CAPÍTULO 6
Apenas el alba había empezado a levantar las primeras ronchas de luz en un cielo anaranjado cuando la señorita Hale abandonó su alcoba para encaminarse al refectorio de los sirvientes, situado en la planta baja de la mansión, al lado de la cocina. El insólito bullicio que reinaba en aquella estancia a primeras horas de la mañana se vio interrumpido con brusquedad ante su callada aparición bajo el umbral. Todos la miraban expectantes, como si, en vez de una muchacha menuda de rostro pecoso y cabello color azafrán, se hubiera presentado ante ellos la tenebrosa imagen de una banshee irlandesa dispuesta a regalar sus agoreros gemidos de un momento a otro.
—Buenos días, señores.
Nadie respondió al saludo.
—Mi nombre es Rebecca Hale y soy la nueva institutriz de las señoritas Masen —anunció con espíritu conciliador y rasgó, con la suavidad de su tono, el denso silencio que imperaba en la estancia.
Los rostros inexpresivos y adustos que flanqueaban la mesa no variaron ni un ápice la expresión. Era evidente que las conversaciones habían quedado interrumpidas, la espontaneidad truncada y el libre albedrío coartado; muestra de ello era la estática suspensión de los cubiertos en el aire a medio camino entre los servicios de desayuno y las bocas de los comensales.
—¿Y espera que la felicitemos por ello? —preguntó alguien en un claro tono despectivo.
La señora Webber, que en un extremo de la mesa daba buena cuenta de un trozo de panceta, se carcajeó ante la feliz ocurrencia, sin dejar de resoplar ruidosamente por la nariz. Los demás continuaban observando petrificados a la recién llegada, la estudiaban descaradamente a través de sus miradas inquisidoras y su ceño fruncido.
—¿Acaso ha bajado a espiarnos, señorita Hale? —preguntó una mujer de enjutas carnes y moño apretado que apuraba un cigarro apoyada en el quicio de la puerta; recalcó con evidente desprecio el tratamiento de cortesía a la recién llegada.
—No, por el amor de Dios, yo tan solo…
—¿Pretendía ganarse los favores del señor poniéndole al corriente de las murmuraciones del servicio? No nos diga más.
La mujer exhaló una densa vaharada grisácea y, a continuación, dejó el cigarrito colgado, arrugado, en la comisura de sus labios, la observó con los mismos ojos achicados con los que un felino acecharía a su presa. Rebecca tragó saliva sin saber bien cómo continuar. El nerviosismo que le hacía revolotear los dedos era más que evidente, aunque permanecieran a salvo gracias a su ocultación tras la falda. Debía mantenerse firme, a pesar de que la voluntad estuviera a punto de quebrarse, puesto que un fracaso, una pequeña muestra de debilidad durante ese primer intento de acercamiento, cerraría definitivamente las puertas a cualquier tanteo posterior.
—Simplemente he bajado a desayunar con ustedes, si les parece bien.
Todos se miraron contrariados.
—Las institutrices no comen con el resto del servicio, jovencita —habló uno de los lacayos más ancianos—. Para eso tienen sus dependencias en la planta alta, fuera de la buhardilla de la servidumbre. Normalmente, se espera que coman con sus pupilos o en su alcoba.
—Pues yo deseo, de ahora en adelante, hacerlo con ustedes, si no les supone ningún inconveniente; al fin y al cabo, todos somos empleados del señor Masen, ¿verdad? —Sonrió con efectismo, aunque el temblor de sus comisuras evidenciaba un pánico innegable.
Ante la ausencia de respuesta, se encaminó decidida hacia la mesa, apartó la silla más cercana a la cabecera y la ocupó acto seguido sin el menor titubeo, al menos, en apariencia. Por dentro, en realidad, estaba a punto de quebrarse. La estupefacción de aquellos rostros, que la observaban sin saber bien cómo actuar, era más que evidente. Un silencio sepulcral, tan solo perturbado por el masticar gomoso de la señora Webber y algún que otro carraspeo ocasional, amenazó con perpetuarse en el tiempo y aplastar como una losa a los allí presentes. Rebecca empezó entonces a dudar seriamente de lo acertada que había sido su ocurrencia de intentar relacionarse con los demás miembros del servicio y, cuando se encontraba decidida a levantarse con toda la dignidad posible para abandonar el comedor, el anciano lacayo, el mismo que se había dirigido a ella hacía escasos minutos, reanudó su entretenida charla con el joven que se sentaba a su lado, lo que le otorgó a aquella tensa sesión matinal la misma cotidianidad que normalmente reinaba en la sala a esas horas. Poco a poco, cada miembro del servicio siguió con sus cosas; unos fumando, otros comiendo y la mayoría intercambiando comentarios malintencionados acerca de terceras personas. La señorita Hale suspiró, consintiendo que el desahogo que le ofrecía ese gesto aflojara el nudo que desde hacía unos minutos le oprimía la garganta.
