La tumba vacía
Emilio E. Cócaro
El Porsche se desplaza lentamente por el centro de la alameda. El chofer conduce con increíble prudencia. Al llegar a la tranquera detiene la marcha, baja del automóvil, franquea el paso y, cuando el vehículo ha pasado, vuelve a descender para cerrar el acceso. Luego, guía por la breve calle de tierra afirmada con balasto de desaparecidas redes ferroviarias.
El Porsche asciende rutinariamente al pavimento de la ex ruta 91 Almirante Jellicoe, que si se la recorre en toda su extensión se verá que concluye al pie de un barranco triste en la bahía de Bridgwater. Antes, el camino atraviesa un páramo color azabache, un villorio que vive despacio y un camposanto que no invita a la memoración, pero la estimula.
En el interior del vehículo la música que entrega un voluminoso magazine insiste con una engañosa tonada francesa sobre los vidrios escrupulosamente cerrados. La música, sin embargo, no puede salir. En el exterior, sólo el silencio, apenas limado de vez en cuando por alguna racha de aire salobre y violento.
—¿Sylvie Vartan?
—Creo que sí, señor.
El hombre que había preguntado no aparta los ojos de las veteranas páginas del Financial Times.
—Por favor, conduzca despacio.
—Sí, señor.
La respuesta es rutinaria, la recomendación también.
En el páramo, a medio camino del pueblo, sobre el lado izquierdo, la inconfundible silueta de un avión a hélice, un Spitfire de la Batalla de Inglaterra, no llamaba la atención. Había sido derribado; estaba partido en dos, las alas quebradas. Al lado, pero más cerca de la ruta que recorre el Porsche, la cabina como una burbuja astillada yace inútil sobre el suelo. Se diría que los fragmentos trataban de abandonar el páramo.
—Mire hacia adelante, por favor, que la cabina del avión no lo distraiga —dijo el hombre que repasaba, una y otra vez, sin levantar los ojos, las páginas ahora amarilleadas del periódico.
—Sí, señor.
Donde el suelo del páramo se hunde, pero el camino no, dos mujeres sin rostro vestidas con largas túnicas vaporosas de colores claros ondulan sus cabelleras oponiéndose a las necesarias rachas de aire agradable, de aire que el mar regala en abundancia.
—Metano —afirmó el hombre que viajaba en el asiento posterior. El que conducía asintió con un leve movimiento de la cabeza. Un aire turbio, crepuscular, envolvió al automóvil en una delicada red de olores dispersos, de olores que no fueron. Cuando hubieron atravesado aquella opacidad neblinosa el aire se les presentó tan cristalino como siempre.
—Hubiera jurado que lo íbamos a encontrar un poco más adelante. ¿Se habrá desplazado desde ayer?
—No lo creo, señor. Según el cuentakilómetros está siempre en el mismo lugar.
La ruta 91 describe, más adelante, una curva pronunciada; al final de ésta se abre el pueblo. Es un villorio cansino, casi desnudo de vida, que vive despacio; pero vive.
Un letrero en elegantes letras góticas, amablemente recortadas en madera de la región, señala el lugar preciso en que la ruta se convierte en la avenida Almirante Jellicoe. El lugar es noble; las casas también lo son.
—Quienquiera que viva aquí, es seguro que disfruta de una existencia pueblerina, apacible.
El conductor no pretendió refutar la idea contenida en el lugar común; solamente la puso en duda, con otro lugar común.
—Quién sabe… las apariencias engañan, señor.
El hombre con autoridad no respondió. A su lado las páginas ruinosas del Financial Times parecían querer desafiar el tiempo en una lucha desigual, inexorable. El hombre de cutis claro y mentón correcto posó inadvertidamente una mano sobre el periódico mal plegado. Este se deshizo. La mano descuidada se apartó con fastidio y permaneció allí, posada sobre el asiento posterior, indigna, culpable.
Una melodía que no pudo identificar inmediatamente (la conocía) se filtró a través del metal de la cerradura hacia el habitáculo del Porsche. El murmullo que se adivinaba a la distancia era estridente, agudo y complejo. Se sobresaltó, sin pena.
—Apague eso, por favor. No me deja oír la música que viene de afuera —ordenó entonces.
El chofer obedeció; Sylvie Vartan enmudeció sin protestar.
—Ahora, escuche. ¿Lo oye? ¿Gaita o acordeón? ¿Cuántos gaiteros puede oír?
