avezado.

Después prosiguen los interrogatorios, siempre dirigidos por Breathwaite, que se toma su papel a pecho. Como estaba previsto, Ann niega toda relación extramarital, afirma que Gordon sólo es un excelente amigo. Hacia las cinco consigue escabullirse y, tras una breve visita a Allan, al que, extrañamente, no se atreve a preguntarle por el asunto de la postal, sale del hotel para comprar el tabaco y las tabletas de chocolate Cadbury Fruit and Nuts que le ha pedido el recluso. Algunos pares de ojos la siguen mientras cruza el vestíbulo y se dirige hacia la gran puerta giratoria. Aunque el permisivo superintendente no ha formulado ninguna consigna en este sentido, los imperativos de la investigación que cada uno realiza por su cuenta prohíben alejarse del teatro de los acontecimientos, por miedo a perderse alguna novedad. Sin embargo, después de haberse paseado un poco por el paseo marítimo, despoblado por una tenue llovizna, y tras haber introducido unas monedas en las máquinas tragaperras colocadas debajo de una vidriera a lo largo del espigón, y alrededor de las cuales parece haberse refugiado toda la población estival de Brighton, Ann, al empujar la puerta de un estanco que también hace las veces de quiosco de prensa, reconoce a las dos gemelas con la cara llena de granos, ocupadas en inspeccionar el expositor de libros. Al acercarse, descubre varias obras de la colección del capitán Walton, entre ellas El amor es un pájaro rebelde. Vacila en recomendar su compra a las colegialas, que responden bastante bien a la imagen cínica que ella se ha forjado de sus lectoras, pero se limita a hacerles una señal con la cabeza y va al mostrador para pedir tabaco y chocolate. En el momento de pagar, la voz extrañamente grave, masculina, de una de las gemelas le llega al oído y Ann se estremece. O ha oído mal o la jovencita acaba de preguntar al estanquero si no tendría Frankenstein.

—¿La historia del monstruo? —pregunta el hombre—. No, me extrañaría. Todo está en el expositor.

Al devolverle el cambio, le esboza a Ann una sonrisa de complicidad adulta.

—A su edad leen cosas raras —comenta—. Debe de ser la serie de la tele la que les mete esas ideas en la cabeza.

Olvidándose de recoger el cambio, Ann corre hacia la puerta que las dos adolescentes franquean, activando una campanilla que curiosamente no ha sonado, está segura, cuando ha entrado ella.

—¿Qué le habéis pedido?

La que ha hablado hace un momento se detiene, mira a Ann de arriba abajo mientras se balancea de un pie al otro. Su hermana la imita, parecen un dúo de music-hall parodiando a alguien patoso.

—Pues… Frankenstein, de Mary… Shelley —dice la primera, desplegando un pedazo de papel arrugado en el que ha debido de escribir el nombre de la autora.

—¿No le dice nada? —media la segunda con un tono socarrón, como si llevara un manojo secreto.

—Pero… ¿por qué? —balbucea Ann, dándose cuenta de que su turbación acentúa la sonrisa de triunfo malévolo que se expande simétricamente por la cara de pan de las gemelas.

—De verdad, ¿no le dice nada? —insiste la segunda.

Y asesta un codazo a su hermana. Luego las dos se tronchan de risa y ponen pies en polvorosa. Una decena de metros más allá, se vuelven, miran a Ann, perpleja, se desternillan de nuevo y se van corriendo.

Ann siente las gotas de lluvia que le caen encima. Vuelve a llover. Se queda petrificada un momento, con el paquete en la mano. La lluvia arrecia. A su alrededor, la gente corre a resguardarse debajo de los quioscos, recoge toallas, colchonetas inflables en la playa, con gestos de desamparo. Están locos, piensa Ann, distraídamente, por haber vuelto a la arena durante un claro de apenas diez minutos. Se mete debajo del toldo del estanco, que delimita en la acera una delgada franja protegida, en torno a la cual el asfalto ahora gotea. Otros transeúntes se unen a ella, decididos a esperar el fin del aguacero bajo este refugio improvisado.