—Las otras nunca bajaban a comer con nosotros —murmuró a modo de confidencia la muchacha que se sentaba a su lado, cuyo rostro y vestiduras aparecían tiznados de hollín—. Aunque lo cierto es que tampoco ninguna permaneció en la mansión mucho más de quince días.
Acto seguido, dio un gran bocado a su mollete de pan de centeno. Rebecca la observó un segundo. Era una muchacha menuda, de ojos claros, cabello color miel y un simpático hoyuelo en la barbilla, que permanecía sentada ocupando el mínimo espacio, recogida sobre sí misma y aferrándose a su comida con ambas manos. Al igual que haría un pobre ratoncillo con un mendrugo de pan.
—Yo no soy como las otras —respondió en idéntico tono.
La muchacha la miró con una expresión confundida, casi compasiva. Al cabo de pocos segundos, se concentró nuevamente en el desayuno sin volver a articular palabra. Tan solo el tono autoritario de la señora Bradshaw, que acababa de hacer acto de presencia en el comedor con el poderío de un gallo al entrar en el gallinero, fue capaz de apartarla con brusquedad del enfrascamiento.
—¿Todavía estás aquí, Siggy? —La muchacha dio un brinco en su asiento—. ¿Por qué no has subido a vaciar los orinales?
—Todavía duermen, señora Bradshaw —se excusó con acritud y se limpió los labios en su lienzo—; ya sabe usted que no desean que los molesten cuando están descansando.
—¿Incluso el señor Daniel? —bramó el agrio cuervo en tono amenazante—. No creo que semejante pájaro permanezca todavía en el nido. ¡No seas haragana, yanqui del demonio, y sube a vaciar el orinal y limpiar la habitación!
Siggy levantó la barbilla. A juzgar por las miradas y por el tono agrio de voz, quedaba claro que la relación con el ama de llaves dejaba mucho que desear. En realidad, y según pudo observar Rebecca, ninguno de los miembros del servicio parecía mirar a la joven Siggy con demasiado afecto.
—Le he dicho que está durmiendo, señora Bradshaw. Si no me cree, puede subir usted misma a comprobarlo —desafió con altivez.
La aludida soportó el desafío con estoicismo y se limitó a tragar el desaire de su subordinada con toda la dignidad de que fue capaz. Aquella mocosa norteña sin duda merecía que la arrastrase del pelo por toda la casa, ¡y por su vida que, en algún momento, llegaría la ocasión de resarcirse! Pero ni aquel era aún el momento, ni aquel el lugar.
—Seguramente habrá vuelto a emborracharse con sus amigos negros —bufó la señora Webber con los carrillos rebosantes de comida—; estará tan borracho que dudo mucho de que se levante antes del crepúsculo.
La joven Hale alzó una ceja. Ella todavía no había visto a ningún negro. Salvo a…
—¡Señora Webber, modere su lengua! —reprendió el ama de llaves y alzó las cejas hacia la institutriz.
Estaba claro que no deseaban compartir las infidencias con la recién llegada.
—¿Por qué? —La mujer farfullaba, y, al hacerlo, gruesos proyectiles de carne salían disparados de su boca—. ¡No se trata de ningún secreto! ¡Tarde o temprano acabará por descubrirlo por sí misma! —La señora Webber se dirigió ahora a Rebecca con fingida mansedumbre y en un tono de confidencia—. El señor Daniel es un maldito borracho amigo de los negros.
Bajó el tono, paladeaba y se regocijaba en el agravio que suponían sus palabras. Rebecca elevó las cejas hasta el nacimiento de sus rojos cabellos, mientras un corrillo de risitas ahogadas respaldaba las punzantes acusaciones de la señora Webber.
—¡No me extraña que su hermano se avergüence de él! Yo también lo haría —remachó un sirviente.
Ante semejante afrenta, la señorita Hale inclinó la mirada, encogió la barbilla y la enterró en los altos botones del cuello del vestido.
—Están hablando del señor Daniel, el hermano de Jeremiah Masen —le apuntó en un susurro Siggy, al compadecerse, sin duda, de la sombra de confusión que asomaba al semblante de la joven. Acto seguido le ofreció un trozo de pan que partió con las manos—. No haga caso de lo que digan estas viejas cotorras; el señor Daniel es un buen hombre.
Rebecca sonrió y dio un mordisco a aquel pan recién horneado y todavía caliente.
—¿A que no saben la última? —anunció la señora Webber en alta voz—. La pasada noche me lo encontré tumbado cuan largo era en el vestíbulo, completamente borracho y con un aspecto que desmerecía su condición. De no llevar el apellido que lleva, lo habría dejado allí tirado como el infeliz que realmente es.
Rebecca se atragantó con su bocado y empezó a toser con violencia. Siggy le propinó un par de fuertes palmadas entre los omóplatos para intentar ayudarla. La señora Webber miró a la institutriz, que abría y cerraba la boca como un pez arrojado de una patada fuera del agua, y sonrió ante su percance.
