Capítulo 9

Apenas llegada a casa, e incluso antes de deshacer la maleta, Amelia llamó al servicio de limpieza para que vinieran por la tarde, sacó varios álbumes de fotos y los colocó sobre la mesa de café: ésa sería su introducción a la velada del día siguiente, viernes, cuando Ari vendría a visitarla obedeciendo a su invitación. Si, como André le había dicho, tenía tanto interés en hablar con ella, eso podía significar que la noche del Crillon había sido también para él algo especial, algo que, a pesar de todo lo que había en contra, podía ser el principio de la locura. Una locura de corta duración por necesidad, pero no por eso menos deseable, quizá al contrario, precisamente por eso mucho más intensa; algo que ella se llevaría al mundo de después y que a él le acompañaría durante toda su vida.

Se sentó a su escritorio, sin siquiera haberse quitado los zapatos, y empezó a hacer una lista de lo que necesitaría para la cena de la noche siguiente; quería que fuera una cena que Ari no olvidara jamás. Pero, aún con la lista a medias, se dio cuenta de que si se pasaba todo el día en la cocina preparando esa cena inolvidable, lo más probable era que a las cinco de la tarde estuviera agotada y no se sintiera con fuerzas de continuar la velada. Y mucho peor, que su aspecto dijera a las claras que era una pobre mujer exhausta después de haber pasado unas horas cocinando para él.

Tachó la lista y la rasgó en pedazos menudos sintiendo la rabia crecer en su interior. ¿Por qué tenía que llegar una ocasión como ésa cuando ya no era capaz de trabajar durante un par de horas y sentirse repuesta con una ducha y un ligero toque de maquillaje? ¿Por qué no podía haber encontrado a Ari diez o doce años atrás, cuando aún le llegaban las fuerzas para todo lo que quería hacer? Pero entonces Raúl aún vivía, Hervé estaba en plena fase terminal, su divorcio de John estaba aún reciente; tampoco habría sido el momento adecuado. ¿Hay en la vida momentos adecuados?, se preguntó. ¿O no se trata sólo de agarrar con uñas y dientes cada momento que la vida te ofrece, sin pensar si es o no es adecuado? En otra fase de su vida podía haberlo dejado pasar, esperar una mejor ocasión, dejarlo para más tarde; pero no ahora. Si no aferraba el instante presente, no habría otra oportunidad. De modo que la fantástica cena tendría que quedar convertida en una buena cena preparada por un excelente restaurante y entregada a domicilio. Si André tenía razón, lo que menos le importaría a Ari sería precisamente lo que hubiera de comer. Así ella podría dedicar todo su tiempo a descansar y a ponerse presentable.

Se miró en el espejo de la chimenea del estudio y, a esa distancia, se vio mejor de como se sentía por dentro: seguía estando delgada, su rostro apenas si tenía algunas arrugas de expresión, la mayor parte no eran más que arruguillas de risa alrededor de los ojos y de las comisuras de la boca. Si la luz era suave y se esmeraba con el maquillaje podía parecer mucho más joven de lo que era.

Se dio la vuelta con rabia y se quedó mirando a la ventana, sin ver realmente el mundo que había tras los cristales. Le resultaba vergonzoso estar comportándose como una adolescente con un compañero de clase, pero no podía evitarlo. Pensar en Ari le daba una sensación que casi había olvidado, una sensación ligera, burbujeante, como si toda su vida se extendiera frente a ella en línea recta, bajo el sol. ¿Sería eso lo que había sentido Raúl por Hervé?

Recordaba a Raúl diciéndole: «No puedo vivir sin él, Amelia. Si Hervé se me muere, mi vida no tendrá ningún sentido, no seré ni siquiera la mitad de lo que soy». Y sin embargo había vivido dos años más. Dos años en los que había comido tres veces al día, en los que había ido al cine y a conciertos y al teatro, en los que se había reído de los chistes de Yves y había ido de compras y había elegido ropa que le favoreciera. Aunque él estaba esperando que llegara 1991, el año en que todo se acabaría por propia voluntad y para siempre. El año de su venganza. No quería pensar en ello. No quería pensar en aquellas semanas de noviembre en las que, juntos, perfilaron los detalles de la muerte de Raúl, el momento del día en que tenía que suceder, la ropa que se pondría para su última aparición en público, el texto de la carta que leería el juez. Aún podía recitarlo de memoria once años después:

Al señor juez de instrucción.

De Raúl de la Torre, escritor.

Señor Juez:

Yo, Raúl de la Torre Irigoyen, escritor, de nacionalidad argentina, nacido en Buenos Aires el 2 de agosto de 1922, en pleno uso de mis facultades mentales, he decidido —como no puede usted dejar de haber advertido— poner fin a mi vida de un disparo en la sien, método que he llegado a considerar idóneo para realizar mis deseos.

El que lo haya hecho en el departamento de Amelia Gayarre, mi ex esposa e íntima amiga, podría causarle a ella incomodidades o, mucho peor, problemas con la justicia, por lo que he decidido escribir esta carta para que conste que ella no ha tenido —ni voluntaria ni involuntariamente— nada que ver con mi decisión. Por supuesto, podría haber llevado a cabo mi suicidio en mi domicilio oficial, pero ciertos dolorosos recuerdos me han hecho elegir un terreno más neutro.

Ignoro si es de rigor exponer los motivos que me han llevado a esta decisión que podríamos llamar trascendental y, aunque tengo la sospecha de que no es estrictamente necesario, voy a hacerlo de todas maneras con el claro propósito de exculpar a la señora Gayarre. Debo insistir, antes de hacerlo, en que este escrito debe ser tratado con la mayor confidencialidad y sin que llegue, ni siquiera parcialmente, a manos de la prensa.

Desde la muerte de mi compañero, Hervé Daladier, el hombre con quien compartí los últimos años de mi vida y que yo siempre consideré como mi heredero material y espiritual, no me siento con ánimos de seguir viviendo. He alcanzado una edad en la que la idea de la muerte ya no resulta terrible; he vivido una vida plena y he tenido la suerte de ver colmados la mayor parte de mis deseos. Ahora ya no quiero más y creo que todo ser humano debe tener el derecho de decidir cuándo desea poner fin a su existencia.

He organizado los acontecimientos de modo que la señora Gayarre esté fuera de casa cuando llegue el momento de apretar el gatillo, pero será ella, con toda probabilidad, la que encuentre mi cadáver y dé aviso a las autoridades. Nunca he comentado con ella mis planes, ni directa ni indirectamente, aunque, dada mi edad, hemos hablado con frecuencia a lo largo de los años sobre lo que me gustaría que se hiciera en la eventualidad de mi muerte. Pero, insisto, la señora Gayarre no puede ser considerada culpable de nada; ha sido mi mejor apoyo cuando más lo necesitaba y le pido perdón por todo lo que va a tener que soportar por mi culpa una vez más.

Mi testamento se encuentra depositado en la notaría de Félix Delacroix y todos mis asuntos están en regla.

Pido disculpas de antemano por las molestias que voy a causar.

Firmado: Raúl de la Torre

Habían discutido mucho sobre la conveniencia de dejar constancia en la carta al juez de la participación de ella en el suicidio y habían terminado decidiendo que era mejor que nadie llegara nunca a saber que fue su mano la que apretó el gatillo. Amelia estaba claramente a favor tanto del suicidio como de la eutanasia, pero las leyes no veían ninguna de las dos con benevolencia, y si a Raúl, una vez muerto, ya no se le podía castigar, a Amelia sí le podrían poner las cosas muy difíciles, de modo que repasaron el orden de los acontecimientos para evitar al máximo los problemas.

Raúl escribiría la carta a máquina como había hecho siempre con todas las cartas de su vida, pero la firmaría de puño y letra, cerraría el sobre y lo metería en el bolsillo interior de la americana. Después de ducharse, se pondría la ropa que había elegido —pantalón gris, camisa blanca, suéter burdeos, americana de pata de gallo—, y se sentaría a la mesa, de cara al mirador. Luego tomaría la pistola, la apoyaría contra su sien y Amelia, detrás de él, pondría su mano enguantada sobre la de Raúl, de modo que sería ella la que ejerciera la presión necesaria. Después Amelia tendría que seguir sola, pero todos sus movimientos habían sido discutidos y concertados.

El suicidio tendría lugar sobre las once de la mañana porque era un momento en que la mayor parte de las personas que vivían en el edificio estaba fuera de casa y sería un miércoles porque era el día que Amelia solía dedicar a hacer sus compras.

Después de asegurarse de la muerte de Raúl, y sin tocar nada ni en su cuerpo ni alrededor de él, saldría de la casa sin quitarse los guantes, iría a algunas de las tiendas donde la conocían y se tomaría un té en el bar de Guy, cosa que solía hacer los miércoles entre las diez y las diez y media. Según su propio criterio, iría o no a hacerle una corta visita a André, y luego volvería a casa. Cuando descubriera el cadáver se lo notificaría a la policía y esperaría hasta que llegaran a hacerse cargo de la situación. Una vez que la policía o el juez leyeran la carta, todo quedaría claro y no volverían a molestarla.

El entierro, público, tendría lugar en el Pére-Lachaise tan pronto como la policía liberara el cadáver. A ser posible, Raúl deseaba que se evitara la autopsia, cosa que Yves sabía a través de numerosas conversaciones sobre el tema, pero en el caso de que no fuera evitable, quería que Yves estuviera presente para asegurarse de que no se cometiera ninguna irreverencia con su cuerpo.

El comunicado a la prensa sería escueto y diría simplemente que Raúl de la Torre, por motivos personales, había decidido poner fin a su vida. Las necrológicas deberían ser redactadas, en lo posible, por escritores europeos, no latinoamericanos.

A lo largo de varias semanas, en las que Amelia apenas si conseguía dormir por las noches, todos los pormenores habían quedado claros y, si ella sufría cada vez más, él estaba animado y casi feliz, como si en vez de estar preparando su suicidio estuviera preparando una tournée para presentar un nuevo libro. Durante ese tiempo de preparativos y conversaciones secretas, Amelia casi no tuvo contacto con Yves y André porque no se sentía capaz de fingir lo bastante bien como para que ellos no notaran que estaba pasando algo de importancia. Raúl, por el contrario, los visitaba con frecuencia, salían a cenar o al cine, y André le comentaba por teléfono que Raúl parecía estar superando por fin la depresión que la pérdida de Hervé le había causado. Amelia se sentía a punto de explotar y, muchas veces, en una de esas conversaciones telefónicas, había estado tentada de gritarle que Raúl se mostraba así de expansivo porque estaba preparando su suicidio, su última aparición en público. Pero nunca llegó a hacerlo y André sacó la conclusión de que Amelia estaba aún tratando de superar las consecuencias de su divorcio o, posiblemente, intentaba recuperar la dirección de su vida, que siempre se había orientado a ayudar a Raúl, ahora que él parecía estar dejando de necesitarla.

«Él aprendió a vivir sin ti —le había dicho en una ocasión, poco después del funeral de Hervé—. Tú eres la que nunca aprenderá a vivir sin Raúl». Ésa había sido la segunda frase de André que se había grabado a fuego en su recuerdo. La primera fue cuando el rechazo de su novela, cuando le dijo: «No pongas tu vanidad por encima de su carrera». Las dos veces el resultado había sido un distanciamiento temporal con la esperanza de que el tiempo trajera el olvido, pero el tiempo había pasado sin quitarle veneno a las palabras que André había pronunciado inocentemente, ignorante de la terrible ironía que contenían, ignorante del daño que le habían hecho a ella.