Viendo que no escampa, a pesar de las predicciones de sus vecinos, Ann opta por lanzarse al descubierto y volver al hotel, a la carrera. Empapada hasta los huesos, se abalanza hacia la puerta giratoria, se sacude en el vestíbulo, observada por las miradas lelas y excitadas de las dos gemelas, sentadas en una banqueta ante una bandeja de té y pastas danesas. Decide no hacerles caso e, intentando separar el vestido de la piel, tirando de él con el pulgar y el índice, camina hacia el tablón de las pistas, cerca del ascensor. Han puesto allí un documento nuevo: una hoja doble fotocopiada, el programa de la representación en Prince College, en junio de 1982, de Frankenstein o el demonio de Suiza, drama en cuatro actos de Richard Brinsley Peake, inspirado en la novela de Mary Shelley, cuyo reparto es el siguiente:

Frankenstein…………………. Jeremy Ballister

Elizabeth……………………… Bernadette Ballister

La criatura……………………. Gordon Castleton

Justine………………………… Helen Winterfield

William……………………….. Thaddeus Winterfield, hijo

Capitán Robert Walton……… Marcel Numeraere

Las puertas del ascensor se abren entonces y sale una decena de personas muy agitadas, entre ellas Bill y Abigail, que se acercan a Ann, y el superintendente Breathwaite, que al pasar por delante le dirige de nuevo su guiño cómplice.

—Es espantoso —dice Bill—. Acaba de producirse un segundo asesinato.

—Sí —confirma Abigail—, acaban de encontrar a Thaddeus estrangulado en el jardín de invierno.

Ann no sabe quién es Thaddeus pero adivina, por la súbita precipitación de los acontecimientos, que no lo sabrá nunca, que por falta de tiempo, de una pausa propicia para la explicación metódica que los detectives de las novelas policíacas se reservan para el final del libro, todos estos detalles seguirán siendo oscuros: la postal, el pequeño Thaddeus (¿de dónde ha sacado que es pequeño?), la representación de Frankenstein, en la que Allan y ella, con seudónimos, deben de tener sus respectivos papeles, el retorno mediante un anuncio del capitán Walton… Todo se acelera, el movimiento la arrastra, le cuesta reflexionar como le cuesta respirar a un hombre a quien sumergen una y otra vez la cabeza en una bañera. Sólo sabe que va a suceder algo ahora mismo y, en efecto, detrás de ella, como si su cerebro diera la orden, la agitación se redobla, cubierta de repente por la voz estentórea del superintendente:

—¡Ah, ya está aquí por fin, señor Gordon Castleton!

Ann se vuelve, desorientada y, en el espacio entre dos espaldas, ve a Julian y a su alrededor el círculo de la multitud congregada en el vestíbulo. Esta vez lleva un elegante traje de color blanco marfil y acaba de depositar a sus pies una bolsa de viaje. Satisfecho de su entrada en el teatro, da un paso adelante y, fingiendo asombrarse, dice, separando bien las palabras:

—Aquí estoy, en efecto. Pero ¿por qué este alboroto?

—Tendría que hacerle unas cuantas preguntas, señor Castleton —dice el superintendente, con una campechanía amenazadora.

Estremecimiento de curiosidad en la concurrencia. Ann mira, clavada en el suelo. Le tiembla la barbilla, se retuerce las manos detrás de la espalda, arruga la bolsa de papel que contiene los cigarrillos y el chocolate. Abigail le lanza una mirada inquieta, nada fingida, no cabe duda: parece realmente desquiciada. Julian mira con desprecio al público, con las narinas temblorosas y una actitud burlona y arrogante. De pronto, la mirada que pasea sobre cada uno de los presentes se cruza con la de Ann y se concentra en ella. Sonríe. El magnetismo que ejerce es tan poderoso que, al verle interrumpir su inspección, todos siguen la dirección de sus ojos verdes y se vuelven hacia Ann.

Todo el mundo la mira ahora, como si la iluminase un foco orientado hacia ella. Da un paso atrás, mirando al suelo, y deja caer la bolsa de papel. A su alrededor, una especie de zumbido, un desorden de roces: cincuenta pares de zapatos avanzan y estrechan el círculo que le rodea. En la periferia de su campo de visión, Ann adivina las piernas rojas de una de las gemelas que se coloca en la primera fila para el descuartizamiento.

Levantando los ojos, busca con la mirada al gordo Breathwaite como si él fuera un policía de verdad y pudiera pedirle ayuda. El superintendente le dedica solamente ese pequeño signo de aprobación con la cabeza, como para decirle que continúe, que interpreta bien su papel.

El papel de víctima.

A su espalda, el ascensor.

Nadie para detenerla.

Se da media vuelta, se precipita hacia la cabina vacía. Pulsa un botón al azar. Sabe que la puerta metálica se cierra con lentitud. Disponen de todo el tiempo para entrar tras ella.

