Capítulo 10

¡Me he lucido con el principio que ha tenido mi vida de eremita! ¡Cuatro semanas enfermo, tosiendo constantemente! ¡Oh, estos implacables vientos y estos sombríos cielos del Norte! ¡Oh, los intransitables caminos y los calmosos médicos rurales! Pero peor que todo, incluso que la privación de todo semblante humano en torno mío, es la conminación de Kennett de que debo permanecer en casa, sin salir, hasta que apunte la primavera...

El señor Heathcliff me ha hecho el honor de visitarme. Hace siete días me envió un par de guacos, que, al parecer, son los últimos de la estación. El muy villano no está exento de responsabilidades en mi enfermedad, y no me faltaban deseos de decírselo; pero ¿cómo ofender a un hombre que tuvo la bondad de pasarse una hora a mi cabecera hablándome de temas diferentes, de píldoras y medicaciones? Su visita constituyó para mí un gran paréntesis en mi dolencia.

Aún estoy demasiado débil para leer. ¿Por qué, pues, no pedir a la señora Dean que continúe relatándome la historia de mi vecino? La dejamos en el momento en que el protagonista se había fugado y en que la heroína se casaba. Voy a llamar a mi ama de llaves; seguramente le agradará entablar una animada conversación conmigo durante un buen rato.

La señora Dean acudió.

-Dentro de veinte minutos le corresponde tomar la medicina, señor -empezó a decir.

-¡Fuera medicinas! Lo que deseo es...

-El médico dice que debe usted suspender los polvos de...

-¡Con mucho gusto! Siéntese. No acerque los dedos a esa odiosa hilera de frascos. Saque la labor del bolsillo y continúe relatándome la historia del señor Heathcliff desde el punto en que la suspendió el otro día. ¿Concluyó su educación en el continente y volvió hecho un caballero? ¿O logró ingresar en un colegio? ¿O bien emigró a América y alcanzó una posición exprimiendo la sangre de los naturales de aquel país? ¿O es que se enriqueció más deprisa actuando en los caminos reales de Inglaterra?

-Quizá hiciera un poco de todo, señor Lockwood, pero no puedo garantizárselo. Como antes le dije, no sé cómo ganó dinero, ni cómo se las arregló para salir de la ignorancia en que había llegado a caer. Si le parece, continuaré explicándome a mi modo, si cree usted que no se fatigará y que encontrará en ello alguna distracción. ¿Se siente usted mejor hoy?

-Mucho mejor.

-Esa es una agradable novedad.

La señorita Catalina y yo nos trasladamos a la Granja de los Tordos, y ella comenzó portándose mejor de lo que yo esperaba, lo que me sorprendió bastante. Parecía estar enamoradísima del señor Linton y también demostraba mucho afecto a su hermana. Verdad es que ellos eran muy buenos para con Catalina. Aquí no se trataba del espino inclinándose hacia la madreselva, sino de la madreselva abrazando al espino. No es que los unos se hiciesen concesiones a los otros, sino que ella se mantenía de pie y los otros se inclinaban. ¿Quién va a demostrar mal genio cuando no encuentra oposición en nadie? Yo notaba que el señor Linton tenía un miedo terrible a irritarla. Procuraba disimularlo ante ella; pero si me oía contestarle destempladamente, o veía molestarse a algún criado cuando recibía alguna orden imperiosa de su mujer, expresaba su descontento con un fruncimiento de cejas que no era corriente en él cuando se trataba de cosas que le afectasen personalmente. A veces me reprendía mi acritud, diciéndome que el ver disgustada a su esposa le producía peor efecto que recibir una puñalada. Procuré dominarme, a fin de no contrariar a un amo tan bondadoso. Durante medio año, la pólvora, al no acercarse a ella ninguna chispa, permaneció tan inofensiva como si fuese arena. Eduardo respetaba los accesos de melancolía y taciturnidad que invadían de cuando en cuando a su esposa, y los atribuía a un cambio producido en ella por la enfermedad, ya que antes no los había padecido nunca. Y cuando ella se restablecía, ambos eran perfectamente felices, y para su marido parecía que hubiera salido el sol.

