Capítulo 32

La tarde en la que Annabel Castleford arribó a aquel remoto condado perdido en mitad de la campiña inglesa Caroline se encontraba sentada frente a los oscuros ventanales de la cocina con expresión ausente y la palidez pintada en el rostro. Provista de una gran palangana de loza esmaltada se distraía quitándole la vaina a una interminable pila de guisantes que acompañarían la cena de esa noche.

Annabel, ataviada con un elegante, aunque sencillo vestido beige y con un coqueto bonete de amplia visera trenzada, caminaba distraída embebiéndose de la belleza rústica y natural del entorno, admirada por la simpleza de las propiedades, la austeridad de los caminos, y las ovejas lanudas y vacas rucias que salpicaban en pintoresca acuarela los amplios pastizales del lugar.

La mano enguantada ceñía el brazo galante de Marcus Auverfort, que avanzaba con expresión satisfecha y paso resuelto y altivo mirando la humilde vivienda recubierta de hiedra que asomaba tras la valla de la propiedad.

No bien reconoció la silueta de su amiga a través de los oscuros vidrios de la ventana, Caroline sonrió mientras una apacible quietud le henchía el alma.

Lanzó el balde sobre la mesa con estrépito y abandonó la casa a paso vivo, ante la perpleja, aunque indulgente mirada de Kitty que permaneció en la cocina inclinada mientras desplumaba un ganso sobre un barreño de agua hirviendo.

Una vez hubo llegado a la altura de su amiga, se abalanzó hacia los brazos receptivos y afectuosos de la señorita Castleford y se dejó envolver por el efluvio del característico y dulzón aroma a vainilla de la joven.

A su lado, Marcus movía la cabeza satisfecho y emocionado mientras sobre el hombro de su prima descansaba la cabecita emocionada de la señorita Barton que le agradecía con un sentido y sincero susurro.

* * *

Pocos días después, una tarde de cansina llovizna, los tres jóvenes permanecían en la sala de Barton Cottage sumidos en los claroscuros de un día gris al amparo de una suave lumbre.

Las señoritas jugaban una lenta e interminable partida de casino sentadas alrededor de una mesa hexagonal mientras que a cierta distancia, frente a las lánguidas y chisporroteantes lenguas de fuego, Marcus Auverfort intentaba concentrarse en la lectura de un volumen tomado al azar de los estantes de la biblioteca.

Solo el monótono y rítmico tictac del reloj de bronce que adornaba la chimenea y las esporádicas risitas satisfechas de Annabel cada vez que conseguía ganarle una mano a su distraída compañera enturbiaban el insondable silencio que imperaba en la estancia.

De golpe, un portazo los sobresaltó y los tres jóvenes vieron irrumpir a la señora Barton como un pequeño y descontrolado vendaval, presa de una agitación y una excitación notables con los rizos revueltos bajo la cofia y las mejillas encarnadas.

Marcus se levantó del sillón tal como las normas de decoro exigían.

Con la mano en el pecho como si tratara de acompasar la presurosa respiración, la mujer se paró en mitad de la estancia y captó la atención de los tres jóvenes, que quedaron en suspenso frente a la figura de la anciana.

—Acabo de enterarme por el mozo de la señora Clark que han alquilado para todo el verano la casa solariega del viejo señor Palmer —comenzó mirando a Caroline con la cabeza inclinada y, con ojos taimados, tomó aire antes de continuar—. Tú sabes, querida, que siempre me ha entristecido pensar en esa hermosa casona completamente desocupada desde que el viejo comodoro falleció sin dejar descendencia. Considero que es un desperdicio consentir que una propiedad tan hermosa se deteriore por falta de uso. —Y, dirigiéndose al resto de espectadores, les contó que los arrendatarios eran un matrimonio de edad sin hijos procedentes del norte de Devon, con una agradable posición, cuyo sobrino estaba bien dispuesto a dar buena cuenta de las rentas de sus parientes.

