Capítulo 12
Connor no le quitó la mano de la espalda a Mischa mientras recorrían Koi, el restaurante japonés en el que habían quedado para cenar con Alec y Dylan. Era algo raro ir juntos, en plan pareja, pero Alec se lo había vuelto a pedir, le dijo que le estaba dando demasiadas vueltas y que quedaran ya de una vez. Era algo que no experimentaba desde hacía tiempo, no así, al menos. Era diferente que llevar a una mujer a una fiesta o al Pleasure Dome. Al mismo tiempo también se le antojaba natural porque era Mischa con quien iba.
Todo era natural con ella. Las cosas entre ambos habían sido muy fáciles en la última semana, desde la noche en la que le tatuó. También lo fue la charla reveladora que mantuvieron en la mesa de la cocina. Reveladora por ella, claro, aunque se alegraba de haber podido hablar. Desde entonces Mischa se había mostrado más abierta en todos los sentidos. Incluso hizo que el sexo y el juego de poder fueran muchísimo más excitantes.
Y se estaba mintiendo a sí mismo si pensaba que eso era lo único excitante.
«Ahora no».
No, ahora veía la imponente figura de Alec en una mesa cerca de la ventana con Dylan, que parecía diminuta a su lado. Tenía la cabeza apoyada en la de ella, cuyo melena cobriza resplandecía en la ligera penumbra del restaurante. Dylan tenía un pelo precioso, pero no era comparable con el pelo dorado de su Mischa.
«Su».
Joder.
En un gesto posesivo le apretó la cintura con los dedos —necesitaba hacerlo aunque fuera solo un momento— y ella se volvió hacia él con una mirada inquisitiva. Connor sonrió y ella se encogió de hombros.
—Hola —Alec se levantó para saludarles. Le dio a su amigo unos buenos golpecitos en la espalda y se inclinó para besar a Mischa en la mejilla antes de que Dylan se levantara para abrazar a ambos.
Connor le retiró la silla a Mischa para que se sentara y luego se instaló a su lado.
—Espero que no llevéis mucho rato esperando. El tráfico era un horror —dijo él al tiempo que se colocaba la servilleta en el regazo.
—Nada, unos minutos solo —contestó Dylan—. Nosotros también hemos encontrado tráfico pero ya hemos pedido unos calamares y una ronda de cervezas. Espero que os guste.
—Vaya, ¿tú eras la sumisa? —bromeó Mischa.
—¡Ja! ¡Mira quién habla ahora, guapa! —exclamó Dylan con una sonrisa a pesar de la protesta, y Alec le sonrió.
—Vaya cara de bobitos traéis los dos —les dijo Connor.
—De bobitos felices —repuso Alec, que le cogió la mano a Dylan y se la acercó a los labios para darle un beso—. Deberías probarlo algún día.
—Qué va, ser feliz no va conmigo.
Nada más decirlo se dio cuenta de que lo creía de verdad, al menos en gran parte. Miró a Mischa y trató de olvidarlo. Ahora mismo era bastante feliz, ¿no?
Llegó el camarero con las cervezas. Se sirvió la suya en un vaso alto y sirvió también la de Mischa. Tragó saliva.
—Bueno, ¿y cómo lleváis los preparativos de la boda? Me imagino que habréis acabado ya, ¿no?
—Para nada —Dylan negó con la cabeza—. Aún quedan mil cosas por hacer. No tenía ni idea de que las bodas suponían semejante trabajo.
—Suerte que será la única boda que tú y yo organizaremos —dijo Alec mientras pasaba un brazo por encima de sus hombros.
—Y suerte que Mischa está aquí para ayudarme.
—Ojalá pudiera ayudarte más. Sinceramente, de no ser por Kara y Lucie, estaría totalmente perdida. Me sabe mal tener que volver a San Francisco, Dylan. Ojalá pudiera quedarme hasta la boda.
«Y yo».
Connor le dio otro trago a la cerveza. Tenía que dejar de pensar así. No valía la pena.
Se notó un nudo en el estómago, pero no quería pensar en eso ahora. Dio otro sorbo, vio que casi había apurado el vaso, se dio cuenta de lo que estaba haciendo y volvió a dejar la bebida sobre la mesa. No pensaba hacerlo; no quería ahogar los pensamientos en alcohol.
—No te preocupes, Misch —dijo Dylan—. Lo entiendo. Tienes que llevar un negocio. Y hablando de negocios, ¿cómo van las cosas con Greyson?
Volvió a notar otra punzada en el estómago que optó por ignorar. No le gustaba oír el nombre de ese tipo. No le gustaba que le recordaran lo cerca que estaba de Mischa.
Joder. Estaba siendo un imbécil.