Pero aquello se acabó. Indudablemente, en el fondo, cada uno debe mirar por sí mismo. Precisamente los buenos son más egoístas que los dominantes. Y aquella dicha tuvo su fin cuando una de las partes se apercibió de que no era el objeto de los desvelos de la otra. En una tarde serena de septiembre yo volvía del huerto llevando un cesto de manzanas que acababa de recoger. Había oscurecido ya y la luna brillaba por encima de la tapia del patio produciendo sombras en los salientes de la fachada del edificio. Yo dejé el cesto en los peldaños de la escalera de la cocina y me detuve un momento para aspirar el aire tranquilo y suave. Mientras, oí detrás de mí una voz que me decía:

-Elena, ¿eres tú?

El tono profundo de aquella voz no me era desconocido del todo. Me volví para ver quién hablaba, algo desconcertada, ya que la puerta estaba cerrada y no había visto aproximarse a nadie a la escalera. En el portal distinguí una sombra, y al avanzar hacia allí me encontré con un hombre alto y moreno, vestido de negro. Estaba apoyado en la puerta y tenía puesta la mano en el picaporte, como si tuviese la intención de abrir él mismo.

« ¿Quién será? -pensé. No es la voz del señor Earnshaw.» -Llevo una hora esperando -me dijo-, quieto como un muerto. No me atreví a entrar. ¿Es que no me conoces? ¡No soy un extraño para ti!

Un rayo de luna iluminó sus facciones. Tenía las mejillas lívidas y negras patillas las adornaban. Sus cejas eran sombrías y sus ojos profundos, inconfundibles. Yo recordaba íntegramente la expresión de aquellos ojos.

-¡Oh! -exclamé, levantando las manos con asombro, y aun dudando de si debía considerarle como a un visitante corriente. ¿Es posible que sea usted?

-Sí; soy Heathcliff -respondió, dirigiendo la vista a las ventanas, en las que se reflejaba la luna, pero de las que no salía ninguna luz. ¿Están en casa? ¿Está Catalina? ¿No te alegras de verme, Elena? No te asustes. Vamos, dime si ella está aquí. Necesito hablar a tu señora. Anúnciale que una persona de Gimmerton desea verla.

-No sé lo que le parecerá -dije. Estoy asombrada. Esto le va a hacer perder la cabeza. Sí; usted es Heathcliff... Pero ¡qué cambiado está! Me parece imposible. ¿Ha sido usted soldado?

-Haz lo que te he dicho -me interrumpió impacientemente. ¡No puedo esperar más!

Entré; pero al llegar al salón donde estaban los señores me quedé parada sin saber qué decir. Al fin les pregunté, como pretexto, si querían que encendiese la luz, y abrí la puerta.

Ellos estaban sentados junto a una ventana abierta desde la que se veían los árboles del jardín, las incultas frondas del parque, el valle de Gimmerton cubierto por una franja de bruma... Cumbres Borrascosas se alzaba al fondo, sobre la neblina. Pero la casa no se divisaba, ya que está construida en la otra ladera del monte. El paisaje, habitación y los que había en ella estaban sumidos en un maravillosa paz. Me era muy violento dar el recado, y principiaba a iniciar la marcha sin transmitirlo, cuando un impulso de locura me hizo volverme y decir:

-Hay ahí una persona de Gimmerton que desea verla señora.

-¿Qué quiere? -preguntó la señora Linton.

-No se lo he preguntado -repuse.

-Bien. Echa las cortinas y trae el té. En seguida vengo.

Salió de la habitación el señor había venido.

-Una persona que la señora no esperaba –repuse- Heathcliff; ¿no se acuerda? Aquel que vivía en casa del señor Earnshaw.

-¡Ah, el gitano, el mozo de labranza! ¿Cómo no le has dicho a Catalina quién era?

-No le llame por esos nombres, señor -le aconsejé-, porque ella se ofendería si le oyera. Cuando se fue estuvo muy disgustada. Seguramente se alegrará de verle volver.

El señor Linton se asomó a una ventana que daba al patio y gritó a su mujer

-No estés ahí, querida. Haz entrar a ese visitante.

Oí rechinar el picaporte y Catalina subió corriendo, toda sofocada y con una excitación tal, que hasta borraba de su rostro toda señal de alegría. Viéndola, casi parecía, por su exaltación, que había asistido a una terrible desgracia.

