Capítulo 9

Connor se colgó la bolsa de deporte del hombro y bajó por la rampa hacia la puerta de embarque del aeropuerto de Sea-Tac. Sacó la tarjeta de embarque del bolsillo de su camisa y comprobó la puerta una vez más: B11. Podía parar en el Starbucks y comprarse un café.

Todavía no había comido, pero no tenía hambre. Se había pasado la mañana después de salir de casa de Mischa —bueno, del apartamento de Dylan, en realidad— y parte de la tarde corriendo de arriba abajo como un desesperado: haciendo algunas llamadas de negocios a una de las compañías de videojuegos con las que trabajaba en la zona de la bahía de San Francisco, reservando el vuelo y el hotel en San José. Y todo eso mientras el corazón le martilleaba en el pecho y la cabeza le daba vueltas.

«Lo que tú quieras, cielo».

Lo había dicho y, peor aún, lo decía en serio.

No podía sentir algo así por una mujer. No podía y punto. ¡No había estado realmente enamorado de Ginny y mira lo que le había hecho! Ah, nunca le había pegado, pero la pared sí se había llevado unos cuantos puñetazos y eso era igual de inaceptable. Esa actitud malhumorada y hosca que tanto le recordaba a su padre. Las emociones sacaban lo peor de él. Por ese motivo, tras la marcha de Ginny, tomó la decisión de no volver a verse en esa situación nunca más. Y ahora, parecía ser que volvía a lo mismo. Sentía cosas que no debería sentir. No tenía derecho.

Lo que sentía por Mischa llevaba pegada la etiqueta de «peligro» y «desastre» en letras grandes. No soportaba la idea de que lo viera como realmente era: un hombre incapaz de amar. Un hombre incapaz de retener la rabia sin la fuerza de los muros que tan cuidadosamente había construido alrededor de sus emociones.

No, las emociones equivalían a una pérdida de control que no podía permitirse. Necesitaba alejarse un tiempo para volver a poner las cosas en perspectiva.

Llegó a la puerta, dejó caer la mochila al suelo, colocó al lado la funda del portátil con más delicadeza y se sentó en una de las largas hileras de sillas. Afuera, el sol del atardecer se filtraba entre las nubes y los rayos recortaban la silueta de los aviones en la pista. No sabía por qué le parecía tan raro que el sol brillase cuando se sentía tan oscuro por dentro. Aunque evidentemente el universo no iba a congraciarse con su estado de ánimo.

Estaba de un humor de perros y por eso se largaba de la puta ciudad.

Le sonó el móvil, lo sacó del bolsillo de sus vaqueros y entornó los ojos al ver la pantalla. Alec. Contestó.

—Hola.

—Hola, Connor. ¿Te apetece cenar con Dante y conmigo? Dylan ha quedado con Mischa, Lucie y Kara en casa de Dante. Cosas de la boda, para variar. Tal vez te lo haya comentado Mischa.

No le gustaba reconocer, aunque fuera interiormente, que sentía una especie de punzada en el vientre cuando oía su nombre.

—No puedo. Me voy a San José por asuntos de trabajo. Estoy en el aeropuerto.

—¿Ahora mismo? —preguntó su amigo.

—Sí, ahora mismo.

—No me habías dicho que fueras a irte.

—Se me habrá pasado.

—Eso debe de ser —Alec se quedó callado un momento—. ¿Me vas a decir qué está pasando aquí?

—¿A qué te refieres? —no quería ser borde con él, pero le salió así.

—Vamos, Connor, que hace mucho que nos conocemos. Vaya mala leche te gastas hoy. A ti te pasa algo; debe de haber un motivo.

Suspiró y se frotó la barbilla. Había olvidado afeitarse esa mañana. Se había despertado con Mischa acurrucada junto a él, desnuda, y el corazón se le derritió. Era por la sensación de su cálido cuerpo en sus brazos, por la necesidad de protegerla, por todo. El mundo. Él. Sobre todo por él.

¿Cómo podía hacerle daño después de todo lo que había pasado de pequeña? Después de ver cómo la vida la había defraudado. No podía hacerle eso. Tenía que irse antes de… ¿Antes de qué?

Le haría daño si se quedaba por aquí con esos sentimientos; de eso estaba seguro. No había modo de poder darle todo lo que ella merecía en una relación. Dejar que Mischa pensara que podía tener eso con él… sería cruel.

—Casi te noto pensar, Connor. Tienes el engranaje oxidado.

—Ja, ja. Gracias.

—¿Y bien?

Alec aguardó pacientemente.

—Pues… La chica… Me ha calado hondo, ¿sabes?

—Ya, esa sensación me suena.

—Sí, bueno… —joder, ¿por qué no podía terminar las frases?—. No me gusta.

—A los tíos como nosotros nos suele pasar.