—Todo va como la seda. Abrir un estudio nuevo con un socio que haga la mitad del trabajo es muchísimo más fácil que hacerlo sola, como me pasó con el Thirteen Roses. Ya hemos visto por encima los planos para las obras y tienen muy buena pinta. Y ya hemos escogido un nombre: 1st Avenue Ink.
—Qué bien —dijo Alec—. ¿Cuándo crees que podréis abrir?
—Aún nos quedan unos cuatro meses o más. Eso si las obras van bien, claro. De todos modos cuento con que habrá contratiempos. Los constructores no es que sean muy fiables precisamente. Y aunque Greyson diga que es muy bueno, sé que a veces pasan cosas que uno no puede prever —añadió Mischa encogiéndose de hombros.
—¿Pero volverás para comprobar cómo van las cosas antes de la inauguración? —preguntó su amiga.
Connor apretó la mandíbula, tratando de hacer caso omiso a la opresión que se notaba en el pecho. Levantó la vista y vio que Alec le estaba mirando.
—Por supuesto —contestó Mischa—. Todavía tenemos que contratar a los tatuadores y a un responsable para el estudio. Ambos estamos de acuerdo en que no contrataremos a nadie que no hayamos entrevistado los dos. No queremos limitarnos a contratar a alguien solo viendo su porfolio. Queremos asegurarnos de que encajan bien en todos los sentidos. Los choques de personalidad pueden echar al traste un estudio porque los clientes acaban notando las tensiones, así que queremos ir con cuidado.
Sin dejar de mirarle, Alec arqueó una ceja. Él hizo ver que no tenía ni idea de lo que quería decirle.
—¿Cada cuánto crees que vendrás? —quiso saber Dylan.
Connor flexionó los dedos sobre el vaso. Al parecer seguía sin soltarlo. Alec también se dio cuenta. Seguía mirándole y supo que su amigo se estaba fijando en cada una de sus expresiones, igual que haría con las sumisas con las que jugara. El tío era un experto en el arte de la observación.
—Probablemente una vez al mes, durante unos días o una semana cada vez. Depende del trabajo que tenga en el estudio de San Francisco. Pero será una práctica excelente para Billy cuando tenga que dividirme entre los dos estudios.
—Necesitarás casa donde quedarte cuando vengas —sugirió Dylan.
Mischa hizo un ademán con la mano.
—Puedo hospedarme en un hotel hasta que encuentre piso.
—No seas tonta. Iba a alquilar mi piso después de la boda, pero puede esperar. ¿Por qué no te quedas ahí?
«O en mi casa».
¿En qué narices estaba pensando?
—No quiero ser una molestia. Al menos déjame que te pague el alquiler.
—No hace falta.
—Pues claro que sí. No pienso aceptar lo contrario. Pero si te va bien de verdad, me encantaría quedarme en tu casa; siempre me he sentido cómoda y será genial tener un sitio en el que estar tranquila con todo el estrés de abrir un estudio.
—Pues entonces está hecho.
Mischa le sonrió a su amiga.
—Eres un encanto, Dylan. ¡Ay, los calamares! Me muero de hambre.
Connor resopló cuando pusieron la comida en la mesa y los demás se distrajeron. No quería pensar demasiado en el hecho de que Mischa regresara a San Francisco o en qué pasaría —o no— cuando volviera a Seattle.
Nada de expectativas. ¿En qué habían quedado? ¿Por qué no podía dejar de comerse el coco? Además, ¿comerse el coco no era casi lo mismo que albergar expectativas?
Mischa le notó tenso a su lado y se preguntó qué le pasaba. Ella se lo estaba pasando bien y él conocía a Alec y a Dylan, debería de estar igual de cómodo con ellos. La cerveza japonesa estaba buena y la tempura de calamares aún mejor. Aunque lo mejor de todo era la promesa del polvo fantástico que tendrían después, como siempre. ¿Qué le pasaba, entonces?
Volvió la cabeza para intentar leerle la expresión mientras miraba a Alec, que le devolvía la mirada. ¡Hombres! Eran imposibles de descifrar. Se rindió y se centró en la comida.
Durante la cena pareció que Connor se relajaba un poco porque la conversación había vuelto a versar sobre la boda, los amigos mutuos que acudirían al evento, y por qué Dylan y Alec querían saltarse sendas despedidas.
—Mischa, ¿me acompañas al servicio? —le preguntó Dylan cuando hubieron retirado los platos.
—Claro.
—¿Por qué las mujeres no vais al servicio solas? —preguntó Alec, que se levantó cuando Dylan se incorporó.
Connor hizo lo mismo con Mischa, y tuvo que reconocer una vez más que le encantaban estos modales de antaño que observaba en los hombres dominantes.
