Trece

Aquella noche, después de cenar, Lorene cogió la botella del medicamento que estaba en el estante de la cocina y bajó a casa de Susan. Pretendía dar instrucciones a Susan para que Vearl tomara varias dosis todos los días, así como para que se ocupara de que le viera un médico en McGuffin después de que ella se hubiera ido. Lorene sabía que podía confiar en una mujer para que se lo fuera recordando a Clay hasta que lo llevara. Ya había hecho planes de irse el lunes a Jacksonville con Semon.

Semon y Dene estaban solos en la casa. Al principio, Dene tenía miedo de mirarle. Pero luego, después de que le hablara con ternura, ya no se mostró tímida. Semon la hizo sentir, por primera vez en su vida, como si fuera una dama.

—Me gustaría hablarte sobre tu alma, Dene —le dijo al principio—. Puedes hablarme sin temor, sabiendo quién soy. Soy un hombre de Dios, Dene.

Dene inclinó la cabeza para ocultar el rubor de su cara. No sabía qué decir. Cuando él dejó de hablar, ella notó por primera vez un cosquilleo que le recorría todo el cuerpo. Esa sensación la asustó.

—Habla, Dene —la animó, acercando su silla al lado de ella—. No temas desahogar tu alma en presencia de un hombre de Dios.

—Siempre he tratado de hacer lo correcto —dijo—. No quiero ser mala.

—Todos somos perversos, Dene. No hay hombre ni mujer en todo el mundo que no sea perverso. Pero sé que tú no lo quieres ser. Por eso me he ofrecido a ayudarte, quiero ayudarte. Puedes confiar en mí, porque por eso he venido aquí.

—¿Es correcto explicárselo a usted?

—Dene, no tengas miedo. Lo que tú me cuentes no lo sabrá nadie más que yo y Dios. Tu alma te agradecerá que me digas lo que te preocupa.

—Nada me preocupaba hasta que llegó usted. Pero ahora me siento como si hubiera sido muy perversa.

—Eso es tu conciencia que te duele, Dene. No volverás a ser feliz hasta que te abras y me lo cuentes todo.

—Siempre he intentado ser buena —dijo en voz baja—. Mi madre me enseñó a ser buena y creer en Dios. Me dijo que nunca dejara que el demonio me tentara.

—¿De qué clase de tentación hablaba, Dene?

—Ella me dijo que era perverso amar a Clay antes de que nos casáramos.

Semon se reclinó hacia atrás y pensó durante un instante, sosteniéndose el mentón con la mano.

—Eso está mal, Dene. Muy mal.

—Pero eso no es todo, señor Dye —dijo ella rápidamente—. Hay mucho más que aún no le he dicho.

—¿Más? —dijo—. ¿Has pecado aún más, Dene?

—Sí, señor —dijo ella.

—¿Quieres decir que has pecado más de una vez?

—Sí, señor. Fui perversa en otra ocasión.

Semon arrastró la silla para acercarse más y tomó las manos de ella entre las suyas. Le dio unas palmaditas suaves, acariciándole las manos y los brazos con sus enormes palmas y dedos. Al principio, ella quiso alejarse de él, pero él negó con la cabeza.

—Quiero que me lo expliques, Dene. Tengo derecho a saberlo. Soy un hombre de Dios. He venido para ayudarte. Debes explicármelo todo antes de que sea demasiado tarde. Si fueras a morir mañana, irías directa al infierno. Tan seguro como que los ríos alcanzan los mares. Pero después de que me lo expliques, ya no tendrás de qué preocuparte.

—Pues, yo quiero explicárselo todo, señor Dye. No estoy acostumbrada a hablar con hombres, excepto con Clay, y tengo un poco de miedo. Pero usted es predicador y sé que se lo puedo contar. Soy muy mala.

Él le acarició los brazos, desde las muñecas hasta los hombros, frotando la piel curtida de sus dedos por toda la delicada carne.