—Querrás decir a los tíos como yo. Tú te vas a casar, joder —hizo una pausa y suspiró—. Lo siento. No quería decirlo de la manera que ha sonado. Me alegro mucho por Dylan y por ti.

—Yo solía ser ese tío, Connor —dijo su amigo—, ¿o ya lo has olvidado?

—Pero las cosas han cambiado para ti.

—Sí, claro —repuso Alec en voz baja pero firme.

No iba a decirle nada más, pero Connor entendió que tal vez él también pudiera cambiar. Lo que pasaba era que no estaba de acuerdo.

—Está bien —dijo Alec, al cabo de un rato de silencio—. Ve a trabajar, tómate tu tiempo para aclararte las ideas. Lo que necesites, ya sabes. No pienso pincharte ni darte la lata. Al menos te habrás despedido, ¿no?

Empezó a sentir rabia y notó calor en la nuca.

—Pues claro. ¿Por quién narices me tomas? No soy ningún patán.

—Solo quería asegurarme. Mischa es dura de pelar, pero merece eso por lo menos.

—Oye, no tienes que darme clases de lo que merece, amigo. Lo sé de sobra. ¿Por qué te crees que me voy así? —se calló y se pasó una mano por el pelo—. Hostia, lo siento, eh. Estoy portándome como un gilipollas.

—Pues sí, pero lo pasaré por alto. Llámame cuando vuelvas. Cuando estés de mejor humor o cuando estés peor, si necesitas hablar.

—Así lo haré. Gracias, Alec.

—De nada, tío.

Colgaron y Connor miró por la ventana. Los aviones recorrían las pistas y el sol se reflejaba en las ventanillas.

Esta mujer le había desestabilizado por completo. Le había llegado al alma.

Se sentía cobarde al salir huyendo de esta forma. Era un maldito cobarde. Sin embargo, era mejor así; mejor poner distancia para aclararse las ideas. Para olvidar la pálida pero elegante piel de su cuerpo. La generosa curva de sus senos en las manos. El azul de sus ojos… La manera en que esa mirada azul le penetraba y le llegaba hasta el corazón cuando se llenaba de lágrimas.

Sacudió la cabeza.

Irse durante un tiempo era lo mejor. Así se tranquilizaría. Retomaría el control con el que siempre había contado y que Mischa le había ido arrebatando poquito a poco. No podía quedarse en San José para siempre. Solamente necesitaba unos días. Después se sentiría mejor.

Entonces, ¿por qué le dolía tanto dejarla y salir por la puerta a sabiendas de que se subiría a un avión lo más rápido que pudiera? ¿Por qué le dolía saber que la única manera de seguir con Mischa era cerrar esa parte de sí mismo que se sentía tan increíblemente bien gracias a ella?

Se frotó el pecho como si pudiera eliminar así el dolor que sentía.

La chica le importaba. Eso era lo que pasaba, ¿no? Pero que le importara no quería decir… nada más. No tenía por qué. Simplemente tenía que recuperar el control de sus emociones desbocadas.

El control era la clave de todo, se recordó.

Tenía la sensación de que esa frase sería un mantra en un futuro cercano.

Era jueves por la tarde y Mischa iba en un taxi de camino a casa de Kara y Dante en la zona costera, al sur de donde vivía Dylan, para repasar los preparativos de la boda.

Sola en casa de su amiga, el día se le había antojado interminable. Connor y ella habían dormido hasta casi las diez y luego él se levantó y salió prácticamente corriendo. Le dijo que había olvidado que salía de la ciudad esa tarde y pasaría unos días fuera por negocios. Se disculpó y le preguntó una y otra vez si estaría bien. Ella le aseguró que sí, claro, pero no estaba segura de que así fuera.

Se refugió en la cama y se pasó el rato viendo películas mientras trabajaba en algunos dibujos, con el cuaderno en el regazo, quedándose dormida a ratos hasta que llegó la hora de irse. Eso era algo impropio de ella. Raro era el día que no trabajaba ya fuera en el estudio, dibujando, escribiendo o creando nuevos planes de negocio. Hibernar era raro, pero necesario. No lo entendía. Le sorprendía haber pasado el rato así y ahora, de nuevo fuera y en el mundo, notaba incluso una especie de choque cultural.

Seguía diciéndose que todo iba bien —y que Connor tenía que irse por trabajo— cuando el taxi se detuvo frente al edificio de Kara y Dante; una estructura altísima hecha de cristal, o eso parecía, que daba a la bahía de Elliott. Pagó al conductor, salió y cogió el ascensor hasta la planta veintidós, encontró su apartamento y llamó. Kara abrió la puerta con una sonrisa en los labios. Llevaba la melena larga y castaña recogida en una coleta y las gafas de leer a modo de diadema.

—Mischa, entra —dio un paso atrás para dejarla pasar—. Te cojo la chaqueta.

