Capítulo Siete

Emma despertó y se estiró. Tendió una mano en busca de su amado, pero sólo halló un hueco frío. Incorporándose, parpadeó ante el sol de la mañana. Por la ventana vio la hermosa luz anaranjada que se derramaba sobre la arena del desierto. Aquellos enormes rascacielos y hoteles bañados en luz, hicieron que fuera aún más consciente de lo lejos que estaba de casa. Era un paisaje bello, exótico e imponente, pero no era su hogar. Podría serlo algún día, pensó, y ese pensamiento ya no hacía que se le revolviera el estómago. Por el contrario, se sentía más tranquila. El desierto era precioso, y la enorme extensión de arena y bella arquitectura del palacio de Munir en Yoman, eran más deslumbrantes todavía.

Por primera vez, Emma pudo verse a sí misma dejándolo todo y viviendo felizmente con Munir. La noche anterior, no había sido capaz de decirle que lo amaba, pero estaba empezando a sentirlo en la profundidad de sus huesos, y ya no podía mentirse más.

Con una sonrisa en el rostro, Emma se levantó y se vistió. Aquello de engalanarse con velos y adornos orientales había sido algo puntual, para una ocasión especial, por lo que eligió unos pantalones vaqueros y una camiseta suelta de color coral claro. Munir pronto estaría de vuelta de donde fuera que hubiese ido, y ya sentía curiosidad por saber qué tenía preparado para ella. Todavía no había visto todo lo que Dubai ofrecía. Quedaba mucho por hacer.

Veinte minutos después, oyó un ruido al otro lado de la puerta, y, desconcertada, se levantó del sofá y se acercó a la mirilla.

―¿Te has olvidado la llave, mi Jeque? ―preguntó, con tono juguetón.

Al escuchar un golpe, retrocedió. Tras otros tres impactos, los goznes de la puerta comenzaron a ceder. Chillando, se abalanzó sobre su móvil y, cuando estaba a punto de llamar a Munir, la puerta se abrió. Ante ella aparecieron cuatro hombres ataviados con pasamontañas y ropajes oscuros, cada uno con un fusil automático. Un quinto, vestido con uniforme militar, le sonrió con una familiar malicia.

―¡Kashif! ―Gritó Emma, retrocediendo hasta una esquina y blandiendo su teléfono como si con él pudiera hacer algo para detenerlo ―¿Qué demonios haces aquí?

―Órdenes de mi padre. Se te ha tratado demasiado bien, zorra americana. ―sacudió la mano delante de ella. ―Créeme, será todo un placer. Supongo que ya no te crees tan graciosa, zorra.

Emma sacudió la cabeza y gritó cuando los hombres avanzaron hacia ella. Trato de darles patadas, pero no consiguió hacer contacto. La esquivaban con facilidad y se movían muy rápido, hasta que acabaron rodeándola. Dos de ellos le inmovilizaron los brazos en la espalda. Revolviéndose, profirió una sarta de maldiciones, pero no le sirvió de nada. La suite del ático estaba asilada del resto del edifico, en su propia planta. No había ningún residente ni personal de limpieza que la pudiese oír por casualidad.

Kashif se acercó amenazadoramente y la golpeó en la mandíbula con la culata de su rifle. Ella cerró los ojos ante el dolor, que era mil veces peor que la última vez, puesto que aún tenía la zona dolorida. Intentó mantenerse despierta, luchando desesperadamente para no perder la conciencia, pero comenzó a sentir un remolino que la arrastraba.

―¡No vas a salirte con la tuya!

Kashif sonrió, mostrando una dentadura amarillenta y con algún que otro hueco. Era tan horrendo como su hermanastro atractivo. ―Ya lo he hecho.

Emma se desmayó.

***

Cuando se despertó, estaba encadenada a una pared con un enorme grillete que le había hecho un corte en el tobillo izquierdo. El calabozo en el que se encontraba -era la única palabra para definirlo- no tenía nada más que unas frías paredes de piedra, una larga fila de barrotes de hierro a un lado, y unas cuantas ratas y lagartos que se deslizaban por las esquinas más oscuras. Había una ventana en la parte superior, abierta en la propia roca, que dejaba entrar la luz, pero incluso estando el sol en lo más alto del cielo yomaní, la iluminación era muy tenue.