Quizá, en algún momento, se lo contara a Ari. Había tanto que quisiera contarle y que, sin embargo, quizá nunca se atreviera a decir. Al fin y al cabo él escribía la biografía de Raúl, no la de ella. Lo que ella hubiera sufrido en la vida era sólo marginalmente interesante, sólo para poner de relieve la gloriosa figura de Raúl de la Torre. ¿Acaso Ari se habría interesado en absoluto por ella de no haber sido la mujer de Raúl, su otra mitad, su cómplice en la vida? ¿No había habido en la noche del Crillon un componente de… voyeurismo, de… necrofilia, no sabía bien cómo llamarlo? ¿Su pasión no había estado provocada, o al menos incentivada, por la circunstancia de que él le estaba haciendo lo que Raúl había hecho tantas veces con ella y en el mismo lugar?

Sacudió la cabeza y fue a quitarse los zapatos de tacón. Llevaba demasiado tiempo pensando en el pasado y, en la base, sólo era un desperdicio de energía. El pasado, aunque se empeñara en volver una y otra vez para destruirla, no era más que pasado. Tenía ya poco futuro, sí, pero aún tenía alguno y estaba por delante todavía. Aún podía tomar las riendas de la vida que le quedara y hacer algo hermoso con ella.

Fue a su dormitorio, se desnudó, se puso la bata y se fue al baño a prepararse para empezar el resto de su vida. Sólo faltaban algo más de veinticuatro horas para el viernes por la noche.

En su habitación, Ari terminó de leer el relato, cerró los ojos unos instantes, y volvió a empezar. Cuando lo hubo leído por segunda vez, se levantó, fue al escritorio y anotó en su agenda: «Viernes, 12 de febrero. ¡He encontrado un relato inédito de Raúl!». Luego, sin saber bien lo que hacía, empezó a dar saltos por la habitación, a frotarse los ojos entre risas, a revolverse el pelo haciendo muecas que en público le habrían avergonzado pero que en la soledad de su cuarto le parecieron la única manera de expresar su inmensa alegría por el descubrimiento que acababa de hacer. Cierto que Raúl tenía relatos mejores, en concreto los dos volúmenes de cuentos escritos durante su estancia en Roma eran sencillamente geniales, mientras que éste no pasaba de correcto; pero era suyo y era inédito y era de una época de la que no se conservaba casi nada. Y tenía el perfume inconfundible de los cuentos de Raúl, esa nostalgia de algo desconocido, ese tirón del pasado remoto, ese anhelo de algo inencontrable en la vida real.

Además, ese relato, por circunstancias que Raúl no podía haber tenido en cuenta, le decía a él, a Ariel Lenormand, mucho más que a cualquier otro lector en el mundo; él era el destinatario perfecto de ese cuento dedicado a Amelia, o a su fantasma. También él había bailado con ella, también él sabía lo que era sentirla pegada a su cuerpo mientras sonaba el tango, también podía imaginar el agujero que Amelia dejaría un día en su vida, cuando ya no estuviera en este mundo, y sabía también que, sin poderlo evitar, el resto de su existencia buscaría el fantasma de esa mujer que una vez se le entregó. Producía casi una sensación de que el fantástico había entrado en su vida, lo había rozado con sus dedos de niebla para desaparecer segundos después, sin dejarle más recuerdo que la sensación evanescente de haber estado en contacto con lo imposible.

Si Amelia estuviera en París, en ese mismo momento se pondría el abrigo e iría a visitarla, a hablarle del relato recién encontrado, de cómo aquel relato casi los había narrado a ellos once años antes de que hubiera sucedido en la vida real. Pero Amelia seguía perdida en Suiza y ni siquiera sabía cómo ponerse en contacto con ella.

Sin embargo, no se sentía capaz de guardarse aquello para sí mismo. Necesitaba compartirlo con alguien, hablar de ello con alguien que pudiera comprender, al menos en parte, lo que significaba para él. Y no tenía prácticamente a nadie. Las opciones se reducían a Yves y André o a Solange.

Yves y André. Decidido.

Cogió el teléfono y marcó su número temiendo que saltara el contestador.

Allô!

—¡André! ¡Qué alegría pillarte en casa!

—Pues no te alegres mucho porque estamos saliendo para la ópera. Un amigo nos ha conseguido butacas en el último momento para Madame Butterfly.

Ari sintió que el techo bajaba un par de metros sobre su cabeza.

—Entonces, ¿no podemos vernos? Es que tengo algo muy importante que contaros.

—Nos lo cuentas mañana. Iba a llamarte para invitarte a cenar.

—¿Mañana?

—Sí. Y adivina qué: ¡está Amelia!

—¿Ya ha vuelto? —las manos se le humedecieron en un instante.

—Ayer. Pero no te molestes en llamarla ahora porque la quise invitar a cenar para hoy y me dijo que tenía ya algo previsto. Así que tendrás que aguantar hasta mañana.

—¿Cómo está?

Hubo una pequeña pausa. Ari supuso que Yves le estaba haciendo gestos para que se diera prisa y eso había descolocado a André.

—Bien, bien. Tan guapa como siempre. Oye, tengo que dejarte o no llegamos.

—¡Hasta mañana!

—Sobre las siete y media.

André colgó y Ari se sintió como si lo hubieran desconectado del mundo. ¿Y si, a pesar de lo que le había dicho André, llamara a Amelia? Lo peor que podía pasar es que no estuviera en casa, y si había una posibilidad por pequeña que fuera…

El teléfono sonó cuando aún tenía apoyada la mano encima. Lo cogió antes de que sonara el segundo timbrazo:

—Lenormand.

—¿Molesto? —la voz de Solange, alegre, conciliadora.

—¡No, qué va! Estaba a punto de llamarte yo.

—¿De verdad?

—Claro que de verdad. He trabajado toda la semana, he encontrado algo estupendo y creo que me he ganado el derecho de hacer algo agradable una noche de viernes, ¿no te parece?

—Me parece lo más inteligente que has hecho en los últimos tiempos. ¿Qué te apetece hacer?

—Podríamos ir a cenar. O incluso a bailar, si te apetece.

—Pero ¿qué te han dado, Ari? Estás desconocido.

—Pues aprovéchate.

—Te recojo dentro de unos diez minutos.

—¿Vas a venir volando?

—Es que estoy casi en tu barrio. He venido a traer a una compañera después del trabajo y se me ha ocurrido ver si estabas de humor.

—Estoy, estoy.

—Vale. Arréglate y sal a la puerta.

Nada más colgar, con una sonrisa ensanchándole la cara, Ari fue al armario, se cambió de ropa, metió el relato en la carpeta, la puso debajo de la almohada, descolgó el abrigo y cerró la puerta con doble llave. Solange era un auténtico encanto. Le había salvado la noche.

Raúl de la Torre nos recibe en su casa, un apartamento en el último piso de un inmueble antiguo de la Rué de Vaugirard. Se disculpa sonriendo por el caos de libros, discos y papeles que aún reina en el salón, ya que hace apenas unos meses que se ha mudado, junto con su segunda esposa, Amanda Simansky, directora literaria de Éditions de l’Hiver. Está moreno por el sol de Cuba, de donde acaba de regresar, y se le ve fuerte y lleno de energía. Su esposa, también morena y sonriente, nos acompaña en la entrevista.

—¿Qué tal le ha ido en el Caribe, maestro?

—Bárbaro, simplemente bárbaro. Cuba ha sido una revelación para mí. Después de una vida pasada en Europa, en círculos diplomáticos y después académicos, decididamente burgueses, la experiencia cubana, el contacto con un pueblo de trabajadores que ha tomado en sus manos las riendas de su destino ha sido como un baño lustral.

—Usted nunca había sido lo que suele llamarse un escritor políticamente comprometido. ¿Influirá esta experiencia en su próxima obra?

—¡Cómo no, compañero! A mí me ha sucedido lo que a Pablo de Tarso. Yo había pasado mi vida entre libros sin darme cuenta de que los libros o sirven para cambiar la realidad o no sirven de nada. Ya he empezado a trabajar en un nuevo texto, mitad ficción, mitad ensayo, diario de viaje, colección de estampas, como lo quieran llamar, en el que narro mi experiencia de primera mano en Cuba.

—¿Su «conversión», si podemos llamarlo así?

Raúl suelta la carcajada:

—Me está bien empleado por hacer parangones bíblicos. Digamos, mi toma de conciencia, sí. He llegado a la convicción de que mis textos han sido hasta ahora piezas elegantes, juegos intelectuales, trivialidades de salón, y eso ha sido así porque yo no había tomado conciencia hasta ahora de que lo único que cuenta en la vida es el ser humano y las condiciones de su existencia sobre la tierra. Mientras quede en el mundo un hombre oprimido, explotado, no será permisible escribir banalidades que no contribuyan a mejorar su vida.

—¿Se ha convertido, entonces, en un revolucionario?

—¿Por qué tanto miedo a la palabra? Un revolucionario es simplemente un hombre que se rebela contra ciertas condiciones que el capitalismo le ha impuesto como forma de vida y que se trata de hacer pasar por las únicas válidas. Yo he tomado conciencia de que sin socialismo no puede haber futuro para los hombres y mujeres de este planeta, y una vez que lo he entendido así, sería obsceno por mi parte seguir escribiendo como si no hubiera cambiado nada en mi interior.

—¿Es cierto que se ha afiliado usted al Partido Socialista?

—Por supuesto. Yo no hago las cosas a medias.

—¿Y por qué no al comunista?

Raúl y su esposa cambian una mirada, como si fuera una pregunto que esperaban.

—Las diferencias entre los partidos socialistas y comunistas europeos no son tan notables y yo soy partidario de intentar cosas que tengan posibilidades de victoria. Pienso que, de momento, los partidos comunistas no tienen tantas posibilidades de ganar unas elecciones y, por tanto, de reformar la sociedad, mientras que los socialistas, estoy convencido, son el futuro no ya de Europa, sino del mundo.

—En lo referente a su obra futura, ¿va a dejar de escribir narraciones fantásticas y novelas cosmopolitas?

—No, en absoluto. Mi vena, en lo que respecta a la narrativa breve, ha sido siempre el fantástico, pero el que yo escriba en clave fantástica no significa en absoluto que deje de lado los problemas trascendentales de la humanidad. Y en cuanto a las novelas…, mire, de momento tengo tanto trabajo con ese libro del que le hablaba que no puedo ni plantearme la idea de una novela. Piense que además sigo escribiendo poesía regularmente y que desde hace un tiempo colaboro también con la prensa con una multitud de artículos de opinión. Los días siguen teniendo veinticuatro horas.

—¿Nos permite una pregunta personal? —Dele, pregunte.

—¿Ha influido algo su esposa, aquí presente, en esa toma de conciencia de la que nos hablaba?

Amanda Simansky tiende la mano a su marido, que la aprieta con fuerza, mirándola a los ojos:

—Todo. Amanda ha influido decisivamente en todo lo que se refiere a mi concienciación política. Yo era un ignorante antes de conocerla. Y un inconsciente. Ella me ha abierto los ojos.

Mientras el viejo ascensor renquea hacia nosotros, Raúl de la Torre y su esposa non despiden abrazados y sonrientes a la puerta de su apartamento. Una pareja concienciada y feliz.