Mischa le echó un vistazo al loft mientras se quitaba la gabardina y se la daba a Kara.

—Madre mía, este sitio es increíble.

—Sigo sin poder creerme que vivo aquí —dijo ella sonriendo—. Perdona, no quiero parecer engreída.

—Qué va, no seas boba —repuso Mischa, y le dio un apretón en el brazo.

—Es boba —se oyó decir a Dylan desde la cocina—. Está bobamente enamorada, mejor dicho.

—Eres tú la que se casa, Dylan. No eres quién para picarme con eso de que estoy enamorada —respondió Kara.

—Bien dicho —Dylan sonrió.

Mischa sacudió la cabeza y siguió explorando el arte que decoraba las paredes del salón para evadirse de toda esta… felicidad, aunque fuera un momento.

—Tienes unas fotografías excelentes —comentó al tiempo que señalaba un conjunto de impresiones de arquitectura que había en una pared encima del sofá de color crema y sus cojines brocados.

—Gracias —dijo Kara—. Llevo años coleccionando. Por cierto, chicas, ¿os va bien si comemos cuando llegue Lucie? Me muero de hambre. Mischa, hemos pedido comida china. Dylan me ha dicho que te encanta el curry, así que hemos pedido fideos con pollo y gambas para ti. Y… demasiado de todo. Espero que tengas hambre.

—Pues un poco —contestó ella, aunque no era del todo cierto. Apenas había podido comer en todo el día. Solo había bebido té y mordisqueado unas tostadas. Intentaba no preguntarse por qué Connor había pasado por alto el hecho de que debía salir de la ciudad hasta esta misma mañana. Hasta el día después de tener el mejor sexo de su vida.

«Fue más que eso, más que el mejor sexo. Hubo una conversación que le llegó al alma sobre cosas que solamente le había confiado a Dylan».

Sonó el timbre y Kara hizo pasar a Lucie. La rubia bajita abrazó a todo el mundo, incluida Mischa. Era toda dulzura. Le cayó bien en cuanto la conoció en la fiesta previa a la boda.

En la misma fiesta donde había conocido a Connor.

¿Por qué todo acababa volviendo a él?

—Ya he sacado la comida así que ¡a cenar! —dijo Dylan, acompañándolas a la zona de comedor en un extremo del apartamento. Había varias cajitas blancas dispuestas en el centro de una mesa enorme que parecía hecha de madera reciclada. Cada comensal tenía ya en su lado platos de una vajilla italiana en tonos azul terracota y amarillo.

Tomaron asiento mientras Kara les llenaba los vasos de agua.

—También tengo cerveza Tsingao en honor a estas delicias chinas o sake, si os apetece. O puedo hacer té si lo preferís.

—Creo que necesito alcohol para superar todo esto —dijo Dylan con un breve suspiro.

—No te preocupes —repuso Lucie para tranquilizarla—, todo irá bien. Lo único que hay que ultimar es la música y el menú. ¿Habéis decidido si vais a escribir vuestros votos?

Dylan gruñó, y se apartó los abundantes rizos pelirrojos de la cara con ambas manos.

—Me había olvidado de los votos por completo.

—Por suerte, me he traído los libros.

—¿Qué libros? —preguntó Mischa.

Lucie se volvió para sacar varios ejemplares de una bolsa grande que estaba colgada en el respaldo de su silla y los amontonó sobre la mesa.

—Tengo libros con lecturas y ceremonias de boda. Los compré cuando empecé a hacer pasteles de boda. Las bodas pueden ser apabullantes y a la gente a veces se le olvidan los detalles.

—Ah, no digas eso —dijo Dylan—. Kara, creo que necesito esa cerveza.

—Marchando. ¿Lucie? ¿Mischa?

—¿Una cerveza? Sí, suena genial —contestó Mischa.

—Pues a mí también —coincidió Lucie—. Espera que te ayudo.

Kara se fue a la cocina y Lucie la siguió para ayudarla a traer las bebidas.

Dylan se apoyó en la mesa y le preguntó en voz baja:

—¿Estás bien?

Mischa se puso la servilleta sobre el regazo y jugueteó con el ribete.

—Sí.

—Venga, no te hagas de rogar, Misch. Volverán en un minuto.

Ella se mordió el labio.

—Un minuto no basta para hablarlo.

—Bueno, entonces, ¿por qué no vamos a mi casa luego, antes de volver con Alec?

Ella asintió y al momento regresaron Kara y Lucie con las manos llenas de cervezas.

—Eso sería fantástico. Si no te importa, claro.

—¿Cómo me va a importar? —Dylan le apretó la mano debajo de la mesa.

