CAPÍTULO 3
Algunas semanas después. Plantación Old Oak, Charleston, Carolina del Sur.
El coche de posta dejó a Rebecca Hale a la entrada de la plantación y, según palabras del propio cochero, endemoniadamente lejos. Pero, por lo visto, resultaba imposible que los carruajes públicos se salieran de la ruta establecida para acercarse a la residencia privada del señor Masen. No, sin haber sido invitados con anterioridad.
—Es una auténtica descortesía que no hayan enviado a nadie a buscarla. No va a quedarle más remedio que caminar durante un buen trecho, señorita —comentó el hombre antes de despedirse con un toque al ala del sombrero.
Rebecca, por toda respuesta, se abotonó la chaquetilla hasta arriba, se calzó los zapatos de diario —los buenos iban en la maleta— y se envalentonó para enfrentar la vasta extensión de terreno que se extendía ante sus ojos. A fin de cuentas, no había llegado tan lejos, no había cruzado aquel mar embravecido durante jornadas interminables y soportado las náuseas, las largas noches de insomnio y el bamboleo de un navío que se debatía y crujía en manos del furioso Neptuno como un simple cascarón para acabar por rendirse a las mismas puertas de su destino. Una nueva vida la esperaba en aquel lugar desconocido, un libro en blanco en el que solo ella tendría, esta vez, licencia para garabatear en sus páginas, una nueva vida en la que se cuidaría de repetir los viejos errores de antaño. La pusilánime Rebecca Hale que todos conocían se había quedado en aquel pequeño pueblo perdido al sur de Inglaterra. ¡De Inglaterra, ni más ni menos, al otro lado del vasto océano! Suspiró en profundidad. ¡Qué lejana y extraña le parecía ahora, en su mente, toda su vida!
Caminó durante media hora con el cuerpo ladeado a causa del peso de la maleta de cuero que cargaba sobre un hombro. Al menos, el terreno era llano, con pequeñas ondulaciones que ocultaban de la vista temporalmente la lejana línea del horizonte para, una vez salvados sin la menor dificultad, mostrarla de nuevo en la infinita combinación de verdes, ocres y marrones. Hacía calor, demasiado calor para esa época del año; al menos, si se comparaba con el clima fresco y continuamente encapotado de Greenbourgh. En ese territorio extraño, una gigantesca bola de fuego, que gracias a los libros de astronomía sabía que se trataba del Sol, campaba a sus anchas en un cielo ampliamente despejado. Jamás había visto con anterioridad la bóveda celestial pintada de un azul tan límpido e incólume, ni jamás había experimentado en la propia piel un calor tan seco y perturbador. Y, para ser sinceros, agobiante. Tras exhalar un largo suspiro se quitó la chaquetilla y se la echó al hombro hecha un gurruño después de pasarse el antebrazo por la humedecida frente. El suelo también era seco y polvoriento. Además, ardía de tal forma que temió, por un momento, que la suela de sus botinas acabara por desintegrarse antes de alcanzar su destino.
En la distancia, desde algún punto escondido entre la vegetación, las cigarras tomaban con rotunda sonoridad las pulsaciones al día a través de un canto intermitente, lo que ayudaba a crear una sensación de sofoco. Dondequiera que mirara, el paisaje se diluía como una acuarela licuada a causa del efecto óptico producido por la refracción de la luz en el aire caliente que irradiaba el suelo. Sin duda, el señor Masen había sido muy poco caballeroso no enviando a nadie a buscarla a aquel cruce de caminos perdido en mitad de la nada, donde se realizaba la toma y cambio de pasajeros, pensó mientras continuaba arrastrando los pies por aquella pasarela abrasadora. Una de dos: o aquella propiedad amenazaba con ser infinita —asunto que estaba empezando a barajar— o su naturaleza poco acostumbrada a temperaturas tan elevadas acabaría por doblegarse hasta terminar abatida en el suelo cuan larga era. A medida que avanzaba, pudo comprobar que a ambos lados del camino, y a lo largo de aquella extensa planicie, crecía una planta desconocida de ancha y palmeada hoja, que agitaba sus lacias melenas al ritmo cadencioso que marcaba la suave brisa del mes de marzo. Aquella era la planta del algodón que el señor Miles le había referido antes de embarcar y que le reportaba toda una fortuna al dueño de la plantación. Detuvo un minuto los pasos para pasear la vista a lo ancho y largo de aquella vasta acuarela verde y ocre, lo observó todo con la boca abierta y el ánimo intimidado.
—Esto es inmenso y parece no tener fin —susurró; se sentía abrumada ante tal magnitud.