Cuadernos del siglo xx, 127, verano de 1977

Eran las siete menos cuarto y Amelia lo tenía todo preparado para la visita de Ari. No faltaba más que encender las varias velas que había distribuido por el salón y sacar del frigorífico las caipirinhas que había elegido como aperitivo. La casa estaba limpia, oscura y callada, como a la espera de lo que iba a suceder. Amelia, con un vestido de un rosa muy pálido se encontraba guapa en su reflejo en las profundidades del espejo de la chimenea. Si esa noche salía como ella esperaba, abandonaría todas las dudas, cerraría los ojos y se entregaría al vértigo sin pensar más.

Se retocó los labios, se atusó la melena y empezó a encender velas creando puntos dorados en la penumbra del salón. Raúl le decía que tenía un talento innato para lo teatral y, aunque no siempre lo había dicho como cumplido, ella sabía que era verdad, que una de las cosas que realmente dominaba en la vida era crear los ambientes necesarios para que ciertas situaciones se desarrollaran como ella las hubiese previsto. Y con Ari era mucho más fácil que con Raúl. Él siempre se había colocado, casi sin planteárselo, en el centro de todo lo que sucedía: cualquier ambiente era su escenario y era él quien lo adaptaba a sus necesidades. Si había poca luz y en ese momento a él no le convenía, encendía alguna lámpara sin molestarse en preguntar; si no le gustaba el vestido que ella había elegido para la ocasión, la criticaba jocosamente hasta que iba a cambiárselo; al no le parecía que su personalidad rauliana quedaba ventajosamente resaltada, cambiaba las coordenadas sin preocuparse del efecto que podía causar en los demás. Pero Ari no era así. Ari se dejaba llevar, admiraba, aceptaba, disfrutaba de lo que se le ofrecía y ella podía sentirse como un hada madrina haciendo realidad sus deseos.

Aunque apenas se atrevía a confesárselo a sí misma, estaba deseando volver a verlo, volver a oír su voz con ese suave acento argentino que no se parecía al de Raúl, volver a mirar sus ojos y verlos brillar; volver a abrazarlo. Tenía también el miedo, que inexplicablemente en el Crillon no había sentido, de ofrecer a sus manos y sus miradas un cuerpo que hacía muchos años que había dejado de ser joven. Seguía estando en buena forma, siempre se había cuidado, pero la diferencia, que él no podía por menos de notar, con los cuerpos de las otras mujeres con las que hubiera estado hasta ahora era insalvable. Sin embargo, en la única noche que habían pasado juntos, ella no había notado en ningún momento que esa diferencia se hiciera palpable. Ari la había deseado sin que su edad hubiera sido un obstáculo.

Echó una mirada al reloj de la chimenea y frunció el ceño. Eran las siete y diez. Hasta ese momento, Ari había sido siempre de una puntualidad prusiana.

Se lo imaginó en alguna floristería, cambiando su peso de un pie a otro con impaciencia, sabiendo que llegaba tarde a la cita, y sonrió. Estaba segura de que le traería flores, como la primera vez, cuando, para su sorpresa, ella las rechazó. Ahora sí estaba dispuesta a aceptarlas, ahora ya no era un desconocido que se quería ganar su confianza.

Fue a la cocina, a comprobar que la comida estuviera lista para servir, consciente de que eran ganas de perder el tiempo porque sabía perfectamente que todo estaba dispuesto. Volvió al salón y, después de pensarlo un momento, encendió un cigarrillo. El viejo truco del cigarrillo. Antes de que pudiera fumarse la mitad, sonaría el timbre de la puerta.

Pero le dio tiempo de fumar dos más sin que el perfecto silencio de la casa fuera interrumpido por otro sonido que el tictac del reloj, así que puso un disco de Eric Satie y, por hacer algo, se sentó en el sofá con un álbum de fotos en el regazo, las que pensaba enseñarle a Ari cuando llegara.

Raúl le sonreía en blanco y negro montado en su Vespa a finales de los cincuenta. Raúl de nuevo, gigantesco junto al Quinientos que habían tenido en Roma, donde tenía que plegarse como una pajarita de papel para poder entrar. Ella y Raúl en la Fontana di Trevi, ella con pantalones ajustados hasta la rodilla, sandalias de tacón y jersey de rayas, tan joven. Ella sola, con un vestido de falda ancha y el pelo cardado en el puente japonés del jardín de Monet, en Giverny.

¡Qué felices habían sido en aquella época! Se habrían reído si alguien les hubiera dicho lo que aún tenían que pasar, que acabarían sus vidas separados, odiándose a ratos, sospechando del otro, deseándose lo peor.

En otra foto, Raúl y André echaban un pulso sobre una mesa de pícnic en algún lugar del Bois de Boulogne, en una de esas excursiones dominicales que hacían de vez en cuando a principios de los setenta. André aún con pelo, vestido de vaqueros acampanados y con las puntas de la camisa, largas y blancas, asomando sobre el jersey oscuro.

Cerró el álbum y miró el reloj. Las siete y cuarenta. Estaba claro que, por lo que fuera, Ari no pensaba acudir a la cita. ¿Era posible que no hubiera recibido su nota? ¿Era posible que la azafata hubiera olvidado echarla al correo? Era prácticamente imposible. Una azafata de Swissair no se olvida de la petición de una viajera de primera clase. Pero podía ser que Ari estuviera pasando fuera el fin de semana, que se hubiera ido a alguna parte a esquiar, o a hacer turismo por los castillos del Loira, o a visitar el Mont Saint Michel.

O sencillamente que no se hubiera atrevido ni a acudir, ni a llamarla para disculparse.

Pero la cosa tenía fácil solución. Podía llamar ella a su móvil y preguntarle dónde estaba. Aunque eso sería confesarle su necesidad, casi su desesperación, y por tanto era algo que su dignidad no le permitía.

Fue a la cocina y volvió al salón con una caipirinha en la mano. Si no venía, se tomaría las dos y al día siguiente, en casa de Yves y André, podría preguntarle qué había hecho la noche anterior. Porque a la invitación de André sí que acudiría; no era peligroso encontrársela delante de otras personas. Lo que no quería era estar a solas con ella. ¡Cobarde!

La caipirinha estaba dulce y helada, pero el primer trago le supo amargo. ¿Por qué había estado toda su vida rodeada de cobardes? Raúl, que no supo resistirse a las presiones de Amanda, que prácticamente abandonó a Hervé, su gran amor, en cuanto se puso enfermo; André que no se atrevió a publicar su novela por miedo a las críticas; John, que consintió en un divorcio fulminante cuando empezaron a ir mal las cosas, en lugar de luchar por ella. Y ahora Ari, que no se atrevía a comprometerse con una mujer veinte años mayor que él. ¡Cobardes despreciables todos! Ninguno había sido digno de una mujer como ella y, después de una vida dedicada a los demás, ahora estaba sola, abandonada incluso por los que decían quererla, muy pocos, cada vez menos ya. Hervé la habría entendido, él también había tenido esa necesidad de dar, de darse, de ponerse al servicio de la persona amada, de entregarse entero. Pero no había tenido tiempo, su vida había sido demasiado corta.

Abrió otro álbum y buscó una foto suya. Había sido un muchacho guapo, con una dulzura especial en la mirada, con una sonrisa irresistible, como la de Ari.

Se terminó la caipirinha de un trago, apagó todas las velas y se metió en su habitación, a oscuras. Se desnudó, se tomó dos somníferos y se metió en la cama. Sola.

De camino a casa de André, Ari sentía un nerviosismo como si tuviera que presentarse a un examen para el que no estuviera preparado y, aunque se esforzaba por calmarse diciéndose que al fin y al cabo no se trataba más que de una cena entre amigos, la idea de volver a ver a Amelia llenaba toda su mente y lo forzaba a respirar de un modo entrecortado y superficial que le estaba mareando. Además, como siempre que había pasado una noche con Solange, algo en su interior se empeñaba en recriminarle lo que estaba haciendo con aquella muchacha, y por mucho que se dijera que no tenía nada que reprocharse, que ella era perfectamente adulta y sabía muy bien lo que se hacía, su parte racional insistía en que la estaba engañando, le estaba permitiendo hacerse ilusiones de futuro con una relación que no lo tenía, al menos desde su propio punto de vista. Solange era guapa, simpática, alegre y lo bastante inteligente como para mantener una conversación agradable sobre una multitud de teínas, pero para él era evidente que no se trataba de la mujer de su vida, que no estaba enamorado de ella ni iba a estarlo jamás, por muchas noches que compartieran, por muchos cafés que se tomaran y por muchas frases que cambiaran sobre su tema favorito. Solange era simplemente una compañía en una ciudad donde muchas veces la soledad le pesaba como una losa; una conocida con la que compartir algo de información, algo de tiempo, una alternativa a cenar o dormir solo. Nada más. Y el hecho de que ella sintiera de otro modo no podía cambiar sus propios sentimientos.

Porque para su sorpresa, su consternación incluso, esos sentimientos estaban reservados para Amelia, que, si en juventud no podía compararse con Solange, en todo lo demás le llevaba años luz de ventaja. Porque el corazón, esa víscera idiota a la que nos empeñamos en atribuir nuestras emociones, había decidido por su cuenta, sin contar con él, y se había echado a volar hacia ella como un halcón hacia el puño del halconero que lo ha amaestrado.

Ahora iba a encontrársela y el miedo no lo dejaba respirar. El miedo de que ella, que había sido capaz de pasar más de cinco semanas sin una llamada, sin una nota, lo mirara con sus serenos ojos grises sin un temblor, le ofreciera su sonrisa condescendiente y desviara la vista sin haber dejado traslucir una mínima emoción hacia él. Y sin embargo, era lo esperable. ¿No le había dicho al separarse en la acera del Crillon que se había tratado de una inocentada? Si él le hubiera importado, aunque fuera sólo un poco, ¿se habría ido a Suiza a embellecerse, sin dejarle ni siquiera un número de teléfono? Para Amelia él no era más que una molestia simpática, un muchacho testarudo que se empeñaba en extraer respuestas a sus preguntas, exprimiéndola como un limón, uno más de los muchos jóvenes que habían rodeado a Raúl toda su vida y que ella había mirado con indulgencia, como a una carnada de perrillos falderos.

Tenía que intentar que no se le notara tanto su necesidad de verla, el estúpido enamoramiento que empezaba a sentir por ella; su comportamiento tendría que ser cortés, pero algo distante, para que no pensara que lo tenía en su mano y que podía retorcerle el cuello cuando quisiera.

Pasó por una floristería y se detuvo a los pocos pasos. Le gustaría llevarle unas flores, pero no sabía cómo se lo podía tomar ella. Podría reírsele en la cara, delante de André y de Yves; podría aceptarlas con un comentario mordaz que sólo ambos comprendieran; podría volver a decirle que se las llevara a casa para que le perfumaran el cuarto, como había hecho con las primeras y únicas que le había comprado.

Entró a la tienda y eligió rosas blancas y lirios azules, la famosa fleur de lis francesa del escudo borbónico. Si ella no las quería, estaba seguro de que a André le gustaría quedárselas y, si no, se las regalaría a la primera mujer que se encontrara por la calle, aunque lo tomara por loco.

Cuando Yves le abrió la puerta, ya desde el recibidor oyó la voz de Amelia y el temblor de sus manos hizo crujir el papel que envolvía las flores:

—¿Tanto frío hace en la calle? —preguntó Yves mientras colgaba su abrigo.

—No, no mucho.

—Es que estás temblando.