Fue una larga velada con una conversación de lo más detallada acerca de las ventajas y los inconvenientes de contratar a un grupo de música o a un DJ. Kara se decantaba por el DJ; Lucie por tener a un grupo que actuara en directo y Mischa estaba en medio. Al final Dylan se decidió por un cuarteto de cuerda para la ceremonia y un grupo de música swing para el banquete. Lo de escribir los votos lo dejaron para otro día. A pesar de todo eran ya las once pasadas cuando decidieron que ya habían hecho bastante y Dylan y Mischa se despidieron.

Dylan permaneció en silencio la mayor parte del trayecto en coche hasta su apartamento. Luego, con la radio de fondo, hablaron un poco de los detalles de la boda mientras recorrían las calles oscuras y lluviosas. Aparcó y salieron corriendo para no mojarse mucho. Una vez dentro, se quitaron las chaquetas mojadas y Dylan se fue derecha a la cocina para preparar té.

—Bueno, pues dime, Misch —la instó mientras vertía agua caliente en un par de tazas y le daba una a su amiga, que estaba sentada en la barra americana.

Mischa se encogió de hombros. Ahora que había llegado el momento de confesarlo todo no sabía por dónde comenzar.

—Connor ha salido de la ciudad hoy.

—¿En serio?

Dylan quería aparentar que no le preocupaba, pero reparó en que sí le afectaba de algún modo.

—Alec tampoco lo sabía, ¿verdad?

—Creo que no. Me dijo que iba a invitarlo a cenar con él y con Dante mientras nosotras ocupábamos el apartamento esta noche. ¿No te había dicho de antemano que se iba?

—Me dijo que se había acordado esta misma mañana. ¿Es que… crees que está mal? Es decir, no está mal que se haya olvidado, pero… sí, ¿está mal que no haya dicho nada antes?

Dylan sopló el té para enfriarlo un poco.

—Mira, Alec hacía muchas tonterías al principio de estar juntos.

—Pero es que nosotros no estamos exactamente juntos —protestó ella—. Llevamos viéndonos una semana. Casi cada noche, pero vaya… Vivimos en ciudades distintas. Además, ¿cuándo fue la última vez que me viste en una relación a largo plazo?

—Nunca, pero eso no quiere decir que…

—Sí, quiere decir eso —Mischa se incorporó, se cruzó de brazos y le dio la espalda a su amiga para ir a la cocina. Se detuvo frente al fregadero, se apoyó en la encimera y se quedó absorta mirando por la ventana a través de las cortinas de gasa. La luna, entre las nubes, despedía una débil luz plateada.

—Está bien —dijo Dylan despacito a su espalda—. Entonces, ¿por qué estás así de molesta?

Ella resopló.

—Porque soy imbécil.

—Misch…

Bajó los brazos y se dio la vuelta.

—No, lo soy. Parece que de algún modo, y no entiendo por qué, pienso que Connor me debe algo. No sé, una explicación, tal vez, aunque no me debe nada. No me debe ni una mierda. Puede hacer lo que le venga en gana y donde le dé la gana; no tiene que pedirme permiso para nada. Era perfectamente capaz de tomar estas decisiones antes de que apareciera yo. Igual que yo misma.

—¿Y? —preguntó Dylan con una ceja arqueada.

Ella se encogió de hombros.

—No me gusta que no me haya dicho nada de este viaje. Me parece algo… maleducado después de haber estado acostándonos toda la semana.

Dylan sonrió.

—Ya, ¿y el sexo qué tal?

—Es la hostia —respondió Mischa sin mucho entusiasmo—. Eso es todo. Es un sexo increíble.

—Pero, oye, ¿vosotros habláis entre polvo y polvo, al menos?

—Pues claro. Hablamos de todo.

—¿Como qué? —quiso saber Dylan.

—Como… todo. Mis negocios, cosas de familia…

—¿En serio?

—¿Por qué sigues arqueando la ceja? —preguntó ella, que volvió a cruzarse de brazos.

—Pues porque nos conocíamos desde hacía un año cuando me hablaste de tu familia.

—Tal vez fue… me resultó una buena práctica, vaya.

—Tal vez.

—Mira, no quiero darte la brasa con esto, Dylan. Ya me es difícil de vivir, así que imagina reconocérselo a otra persona.

—¿Y qué es lo que reconoces, exactamente?

Se apartó el pelo de la cara.

—Le he contado lo de Evie. Le he dicho lo malo que fue vivir con ella de pequeña; lo destrozada que estaba y lo mucho que eso me afectó. Sigo sin creerme que se lo haya contado.

—Entonces, ¿le has dado detalles?

—Bueno, sí y no. Le he contado algo. No he entrado en los pormenores como… que Raine y yo nos muriéramos de hambre antes de ser lo bastante mayores para abrirle el monedero e ir a la tienda yo sola. No le he contado que nos dejaba solas varios días seguidos. No le he confesado lo más feo, pero creo que ya se ha hecho una idea…

—Lo siento mucho, cariño.

Mischa sacudió la cabeza para contener las lágrimas que le entelaban los ojos.

