Capítulo Cuatro

―Tu hermano me ha contado lo que vio, Munir. ―le dijo su padre, antes de inhalar de forma sibilante con el tanque de oxígeno que descansaba junto a su silla de ruedas.

Munir hizo una reverencia, y se odió a sí mismo por ello. Su padre ya no era el imponente gigante de su infancia, no era el autoritario dictador con látigo en mano que disciplinaba a su díscolo hijo. La verdad es que ya no le daba miedo. Aquel hombre se estaba muriendo, en un año su corazón dejaría de funcionar. Era lo que habían confirmado los mejores médicos de Londres. De todas formas, seguía siendo su padre, y no importaba lo mucho que deseaba que las cosas fuesen distintas, seguía queriendo complacerle.

Esa triste parte de él seguía teniendo once años, y creía que nunca llegaría a ser el digno sucesor en el que todos esperaban que se convirtiera.

Maldición. Una parte de Munir, hacía tan sólo unos meses, había esperado que su padre le sonriera durante su coronación, pero sólo encontró una sombría resignación.

Munir mantuvo la cabeza inclinada en su reverencia y habló con tono contraído. ―Le he engañado, padre.

―Lo entiendo. Lo que no entiendo es cómo puedes estar tan confundido. Son infieles, hijo mío. Los estadounidenses no se preocupan por nuestro pueblo, nos bombardean a diario, como daño colateral de otras guerras. Ni nos respetan ni se molestan en entender nuestra forma de pensar. Y a ti se te ocurre tener una americana en el harén.

Munir tragó saliva, intentando disipar la sensación de ahogo que sentía en su garganta. Más que ahogo, era como si tuviera miles de espinas de cactus clavadas. Si iba a ser honesto con su padre, tendría que serlo en todos los sentidos. Al fin y al cabo, la boda se celebraría en breve, en cuanto se hubiese solucionado todo el asunto del tratado, y su padre por fin tendría que saber que él estaba del lado de los occidentales.

―No estará en el harén.

Tras otra ruidosa respiración, sus ojos amarillentos se clavaron en los de su hijo, como si intentara leer su mente. Tal vez podía. De niño, nunca había podido ocultarle nada, él siempre descubría sus mentiras.

―¿Cómo? No estarás diciendo lo que creo, ¿verdad, hijo mío?

―Lo cierto es que sí ―respondió, con un tono que sonó demasiado débil, incluso a sus propios oídos. ―La amo, padre.

El antiguo Jeque se puso en pie de un salto, con una energía que Munir creía que no volvería a ver en él. ―¡En el nombre de Alá! ¡No puedes estar hablando en serio!

Se precipitó hacia adelante, incapaz de dar un paso en firme sin su bastón, al mismo tiempo que su respiración se entrecortaba. Los tubos de oxígeno se habían desprendido de su nariz, y comenzó a sentir la falta de aire. ―Padre, por favor, déjeme ayudarle. Se va a hacer daño.

El viejo Jeque dio un manotazo a su hijo. De repente, Munir volvía a tener once años, el dolor de aquel suceso le afectó mucho más de lo que creía. ―¡Blasfemia! No puedes tomarla como esposa, ni aunque el tratado salga bien... ¡Es una infiel! No es de los nuestros.

Munir dio un paso atrás y comenzó a pasearse por la habitación. Al diablo con su padre, si se moría allí mismo, sería lo mejor para todos. ―Es una mujer increíble, y la quiero como mi Sheikha.

―Es inaceptable.

―Lo que usted quiera, ya no es relevante, padre.

―Lo único que importa es que podamos convencer a ese perro de Alan James para firmar el acuerdo.

―Lo cierto es que ahora el Jeque soy yo, usted se está muriendo, y Yoman ha de cambiar y adaptarse para parecernos más a algunos de nuestros vecinos, si queremos sobrevivir.

―Así que, ¿tenemos que convertirnos en occidentales? ¿Y crees que tomando a esa cerda americana como esposa lo vas a arreglar todo?

Munir cerró el puño con fuerza, con la intención de golpear a su padre, pero rectificó en el último momento. Por muy furioso que estuviera, nunca podría atacar a un frágil anciano. Sería un acto carente de honor, a pesar de que su padre le enfurecía.

―No lo sé. Pero sí sé que no puedo tener un harén de cuarenta mujeres y engañar a las que sí valen la pena, como mi madre o Basheera. Soy consciente de que no puedo darme el lujo de no claudicar en asuntos internacionales, y sé, en lo más profundo de mis huesos, que no hay mujer más perfecta para mí que Emma James. Así que, padre, o se adapta a la idea de que Emma es mi verdadera habbibi o siga así y le hará un favor a todo el reino.

―¿Y qué favor es ese?