—¡Qué va! Será el contraste con la calefacción que hay aquí. ¿Soy el último?

—Amelia acaba de llegar y no esperamos a nadie más. Pasa.

Lo primero que vio al entrar al salón fue la melena plateada de Amelia contra el azul de la tela del sofá, y esa imagen, antes incluso de verle la cara, fue bastante para poner un nudo en su garganta. André, que, aún con el delantal puesto, estaba sentado frente a ella, en el borde del sillón, con una copa de vino en la mano, se puso en pie al verlo entrar.

—Pasa, Ari, pasa, ven a saludar a nuestra bruja. ¡Ohh! ¡Qué detalle! Has traído flores.

—Son para usted, Amelia —dijo Ari bajando la vista para encontrarse con sus ojos.

Ella lo miró, hierática, con sus ojos grises como nubes de tormenta:

—¿Para mí? ¿Otra vez?

—Dos veces en cinco meses no parecen demasiado.

—Son preciosas, gracias. Yves, querido, ¿puedes traer un jarro con agua para las flores?

Amelia no le había tendido la mano ni había hecho ningún movimiento que le permitiera creer que estaba dispuesta a saludarlo con un beso, de modo que Ari se sintió enormemente aliviado cuando Yves le entregó su copa y lo animó con un gesto a sentarse junto a ella en el sofá. Hubo unos instantes de silencio que Ari llenó bebiendo un sorbo de vino.

—Bueno, queridos míos —comenzó Amelia—, contadme todo lo que me he perdido en estas últimas semanas.

—Nuestra vida no ha podido ser más monótona —contestó Yves con una sonrisa.

—¿Y la suya, Ari? —Amelia se giró hacia él y sus ojos lo tragaron.

—Pues… nada de particular —balbuceó como un idiota—. Escribiendo, comprobando datos…, deseando que volviera de una vez de Suiza para poder hablar con usted —terminó de un tirón, sin apartar la vista de ella.

Amelia sonrió. Una sonrisa que a Ari se le antojó triste y no supo clasificar.

—En serio —insistió.

—Te ha echado mucho de menos, Amelia —intervino André, maliciosamente—. Tienes que ser buena con él, ahora que has vuelto.

—Yo no tengo que ser buena con nadie. Es el privilegio que tenemos las brujas.

Los pocos centímetros de espacio vacío que mediaban entre ellos parecían haberse llenado con un campo electromagnético; Ari tuvo la sensación de que si extendía la mano para tocarla, saltarían chispas azules.

—¿Y usted, Amelia? ¿Qué nos puede contar de sus aventuras suizas?

Ella desvió la vista:

—Lo que esperaba. Todo correcto, suave y aburrido. Me alegro de haber vuelto.

—¿Y lo de anoche? —preguntó André, levantándose para ir de nuevo a la cocina.

—¿Lo de anoche? —ella ponía cara de incomprensión.

—La cena de hoy iba a ser ayer, ¿te acuerdas? Pero me dijiste que no podías, que tenías otros planes.

—No, querido, te dije sencillamente que no. ¿Me permites la entrada en tu cocina, maestro?

Se levantó y acompañó a André al reino de los fogones mientras Yves se instalaba en el sillón que André había dejado libre.

—Lo tengo —dijo, en cuanto los otros dos se hubieron perdido tras las puertas batientes.

Ari se enderezó en el sofá.

—¿La información de la Sûreté?

Yves asintió con la cabeza.

—Te la paso con una condición.

—¿Cuál?

—Que me dejes ver lo que haya. Me hace mucha ilusión ver algo que hace unos años era top secret, como en las novelas de espías.

—De acuerdo.

Era un sobre grande, de papel manila con la solapa pegada. Yves le trajo un abridor en forma de daga turca, se sentó junto a él en el sofá, y Ari cortó el borde, mientras se mordía el labio inferior. Dentro había dos páginas escritas a máquina y una foto, tomada obviamente con teleobjetivo, en la que se veía a Amanda y a un hombre de mediana edad, calvo y robusto, frente a un café. Por la posición de sus cuerpos no estaba claro si entraban o salían del local. Sujeta a la foto con un ganchito había una cartulina, como las de las bibliotecas, en la que alguien había escrito a mano: «Amanda Simansky y el coronel Priakov, de la embajada soviética, frente al Sacher (Viena)».

—¡Joder, tío! —exclamó Yves—. Parece que tenías razón. Mira a ver qué más hay.

Era la primera vez que Ari le oía decir una palabrota. Extendió las dos hojas y las alisó con el dorso de la mano sobre la mesa. Se trataba de un formulario del departamento de inmigración donde constaban los datos de la mujer —nombre, apellido, fecha y lugar de nacimiento, etcétera—, la fecha de su primera entrada en Francia y en el apartado de «Observaciones» podía leerse:

Se relaciona activamente con grupos de filiación comunista y de extrema izquierda en general. No parece haber tenido contacto con la Embajada soviética local. Se recomienda vigilancia ocasional.

La segunda página, grapada a la primera, era una carta, también a máquina:

Querido Michel:

Te agradezco tus buenos servicios en el caso que nos ocupó el pasado mes de marzo y, como pequeña prueba de agradecimiento, te envío esta foto que ha caído casualmente en mis manos. En ella reconocerás a la persona de la que hablamos recientemente en amistosa compañía del coronel Priakov con ocasión de un viaje de negocios —cuestiones de derechos editoriales de traducción al alemán— que hizo la dama a nuestra bella Viena el fin de semana pasado. Ignoro si puedo, servirte de algo, pero es evidente que la dama en cuestión encontró tiempo, entre editoriales, compras y visitas de interés turístico, para tomar un café con el número dos de los servicios secretos soviéticos de nuestra ciudad, cuya fama de nido de espías no parece totalmente injustificada.

Saludos vieneses,

G.

La carta no llevaba fecha, ni ningún dato que permitiera saber quiénes eran el remitente y el destinatario, pero la información confirmaba lo que Ari había sospechado sobre Amanda y eso era lo único que le importaba por el momento. Lanzó un silbido entre dientes y se acomodó en el sofá con una sonrisa esplendorosa.

—No te alegres tan pronto —dijo Yves, volviendo a guardar las hojas en el sobre—. Puedes hacerte una fotocopia, si quieres, pero no puedes reproducirla en el libro. Esto lo he conseguido como favor personal, pero se supone que son documentos aún clasificados.

—Después de todo no lo puedo usar si no explico también con qué medio de presión consiguió Amanda que Raúl se pasara a su editorial y a su lucha.

—Y eso no lo puedes explicar porque no lo sabemos.

De nuevo Ari estuvo tentado de confesarle el asunto de las fotos encontradas en el saxo de Armand y de nuevo decidió callar por el momento.

—Eso es. Pero por lo menos esto ya lo sé. Amanda fue realmente una agente soviética, o al menos algo muy parecido. Por eso su muerte tuvo que estar relacionada con lo que explica Demenkov en su libro. Algún servicio secreto occidental se dedicó a cargarse agentes soviéticos infiltrados en los ambientes intelectuales y, con razón o sin ella, en el verano del 79 le tocó a Amanda.

—Parece que sí.

Ari le dio un apretón por los hombros a Yves, cogió la copa y la chocó con la de él:

—Tú no sabes lo que llena comprender las cosas, Yves. Tanto si lo puedo usar, como si no, al menos ahora lo entiendo, lo entiendo yo para mí. No sabes lo importante que es eso.

—Y además sabes que Raúl no fue un asesino. Ni Amelia, como pensaba él —dijo Yves, mirándolo como si tratara de leerle el pensamiento—. ¿O me equivoco y no es eso lo que más te alegra?

Ari lo pensó un momento:

—También. No te voy a decir que no es un alivio. Pero sobre todo, lo mejor es que lo entiendo. Lo mejor es la sensación de que estoy encontrando la coherencia, la sensación de que la vida tiene una lógica, que incluso los actos más incomprensibles han sucedido por algo y para algo, ¿me explico o estoy empezando a decir tonterías?

En ese momento salieron Amelia y André de la cocina. Ella con una ensaladera y él con una bandeja de algo que olía maravillosamente.

—¡A la mesa! —dijo André con voz imperiosa—. Después de cenar nos explicaréis qué es todo eso tan importante que os habéis estado diciendo. Por si no lo sabéis, se os nota muchísimo la cara de conspiradores.

Después del postre y de que Amelia se hubiera fumado tres cigarrillos bajo la mirada preocupada de André, que sin embargo no hizo ningún comentario, Yves y Ari les resumieron lo sucedido y les enseñaron los documentos.

—Así que a mi pobre Raúl se lo llevó esta arpía, que era una agente soviética, para mayor gloria del país de papá Stalin. ¡Pobre ignorante!

—O sea —dijo André— que lo que yo siempre creí un móvil puramente capitalista, hacer dinero usando a Raúl y su obra, era todo lo contrario.

—A los comunistas nunca les ha parecido mal ganar dinero —dijo Yves, sirviéndose una copa—, pero supongo que ella lo consideraría un motivo altruista.

—Y entonces, según usted —dijo Amelia, dirigiéndose a Ari—, el asesinato de Amanda tuvo también un trasfondo político, ¿no es eso?

Ari asintió lentamente y, sin poderlo evitar, tomó la mano de Amelia que reposaba sobre el mantel bordado. Ella no la retiró pero no le devolvió el gesto:

—Raúl no tuvo nada que ver en ello, efectivamente.

Ella tensó los labios, los volvió a fruncir y soltó el aire con lentitud:

—Otra mentira más —murmuró.

—¿Cómo?

—Nada, cosas mías. Ya lo hablaremos cuando me haya dado tiempo de pensar un rato.

André se levantó con la copa en la mano:

—Un brindis, muchachos. Vamos a brindar por un misterio resuelto, por un secreto revelado. Raúl, no digo nada que no sepáis, siempre sospechó de Amelia, aunque yo nunca llegué a comprenderlo, dado que Amelia estaba en Ischia cuando la muerte de Amanda. Amelia, y perdona si me meto en lo que no me importa, siempre tuvo sus sospechas sobre Raúl o al menos así lo creí yo siempre. Y ahora, de golpe, y gracias a los buenos servicios de Ari, han quedado los dos exculpados y sin sombra de sospecha. Ahora todos podemos relajarnos sabiendo que en nuestro círculo íntimo nunca hubo un asesino. ¡Brindemos por ello!

Chocaron las copas, bebieron un sorbo y todos se miraron, satisfechos. Todos menos Amelia que, con la mirada ausente, apartó su silla hacia atrás:

—Y ahora, queridos, me vais a perdonar, pero estoy un poco cansada.

—¿Te pido un taxi? —preguntó André, poniéndose de pie inmediatamente.

—¿Puedo acompañarla a casa? —la pregunta de Ari y la de André fueron casi simultáneas.

Ella miró a uno y a otro, como en un partido de tenis.

—Sí, por favor —dijo en dirección a André.

—¿No quiere que la acompañe, Amelia? —la voz de Ari sonaba plañidera hasta para sí mismo.

—No, Ari, hoy no. Otro día.

—¿Nos veremos pronto? —insistió él.

—No creo. No sé. Discúlpeme, Ari, en este momento tengo la cabeza en otras cosas. Llámeme dentro de una o dos semanas.

—¿Semanas?

André había empezado a hacerle gestos discretos aconsejándole que no la atosigara, pero Ari no se sentía capaz de detenerse.