—Ahora, Dene, tendrás que explicarme la verdad sobre lo que voy a preguntarte. Solo me servirá la verdad. Si me mientes, el Señor te condenará eternamente al infierno. ¿Estás dispuesta a decirme la verdad, Dene? Recuerda, no te lo pregunto como hombre. Es como predicador que debo obtener una respuesta sincera.

—Le diré la verdad sobre todo, señor Dye. Tengo tantas ganas de decirla. Sé que no seré capaz de volver a dormir si no se la digo. ¡He de decirle la verdad!

—Dene. ¿Es Horey el único hombre con quien has estado? No lo olvides, no puedes mentirme. Soy un hombre de Dios.

—¿De qué me está hablando?

—Tendremos que hablar claramente sobre esto, Dene. Debo preguntártelo sin rodeos, y tú has de responder igual. No tengas miedo, porque Dios espera oírte.

—Se lo diré, señor Dye.

—¿Has admitido a algún otro hombre aparte de Clay Horey?

—Se refiere a… ¿dentro de mí?

—A eso mismo me refiero. Eso es exactamente a lo que me refiero.

Ella se apartó de Semon y trató de mirar al otro lado de la habitación. Estuvo callada durante tanto rato que Semon pensó que se negaba a responder. Él le cogió los dos brazos y le giró la cara para que lo mirara. Una vez más, empezó a acariciar lentamente sus brazos desnudos.

—Una vez —susurró ella, mirando al suelo.

—¿Cómo es que solo una vez, Dene?

—Solo me pidió una vez, señor Dye.

—¿Por qué no te lo pidió más veces ese bastardo? ¿Qué le pasaba, Dene?

Semon temblaba por el enfado.

—Estaba asustado, señor Dye.

—¿Asustado de quién? ¿De qué?

—Asustado de Clay, y porque yo era blanca.

Semon la sacudió haciéndole daño.

—¿Acaso no era blanco?

—No —dijo Dene.

Semon se puso de pie y tiró de ella. Al tropezar con una de las sillas, él le dio tal patada que la envió al otro lado de la habitación. Luego rodeó a Dene con sus brazos y la sujetó con fuerza mientras la acariciaba con sus manos ásperas.

Al cabo de un rato le levantó la cabeza y la miró a los ojos. La cabeza de Dene estaba apoyada contra su pecho, así que ella tenía que mirar recto hacia arriba para poder verle la cara a él.

—No era un hombre blanco —dijo lentamente Semon.

—No pude evitarlo, señor Dye, no pude, de verdad.

—¿Por qué no pudiste? Podías correr, ¿no?

—Pero es que no quería correr —dijo ella, bajando la cabeza y apoyándola contra su pecho—. Yo quería que él lo hiciera.

—Has amado a un negro —dijo él, mirándola.

—Sí —dijo ella—. Él me gustaba.

Semon siguió sujetándola con fuerza entre sus brazos. Una vez ella quiso soltarse, pero él la apretó implacable contra su cuerpo.

—Esto es muy serio, Dene. Es muy serio. No sé lo que Dios hará al respecto. Pero rezaré por ti, y tú debes rezar también. Algún día Él te perdonará. Él siempre perdona a las personas que se arrepienten. Pero no por eso deja de ser serio. Esto de las muchachas blancas que yacen con negros debería parar. Pero parece que esto va cada vez a peor. He conocido muchos casos como este. No sé qué pasa. Todas saben que está mal, pero o no pueden, o no quieren dejarlo, ni por salvar sus almas de ir al infierno. No sé qué vamos a hacer al respecto. La ley no ayuda porque nadie le presta atención. Opino que una muchacha blanca debería limitarse a los de su propio color. Ya hay suficientes mulatos en todo el país, y cada día nacen más y más. Si esto sigue así, al final todos seremos del mismo color amarillento.

Dene había empezado a llorar y trató de separarse de Semon con fuerza. Quería correr y esconderse de él para que nunca más la viera. Sabía que había cometido un pecado. Estaba convencida de que era el peor pecado que jamás hubiera podido cometer.

