Capítulo 29
La señora Barton no podía haberse mostrado más entusiasmada por la llegada del señor Auverfort a Barton Cottage de lo que su ánimo imprudente e indiscreto mostraba. Para el caballero, la impetuosa bienvenida excedió la corrección y la cortesía que la situación exigía.
Era tal su anhelo de estar junto a ella, de volver a ver la intensidad de aquella mirada de mar en calma, que hasta la falta de moderación de la madre de Caroline le resultó pintoresca.
Alabó la casa y el acertado criterio que los había llevado a ubicar el salón principal de cara al sur lo que hacía que una mayor entrada de luz compensara las pequeñas —aunque cómodas— dimensiones de la estancia; elogió asimismo el verde y frondoso entorno natural, la textura de los emparedados de pepino con los que Kitty había acompañado el té que le sirvieron, el buen estado de los caminos y la quietud inesperada y casi palpable de aquel rincón del país cuya paz conseguía recrear casi a la perfección la realidad del Paraíso perdido de Milton.
Ante semejantes palabras, la señora Barton no pudo menos que sentir una fuerte inclinación hacia él y forzarlo a aceptar acompañar a la familia durante todas las veladas hasta que decidiera a abandonar Lambshire. Solo un firme empeño le permitió negarse a aceptar hospedarse allí y acordó que se alojaría en el legendario hostal del pueblo, aunque eso no lo eximía de agasajar a la familia con su presencia todo el tiempo que las obligaciones le dejaran libre.
La señora Barton no se preocupaba por ocultar la evidente fascinación que sentía por él, y lo adulaba cada vez que abría la boca, deshaciéndose en lisonjas y sonrisas elogiosas que en modo alguno podían pasar inadvertidas. Lo examinó de arriba abajo con tal fijación y encandilamiento que su actitud resultó embarazosa tanto para su esposo como para su incrédula hija, aunque no para el caballero, que parecía sumamente divertido con los ademanes desmesurados de la señora. No obstante, la consternación que evidenciaban los continuos rubores y silencios azorados de Caroline terminaron haciéndolo sentirse incómodo.
Si bien en un principio la joven se decepcionó al conocer la identidad del jinete que se acercaba, pronto supo valorar la actitud de su amigo y se sintió en deuda con él por haberse molestado en recorrer más de cien millas con el único propósito de ofrecerle su compañía a modo de consuelo.
Solo pudo corresponder el gesto del caballero poniendo todo su empeño en intentar mostrarse animada y dispuesta a todas las actividades que le proponía hacer y, aunque su corazón seguía desgarrado, se impuso el firme propósito de resultar una compañía cuando menos agradable para Marcus Auverfort. La promesa de que la señorita Annabel se les uniría en unos días la ayudó también a encontrar la voluntad suficiente como para intentar llevar a cabo tal propósito.
Marcus, desoyendo todas las pueriles excusas que la joven le daba, la apremió a echarse un chal sobre los hombros y a acompañarlo a recorrer la campiña. El caballero vio con sincera fascinación la rotundidad de aquellos tonos verdes y terrosos que lo envolvían todo con una furia y una pasión desconocidas para él. En todo momento estuvo pendiente de Caroline y preocupado por el bienestar de la muchacha. Fue él quien escuchó con paciente silencio las notas afligidas que aquellas manos de nieve arrancaban al viejo pianoforte familiar oprimiendo los puños cada vez que creía adivinar una lágrima oscilando en las áureas pestañas de la joven, y quien, dando muestras de un carácter afable y cortés, amenizaba las sobremesas con adivinanzas, juegos y rimas en los que la señora Barton participaba y que lograban darle a la compungida Caroline escasos instantes de recreo en medio de la negra aflicción que la envolvía.
Aunque era consciente de que el camino que tenía por delante era arduo y escabroso, la belleza infinita de la luz que conseguía intuir entre las brumas era para Marcus un incentivo suficiente como para aventurarse a dejar el alma en semejante odisea.
¡Qué no sería capaz de hacer con tal de volver a ver el brillo en las pupilas de Caroline!
—¡Oh, señor Barton! ¿Se ha fijado qué buena pareja hacen? —le preguntó la señora Barton a su adormilado esposo apoyada en la cama sobre un mar de almohadones y cojines mientras le daba suaves empellones intentando mantenerlo despierto.
El anciano, con la faz oculta bajo los pliegues de la florida colcha y el gorro de dormir clavado hasta la nariz, se revolvió entre gruñidos e intentó en vano permanecer ajeno a la vigilia a la que ella lo forzaba.
—¿Qué dices? ¿Quiénes hacen buena pareja?
La señora Barton se llevó una mano al pecho y meneó con vehemencia los volantes de la cofia de raso blanco con la otra sin dejar de sonreír. Estaba tan contenta que ni el agrio despertar de su esposo ni la ignorancia que él manifestaba pudieron empañar su felicidad.