-¡Eduardo, Eduardo, -exclamó ella, jadeante- ¡Eduardo, amor mío: Heathcliff ha vuelto!

Y le abrazaba hasta casi ahogarle.

-Bien, bien -repuso su esposo, un tanto mohíno. No creo que por eso hayas de estrangularme. No me parece que ese Heathcliff sea un tesoro maravilloso. ¡No es como para volverse locos porque haya vuelto!

-Ya sé que no te agrada mucho -replicó Catalina, reprimiéndose un poco. Pero tenéis que ser amigos ahora, aunque sólo sea por mí. ¿Le digo que suba?

-¿Al salón?

-¿Dónde si no? -contestó ella.

Él, algo molesto, indicó que el sitio oportuno hubiera sido la cocina. Ella le contempló entre risueña y contrariada.

-No -contestó. No voy a estar yo en la cocina. Elena, trae dos mesas... Una para el señor y la señorita Isabel que son nobles, y otra para Heathcliff y para mí, que somos plebeyos. ¿Te parece bien, querido? ¿O prefieres que le reciba en otra parte? Si es así, dilo. Voy a buscar a nuestro visitante. ¡Me parece una felicidad demasiado grande para que sea verdadera!

Iba a volver a salir, pero Eduardo la detuvo.

-Mándale subir -me ordenó-, y tú, Catalina, alégrate, si quieres; pero no hagas cosas absurdas. No hay por qué dar el espectáculo de recibir a un criado huido como a un hermano.

Bajé y encontré a Heathcliff esperando en el portal que le hiciesen subir. Me siguió en silencio y le conduje a presencia de los amos, cuyas encendidas mejillas delataban la reciente discusión. La señora se ruborizó más aún, y corrió hacia Heathcliff, le cogió las manos e hizo que Linton y él se las estrechasen, aunque a regañadientes. A la luz del fuego y de las bujías me asombró más aún la transformación de Heathcliff.

Se había convertido en un hombre alto, atlético y bien constituido. Mi amo parecía un jovenzuelo a su lado. Viendo su erguido continente se pensaba que debía de haber servido en el Ejército. Su semblante mostraba una expresión más firme y resuelta que el del señor Linton, dejaba transparentar inteligencia y no conservaba huella alguna de su antigua inferioridad. En sus cejas fruncidas y en el negro fulgor de ojos persistía aún algo de su nativa ferocidad, pero dominada. Sus modales eran dignos y sobrios, aunque no graciosos. Mi amo quedó, al notar todo aquello, tan estupefacto como yo misma. Estuvo un momento indeciso, sin saber cómo dirigirse a él. Heathcliff dejó caer la mano y esperó hasta que Linton optó por hablarle.

-Siéntese -dijo, al fin. Mi mujer, recordando los viejos tiempos, me ha pedido que le acoja con cordialidad. No hay que decir que cuanto a ella la satisface, me complace a mí.

-Lo mismo digo -repuso Heathcliff. Pasaré con mucho gusto aquí una o dos horas.

Catalina no apartaba los ojos de él, como si temiese que se desvaneciera cuando dejara de contemplarle. Heathcliff sólo la miraba de cuando en cuando, y en sus ojos se pintaba el placer que le producía el volver a ver a su amiga. Estaban tan satisfechos, que ni siquiera les quedaba lugar para sentirse turbados. El señor Linton, al contrario, palidecía cada vez más, y su enojo llegó al extremo cuando su mujer se puso en pie, cruzó la habitación, cogió las manos de Heathcliff y comenzó a reír.

-Mañana pensaré haber soñado -exclamó. Me parecerá imposible haberte visto, tocado y oído otra vez. No te merecías esta acogida, Heathcliff. ¡En tres años de ausencia, en ninguna ocasión te has acordado de mí!

-Más de lo que tú hayas pensado en mí, Catalina. Hace poco me enteré de tu matrimonio, y entonces, mientras esperaba abajo, sólo tenía un pensamiento: verte, contemplar tu mirada de sorpresa y de acaso fingido placer, arreglar las cuentas que tengo pendientes con Hindley y quitarme de en medio por mis propias manos. El modo que has tenido de recibirme ha disipado estas ideas en mí; pero procura no recibirme la próxima vez de otro modo. Mas no... Creo que no me despedirás otra vez. ¿Te disgustó mi ausencia realmente? Había motivos. Desde que me separé de ti he vivido amargamente. Perdóname... ¡Todo lo he hecho por ti!