—Tenemos que desaparecer de vez en cuando para que los hombres aprendáis a apreciarnos —sentenció Dylan.
—Yo siempre te aprecio, cariño —le dijo Alec, cuya adoración por su futura esposa se reflejaba en su rostro.
Ella le sonrió y se acercó a darle un beso mientras Mischa notaba un nudo en el estómago. ¿La apreciaría más Connor cuando hubiera regresado a San Francisco? Qué complicado era todo, ¿no? Tendría que salir del estado para que la echara de menos. ¿Por qué tenía que importarle tanto?
—Vamos, Misch.
Ella sacudió la cabeza en un intento de calmar esos pensamientos errantes mientras seguía a Dylan hasta el fondo del restaurante. Los servicios eran tan elegantes como el resto del local. Las paredes estaban forradas con bambú y había una zona de descanso a la entrada. Su amiga la cogió de la mano y la hizo sentar en un sofá negro de piel.
—Oye, ¿qué os pasa a vosotros dos?
—¿A qué te refieres?
—Venga ya. Ahora no me digas que no te has dado cuenta de que Connor se ha pasado la cena de morros.
—Sí que me ha parecido algo tenso pero no sé qué le pasa. Entre nosotros las cosas van bien. Muy bien, de hecho. Tal vez no ha tenido un buen día o le ha pasado algo en el trabajo. Sinceramente, intento no pensar mucho en el tema porque ya me como bastante la cabeza.
—¿Por qué te comes la cabeza si todo va tan bien entre vosotros?
—Pues no lo sé… tal vez es que las cosas han sido demasiado buenas —se calló y se mordió el labio un instante—. Lo siento, sé que no tiene mucho sentido. Es que… no quiero pensar en el momento de irme a casa y que los dos sigamos adelante con nuestras vidas como si nada hubiera ocurrido. No me cabe en la cabeza.
—¿Por?
—Porque… —tuvo que detenerse otra vez e inspirar hondo—. Porque ha pasado algo. Está pasando, vaya. Se suponía que no era más que diversión. Y ha sido muy divertido, sí, pero no iba a ser nada. Nada más.
—Misch, ¿qué intentas decir?
—Pues que… siento algo por Connor y no sé cómo abordarlo. No sé si quiero. Esto no es lo que necesito ahora mismo.
—Tal vez sí lo sea.
Ella negó con la cabeza.
—No, no lo es. ¿Cómo puede ser? Estoy a punto de abrir un negocio nuevo y no es cosa de risa. Habrá meses de planificación, entrevistas y permisos de obras, seguidos de una ardua promoción para atraer a la clientela. Por no hablar de preparar el estudio de San Francisco para empezar a dividirme entre ciudades. Y al final tendré que buscarme un apartamento también. Tengo mil cosas que hacer, cosas en las que debo centrarme. Joder, el otro día llegué tarde a una reunión con Greyson porque estaba remoloneando en la cama con Connor. Grey me hizo un comentario burlón sobre que me había olvidado del negocio ahora que tenía un novio y, aunque estaba de broma, me dio donde más duele. Además, Connor ni siquiera es mi novio. Ni por asomo, vamos.
—Nadie pone en duda la entrega que tienes por el trabajo.
—Bueno, pues eso me hizo dudar. Un minuto, al menos —sacudió la cabeza, frustrada por tener tantas dificultades a la hora de expresarse—. A ver, lo que quiero decir es que hizo que me diera cuenta de que estoy distraída. ¡Y no puedo permitírmelo, no tengo tiempo para esto!
Dylan le puso una mano en el brazo y le dio un apretón.
—De acuerdo, cariño. Tranquilízate.
—¿Es que no te das cuenta? No puedo tranquilizarme, joder. Ese es el problema.
Se secó una lágrima de la mejilla con una mano impaciente y reparó en el aire de confusión que tenía su amiga. Ambas se quedaron calladas un buen rato.
—Vaya —dijo Dylan al final.
Mischa se sorbió la nariz.
—¿Vaya, qué?
—Le quieres.
Se tapó los ojos con las manos.
—No lo digas, por favor —susurró.
Dylan puso las manos sobre las suyas para apartárselas de la cara.
—Mischa, no pasa nada.
—Sí que pasa. Esto no está nada bien. Tengo una carrera en la que pensar. Tengo una vida.
—¿Y acaso no puedes tener esas cosas y amor también?
Ella sacudió la cabeza con un aire impotente.
—Yo tengo todas esas cosas.
—Ya, eso tú —protestó Mischa.
—¿Por qué en tu caso iba a ser diferente? Mira, sé cómo te sientes. Yo estaba en esa misma situación no hace mucho tiempo, ya lo sabes. Hasta que conocí a Alec. Hasta que amarle hizo que me diera cuenta de que lo que me faltaba en la vida era precisamente él. Quererle era lo que necesitaba.
