Capítulo 3

Mientras subía las escaleras delante de mí, la mujer me aconsejó que ocultase la bujía y procurase no hacer ruido, porque su amo tenía ideas extrañas acerca del aposento donde ella iba a instalarme, y no le agradaba que nadie durmiese allí. Le pregunté los motivos, pero me contestó que sólo llevaba en la casa dos años, y que había visto tantas cosas raras, que no sentía deseo alguno de curiosear más.

Por mi parte, la estupefacción no me dejaba lugar a averiguaciones. Cerré, pues, la puerta, y busqué el lecho. Los muebles se reducían a una percha, una silla y una enorme caja de roble, con aperturas laterales. Me aproximé a tan extraño mueble, y me cercioré de que se trataba de una especie de lecho antiguo, sin duda destinado a suplir la falta de una habitación separada para cada miembro de la familia. El tálamo formaba de por sí una pequeña habitación, y el alféizar de la ventana, contra cuya pared estaba arrimado, servía de mesa.

Hice correr una de las tablas laterales, entré llevando la luz, cerré y sentí la impresión de que me hallaba a cubierto de la vigilancia de Heathcliff o de cualquier otro de los habitantes de la casa.

Puse la bujía en el alféizar de la ventana. Había allí, en un ángulo, varios libros polvorientos, y la pared estaba cubierta de escritos que habían sido trazados raspando la pintura. Aquellos escritos se reducían a un nombre: «Catalina Earnshaw», repetido una y otra vez en letras de toda clase de tamaños. Pero el apellido variaba a veces, y en vez de «Catalina Earnshaw», se leía en algunos sitios «Catalina Heathcliff» o «Catalina Linton».

Estaba fatigado. Apoyé la cabeza contra la ventana, y empecé a murmurar: «Catalina Earnshaw, Heathcliff, Linton...». Los ojos se me cerraron, y antes que transcurrieran cinco minutos, creí ver alzarse en la oscuridad una multitud de letras blancas, como lívidos espectros. El ámbito parecía lleno de «Catalinas». Me incorporé, esperando alejar así aquel nombre que acudía a mi cerebro como un intruso, y entonces vi que el pabilo de la bujía había caído sobre uno de los viejos libros, cuya cubierta empezaba a chamuscarse, saturando el ambiente de un fuerte olor a pergamino quemado. Remedié el mal, y me senté. Sentía frío y un ligero mareo. Cogí el tomo chamuscado por la vela y lo hojeé. Era una vieja Biblia, que hedía a apolillado, y sobre una de cuyas hojas, que estaba suelta, leí: «Este libro es de Catalina Earnshaw» y una fecha de veinticinco años atrás. Cerré aquel volumen, y cogí otro, y luego varios más. La biblioteca de Catalina era escogida, y lo estropeados que estaban los tomos demostraban que habían sido muy usados, aunque no siempre para los fines propios de un libro. Los márgenes de cada página estaban cubiertos de comentarios manuscritos, algunos de los cuales constituían sentencias aisladas. Otros eran, al parecer, retazos de un diario garrapateado por una inexperta mano infantil. Encabezando una página en blanco, descubrí, no sin regocijo, una magnífica caricatura de José, diseñada burdamente, pero con enérgicos trazos. Sentí un vivo interés hacia aquella desconocida Catalina, y traté de descifrar los jeroglíficos de su escritura.

«¡Qué ingrato domingo! -decía uno de los párrafos. ¡Cuánto daría porque papá estuviera aquí...! Hindley le sustituye muy mal, y se porta atrozmente con Heathcliff. H. y yo vamos a tener que rebelarnos, esta tarde comenzaremos.

»Todo el día estuvo lloviendo. No pudimos ir a la iglesia, y José nos reunió en el desván. Mientras Hindley y su mujer permanecían abajo, sentados junto al fuego -estoy segura de que, aunque hiciesen algo más, no por ello dejarían de leer sus Biblias- a Heathcliff, y a mí y al desdichado mozo de mulas nos ordenaron coger los devocionarios y que subiésemos. Nos hicieron sentar en un saco de trigo, y José inició su sermón, que yo esperaba que abreviase a causa del frío que se sentía allí. Pero mi esperanza resultó fallida. El sermón duró tres horas justas, y, sin embargo, mi hermano, al vernos bajar, aún tuvo la desfachatez de decir: «¿Cómo habéis terminado tan pronto?» Durante las tardes de los domingos, nos dejan jugar; pero cualquier pequeñez, una simple risa, basta para que nos manden a un rincón.