Las lágrimas corrían por sus mejillas, y Emma sintió su corazón latiendo con fuerza en su pecho. Tenía todo el vello del cuerpo erizado. Se acurrucó sobre sí misma, sacudida por temblores de terror.

―Dios mío... ¿Dónde estás, Munir?

―No te  va a encontrar. Estamos en una antigua alcazaba de nuestro ejército. No soy tan estúpido como para encerrarte en el palacio.

Ella parpadeó en la oscuridad y le preguntó ―¿Por qué me atormentas? Sé que no puedes matarme, me necesitas como moneda de cambio para el gobierno de Estados Unidos. Si me pasa algo, mi padre declarará la guerra a Yoman, y se vengará con todos los jodidos misiles que tenga. Sinceramente, aparte de Munir y Basheera, os pueden dar por saco a todos.

Kashif se rio al otro lado de los barrotes y se acarició la barba. La llevaba tan espesa y desaliñada, que a Emma no le sorprendería ver bichos cayendo de ella mientras se la atusaba. ¿Cómo era posible que unos mismos genes pudieran haber creado a dos hombres tan diferentes? Uno era como un ángel vengador, y el otro poco más que un monstruo.

―Eso no va a suceder. Vas a hacer lo que te digamos, zorra americana, y te enviaremos de vuelta al maldito país al que perteneces.

―Sé que te mordí, pero no entiendo por qué me odias tanto.

Kashif sacudió la cabeza, y Emma se dio cuenta de que había ocultado la mano detrás de la espalda. ―Odio a tu país, a tu gente, y a todo lo que representas. Eres frívola y perezosa. Mira toda esa grasa que te cubre, asfixiando tu corazón. Eres un síntoma de la patología de tu propio país. Americanos como tú, zorra, engordan y se sobrealimentan mientras mi pueblo se muere de hambre y sufre con los bombardeos de tu nación. No te odio, Emma. Mi odio va mucho más lejos.

Ella frunció el ceño. Nunca la había llamado por su nombre. Sonaba diferente a cómo se había imaginado, y sus labios se curvaron al pronunciarlo, haciendo que sonara como si fuera una broma cruel.

―¿Qué odias, entonces?―Preguntó ella, con la voz rota.

―No te odio como persona. No te conozco. Odio todo lo que representas, el lugar del que vienes. No mereces el lujo que mi hermano te ha ofrecido, ni pensar que podrías convertirte en Jequesa. Yo mismo te mataría, antes que dejar que una infiel ocupara el trono de mi país.

―Yo no quiero ningún trono. Una parte de mí quiere a Munir, y desearía que fuésemos dos personas normales enamoradas, pero no tengo ningún interés en ser reina de Yoman.

―Estupendo ―dijo, alejándose ―Porque lo único que vas a ser de Yoman es su prisionero más valioso.

De repente se giró y la miró ávidamente. Emma se estremeció y se acurrucó contra la pared. Había algo en su mirada, algo primitivo. Temía lo que podría sucederle si Kashif regresaba, si le daba por pasar al otro lado de los barrotes.

Nada bueno.

Las lágrimas se deslizaban por sus mejillas y, a pesar de intentar reprimirlo, un lamento se escapó de entre sus labios ―Oh, Munir... ¿dónde estás?

***

―Padre, tenemos que hablar. ¡Ahora! ―Exigió Munor, irrumpiendo en las dependencias de su padre.

El anciano estaba sentado en la cama, con los tubos del tanque de oxígeno por todo su rostro. A pesar de su fragilidad, mostraba un aspecto más regio hoy que durante todos los años de su reinado. Se incorporó muy tieso contra el cabecero de la cama, la barbilla sobresaliendo en señal de autoridad. Munir pudo ver al gigante de anchos hombros que le golpeaba de niño cada vez que desobedecía. Se había convertido en el cruel déspota que ordenó el secuestro de Emma, pero esta vez no dejaría que se saliera con la suya. Ahora el soberano era él.