—Debes hablarme de ello, Dene —le dijo—. No puedes callar sin terminar. A Dios no le gustaría.

Él se sentó en la silla y tiró de Dene hacia él. Por un momento, Dene se quedó de pie delante de Semon, que la sujetaba con fuerza entre sus piernas estiradas. Ella no se dio cuenta de que la estaba sentando sobre su regazo hasta que abrió los ojos y lo vio levantarla y colocarla sólidamente sobre él. Semon colocó un brazo alrededor de su cintura y el otro alrededor de sus piernas para que no pudiera saltar y escapar.

—Fue Hardy —lloró ella—. Le dije que podía poseerme. No quiso hacerlo y yo no le dejé marchar. Cerré la puerta y no le dejé salir. Entonces le hice entender que tenía que hacerlo. Tenía miedo, pero le obligué a quedarse.

—¡Hardy! —dijo Semon con una voz procedente de lo más recóndito de su garganta.

—Sí, Hardy Walker. Me tomó aquí mismo, un día, después de cenar. Clay había salido al campo, pero a mí no me importaba que regresara. Tenía que poseer a Hardy. Lo tenía que poseer y no me importaba lo que ocurriera. Amaba a Clay, le sigo amando, pero no podía evitar poseer a Hardy. En aquel momento no era un mulato. Era un hombre. Por eso no quise que parara. Fue algo de lo más extraño.

Semon se quedó sin habla durante varios minutos después de acabar ella su relato. Ya había escuchado confesiones de mujeres en otras ocasiones, pero ninguna como esta. Dene le había contado lo que otras muchachas y mujeres se callaban.

Ella lloró más fuerte. Trató de soltarse de sus brazos, pero Semon no la dejaba. La sujetó con más fuerza que nunca por la cintura y las piernas.

De repente ella se puso a gritar en sus oídos.

—¡Usted me ha hecho decírselo!

—La confesión es buena para el alma, Dene —dijo enseguida.

La apretó contra él y la besó en las mejillas, el cuello y finalmente los labios. Cuando la soltó, ella no se movió. Al cabo de un rato, él le levantó la cabeza y la miró. Ella no supo si reír o llorar. La besó de nuevo, y entonces ella le ofreció sus labios.

—Creo que puedo salvarte, Dene —dijo él con voz ronca.

Ella cerró los ojos y apoyó la cabeza sobre su hombro.

—Voy a salvarte. No voy a dejar que Dios te condene.

Ella abrió los labios como para responderle, pero no le llegó sonido alguno a sus oídos.

—El lunes por la mañana me iré y quiero que vengas conmigo y trabajes para el Señor. Esa es la única manera en que podrás salvarte, Dene.

—Amo al Señor —dijo Dene excitada.

—Tú serás uno de sus ángeles.

—¡Amo tanto al Señor que me duele!

—¡Alabado sea el Señor! —le dijo él, besándola.

Cuando la puso de pie y él se levantó, ella se agarró a él con frenesí. Él cruzó con ella la habitación y la colocó sobre la cama. Ella se quedó echada con los ojos abiertos mientras él la rodeaba con sus brazos y la besaba hambriento.

—Nos iremos el lunes —repitió—. Prepárate para partir temprano, Dene. Tendrás que trabajar para el Señor si quieres salvarte. Rezaré por ti todo el tiempo.

—¡Amo al Señor!

Semon colocó el revólver sobre la mesa, junto a la cama, y fue a apagar la lámpara. Regresó, se arrodilló junto a la cama y buscó los labios de ella con los suyos.

El cuerpo de Dene tembló cuando él la tomó en sus brazos y la acarició con sus manos.

—No me tengas miedo, Dene —dijo con voz ronca—. No te haré daño. Soy un hombre de Dios.

Cuando ella ya no pudo esperar más, le rodeó la cabeza con sus brazos y lloró histérica.

—¡Amo al Señor! —gritó en la habitación oscura.