Pero no se mueven. Forman un corro alrededor del ascensor, como asombrados por la violencia de su reacción. Al fondo, cerca del mostrador de la recepción, Breathwaite frunce las cejas. ¿Se da cuenta de que algo no va bien, de que este episodio no estaba previsto en el programa? ¿Y ella, Ann, no delira, no responde a un simple juego con una crisis de histeria?

Bill, el viejo tejano, da un paso adelante.

—Bernadette…

Ella retrocede hasta el fondo de la cabina, cuya puerta sigue sin cerrarse. Ha debido de pulsar el botón que la bloquea. Extendiendo la mano, pulsa con todas sus fuerzas el botón con el número dos.

—Bernadette, querida… —repite Bill.

Los dos batientes metálicos se estremecen, se deslizan por fin, reducen lentamente la pantalla en la que se imprime el espectáculo del vestíbulo conmocionado, se unen. La cabina parece descender un centímetro para tomar impulso y después se eleva. Ann ya no comprende nada, se traga las lágrimas. Desde su estancia en el hotel chino y el rescate de Allan, todo sucede como en esas películas de terror donde, tras una escena horripilante que tarda mucho en desarrollarse, un ramillete de fuegos artificiales, la heroína, trastornada, puesta a prueba, puede creerse a salvo; suele seguirle otra escena tranquila, lenta, se acabó, todo el mundo respira, pero los espectadores de la sala saben bien, y la heroína también debería saberlo, quisieran soplárselo, que si después de la escena de choque no aparece la palabra FIN, si la cámara, complacientemente, se demora en regresar a la normalidad, si la música se torna alegre, no es por nada; una última imagen va a revelar que el monstruo sigue vivo, indestructible, refugiado, por ejemplo, en las canalizaciones de la bañera donde la heroína se apoltrona cerrando los ojos para relajarse al cabo de todas estas abominaciones, y él va a abalanzarse sobre ella, clavando en sus butacas a los espectadores, con una postrera risita burlona. Es esta última imagen la que la aguarda, es lo que va a ocurrir inevitablemente. Desde el principio, la pesadilla no ha cesado de volver, cada vez más convincente, más próxima, para retirarse en el último minuto, y cada vez es distinto su desenlace atroz, la tortura más despacio, cerciorándose de su poderío. Para escapar, Ann quisiera quedarse en el ascensor, pulsar otro botón, rápido, en cuanto las puertas amenacen con separarse. Allí estará segura, inalcanzable.

Es lo que siempre ha querido ser. Inalcanzable.

No hay nada que hacer: si los sectarios de Polidori, reunidos en el hotel para un congreso extraordinario, quieren realmente apoderarse de ella, encontrarán fácilmente el medio de interceptar la cabina. Sobre todo no hay que dejarse acorralar. Sale en el segundo piso, donde está su habitación, e inspecciona con la mirada el pasillo vacío, espacioso.

Se quita un zapato, lo encaja entre los batientes de la puerta del ascensor, que se están cerrando: ha ganado un poco de tiempo, muy poco.

Recorre el pasillo, se inclina sobre el hueco de la escalera y no ve a nadie. Extraño, se esperaba una jauría subiendo los peldaños de cuatro en cuatro, con las manos engarfiadas, extendidas hacia ella, para atraparla.

¿Dónde ir ahora? ¿A su habitación? Es meterse en la boca del lobo, Allan tiene que ser un cómplice. Pero no puede pedir ayuda a nadie en el hotel. Ni, por supuesto, a los clientes de la murder party, ni tampoco a los otros huéspedes: ya se la han jugado con las camillas, las cabalgadas por los pasillos, los cadáveres maquillados… Sonreirían, se encogerían de hombros… En este hotel se puede asesinar impunemente a cualquiera, al menos ganar un tiempo precioso a la policía. Podría agonizar en un pasillo, con un puñal hundido en el vientre y las mujeres de la limpieza la mirarían distraídas, de pasada, un poco irritadas por el desperdicio de salsa de tomate y estos divertimentos pueriles de ricachones que les dejan las alfombras sucias.

Descalza de un pie, calzado el otro, tiritando en su vestido empapado, Ann cojea hasta la altura de su habitación.

La boca del lobo, murmura.

La boca del lobo.

Un juego.

Un juego, repite. No es más que un juego, se trata de estar a la altura. Ahora estoy preparada.

Llama a la puerta.