—No pasa nada. Ahora soy ya una mujer y he aprendido a vivir con ello. Lo aprendí hace años. Aprendí a hacer la compra, a cocinar, a evitar que Evie se consumiera cuando sus relaciones se iban al traste. Me fue bien en la escuela y me aseguré de que a Raine también. Y a ambas nos ha ido de puta madre. No adivinarías nunca de dónde vengo, ¿verdad?

—Oye, tranquilízate, cielo. No pasa nada.

—Joder, lo siento. Hoy estoy… hecha un lío —se quedó callada un momento y se frotó los brazos con ambas manos—. No sé por qué la historia con Connor está sacando a la luz esta vieja historia. Quizá sea por el juego de BDSM.

—Eso te expone, sí.

—Está claro que lo ha conseguido conmigo y aunque intento seguir adelante, me está costando muchísimo —resopló despacio. Dylan le dio un sorbo al té, esperando a que siguiera hablando. Al final, Mischa volvió a la barra, se sentó en un taburete, cogió la taza y bebió un poco de esa infusión tranquilizante—. ¿Dylan? ¿Crees sinceramente que esto significa algo?

—A ver, ¿a qué te refieres con «esto»?

—Me refiero a que me molesta que Connor se haya marchado de la ciudad así, de repente. Porque de haber sido otro tío, seguramente estaría demasiado ocupada con mis cosas para darme cuenta. Me gusta así. Y no me gusta tener, así de repente, tanto tiempo libre, aunque esté aquí echando una mano con la boda y montando un estudio nuevo con Greyson. No lo sé. Tal vez el factor tiempo sea un problema. Tal vez estoy pasando demasiado tiempo con él. Y, oye, ¿crees que hay algo más en esto del viaje que no me ha contado? Teníamos planes para mañana por la noche y ahora ya no sé si sigue en pie o qué.

Volvió a resoplar. Estaba perdiendo la razón.

—Pues en cuanto a él no lo sé, Misch. Los hombres siguen siendo un misterio para mí. Apenas he conseguido descifrar a Alec, aunque lo conozco más de lo que él quiere reconocer. Pero a ti sí te conozco y diría que sí significa algo que le dediques tanta atención a Connor. Es impropio de ti.

—Tendría que dejar de verlo —murmuró Mischa, absorta en el té.

—¿Eso crees?

—¿Qué otra cosa puedo hacer?

—Quizá debas relajarte y disfrutar de él mientras estés aquí.

—Si es que quiere seguir viéndome cuando vuelva.

—Querrá verte —le aseguró Dylan.

—No lo sé…

—Venga ya, ¿qué hombre no querría? Siempre has sido de las que escogen y lo sabes.

Ella trató de sonreír, pero en la cabeza le rondaba la desconcertante idea de que el tío que quizá no quería nada era precisamente el que ella quería. Al que quería de verdad por primera vez en su vida.

Tres noches más tarde, el teléfono móvil la despertó. Le echó un vistazo al reloj a la vez que cogía el móvil de la mesita. La una de la mañana. ¿Quién debía de estar llamándola? Respondió sin tratar siquiera de abrir los ojos lo suficiente para mirar la pantalla.

—¿Sí?

—Mischa, soy yo, Connor. Sé que es tarde.

Le dio un vuelco el corazón y se le activó el cerebro a marchas forzadas.

«Connor».

—No pasa nada. No llevo mucho rato dormida —era mentira. Sí que pasaba. No era por el hecho de haberla despertado sino porque todo eso no estaba bien en aquel momento—. ¿Dónde estás? ¿Ya has vuelto?

—Sigo en San José. Vuelvo mañana. Oye, siento haberme largado así sin darte ninguna explicación.

—Pensaba que ibas a trabajar.

—Eso he hecho —se quedó callado un rato y lo oyó respirar pausadamente al otro lado de la línea—. Pero también me fui para escapar.

—Vaya, eso sí que da ánimos.

—Estás enfadada y no te culpo.

—No estoy enfadada. Solo… molesta.

¿Cómo podía reconocerle que estaba cabreadísima por no haberla llamado antes siquiera? Podría haberle enviado un mensaje al móvil, por lo menos. Sin embargo, no podía reclamarle nada. No tenía derecho a protestar salvo por haberla dejado plantada después de pedirle una cita el viernes por la noche, algo que ahora mismo tampoco quería mencionarle. No quería que supiera lo infantil que estaba siendo en ese instante. No quería reconocer lo mucho que esa actitud le recordaba al desasosiego que sentía Evie por sus parejas y lo mal que terminaban siempre sus relaciones.

No era propio de ella, pero ahí estaba, soñando despierta con un tío al que acababa de conocer.

«No es más que un tío. No lo ha sido ni desde el primer día. Déjalo ya».

—Está bien —repuso él—. Lo entiendo.