-Haz el favor de sentarte, Catalina, porque de lo contrario vamos a tomar el té frío -dijo el señor Linton, que se esforzaba por dominarse. Doquiera que el señor Heathcliff vaya a pasar esta noche, tendrá seguramente que andar mucho, y yo, por mi parte, siento sed.

Catalina se sentó, acudió Isabel y yo me retiré. La colación no duró más de diez minutos. La señora apenas probó bocado y Eduardo tampoco. El visitante no estuvo más de una hora. Cuando salió le pregunté si se iba a Gimmerton.

-Voy a Cumbres Borrascosas -repuso. El señor Earnshaw me invitó cuando estuve esta tarde a visitarle.

¡De manera que había visto al señor Earnshaw y éste le había invitado! Acaso Heathcliff había adquirido hábitos hipócritas y regresaba con el propósito de actuar perversamente, de una forma disimulada y pérfida. Tuve el presentimiento de que hubiera sido preferible que permaneciera lejos de nosotros.

A medianoche la señora Linton vino a mi alcoba, se sentó junto a mi lecho y me tiró del cabello.

-No consigo dormirme, Elena -me dijo como explicación. Siento la necesidad de que alguien comparta mi dicha. Eduardo está disgustado porque me alegro de una cosa que no le interesa, se niega a hablar y no dice más que tonterías y recriminaciones, y me trata de cruel porque quiero hablarle de esto cuando se encuentra, según él, cansado y muerto de sueño. Dice que se siente mal; en cuanto algo le contraría siempre sale con lo mismo. Le hice algunos elogios de Heathcliff, y entonces, o por envidia o porque en realidad le duela la cabeza, se ha puesto a llorar. Me he levantado y me he ido.

-No debía usted elogiar a Heathcliff en presencia suya - contesté. Ya sabe que de muchachos se odiaban. Tampoco a Heathcliff le hubiera agradado oír elogios de su esposo. Los hombres son así. No hable usted a su esposo de Heathcliff, a no ser que quiera usted provocar un choque entre ellos.

-Eso es señal de inferioridad -dijo Catalina. Yo no envidio el rubio cabello de Isabel, ni su piel blanca, ni el cariño que toda la familia siente hacía ella. Cuando discuto por algo con Isabel, tú te pones de parte suya, y yo cedo en todo, como una madre débil y condescendiente. A su hermano le gusta que seamos buenas amigas, y a mí también. Pero son dos niños mimados, que se figuran que el mundo ha sido creado para complacerles. Yo procuro complacerles, sí; pero no dejo de pensar que les sentaría bien una lección.

-Está usted equivocada, señora Linton -dije-; son ellos los que procuran complacerla a usted. Me consta lo que pasaría en caso contrario. Ellos podrán tener algún capricho; pero, en cambio, no hacen más que amoldarse a todos sus deseos. Y desee usted, señora, que no se presente alguna ocasión de probar su carácter, porque si llega ese caso, esos que usted supone inferiores y débiles demostrarán tanta energía como usted misma.

-En ese caso, lucharemos hasta la muerte, ¿no? -repuso Catalina, echándose a reír. Tengo tanta confianza en el amor de Eduardo, que creo que podría hasta matarle sin que él se defendiese.

Yo entonces le aconsejé que estimara aquel cariño en cuanto valía.

-Ya lo estimo -contestó-, pero él no debería romper en lágrimas por pequeñeces. Eso es una niñería. Cuando le he dicho que Heathcliff merecía ahora el respeto de todos y que cualquiera se honraría con su amistad, ha debido mostrarse de acuerdo conmigo. Tiene que acostumbrarse a él y hasta podría llegar a apreciarle. Heathcliff se portó bien con él, si tenemos en cuenta los motivos que tiene para no sentir simpatía hacia su persona.

-¿Qué opina de su visita a Cumbres Borrascosas? -dije. Al parecer, se ha corregido en todo y perdona a sus enemigos, como buen cristiano.