Annabel sonrió condescendiente, reposando las manos sobre el regazo. Le despertaba ternura que aquella singular mujer se apasionara tanto por la simple novedad de que tendría nuevos vecinos. Sin duda, pertenecer a una sociedad tan reducida disminuía considerablemente las posibilidades de un entretenimiento y cualquier nuevo integrante era bienvenido.

—Es una grata noticia, señora Barton —dijo sinceramente—. Estarán muy complacidos de contar con nuevos vecinos.

—¡Sin duda, señorita Castleford! Nunca está de más tener vecinos que posean formidables estancias en las que celebrar cenas y eventos. Según tengo entendido, la mansión cuenta con la chimenea más grande de la zona. —Bajó la voz para agregar con tono de confidencia—: se dice que el mármol blanco que la engalana ha sido traído de las Indias a pedido del extravagante señor. ¡Qué baile tan interesante se celebrará al amor de su lumbre!

Caroline enarcó una ceja.

—¿Un baile, madre? Todavía la pobre pareja no ha terminado de instalarse y tú ya estás llenándoles los salones.

—¿Por qué no? ¿Qué tienen de malo los bailes, querida?

—¿De verdad crees que tendrán deseos de confraternizar tan pronto con sus nuevos y desconocidos vecinos? —Ladeó la cabeza estupefacta—. Ansiarán momentos de paz y sosiego para instalarse cómodamente. Seguro que para eso han huido de la ciudad para refugiarse en medio del campo. No creo que deseen ser importunados ni que sus planes más inmediatos incluyan dar un baile.

La señora Barton parecía poco dispuesta a dejarse apocar.

—Te equivocas, querida. El mozo de la señora Clark acaba de informarme que todo el vecindario ha sido invitado a una fiesta que darán este viernes para conocer a sus nuevos vecinos. —Y, mirando a Annabel, añadió—: he oído que en ese salón podría entrar muy cómoda toda la segunda milicia del Regimiento. —Annabel correspondió a semejante observación elevando las cejas fingiendo sorpresa—. Por supuesto no resultará tan deslumbrante como el salón de los señores Davenport, pero estoy convencida de que al menos será de los más vistosos del lugar. —Y con gesto zalamero le dijo a Marcus—. Por supuesto la invitación se hace extensiva a ustedes dos, como amigos especiales de nuestra familia.

Caroline arrugó el ceño. No tenía el menor deseo de dejarse ver en medio de una sociedad deseosa de contar con nuevos chismes con los que condimentar su monótona existencia. Además, ¿qué interés podía tener para ella asistir a un evento de ese tipo cuando su corazón no albergaba alegría alguna? ¿Acaso podría poner buena cara cuando el alma le sangraba por dentro? ¿Sería capaz de hablar de naderías con el resto de las damas y bailar cuando lo único que deseaba era permanecer oculta bajo las mantas rumiando en silencio su desgracia?

—¿Es necesario que vayamos? —preguntó con desgano, sabiendo perfectamente cuál sería la respuesta.

Su madre le respondió estupefacta.

—¿Que si debemos asistir? —Miró incrédula a los jóvenes con el rostro congestionado y los ojos a punto de salírsele de las profundas y huesudas órbitas—. ¿Serías capaz de ofender a nuestros recientes y notables vecinos? ¡Oh, niña insensata! ¿Qué pensarían de nosotros si faltáramos? —Se abanicó con la mano mientras simulaba estar a punto de sufrir un síncope—. ¿Quieres que los Morgan y las demás familias del condado aprovechen nuestra ausencia para presentarnos como una familia menesterosa frente a ellos?

Marcus carraspeó intentando acaparar la atención de las tres damas y sonrió con la afabilidad que lo caracterizaba.

—Señorita Barton, permítame decirle que me encantaría acudir a ese baile. Jamás he asistido a ningún evento en una sociedad tan entrañable como la de Lambshire y sería muy agradable para mí alternar con gente tan alejada de la vanidad y la frivolidad de la capital.