—Creo que yo no soy así, Dylan, y te aseguro que Connor tampoco. Hemos sido muy sinceros el uno con el otro desde el principio. No puedo esperar ahora que cambie. No es justo y tampoco realista.
—La cara que puso cuando mencionaste el nombre de Greyson me dice algo distinto.
—¿Qué cara?
—Como si estuviera a punto de arrancarle la cabeza a Greyson y comérsela con un poco de sushi.
Eso le arrancó una sonrisa.
—Qué va.
—Bueno, quizá no tenía ese aire tan asesino pero estaba celoso, eso seguro.
—Los celos no implican amor.
Su amiga se encogió de hombros.
—Puede que no, pero tampoco implican que el tío pase de ti.
—Pero es más bien por el sentido de la posesión. ¿No forma parte de todo esto de la dominación y la sumisión?
—Sí, hasta cierto punto. Pero cuando un hombre siente que eres suya, la historia cambia por completo.
—Nunca ha dicho que fuera suya.
—Lo piensa.
—¿Cómo estás tan segura de eso?
—He visto esa expresión anteriormente. En Alec y en muchos otros hombres, tanto en la escena del BDSM como fuera de ella. Ya escribía sobre eso antes de experimentarla en mis propias carnes.
—No sé, Dylan. No sé qué siente. Es confuso porque, aunque lo supiera, no sé qué haría. No sé si puedo tenerlo, ¿entiendes lo que quiero decir? Y querer que suceda si Connor no quiere es una tontería, además de peligroso.
—¿Pero no crees que vale la pena? No te digo que sea fácil, pero sí te aseguro que vale la pena.
—No lo sé. A pesar de tu seguridad sobre el amor, no acabo de pillarlo. Lo único que siento es peligro, pero no la alegría que es tan patente en Alec y en ti.
Lo único que sabía era que querer a Connor significaba que toda su vida, todo para lo que tanto había trabajado, podía desmoronarse si él le daba la espalda.
Pero ella no podía darle la espalda a él. Todavía no. Tenía que encontrar la manera de controlar sus sentimientos, de estar con él tanto como pudiera. Hacer caso omiso al hecho de que había un final para su historia.
Tragó saliva para poder deshacer el nudo que tenía en la garganta.
—Necesito recobrar fuerzas —dijo Mischa— para seguir adelante como siempre he hecho. Esa es la única opción que tengo.
Dylan frunció el ceño.
—Está bien, cariño. Si así es como quieres llevar las cosas, te respaldaré en todo lo que decidas. Pero me gustaría que te lo pensaras bien.
—Te lo agradezco. Te estoy muy agradecida por tus consejos, pero será mejor que deje de pensar tanto. Será muchísimo mejor.
—Ya, te entiendo.
Dylan le dio otro apretón en el brazo y supo que era para tranquilizarla. Sin embargo, a ella se le antojó muy parecido al débil repiqueteo que notaba en el corazón al tragar ese nudo de dolor; esa emoción que amenazaba con asfixiarla si se atrevía a reconocerla en voz alta, aunque fuera un momento.
Tenía que dejar de pensar en cualquier posibilidad de un futuro con Connor. Tenía que centrarse en su trabajo, lo único que siempre la había salvado. Ya estaba acostumbrada a eso, a volcarse en su trabajo, a encontrar su valía mediante su carrera como tatuadora y como escritora. Y ser la orgullosa propietaria de un negocio. Eso era lo que le daba sentido y tenía sentido para ella. A lo que no estaba acostumbrada y no le encontraba sentido era a estar enamorada.
Después de cenar se quedaron tomando el té y hablando durante una hora, lo que le dio tiempo a Mischa para tranquilizarse. Se alegraba de estar más serena a la hora de despedirse de Alec y Dylan, y de regresar a casa de Dylan en el enorme Hummer de Connor. Ambos permanecieron callados durante el corto trayecto. De fondo, el ruido del motor y de las ruedas que salpicaban, y el leve vaivén de los limpiaparabrisas la calmaron un poco más.
Cuando entraron en el piso, él la ayudó a quitarse el abrigo empapado y se quitó el suyo también. Ella los colgó antes de pasar al salón. Oyeron el lejano retumbar de los truenos al sentarse en el sofá verde de ante.
—¿Quieres beber algo? —le preguntó él, tan caballeroso como siempre, incluso en el que era su piso temporal.
—No, gracias. Estoy bien. ¿Y tú?
—No necesito beber más; creo que me he bebido una tetera entera.
—Me refiero a si estás bien —le dijo en voz baja porque no quería asustarle, si bien necesitaba saberlo. Lo necesitaba, algo que no le gustaba, pero la sensación era tan acuciante que no podía pasarla por alto.