-Estoy tan asombrada como tú -repuso ella. Según él ha explicado, fue allí para preguntar por mí, pensando que tú seguirías viviendo en la casa. José se lo dijo a Hindley, y éste salió y empezó a hacerle preguntas sobre su vida. Luego le mandó pasar. Había varias personas jugando a las cartas, y Heathcliff tomó parte en el juego. Mi hermano le ganó algún dinero, y viendo que lo tenía en abundancia, le pidió que volviese de nuevo. Hindley es tan dejado, que no comprenderá la imprudencia que comete buscando la amistad de aquel a quien tanto ha ofendido. Heathcliff dice que si ha accedido a reanudar las relaciones con mi hermano es para poder verme con más frecuencia de lo que le sería posible si viviese en Gimmerton. Piensa pagar bien los gastos de su alojamiento en Cumbres Borrascosas, y esto complacerá a mi hermano, que siempre ha sido codicioso, a pesar de que cuanto coge con una mano lo tira con la otra.

-Mal sitio es para vivir un joven -dije-. ¿No teme usted las consecuencias, señora Linton?

-Para mi amigo, no. Es lo bastante precavido para librarse de todo riesgo. Si algo temo, es por Hindley; pero tan bajo ha caído moralmente, que dudo que pueda descender más. Respecto a daño físico, yo medio entre ambos. El regreso de Heathcliff me ha reconciliado con Dios y con los hombres. ¡He sufrido mucho, Elena! Si él comprende cuánto, sentirá vergüenza de ensombrecer mi alegría con sus rencores. Y todo lo he aguantado por cariño hacia él. Pero ya pasó. En adelante, estoy dispuesta a soportarlo todo. Si el más ínfimo de los seres me diese un bofetón en una mejilla, no sólo le ofrecería la otra, sino que le pediría, además, que me perdonase. Y, para demostrarlo, voy ahora mismo a hacer las paces con Eduardo. Buenas noches. ¡Soy tan buena como un ángel!

Se fue, pues, muy satisfecha de sí misma, y a la mañana siguiente se hizo evidente el resultado de su decisión. Eduardo, aunque algo violento aún por la excesiva animación de Catalina, había cejado en su enfado, y hasta consintió en que ella fuese aquella tarde con Isabel a Cumbres Borrascosas. Ella, en cambio, le mostró tanto amor y le hizo tantas caricias, que la casa durante varios días fue un paraíso.

Heathcliff -en realidad debo decir ya el señor Heathcliff- era discreto al principio en las visitas que hacía a la Granja de los Tordos, como si midiese hasta dónde podía llegar con su presencia sin incomodar al señor. Catalina, a su vez, procuró moderar sus transportes de alegría cuando llegaba él, y así consiguió Heathcliff imponer su asiduidad. El carácter reservado que le distinguía desde la infancia le permitía reprimir la exteriorización de su afecto. Mi amo se sosegó momentáneamente. Pero pronto había de encontrar motivos de inquietud.

El nuevo manantial de sus desventuras fue el amor que de repente sintió Isabel Linton hacia Heathcliff. Isabel era una hermosa muchacha de dieciocho años, de apariencia muy infantil, muy inteligente y también de genio muy violento si se la irritaba. Su hermano, que la quería mucho, quedó consternado cuando notó sus sentimientos.

Aparte de la bajeza que significaba un matrimonio con un hombre ordinario y la posibilidad de que sus bienes, si no tenía hijos, pasaran a manos de aquel personaje, el amo comprendía bien que, en el fondo, el carácter de Heathcliff, pese a las apariencias, no se había modificado. Y temblaba ante la idea de entregarle a Isabel. Él atribuyó lo ocurrido a maniobras de Heathcliff, aunque, en verdad, Isabel se había enamorado espontáneamente, sin que Heathcliff le correspondiera.

Durante cierto tiempo, todos veníamos notando que un secreto disgusto consumía a la señorita Isabel. Se hizo hosca y susceptible, y con cualquier pretexto reñía con Catalina, a riesgo de acabar con la poca paciencia de su cuñada. Al principio, supusimos que no estaba bien de salud, ya que la veíamos adelgazar y decaer ostensiblemente. Pero, al fin, un día se manifestó impertinente hasta el colmo. Se negó a desayunar, diciendo que los criados no la obedecían, que Eduardo no se ocupaba de ella y que Catalina la tenía cohibida. Agregó que se había enfriado porque habían dejado el fuego apagado y las puertas abiertas expresamente para molestarla, y aún dijo otras simplezas. En respuesta, la señora Linton le ordenó que se acostara y la amenazó con llamar al médico. Al oír hablar de Kennett, la joven respondió en el acto que disfrutaba de una excelente salud y que era la dureza de Catalina lo que la hacía sufrir.