—¿Qué le pasa, Amelia? ¡Por Dios, ¿qué le he hecho yo?! Dígame si hay algo que le haya molestado, dígame si…

—Deja ya, Ari —intervino André—. ¿No ves que está cansada? Ya la llamarás más adelante. O mejor, Amelia, llámalo tú cuando a ti te venga bien; él es flexible, ¿no Ari?

Ari asintió con la cabeza sin pronunciar palabra. No se creía capaz de dominarse si empezaba a hablar.

Apenas hubo salido Amelia de la casa, Ari fue al perchero y se puso el abrigo:

—Yo también me voy. Muchas gracias por la cena.

—¿Ha pasado algo entre vosotros? —preguntó André, preocupado.

—¿A mí me lo preguntas? No la había visto desde antes de Fin de Año; estaba deseando verla, hablar con ella, volver a empezar nuestras sesiones, y ahora de repente… no entiendo nada, André. Es como si de golpe hubiera decidido que me odia.

__Es el pago que hay que esperar por remover el cieno del estanque.

—No te entiendo.

—Yo creo, y que conste que sólo es una opinión mía, que no tengo ni idea de lo que piensa Amelia, yo creo que ella con los años se había hecho ya una idea de lo sucedido. A mí me parece que ella siempre creyó a Raúl culpable del asesinato de Amanda y que, de alguna manera, lo había disculpado porque todos, unos más y otros menos, le habíamos deseado la muerte en varias ocasiones. Ahora vienes tú y lo cambias todo de nuevo y tiene que hacerse a la idea de que Raúl se marchó con Amanda por motivos políticos, que la dejó a ella por una «causa» que, sin embargo, abandonó en cuanto la otra dejó de existir. Antes había incógnitas, pero ahora, aunque sigue habiéndolas, han cambiado, son otras. Otras nuevas, ¿comprendes? No es fácil para nadie, y menos para Amelia.

—¿Tú crees que sólo es eso, André?

—Yo creo que sí. De verdad.

—¿Y por qué no se ha llevado las flores?

Faltaban dos días para el suicidio de Raúl y, aunque llevaba más de una semana instalado en su casa, apenas se veían porque él salía constantemente, como si estuviera despidiéndose de todos sus conocidos o como si quisiera aprovechar todo lo que hacía por última vez o como si la actividad lo mantuviera alejado de los pensamientos no deseados.

Amelia había conseguido convencerlo por fin de que escribiera a mano la carta al juez y el día anterior se había presentado en la cocina, mientras ella se preparaba la cena que tomaría sola porque él iba a salir y, como un colegial diligente, le había enseñado la hoja escrita con bolígrafo azul —los dos habían convenido en que una carta de despedida a lápiz mostraba una evidente falta de clase— y firmada con su imponente rúbrica.

—Mira, linda —le había dicho después de que ella la leyera—, ahora la meto en el sobre, delante de vos, y la cierro pegando la lengüeta con mi propia saliva, ¿viste? Si querés, para mayor seguridad, la guardas vos.

—No, Raúl —había contestado ella—. Yo no tengo por qué tocar esa carta. Métela donde quieras y la llevas encima el miércoles…

—Lo sé, lo sé. En el bolsillo del saco.

Raúl seguía eufórico, como si estuviera preparando unas vacaciones y no un suicidio, mientras que ella se sentía cada vez más angustiada con lo que estaba a punto de suceder, y así se daba la paradoja de que era Raúl quien la animaba a ella cada vez que se encontraban, entre uno y otro de los compromisos que él había contraído.

El lunes por la tarde, Amelia volvió del Bois de Boulogne, agotada y feliz de cabalgar, y se encontró con que, como siempre, Raúl había salido. Ya casi desnuda junto a la bañera, se dio cuenta de que él había vuelto a utilizar su baño, en lugar de usar el de invitados, y, mucho peor, también sus toallas blancas, así que fue a la habitación de Raúl, donde en el armario del fondo guardaba las toallas de gran tamaño.

En el pequeño escritorio frente a la ventana, la máquina de escribir portátil que utilizaba estaba desplazada a la derecha, como si Raúl hubiera necesitado usar la mesa para algo y se hubiera olvidado de ponerla de nuevo en su lugar. Se acercó, encendió la lámpara de trabajo, y ya estaba a punto de levantar la máquina cuando las cuartillas que ocupaban el centro de la mesa le llamaron la atención. Era evidente que Raúl, en contra de todas sus costumbres, acababa de escribir algo a mano porque, si la luz caía del modo adecuado, aún se notaban las huellas que su escritura había dejado marcadas sobre la página superior.

Olvidando lo que la había llevado al cuarto de Raúl, en ropa interior como estaba, se sentó al escritorio y, sin darse tiempo a pensarlo, cogió un lápiz blando de los muchos que él tenía en un bote siempre a su alcance, y empezó a pasarlo suavemente por la superficie en blanco hasta que las letras fueron revelándose y apareció el mensaje que Raúl había pretendido ocultar:

Al Sr. Juez de Instrucción De Raúl de la Torre, escritor.

Señor juez:

Por la presente, yo, Raúl de la Torre, de sesenta y nueve años de edad, de nacionalidad argentina, le comunico que he sido asesinado por mi ex esposa, Amelia Gayarre.

No tengo forma de saber cómo llevará a cabo mi asesinato, pero la conozco desde hace cuarenta años y sé que cuando Amelia decide hacer una cosa, no hay forma humana o divina de impedírselo. Asumo que intentará hacerlo pasar por un suicidio y hasta es posible que le muestre a usted una carta, supuestamente mía y firmada por mí. Esa carta, caso de existir, será una falsificación de Amelia, que domina a la perfección mi estilo y mi letra y que ha imitado mi firma multitud de veces, siempre que se ha hecho necesario y con mi consentimiento.

Soy consciente de que tiene una pistola en el cajón del tocador de su dormitorio y si sigo viviendo en esta casa y no me pongo fuera de su alcance es porque, en la base, la muerte ya no me asusta demasiado y porque sé que antes o después, de un modo u otro, conseguirá lo que desea y prefiero morir de un dispara en la cabeza —método rápido y poco doloroso, supongo— en lugar de ser, pongamos por caso, lentamente envenenado con arsénico.

Ignoro los motivos que han podido llevarla a odiarme lo suficiente como para causarme la muerte, pero imagino que mi confesión pública de homosexualidad, con la consiguiente humillación que representó para ella, y mi amor incondicional por Hervé Daladier, han sido razones de peso para empujarla al crimen.

Mi único móvil para redactar esta carta es el de hacer que prevalezca la justicia pues, si bien mi muerte, como ya le he dicho, no me preocupa demasiado puesto que no le veo ya mucho sentido a mi existencia, no me gusta la idea de que un crimen quede impune y una asesina sin castigo. Amelia se ha salido ya con la suya demasiadas veces en la vida y creo que ha llegado la hora de hacer justicia.

Dado que, con toda probabilidad, llevará guantes en el momento en que decida apretar el gatillo, no creo que encuentren huellas en el arma o quizá ella se las arregle de modo que sólo aparezcan las mías. En cualquier caso, confío en su competencia y en su buena fe, señor Juez, y en el trabajo de la policía.

Atentamente,

Raúl de la Torre

Cuando terminó de leer la carta, Amelia tenía toda la carne de gallina y no sólo por estar medio desnuda. Se quedó unos minutos donde estaba, sentada en el escritorio de la habitación de invitados, de la habitación de Raúl, mirando por la ventana hacía las casas de enfrente donde ya habían empezado a encenderse las luces. Aparte de frío, no sentía nada, como si la hubieran vaciado por dentro dejando un agujero que no se llenaría jamás.

El reloj del pasillo dando las campanadas de las ocho la sacó de su estupor y la hizo levantarse de un salto, asustada, como un ratón que huele el peligro y no sabe dónde refugiarse. Cogió la hoja emborronada, la plegó cuidadosamente y se la metió en la cinturilla de las bragas. Lo más importante era que Raúl no supiera que lo había descubierto. Mientras no lo supiera, ella tendría abiertos todos los caminos. Todos.

Podía negarse a hacerlo, dejándolo con su maravilloso plan sin posibilidades de llegar a ser realizado o podía…, podía, quizá, hacerlo de todas formas y salvarse. A pesar de su plan, a pesar de todo lo que el monstruo en el que se había convertido el hombre de su vida había preparado para ella, podría salvarse. Y él estaría muerto como se merecía y como, de todos modos, deseaba. Todos contentos.

Ari volvió a la residencia caminando lentamente, eligiendo las calles más oscuras y menos transitadas en un intento deliberado de desligarse del mundo que lo rodeaba. La noche no podía haber ido peor, a pesar de la buena noticia que le habían proporcionado los documentos de la Sûreté. Amelia, por alguna extraña razón, no quería saber nada de él, y ese rechazo ocupaba toda su parte consciente. No entendía su comportamiento, no podía explicarse por qué lo había tratado con tanta frialdad, a menos que realmente sintiera algo por él y quisiera negárselo a sí misma. Un pensamiento tan optimista que tenía que ser falso. Lo más probable era que esas semanas de ausencia la hubieran hecho replantearse su relación y hubiera decidido que su vida era mucho más cómoda y agradable prescindiendo de Ariel Lenormand.

Desde luego la vida de él también había sido, si no más agradable, al menos más serena antes de conocerla. Y sin embargo, no conseguía arrepentirse de lo que había pasado entre ellos. Aunque nunca más sucediera algo parecido, aquellas horas con Amelia a finales del 2001 serían siempre uno de los mejores recuerdos de su vida, de la vida rutinaria, monótona, horriblemente lisa que había llevado siempre. Él nunca había estado en contacto con el crimen, no había sentido una pasión arrebatadora como la de Amelia por Raúl o la de Raúl por Hervé, no había conocido el éxito multitudinario, ni la muerte de un ser muy amado, ni siquiera la experiencia de la paternidad. Sus momentos de gloria se limitaban a la defensa de su tesis, su coloquio de Habilitación, una reseña particularmente halagadora sobre su último libro y, fuera del campo profesional, quizá el día de su boda con Rebecca. Eso había sido todo.

De hecho, lo más excitante que le había sucedido en su vida era todo lo relacionado con las pesquisas necesarias para la biografía de Raúl y, por supuesto, la noche con Amelia. Después de eso, cualquier cosa era un anticlímax.

Las calles de París estaban frías y oscuras, los pocos transeúntes que se cruzaban con él caminaban deprisa, con la cabeza baja y tas solapas de los abrigos levantadas contra la cara como espías de película. Las luces de casi todas las casas estaban ya apagadas y los edificios mismos parecían haberse retirado a una hibernación invernal, ignorando voluntariamente a los humanos que albergaban. La ciudad, que siempre le había parecido gloriosa, estaba empezando a aplastarlo con su indiferencia, con la majestad helada de sus grandes avenidas trazadas a escuadra como si sólo un desfile o-un ejército invasor pudieran colmarlas. Echaba de menos su pequeña ciudad universitaria, las callejuelas secretas del barrio medieval, las acogedoras cervecerías donde se encontraba una o dos veces por semana con algunos amigos. Hasta el ambiente de clases y estudiantes empezaba a parecerle cada vez más deseable y, aunque había pensado quedarse en París hasta finales de mayo o mitad de junio, la idea de regresar a Heidelberg a tiempo para el semestre que comenzaría en marzo empezaba a resultarle cada vez más atractiva. Al fin y al cabo, había reunido toda la información necesaria y si ahora Amelia se negaba a seguir colaborando, no tenía mucho sentido continuar en París, expuesto a caer en la trampa de Solange por pura necesidad de compañía o dependiendo de la gentileza de Yves y de André. No tendría que dar clase hasta octubre y podría dedicarse exclusivamente a su libro, pero con todas las comodidades de su piso, con sus amigos cerca, incluso con su familia a corta distancia. Unos meses atrás no lo habría creído, pero ahora de vez en cuando echaba de menos a sus padres y a su hermano, la comida de un domingo en familia, la serenidad de estar en el lugar donde están tus raíces.