Se le cerró el estómago ante la abrumadora certeza de que todo aquello pertenecía a un único hombre. Al señor al que ella misma iba a servir. Más allá de un nuevo altozano, divisó extenuada a lo lejos la mansión, erguida con gallardía sobre el horizonte como un estandarte que había visto pasar los siglos ajeno al paso del tiempo. Allí estaba su destino: Old Oak. Una espléndida mansión de aspecto señorial, capaz de causar una gran impresión desde el exterior. Apuró el paso sacando brío de donde ya no restaba, después de tan larga y sofocante caminata bajo aquella odiosa ardentía. Se sorprendió a sí misma al atravesar a plena carrera la enorme verja que daba la bienvenida a la mansión. Avergonzada de la impetuosidad, apaciguó el correteo para acatar un paso más relajado. De ese modo, pudo contemplar más sosegadamente la casa.
Se trataba de una construcción de líneas simples y elegantes, perfectamente cuadrada, de dos plantas más buhardillas. Destacaba la amplia fachada vestida de tablillas superpuestas pintadas de color blanco, así como el amplio porche con cinco columnas de mármol y una enorme escalera que descendía desde el portón principal al atrio, como una lengua de lava blanca que languideciera ante los recién llegados. Todo el conjunto, bello y señorial, presentaba una combinación de revestimiento de tablillas, que cubrían la fachada del frente, y tejas de madera teñidas de oscuro, que cubrían el tejado y los laterales de la casa. Un gigantesco roble centenario, oscuro y alargado como un espectro, se alzaba a un costado de la construcción y le otorgaba, con su presencia, distinción y señorío. De seguro, también el nombre que daba lugar a la plantación: Old Oak, «viejo roble». En el patio delantero, completamente vestido de grava, aparecía en perfecta formación un ejército de camelias enanas prometedoramente cargadas de yemas. Estanques adornados con garcillas, macizos florales y una avenida de encinas verdes daban la bienvenida a los visitantes. Rebecca exhaló lentamente, dejando escapar el aire de sus pulmones al albergar la certeza de que en aquel lugar ya ni siquiera el aire le pertenecía.
—Ahora toda tú perteneces a Old Oak —murmuró al tiempo que se reía ante aquella bella estampa—. Toda tú eres una propiedad más del señor Masen…
Un hombre parado en mitad del patio, perfectamente ataviado con un horquillo que echaba al hombro, se tocó el ala del sombrero a modo de saludo.
—¿Es usted la chica inglesa? —preguntó dando voces.
Rebecca asintió, y el hombre tiró a un lado su herramienta y se empeñó en hacerse cargo de la raída maleta, lo que la alivió del peso y le concedió la añorada verticalidad después de largo tiempo de sometimiento. Le dolían terriblemente los pies, sudaba, y la bota del pie derecho le había ocasionado una ampolla en el talón. Sin embargo, no pudo evitar reírse ante la afanosa y torpe demostración de caballerosidad de aquel hombre.
—Cielo Santo, ¿ha venido usted caminando desde la entrada de la plantación? —Meneó la cabeza en señal de desaprobación—. Lamento que haya tenido que venir usted a pie, señorita, el señor debió de haber olvidado que su coche llegaba hoy. —E inclinó la mirada avergonzado ante su propia mentira—. Debe de estar usted agotada… —comentó advirtiendo la menuda constitución de la joven así como los rubores que el ejercicio había le conferido a las mejillas. Alargó una mano sucia y callosa que la muchacha aceptó con una sonrisa benévola—. Me llamo Billy, Billy Finsk.
—Rebecca Hale. No se preocupe, me gusta caminar, Billy Finsk.
Él le sonrió con condescendencia. Ella dedujo que se trataba de un sirviente, aunque el hombre careciera de librea, guantes, sombrero de tres picos y peluca empolvada. Todo lo que se esperaría del sirviente de una gran casa en su lejana Inglaterra. En realidad, vestía bastante desastrado: unos calzones desgastados de lino, una camisa raída y una chaqueta oscura cuyas mangas le quedaban demasiado cortas. Pero parecía simpático con esa amplia sonrisa mellada y esa nariz sucia.
—¿Ha tenido, entonces, un buen viaje?
Se encogió ligeramente de hombros sin saber bien qué decir. En esos momentos, se encontraba tan cansada y dolorida, tan hambrienta, sudada y entumecida que tan solo deseaba poder llevarse algo a la boca —aunque fuera el odioso escabeche de carne de Cypress Lodge—, asearse con comodidad y acostarse a dormir, al menos, durante una semana entera. Por supuesto, era muy consciente de que no había llegado a esa parte del mundo precisamente para dormir y relajarse después de un fatigoso viaje. No estaba allí en calidad de invitada, sino que ahora era una sirvienta más. Paradojas de la vida: siempre la habían servido y ahora era ella la que debía servir a otros.