Un ruido de pasos ligeros, Allan debe de estar descalzo. Es más, le abre desnudo: este tío se pasa la vida en pelotas.

—Vaya ducha te has dado —comenta, apartándose para dejarla entrar—. Muy oportuna, porque la chica de la lavandería acaba de traerte el vestido.

Ann no ha entregado ningún vestido a la lavandería del hotel. Por supuesto. Reconoce, extendido sobre la cama, bajo una envoltura de plástico, el que Julian le compró en el hotel chino.

Había que esperárselo. Ahí está, la última imagen. Este vestido encima de la cama, como en el cine.

Un juego.

No gritar.

—Deberías cambiarte —dice la voz de Allan a su espalda—. Vas a coger frío.

Ella se queda de pie, inmóvil. Él se le acerca, le pasa las manos por debajo del vestido mojado para ayudarla a quitárselo por encima de la cabeza. Le desabrocha el sujetador, le aprieta los pechos con las palmas. Ann no se resiste. Ya no hay nada que hacer, ni siquiera aprieta los dientes. La última imagen ya ha tenido lugar, pero el juego continúa, de acuerdo. Allan se agacha para quitarle las bragas y el único zapato, ella levanta dócilmente una pierna y después la otra para facilitar la operación. Ahora aguarda con curiosidad. Al observar que Allan tiene una erección, piensa que este espectáculo debería tranquilizarla: esto no se simula, en principio. Pero ya no tiene importancia.

Ahora levanta los brazos para que él le enfunde el vestido del hotel chino, como a la víctima resignada de un sacrificio.

Mientras se viste él también, titubeando para introducir los pies en los mocasines que el empeine ya maltratado deforma, la lleva hacia la ventana y le señala con el dedo la pequeña terraza que ella ha visto la víspera. Es casi de noche. Como no hay nadie en el paseo azotado por la lluvia, parece aún más aislada, protegida por una techumbre liviana cuyo saliente no impide ver una de las tumbonas ni la mesa en la que han depositado un candelabro cuyas cinco velas agitan sobre el suelo de baldosas las sombras de los árboles que baten el parapeto. Dos formas blancas, eléctricas, atraen la mirada: son las perneras del pantalón de un hombre que se estiran sobre el posapié de la tumbona y luego se entrecruzan. Desde su puesto Ann no ve nada más, pero adivina que el hombre es Julian. Ella pronto tendrá que bajar a la terraza. Está muy tranquila.

—Villa Diodati —anuncia Allan, con el tono de un recién casado que muestra a su esposa su residencia ancestral—. La suerte del planeta está entre tus manos —añade.

En este momento llaman a la puerta de comunicación que da a la habitación contigua.

—Ah —dice Allan—, es el capitán, vamos a poder empezar en serio.

Descorre el cerrojo para abrir la puerta detrás de la cual se encuentra, por supuesto, el capitán Walton, vestido con un pantalón de tela ligera y, a falta de una camiseta, un polo de manga corta por el que asoman unos brazos endebles de adolescente. Su sonrisa es infantil, expresa una sobreexcitación benévola.

Allan la coge suavemente por los hombros y le hace franquear el umbral de la puerta para entrar en la habitación vecina. El capitán los precede, sin decir nada. Ann siente la moqueta bajo sus pies descalzos, fibra a fibra. Camina despacio y con ligereza.

El capitán se dirige hacia un armario grande de dos hojas, al fondo de la habitación. En lugar de tirar hacia él para abrirlas, las empuja hacia dentro y Ann comprende que no es un armario sino una escalera oculta. Ha adivinado ya que baja a la pequeña terraza, a través del espesor de la pared, o Dios sabe cómo.

Siempre sin violencia —pero ella no opone ninguna resistencia—, los dos hombres la empujan al interior del armario y ahora Ann se encuentra en una plataforma semicircular, en lo alto de la estrecha escalera cuyos primeros peldaños alumbra la luz de la habitación, detrás de una hilera de perchas de las que no cuelga prenda alguna.

Los gestos de los tres configuran una armonía perfecta, como si ya estuviesen en el teatro. Cada uno de ellos empuja un batiente del armario; la rendija de luz que encuadra los dos rostros inclinados hacia ella, que siguen emocionados y benevolentes al mismo tiempo, se reduce poco a poco, como entre las puertas del ascensor hace un momento. Los dos hombres la miran y en el momento de cerrar la puerta, así como un director diría «acción» antes de una toma, el capitán, guiñando un ojo, cuchichea:

—¡Ahora, bravura!