―Morirse ―respondió Munir, pronunciando cada sílaba con rabia ―Dudo de que la gente le llore, y mucho menos con los problemas que me está tocando solucionar tras décadas de centrarse en cumplir sus fantasías en lugar de servir al pueblo.

―¿No me vas a echar de menos? ― inquirió, jadeando y sentándose en su silla.

―No me has dado nada que echar de menos.

***

El palacio estaba fresco por las noches. Emma nunca había estado en una zona desértica, pero conocía algunos datos meteorológicos a nivel Boy Scout, como que por la noche las temperaturas del desierto suelen descender muchísimo. La falta de luz solar, junto con los altos muros de piedra del castillo, conseguían que hasta en el más recóndito rincón del palacio hiciese fresco por la noche. Emma estaba tendida en un mullido colchón, cubierta con unas lujosas sábanas de seda de un luminoso tono coral. Le resultaba maravilloso sentir el tejido deslizándose por su cuerpo y acariciando la piel de sus brazos y piernas. Como futura Sheikha, tenía su propia habitación en el harén. Una deferencia de la que, aparte de ella, sólo disfrutaban Basheera, como responsable del harén, y Abdalla, que, según los rumores, era la madre biológica de Kashif. Teniendo en cuenta la prominente nariz de Abdalla y su tendencia a burlarse de todo, Emma estaba segura de que el rumor era cierto.

Después de todo, la personalidad de Kashif tenía que haber salido de alguna parte.

Tenía suerte de que el Jeque no fuese él, y de que el viejo Jeque hubiese encontrado a una mujer buena para ayudarle a criar a Munir, convirtiéndolo en un hombre sorprendentemente tierno y generoso. Una parte de ella casi le perdonaba el secuestro. Tal vez era el hecho de estar en una tierra extraña, o el miedo que sentía en presencia de Kashif, pero empezaba a pensar que Munir estaba de su parte, y la había tratado con amabilidad. Al mismo tiempo, sentía que estaba atrapado en el papel que le había tocado representar en la vida, igual que ella, y en las expectativas que recaían sobre él. Su pueblo necesitaba un rey fuerte, con una Seikha a su lado, pero también necesitaba paz, tomarse un respiro de los bombardeos accidentales y de las "bajas civiles" provocadas por los norteamericanos, que no tenían cuidadoso cuando atacaban la zona fronteriza con Omai.

Era consciente de cuáles eran sus deberes, comprendía que las grandes cosas que se esperaban de él eran una pesada carga. Si en ese momento Munir pudiese verla, se reconocería en su mirada.

Suspirando, Emma se recostó sobre las sábanas e intentó dormir. Pensó que era mejor relajarse y descansar, antes de empezar a asumir que aquel lugar extraño era su nuevo hogar, aunque al mismo tiempo le asustaba la delicada situación en la que la habían metido.

***

―Qué hermosa eres, mi habbibi― susurró Munir con su voz seductora. Su olor impregnaba la habitación, un almizcle de macho poderoso aderezado con un toque de sudor y el omnipresente jazmín.

Ella parpadeó en la oscuridad y se cubrió instintivamente con la sábana. Durante la noche se había quitado el camisón, porque le producía picor. En ese momento, sólo le cubría el finísimo tejido de la sábana, que ella asía arrugada sobre el pecho.

―Creo que dejé bien claro que no quiero esto.

Él asintió con la cabeza, pero entró en la habitación de todos modos, cerrando la puerta. Ella sintió que su corazón se aceleraba, pero no de miedo, sino de deseo. Rememoró el beso que habían compartido justo antes de que lo abofeteara, y la pasión que se había apoderado de ellos horas antes, en la mesa del comedor. Sólo con pensarlo ya se sentía húmeda. Había sido muy osada... La niña buena, no, mejor dicho, la niña de papá, que había sido Emma antes de ser secuestrada, nunca se acostaría con Munir. No, debía luchar y protestar, sin dejar de exigir su liberación. Debía hacer lo que una perfecta chica americana se supone que debe hacer.

Pero el problema era que ella ya no era esa chica.

Había intentado luchar contra todo un equipo especializado con la misión de secuestrarla, que ya era mucho, incluso aunque no hubiese conseguido escapar. Luego había sido iniciada en un harén, y más tarde abofeteó a un líder mundial. Era más dura que la chica insegura de la pista de baile de unas noches atrás.

Y eso significaba que tenía que enfrentarse a sí misma, a los más oscuros rincones y profundos deseos que había arrinconado durante toda su vida, intentando ser siempre perfecta.

Emma se dio cuenta de que lo deseaba, en cuerpo y alma. La estaba volviendo loca, lo sentía fluir en sus venas, convirtiéndose en la fuerza que bombeaba la sangre a través de su corazón. Sin embargo, esas pequeñas degustaciones ya no iban a ser suficiente, y si pensaba visitarla de aquella manera, tentándola cual diablo en la oscuridad, acabaría por sucumbir a sus encantos.

