Capítulo XVIII
Más comprobaciones… y unos bocadillos
Inmediatamente, el señor Goon acercóse a la mesa de Fatty.
—Adondequiera que voy —refunfuñó el hombre—, tropiezo con alguno de vosotros. ¿Se puede saber qué estáis haciendo aquí?
—Pues, sencillamente, tomando un piscolabis —respondió Fatty, cortésmente—. ¿Viene usted también a tomar un bocadillo, señor Goon? Lo malo es que ya quedan muy pocos.
—Calla esa lengua —rugió el señor Goon.
—¿No me ha formulado una pregunta? —repuso Fatty—. Acaba usted de decir…
—¡Sé perfectamente lo que he dicho! —interrumpió el señor Goon—. ¡Estoy hasta la coronilla de vosotros chicos! Voy a casa de Mary Adams y me encuentro con dos de vosotros. Vengo acá y tropiezo con otro par. ¡Y apuesto a que si voy a otro sitio allí estaréis también! Sois una verdadera plaga.
—A mí también me sorprende verle a «usted» tan a menudo, señor Goon —replicó Fatty, en aquel tono afable y cortés que tanto exasperaba al señor Goon—. Es un placer.
El policía se puso colorado de ira, como aquel que está a punto de estallar. Pero al ver entrar en la sala a la pequeña camarera, volvióse pomposamente a preguntarle:
—¿Está tu madre? Quisiera hablar un momento con ella.
—Lo siento, pero no está en casa —contestó la muchacha—. Estoy sola aquí. Si quiere usted aguardar un poco…, no creo que tarde.
—No puedo esperar —repuso el señor Goon, contrariado—. Tengo mucho que hacer. Volveré mañana.
Y al dar media vuelta para marcharse, volvióse a mirar a Fatty, recordando de pronto sus mofletes. Lo curioso era que, al presente, éstos habíanse reducido considerablemente de tamaño.
—¿Qué has hecho para deshincharte las mejillas? —le preguntó el policía, con recelo.
—Pues «me parece» recordar que me hice arrancar todas las muelas —respondió Fatty—. Vamos a ver… Oye, Larry, ¿tú te acuerdas si fui al dentista?
—¡Bah! —gruñó el señor Goon.
En cuanto éste desapareció de la vista, la camarerita echóse a reír sonoramente.
—¡Qué gracioso eres! —dijo a Fatty—. ¿No os parece horrible ese individuo? El otro día vino y nos hizo una serie de preguntas a mi madre y a mí acerca de dos hombres que estuvieron merendando aquí el viernes por la tarde.
—¡Ah, sí! —exclamó Fatty—. ¡Ya los conozco! Son actores, ¿verdad? Tengo sus autógrafos en mi álbum. ¿De modo que estuvieron aquí el viernes? Apuesto a que les gustaron mucho vuestros bocadillos.
—Sí, vinieron el viernes —afirmó la muchacha—. Lo recuerdo porque era el día de mi cumpleaños y Peter Watting me trajo un libro. A las seis y media, justamente cuando acababa de escuchar el programa humorístico que dan por la radio, se presentaron aquí.
—¿A las seis y media? —masculló Fatty—. Bien, ¿y qué hicieron entonces? ¿Comerse todos vuestros bocadillos?
—¡No! —replicó la camarerita—. Sólo tomaron café y sándwiches. Me regalaron el libro, que por cierto es precioso, ya os lo enseñaré, y luego, a las siete, escucharon la sesión de Radioteatro. Lo malo es que se estropeó la radio y no oímos el final.
—¡Qué lástima! —exclamó Fatty, desilusionado, pues contaba con aquella audición radiofónica para comprobar la hora—. ¿Qué hicisteis entonces?
—Peter Watting entiende mucho de aparatos de radio —explicó la chica— y dijo que intentaría arreglarlo. Mamá le rogó: «Procure tenerlo arreglado a las ocho, porque me gustaría oír el concierto que dan a esa hora».
—¿Y consiguió tenerlo arreglado para entonces? —inquirió Fatty.
—No —repuso la pequeña—. La avería no quedó reparada hasta las ocho y veinte. Mamá tuvo una desilusión. Menos mal que, de todos modos, la radio volvió a funcionar a las ocho y veinte. Entonces, Peter y William se marcharon. Llamaron al barquero y cruzaron el río en barca.