-¿Que soy dura contigo, niña mimada? -dijo la señora-. ¿Cuándo he sido dura contigo?

-Ayer.

-¿Ayer? -exclamó su cuñada- ¿En qué momento?

-Cuando salimos a pasear con el señor Heathcliff me dijiste que podía irme a donde quisiera para quedarte sola con él.

-¿Y a eso le llamas dureza? Era una indirecta para que nos dejaras solos, porque nuestra conversación no era interesante para ti -dijo Catalina, riendo.

-No -replicó la joven. Querías que me fuera porque sabías que me agradaba estar allí.

-¿Se habrá vuelto loca? -me dijo la señora Linton. Voy a repetir nuestra conversación, palabra por palabra, Isabel, y luego me dirás qué interés podía ofrecerte.

-No me importaba la conversación -repuso Isabel. Lo que me interesaba era estar con...

-¿Con...? -interrogó Catalina.

-Con él, y por eso me hiciste marcharme -repuso Isabel. Tú obras como el perro del hortelano, Catalina, y no puedes soportar que amen a nadie más que a ti misma.

-Eres una impertinente -dijo la señora Linton. No puedo creer en tanta estupidez. ¿Es posible que desees que Heathcliff te admire y que le consideres un hombre agradable? Supongo que no...

-Le amo más de lo que tú puedas amar a Eduardo -contestó la muchacha -, y estoy segura de que él me amaría si tú no te mezclaras entre ambos.

-¡Ni aunque me dieran un reino quisiera estar en tu caso! -dijo Catalina. Elena, ayúdame a hacerle comprender que está loca. Dile, dile quién es Heathcliff: un ser indómito, sin cultura, sin refinamiento; un campo árido cubierto de abrojos y pedernal. Más capaz sería yo de poner a aquel canario en medio del parque un día de invierno que aprobar que te enamores de Heathcliff. Mira, niña, esa idea se te ha metido en la cabeza porque no le conoces. Escucha: no te figures que oculta tesoros de bondad y ternura bajo una apariencia hosca. No imagines que es un diamante en bruto o la ostra que contiene una perla, no. Es un hombre implacable y feroz como un lobo. Yo jamás le digo que deje tranquilos a éste o a aquel de sus enemigos en nombre del daño que podrá causarles, sino en nombre de mi voluntad. Si te unieses a él, Isabel, y encontrara que le estorbas, te aplastaría como si fueses un huevo de gorrión. Es absolutamente incapaz de amar a una Linton, aunque muy capaz de casarse contigo por tu fortuna y por lo que puedes llegar a tener. El vicio que le domina ahora es el amor al dinero. Te lo he retratado tal como es. Fíjate en que soy amiga suya, y en que si él realmente hubiera pensado en casarse contigo, puede que yo no hubiera dicho nada, para que cayeras en sus redes.

Pero la señora Linton miró con indignación a su cuñada.

-¡Qué vergüenza! -dijo. ¡Eres peor que veinte enemigos, mala amiga!

-¿No me crees? ¿Te figuras que hablo así por egoísmo?

-Estoy segura -respondió Isabel-, y me horroriza verte.

-Está bien -contestó Catalina. Yo te he hablado lo que debía. Ahora, haz lo que te parezca bien.

-¡Cuánto egoísmo tengo que aguantar! -exclamó Isabel, llorando, cuando su cuñada salió de la habitación. Todos se ponen contra mí. Ella ha mentido, ¿no es cierto, Elena? El señor Heathcliff es un alma digna y sincera, y no un demonio. De lo contrario, no hubiera vuelto a acordarse de Catalina.