—¿Pero se sonroja usted? ¿Hemos topado acaso con una puritana? —apostilló mientras se asomaba esa sonrisa de comadreja—. ¡Pero, por supuesto! Todas las inglesas lo son, aunque después aparezcan preñadas lo mismo que las demás. ¡Mojigatas del demonio!
—¡Señora Webber!
El ama de llaves volvió a reprender a la deslenguada mujer, pero la distensión de las aletillas de su nariz evidenciaba que se esforzaba por contener la carcajada.
—No intente detener mi lengua, señora Bradshaw, porque esta mañana la tengo completamente desatada.
Las carcajadas se volvieron más altisonantes y grotescas; ante cada carcajada, con mayor fervor se coloreaban de indignación las mejillas de Rebecca.
—No la detenga, señora Webber, se lo ruego —jaleó la incansable fumadora desde su rincón—, amenícenos el día contándonos las catastróficas desdichas del joven Masen.
La oronda doncella, al saberse respaldada por tantos oyentes curiosos, inflamó de oxígeno los pulmones a modo de introducción y, al hacerlo, la carne flácida que conformaba sus pechos vibró con energía.
—Hace un par de semanas que, como saben, nuestro bohemio caballero decidió obsequiarnos con su presencia en Old Oak, y, desde entonces, hemos sido testigos en varias ocasiones de su comportamiento indisciplinado.
—¡Qué estúpido! —exclamó alguien—. ¿No se da cuenta de que aquí no es bienvenido? ¡Su sola presencia infunde el mismo respeto que una raspa de sardina!
—Su hermano lo detesta, si por él fuera lo despellejaría vivo.
—Se lo merece, por abolicionista, por judas. Yo lo mandaría azotar en el mismo cepo que a sus amigos negros. A ver si entonces sigue defendiéndolos con el mismo fervor.
Nuevas risas llenaron la cocina.
—¿Qué será lo próximo? —continuó la señora Webber—. ¿Enseñar a leer a la luz de la luna a esa manada de monos disfrazados? ¿O pasearse en calzones por la mansión?
El corrillo de simpatizantes de la señora Webber, que parecía no estar allí con otra finalidad más que la presenciar aquel espectáculo y aplaudir cualquier ocurrencia de su líder, retomó las risas y los cuchicheos con mayor vehemencia.
—Confieso que no me importaría que lo hiciera —exclamó la doncella de moño apretado y una sonrisa lasciva asomó a su boca cariada—. A pasearse en calzones, me refiero. Sería un gran aliciente contemplar esas pantorrillas en mitad de la noche. Mucho más que conformarnos con ver las canillas huesudas de Mortimer…
El anciano lacayo escupió una maldición ante la ocurrencia de la doncella y la falta de respeto al incluirlo en sus pullas. Rebecca tragó saliva, se sentía terriblemente incómoda, tanto por el sorprendente descubrimiento que acababa de hacer, como por el cariz que estaba tomando aquella conversación. Siggy puso los ojos en blanco y le propinó un codazo para instarla a hacer caso omiso a tales comentarios y continuar con su comida.
—Olvídalo, Meredith, todos sabemos que ese pájaro pinto está fuera de tu alcance —bramó la Webber sin dejar de reír de un modo grotesco.
—¡No me rindo, señora Webber! —voceó la aludida—. Si se junta con los esclavos, no será demasiado escrupuloso, digo yo.
La joven Hale alzó una ceja y miró a su compañera con el ceño fruncido. ¿Esclavos? Sus labios compusieron la palabra sin llegar a pronunciarla. ¿Negros? ¿Esclavos? Hizo un rápido cálculo mental computando los años que hacía desde que en su país los terratenientes habían dejado de poseer esclavos. ¿Diez, veinte? Pero, entonces, ¿era posible que…? Siggy, cabizbaja y ceñuda, meneaba la cabeza en un claro gesto de disconformidad.
—¡Eso querrías tú, Meredith! Daniel Masen jamás dormirá entre tus piernas. Tal vez, si no fueran tan blancas tendrías alguna oportunidad —cortó tajante el ama de llaves.
Las aludidas sonrieron de un modo tan vulgar que más que mujeres parecían carreteros sin vergüenza ni respeto.
—No entiendo qué beneficio puede obtener al provocar de un modo tan descarado al señor Masen —sentenció una tercera doncella, que permanecía arrellanada en su asiento mientras zurcía el volante de su cofia—. ¿A qué diablos habrá venido a Old Oak?
—Lo cierto es que, desde que abandonó el ejército y se trasladó a vivir al Norte, no se le veía el pelo.
—¡Claro! —bramó la señora Webber y espurreó la comida por todas partes—. Está demasiado ocupado confabulando con esos malditos cuáqueros.
—Seguramente trae consigo una cuenta tan extensa que viene a suplicarle a su hermano que la zanje o de lo contrario sus acreedores acabarán por colgar su cuello burgués de un pino.
—Le estaría bien empleado que, esta vez, el patrón decidiera no hacerse cargo de sus facturas —bufó alguien—. Al fin y al cabo, ¿en qué gasta su dinero si no es en ayudar a costear las insurrecciones de esos extremistas?