—Ahora yo no oigo nada —se disculpó el chofer—. Pero recuerde, es lo mismo que oímos ayer… Mejor lo ignoramos. Eso no es música. ¿Sigo por el camino?
—Sí, por favor.
Una cervecería, una hostería, una iglesia que nadie recuerda y una amplia casona del siglo XVII donde se exponen las reliquias que aparentan ser reales: es el museo local.
Más adelante, sobre la salida del pueblo, se extiende una laguna; es una laguna como cualquier otra de la región. Excepto por la ausencia de aves el espejo de agua no llamaría la atención de nadie que conociera la zona.
Dos mujeres vaporosas, de edades y perfiles grotescamente indefinidos, permanecen aún erguidas, obstinadas, a diez palmos de la estéril charca. Nadie se atrevería a interrumpir sus ambiguas soledades. Nadie.
Otra curva del camino puso una distancia inexistente entre el pueblo, en movimiento, y el vehículo que no se desplazaba, aunque las apariencias y el sentido común, confabulados, hicieran creer lo contrario.
Un pilar de piedra negra de Cornwall, rústicamente labrada, creció a medida que se acercaba al Porsche. El camino, desparejo ahora, dejaba el pilar a la derecha.
Un anónimo buril había esculpido la ecuación 1-1 = 1, que evoca la constante perpetua o Agua de la lógica que la naturaleza siempre se cuida de observar, aunque modifique, a veces, el entorno (y por lo tanto, el sentido y apariencia de las cosas).
El conductor redujo la marcha. Ya las apariencias volvían a la normalidad. Ahora, una verja de hierro y una capilla desierta anunciaban la presencia del camposanto. El automóvil se detuvo allí donde alguna vez ruedas más pesadas y voces de mando perturbaron la paz de los que siempre duermen. Las huellas aún están; aquéllos, inmóviles, también. Sólo las voces de mando han dejado de oírse.
—Espéreme aquí, vuelvo enseguida.
El chofer, solícito, retuvo con una mano la puerta entreabierta. Desde su perspectiva, el ritual cotidiano a que se obliga ese hombre con autoridad resulta innecesario, inútil; en todo caso, superfluo. “Si hasta es doloroso”, había pensado alguna vez.
A cincuenta pasos cortos del automóvil hay una lápida de granito pulido. Vencida la tenacidad de la roca, un cincel sin oficio había dejado el epitafio inconcluso:
MANFRED STOLZ…12 . Mai . 1951
Con sus dos ocupantes habituales el Porsche se alejó del camposanto. Como todos los días, quien antes había asido un periódico que ya no existe no se resignaba a perder la ilusión: por eso permanecía lo que diez latidos, de pie, inmóvil, contemplando esa lápida que es señal externa (para nosotros) de aquello que se empeña en permanecer oculto, donde fue colocado, para nuestra paz.
—Hoy no vamos a ver el mar. No hace falta.
—Como usted ordene, señor.
El automóvil rodaba ahora nuevamente hacia el pueblo. El parabrisas arrojó un relumbrón que se alejó hasta perderse cerca de la laguna. Pero ahora no había laguna, tampoco pilar de piedra negra, ni pueblo, ni figuras vaporosas que luego, evocadas, semejan mujeres delicadamente ataviadas, solitarias (¿o son mujeres que semejan figuras etéreas?).

“Los pedazos…”, por FiPsi
Luego, atravesando el cañadón, en la parte más deprimida del páramo, sobre el lado derecho del camino, un avión a reacción como una gruesa flecha de metal ocupa el lugar obligado del Spitfire. No hay cabina volteada sobre el suelo, ni alas rotas. El avión no es el buscado; por eso, quien ocupa el asiento posterior no lo reconoció. Realmente, ese avión es un anacronismo, ya que el modelo aún no ha sido construido.
—Todos los días un avión distinto. Me pregunto si alguna vez encontraremos el Messerschmitt para que esa tumba no siga vacía. Es como si Manfred aún no hubiera nacido, aunque sabemos que sí murió.
—Creo que es la gente del lugar, señor.
—No es sólo la gente del lugar, sino toda la gente de este país la que nos rechaza. Ellos no aceptan nuestra presencia aquí. ¿Quiere saber algo? En estas tierras habitan ancestros nobles, menos ilusorios que aquella cortina crepuscular, que jamás tolerarán nuestra dominación.