Ya no era un niño.

E iba a salvar a su habbibi.

―Hijo, pareces enojado.

―Sabe de sobra que estoy cabreado. He vuelto tan rápido como he podido, en cuanto he descubierto que Kashif se ha llevado a Emma.

―Pretendes tener una novia occidental.

―¡Pretendo hacer de la mujer que amo mi esposa y mi Sheikha!

Su padre se sacó los tubos de la nariz y sacudió la cabeza. ―Ya te he explicado que lo único que necesitamos de ella es que sirva a nuestros propósitos. Su padre firma los tratados de derechos y tendremos protegida a nuestra Yoman. Y ella se irá en el primer avión, lejos de nuestra casa.

―La amo.

―Eres un blando, y si Kashif fuera legítimo, lo convertiría en gobernante. Fue un error cederte el trono, todavía me quedan fuerzas.

Las entrañas de Munir ardieron de furia y se abalanzó sobre su padre. Los días de cortesías y respeto habían terminado. Tras sujetarle por la garganta con una mano, se deleitó con la forma en la que los ojos del anciano se abultaron. Su piel había adquirió una palidez gris, y comenzó a revolverse. Los guardias de la habitación dieron un paso hacia ellos, y Munir negó con la cabeza.

―No lo voy a matar. No vale la pena. Además, yo soy el Jeque de Yoman, un cargo que me pertenece desde hace ya tiempo, y este hombre no es más que una sombra de lo que fue.

―Hijo… ―protestó su padre.

Munir apretó un poco más fuerte y, por una vez, su padre calló.―No. Me ha sermoneado durante más de treinta años. Se acabó. Ahora escúcheme a . ―Su padre asintió, tratando de complacerle. Demasiado tarde. ―Tiene doce horas para entregármela, o firmaré cualquier acuerdo que me presenten los americanos, incluso si nos convierte en una colonia suya, o desmantelan todo el palacio.

Los ojos de su padre se agrandaron con horror, pero Munir continuó.

―Y si no está conmigo en menos de veinticuatro horas… no le mataré. No soy como usted ni como Kashif; no querer asesinar no es una flaqueza, es una fortaleza. Pero no tengo que matarle para hacer que se sienta desdichado. Me basta con encerrarle en un cuarto sin todos esos lujos que tanto le gustan. Será un viejo solitario con su botella de oxígeno, como si estuviera en una de esas residencias americanas para ancianos. ¿Entiende? Si no me la devuelve, va a consumirse en la soledad tan seguro como que ha planeado el secuestro de Emma.

Su padre asintió y tomó aire cuando Munir lo soltó.

―Pronto la tendrás.

―Eso espero, o haré cenizas de este país.

***

Basheera sacudió la cabeza cuando Munir entró en el comedor. No había comido nada en las diez horas que transcurrieron desde que descubrió la ausencia de Emma en Dubai y, aunque su estómago se revolvía con ansiedad, lo único que picaba eran los panecillos dulces y los dátiles. No podría pensar, si su nivel de azúcar en sangre estaba por los suelos. Su antigua amiga lo miraba con desdén.

―Eres un tonto, Munir.

―No pensaba matarlo. Basheera, sé que todavía le eres leal a mi padre, pero lo que ha hecho es cruel.

Ella sacudió la cabeza. ―Esta vez Shadid se ha excedido, y lo amo lo bastante como para saber cuándo está actuando como un tonto aún mayor que su hijo. No me refería a eso.

―¿Tú también sabías que no le mataría?

―Eso esperaba cuando oí los rumores que se extendían por el palacio. Siempre he sabido que hay algo en ti que te hace mejor que tus antecesores, que tienes una nobleza regia que Yoman no ha visto en décadas. Espero que te de la fuerza que necesitas para ser el Jeque que traiga la paz a nuestra castigada tierra.

―Entonces, ¿por qué niegas con la cabeza?―Preguntó, inclinándose hacia ella.

―Porque podrías haber hecho mejor las cosas. Shadid tiene que darse cuenta de que ya no es rey. Ya no tiene el control y, por eso, hijo mío, estoy orgullosa de ti. ―continuó ella, abrazándolo con fuerza.