—Pero lo hará, pagará sus facturas y, además, le permitirá quedarse aquí. Es la mejor forma de tenerlo en deuda con él.
Rebecca permanecía muy quieta en su asiento, paseaba con nerviosismo la mirada de una tertuliana a otra, mientras intentaba asimilar toda la información que llegaba de forma involuntaria hasta sus oídos. «Daniel Masen, hermano del señor Jeremiah, tumbado cuan largo era en el vestíbulo, completamente borracho —¡Cielo santo! ¡Entonces, se trataba del hermano del patrón y no de un simple sirviente!—; su hermano lo detesta; abolicionista y judas; costea las insurrecciones de esos malditos cuáqueros», se repetía azorada.
—Siempre ha sido la oveja negra de la familia —continuó la señora Webber con fingida displicencia—. Si hubiera acatado los deseos de su padre y de su hermano, a esta altura, comandaría su propio ejército y se vestiría de gloria. Y, en lugar de eso, se pasea de un lado a otro defendiendo los derechos de esas ratas, confabula con los yanquis contra su propia gente. ¡Maldito traidor!
Al decir eso no pudo evitar mirar de soslayo a Siggy y esbozar una sonrisa de pura náusea. Rebecca, consciente de la tensión que se fraguaba en el ambiente y compadecida, sin duda, del mal trago que estaba pasando su compañera de mesa, sin duda la única persona que valía la pena en aquel nido de sierpes, decidió que no podía permanecer en silencio ni un minuto más. Desde que irrumpió en aquel comedor había comprendido que estaba condenada a la exclusión de todos modos.
—No debería opinar tan frívolamente de los señores, señora Webber. Al fin y al cabo, su modo de vida queda muy lejos de nuestra competencia.
La fumadora de moño apretado avanzó entonces hacia ella, amenazante.
—¿Y quién diablos le ha dado vela en este entierro a la dichosa institutriz? —exclamó al tiempo que alzaba los brazos—. Apenas lleva unos días aquí y ya se cree con derecho a manifestar sus estúpidas opiniones. Opiniones que a nadie le interesan, por cierto —escupió el cigarrillo y lo remató aplastándolo con el calzado—. ¿Por qué no levanta sus remilgadas posaderas y las conduce de una maldita vez hasta la primera planta? Aquí no es usted bienvenida.
Los murmullos alentadores y los abucheos que secundaron las palabras de la mujer acabaron por irritar todavía más a Rebecca.
—¡Con gusto me retiraré con tal de no escuchar durante más tiempo sus despropósitos! ¡Son ustedes un atajo de maleducadas y desagradecidas!
La otra se burló de ella poniendo brazos en jarras y haciendo pucheros.
—¡Oh, la lady remilgada! ¡La dichosa snob de la tan puritana Inglaterra! —chasqueó los dedos ante sus narices—. Veamos si es verdad que nos va a dar esa satisfacción y se esfuma de una maldita vez.
Rebecca oprimió los puños a los costados, alzó la barbilla y, tras pasear una mirada olímpica por la estancia, se levantó de su asiento y abandonó el lugar con paso firme y las rosas de la indignación coronando sus mejillas. Tras de sí, los aullidos escandalosos de unas risas totalmente fuera de lugar, seguidas de las bufonadas de la señora Webber, la obligaron a exhalar un desesperado resoplido de indignación.
—Un nido de arpías, ¿verdad?
Siggy apareció poco después en la leñera, justo detrás del enorme hueco de la chimenea, lugar elegido por la señorita Hale para calmar su indignación.
—¿Siempre es así?
—No siempre. —Torció la boca en una sonrisa mordaz—. A veces, pueden ser mucho peor, créame.
Siggy se sentó sobre un cepo y se alisó el sucio delantal sobre la rodillas.
—Son realmente crueles. Y maleducadas. Me temo que jamás nos caeremos bien.
—A mí me cae bien, Hale. —Del bolsillo interior de su falda sacó un caramelo para ofrecérselo a la joven—. Tome, se lo he robado a la cocinera del tarro de golosinas.
Rebecca lo aceptó de buen grado, feliz de contar con una aliada. Siggy sacó otro caramelo y se lo metió en la boca.
—Usted tampoco les cae bien, ¿verdad? —consiguió decir, a pesar del obstáculo azucarado que entorpecía su pronunciación.
—¿Se nota mucho? —Sonrió. Y acto seguido asintió con extraño orgullo—. Me detestan porque soy del Norte. De Pensilvania. Una maldita yanqui. —Compuso una expresión de disgusto—. Los sureños nos menosprecian porque creen que no servimos más que para hacer navajas y cacerolas. —Sus ojos se achicaron en un gesto malicioso—. Pero ¿sabe algo? Yo creo que ellos no son otra cosa más que sucios campesinos embrutecidos, aficionados al alcohol y al látigo.
Rio complacida. Rebecca sumó una sonrisa cómplice a la de su reciente amiga.
—¿Por qué hablan de ese modo del hermano del señor Masen? Muestran tan poco respeto hacia él… Resulta incomprensible, ya que se trata del hermano del patrón.