»-Os olvidáis de que aquí hay un jefe -suele decir el tirano. Al que me exaspere, le hundo. Exijo seriedad y silencio absoluto. ¡Chico! ¿Has sido tú? Querida Francisca, dale un tirón de pelo; le he oído chasquear los dedos.

»Francisca le tiró del pelo con todas sus fuerzas. Luego se sentó en las rodillas de su esposo, y los dos empezaron a hacer niñadas, besándose y diciéndose estupideces. Entonces nosotros nos acomodamos, como a la buena de Dios, en el hueco que forma el aparador. Colgué ante nosotros nuestros delantales, como si fueran una cortina; pero enseguida, cuando llegó José, deshaciendo mi obra, me dio una bofetada y rezongó:

»-Con el amo recién enterrado, domingo como es, y las palabras del Evangelio resonando todavía en vuestros oídos, ¡y ya os ponéis a jugar! ¿No os da vergüenza? Sentaos, niños malos, y leed libros piadosos que os ayuden a pensar en la salvación de vuestras almas.

»Y a la vez que nos hablaba, nos tiró sobre las rodillas unos viejos libros y nos obligó a sentarnos de manera que el resplandor del hogar nos alumbrase en nuestra lectura. Yo no pude soportar aquella ocupación que nos quería dar. Cogí el libro y lo arrojé al rincón de los perros, diciendo que tenía odio a los libros piadosos. Heathcliff hizo lo mismo con el suyo, y entonces empezó el jaleo.

»-¡Señor Hindley, venga! -gritó José- La señorita Catalina ha roto las tapas de La armadura de salvación y Heathcliff ha golpeado con el pie la primera parte de El camino de perdición. No es posible dejarles seguir siendo así. El difunto señor les hubiera dado lo que se merecen. Pero ¡ya se fue!

»Hindley, abandonando su paraíso, se precipitó sobre nosotros, nos cogió, a uno por el cuello y a otro por el brazo, y nos mandó a la cocina. Allí José nos aseguró que el coco vendría a buscarnos tan fijo como la luz, y nos obligó a sentarnos en distintos lugares, donde hubimos de permanecer, separados, esperando el advenimiento del prometido personaje. Yo cogí este libro y un tintero que había en un estante y abrí un poco la puerta para tener luz y poder escribir; pero mi compañero, al cabo de veinte minutos, sintió tanta impaciencia, que me propuso apoderarnos del mantón de la criada y, tapándonos con él, ir a dar una vuelta por los pantanos. ¡Qué buena idea! Así, si viene ese malvado viejo, creerá que su amenaza del coco se ha realizado, y entre tanto, nosotros estaremos fuera, y creo que no peor que aquí, a pesar de la lluvia y del viento. »Catalina debió de realizar aquel plan sin duda. En todo caso, el siguiente comentario variaba el tema y adquiría tono de lamentación.

«¡Qué poco podía yo suponer que Hindley me hiciera llorar tanto! Me duele la cabeza hasta el punto de que no puedo ni siquiera reclinarla en la almohada. ¡Pobre Heathcliff! Hindley le llama vagabundo, y ya no le permite comer con nosotros ni tampoco sentarse a nuestro lado. Dice que no volveremos a jugar juntos, y le amenaza con echarle de casa si le desobedece. Hasta se ha atrevido a criticar a papá por haber tratado a Heathcliff demasiado bien, y jura que volverá a ponerle en el lugar que le corresponde.

»Yo estaba ya medio dormido, y mis ojos iban del manuscrito de Catalina al texto impreso. Percibí un título grabado en rojo con muchas florituras, que decía: «Setenta veces siete y el primero de los setenta y uno. Sermón predicado por el reverendo padre Jabes Branderham en la iglesia de Gimmerden Sough» Y me dormí meditando maquinalmente en lo que diría el reverendo padre sobre aquel asunto.