Mischa suspiró, se sentó en la cama y encendió la lámpara de la mesita de noche. No pensaba permitir que este hombre —ni ningún otro— la aplastara como se había dejado su madre con demasiados hombres.

—Bueno, y entonces ¿para qué me llamas ahora?

—Para disculparme y hablar.

—Muy bien, pues habla.

Se hizo un largo silencio al otro lado y luego oyó una ligera exhalación.

—Tienes toda la razón del mundo para estar borde conmigo.

Negó con la cabeza como si él pudiera verla.

—No, no la tengo. Lo siento, Connor.

—No hace falta que te disculpes. Me lo merezco. Lo sé. Después de lo que pasó la última noche, por lo menos tendría que haber… Joder, no sé qué tendría que haber hecho. Mischa, todo esto es nuevo para mí.

—¿Qué es nuevo?

—Que me importe lo que piense una mujer con la que quedo y serle sincero. Sé que va a sonar grosero, pero durante mucho tiempo me han importado una mierda las demás mujeres. Años, incluso.

Notó una punzada en el corazón, fuerte y seca. ¿Qué quería decirle exactamente?

—A mí eso me ha pasado también con los hombres, por lo que respecta a las relaciones personales, si es que se les puede llamar así. Desde siempre.

—Así que esto también te resulta raro a ti, si es que estamos de acuerdo.

Entonces fue ella la que se quedó callada un rato. Era como si estuviera de puntillas al borde de un precipicio. ¿Estaba lista para lanzarse? ¿Estaba preparada para asumir ese riesgo? Aunque tal vez si solo pedían algo de reconocimiento, el riesgo tampoco fuera tan alto. Quizá tenían que decirlo en voz alta para que a ambos les quedara claro y quitárselo así de encima.

Los agarrotados músculos del cuello y hombros empezaron a destensarse.

—Mischa, ¿estás ahí?

—Estaba pensando. Y… estamos de acuerdo.

—Es bueno saberlo.

Casi podía oírle sonreír al otro lado de la línea.

—¿Y ahora qué? —preguntó ella.

—Ahora, estamos de acuerdo en ir cada uno por nuestro lado antes de que esto se complique más —hubo una pausa en la que se notó el pulso en las sienes—. O bien, podemos seguir viéndonos y no dejar que esto se complique.

—De acuerdo.

—¿De acuerdo con qué? Porque yo preferiría lo último. Esto es lo que he averiguado al estar lejos unos días —se hizo una pausa, más larga esta vez—. Te he echado de menos.

El corazón le dio un vuelco. ¿En serio acababa de decirle eso? Ella también lo había echado de menos, pero no sabía cómo decírselo. No sabía cómo tirarse de cabeza desde tan alto.

—Yo he llegado a la misma conclusión, más o menos —dijo ella esquivando un poco la cuestión—. Y me gustaría volver a verte. ¿Me avisarás cuando estés en Seattle?

—Cuenta con ello. ¿Qué planes tienes mañana?

—Voy a ver al del cáterin con Dylan y Lucie para acabar de concretar el menú. Después, Greyson y yo hemos quedado con el abogado.

—¿Cuándo habrás acabado con los compromisos?

—Seguramente hacia las cinco.

—Pues te recojo a las siete.

Ahí estaba otra vez ese aire de autoridad que a ella le encantaba y con el que era tan receptiva. Incluso ahora le empezaba a arder el cuerpo de las ganas con solo oír su voz y su firmeza.

—¿Dónde vamos? —preguntó ella, enrollándose un mechón de pelo en un dedo.

—A cenar y luego a mi casa.

—Suena genial. Pues entonces nos vemos mañana.

Colgaron y se encontró sonriendo.

«No seas idiota».

No era la primera vez que se decía eso desde que conociera a Connor Galloway. Probablemente no sería la última vez. Sin embargo, le gustaba dónde estaban; dónde les había llevado esta conversación.

Se metió bajo la manta, se hizo un ovillo bajo la sábana y alargó el brazo para apagar la luz, pero no podía dormir. Estaba demasiado nerviosa tras la llamada de Connor, lo que no era nada bueno teniendo en cuenta la larga jornada que le esperaba a la mañana siguiente. Pero la verdad era que tenía el cuerpo igual de activo que la mente. Oír su voz y pensar en verlo había aumentado el calor que empezó en el momento en que lo conoció y ahora hervía con fuerza. El calor le corría por las venas y el sexo.

«Lo necesito».