No pudo evitar ruborizarse al recordar el poco respeto que le había inspirado a ella misma la noche que lo descubrió en el vestíbulo, revolviéndose como una alimaña. En ese caso, contaba, al menos, con la exculpación de desconocer la verdadera identidad del hombre: lo había confundido con un simple sirviente pasado de tragos.
—El señor Daniel es un abolicionista activo, Hale. —Tomó aire antes de continuar—. La mayoría de los hombres del Norte piensan que deberían promulgarse leyes que favorezcan la liberación indemnizada y gradual de los esclavos. Los abolicionistas, en cambio, son más radicales, y consideran que la esclavitud debe desaparecer de una vez por todas, sin condiciones. Y eso, a su hermano, plantador dueño de esclavos, lo corroe vivo, como comprenderá usted.
—¿Jeremiah Masen sabe que su hermano es un abolicionista?
—Todo el mundo lo sabe, Hale. ¿Acaso no ha escuchado ahí dentro las burradas de ese corrillo de comadres? —Apretó la mandíbula, asqueada—. ¡El Señor los guarde a todos de morderse la lengua o de lo contrario acabarán emponzoñados con su propio veneno!
Rebecca se volvió hacia la muchacha.
—Si en verdad lo sabe, y con el carácter intransigente del señor Masen, ¿por qué le permite hospedarse en la plantación?
Siggy se encogió de hombros.
—No lo sé. Ni siquiera sé por qué se molesta en venir si sabe lo que aquí piensan de él —se rascó el cogote, pensativa—. Supongo que el patrón tolerará su presencia porque no lo considera lo suficientemente peligroso y, en el fondo, habrá de confiar en que conseguirá obligarlo a cambiar de parecer. La falta de recursos económicos del señor Daniel es legendaria; la capacidad de Jeremiah para manipular a todo el mundo a través del dinero, también. Esa será su mejor baza para conseguir llevar a su hermano a su terreno. Daniel apenas posee una miserable renta para subsistir.
Rebecca inclinó la mirada y suspiró de hartazgo.
—Desconocía que hubiera esclavos en Old Oak, se lo aseguro.
—¡Oh, vamos! —Siggy le propinó un violento codazo, que Rebecca tomó como un inaudito gesto de complicidad. Un gesto que, sin el menor lugar a dudas, le provocaría un moratón—. ¿Pretende hacerme creer que no lo sabía?
—Así es. Con gran pesar, debo reconocer mi ignorancia en este aspecto. Creí que la esclavitud ya había sido abolida en todo el mundo de forma definitiva, al igual que sucedió en Inglaterra. Hace muchos años que todos los esclavos de las colonias británicas quedaron libres.
—Ya ve que no. —Miró a la joven inglesa con el semblante demudado en un gesto mezcla de incredulidad y fascinación—. Es cierto que en el Norte ya no tenemos esclavos. Los hombres negros que trabajan para los blancos lo hacen de forma libre y a cambio de un sueldo. Tan solo estos estúpidos sureños luchan como posesos por mantener su supremacía ante los negros.
—Resulta tan horrible y primitivo.
Siggy sonrió. «Primitivo» no era la palabra más adecuada, sin duda. A decir verdad, empezaba a sentir una sincera compasión por la impresión que aquella ingenua inglesita, sin duda acostumbrada a una existencia más plácida y florida en su almidonado país, acababa de llevarse por toda la información recibida de aquellas cotorras deslenguadas. Las almas puras e inocentes no estaban preparadas para asimilar la crudeza del mundo real.
—En Charleston hay esclavos desde hace más de cien años, Hale. Los sureños siempre han pretendido competir con el Norte empleando esclavos como mano de obra barata, de ese modo, se permiten bajar los precios y acabar con cualquier tipo de competencia. Los plantadores del Norte, que disponen de asalariados en sus tierras, no pueden permitirse rivalizar con los precios del Sur. Es imposible.
La joven sirvienta suspiró largamente antes de guardar silencio. Rebecca recordó el niño de piel oscura que vio en el patio el día de su llegada a la plantación. Aquel niño era un esclavo. Ahora lo entendía todo. Entendía la tristeza de esa mirada, ese aire atemorizado, ese afán por ocultarse y moverse con el sigilo de una sombra. Porque, al fin y al cabo, ¿qué era él para su amo más que una insignificante y reemplazable sombra?
—¿Trabajan para el señor Masen muchos esclavos?
Siggy esbozó una sonrisa amarga y se encogió de hombros.
—Cien, ciento cincuenta, quizá más. —Rebecca se llevó la mano a los labios y ahogó un jadeo—. Hombres, mujeres, ancianos, niños: todos pertenecen a Jeremiah Masen, y él actúa ante ellos como un dios implacable. Y no se imagina, Hale, lo cruel que puede llegar a resultar ese dios.
Rebecca tragó saliva al recordar los instrumentos de tortura que el caballero almacenaba en su despacho. Objetos que el señor no se contentaba con utilizar de un modo meramente decorativo. ¡Oh, claro que sí se lo podía imaginar!