—¡Señor Barton, despierte usted de una vez que estoy hablando de su hija!
El anciano señor se acodó con dificultad y giró hacia su esposa provocando que gran parte de la superficie del lecho se sacudiera bajo su peso. Las espesas cejas agrisadas que asomaron bajo la costura del raído gorro de noche le dieron un aspecto entrañable y cómico.
—¿Después de seis años de matrimonio recién ahora te percatas de lo bien que se lleva Rachel con el señor Davenport?
La señora hizo una mueca y sacudió con mayor frenesí las ondulaciones de su cofia.
—¡No estoy hablando de Rachel, señor mío, sino de Caroline! ¿Acaso está usted tan viejo y ciego como para ignorar lo que le estoy diciendo?
El hombre se pasó la lengua por los labios para intentar calmar la sequedad de su boca y la arruga de su entrecejo se hizo más visible y profunda.
—¡Duérmete, mujer, no tengo la cabeza para acertijos!
Dio media vuelta y se dejó caer de nuevo sobre el colchón de pluma de ganso.
—Pero, señor Barton, no va a negarme que el semblante de nuestra Caroline ha recobrado el color desde la llegada del señor Auverfort. ¿Ignora acaso lo enamorados que están?
El hombre agitó la plateada cabeza presa del estupor e intentó reorganizar la información que recibía.
—¿Qué locuras estás diciendo, mujer? ¿Quiénes están enamorados? ¡Qué peligrosa resulta la imaginación de una mujer insomne!
—¡Oh, si no lo quisiera tanto, no tendría la paciencia suficiente como para soportar sus desquiciantes despistes!
El anciano se incorporó casi por completo y, sentándose en la cama, la observó sorprendido.
—¿Estás segura de lo que dices o es otra de tus fantasías? ¿Te han dicho algo?
—No ha sido necesario —susurró, como si tratara de hacerlo cómplice de un secreto—. Quizá lo mantienen en secreto a causa de la natural discreción que poseen o porque todavía les falta ultimar algún detalle, pero estoy convencida de que entre ellos existe algún tipo de compromiso que se vio truncado por nuestro regreso.
El señor Barton tragó saliva ruidosamente y concentró la mirada en algún punto de la habitación.
—¿Se da cuenta usted de para qué ha viajado el señor Auverfort hasta aquí? ¡Ha venido a pedir la mano de nuestra hija, a reafirmar una promesa de amor ya concedida! ¡Oh, es tan romántico!
—¡Deja de decir disparates! —exclamó enfadado.
—¡No es ningún disparate! ¿Acaso no ve lo felices que están cada vez que salen a pasear por el campo o el brillo arrobado en los ojos del caballero cada vez que la mira? Lo sé, sé lo que está pensando: que no es tan apuesto como el señor Davenport. —La señora achicó los ojos con malicia, sin dejar de susurrar—. Y que jamás poseerá el porte ni las arcas de nuestro querido yerno, ni las amistades de él, pero Rachel me ha contado que el joven Auverfort va a heredar dos magníficas propiedades en las afueras de Essex y Suffolk. Además ¿se ha fijado en la exquisitez de los tejidos con los que se viste? ¡Esos trajes son de lo mejor que se hace en Londres y en París y una persona sin recursos no podría hacerse trajes de esa calidad!
El señor Barton resopló y se dejó caer de espaldas sobre la mullida superficie de los almohadones. Resignado, cruzó los brazos sobre el pecho por encima del pliegue de la colcha.
—Ah, veo que el joven es lo bastante rico como para agradar a la madre de la señorita.
—A estas alturas no podemos permitirnos ser tan quisquillosos. No espere usted desposar a su hija menor con un personaje hidalgo y poderoso como el señor Thomas Davenport.
—Marcus Auverfort es un joven muy agradable y compensa con creces la falta de noble raigambre en su estirpe con la afabilidad de sus maneras.
—¡Claro que sí! Es injusto compararlo con el señor Davenport. La posición de Auverfort es lo suficientemente buena como para que cualquier vínculo con él resulte del todo grato.
—¿Quién, más que tú, los está comparando? Cualquier parangón entre ellos resultaría odioso y fuera de lugar.
—Por supuesto. Además, en los tiempos que corren, resulta inaceptable mostrar una mentalidad tan retrógrada. Aunque no se trate de un lord o un vizconde, si le solicita la mano de Caroline debe usted aceptar de inmediato.
El señor Barton resopló de nuevo y se ocultó bajo la colcha indignado por los disparates que se había visto obligado a escuchar. ¿Había algo de cierto en las palabras de aquella desquiciada mujer? Probablemente solo el sempiterno, enojoso y ridículo afán casamentero.