El chofer no comprendió la larga sentencia pero un impulso inevitable lo obligó a persignarse, casi con dolor; era un buen católico, aunque se empeñara en ocultarlo.
La cortina crepuscular, aquel aire neblinoso y turbio que sabe desviar aviones hacia el canal de Bristol, envolvió con delicada persistencia la carrocería del Porsche. Luego, como si se mofara del rústico metal que hiere el aire ajeno, abrazó el vehículo y, finalmente, se quedó atrás, en algún lugar de la ex ruta 91 Almirante Jellicoe. Los olores de un tiempo perdido, inconmensurable, inundaron el interior del automóvil que continuó su marcha silenciosa.
Varias horas después el teléfono acercó una voz amiga al oído izquierdo del hombre que estaba comiendo, del hombre que había ocupado el asiento posterior del Porsche, del hombre que había contemplado durante diez segundos la tumba vacía de su hijo.
—¿Herr Stolz?
—Sí, ¿quién habla?
—Oberleutnant Sabine Hauptmann, ¿me recuerda usted? —rumió una voz de mujer fingidamente áspera.
—Sí, creo que sí…
—Le hablo desde la isla de Wight. Quisiera saber, mejor dicho —se corrigió la teniente primero—, todos aquí en el Besetzungskommando queremos saber si ha tenido alguna noticia de su hijo.
—No, nada aún.
—Lo lamento.
La conversación concluyó y el hombre siguió comiendo. En la isla de Wight la teniente 1º Sabine Hauptmann revisó el legajo que descansaba sobre su escritorio de metal.
Sobre la tapa de la carpeta foliada una fotografía color sepia, amarronada por los años y el uso describía a un hombre joven, de mirada vivaz y rostro decididamente teutón. Una gorra de aspecto curioso y una campera amplia, de cuero, completaban la imagen de aquel aviador.
Contra la pared huérfana de pintura, debajo del retrato de un líder político, un mapa descolorido ilustraba sin palabras el recorrido sinuoso de una línea de trincheras. El trazado envuelve por el sur las tierras bajas de Sussex, luego se dirige oblicuamente hacia el oeste y después hacia el norte, atravesando el Támesis y respetando, casi, la ciudad de Londres.
Alguien, en aquel cuartel de la isla de Wight, arrancó a la mujer de su ensimismamiento con una orden sonora.
—¡Leutnant Hauptmann, venga a brindar con nosotros! ¡Tenemos Champagne!
Cuando la mujer se hubo acercado unos pasos la misma voz, que pretendía ser autoritaria, añadió:
—Deje sobre su escritorio el trabajo que estaba haciendo —una mirada a la mano derecha de la teniente—. ¿De quién es el legajo que sostiene en la mano?
—Ah, sí, esto. Es el expediente personal de un aviador que se perdió en las aguas del canal de Bristol.
—¿Cómo se llama?
—Teniente Manfred Stolz. Un piloto que se perdió…
—Sí, lo recuerdo. Se perdió en un banco de niebla… hace años, y nunca encontraron el avión.
—No era cualquier niebla, era un banco de esa niebla, la cortina crepuscular, y ahora el padre lo está buscando… todos los días.
—Stolz, mmh, Stolz, pero si yo creo saber quién es; ese apellido me dice algo…
—Wilhem Stolz —informó la teniente— es un sensitivo. El cree que puede encontrar el lugar donde el Messerschmitt de su hijo entró en la cortina crepuscular, antes de perderse, quizá, sobre el canal. Herr Stolz recorre diariamente la ruta 91 entre una granja que le concedió el Alto Mando y el cementerio donde debería yacer su hijo. El dice que en el trayecto ve cosas…
—¿Qué cosas?
—No sé, indicios de que las zonas ocupadas rechazan nuestra presencia en este país.
—¡Tonterías! —la voz del oficial superior adquirió, de improviso, una serena firmeza.
—Dígame, Hauptmann, ¿cuándo desapareció el teniente Manfred Stolz?
—Hace más de quince años.
—¡Hágame el favor, teniente!, archive ya mismo ese legajo y olvide las supersticiones locales. ¡Después venga a festejar con nosotros el vigésimo aniversario de la Capitulación de Inglaterra!
Desde la pared opuesta, los ojos cansados del anciano líder impartieron una dudosa bendición al bullicioso brindis.