—No tenía ni idea de nada de esto —repitió al borde del llanto—. De lo contrario…
La sirvienta la miró con curiosidad. Su compasión estaba a punto de derivar a una peligrosa indignación.
—De lo contrario, ¿qué? —arremetió decepcionada—. ¿Se habría quedado en Inglaterra? Resulta tan sencillo cerrar los ojos y vivir feliz en la ignorancia, ¿verdad? ¡Como si nada sucediera! ¡Como si nada de todo esto nos incumbiera!
Cruzó los brazos sobre el pecho en un gesto tan defensivo como ofendido. Rebecca la miró fijamente; de golpe se sintió una miserable cobarde. Un picor delator comenzó a fraguarse en el interior de sus párpados, y en el flanco izquierdo de su pecho empezó a crecer un enorme hueco que amenazaba con hacerse más y más grande a cada instante. Porque Siggy, de algún modo —o de todos ellos en realidad—, tenía razón. Ella jamás había llegado a intuir una realidad así. En su defensa, solo se le ocurría alegar que, más allá de los mares, en su lejana Inglaterra, a salvo de los males del mundo en la quietud de su hogar y ensimismada en sus inofensivos quehaceres domésticos, jamás había supuesto que pudiera existir todavía semejante represión, que la esclavitud continuara vigente como había sucedido en su propio país tanto tiempo atrás. Simplemente porque jamás había sentido la necesidad de pararse a pensar en algo así. Durante la última década, su única razón de vivir había sido Martin Keats. Martin Keats y su eterna complacencia.
—No lo sé, Siggy. —Una lágrima solitaria descendió por su mejilla pecosa—. Ni siquiera sé si estoy preparada para afrontar la realidad de un lugar como este o de un patrón como Jeremiah Masen.
—Nadie está preparado para esto, créame. Y mucho menos para aceptar la existencia de un ser despiadado como Jeremiah Masen. No solo maltrata a los esclavos sin piedad, sino que se jacta de hacerlo, se comporta como un cretino que se considera intocable. —Torció el gesto—. Y lo peor de todo es que, en realidad, sí es intocable. —La doncella la miró largamente, conmovida de nuevo ante la lividez que adornaba el semblante de la inglesa—. De todas formas, debo reconocer que no todos los plantadores dueños de esclavos son como él, Hale. Algunos, incluso, tratan bien a sus esclavos.
—Pero siguen sin ser hombres libres.
—Esa es una gran verdad. —Soltó aire por la nariz al esbozar una sonrisa sarcástica—. La esclavitud escandaliza al Norte, al resto del mundo en realidad, pero por desgracia la esclavitud es la que hace vivir al Sur.
Sin dudarlo, rodeó con su brazo los hombros de la institutriz, aliviada de que al menos hubiera alguien más en aquella maldita casa que compartiera su punto de vista. Alguien más aparte de Daniel Masen, por supuesto.
—Y sin embargo, entre el servicio no hay una sola doncella o lacayo de raza negra, ¿por qué? —continuó la señorita Hale.
Siggy contuvo una carcajada.
—¿Acaso cree que permitiría que esa pobre gente tocara su comida o su ropa? —Rebecca inclinó la mirada, se sentía sinceramente entristecida. Siggy se dio cuenta y eso pareció animarla—. Llegará un día en que acabemos con esta lacra, se lo aseguro, y nadie dispondrá ya de la vida de nadie jugando a ser Dios —continuó y le otorgó un nuevo aliento a sus palabras—. Estos sureños lo saben. Saben que ya no serán durante mucho más tiempo los dueños de sus esclavos. Y por ello quieren separarse del Norte. Por todas partes, los hombres hablan de secesión, Hale. Habrá guerra, estoy convencida de ello.
El miedo a la devastación la invadió como una virulenta enfermedad que se filtra impasible y sin demora por cada poro de su nívea piel. Una guerra. Una guerra que sin duda acabaría con todo. Una guerra que la atraparía para siempre en aquel lugar. ¡Y por su vida que no quería quedarse en un lugar como aquel! Tragó saliva con dificultad y se obligó a obviar el escalofrío que le recorrió la columna vertebral y que la sacudió por completo. De pronto, un doloroso sentimiento de añoranza hacia su casa y hacia los suyos ascendió desde lo más profundo de sus entrañas para instalársele en el pecho, y experimentó una angustia vital tan grande que la obligó a cerrar los ojos y apretarlos durante un eterno segundo.
—¡Pero eso sería horrible, Siggy! Una guerra lo asolaría todo.
—Las guerras siempre lo son, Hale, pero el ser humano es tan estúpido que parece que no disfruta si no se conduce a sí mismo y a los demás hacia el abismo.
—Una guerra no será la solución. Morirá mucha gente inocente.
—Y también muchos de los culpables.
La mirada de la doncella se ensombreció. Rebecca constató al instante que los pensamientos de su nueva amiga eran sin duda mucho más radicales y menos inofensivos de lo que ella había llegado a imaginar.