Masculló. No podía esperar a mañana por la noche. Ahora no podía dormirse con este deseo que la recorría entera como si la hubiera besado y tocado en lugar de simplemente hablado con ella por teléfono. Era por su voz. Esa voz tan sensual con acento irlandés; tan profunda y masculina. También le resultó atractivo que pareciera algo inseguro al principio de la conversación. E incluso más al final, cuando cambió a ese tono autoritario natural. Le recordó inmediatamente el modo en que la sujetaba cuando hacían el amor. La manera bruta y descarnada en que la trataba…

Se pasó las manos por el vientre, se acarició los pechos y se rozó los pezones con los pulgares. Estaban duros. Los pellizcó un poco y le sobrevino una oleada de placer. Lo hizo otra vez, más fuerte; le dolió y el sexo se le humedeció de repente, solo por el dolor. Eso y la imagen en su cabeza de Connor haciéndoselo con sus manos grandes y expertas.

Suspiró y bajó una mano despacito hasta sus muslos. Estaba empapada; deseosa. Quería más de lo que su mano podía ofrecerle.

Se dio la vuelta en la cama, abrió el maletín y sacó el vibrador más grande: un falo de color carne hecho de una silicona con textura parecida a la piel. Era como un pene de verdad salvo que producía una vibración muy fuerte. Era exactamente lo que necesitaba.

Tardó un momento en encontrar un enchufe detrás de la mesita de noche para conectarlo —los vibradores tan fuertes no eran inalámbricos— pero al final lo localizó. Se quitó el camisón por la cabeza antes de tumbarse en la cama con el gran vibrador entre las piernas.

Cerró los ojos y se recreó con imágenes de Connor: sus grandes manos, su cuerpo desnudo lleno de músculo, su exuberante boca. Recordaba incluso su sabor, el tacto de sus manos en la piel y el dulce escozor de su palma al azotarla.

Le ardía la piel de reproducir esas imágenes como si fueran una película. El sexo le vibraba de las ganas y eso que aún no había empezado a tocarse. Quería hacérselo como solía hacerlo Connor y hacerse esperar.

Separó los muslos aún más e imaginó su pene grande y hermoso, con su piel dorada y la punta ligeramente más oscura, hinchada y reluciente con una gotita de líquido preseminal.

—Fóllame, Connor —susurró en la oscuridad mientras encendía el vibrador.

Se rozó ligeramente los labios y se estremeció. Volvió a hacerlo, jugueteando, sin introducírselo todavía. Pensó en el tubo de lubricante del maletín, pero esta noche no lo necesitaba. Estaba bastante mojada. Se llevó las rodillas al pecho, abriéndose por completo, y se introdujo la punta del gran vibrador.

—Ah…

La polla de Connor era tan grande como su juguete preferido. Tal vez algo más grande. Lo empujó más adentro y su sexo, hambriento, lo acogió con facilidad. Toda ella temblaba; el placer la invadía y la sacudía en largas oleadas. Veía el rostro de Connor en su cabeza, como si estuviera encima de ella y fuera él quien la penetrara.

—Ah, sí…

Se sacó un poco el vibrador y volvió a introducírselo, imaginándose a Connor haciendo lo mismo mientras el placer la hacía llegar al borde del abismo, a punto de alcanzar el orgasmo.

—Venga, Connor —murmuró—. Fóllame más.

Arqueó la espalda y se empujó más el vibrador, al que su sexo se aferraba. Se follaba al juguete con fuertes embestidas con las caderas. Empezaba a correrse.

Llegó al orgasmo de una forma tan cegadora que la hizo gritar su nombre.

—¡Connor!

Seguía moviendo el enorme vibrador dentro de su sexo, con ganas de más.

«No es suficiente…»

No lo sería nunca. Solo Connor bastaría.

Al final, se detuvo. El placer seguía siendo muy intenso en su interior. Las ganas también. Tenía ganas de él.

«Connor».

Mientras intentaba recobrar el aliento, se sacó el vibrador y lo paró. Su cuerpo seguía ardiendo, deseoso e insaciable, aunque sabía que podía estar toda la noche con el vibrador y no sentir la satisfacción que anhelaba. Eso era algo que solamente Connor podía ofrecerle. Su tacto. Su autoridad. Su presencia.

Se preguntó si alguna vez podría quedar plenamente satisfecha o si, de algún modo, él la había echado a perder.

Sea como fuere, lo vería al día siguiente por la noche y eso era lo único que le importaba ahora mismo.

A las siete menos cinco, Connor detuvo el coche en la calle frente al edificio de Dylan. Levantó la vista y vio que había luz en el apartamento; sabía que Mischa lo estaba esperando. Tenía una erección con solo pensar en ella; verla e imaginar todas las cosas sucias que le haría cuando volvieran a casa después de cenar.

—Tranquilo, chico —le dijo a su pene, que empezaba a estar erecto, mientras se lo recolocaba en la bragueta. No tuvo demasiado éxito.

Se maldijo entre dientes mientras salía del coche, cruzaba la calle y llamaba al timbre. Ella no dijo nada; le abrió sin más.

Se apoyó en la pared del ascensor mientras este lo llevaba hasta su piso.

«Tengo que ver a esta chica. Tengo que tocarla».

Había pasado mucho. ¿Unos cuatro días?