—¿Qué? Sí, claro. Estoy bien.
—Es que en la cena parecías algo tenso.
—¿En serio? Bueno, el trabajo me tiene consumido pero no es algo que no pueda remediar. Voy un poco retrasado con el proyecto, nada más.
—¿Tienes que irte? No quiero entretenerte si tienes que trabajar. Sé que es importante. No hace falta que te quedes.
Ella hizo el amago de levantarse pero él la detuvo poniéndole una mano en la muñeca.
—No tengo que irme, Mischa. Dejaré de darle vueltas al trabajo, no te preocupes. Lo tengo todo controlado.
Ella se acomodó en el sofá.
—Como siempre.
Él arqueó una ceja y ella se encogió de hombros.
—No pretendía hacer ninguna gracia. Lo decía en serio: siempre lo tienes todo controlado.
—¿Me estás diciendo que no te gusta?
—No. Ya sabes que sí. Y no me refiero solo al sexo y al juego de poder. Me gusta que seas alguien que está al mando de su vida. Es como me gusta a mí llevar mi vida, también. De una forma organizada y centrada en mi carrera.
—Ya. ¿Qué es lo que no me estás contando?
—¿Por qué crees que te oculto algo?
—Estoy bien preparado para leer entre líneas, ¿no es así? Y debajo de esa aparente primera capa hay algo más.
Le brillaban los ojos a la luz de la lámpara. Eran escrutadores, como siempre, pero juraría que había algo más en ellos.
—¿Eso no pasa con todo el mundo? —preguntó ella.
—Claro, pero a ti te pasa algo concreto ahora mismo.
—¿Y a ti no?
Se quedó callado un rato.
—Touché —dijo en voz baja.
A pesar de esa incómoda charla, era consciente del calor que emanaba su cuerpo. Por muy desasosegada que estuviera —y tenía que reconocer que últimamente lo estaba demasiado a menudo— eso no desaparecía nunca. Incluso ahora, con lo tenso que estaba él y hasta algo enfadado —del mismo modo en que lo estaba ella—, notaba el fuego de su presencia hasta en los huesos.
—Connor, no quería… Joder, no sé qué estoy haciendo. Enfadándote… Cabreándote de esta forma.
—No estoy cabreado.
Alargó el brazo y le puso un mechón de pelo detrás de la oreja, lo que la hizo estremecer. Sus miradas se encontraron; la suya era de un verde intenso por la luz de las farolas que entraba por los ventanales. Leyó en ellos ternura y algo de crudeza. Tal vez quedara algo aún del enfado —o de lo que fuera— en su mirada firme. La sorprendió cuando la atrajo hacia sí con fuerza, apretándole los senos contra su pecho, y la besó. Volvió a sorprenderla cuando el beso fue tan intenso que la dejó sin respiración.
Este hombre era pura contradicción, lo que la confundía y la tentaba al mismo tiempo. Pero en cuestión de segundos, era incapaz ya de pensar en eso. O de pensar en lo que fuera, vaya. La desnudó deprisa, con unas manos impacientes y sin despegar sus labios de los suyos. Le deslizó el vestido por los hombros y luego hizo lo mismo con los tirantes del sujetador. Le acabó de bajar todo el vestido, llevándose consigo también las braguitas. Siguió besándola, le bajó la cremallera de las botas, se las sacó y la dejó ahí de pie con las medias puestas.
La besó una y otra vez mientras se desnudaba él y se detuvo un momento para pellizcarle los pezones y darle un fuerte apretón en el trasero antes de quitarse toda la ropa. Cuando estuvieron los dos desnudos, él la tumbó sobre los cojines y agachó la cabeza mientras la sujetaba con firmeza, con una mano en el vientre y otra en el muslo, para abrirla de piernas.
Bajó más la cabeza y se puso manos a la obra, llevándose el clítoris a la boca y chupándolo fuerte.
—Joder, Connor. Dame un segundo para que… ah…
Con la lengua le trazaba círculos en el clítoris y notó que se le endurecía y se le alargaba a la vez por la succión de su cálida boca.
Seguía asiéndola bien y cuando ella trató de cambiar de postura, la sostuvo con más tesón para impedirle que se moviera siquiera. Sin embargo, no había ni una sola parte de ella que quisiera rebelarse contra él. Le encantaba todo y necesitaba sentirse dominada por él, perderse en él.
El placer la invadió de repente, desplegándose en su vientre y llegando hasta su sexo y sus pezones, cada vez más duros.
Le introdujo los dedos y ella arqueó la espalda en el sofá.
—¡Ah!