La señora Barton, apoyada en una mesa cercana como si acabara de recomponerse de una repentina apoplejía, le sonrió aduladora mientras su hija bajó la vista ceñuda.

—Si usted me honra con el privilegio de ser mi acompañante, prometo no dejarla sola ni un momento —dijo Marcus alzando la mano derecha con fingida solemnidad—. Prometo monopolizarla con total descaro durante toda la velada.

Caroline no tuvo más remedio que sonreírle.

—Además —agregó Annabel—, no pretenderás arrebatarme la posibilidad de enamorarme de algún galán local, ¿no es cierto?

Caroline la miró durante unos segundos intentando discernir si hablaba en serio. No sin resistirse, acabó por ceder a las súplicas de esos tres personajes que parecían haberse aliado en su contra. y alimentó en privado el secreto propósito de volver de allí lo más rápido que pudiera.

* * *

La diminuta botina de cuero bruñido ribeteada por elegantes trazas de pasamanería trenzada descendió con ademán resignado por quinta vez en los escalones de la calesa y aterrizó junto a su gemela sobre un pequeño charco de los muchos que había entre los adoquines del estrecho callejón.

La dama, envuelta en un distinguido abrigo de otomán azul oscuro, tenía la cabeza oculta bajo la capucha forrada en seda y las manos enfundadas en ricos guantes de tafilete oscuros.

Nada más descender del vehículo, se llevó la mano de forma instintiva al rostro y se protegió la nariz y la boca con un pañuelo de seda frente a los nauseabundos olores de aquel oscuro callejón. Densas volutas de humo maloliente ascendían de las alcantarillas, entremezcladas con la rastrera y espesa neblina que a esas horas de la tarde campaba por las callejas de Londres.

Cerca de ella, una anciana leprosa y desdentada, con la maraña de roñoso cabello agrisado saliéndosele por debajo del inmundo pañuelo que le cubría la cabeza alargaba desde el suelo las pedigüeñas manos hacia los transeúntes.

Un poco más allá, una pandilla de niños discutía acalorada quién sabe por qué mientras pateaba a uno que estaba tumbado en el suelo con las piernas ennegrecidas levantadas a modo de escudo para protegerse de la lluvia de golpes.

Desde un portal cercano, una meretriz, que enseñaba más de lo que la decencia permitiría, se reía a carcajadas y, a su lado, un hombre azuzaba un perro de aspecto sanguinario y orejas aguzadas contra los que pasaban.

Uno de los dos lacayos que la acompañaban apareció de golpe emergiendo como un espectro.

—Nada, señora. El posadero dice que no recuerda haber visto a ningún caballero con ese nombre o esa descripción.

La dama oprimió los puños decepcionada. Ya era la quinta posada que el sirviente visitaba trayendo siempre la misma respuesta.

Inhaló bajo el pañuelo intentando serenarse e interrogó a la fiel doncella con mirada interrogante y los ojos enrojecidos a causa de la irritante atmósfera.

—No se apure, señora, todavía quedan varios locales donde preguntar —la animó la joven—. ¿No le parece que ya es hora de regresar? El señor puede notar su ausencia y Dios sabe cómo reaccionaría si llega a descubrir a dónde ha ido.

La dama miró al resto de la comitiva y vio que el más joven de los lacayos intentaba alejar a bastonazos a un par de bribones.

—Cuando caiga la noche estas callejas se volverán demasiado peligrosas para una dama, señora —se atrevió a decir el mayoral con voz grave y potente—. Quizás Adele tenga razón y sea mejor que volvamos.

Rachel sopesó en silencio las posibilidades y entornando los párpados que cubrían aquellas hermosas y vivaces pupilas verdes accedió.

—Ha sido suficiente por hoy, pero es imperativo que lo encontremos cuanto antes. —Y, dicho esto, subió a la elegante calesa ayudada por los sirvientes confiando en que el día siguiente fuera más productivo.