En la residencia, a pesar de que era casi medianoche, sonaba a todo volumen un rap machacón, insistente, acompañando a una música de influencias magrebíes, pero los pasillos estaban desiertos. Debía de haber una fiesta en alguna de las habitaciones. Quizá estarían todos ya tan borrachos como para aceptar de buen grado su presencia a pesar de la diferencia de edad y de jerarquía, pero no se sentía con ánimos de tirarse al suelo entre aquellos muchachos y beberse un vaso de vino del supermercado de la esquina, envasado en tetrabrick. Mejor un café con leche en la soledad de su cuarto. O un bourbon, si se había acordado de llenar la bandeja de hielo de su neverita. O dos, aunque fueran sin hielo.

Abrió la puerta, encendió la luz y se quedó mirando la habitación como si fuera la primera vez. A pesar de los meses que hacía que la ocupaba, seguía siendo escuálida y triste, con sus muebles de ínfima calidad, sus horrendas paredes de un crema amarillento, su piso de linóleo verde, sus superficies cubiertas de una fina capa de polvo. Se preguntó, abrumado de repente, qué demonios hacía él allí, abandonado como un barco a la deriva, buscando respuestas a cuestiones que nadie, salvo él, se había planteado jamás. Quizá también André y Amelia a lo largo de su vida, pero ellos ya habían confeccionado sus propias respuestas, las que los habían salvado de la angustia de no comprender lo que estaba pasando en sus vidas. Y ahora él lo había puesto todo patas arriba y ni siquiera había compartido con ellos el fragmento de respuesta que había encontrado en el saxo de Armand.

Cuando se dio cuenta de lo que estaba haciendo, la cafetera ya humeaba sobre el fogón y el verla le produjo un ataque de hilaridad. Había pensado emborracharse con whisky como cualquier duro de película y la costumbre le había hecho prepararse un café, así que sacó la leche de la nevera —efectivamente, se había olvidado de llenar la bandeja del hielo—, se preparó el tazón grande y se desnudó, tratando así de quitarse, junto con la ropa, la frustración que sentía. No tenía bastante sueño como para dormirse enseguida, ni bastante energía como para ponerse a trabajar; ni ganas de leer, ni ganas de escuchar música, ni ganas de nada. Ni siquiera de tomarse el café.

Le vino a la mente el recuerdo de un colega de Colonia que, a los cincuenta y dos años, había tomado la decisión de mandar a la mierda la carrera académica y marcharse a Costa Rica a abrir una pensión. Entonces le había parecido una estupidez incomprensible; y sin embargo ahora empezaba a entender el estado de ánimo que puede llevar a un profesional serio y competente a abandonar todo lo que ha sido su vida y largarse a cualquier sitio a empezar de nuevo de otro modo. Probablemente el pobre hombre había llevado una vida como la suya, una vida sin pasión y sin sueños, una vida de vegetal.

«Tiene que ser la midlife crisis —se dijo—. No puede ser otra cosa. O el principio de una depresión. Pero tengo que hacer algo, y pronto, o cualquier día yo también me marcharé a Costa Rica. Al fin y al cabo no hay nadie a quien le importase un pimiento si me fuera para siempre».

Se sentó frente al ordenador apagado y empezó a tomarse el café, sin fijarse en el sabor, mientras miraba su reflejo oscurecido en la pantalla.

«Tienes cuarenta y dos años, Ari, —le dijo a su reflejo—. Has conseguido, en principio, todo lo que querías: un buen puesto en la Universidad, un piso a tu gusto y un coche. Tienes unos cuantos amigos y tu familia sigue queriéndote. Has escrito tres libros y dos docenas de artículos. Te has hecho un nombre en tu especialidad. De acuerdo, has perdido a Rebecca después de siete años de matrimonio, pero eso ya lo has superado porque llevabas mucho tiempo sabiendo que Rebecca no era lo que tú buscabas. Pero tienes todo lo demás. ¿Qué más quieres? ¿Qué cojones quieres, además?». Se echó a reír suavemente.

«Pasión —se contestó—. Locura. Tener la sensación de que estoy vivo, de que estoy viviendo de primera mano y no sólo de modo vicario a través de la literatura, del cine, de las respuestas de mis entrevistados cuando me cuentan sus recuerdos. Quiero vivir antes de que sea tarde y me dé cuenta de que me he pasado ochenta años viviendo una vida que no me gustaba. Quiero ser libre de mí mismo, de mi maldita manía de comprender las cosas, de mi gentileza, de mi dulzura. Quiero ser salvaje».

Empezó a reírse cada vez más fuerte, sintiéndose ridículo por una parte y un poco liberado por otra. Al menos, si conseguía formular sus deseos, podría intentar ponerlos en práctica. Pero ¿qué podía hacer para empezar a vivir del lado salvaje? Podría llamar a Amelia y decirle que tenía que verla ya mismo, que no estaba dispuesto a esperar, que la quería por encima de estúpidas consideraciones de edad, de dinero y de todo lo demás, que quería que lo del Crillon fuera el principio de algo maravilloso, que lo exigía.

Puso la mano encima del teléfono sin dejar de reírse. Eran más de las doce de la noche, Amelia era una mujer mayor, le había dejado claro que no quería saber nada de él, sería simplemente hacer el ridículo de un modo espantoso. ¿Y qué?

Marcó su número conteniendo la respiración, pero aunque lo dejó sonar dieciocho veces, nadie contestó a su llamada. Quizá tomaba pastillas para dormir. Quizá era política de la casa no contestar después de medianoche.

Se sentía como un globo de gas que ha sido arrastrado por un niño durante todo el día y empieza a ponerse flácido. No conseguía ser salvaje.

Entonces su vista cayó sobre la carpeta que contenía el sobre de Raúl, parcialmente tapada por el jersey que se había quitado un rato antes. Las letras rezaban: «A quien pueda interesar». A él le interesaba, Cogió el abrecartas, rompió el lacre y lo abrió.

Aquí otra vez, frente a la pantalla en blanco, tratando de poner orden en mi vida de la única manera que conozco: escribiendo una palabra tras otra en un intento de narrarme a mí misma lo que me sucede, lo que me sucedió para llegar a donde me encuentro ahora, a este punto sin futuro en el que nada tiene importancia. Y sin embargo la tiene. Y sin embargo duele, como tantas otras veces.

He sido traicionada en muchas ocasiones; debería tener costumbre, pero parece que hay cosas a las que una no consigue adaptarse: el hambre, el frío, la humillación, este cansancio que no cesa y me avergüenza tanto.

Esta noche, en casa de André, he estado a punto de cogerle la mano, de decirle que acepto el posible malentendido y que podemos comenzar de nuevo, pero entonces ha vuelto la conversación a Raúl, y usted, con todo su entusiasmo, ha contado su teoría, o lo que quizá sea más que una teoría pues parece haber encontrado pruebas de la veracidad de sus afirmaciones, y eso ha vuelto a descolocarme, a hacerme sentir que nada de lo que he creído comprender a lo largo de mi vida ha sido realmente como yo me lo he narrado. Si Raúl no tuvo nada que ver en la muerte de Amanda, y yo sé que por mucho que lo hubiera deseado en su momento, tampoco yo tuve parte en ello, ya no entiendo nada de lo que pasó y tengo que hacerme de nuevo a la idea de que las cosas fueron de otro modo.

No me cuesta creer que Amanda fuera una figura turbia en un juego político más turbio aún, pero ahora todavía comprendo menos cómo, con qué medios, con qué presiones, consiguió atraer a Raúl a ese juego que siempre consideró ridículo. Y usted no me da nuevas respuestas, sólo interrogantes nuevos que se abren, ahora que no me queda tiempo para intentar responderlos. Tendré que irme de este mundo como esos fantasmas tradicionales de los castillos de Escocia que no alcanzan la paz porque no han podido desligarse de lo que los angustió en vida. Me imagino paseando ectoplasmáticamente por estas habitaciones que quién sabe quién ocupará después de mí, haciendo tintinear las pulseras para asustar a los nuevos inquilinos y, si por una parte lo encuentro risible, por otra, la simple posibilidad me horroriza. Sé que si llega a leer esto, se reirá de mí; yo también me reiría si tuviera cuarenta años, pero no los tengo y la idea de que la muerte pueda no traer la liberación me espanta.

Si su teoría es cierta, Raúl me mintió una vez más al decirme aquello de «Matar no es muy difícil», y que yo interpreté como una confesión. ¿Qué quiso decirme con eso, si no que él la había matado? ¿Por qué clavó aquella frase en mi mente? ¿Para que me fuera más fácil apretar el gatillo? Su carta manuscrita fue la que me lo facilitó, la segunda, la que encontré en su cuarto y que él me había ocultado, la carta en la que me acusaba de haberlo asesinado.

Por eso nunca comprendí lo que pasó la noche anterior a su muerte. O tal vez sí, aunque no quiera creerlo.

La noche del martes, una oscura noche de noviembre, muy fría, en que el viento ululaba en las chimeneas, Raúl volvió temprano, sobre las once, y me encontró en el sofá del salón, leyendo, con una copa de coñac al alcance de la mano y el fuego de la chimenea frente a mí.

—Es como volver al hogar —me dijo entonces, levantándome las piernas para colocarlas en su regazo mientras se sentaba a mi lado—. Cuánto tiempo hemos perdido, Hauteclaire.

Hacía años que no me había llamado así y sentí un escalofrío recorriéndome la columna. Porque tenía razón. Habíamos perdido muchos, muchísimos días de nuestra vida en un malentendido constante, en un distanciamiento que yo no había querido y quizá tampoco él.

Empezó a acariciarme la pierna con su mano grande y caliente, distraído, con la mirada perdida en el fuego, como se acaricia a un gato dócil y viejo.

—¡Si pudiéramos volver a empezar! ¡Si pudiéramos volver a Belleville! ¿Te acordás? Las fiestas, las noches locas, la música, los amigos, las ideas que venían como enjambres de mosquitos que había que apartarse a manotazos… Fuimos felices, vos y yo, ¿no es cierto?

Yo había dejado el libro y miraba a Raúl mirar el fuego, que ponía un color rosado en sus mejillas aún casi jóvenes, destellos dorados en su pelo aún tan negro, sus ojos tan brillantes… ¿Cómo podía hablar así después de haber escrito esa carta?

—Pero el tiempo se fue —siguió diciendo él con su voz grave, arrastrada ahora—. Es tiempo de morir, Hauteclaire. Todo se acabó.

—¿Porque no está Hervé? —pregunté yo casi en un susurro, deseando decirle: «Me tienes a mí, Raúl, aún me tienes, siempre me tendrás, a pesar de todo, de todas las traiciones, de todo el dolor», pero callando, esperando, como siempre.