Él le devolvió el abrazo. Su madre había muerto hacía mucho tiempo, pero tuvo la suerte de que Basheera se hiciera cargo de él para ayudar a criarlo. Las mujeres del harén no siempre eran amables. A menudo, los celos y las intensas emociones por competir por una posición, hacían que se concentraran solamente en el propio Jeque. La madre de Kashif odiaba a Munir tanto como parecía hacerlo Kashif, siempre buscando excusas para pegarle o para que le pegara su padre. Basheera –que por desgracia no tuvo hijos- nunca había sido así. Ella era la madre suplente que Munir tanto había necesitado en su complicada juventud, y siempre le estaría agradecido.

―Gracias, Basheera. Eso significa mucho para mí.

―Entonces, me arrepiento de no haberte enseñado mejor. La victoria requiere de astucia.

―¿En qué sentido?

―No tienes por qué esperar doce horas. Puedes hacer algo.

―¿El qué?

Basheera sonrió y lanzó un silbido agudo. Naseem entró en el comedor, cargando unos pinchos de cordero para el plato principal, pero Munir conocía a Basheera lo bastante como para saber que con ella nada era lo que parecía. Siempre iba un paso por adelante y, si el destino hubiese sido distinto, habría sido una excelente madre para un Jeque. Aunque, de alguna manera, ya lo había sido para Munir.

El viejo le devolvió la mirada con los dos ojos, el normal y el lechoso, y le dedicó una sonrisa.

―Mi señor, hay que aprovechar las ventajas de tener espías en todas partes.

Munir miró a ambos, confundido. ―Pero no los tengo. Mi equipo es el mismo que el de mi padre, liderado por Kashif. Mirad con qué facilidad me han traicionado.

Naseem sonrió, haciendo que su larga nariz pareciera más pronunciada aún. ―Pero Basheera y yo somos leales a usted y a Emma. Ella es buena para usted, le hace sonreír y consigue que su corazón brille de una forma que nunca he visto, mi Jeque.

―¡Pero vosotros no sois espías!

―Tenemos oídos en todas partes ―le corrigió Basheera. ―Naseem, informa a Munir de todo lo que sabes.

Se dibujó una amplia sonrisa en su rostro antes de responder: ―La antigua alcazaba... de ahí vamos a rescatar a Emma, ahora mismo.

***

Emma observó con recelo el engrudo que Kashif dejó delante de ella. Era gris verdoso y estaba lleno de bultos. A pesar de que tenía hambre y que había pasado mucho tiempo desde la puesta de sol, no tenía ninguna intención de comerse aquello. Ni siquiera sabía de qué estaba hecho. Cuando se inclinó para olerlo, tuvo que retroceder ante el desagradable olor que desprendía. Olía mejor su caballo después de un duro entrenamiento al galope, que el brebaje maloliente que tenía frente a ella.

Pero era aún peor que Kashif lo hubiese traído, que no hubiese enviado a un subordinado.

Y lo peor de todo era que no tenía intención de marcharse. Estaba sentado a su lado, mirándola y relamiéndose.

―No pienso comerme esto ―dijo, levantó el bol y arrojó las gachas... papilla... lo que fuera, a Kashif.

Él maldijo en voz alta y la abofeteó. ―Puede que Munir encuentre atractiva tu rebeldía, zorra, pero yo no.

―Me importa una mierda lo que encuentres atractivo. No voy a comer tripas de gato envenenado.

―Son intestinos de cordero.

―No los voy a comer, y, conociéndote, seguro que los has envenenado. Lo único que quiero es hablar con Munir. Tiene que poder visitarme.

―¿Y arriesgarme a que te saque de aquí en cuanto sepa dónde estás? Los que apoyan a mi padre ahora responden ante mí. Si no te libero, Munir ha amenazado con firmar en menos de seis horas un tratado con el que dará a los infieles todo lo que pidan.

Emma tragó saliva. Si hasta el viejo Shadid había exigido su liberación, ¿por qué seguía presa en un calabozo a solas con Kashif? A pesar de las esposas, que limitaban sus movimientos, trató de doblarse sobre sí misma, protegiendo su cuerpo de Kashif lo mejor que pudo. Él tramaba algo, y a ella le aterrorizaba saber exactamente lo que era.