Pero la mala calidad del té y la destemplanza que tenía me hicieron pasar una noche horrible. Soñé que era ya por la mañana y que regresaba a mi casa llevando a José como guía. El camino estaba cubierto de nieve, y cada vez que yo daba un tropezón, mi acompañante me amonestaba por no haber tomado un báculo de peregrino, afirmándome que sin tal adminículo nunca conseguiría regresar a mi casa, y enseñándome a la vez jactanciosamente un grueso garrote que él consideraba, al parecer, como báculo. Al principio, me parecía absurdo suponer que me fuera necesario para entrar en casa semejante cosa. Y de repente una idea me iluminó el cerebro. No íbamos a casa, sino que nos dirigíamos a escuchar el sermón del padre Branderham sobre las setenta veces siete, en cuyo curso no sé si José, el predicador o yo, debíamos ser públicamente acusados y excomulgados.

Llegamos a la iglesia, ante la que yo, en realidad, he pasado dos o tres veces. Está situada en una hondonada, entre dos colinas, junto a un pantano, cuyo fango, según voz popular, tiene la propiedad de momificar los cadáveres. El tejado de la iglesia se ha conservado intacto hasta ahora; mas hay pocos clérigos que quieran encargarse de aquel curato, ya que el sueldo es sólo de veinte libras anuales, y la rectoral consiste únicamente en dos habitaciones, sin posibilidad alguna, además, de que los fieles contribuyan a las necesidades de su pastor ni con el suplemento de un penique. Pero, en mi sueño, un numeroso auditorio escuchaba a Jabes, quien predicaba un sermón dividido en cuatrocientas noventa partes, dedicada cada una a un distinto pecado. Lo que no puedo decir es por dónde había sacado tantos pecados el reverendo. Eran, por supuesto, de los géneros más extravagantes, y tales como yo no hubiera sido capaz de imaginármelos nunca.

¡Qué odiosa pesadilla! Yo me caía de sueño, bostezaba, daba cabezadas y volvía a despejarme. Me pellizcaba, me frotaba los párpados, me levantaba y me volvía a sentar, y a veces tocaba a José para preguntarle cuándo iba a acabar aquel sermón. Pero tuve que escucharlo hasta el fin. Cuando llegó al primero de los setenta y uno, acudió a mi cerebro una súbita idea: levantarme y acusar a Jabes Branderham como el cometedor del pecado imperdonable. «Padre -exclamé-, sentado entre estas cuatro paredes he aguantado y perdonado las cuatrocientas noventa divisiones de su sermón. Setenta veces siete cogí el sombrero para marcharme y setenta veces siete me ha obligado a volverme a sentar. Una vez más es excesivo. Hermanos de martirio, ¡duro con él! Arrastradle y despedazadle en partículas tan pequeñas, que no vuelvan a encontrarse ni sus rastros»

«Tú eres el Hombre -gritó Jabes, después de un silencio solemne. Setenta veces siete te he visto hacer gestos y bostezar. Setenta veces siete consulté mi conciencia y encontré que todo ello merecía perdón. Pero el primer pecado de los setenta y uno ha sido cometido ahora, y esto es imperdonable. Hermanos, ejecutad con él lo que está escrito. ¡Honor a todos los santos!» Tras esta conclusión, los concurrentes enarbolaron sus báculos de peregrino y se arrojaron sobre mí. Al verme desarmado, entablé una lucha con José, que fue el primero en acometerme, para quitarle su garrote. Se cruzaron muchos palos, y algunos golpes destinados a mí cayeron sobre otras cabezas. Todos se apaleaban entre sí, y la iglesia retumbaba al son de los golpes. Branderham, por su parte, descargaba violentos manotazos en las tablas del púlpito, y tan vehementes fueron, que acabaron por despertarme.

Comprobé que lo que me había sugerido tal tumulto era la rama de un abeto que batía contra los cristales de la ventana agitada por el viento. Volví a dormirme y soñé cosas más desagradables aún.

Ahora recordaba que descansaba en una caja de madera y que el cierzo y las ramas de un árbol golpeaban la ventana. Tanto me molestaba el ruido, que, en sueños, me levanté y traté de abrir el postigo. No lo conseguí, porque la falleba estaba agarrotada, y entonces rompí el cristal de un puñetazo y saqué el brazo para separar la molesta rama. Mas en lugar de ella sentí el contacto de una manecilla helada. Me poseyó un intenso terror y quise retirar el brazo; pero la manecilla me sujetaba y una voz repetía:

-¡Déjame entrar, déjame entrar!

-¿Quién eres? -pregunté, pugnando para poder soltarme.

-Catalina Linton -contestó, temblorosa. Me había perdido en los pantanos y vuelvo ahora a casa.