Todo esto resultaba extraordinariamente interesante. De hecho, demostraba que William Orr y Peter Watting no tenían nada que ver con el robo perpetrado en el Pequeño Teatro. De eso no cabía la menor duda. Saltaba a la vista que la camarerita decía la verdad.
—Bien, muchas gracias por esta estupenda comida —le agradeció Fatty—. ¿Cuánto te debo?
La muchacha lanzó un grito.
—¡Cielos! ¡No me acordé de contar vuestros bocadillos!
¿Recordáis cuántos os habéis comido? Mamá me reñirá mucho si se entera de mi distracción.
—Tu obligación es contar lo que sirves —reprendió Fatty—. Es demasiado pedir que lo hagamos nosotros mientras comemos. Oye, Larry, ¿qué te parece? Calculo que son seis bocadillos por cabeza, los sándwiches y el café.
Así era, efectivamente. Fatty pagó la consumición y dio un chelín de propina a la muchacha para que se compara algo con motivo de su reciente cumpleaños. Luego salió del establecimiento con Larry, sintiéndose completamente repleto.
—Tenemos el tiempo justo de ir al cine a ver si logramos averiguar algo de la visita de John James —murmuró Fatty—. ¡Ojalá no hubiese comido tanto! Estoy algo atontado.
Ambos entraron en el pequeño vestíbulo de la sala de espectáculos. Allí vieron a una muchacha sentada ante una mesa, procediendo a la tarea de marcar inmensas pilas de entradas.
—Buenos días —saludó Fatty—. ¿Po… podría usted decirnos algo del programa de la semana pasada?
—¿Para qué? —repuso la joven con una risita—. ¿Es que pensáis ir? Me parece que ya habéis hecho tarde.
—Mi amigo y yo hemos sostenido una pequeña discusión respecto a este punto —explicó Fatty, improvisando la respuesta, con gran admiración por parte de Larry—. Verá usted, mi amigo cree que el programa era «La abeja» y yo mantengo que fue… «Enrique V».
—No, no —replicó la muchacha, graciosamente—. No era «La abeja», sino «La oveja», y tampoco era «Enrique V», sino «Enrique XV».
Fatty alejóse muy contrariado ante semejante tomadura de pelo. Al salir del vestíbulo, tropezó con alguien que subía los escalones de acceso.
A consecuencia del encontronazo, estuvo a punto de caerse y, para evitarlo, agarróse a la persona con quien acababa de topar. Una voz familiar y muy ronca le gritó al oído:
—¡Eh, suélteme! ¡No hay manera! ¡Adondequiera que voy he de tropezar con alguno de vosotros! ¿Qué hacéis «aquí», si se puede saber?
—¡Querían comprar entradas para el programa de la semana pasada! —gritó la muchacha desde dentro, riendo a carcajadas—. ¿Habráse visto desfachatez? No he tenido inconveniente en mandarlos a paseo.
—Eso conviene —aprobó el señor Goon—. Mandarlos a paseo. ¿Por qué tienen que venir a molestarla con preguntas tontas?
De pronto, cayó en la cuenta de que sin duda Fatty había acudido allí con el mismo propósito que él: la comprobación de una coartada. Y, girando sobre sus talones como un verdadero basilisco, rugió:
—¿Otra vez metiendo las n…?
Pero Fatty y Larry habían desaparecido ya, muy poco dispuestos a perder el tiempo discutiendo con el señor Goon y aquella muchacha.
—¡Qué estúpida! —refunfuñó Fatty, que no solía recibir chascos de aquel calibre en ninguna conversación—. Temo que Goon le sacará muchas más cosas que nosotros.
—Sí, esta vez hemos fracasado —suspiró Larry.
De pronto, el muchacho se detuvo en seco y, dando una puñada a Fatty, exclamó:
—¡Caramba! ¡No se me había ocurrido! Interpelaremos a Kitty, la cocinera de Pip. Un día le oí decir a Bets que va al cine todos los viernes y que no se ha perdido una sesión en nueve años.
—En este caso, apuesto a que se perdió la del viernes pasado por primera vez en todo ese tiempo —refunfuñó Fatty, todavía bajo los efectos de la ironía de la chica del cine—. De todos modos, lo intentaremos.
—¡Menos mal que no es probable que tropecemos con Goon en la cocina de Pip! —profirió Larry.
Al llegar a la casa de Pip, entraron en la cocina. Kitty se alegró de verles, especialmente a Fatty, a quien tenía por un chico muy inteligente.