Empezó a penetrarla con la mano, hasta el fondo, rápido y fuerte. Su boca era igual de insaciable, exigiendo su placer y exigiendo que se corriera. Notó cómo el deseo aumentaba tanto y tan deprisa que ni siquiera pudo pensárselo. Connor le apretó el muslo con fuerza, hincándole los dedos, y supo que la poseía del mismo modo que ella quería, que necesitaba.
«Connor, haz que me corra».
No pudo decirlo en voz alta pero él capto el mensaje enseguida. Siguió bombeando con los dedos, flexionando un poco los dedos para acceder a su punto G mientras le chupaba el clítoris una y otra vez. Con la lengua entraba en su sexo junto con sus dedos. La sensación era un océano entero, en el que se sumía y se ahogaba, estremeciéndose sin parar mientras llegaba al orgasmo.
—Ah…
Él se detuvo un instante para murmurar:
—Ha sido precioso, Mischa. Otra vez.
—No sé si…
—Córrete para mí otra vez.
Se inclinó de nuevo sobre su sexo, abarcándole todo el clítoris con la boca. Esta vez le pasó la lengua sobre la punta hinchada, suavemente, tan suave que sintió una especie de deseo líquido y ardiente. Él era consciente de que estaba algo dolorida, sensible, pero sabía lo que hacía. Con los dedos siguió penetrándola, más cuidadosamente esta vez, como si apenas los moviese, y luego le introdujo dos más, llenándola así por completo.
—Joder, Connor, me encanta.
Él inclinó la mano mientras la empujaba hacia dentro y volvió a inclinarla mientras la sacaba, creando una espiral de sensación que la llevó de nuevo a ese precipicio sensorial. Mientras le lamía el clítoris y trazaba círculos en la punta, ella volvió a correrse, entre temblores y gritos.
—¡Connor!
Él se movió un poco, sacó los dedos y dejó de lamerla. Reparó en que sacaba un preservativo de debajo del montón de ropa que había en el suelo y oyó cómo rompía el envoltorio. Se esforzó por salir un poco del ensimismamiento posterior al clímax y distinguió cómo enfundaba su precioso pene en el condón. Le vio apretárselo en la base y moverlo un poco, y oyó incluso su respiración entrecortada.
Esperó pero él se quedó ahí encima un rato, mirándola.
—Tienes los pechos más hermosos que he visto nunca, ¿te lo había dicho ya, cielo? —le preguntó mientras los acariciaba con los dedos.
Ella sonrió.
—Sí, me lo has dicho.
—Pues es verdad —repuso con el acento muy marcado, casi en un susurro—. Y tus ojos son de un color azul precioso. Como el cielo. Siento como… —se quedó callado y le acarició una mejilla—… como si pudiera nadar en ellos. Me pasa cada vez que estoy contigo, Mischa, mi niña.
¿Qué estaba diciendo? Se notaba a punto de llorar y el corazón le martilleaba en el pecho.
—Y cuando estoy dentro de ti, dentro de tu increíble cuerpo, no me importa nada más —frunció el ceño. Su rostro delataba su deseo y algo más que no lograba identificar. Le pasó la mano entre los muslos y la introdujo en su sexo cálido y húmedo, con lo que ella gimió—. Esto es como estar en el paraíso, cielo, pero no es lo único. Es la forma como te mueves, la suavidad de tu tacto, la textura de tu piel. Tu olor me enloquece. Es…
Se detuvo y a ella le pareció que dejaba de latirle el corazón un momento, aguardando a que terminara la frase.
Connor negó con la cabeza y la mirada se le oscureció todavía más por el deseo y las ganas.
—Tengo que follarte ahora mismo, ¿lo entiendes?
Ella asintió, aunque en realidad no lo entendía. No sabía a qué se refería, qué había estado a punto de decir y se había callado. Lo único que sí sabía era que si no iba a decírselo, que entrara en ella era lo siguiente que más le importaba.
—Ábrete para mí —le ordenó en voz baja pero de forma tan autoritaria como siempre.
Ella se abrió de piernas y le rodeó la espalda mientras él la penetraba.
La llenó con su miembro, algo más grande de lo que ella podía albergar y que, a pesar de todo, no le parecía suficiente; quería más.
Quería más de Connor.
«No pienses en esto ahora».
No, pensaba únicamente en el inmenso placer, en el deseo ardiente que fluía por sus venas. En la sensación increíble de su cuerpo musculado, que la apresaba contra los cojines del sofá. En su peso al retenerla ahí debajo. En su corazón, que latía al compás del suyo.
Connor cerró los ojos, arqueó las caderas y se introdujo en ella despacio. El placer era como un líquido espeso en sus venas, en su miembro y, de algún modo, también en su pecho. No se atrevía a abrir los ojos, a mirarle a la cara, en ese momento. Sabía que perdería la cordura si lo hacía. Pero cuando ella suspiró, no pudo contenerse más.