―Entonces has venido a liberarme. Podemos llegar a un acuerdo. Yo regreso a casa, a cambio obtenéis el tratado que queréis y Munir ... ―Suspiró, e intentó que no se le quebrara la voz—No se puede tener todo lo que queremos.

―Yo sí puedo. Me importa un carajo lo que mi padre o Munir quieran. El viejo estará muerto dentro de seis meses y Munir también.

El corazón le latía de nuevo con fuerza y tragó con dificultad. No podía creer lo que acababa de escuchar. ―¿Vas a matarlo?

―De momento, no. No hasta el fallecimiento del viejo. Haré que no parezca muy obvio, como un accidente de coche de regreso del funeral de mi padre. Entonces me proclamaré único heredero de la Casa de Yassin, y el país entero llorará mi pérdida, pero ensalzará mi valor y mi espíritu indomable.

Aquello fue suficiente. No iba a amenazar a Munir y que no pasara nada, y no la iba a dejar allí encerrada impunemente.

Dando un salto, hasta donde le permitían las ataduras, Emma clavó sus uñas en la mejilla de Kashif. Él aulló de dolor y se apartó. Al contemplar el lado izquierdo de su rostro, Emma pensó que le recordaba a una hamburguesa cruda.

―Dime otra vez lo fácil que te resultará hacer todo eso. Munir vendrá, o mi padre te bombardeará, pero nunca serás nada, Kashif. Eres un “quiero y no puedo”, un eterno pretendiente al trono.

―¡Basta!―gritó él, levantándose de un salto y comenzando a caminar por la estancia ―Estás aquí y eres mi prisionera. Mía para hacer contigo lo que quiera, como lo ha hecho Munir. Ahora me toca a mí ver qué tiene de fascinante tu gordo trasero, zorra americana.

A Emma se le heló la sangre en las venas. Tras ponerse en pie, intentó salir corriendo, pero los grilletes la tenían sujeta a la pared, además, tenía mucha hambre y se sentía muy débil. Fue un error. Kashif se abalanzó sobre ella, inmovilizándola contra el suelo. Emma gritó y se resistió cuando él le clavó las rodillas en sus piernas, mientras con una mano empujaba sus hombros hacia abajo y con la otra tiraba de su cabello rubio con fuerza.

―¡No! ¡Para! ―gritó ella, revolviéndose e intentando morderlo de nuevo.

―Puede que necesite un jacuzzi y palabras cariñosas para convencerte, Sheikha. ―se burló.

Ella se quedó inmóvil, sin poder creer que estuviera a punto de violarla ―Que te jodan, Kashif. Nunca me importarás una mierda.

―No hace falta que te importe. Sólo quiero probar lo que ha hecho que mi hermano se vuelva tan loco.

Cerrando los ojos, Emma intentó reprimir las lágrimas ―Munir es mil veces más hombre que tú, y por eso lo amo. ―Mantuvo los ojos cerrados, aterrorizada ante el dolor que Kashif iba a causarle, negándose a mirar cómo la violaban.

Y de repente, ya no estaba sobre ella.

Confundida, miró hacia arriba y quiso llorar. Vio a Munir, junto con Naseem y Basheera. La mujer se había quitado un pasador del pelo y se afanaba por abrir sus esposas. En cuanto fue liberada, Basheera se quitó el chal y le cubrió el pecho con él. Al mirar hacia abajo, Emma se dio cuenta de que tenía la camisa desgarrada, dejándola expuesta.

En más de un sentido.

―Shhh... estamos aquí, querida niña―dijo Basheera con dulzura.

Por encima del hombro de su salvadora, Emma vio a Naseem y a Munir luchando con Kashif. El hermanastro de su amado blandía una navaja con la que amenazaba a los otros hombres. Cuando Naseem se lanzó sobre él, Kashif lo apuñaló. La sangre brotó del costado del viejo sirviente y cayó al suelo, respirando con dificultad. Emma gritó y trató de ponerse en pie para ayudarlo, pero Basheera la detuvo, agarrándola por los hombros. Cuando la mujer habló, su voz era suave.