—¿Por qué está aquí, Siggy, si tanto le disgusta el modo de vivir de Carolina del Sur?
La aludida inclinó la cabeza y la volvió a un lado. Rebecca no fue consciente de que varias lágrimas asomaron a sus ojos y oscilaron en sus pestañas. Lo que sí percibió fue el temblor de su voz.
—Vine detrás de un hombre. Un maldito sureño hijo de perra que me dejó preñada y se largó.
—¡Oh, Siggy, lo siento!
La joven doncella se sorbió la nariz.
—No lo sienta, Hale, ese cobarde me dio una niña preciosa. —Su sonrisa se ensanchó durante un segundo—. Una niña grande, sonrosada y sana, que crece bajo el cuidado de una pareja de ancianos, en una casita a unas millas de Charleston. Todos los meses les envío dinero para que la cuiden y la alimenten bien. —Se limpió las lágrimas incipientes con el dorso de la mano—. Yo no puedo marcharme de aquí, hay un lazo más fuerte que la vida misma que me mantiene ligada a este horrible lugar. —Ahora miró a la joven a través de sus pupilas veladas por el llanto—. ¡Pero usted está a tiempo! ¡Váyase de este maldito lugar! Si se queda acabará por pudrirse por dentro, como todos los que vivimos aquí.
Acto seguido se levantó con vehemencia, se alisó la falda y se metió de nuevo en la cocina.
Dos largas horas de lección de francés con las señoritas Masen no ayudaron a Rebecca a calmar unos ánimos inevitablemente crispados. Sarah, la mayor, se había mostrado tan distraída durante la última media hora, que todo intento de hacer de la lectura de la obras de Molière una experiencia entretenida resultó poco menos que una utopía. En esos momentos, la niña permanecía embobada mirando por la ventana, estiraba el cuello como una garza y alejaba del pupitre tanto la dorada cabeza como su concentración, para observar el exterior con gran detenimiento. Rebecca suspiró agotada.
—Concentration, mademoiselle Masen.
La niña se volvió hacia ella el tiempo necesario para mostrar un ceño severamente fruncido. Sus labios aparecían apretados en una fina y rosada línea transversal. Sus ojos brillaban adornados por el velo acuoso que generan las lágrimas no derramadas.
—Me temo que no voy a poder, señorita Hale, lo siento —se lamentó.
—¿Tanto te aburre Molière?
—¡Oh, no, no se trata de eso! Es que…
Un repentino sollozo la silenció de golpe. Grace, la pequeña, levantó la vista del libro para observar a su hermana con curiosidad, intercambiaron entre las dos una rápida mirada cargada de complicidad.
—¿Qué sucede, Sarah, te encuentras indispuesta?
La niña replegó los labios hacia el interior de la boca y negó con la cabeza. Grace, ceñuda y, de repente, blanca como la tiza, abandonó su pupitre para abrazarse a su hermana mayor, ocultando la cabeza bajo su ala. Sin duda, aquella situación ya la habían vivido antes.
—¿Qué sucede? ¿Sarah? ¿Grace? —inquirió mirándolas a ambas—. Señoritas, explíquenme de una vez qué sucede o de lo contrario me veré obligada a…
—¡Padre va a castigar a Solomon en el patio y…! —Contuvo un hipido—. Me temo que hoy no voy a ser capaz de leer más, señorita, discúlpeme usted.
Torció el rostro para ocultar el reguero de lágrimas que lo surcaba. Rebecca percibió cómo apretaba la mandíbula y se obligaba a tragar.
—¿Cómo que va a castigar a Solomon? ¿Quién es Solomon?
—¡El abuelo de Ptolemy! —gritó Grace y alzó hacia ella unos ojos vidriados por el llanto.
—¡Cállate, Grace! —amonestó su hermana entre sollozos.
—¡Pero Ptolemy es un niño bueno, y su pobre abuelo…!
—¡Cállate te he dicho!
Rebecca no pudo evitar que la curiosidad invadiera su ánimo y se acercó a la ventana; sumó, así, su mirada a la de la mayor de las pupilas. Lo que vio entonces heló la sangre en sus venas. En medio del patio, justo en un claro bajo los árboles y frente a las caballerizas, un anciano negro, esquelético y con el cabello completamente blanco, yacía de rodillas atado por las muñecas a dos postes situados a ambos lados de su cuerpo y a la distancia necesaria para que sus brazos permanecieran dispuestos en cruz, ligeramente elevados hacia atrás. Detrás de él, Jeremiah Masen, en mangas de camisa y con el chaleco desabrochado, se preparaba para descargar su látigo sobre la desnuda y enclenque espalda del anciano. La sonrisa maquiavélica del hacendado contrastaba con el plañidero grupo de mujeres y niños que, en derredor, observaban con impotencia la escena. El anciano inclinaba la cabeza para esconder la llanto. Los huesos de los omóplatos se destacaban en la espalda a causa de la tensión postural como dos descarnadas alas en la espalda de un ángel postrado.