Era tan malo como pensaba que podría ser. O tal vez era mejor. Tenía las mejillas sonrojadas, las pupilas dilatadas y los ojos azules, vidriosos. Sus labios eran de un rojo cereza, a pesar de que el carmín casi se le había borrado por la voracidad de sus besos.
Era la mujer más hermosa que había visto nunca.
Era la única mujer a la que deseaba.
«No, joder. Ahora fóllatela».
La embistió y notó la sedosa sensación de su sexo al acoger su pene. Mischa le sujetaba por los hombros y bajó las manos hasta la espalda, algo que le hizo sentir un calor repentino que casi le hacía estremecerse.
«Céntrate».
La sacó hasta la punta y la penetró con fuerza.
—Ah, Connor.
«Sí, di mi nombre. Necesito oírlo».
«No».
La retiró de nuevo y la metió hasta el fondo, con tanta crudeza que notó cómo chocaban los huesos de la pelvis. Repitió el movimiento una y otra vez. Ella le rodeó con los brazos, sujetándolo firmemente. Lo estaba abrazando, joder.
Notó una punzada en el pecho incluso, aunque el placer le embargaba y le hacía sentir debilidad por todo el cuerpo. Era como si se derritiera. Como si se derritiera y se fundiera con ella.
Siguió follándosela, empujando fuerte, con las manos en su melena, aferrándose a sus mechones sedosos como si fueran una especie de salvavidas. Sabía que tiraba demasiado y que le hacía daño con sus estocadas, el pene y las caderas. Le encantaba que no hiciera más que gemir y jadear, y que se agarrara a él aún más.
Se le nubló la vista y de repente ella se convirtió en una explosión de colores como en una acuarela, en la que solamente distinguía sus ojos azules, sus labios rojos y su piel de porcelana. Cuando llegó al orgasmo, lo vio todo negro y cayó sobre ella, entre sus brazos, en su cuerpo.
«Mischa».
Estaba enamorado de ella.
«No».
Se estremecía con un placer indescriptible, de pura emoción al correrse en ella, y al mismo tiempo con un nefasto temor.
«No puedo quererla. Sin embargo, la quiero. Mierda, no puede ser».
Quería retirarse de ella pero estaba demasiado cansado después del clímax. Demasiado cansado por la emoción que le invadía, como si esa sensación le retuviera. No podía hacer otra cosa que quedarse tumbado sobre su suave cuerpo.
Ahora no podía pensar en eso. No le encontraba el sentido, aunque no había nada que descifrar tampoco. Era lo que era y no podía hacer nada al respecto.
No era por el sexo, por muy excepcional que fuera, por lo increíble que era con ella, aunque sí fue entonces cuando se dio cuenta. De repente, como un bofetada. Pero no, era por ella, por quien era y la manera que tenía de ver las cosas, su creatividad y su empuje.
¿Alguna vez había sido capaz de pensar tan lúcidamente después de correrse?
Inspiró hondo y captó su olor… como una especia exótica que solo identificaba con Mischa.
Necesitaba… ¿qué? Sentir esa conexión con ella de otro modo que no fuera mediante el sexo. Era una locura, pero era verdad.
—Mischa.
—¿Mmm? ¿Qué pasa?
Ella le exploró la espalda con las manos; las yemas de sus dedos le acariciaron toda la piel y tuvo que permanecer callado un rato del placer que le proporcionaba.
—¿Puedes seguir con el tatuaje?
—Claro. ¿Cuándo te va bien que lo haga?
—Ahora.
—¿Ahora mismo?
—¿Te ves capaz?
—Claro, siempre estoy lista para tatuar —respondió ella con un tono arrogante y esa intensidad que tanto le gustaba a él.
—Sé que es tarde. ¿Podrías terminarlo esta noche? —le pidió.
—No me importa que sea tarde. Además, con una sola sesión más larga ya terminamos. Pero tendrás que ayudarme a levantarme primero.
Él se apartó no sin esfuerzo. Qué tentador era quedarse ahí mismo, encima de su cuerpo dócil y maleable entre los cojines. Pero necesitaba que le tatuara, que le introdujera más tinta en la piel. Tener ese momento en el que solamente estaban ellos dos, con el zumbido de la aguja de fondo y las endorfinas por doquier en su organismo. Que ella hiciera lo que más le gustaba y que lo hiciera con él.