No sé por qué me acordaba del apellido Linton, ya que había leído veinte veces más el apellido Earnshaw. Miré y divisé el rostro de una niña a través de la ventana. El horror me hizo obrar cruelmente, y al no lograr desasirme de la niña, apreté sus puños contra el corte del cristal hasta que la sangre brotó y empapó las sábanas. Pero ella seguía gimiendo:

-¡Déjame entrar!

Y me oprimía la mano, haciendo llegar mi terror al paroxismo.

-¿Cómo voy a dejarte entrar -dije, por fin-, si no me sueltas la mano?

El fantasma aflojó su presión. Metí precipitadamente la mano por el hueco del vidrio roto, amontoné contra él una pila de libros y me tapé los oídos para no escuchar la dolorosa súplica. Estuve así alrededor de un cuarto de hora; pero en cuanto volvía a escuchar, oía el mismo ruego lastimero.

-¡Márchate! -grité. ¡No te abriré aunque me lo estés pidiendo veinte años seguidos!

-Veinte años han pasado -musitó. Veinte años han pasado desde que me perdí.

Empezó a empujar levemente desde fuera. El montón de libros vacilaba. Intenté moverme, pero mis músculos estaban como paralizados, y, en el colmo del horror, grité.

El grito no había sido soñado. Con gran turbación sentí que unos pasos se acercaban a la puerta de la alcoba. Alguien la abrió, y por aperturas del lecho percibí luz. Me senté en la cama, sudoroso, estremecido aún de miedo. El que había entrado murmuró algunas palabras como si hablase solo, y luego dijo, en el tono de quien no espera recibir respuesta alguna:

-¿Hay alguien ahí?

Reconocí la voz de Heathcliff, y comprendiendo que era necesario revelarle mi presencia, ya que si no buscaría y acabaría encontrándome, descorrí las tablas del lecho. Tardaré en olvidar el efecto que le produjo.

Heathcliff se paró en la puerta. Vestía un camisón, sosteniendo una vela en la mano, y su faz estaba lívida. El ruido de las tablas al descorrerse le causó el efecto de una corriente eléctrica. La vela se deslizó de entre sus dedos, y su excitación era tal, que le costó mucho trabajo recuperarla.

-Soy su huésped, señor -dije, para evitar que continuase demostrándome su miedo. He gritado sin darme cuenta mientras soñaba. Lamento haberle molestado.

-¡Dios le confunda, señor Lockwood! ¡Váyase al...!! -replicó mi casero. ¿Quién le ha traído a esta habitación? -continuó, hundiendo las uñas en las palmas de las manos y rechinando los dientes en su esfuerzo para dominar la excitación que le poseía. ¿Quién le trajo? Dígamelo para echarle de casa inmediatamente.

-Su criada Zillah -repuse, saltando del lecho y recogiendo mis ropas. Haga con ella lo que le parezca, porque se lo ha merecido. Probablemente quiso probar a expensas de mí si este sitio está verdaderamente embrujado. Y le aseguro que, en realidad, está bien poblado de trasgos y duendes. Hace usted bien en tenerlo cerrado. Nadie le agradecerá a usted el dormir aquí.

-¿Qué quiere usted decir y qué está haciendo? -replicó Heathcliff. Acuéstese y pase la noche; pero, en nombre de Dios, no repita el escándalo de antes. No tiene otra justificación, a no ser que le estuvieran decapitando.

-Si aquella endemoniada brujita llega a entrar, a buen seguro que me hubiese estrangulado -le respondí. No me siento con ganas de soportar más persecuciones de sus hospitalarios antepasados. El reverendo Jabes Branderham, ¿no sería tal vez pariente suyo por parte de madre? Y en cuanto a Catalina Earnshaw, o Linton, o como se llamara, ¡menuda debía de ser! Según me dijo, ha andado errando durante veinte años, lo que sin duda es justo castigo a sus pecados.

En aquel momento recordé que el apellido de Heathcliff estaba unido en el libro al de Catalina, lo que había olvidado hasta entonces. Me avergoncé de mi descortesía; pero, como si no me diese cuenta, me apresuré a añadir:

-El caso es que a primera hora de la noche estuve... -iba a decir «hojeando esos librotes», pero me corregí y continué - repitiendo el nombre que hay escrito en esa ventana, como ejercicio para atraer el sueño...

-¿Cómo se atreve a hablarme de este modo estando en mi casa? -rugía entre tanto Heathcliff. Hace falta estar loco para hablarme así.