—¿Por Hervé? No sé, linda. Porque sí. Porque se acabó mi vida. Eso fue todo. Rien ne va plus. Y parece tan poca cosa, ¿sabes? Apenas unos años, unos libros, unos ratos de amor…, y eso fue todo. Vos aún sos joven, aún no podes comprender.

—Tú tampoco eres viejo, Raúl —dije yo cogiéndole la mano—. Si tú quisieras…

—¿Qué? Si yo quisiera, ¿qué? —me miraba a los ojos con un desafío brillando en ellos—. ¿Qué crees que podríamos hacer nosotros? ¿Empezar de nuevo como si nada hubiera sucedido? Bajó la vista otra vez, suspiró y pasaron unos segundos como en suspenso, como si estuviera considerando qué hacer. Entonces se puso en pie, me tendió la mano, me levantó del sofá y me abrazó con fuerza, casi con furia.

—Tenes razón, Hauteclaire —me dijo al oído, enterrando su cabeza en mi pelo—. Tal vez haya aún algo de tiempo, el tiempo justo para despedirnos. Vení, vení conmigo. Si aún me querés… Me arrastró de la mano hacia el dormitorio mientras mi mente luchaba con mi cuerpo, que quería entregarse a él, una vez más, una última vez después de tantos años de mirarlo desde lejos, de saber que su amor no era ya para mí.

Me desnudó con prisa, casi con rabia y, aunque mi mente se negaba a aceptar aquella violación por parte de un hombre que quería que yo fuera condenada por algo que no había hecho, mi cuerpo se crispaba de deseo por volverlo a tener una vez más antes de perderlo para siempre. A pesar del pasado, a pesar de ese futuro cercano, ominoso y oscuro, Raúl seguía siendo mi marido, mi único amor, el hombre de mi vida.

Me tendió en la cama y se tumbó encima de mí, besándome el cuello, la boca y las orejas, acariciándome con sus manos enormes y tibias, exigiendo mi entrega incondicional, como un mariscal que se sabe seguro de su victoria.

—¿Tienes un preservativo? —le pregunté de golpe, sin saber exactamente por qué hasta que las palabras hubieron salido de mis labios.

Se quedó rígido de golpe.

—¿Un preservativo? —repitió—. ¿Para qué? ¿Tenes miedo de un embarazo?

—No seas tonto, claro que no. Pero… Hervé…

—¿Ya no confiás en mí?

Podría haber dicho cualquier otra cosa y nada habría cambiado porque en aquel momento yo estaba dispuesta a olvidarme de todo, pero esa pregunta fue como si de repente me hubieran echado a un estanque de agua helada. Confiar. ¿Cómo podía ya confiar en Raúl? Me aparté de él y salté de la cama. No. No podía confiar en él. Ya no. Ya nunca.

—Iba a ser mi regalo de despedida —dijo él desde la cama, desde la oscuridad.

—Es mejor así —creo que dije yo.

Me eché una bata por los hombros y me acerqué a la ventana. La calle estaba desierta, como abandonada, como después de una hecatombe nuclear. Unos papeles volaban sobre la acera empujados por el viento helado.

—¿Y un pacto de sangre? ¿No querés hacer un pacto de sangre para que estemos unidos por toda la eternidad?

—¿Unidos los tres? Sé que, con Hervé, lo hiciste. Él me lo contó, feliz como un chiquillo.

—Hervé era un chiquillo —su voz se había hecho triste, cansada, como si hablara después de haber llorado mucho.

—Buenas noches, Raúl.

—Hasta mañana, Stassin.

Se levantó, recogió su ropa en la penumbra y se marchó del cuarto. Cuando me acosté, la cama estaba aún caliente del cuerpo de Raúl, pero las únicas lágrimas eran las mías.

Una vez abierto el sobre, cayeron sobre la mesa dos sobres más, de nuevo cerrados y lacrados. Uno de ellos estaba dirigido a André. El otro «A quien pueda interesar».

Esta vez no tuvo dudas: abrió el segundo sin pararse a pensarlo y extrajo dos cuartillas escritas a mano en la letra de Raúl. Era la primera vez que veía tanto texto de Raúl escrito de puño y letra y su primera sensación fue la de estar cometiendo una irreverencia, una transgresión imperdonable, pero consiguió dominarla en unos segundos. Al fin y al cabo, él podía muy bien ser el destinatario de la carta porque a él le interesaba, probablemente más que a cualquier otra persona en el planeta.

Aunque supongo que los primeros lectores de esta carta serán mis amigos André Terrasse o Yves Durand, sé que antes o después otras personas leerán estas líneas y es así como debe ser porque se trata de una comunicación abierta a cualquiera que esté relacionado con el asunto de la aclaración de las circunstancias de mi muerte.

Si todo salió como me propuse, el juez de instrucción o el equipo de policía encargado del caso habrán leído una carta manuscrita que habrán encontrado con mi cadáver y en la que acuso a mi ex esposa, Amelia Gayarre, de mi asesinato. Quiero dejar claro, con la presente, que ese testimonio es falso, a pesar de haber sido redactado y firmado por mí.

En esa carta yo acusé falsa y deliberadamente a Amelia de mi muerte por razones que sólo ella puede comprender y que no voy a explicar en detalle. Baste saber que, años atrás, yo creí que Amelia había cometido un crimen que quedó impune y decidí castigarla de manera que, al menos durante un tiempo, sufriera las consecuencias de sus actos, pero soy incapaz de permitir que sea condenada por un asesinato que nunca fue tal. Yo he puesto fin a mi vida de modo voluntario y Amelia no ha tenido nada que ver en el asunto.

Depositaré esta carta en casa de André Terrasse, quien, estoy seguro, moverá cielos y tierras para exculpar a Amelia, una vez haya sido acusada de mi muerte. Sé que André encontrará este documento y lo presentará ante el juez competente. Yo juro que lo que afirmo es verdad y mi ex esposa no ha tenido nada que ver con mi decisión de abandonar el mundo, ni con el proceso de mi suicidio.

Sé que podría haber depositado este documento en la notaría que lleva mis asuntos, pero eso habría significado una aclaración rápida de las circunstancias y habría sido contrario a mi deseo de que Amelia sintiera, por una vez en su vida, el miedo al castigo.

Creo que no me queda más que añadir, aunque quizá sea conveniente resumir los puntos que deseo aclarar:

• El revólver con el que pondré fin a mi vida fue comprado por mí el 17 de octubre del presente año a través de un conocido a quien no quiero comprometer.

• Yo insinué voluntariamente a Yves Durand, en una conversación mantenida en su casa, que Amelia poseía un revólver, con la intención de que posteriormente este hecho redundara en su contra durante los interrogatorios policiales.

• Estoy pasando los últimos días de mi vida en una situación emocional positiva y alegre, porque he decidido despedirme de todos mis amigos y conocidos, lo que puede llevar a pensar que no tenía preocupaciones o angustias que pudieran conducirme a la muerte elegida.

Llevaré a cabo mi suicidio sin que Amelia tenga la menor sospecha sobre lo que me propongo hacer.

Espero que todo lo anterior sea suficiente para exculpar a Amelia Gayarre, pero, por si sirve de algo, juro ante Dios y sobre la Biblia que mi ex esposa es inocente de mi muerte.

Firmado: Raúl de la Torre

Cuando dejó de leer le temblaban tanto las manos que dejó las cuartillas sobre el teclado del ordenador y, cruzando los brazos, se las apretó bajo las axilas hasta que desapareció el temblor y pudo leer de nuevo, con más serenidad, la confesión de Raúl.

No acababa de entender a qué diabólico juego se había entregado el mayor escritor del siglo, pero quedaba claro que lo que había pretendido hacerle a Amelia era monstruoso. Según se desprendía de la carta, lo había arreglado todo para que su suicidio pareciera un asesinato e incluso había dejado una carta para la policía en la que culpaba a Amelia. Lo que no podía comprender era qué había pasado con esa carta, ya que, por lo que él sabía, la muerte de Raúl había sido aceptada como suicidio desde el primer momento y Amelia nunca había sido sospechosa de nada.

Ahora más que nunca tenía que hablar con ella, necesitaba respuestas urgentes a preguntas que eran aún más candentes que las relacionadas con la muerte de Amanda y que ya había conseguido resolver, pero a la una de la madrugada ella no contestaría al teléfono. Tendría que esperar al día siguiente para decirle lo que acababa de encontrar y convencería como fuera de que lo dejara ir a su casa. Aquello no era algo que se pudiera contar por teléfono; tenía que verla cara a cara, tenía que saber.

Y en cuanto lograra respuestas de Amelia, iría a ver a André, le llevaría la carta que estaba a su nombre y le pediría que le permitiera leerla. Aunque, de hecho, André no sabía de la existencia de aquella carta. Ni Yves ni André. Si él la leía ahora, podía quedársela sin más, como había hecho con las fotos encontradas en el saxo de Armand; podía encontrar las respuestas que buscaba y no compartirlas con nadie o, si la carta planteaba interrogantes que sólo André podía resolver, también sería posible darle las cuartillas callándose que habían estado metidas en un sobre lacrado dirigido a él; podía limitarse a decir que las había encontrado dentro del sobre grande con la inscripción: «A quien pueda interesar». André lo creería o no, pero no tendría manera de probar que Ari mentía.

Pasó la mano por la carta de André, deseando que la solapa que llevaba once años pegada se despegara por arte de magia, que el lacre se cuarteara hasta quedar desmenuzado sobre su escritorio y las cuartilla se desplegaran frente a sus ojos sin que sus manos tuvieran que rasgar el papel que las encerraba. Pero no se sentía capaz de hacerlo. Consciente o inconscientemente, ya había violado demasiados secretos que no le pertenecían. Tendría que esperar al menos hasta el día siguiente, hasta ser capaz de pensar de nuevo con una mínima claridad, hasta volver a desear ser salvaje. Por el momento había tenido demasiadas emociones.

Desde el instante en que Amelia había descubierto la carta acusatoria de Raúl, su pensamiento la había llevado una y otra vez a descubrir su posible escondite, el lugar donde él la habría guardado en espera de poder sustituirla, sin que ella lo notara, por la otra carta exculpatoria que le había dado a leer. Sólo si era capaz de comprender minuciosamente los planes de Raúl podría seguir adelante con la farsa; de lo contrario, tendría que decirle que había cambiado de opinión y no pensaba ayudarlo a llevar a cabo su suicidio. Fueron dos días terribles en los que barajó todas las posibilidades que pudieran habérsele ocurrido a él para comprometerla, dos días en los que sólo la sostenía la rabia que sentía contra él y el convencimiento de que, a pesar de los años que llevaban separados, ella seguía siendo la persona que mejor lo conocía en el mundo.