Y disfrutaría de cada minuto.

Munir se echó sobre la cama junto a ella. Su cuerpo le resultaba irresistible, y pensó que había jugadores de fútbol de Harvard que desearían estar así de bien hechos, pobrecitos. Sus maravillosos ojos color avellana la observaban con deseo, devorando en silencio cada curva y rasgo de su cara y cuello. Cuando su mirada se detuvo sobre la sábana de fina seda que cubría sus pechos, ella pudo distinguir las hermosas motas de oro que destelleaban en sus ojos.

De pronto, ella extendió la mano y acarició sus amplias patillas. Él gimió y metió los dedos por debajo la sábana que la cubría, tirando de ella.

Lamiéndose los labios, Munir le dedicó una sonrisa lasciva. En sus mejillas se formaron unos hoyuelos que le hicieron parecer un poco aniñado, a pesar de la barba y de su fuerte mandíbula. Una imagen entrañable.—Tienes una forma muy confusa de decir que no, princesa mía.

―Yo... un no es un no... Estoy tan cansada de luchar contra todo… de luchar contra mí misma. Antes no estabas equivocado, realmente quería una aventura. ―se sinceró, señalando la interminable arena que se extendían al otro lado de la ventana. ―Quería más de la vida, y tú me lo estás dando. ―Emma le dedicó una sonrisa sensual y, bajando la mano, acarició la erección que palpitaba y sobresalía del tejido del pijama. ―Caray, yo diría que me estás dando más de lo que muchas mujeres podrían imaginarse.

―¿Te refieres al palacio o a mi polla?

Ella se rió, sintiéndose atrevida, sintiéndose como siempre había querido sentirse. Alexis y Parker siempre fueron las más decididas, las que sabían exactamente lo que querían, y lo tomaban, mientras que ella era la chica que se quedaba bebiendo en la barra, disfrutando de ser sólo una espectadora, resignada al modo de vida que le había tocado.

Ahora se sentía como si estuviera conduciendo un Ferrari a 300 km por hora en la autopista.

Le rozó de nuevo su duro y creciente miembro por encima del pantalón, disfrutando del gesto de placer que se dibujó en su rostro, mirando al techo, pero sorprendido por el atrevimiento. ―Me refiero a ti, por supuesto. Esta noche nos servirá para darnos un respiro. Mañana, puedes volver a ser el rey de un país en medio de complicados tratados y yo la hija del senador. Pero, esta noche... Hazme el amor, Munir.

―Pensé que nunca ibas a pedírmelo, habbibi,―susurró, y empezó a quietarse la ropa con lentitud.

Llevaba un pijama de seda azul marino, que fue desabotonándose poco a poco. El deseo de Emma aumentó al ver su piel desnuda, con aquel tono oliváceo, en la que se dibujaban sus atléticas formas. Sus pectorales eran exquisitamente fuertes, no tanto como los de los culturistas, que le resultaban casi cómicos, sino inmensamente firmes. Sin ninguna duda, hubieran podido competir con los de Vin Diesel o Chris Hemsworth. La pasión ardía en el interior de Emma, que ya sentía su vagina lubricada y con hambre de él, y comenzó a recorrer su exótico cuerpo con los dedos.

Era perfecto, firme y cálido, con esos fuertes músculos de ensueño. De forma instintiva, se inclinó hacia delante y comenzó a acariciarle el cuerpo con la lengua, sintiendo el sabor de su piel, de su sudor, aumentando el ardor de su propio deseo al saborear a su Jeque. Munir se había acabado de quitar la camisa, por lo que ella tuvo a su disposición una interminable extensión de piel oscura con la que deleitarse. Sus manos recorrían el contorno de sus abdominales, y Munir los flexionó, incrementando su dureza y haciéndola reír.

―¿Qué te parece, habbibi? ¿No soy un hermoso ejemplar para futuro marido?

―Mmm... ―murmuró ella, mordiéndose el labio inferior.―Supongo que sí, aunque ¿quién sabe? Quizás Kashif lo hace mejor...

Munir frunció el ceño, y sus fosas nasales se dilataron, incluso sabiendo que bromeaba. La agarró por las muñecas y le dijo con voz grave: ―Eso ni en broma, mi princesa... Emma. Estoy aquí para ti, para todo lo que necesites. Déjame enseñártelo.

―Pórtate todo lo mal que quieras, Jeque...