—¿Podría usted darnos un vaso de agua, Kitty? —rogó Fatty.
—Tomaréis un poco de gaseosa hecha en casa —ofreció Kitty—. ¿Os gustaría también un bocadillo?
La mera mención de esa palabra hizo palidecer al atiborrado Fatty.
—No, muchas gracias —repuso el muchacho—. Acabo de tomar uno, Kitty.
—Pues toma otro —insistió Kitty, sacando de una alacena unos panecillos con salchichas de aspecto muy apetitoso.
—Lo siento, Kitty —masculló Fatty, desechándolos—. Parecen exquisitos, pero he comido demasiado y no me sentarían bien.
Sobrevino una pausa mientras Kitty llenaba dos vasos de gaseosa.
—¿Fue usted al cine la semana pasada? —preguntó Larry—. Creo que suele usted ir siempre, ¿no?
—No me he perdido una sesión en nueve años —declaró Kitty, orgullosamente—. Pues, sí. Fui el viernes, como de costumbre. Por cierto que echaban una película «preciosa».
—¿Cuál era? —inquirió Fatty.
—Bien, llegué a las seis y estaban dando el noticiario. Luego hicieron una película de dibujos que me hizo morir de risa. Por fin, a las seis y media y hasta el final del programa pusieron: «El gran enamorado». ¡Ooooh! ¡«Cuánto» me gustó! Con deciros que hasta me hizo llorar.
—Total que pasó usted una tarde fantástica —concluyó Fatty—. ¿Vio usted a algún conocido?
Kitty reflexionó unos instantes.
—Pues no recuerdo —dijo al fin—. Cuando veo una película, ¡me quedo tan absorta! Fue una lástima que se cortara.
Fatty aguzó los oídos.
—¿Qué quiere usted decir?
—Pues verás, Federico —explicó Katty—. ¿Sabes cuando de pronto se interrumpe una película y se ve sólo la pantalla? Supongo que esto ocurre cuando se rompe la cinta o algo por el estilo.
—¿Y pasó muchas veces? —insistió Fatty.
—Nada menos que cuatro —lamentóse Kitty—. En los momentos más emocionantes, ¡cataplum!, se cortaba la película. Todo el mundo se quejaba.
—Lástima —comentó Fatty, levantándose—. Bien, Kitty: muchas gracias por la gaseosa. Le deseo que disfrute usted mucho con la película de «este» viernes.
—¡Ooooh! —exclamó Kitty—. Así lo espero. Se llama «Tres corazones rotos».
—Llorará usted a lágrima viva —presagió Fatty—. Lo pasará divinamente, Kitty. Lástima que estoy tan ocupado que no podré acompañarla y prestarle mi pañuelo.
—¡Qué salado eres! —ensalzó Kitty, complacida.
—Vamos, Larry —dijo Fatty, llevándose a su amigo al exterior de la cocina—. ¡Ya nos hemos enterado de algo importante! ¡Ahora con localizar a John James y averiguar «si» notó las interrupciones de la película, como es lógico, si efectivamente estaba allí, ya tendremos comprobada «otra» coartada!
—Desde luego —convino Larry—. Buena faena, ¿eh? ¿Pero cómo nos las arreglaremos para interpelar a John James? No podemos acercarnos a él y preguntarle: «¿Se fijó usted en las interrupciones de la película que vio usted el viernes, señor James?».
—Naturalmente que no. ¡Cáscaras! ¡Ya casi es hora de comer! Tendremos que dejarlo para después, Larry. ¿Crees que podrás comer algo? Yo estoy reharto.
—Lo mismo te digo —gruñó Larry—. ¡Pensar que hoy hay cerdo asado y compota de manzana! ¡Qué lástima!
—No «menciones» siquiera lo de cerdo asado —barbotó Fatty con un estremecimiento—. ¿Quién nos mandaba comer tantos bocadillos? Ahora mi madre se extrañará de que no pruebe bocado y es capaz de tomarme la temperatura.
—Y volviendo a lo de John James —murmuró Larry—. ¿Cómo le sonsacaremos? Ni siquiera sabemos dónde encontrarle. Imposible buscarle en el teatro porque esta tarde no hay función.
—Cuando llegue a casa, telefonearé a Zoe para preguntarle si sabe dónde podemos localizarle. Propongo que nos llevemos también a Bets. De lo contrario, creerá que la excluimos del caso.
—De acuerdo —convino Larry—. Hasta la tarde.