Sin embargo, a pesar de ello, y a pesar del texto de la carta secreta, seguía sin comprender exactamente qué podía haberlo llevado a desear dañarla hasta tal punto. Sabía que durante toda la enfermedad de Hervé, durante todo el tiempo que tardó en morir, ya en casa por su propia voluntad, porque en el hospital no podían hacer nada por él, Raúl estuvo reprochándole su uso de la morfina, que a él le parecía demasiado liberal, a pesar de que era su médico el que había autorizado las inyecciones. Sabía que, cuando por fin le falló el corazón y murió dulcemente sin despertar del sueño nocturno, Raúl le había echado la culpa a ella, porque era la única que estaba presente. Pero no podía creer que fuera ésa la causa del odio que parecía haberse apoderado del que fue su marido. En la carta recuperada él decía que Amelia se había salido demasiadas veces con la suya y que había llegado la hora de hacer justicia. ¿Qué justicia? ¿Cuáles eran esas veces en que ella se había salido con la suya? ¿Qué podía estar pensando Raúl al tratar de castigarla? ¿Castigarla por qué? ¿Cómo iba a querer castigarla por la muerte de Amanda que, estaba segura, había causado él? ¿O lo que le reprochaba era que lo hubiera dejado ir, sin luchar por él, sin oponerse a Amanda, lanzándolo a una nueva vida que detestaba? El pensamiento de Raúl, que siempre había sido algo infantil, había acabado por tomar tintes alarmantes y francamente ominosos. Juguetón había sido siempre, ambos coincidían en valorar el aspecto lúdico de la existencia y de la literatura, pero aquel juego empezaba a ser demasiado peligroso porque podía acabar con su vida y su libertad. Al parecer, Raúl quería morir pero no soportaba la idea de que ella siguiera disfrutando de la vida.

La idea se le ocurrió la tarde anterior al suicidio previsto y, de repente, todo le pareció tan simple que tuvo que reírse en voz alta. Raúl se limitaría a sustituir un sobre por otro, haría desaparecer la carta exculpatoria, tal vez quemándola o rasgándola en pedacitos que esparciría sobre el Sena desde un puente, y se colocaría en el bolsillo, en su lugar, la carta manuscrita en que la acusaba de su muerte. Ella no podría advertir la diferencia porque los sobres estaban cerrados y ambos iban dirigidos al Señor Juez de Instrucción. Por eso le había ofrecido que la guardara ella, porque sabía que ella no querría tocar el sobre y le diría que era mejor que la conservara él hasta el momento de metérsela en la chaqueta. Raúl también la conocía bien, a pesar de los años que habían pasado separados.

Pero en ese caso, la cosa era muy simple. Hablaría con él, sin delatar su conocimiento de la segunda carta, para darle ocasión de cambiar de parecer. Si no lo hacía, sería ella la que castigaría su traición, apretaría el gatillo como habían convenido, abriría la carta y comprobaría el engaño. Si, efectivamente, encontraba la carta inculpatoria, se la llevaría, la destruiría y dejaría una carta escrita a máquina por ella con la firma falsa de Raúl que tantas veces en la vida había imitado. El texto sería el que habían convenido ambos y que recordaba de memoria. El juez, o el comisario encargado del caso, leería la carta en la que Raúl declaraba que ella no había tenido nada que ver en su suicidio y todo saldría bien.

Esa misma tarde, aprovechando que estaba sola en casa, escribió la carta en la vieja máquina mecánica de Raúl, la firmó sin que le temblaran las manos, la metió en un sobre de solapa autoadhesiva y la guardó en su bolso para el día siguiente, esperando no tener que utilizarla, esperando que la conversación con Raúl fuera suficiente para que él recapacitara y cambiara de planes.

Yves estaba solo en casa. André tenía una presentación, pero él había preferido no acudir y pasar unas horas tranquilas oyendo música y quizá organizando los vídeos que se habían ido acumulando en las últimas semanas. Se había dado una ducha rápida, se había puesto el chándal más usado que había podido encontrar y había decidido prescindir de la cena, sustituyéndola por un racimo de uvas y unas fresas que había descubierto en el delicatessen de enfrente de su despacho.

Sin saber bien cómo, mientras comía la fruta durante las noticias de la tele se encontró de nuevo pensando en André y en Amelia, las dos aes de su vida. No sabía exactamente por qué, pero estaban raros. André había estado raro desde la cena del sábado, y Amelia…, la actitud de Amelia con Ari había sido realmente curiosa, como si estuviera castigándolo por una falta que al parecer él no era consciente de haber cometido.

Pero lo que más le preocupaba era André, que se esforzaba patéticamente por aparentar normalidad cuando estaba claro que algo lo angustiaba. Le había preguntado en varias ocasiones, pero su respuesta había sido siempre la misma, exactamente la que uno da cuando le pasa algo: «Nada; no me pasa nada de particular».

Era como si, desde que había descubierto que ninguno de sus dos amigos había asesinado a Amanda, hubiera algo dando vueltas en su mente. Algo que ponía una arruga perenne en su entrecejo y lo hacía contestar con monosílabos a todas sus preguntas. Él le había hablado a Ari en relación con Amelia, de lo peligroso que resultaba remover el cieno. ¿Qué cieno se habría removido en su interior? ¿Qué recuerdos, de los anteriores a su vida en común, estarían ahora aflorando a la mente de André?

La memoria es como un jardín oscuro, pensó, uno de esos jardines umbríos, orientados al norte, que sólo permiten cultivar determinadas clases de plantas, plantas de sombra casi todas, que brotan trabajosamente y crecen con dificultad estirándose hacia arriba, en busca de la luz que se les niega.

Como tantas otras veces, pensó que era una lástima que ciertos secretos fueran inaccesibles al proceso de la autopsia, que tantos otros revela.

Él había estado presente en la autopsia de Raúl y recordaba aún con extraña precisión sus pensamientos y sentimientos de entonces. Se veía a los pies del que había sido su amigo, siguiendo los movimientos y comentarios de Étienne, que iba dictando sus hallazgos para el sumario, y se preguntaba por qué no era posible, ahora que Raúl se encontraba totalmente indefenso frente a ellos, saber qué había tenido en la cabeza a lo largo de su vida, por qué había deseado terminar con todo pegándose un tiro en la sien, qué había sentido por André, por Amelia, por él mismo. Poco a poco, el cuerpo había ido revelando sus secretos, sus hábitos, sus vicios, sus degeneraciones, pero su mente seguía siendo inaccesible y todos sus pensamientos habían muerto con él. Recordaba aún el sonido de la sierra en su cráneo —un sonido distinto del habitual, más chirriante, más intenso, quizá porque la víctima era conocida— y se preguntaba, como entonces, qué habría habido en su cerebro, cuál habría sido su último recuerdo antes de morir, antes de que aquella bala perforara su cráneo, una bala que, estaba seguro, no había sido impulsada por la presión de su dedo en el gatillo.

Dos días antes de la autopsia, sólo unas horas antes de recibir la noticia del suicidio de Raúl, Amelia había venido a casa casi a mediodía, sin anunciarse antes, y lo había pillado por pura casualidad, porque una ligera gripe le había hecho quedarse en cama unas cuantas horas más de lo habitual. Ya no recordaba qué excusa le había dado para la visita, algo que quería consultar con André, tal vez, sin explicarle por qué no había ido directamente a la editorial.

Lo único que se le había quedado grabado en la memoria era la extrema palidez de Amelia y sus manos heladas que retorcían una y otra vez unos guantes de cuero negro que había acabado por dejarse olvidados en la consola de la entrada cuando se marchó unos minutos después. Unos guantes que olían fuertemente a cordita y que ahora, once años después, probablemente ya no olerían a nada, pero que cualquier laboratorio policial podría confirmar como unos guantes que fueron usados para disparar un arma.

Por eso no se sorprendió, aunque fingió hacerlo, cuando André, después de hablar por teléfono con Amelia aquella tarde, le dijo que Raúl se había pegado un tiro en la casa de la isla de San Luis. André estaba horrorizado y perplejo y no paraba de repetir: «Ahora que parecía haber superado lo de Hervé. Estaba estupendamente. Salía más que nunca, se divertía con todo el mundo. No es posible, Dios mío, no es posible».

Pero lo era. Aquel arma que la policía había encontrado en su mano, un arma muy femenina, como el mismo Raúl se la había descrito a él semanas atrás, había acabado con su vida. Y él sabía cómo se había desarrollado el supuesto suicidio. Tenía incluso los guantes como prueba de que no había sido Raúl, o no él solo, quien había apretado el gatillo, pero no podía decírselo a André, y tampoco quería decírselo a la policía hasta haber comprobado algo durante la autopsia que, contra los deseos de Raúl, se iba a llevar a cabo.

Cuando vieron a Amelia por la tarde, después de que el juez hubiera autorizado el levantamiento del cadáver, se había cambiado de ropa y, aunque seguía pálida, parecía más dueña de sí misma que en la visita de la mañana.

—¿Te lo esperabas? —fue la primera pregunta de André. Ella se encogió de hombros y miró a otra parte—: Sí —dijo por fin, en voz muy baja—. ¿Por qué te crees que no quería salir con vosotros? Raúl me lo había dado a entender varias veces, entre bromas y veras; se pasaba el rato hablando de su despedida y yo no me sentía con ánimos de seguirle la corriente y salir de parranda con él.

—¿Y por qué diablos no me lo dijiste? Yo habría podido…

—Nada —lo interrumpió ella, feroz—. Tú no habrías podido nada. ¿Quién te crees que eres? Raúl había tomado una decisión y ya. Ni yo pude nada, ni tú hubieras podido. No te molestes en culparte. No somos, no éramos tan importantes para él.

—Pero ¿por qué? ¿Por qué, Amelia?

Ella volvió a encogerse de hombros:

—Tal vez para castigarnos. Dicen que suele ser un componente fundamental en todo suicidio: castigar a los que se quedan.

—¿No ha dejado una carta?

—Sí. Se la ha llevado la policía.

—¿Qué dice?

—Lo típico: que está en posesión de sus facultades mentales, que ha sido una decisión propia, que no se culpe a nadie, que lo perdonemos por las incomodidades…, todo eso. Para ser un gran escritor, ha redactado una nota de lo más insulso.

—¡Qué cruel puedes ser, Amelia!

—Tampoco es de muy buen gusto pegarse un tiro en mi casa, teniendo la suya. Y la tuya, si vamos a eso.

—Tenía que estar desesperado.

—Pse.

—¿No te insinuó por qué iba a hacerlo?

—Me hizo muchas insinuaciones. Demasiadas. La vida sin Hervé, la vejez, el tiempo de posible felicidad que habíamos perdido…, qué sé yo.

—¿Habló de mí? —preguntó André sin mirarla, con la voz estrangulada.

—Dijo algo de que habías sido su amigo más leal —mintió Amelia, sin enrojecer.

André apretó fuerte los ojos y se pasó un pañuelo por los párpados.

—¿Le harán la autopsia? Él no quería.

—Me temo que no puede elegir —contestó Amelia—. ¿Verdad, Yves? Pero tú estarás presente, como él deseaba, para asegurarte de que todo se hace bien.

No había mucho más que decir, pero tampoco querían dejarla sola en un piso de donde acababan de retirar el cadáver de Raúl, así que la convencieron para salir a cenar, aunque no consiguieron persuadirla de que pasara la noche con ellos.

—Ésta es mi casa y tendré que volver a ella, si no esta noche, la de mañana o la del día siguiente. No vale la pena postergarlo. Antes o después tendré que hacerme a la idea de vivir en el mismo lugar que el fantasma de Raúl. Quizá fuera eso lo que él quería: cargarme para siempre con su fantasma… Pero a las brujas los fantasmas no nos asustan.

En el entierro, en el Pére-Lachaise, un funeral multitudinario al que asistió la flor y nata de la intelectualidad parisiense y gran cantidad de público curioso, más una nutrida representación de la comunidad homosexual de París, Amelia llevaba unos guantes nuevos de piel beis. Los otros, los de cuero negro, seguían en el cajón de Yves, junto con sus posesiones más preciadas, y habían acabado por convertirse, al correr de los años, en un símbolo de amor y fidelidad. Del amor que Amelia sintió por Raúl y de la fidelidad de un amigo hacia Amelia.