Bueno, ahora no tenía tiempo para pensar en eso. El ascensor se abrió y se encontró delante de su puerta, llamó. Ella abrió y la vio igual; igual que en la fantasía que tuvo cuando abandonó la ciudad. Salvo que ahora mismo llevaba puesta demasiada ropa.

Le gustaba, no obstante. Llevaba un vestido ajustado con un estampado negro y rojo que realzaba sus curvas y le hacía un gran escote. Calzaba esos zapatos de tacón negros que tanto le gustaban, porque le daban como un toque de fetichismo. Y unas impresionantes medias de rejilla.

Ella le sonreía con esos labios rojos suyos, tan apetecibles.

—¿No me vas a decir ni «hola»? —preguntó ella, entre risas.

Él entró y cerró la puerta.

—No.

Alargó el brazo, la atrajo hacia sí y le dio la vuelta para tenerla de espaldas a la puerta. Entonces empezó a besarla apasionadamente con lengua. Sabía a dentífrico y a flores. No le encontraba el sentido, pero no le importaba. Respiró su aliento y se regodeó con su lengua. Se aferró a sus pechos con ambas manos y le notó los pezones duros a través del sujetador y el vestido.

Dejó de besarla tan solo para pasarle la lengua por la garganta; necesitaba saborearla.

—Menudo saludo —dijo ella entrecortadamente mientras él le quitaba el vestido, le introducía la mano dentro del sujetador y le sacaba un pecho.

Se agachó un poco para apresar el pezón rojizo entre los labios, que lamió, succionó y luego mordió.

—Ah, cómo me gusta, Connor…

Ella le enmarcaba el rostro con ambas manos, acercándole la cara a la suya. Las manos de él serpenteaban bajo su vestido; le levantaron el dobladillo mientras se lo subía por los muslos y vio que las medias estaban sujetas con un liguero. No llevaba más ropa interior. Hubiera sonreído si no tuviera la boca llena de su dulce y fragante piel: la punta de su pezón hinchado. Siguió succionándolo mientras le agarraba el culo con una mano, masajeándolo y pellizcándolo a partes iguales. La otra se perdió entre los pliegues de su sexo.

Se aplicó inmediatamente: le introdujo dos dedos mientras le presionaba el clítoris con la palma de la mano.

—Joder, Connor.

«Sí, eso es lo que quiero…»

Tenía la polla dura como el acero. Le soltó el culo el tiempo justo para desabrocharse los vaqueros, sacársela y ponerse un preservativo que llevaba en el bolsillo. Impaciente, se quitó el abrigo como pudo y lo tiró al suelo. Entonces se le abalanzó. La cogió en brazos y ella le rodeó la cintura con las piernas mientras Connor la embestía. Su sexo, caliente y húmedo, acogió su pene con ganas.

—Mischa… Esto era lo que necesitaba. Necesitaba follarte… exactamente… así.

Puntuaba cada palabra con una embestida, penetrándola y empujándola contra la puerta. El placer era lo único que contrarrestaba el martilleo que notaba en el pecho. Era lo único que alimentaba el pulso frenético de su pene. La única manera que tenía de formar parte de ella.

Mischa gemía, con las manos entrelazadas con fuerza alrededor de su cuello. Él se agarraba a su culo mientras la penetraba una y otra vez. Ella arqueaba la espalda, acercándole las caderas, y, mientras se corría, su sexo le apretaba el pene como un puño cálido y sedoso. Al poco llegó él al orgasmo entre gritos, follándola más fuerte que nunca. Necesitaba que fuera así, animal y primitivo.

Le temblaban las piernas y tuvo que retirarse para poder dejarla a ella en el suelo. Mischa tenía las mejillas encendidas y le sobresalía un pecho por el vestido, cuyo pezón seguía teñido de un tono rojizo por la excitación. Se lo acarició y notó cómo se estremecía. Cuando volvió a mirar su rostro reparó en sus ojos, que eran de un azul increíblemente brillante por el orgasmo que acababa de sentir.

Le costaba respirar igual que a él.

—Bueno —dijo ella al cabo de un momento—. Bienvenido a casa.

Y se dio cuenta de que era cierto, era como si estuviera en casa. Estar con ella, dentro de ella.

«No pienses eso».

No podía parar.

«Me he metido en un buen lío».

Tampoco quería pensar en eso de modo que le sonrió.

—¿Lista para ir a cenar?

Ella se echó a reír.

—Creo que antes me lavaré un poco. Y me cambiaré las braguitas. Bueno, de hecho ya no las llevaba.

—Lávate pero nada de braguitas —le dijo él. La obligó.

Ella le respondió con un gesto burlón antes de darse la vuelta e irse al baño. Pero a él le daba igual que se mostrara un poco descarada. Volvía a estar al mando, que era exactamente donde necesitaba estar. Y donde pensaba quedarse.