-No piense más en él, señorita -le aconsejé. El señor Heathcliff es un pájaro de mal agüero: no le conviene a usted. No puedo negar que es verdad cuanto ha dicho la señora Linton. Ella lo conoce mejor que yo y que nadie, y nunca le hubiera pintado más malo de lo que es. Las personas honradas no ocultan sus actos. Y él, ¿cómo se ha enriquecido? ¿Qué hace en Cumbres Borrascosas, en donde vive el hombre a quien aborrece? Se asegura que el señor Earnshaw marcha cada vez peor desde que vino Heathcliff. Ambos se pasan la noche en vela. Hindley ha hipotecado todas sus tierras y no hace más que jugar y beber. Me enteré de ello hace una semana; me lo contó José, a quien encontré en Gimmerton. Me dijo: «Vamos a acabar viendo al juzgado en casa, Elena. El uno, antes se dejaría cortar un dedo que ayudar al otro a salir del pantano en que se hunde más cada vez. Y éste es el amo, Elena. Y la cosa avanza deprisa. No teme ni a la justicia, ni a San Juan, ni a San Pedro, ni a San Mateo, ni a nadie. Al contrario: se ríe de ellos. Y ¿qué me dices del tal Heathcliff? ¡Ya puede reírse, ya, de ese juego diabólico! ¿No os cuenta, cuando os visita, la buena vida que se da entre nosotros? Pues se levantan al caer el sol, cierran las ventanas, juegan y beben brandy hasta el mediodía del día siguiente. Entonces, aquel loco se marcha a su cámara, jurando, y el otro miserable se embolsa los dineros, duerme, se harta de comer y después va a divertirse con la mujer de su vecino. Por supuesto que cuenta a doña Catalina cómo se está hinchando la bolsa con el dinero del amo, que en paz descanse. Hindley se precipita por el camino de perdición, a lo que él le estimula cuanto puede». José, señorita Isabel, es un viejo bribón, pero no un embustero, y ¿verdad que, si su relato sobre Heathcliff es cierto, usted no se casaría jamás con un hombre así?

-No te quiero escuchar, Elena -me dijo Isabel. Te has puesto de acuerdo con los demás... ¡Con qué malevolencia procuráis todos convencerme de que no hay dicha posible en el mundo!

No sé si hubiera llegado a dominar su capricho o no, porque tuve poco tiempo para reflexionar sobre él. Al día siguiente hubo un juicio en la villa cercana, y mi amo tuvo que asistir. Heathcliff, enterado de ello, nos visitó más temprano que de costumbre. Catalina e Isabel estaban en la biblioteca, y permanecían silenciosas, mirándose con hostilidad. Isabel estaba alarmada por la indiscreta revelación que había hecho, y Catalina realmente ofendida contra su cuñada, de la que se burlaba, pero a la que no quería permitir que se burlase de ella a su vez. Cuando vio por la ventana que llegaba Heathcliff, se alegró. Yo estaba limpiando la chimenea, y descubrí en sus labios una maligna sonrisa. Isabel, absorta en sus reflexiones o en la lectura, no percibió a Heathcliff hasta que éste entró, y cuando ya era tarde para irse, lo que hubiera hecho, sin duda, de buena gana.

-Llegas oportunamente -exclamó jovialmente la señora, acercándole una silla. Allí tienes a dos mujeres necesitadas de un tercero que rompa el hielo que se ha establecido entre ellas. Heathcliff, me enorgullezco de haber encontrado a alguien que aún te quiere más que yo. Sin duda te sentirás halagado. No; no es Elena; no la mires... Se trata de mi pobre cuñadita, a la que se le parte el corazón sólo con verte. ¡En tus manos está llegar a ser hermano de Eduardo! ¡No te vayas, Isabel! -exclamó sujetando a la joven que, indignada, quería marcharse. Nos peleábamos por ti como gatas, Heathcliff, y me ha vencido en nuestro torneo de alabanzas y admiraciones. Aún me ha dicho más, y es que si yo me separara de vosotros por un momento, te flecharía de tal modo, que tu alma quedaría eternamente ligada a la suya, mientras que yo sería relegada al olvido.

-¡Catalina! -dijo Isabel, procurando apelar a toda su dignidad. Te agradeceré que te atengas a la verdad y que no te burles de mí ni aun en broma. Señor Heathcliff, tenga la bondad de pedir a su amiga que me deje.

Ella olvida que usted y yo no somos amigos íntimos y que a mí me disgusta lo que la divierte a ella.