Se golpeaba la frente con violencia. Yo no sabía si ofenderme o seguir explicándome; pero me pareció tan conmovido, que sentí compasión de él, y continué refiriéndole mi sueño y afirmando que nunca había oído pronunciar hasta entonces el nombre de Catalina Linton; pero que, a fuerza de verlo escrito allí, llegó a plasmar en una forma concreta al dormirme.

Mientras hablaba, Heathcliff, poco a poco, había ido retirándose de mi lado, hasta que acabó escondiéndose detrás del lecho. A juzgar por su respiración anhelante, luchaba consigo mismo para reprimir sus emociones. Fingí no darme cuenta, continué vistiéndome y comenté:

-No son todavía las tres. Yo creía que serían las seis lo menos. El tiempo aquí se hace interminable. Verdad es que sólo debían de ser las ocho cuando nos acostamos.

-En invierno nos retiramos siempre a las nueve y nos levantamos a las cuatro -replicó mi casero, reprimiendo un gemido y limpiándose una lágrima, según conjeturé por un ademán de su brazo. Acuéstese -añadió-, ya que si baja tan temprano no hará más que estorbar. Por mi parte, sus gritos me han desvelado.

-También a mí -repuse. Bajaré al patio y estaré paseando por él hasta que amanezca y después me iré. No tema una nueva intrusión. Lo sucedido, para siempre me ha quitado las ganas de buscar amigos, ni en el campo ni en la ciudad. Un hombre sensato debe tener bastante compañía consigo mismo.

-¡Magnifica compañía! -murmuró Heathcliff. Coja la vela y váyase a donde quiera. Me reuniré con usted enseguida. No salga al patio, porque los perros están sueltos. Ni al salón, porque June está allí de vigilancia. De modo que tiene que limitarse a andar por los pasillos y las escaleras. No obstante, váyase. Yo seré con usted dentro de dos minutos.

Obedecí y me alejé de la habitación cuanto pude, pero como no sabía adónde iban a parar los estrechos pasillos, me detuve, y entonces asistí a unas demostraciones supersticiosas que me extrañaron, tratándose de un hombre tan práctico, al parecer, como mi casero.

Había entrado en el lecho, y de un tirón abrió la ventana, mientras estallaba en sollozos.

-¡Ven, Catalina -decía-, ven! Te lo suplico una vez más. ¡Oh amada de mi corazón, ven, ven al fin!

Pero el fantasma, con uno de los caprichos de todos los espectros, no se dignó aparecer. En cambio, el viento y la nieve entraron por la ventana y me apagaron la luz.

Tanto dolor y tanta angustia se transparentaban en la crisis sufrida por aquel hombre, que me retiré, reprochándome el haberle escuchado y el haberle relatado mi pesadilla, que le había afectado de tal manera por razones a que no alcanzaba mi comprensión. Descendí al piso bajo y llegué a la cocina, donde pude encender la bujía en el rescoldo de la lumbre. No se veía allí ser viviente, excepto un gato que salió de entre las cenizas y me saludó con un lastimero maullido.

Dos bancos semicirculares estaban arrimados al hogar. Me tendí en uno de ellos y el gato se instaló en el otro. Ya empezábamos ambos a dormirnos, cuando un intruso invadió nuestro retiro. Era José, que bajaba por una escalera de madera que debía de conducir a su camaranchón. Dirigió una tétrica mirada a la llama que yo había encendido, expulsó al gato, ocupando su sitio, y se dedicó a cargar de tabaco una pipa que medía ocho centímetros de longitud. Debía considerar mi presencia en su santuario como una irreverencia tal que no merecía ni comentarios siquiera.

Siempre silenciosamente se llevó la pipa a la boca, se cruzó de brazos y empezó a fumar. Yo no interrumpí su placer, y él, después de aspirar la última bocanada, se levantó exhalando un hondo suspiro, y se fue tan gravemente como vino.

Sonaron cerca de mí otras pisadas más elásticas, y apenas yo abrí la boca para saludar, la cerré de nuevo al oír que Hareton Earnshaw se dedicaba a recitar en voz contenida una salmodia compuesta de tantas maldiciones como objetos iba tocando, mientras revolvía en un rincón en busca de una pala o de un azadón con que quitar la nieve. Me miró, dilató las aletas de la nariz, y tanto se le ocurrió saludarme a mí como al gato que me hacía compañía. Comprendiendo por sus preparativos que se disponía a salir, abandoné mi duro lecho y me dispuse a seguirle. Él lo observó, y con el mango de la azada me señaló una puerta.

