Diez
Semon se acercó, tapando de la línea de visión de Clay a Tom Rhodes, que estaba en el otro lado del porche.
—Hay una muchacha a la que le gustaría verte, Horey. ¿Te apetece ir a verla?
—¡Por supuesto! ¿Dónde está?
—Eso no importa. He de saber si realmente tienes ganas de verla.
—¿Es blanca?
—Pues claro, es blanca. No me molestaría si no fuera blanca.
—¡Maldito sea mi pellejo! —exclamó Clay—. ¡Vamos!
Abandonaron el porche sin mirar a Tom. Cuando doblaron la esquina de la casa, Semon paró a Clay súbitamente agarrándolo por el brazo.
—Tienes algo de dinero, ¿verdad, Horey?
—¿Dinero? Quizá un poco. ¿Por qué lo quieres saber?
—La cosa es así. Deberías darle algo por verla. ¿No crees que eso sería lo justo?
—¿Cuánto dinero?
—Tres dólares sería justo.
Clay se echó atrás negando lentamente con la cabeza. Su expresión se vino abajo y la decepción lo dejó sobrio por un instante.
—Lo único que tengo en este mundo es un solitario dólar. Tuve que comprar gasolina en McGuffin para llegar a casa y luego jugué un poco a los dados. Tan solo me queda un dólar.
Irritado, Semon se mordió los labios.
—¿Estás seguro, Horey? Mira en tus bolsillos y asegúrate. Quizá tengas algo más que un dólar. Cualquiera tiene un dólar. Deberías tener al menos dos o tres.
Clay buscó con mucho cuidado en todos sus bolsillos, pero lo único que encontró fue un billete de dólar muy viejo y manchado. Lo sostuvo ante Semon para que lo viera.
—Quizá deberías pedirle algo prestado a Dene.
—Dene. Dene no tiene ni un penique a nombre suyo. Nunca ha tenido dinero excepto cuando yo le doy un poco y no ha habido necesidad en mucho tiempo. Dene no tiene nada, lo sé.
Semon caminó de un lado a otro. Finalmente se dio la vuelta y miró a Clay.
—Entonces dame el dólar. Si consigues más antes del lunes, me podrás dar el resto.
—Eso es un montón de dinero para mirar solamente, ¿no? Caramba, eso es lo que me parece a mí.
—Puedes hacer más si quieres. No hay límites, Horey. Has pagado, ahora ve y que te den lo que te deben.
Clay miró a Semon doblar el billete y metérselo en el bolsillo de su pantalón. Estuvo a punto de romper el trato cuando vio ese billete entrar en el bolsillo de Semon. Hizo un intento desesperado de recuperarlo, pero Semon le golpeó la mano.
—Pensaba que habías dicho que iba a pagarle yo —expuso Clay—. No me parece bien que te metas mi dinero en tu bolsillo.
—Lo guardo para ella —dijo Semon en tono cortante.
Cogió a Clay por el brazo y lo llevó hacia el granero. Después de dar unos pasos, Clay se soltó.
—Espera. ¿Adónde me llevas?
—Al granero —dijo Semon cogiéndole el brazo.
—No entiendo qué puede estar haciendo nadie en mi granero. He vivido aquí durante mucho tiempo y jamás he visto a nadie ahí dentro.
—Ocurren muchas cosas de las cuales tú no te enteras, Horey.
Caminaron hacia el granero y entraron. No se podía ver a nadie. Los compartimentos estaban abiertos y la puerta del cuarto de los arneses estaba abierta. Por un instante Semon miró alrededor sin estar familiarizado y luego vio la escalera que llevaba al altillo.
—Subamos allá arriba —dijo empujando a Clay hacia la escalera.
—Allá arriba no hay nada excepto haces de forraje y un poco de algarrobo —protestó Clay—. Sé lo que hay allá arriba. ¿De qué sirve subir la escalera para ver forraje?
Semon tiró de él hacia la escalera y le hizo subir el primer travesaño. En cuanto empezaron subieron con rapidez.
Cuando alcanzaron el altillo los dos se pusieron de pie. Lorene estaba apoyada contra uno de los postes del centro.
—¡Que me aspen si lo entiendo! —exclamó Clay—. ¿Qué estás haciendo aquí en el altillo, Lorene?
Ella le hizo una señal con el índice para que se acercara.
Clay se volvió a Semon para descubrir qué significaba todo eso. Semon asintió y le dio un empujón hacia Lorene. Él tropezó con los haces y levantó una nube de polvo.
—Has pagado, Horey. Ahora, adelante —le dijo Semon.
—Pero si es Lorene —protestó Clay—. Me has dicho que había alguien que quería verme. Y yo te he dado todo el dinero que tenía. Esa es Lorene.
—Me has pagado para ver a Lorene —afirmó Semon—. Y aquí está. Ahora, adelante, Horey.
Clay se quedó perplejo. Primero miró a Lorene, luego a Semon, y por último miró el forraje que había bajo sus pies.
—Maldita sea —dijo—. No me pensaba que estaba pagando con todo mi dinero para ver a mi cuarta esposa. Caramba, aún no lo entiendo. Me parece que me estáis tomando el pelo. Jamás he oído que un hombre pagara por ver a su esposa. Es verdad que ahora no es mi esposa, pero era la cuarta.