Pero el visitante no contestó. Tomó asiento, indiferente a la admiración que había despertado. Isabel se volvió a su cuñada y le rogó que la dejase en paz.

-¡Quia! -respondió la señora Linton. No quiero que me llames otra vez el perro del hortelano. Tienes que quedarte. Heathcliff, ¿no te congratulan mis agradables noticias? Isabel dice que el amor que Eduardo siente hacia mí no es nada en comparación al que siente hacia ti. Dijo algo parecido, ¿verdad, Elena? Y no ha querido comer desde que ayer le hice separarse de tu lado.

-Me parece -dijo Heathcliff, volviéndose hacia ella que no está de acuerdo contigo y que, al menos por ahora, no siente deseo alguno de estar a mi lado.

Y contempló fijamente a Isabel con la expresión con que pudiera mirar a uno de esos extraños y repulsivos animales que se contemplan por su rareza a pesar de la repugnancia que producen. La jovencita no podía más. Se ruborizó y palideció en el espacio de pocos segundos y, al ver que no lograba desasirse de Catalina, esgrimió sus uñas y trazó en la piel de su cuñada varios sangrientos arañazos.

-¡Caramba, qué tigresa! -exclamó la señora Linton soltándola al sentir el dolor. ¡Por amor de Dios, márchate y que no te vea yo la cara! ¡Mira que mostrar tus garras a tu preferido...! ¡Eres tonta! ¿No comprendes lo que él pensará? Fíjate, Heathcliff, qué instrumentos de tortura. ¡Cuidado con los ojos!

-Le cortaría los dedos como osara amenazarme -dijo él brutalmente cuando la joven hubo salido. Pero ¿por qué has atormentado a esa muchacha, Catalina? No hablabas en serio, ¿eh?

-He dicho la verdad -repuso ella. Está sufriendo por ti hace varias semanas. Esta mañana se puso furiosa porque le mencioné todos tus defectos, a fin de aminorar la pasión que siente hacia ti. No pienses más en ello. Sólo me he propuesto castigarla por su insolencia. La quiero demasiado, Heathcliff, para dejarte que la caces y la devores.

-Y yo la quiero lo suficientemente poco para no proponérmelo -contestó él-, a no ser que lo hiciera para proceder con ella como un vampiro. Oirías cosas extraordinarias si yo viviera con esa asquerosa muñeca. Lo habitual sería pintarle en la cara todos los colores del arco iris y ponerle a menudo negros esos ojos azules tan odiosamente parecidos a los de su hermano.

-Pero ¡si son deliciosos! -dijo Catalina. Son ojos de paloma, ojos de ángel...

-Es la heredera de su hermano, ¿no? -preguntó él tras un corto silencio.

-Me disgustaría que lo fuese -contestó Catalina. ¡Quiera el Cielo que antes de que eso suceda, media docena de sobrinos lo hereden todo! No pienses en esto y recuerda que codiciar los bienes de tu prójimo equivale, en este caso, a codiciar los míos.

-No serían menos tuyos si los tuviera yo -observó Heathcliff. Pero aunque Isabel sea tonta, no creo que sea tan loca como todo eso. Lo mejor es dejarlo, como tú dices.

No hablaron más de ello, y Catalina debió incluso de olvidarlo. Pero el otro debió de recordar aquello varias veces durante la tarde. Le noté sonreír sin motivo aparente y caer en una meditación de mal agüero cada vez que la señora Linton salía de la habitación.

Resolví vigilarle. Yo me sentía más inclinada al amo que a Catalina, ya que él era bueno y honrado. Es verdad que respecto a ella no podía decirse que no lo fuese, pero yo confiaba muy poco en sus principios y tenía escasísima simpatía hacia sus sentimientos. Ansiaba algo que librase a la Granja y a la vez a Cumbres Borrascosas de la mala influencia de Heathcliff. Sus visitas eran una obsesión para mí. Y creo que también para el amo. Su residencia en Cumbres Borrascosas nos preocupaba extraordinariamente. Yo tenía la impresión de que Dios había abandonado allí, en plena locura, a la oveja descarriada, y que el lobo esperaba, atento, el momento oportuno para precipitarse sobre ella y destrozarla.