Munir se humedeció los labios y liberó sus muñecas. Con determinación, empujó sus hombros hacia abajo, colocándola sobre la cama y apartando las sábanas. Y se concentró en su cuerpo de blanca piel. Sus manos se deslizaron en busca de su pubis, mientras la cubría el cuello de besos, rápidos y breves, que provocaban sacudidas de electricidad en ella y acrecentaban la humedad de aquel íntimo rincón de su anatomía. Emma se moría de ganas de que sus caricias fueran bajando, y flexionó las caderas, disfrutando de la sensación de sus fuertes manos rodeándola con pasión. Mientras tanto, los besos habían dejado de ser piquitos inocentes y ahora sentía la calidez de su lengua sobre la piel. Empezó a lamerle el cuello, lo que hizo que se le erizara el vello de todo el cuerpo, y de pronto el deseo que transmitían sus fieros besos se intensificó, y notó sus dientes rozando con urgencia su epidermis.

Emma levantó el cuello para sentir el roce de su barba contra la fina piel de su pecho.

―¡Más!―suplicó ella, al sentir como sus largos y delicados dedos exploraban su vagina. Se abría camino con la sabiduría de un experto, acariciando pliegues y rincones que despertaban sensaciones desconocidas para ella.

―Puedo hacer lo que desees, habbibi, esta noche y todas las noches que tenemos por delante. ― Dijo, arrastrando sus besos a lo largo de su garganta y bajando de nuevo para lamer sus pezones. Su lengua se movía con rapidez, logrando que su pezón izquierdo se endureciera y ardiera de deseo. Su cuerpo entero bullía al son del palpitar de su clítoris, desde donde nacía un ritmo que hacía vibrar todo su ser. Podía sentir el latido de su acelerado corazón en cada rincón de su cuerpo, tambaleando todas las fibras de su piel y fluyendo a través de sus nervios. ―Sé exactamente lo que necesitas.

Antes de que tuviera tiempo de preguntar, sintió un frescor sobre su cuerpo sudado, debido a la ausencia de Munir sobre ella. Abrió los ojos, y cuando estaba a punto de quejarse por la falta de besos, se dio cuenta de que estaba agazapado entre sus piernas, listo para darle placer.

―No tienes por qué hacerlo ―le dijo ella, sonrojándose, cayendo de nuevo en sus antiguas inseguridades. ―Sé que a la mayoría de los hombres no les gusta hacer eso.

―Los chicos idiotas de América con los que has salido, no saben lo que realmente excita a un hombre. ―Dijo, enfatizando lo que acababa de afirmar extrayendo un dedo cubierto del flujo que había provocado su excitación, y lamiéndolo sin dejar de mirarla a los ojos. ―Ni el mejor vino de la Tierra puede competir con el elixir que emana una mujer. Déjame hacer, habbibi.

Ella asintió y se mordió el labio, intentando no gritar ni alertar al palacio de lo que estaban haciendo. O se hubieran enterado de lo fácilmente que cedía la americana a los placeres del Jeque.

Al principio fue rápido. Sintió la punta de su lengua enterrándose en su interior, y trazando el contorno de sus labios vaginales, lamiendo con deseo. Después llegó al clítoris y comenzó a chupar esa delicada zona en la que las sensaciones se multiplican por mil, y Emma se estremeció de placer, lanzando un gemido desesperado que debió haberse escuchado hasta en la frontera con Omai, y empujó sus caderas contra el rostro de su amante.

―Ahora, por favor.

―Pídeme lo que quieras, habbibi. Dime cómo follarte.

―Fóllame duro. ―respondió ella, con voz firme. ―Fóllame ahora, Munir.

Él no dijo nada, pero se dispuso a cumplir su orden. Sintió su lengua moviéndose en rápidos círculos sobre su clítoris, y sus piernas abiertas temblaron ante la inminente erupción. Era como si un magma líquido fluyera por sus venas, como si el ardor se hubiese apoderado de ella. Él aumentó el ritmo y su lengua se retorció a una velocidad vertiginosa que hizo que ella contemplara las estrellas. Sus nervios estallaron en una explosión de sensaciones y, de repente, Emma se descubrió gritando su nombre en mitad de la noche.

Tardó mucho a sentir que había regresado al mundo real, y por fin pudo formular pensamientos racionales. Poco a poco, fue adueñándose de su cuerpo, regresando del mundo al que le había transportado el clímax, aunque aún podía sentir sus músculos contrayéndose ante tanto placer. Se deslizó como pudo hasta llegar junto a Munir, y le dijo casi sin aliento: ―Ha sido increíble.

―Estoy capacitado para muchas cosas, princesa. Te puedo enseñar mucho.

―Si ahora sacas un genio de la botella y una alfombra voladora... ―murmuró―voy a creer que estoy en Disneylandia.

―No lo estás ―dijo, apartando uno de sus relucientes mechones dorados de su rostro ―Yo soy el que ha encontrado el paraíso. —añadió Munir, abrazándola por detrás. ―Mañana te mostraré qué más he planeado. Vas a tener todo lo que quieras.

Excepto mi libertad.