Ella desapareció y entró en el dormitorio mientras él se ponía los vaqueros. Volvió con los pantalones de yoga y una camiseta rosa que se le pegaba como una segunda piel. Tenía el pelo algo alborotado y sus mejillas seguían encendidas tras haber hecho el amor. Ella le sonrió mientras le pasaba por delante para coger el maletín rojo en el que guardaba el material, que había dejado junto a la puerta de entrada. Él la cogió por la cintura y la besó rápida pero apasionadamente cuando volvió. Al soltarla, ella dio un paso atrás y apretó los labios mientras le miraba. Se quedó callada un momento. Connor sabía que se estaba preguntando qué le pasaba. No obstante, no podía explicárselo de ninguna forma que tuviera sentido.
Al final, Mischa se dio la vuelta.
—Tardaré un rato en prepararlo todo —le dijo por encima del hombro—. ¿Te apetece un té?
—Ya lo preparo yo.
—El té está en el armario que hay junto al fregadero.
—De acuerdo. Ya lo tengo.
Encontró el té, sacó dos tazas blancas de cerámica y llenó la tetera, que dejó en los fogones mientras ella cubría la encimera con film transparente y echaba ungüento antibiótico en el plástico —como ya le había visto hacer en otras ocasiones—, para que no se movieran los botecitos. Los llenó de tinta roja y negra. No sabía qué hacía exactamente con la máquina, solo que le ponía unas gomas de plástico y le hacía unos ajustes. Ya se lo preguntaría en otro momento, pero ahora no. Ahora solo quería que empezara.
La tetera silbó y él preparó el té, asegurándose de colocar la taza a una distancia segura del equipo de tatuar.
—¿Estás listo? —le preguntó ella.
Connor asintió, se sentó en el taburete y apoyó los codos en la fría encimera de granito.
Ella le pasó un paño con el ungüento antibacteriano por la piel y empezó enseguida.
En el momento en que la aguja le tocó la piel sintió un alivio increíble. Inspiró hondo, captándolo todo a su alrededor: el sonido, el pinchazo, Mischa, que estaba concentrada detrás. Se dejó llevar por las sensaciones igual que un sumiso se dejaba llevar por el ritmo de los azotes o por el efecto de pasar horas atado. Solo estaban ellos dos, arropados por el cielo de la noche al otro lado de las ventanas abovedadas del loft. No había nada entre ellos salvo el zumbido de la aguja de tatuar, su arte y su piel. Se relajó en cuerpo y mente. No quería pensar demasiado en lo que le estaba pasando, en lo que sentía por ella. En parte podía llegar a aceptarlo, pero por ahora lo dejaría pasar, como tantas otras cosas en relación con ella. Parecía que «dejarlo pasar» se había convertido en su mantra para no pensar, por ejemplo, en cuánto tiempo podría seguir haciéndolo.
Mischa se inclinó sobre la enorme espalda de Connor con la máquina de tatuar en la mano, que tan familiar le resultaba y cuya calidez le aportaba tanta tranquilidad. Le parecía muy raro que le hubiera pedido —o insistido, mejor dicho— que le tatuara en ese mismo momento. No era extraño que le insistiera porque eso iba en su carácter, pero que se lo pidiera prácticamente al acabar de llegar al orgasmo sí era raro. ¿De qué iba todo eso?
Pues claro que le tatuaría. Le resultaba dificilísimo negarle nada a este hombre y no era únicamente por su aire autoritario, pero ¿por qué en ese preciso momento?
El sexo de esta noche había sido distinto. No había sido nada duro, salvo por el trasfondo de que Connor estaba al mando. Sin embargo, no creía que él pudiera ser de otro modo, ni con ella ni con nadie, en ningún aspecto de su vida. Se había sentido tan… Había tenido varios momentos en los que estaba segura de que él también lo sentía. Y ahora quería que le tatuara. De hecho, que no solo le tatuara, sino que terminara.
Terminar. ¿Era eso de lo que iba todo? Esta petición repentina de que terminara el tatuaje. ¿Había decidido que había acabado con ella y no quería dejar el trabajo a medias?
«No te distraigas».
No obstante, era lo bastante buena en lo que hacía para permitir que parte de su mente divagara y fuera independiente de la aguja. Y sabía exactamente el detalle que quería darle al diseño porque llevaba dándole vueltas desde hacía semanas.
Connor no se comportaba como si estuviera cortando, claro que siempre había sido ella la que dejaba a los hombres. No tenía ni idea de cómo era estar al otro lado. Tal vez esto fuera una especie de castigo divino.
Estaba demasiado filosófica, demasiado para estar trabajado. Demasiado y punto.
Tal vez se estaba volviendo paranoica, pero es que no dejaba de oír esa vocecilla en la cabeza que le decía que todo había terminado. Que habían tenido lo suyo y que había sido increíble pero que Connor estaba ya cansado. Que lástima que ella no lo estuviera. Que lástima que pensara que nunca se cansaría de Connor Galloway.