Lorene hizo que Clay se pusiera de rodillas a su lado.
* * *
Semon estaba de pie junto a ellos y los miró desde arriba, insistiendo para que se fueran del altillo.
—Clay, algún día volveré —le prometió ella—. No me iré para siempre. Volveré.
Él asintió aceptando su palabra.
Semon caminó de un lado a otro, al lado de ellos, tratando de aislarlos de su pensamiento.
—Es justo que te sientas satisfecho con Dene hasta que regrese la próxima vez. Yo sé satisfacerte mejor, pero no puedo quedarme. Es demasiado tarde. He de volver a Jacksonville. Ahora es mi hogar. Quizá, cuando me canse de estar allá, y si te deja de gustar Dene, volveré para quedarme. Prefiero hacer esto que cualquier otra cosa una vez me harte de Jacksonville.
De regreso a la casa, Lorene y Clay caminaron uno al lado del otro, pero algo separados. Semon los seguía varios pasos atrás. Ninguno tuvo nada que decir de camino al porche. Caminaron lentamente, sin que pareciera importarles cuánto tardaran en llegar allá.
Dene y Tom Rhodes estaban en el porche. Tom les guiñó un ojo, sonriéndoles a los tres. Sabía lo que iba a pasar cuando se dirigieron hacia el granero.
—Dene me ha estado preguntando adónde habíais ido —dijo—. No sabía qué responder.
Nadie dijo nada. Los ojos de todos se fijaron en Dene. Clay no quiso mirarla, pero no pudo evitarlo.
—¿Dónde has estado, Clay?
Clay apartó la vista y miró hacia el bosque que bordeaba el arroyo del otro lado de la carretera. Miró hacia las copas de los árboles, el cielo azul y la fila de postes inclinados que bordeaban la carretera.
—¿Adónde fuiste hace un rato, Clay? —le preguntó ella con insistencia.
—¿Quién? ¿Yo?
Miró a Dene y la vio asentir.
—¿Cuándo? ¿Justo ahora?
Volvió a mirarla y la vio mover la cabeza lentamente de arriba abajo, con los ojos taladrándole.
—¿Dónde? Pues, solo hemos ido al granero —dijo. Después ya no la miró.
—Dene no podía entender qué estabais haciendo durante tanto tiempo —dijo Tom—. Le he dicho que quizá Semon, tú y Lorene estabais desenterrando lombrices para pescar.
Clay deseó que el interrogatorio se interrumpiera en ese punto. Cuando Dene dejó de hablar durante un rato, creyó que todo había acabado. Pero más tarde, después de pensarlo un poco, se dio cuenta de que el interrogatorio acababa de empezar. Dene lo mantendría despierto todas las noches, preguntándole, rogándole, amenazándole. No pararía hasta que él le hubiera explicado dónde había estado y qué había hecho ahí. Pero incluso así, ese no sería el final. Dene se preocuparía durante meses y le haría hablar. Clay no sabía qué podía hacer al respecto. Tendría que dejarla hablar.
—Imagino que no hay un órgano en la escuela —dijo Semon, sin dirigir la pregunta a nadie en concreto—. Supongo que podemos pasar sin uno el domingo. Alguien debería traer un violín o un banyo y podremos cantar. No me importa que haya música y canciones en una reunión. A la gente le gusta cantar en la iglesia o la escuela cuando están juntos. A veces incluso prefieren cantar a escuchar el sermón. He pensado que podríamos asignar la mitad del tiempo a cada cosa. Esto complace a casi todo el mundo.
Clay sacó la armónica y la golpeó contra su rodilla. Después le pasó los dedos por encima para limpiarla del polvo de tabaco de sus bolsillos. Cuando se sintió satisfecho, empezó a tocar.
—¿Sobre qué piensas predicar el domingo? —preguntó Tom—. No lo has dicho, ¿verdad?
—¿Predicar? Sobre pecados. Siempre predico sobre pecados, Tom. No hay nada que la gente aguante mejor durante tanto tiempo. Y cuantos más pecados y peores y más vergonzantes, tanto más escucha la gente. Yo creo en predicar sobre lo que la gente quiere oír. Descubro lo que la gente desea oír y yo se lo doy.
—¿Cómo puedes saber lo que la gente desea oír?
—Lo sé por la cantidad que dejan en el sombrero, y por el número de personas que llegan a ver la luz. He predicado durante suficiente tiempo como para saber lo que la gente desea escuchar.
—Imagino que debes saberlo bien —dijo Tom.
—¿Saberlo? Pues claro que lo sé —dejó de hablar hasta que Tom le hubo llenado el vaso. Después de tragarse la mitad, prosiguió—. Sé todo lo que hay que saber. He viajado por Georgia y Alabama desde que tenía veinte años y ahora casi tengo cincuenta. Por eso sé tanto sobre predicar. Si me hubiera apoltronado en una iglesia, como la mayoría de los predicadores, y no me hubiera movido entre la gente, no sabría apenas nada más que los predicadores asentados. Pero yo viajo. Soy un predicador ambulante, viajero, y conozco casi todos los pecados que hay en Georgia, ¡y más!