—¡Santo Dios, no podemos permitirlo, se trata de un pobre anciano! —farfulló Rebecca completamente horrorizada.
Se dispuso a abandonar la sala de estudio para intentar evitar semejante brutalidad, cuando la voz temblorosa de Sarah la frenó.
—¡No vaya, señorita Hale, se lo ruego! Quédese donde está —lloriqueó la niña—. Si interfiere, mi padre castigará aún más a Solomon e incluso será capaz de tomar represalias contra usted por haberlo puesto en evidencia ante los demás esclavos.
—Pero ese pobre hombre no soportará el castigo. —Las palabras se atropellaban en sus labios a causa de la agitación—. Es demasiado mayor. Está muy débil y seguramente enfermo.
—La anterior institutriz se marchó por eso —murmuró la más pequeña—. Padre le pegó en medio del patio. Por favor, señorita Hale…
Rebecca exhaló, experimentaba en su interior un torbellino de emociones que iban desde la náusea más extrema al más profundo terror. Empezó a sentir palpitaciones y una violenta opresión torácica que la ahogaba y le arrebataba el aliento. ¿Era posible que le estuvieran pidiendo que permaneciera inmóvil sin intervenir?
—Pero lo matará, ese pobre hombre no sobrevivirá.
Una lágrima descendió por sus mejillas justo cuando restalló el primer latigazo. Un grito desgarrador fruto del sufrimiento más intenso quebró el aire. El corazón de la muchacha se encogió como si alguien se lo hubiera arrancado del pecho para estrujarlo entre los dedos. Las piernas se le doblaron ligeramente, las rodillas se le entrechocaron, tuvo que apoyarse en la mesa de la ventana para mantener el equilibrio y no desmoronarse delante de sus alumnas.
—¡Santo Dios! —gimió y se llevó una mano a la boca para contener un sollozo.
El corazón le zumbaba en el pecho y amenazaba con partir en dos la caja ósea que lo resguardaba. Tanto golpeaba, con tal ímpetu batía, que cada contracción y cada posterior dilatación del músculo cardíaco resultaba terriblemente dolorosa. Sonó un segundo trallazo, un tercero, un cuarto. Y cada latigazo, cada grito desgarrador, obligaban a Rebecca a dar un respingo, cerrar los ojos y apretarlos hasta que en el interior de sus párpados brillaban chiribitas. Deseaba obligarse a creer que todo aquello no era otra cosa más que un mal sueño. Una pesadilla cuyo protagonista era el más terrible de los monstruos. Las niñas abandonaron los asientos para abrazarse a ella, ocultaron los rostros entre los pliegues de su falda, ahogaron el llanto contra la tela y asieron más fuerte su cintura cada vez que aquellos ecos terribles resonaban allí fuera. Ella se inclinó en ademán protector sobre las pequeñas y las rodeó en un abrazo tembloroso.
—El señor es mi pastor, nada me faltará… —Su voz apenas era un susurro espasmódico.
Diez latigazos, once, doce…
—En verdes pastos me hará descansar, me conducirá hasta aguas en reposo y allí me tranquilizará…
Las niñas elevaron sus vocecitas para enlazarlas con el salmo angustiado y trémulo de la institutriz.
—Confortará mi alma. Aunque camine por valles de sombras de muerte no temeré mal alguno…
Un gemido inhumano, agónico, traspasó los cristales de la sala de estudio para incrustársele en las sienes y las silenció de inmediato. Las tres abrieron unos ojos como platos para mirarse completamente transidas de miedo. No existía distancia, plegaria o ánimo capaz de mostrarse indiferente ante semejante brutalidad.
—Niñas… —Apenas podía hablar. La garganta seca y el bombeo desmedido de su corazón la hacían sentir desbordada e incapaz. En esos duros instantes, se encontraba al borde del desmayo y, si en ningún momento sucumbió a él, fue sin duda por las pequeñas—. Niñas, creo que es mejor que nos retiremos. —Acunó esas cabecitas bajo la palma de sus manos las guio hacia la puerta con paso atropellado y vacilante—. Salgamos de aquí.
Después de dejarlas en los aposentos, Rebecca se sentó, escaso el aliento, trémulo el labio y acelerado el pulso, frente a la mesita de su alcoba. Se llevó una mano al pecho tratando de calmar su corazón y la otra a la helada frente. Con premura, con dedos torpes e incapaces, buscó sus útiles de escribanía para redactar con letra nerviosa y atropellada una breve carta a Violet. La tinta escapaba a churretones de su plumilla, y el secante que aplicaba sobre el papel parecía emborronar todavía más el exceso de tinta, en lugar de mejorarlo. Sus mejillas ardían, sus ojos no cesaban de derramar lágrimas.
«Mi querida niña, ¿te preguntas dónde está el infierno? No consultes la Biblia, no le preguntes al señor Miles, ¡porque yo lo he descubierto: está aquí, en Carolina del Sur, y me temo que el señor Masen, látigo en mano y sonrisa maléfica en ristre, es el mismísimo demonio!»