Por el rabillo del ojo percibió un ligero movimiento. Algo fuera de lugar. Como si una mosca insignificante hubiera variado de pronto su posición para posarse sobre un punto diferente en aquel colorido lienzo. Ella había percibido todo eso apenas en una fracción de segundo. Escondido detrás del nudoso tronco del viejo roble, lo vio. Se trataba de una criatura de no más de tres pies de alto; esquelética, todo ojos y extremidades, de elevado pelo rizado y un tono de piel del color de la propia tierra. Demasiado afanado por mantenerse oculto, aunque sin éxito, aquel escuálido ser la miraba con la fijación característica que solo muestran los ojos hundidos en sus propias órbitas.
Rebecca se sorprendió. Era la primera vez que veía a alguien de piel oscura, y eso que, en alguna parte, había leído que en las Antillas vivían hombres tan negros como el carbón, que caminaban casi desnudos y hablaban en una lengua extraña. Pero, por supuesto, aquel lugar distaba mucho de parecerse a las islas Antillas. Y, no obstante, aquella criatura era negra como el betún.
—Billy, ¿ha visto usted a ese chiquillo?
El hombre se volvió hacia ella, pero, a juzgar por la inopia que mostraba en su mirada, era más que evidente que no había visto a nadie, ni había oído siquiera la pregunta de su acompañante. Es más, Billy Finsk parecía tan inmerso en su propio mundo y en las cavilaciones derivadas de él, que difícilmente podría estar al tanto de nada de lo que sucediera en el mundo real.
—¡Sí que viene de lejos, señorita, de bien lejos! —comentó completamente ajeno al descubrimiento de la joven—. ¡Del otro lado del océano, ni más, ni menos! Muy lejos, sí, señor, espero que sea capaz de adaptarse a esta tierra.
—Yo… Sí, eso espero también —continuó caminando a la par del señor Finsk, sin apartar la mirada de aquellos enormes ojos engarzados a la fuerza en una calavera negra—. Gracias.
—Este es un lugar bonito, señorita, aunque… ¡la madre que me parió! —Algo que divisó por encima del hombro de la joven lo obligó a fruncir el ceño y soltar semejante improperio. Carraspeó como si pretendiera tragar un bocado amargo antes de continuar entre dientes—. ¡Ya ha aparecido la vieja urraca! ¡Sí que ha tardado en dejarse ver esta vez! ¡Maldito pájaro de mal agüero, que caigas desplumada! —rezongó.
La joven arrugó el ceño sin acabar de comprender y, cuando se volvió para tratar de identificar a esa vieja urraca que tanto parecía haber trastornado al afable sirviente, entendió su desasosiego: una dama de porte sobrio y apretado moño, que vestía rigurosamente de negro y que adornaba el lateral de su cinturilla con un ruidoso manojo de llaves, surgió inesperadamente de algún lugar a su izquierda, se acercó con paso enérgico hasta detenerse frente a la pareja. Realmente, bajo el discreto aleteo de su falda no parecía que caminara, sino más bien que avanzara como un espectro, a gran velocidad y sin tocar el suelo.
La altivez de ese aspecto y la frialdad de esa mirada recordaban la imagen de los cuervos imperturbables que presiden en silencio cualquier relato de terror que se precie y que, de cuando en cuando, emiten un espeluznante graznido con el fin de recordarles a los visitantes la agorera presencia. Rebecca desvió con premura la mirada hacia el viejo roble espoleada por un inesperado instinto protector, pero allí ya no había nadie. Con un enérgico movimiento de cabeza, la mujer saludó a la joven.
—La institutriz inglesa, supongo —dijo con frialdad.
La muchacha asintió con nerviosismo.
—Bienvenida a Old Oak. No la esperábamos hasta mañana —anunció sin alterar un ápice la rigidez del rostro.
A continuación la examinó de arriba abajo con evidente aire censor y una reprobadora elevación de cejas. Rebecca permaneció en silencio sin saber qué hacer. ¿Esperaba acaso aquella mujer que se disculpase por haber llegado antes de tiempo?
—Mi nombre es Augusta Bradshaw y soy el ama de llaves de la mansión. Acompáñeme; le mostraré su habitación. —Luego, se dirigió al sirviente con maligna altivez—: ¡Usted, maldito holgazán, síganos con esa maleta y desaparezca de mi vista!
Ambas mujeres se retiraron hacia la mansión sin ser conscientes de los gestos obscenos que Billy Finsk, a su espalda, y llevándose las manos a la entrepierna, dirigía al ama de llaves.