―No. Distraería a Munir, y tiene que ganar.

―¡Pero Naseem necesita ayuda!

―Se pondrá bien, se lo prometo ―afirmó, aunque sus ojos se llenaron de lágrimas.

Munir se movía en círculos alrededor de Kashif, con los puños en alto. Era más alto que su hermano, pero menos ancho, con un físico más de nadador que la enorme constitución de jugador de fútbol americano que tenía Kashif. Había tenido a aquella bestia sobre ella, y sabía lo fuerte que era y el daño que podía causar. Además, tenía un arma.

―Hermano, suelta el arma, y te prometo que serás juzgado con honor―dijo Munir, esquivando una estocada de Kashif.

―¿Y si no lo hago?―preguntó él, desgarrando la camisa de Munir al intentar clavar la navaja en el pecho de su hermano. Munir había esquivado el ataque en el último instante, pero había estado muy cerca.

―No quiero matarte.

―Otra muestra de tu debilidad ―espetó Kashif, lanzando un golpe con su puño libre que hizo que Munir se tambaleara.

Emma y Basheera dieron un paso hacia ellos, pero dudaron cuando Kashif se giró con su cuchillo en alto.

―Luego os toca a vosotras, zorras traidoras.

―Estupendo ―exclamó Munir, abalanzándose sobre su hermanastro y tirándolo al suelo. ―Eso significa que ahora tienes tiempo para mí.

Los hermanos forcejearon en el suelo durante un rato, luchando cada uno por ganar el control. Con el golpe de Munir, Kashif había perdido la navaja, y ninguno de los dos parecía tener ventaja. Cada vez que Munir conseguía inmovilizar a su hermanastro, éste se lo quitaba de encima con un demoledor golpe en el rostro o el estómago. Del mismo modo, cuando Kashif parecía llevar ventaja, Munir se zafaba de sus garras y volvía a controlar la situación por unos segundos. Finalmente, Kashif rodó sobre su cuerpo y se lanzó al cuello de su hermano, agarrándolo con las dos manos. El Jeque dejó de luchar y su piel adquirió un tono azulado.

―¡No! ―gritó Basheera—¡Detente, Kashif!

Él miró a la mujer, y Emma vio una oportunidad. Corrió hasta la navaja que yacía en un rincón y se la clavó en el hombro.

―¡Esto es por ponerme las manos encima! ―declaró, antes de darle un puñetazo.

Tal vez debería haberse ahorrado esa parte.

No sabía cómo golpear correctamente y, a pesar de que Kashif escupió un diente, ella se tambaleó, levantando su lastimada mano.

Aquello fue suficiente para que Munir aprovechara la distracción. Tras darse la vuelta, sujetó a su hermano contra el suelo, boca abajo, y le hizo una vil llave de estrangulamiento que lo dejó inconsciente. Pero el Jeque no se detuvo ahí, y colocó el pesado grillete en el tobillo de su hermano.

Basheera estaba con Naseem, acunándolo en su regazo y cantándole dulcemente en árabe. Apenas estaba consciente, y su herida seguía sangrando.

Munir miró a su alrededor y dedicó un último momento a su hermano. ―Podrías haber permanecido a mi lado, Kashif, pero mira todo el daño que has causado. ¡Míralo!

La respiración de Kashif sonaba ahogada, pero aun así se rio. ―Es hermoso, ¿no crees, hermano?

―Deléitate en ello durante toda la eternidad. Tu sentencia será permanecer aquí para siempre, el único prisionero de la alcazaba, con ratas y tu propia mierda como única compañía.

Munir vaciló y, lleno de rabia, tomó impulso con una pierna, con la intención de patear a su hermano en la cara. .

―Espera ―Le interrumpió Emma, acercándose a él. ―Yo me encargo. Esto es de parte de todos nosotros. ―exclamó, antes de propinarle una rabiosa patada en la barbilla, haciendo buen uso de los músculos que había desarrollado durante años de montar a caballo. ―Púdrete en el infierno, Kashif. Es el lugar al que perteneces.