Tal puerta comunicaba con el salón, en donde estaban ya las mujeres. Zillah avivaba el fuego con un fuelle colosal, y la señora Heathcliff, reclinada ante la lumbre, leía un libro al resplandor de las llamas. Mantenía suspendida la mano entre el fuego y sus ojos, y permanecía embebecida en la lectura, que sólo interrumpía de cuando en cuando para reprender a la cocinera si hacía saltar chispas sobre ella o para separar a alguno de los perros que a veces la rozaban con el hocico. Me sorprendió ver también allí a Heathcliff, en pie junto al hogar, de espaldas a mí, y, al parecer, concluyendo entonces de reprender a la pobre Zillah, la cual, de cuando en cuando, suspendía su tarea, se recogía una punta del delantal y suspiraba.

-En cuanto a ti, miserable... -y Heathcliff profirió una palabra que no puede transcribirse, dirigiéndose a su nuera-, ya veo que continúas con tus odiosas mañanas de siempre. Los demás trabajan para ganarse el pan que comen, y únicamente tú vives de mi caridad. ¡Fuera ese mamotreto y haz algo útil! ¡Deberías pagarme por la desgracia de estar viéndote siempre! ¿Me oyes, bestia?

-Dejaré mi libraco, porque si no me lo podría usted quitar -respondió la joven, dejándolo sobre una silla. Pero aunque se le abrase a usted la boca injuriándome no haré más que lo que se me antoje.

Heathcliff alzó la mano, pero su interlocutora, probando que tenía costumbre de aquellas escenas, se puso de un salto fuera de su alcance. Como tal contienda, a estilo de perro y gato, no era agradable de presenciar, me aproximé a la lumbre fingiendo no haber reparado en la disputa, y ellos tuvieron el decoro de disimular. Heathcliff, para no caer en la tentación de golpear a su nuera, se metió las manos en los bolsillos. La mujer se retiró a un rincón, y mientras estuve allí, permaneció callada como una estatua. Pero yo no me retrasé más tiempo. Decliné la invitación que me hicieron para que les acompañase a desayunar, y en cuanto apuntó la primera claridad de la aurora, salí al aire libre, que estaba frío como el hielo.

Mi casero me llamó mientras yo cruzaba el jardín, brindándose para acompañarme a través de los pantanos. Hizo bien, ya que la colina estaba convertida en un ondulante mar de nieve que ocultaba todas las desigualdades del terreno. La impresión que yo guardaba de la topografía del terreno no respondía en nada a lo que ahora veíamos, porque los hoyos estaban llenos de nieve, y los montones de piedras -reliquias del trabajo de las canteras- que bordeaban el camino, habían desaparecido bajo la bóveda. Yo había distinguido el día anterior una sucesión de hitos erguidos a lo largo del camino y blanqueados con cal, para que sirviesen de referencia en la oscuridad y también cuando las nevadas podían hacer confundir la tierra segura del camino con las movedizas charcas de sus márgenes. Pero ahora ni siquiera se percibían aquellos jalones. Mi acompañante tuvo que advertirme varias veces para impedir que yo me saliera del sendero.

Hablamos muy poco. A la entrada del parque de la granja, Heathcliff se detuvo, me dijo que suponía que ya no me extraviaría, y con una simple indicación de la cabeza nos despedimos. En la portería no había nadie, y recorrer las dos millas que distaban hasta la granja me costó dos horas, dadas las muchas veces que equivoqué el camino, extraviándome en la arboleda y hundiéndome, en ocasiones, en nieve hasta la nuca. El reloj daba las doce cuando llegué a mi casa. Había caminado a razón de un kilómetro y medio por hora desde que salí de Cumbres Borrascosas.

Mi ama de llaves y sus satélites acudieron tumultuosamente a recibirme, y me aseguraron que me daban por muerto y que pensaban en ir a buscar mi cadáver entre la nieve. Les aconsejé que se calmaran, puesto que al fin había regresado. Subí dificultosamente las escaleras y entré en mi habitación. Estaba entumecido hasta los huesos. Me cambié de ropas y paseé por la estancia treinta o cuarenta minutos para entrar en calor y luego me instalé en el despacho, tal vez demasiado lejos del alegre fuego y el humeante café que el ama de llaves había preparado con objeto de hacerme reaccionar.