Capítulo 3

Después de dos días de trabajo intenso con las agendas de Armand, Ari había llegado a un par de conclusiones que no le llevaban demasiado lejos: el nombre de Raúl no aparecía en ninguna de las listas telefónicas, aunque en la primavera del 75 había encontrado una anotación que decía: «Mauriee me ha presentado a Raúl de la Torre»; el nombre de Aimée no aparecía en absoluto, ni en los números de teléfono ni en las citas de Armand; Aline, Amélie, Mandy y Maurice pasaban de una agenda a otra, siempre sin apellido, desde los primeros años de la década de los setenta; Aline y Maurice seguían vigentes a mediados de los ochenta, mientras que Amélie y Mandy se perdían. La primera desaparecía en la agenda correspondiente a 1976 y el segundo en la de 1979.

De todo ello, y hasta la fecha, Ari había sacado en conclusión que Raúl nunca debió de mantener una relación estrecha con Armand, ya que su nombre no volvía a aparecer en ninguna de las agendas, y que éste debía de saber que era una persona importante si se había molestado en anotar la fecha exacta en la que se lo presentaron. Decidió intentar ponerse en contacto con Aline y con Mauriee en los números de teléfono más recientes, con la esperanza de que siguieran viviendo en la misma casa y estuvieran de acuerdo en concederle una entrevista en la que él les pediría información que pudiera llevarle a averiguar algo sobre la misteriosa Aimée. Más que eso, que no era casi nada, no había. Solange no lo había llamado, Amelia tampoco, y la única llamada que había recibido era de André, citándolo para esa misma noche en un restaurante —que casualmente se encontraba también en Saint-Sulpice— llamado L’Abbaye; así que, con bastante alivio por haber terminado una parte de su trabajo, a pesar de que no había dado el fruto apetecido, se cambió de ropa, se metió el cuaderno de notas en un bolsillo por si había ocasión de consultarlo con André, y salió a la calle, a un frío atardecer que ya se había convertido en noche sin que él, desde su cuarto, se hubiese dado cuenta. El invierno se acercaba a toda velocidad; el aire ya viciado de la ciudad estaba empezando a llenarse con el olor del humo de las calefacciones y la mayor parte de la gente con la que se cruzaba había abandonado las chaquetas de cuero de otoño por los largos abrigos de colores oscuros, apenas aligerados por bufandas y gorros más alegres. Maldijo su costumbre de ponerse la gabardina y decidió sustituirla por el abrigo la próxima vez que saliera a la calle.

El metro estaba a rebosar de gente agotada que volvía a casa después de la jornada laboral, mezclada con otros más animosos que, vestidos con más elegancia, se dirigían a cenas o a funciones de teatro. Consiguió un resquicio junto a la puerta y se dejó aplastar por todas partes, con la esperanza, que se reveló ilusoria, de que el vagón se fuera vaciando antes de llegar a su destino. Desde la boca del metro, por fortuna, eran sólo un par de manzanas hasta el restaurante, oscuro y bohemio, que lo recibió con una vaharada de calor y olor a carne asada. Yves y André ocupaban ya una mesa, no muy lejos de la puerta, y lo esperaban con una jarra de vino tinto.

Le decepcionó darse cuenta de que Amelia no estaba, ya que, sin saber por qué, había asumido que siempre se la iba a encontrar en las cenas organizadas por André, pero antes de que tuviera tiempo de preguntar por ella, se le adelantó el editor:

—Amelia no tenía ganas de salir a la calle con este frío, pero me ha dicho que si no se nos hace muy tarde, nos invita después a un coñac en su casa. ¿Te apetece?

—¡No me va a apetecer! Estoy deseando ver su casa por dentro, a pesar de que, según ella, no hay nada interesante porque Raúl nunca vivió allí.

—¿Eso te ha dicho?

—¿No es verdad?

—En parte, sí. Raúl sólo pasó allí sus últimos dos o tres meses, antes de…

—¿Su suicidio? —terminó Ari.

André asintió con la cabeza y bebió un sorbo de su copa de vidrio verde.

—Fue allí, en casa de Amelia, donde se pegó el tiro que lo mató. Lo encontró ella.

—¡Joder! —murmuró Ari—. Menuda faena.

—Muy propia de Raúl, en mi opinión —intervino Yves—. No se iba a arriesgar a suicidarse en su propio piso y a que sólo lo encontrara la asistenta una semana después. O, mucho peor, a que nadie notara su falta durante un mes y tuvieran que echar la puerta abajo cuando los vecinos dieran parte del olor que salía del piso.

—Yves, por Dios —cortó André con un gesto de la mano y una mueca de asco—. Ya sé que para ti eso de los cadáveres podridos es el pan de cada día, pero estamos a punto de cenar.

—Vale, me callo.

Se giró hacia el camarero jovencito de ojos sombreados de kohl que acababa de aparecer a su lado y pidió para los tres, sin consultar con nadie.

Tout de suite, mon chou —contestó el muchacho con un mohín más propio de una damisela del siglo XIX que de un camarero del XXI.

—Oye —preguntó Ari lanzando la vista alrededor—, ¿no me habréis traído a un sitio de esos…?

Los dos soltaron la carcajada:

—Aquí todo el personal, el dueño y la mayor parte de la clientela está compuesta por perversos homosexuales del tipo, digamos, más exhibicionista. Súfrelo con paciencia. Sirven las mejores chuletas de cordero de todo París —explicó André—. A ver, cuéntanos, ¿qué tal va el trabajo?

Ari, olvidando el ambiente que los rodeaba, se lanzó a contarles la aventura del hallazgo de la primera edición de la novela, su conversación con Solange y los escasos resultados del estudio de las agendas de Armand.

—¿Conocías tú al tal Armand? —preguntó Yves a André.

—No me suena de nada.

—En la agenda dice que se lo presentó Maurice, que debía de ser uno de sus mejores amigos porque sale constantemente en su lista de teléfonos, siempre sin apellido —contribuyó Ari.

—Podría ser Maurice Laqueur. Un tipo que fue amigo nuestro hace como treinta años, muy aficionado al jazz y al que le perdí la pista hace siglos —dijo André.

—Espera —Ari sacó el cuaderno donde anotaba todos los datos de importancia—, a lo mejor te suena el número de teléfono.

Yves se echó a reír:

—André se sabe el de mi despacho y el de Amelia. Yo creo que ni siquiera sería capaz de darte su propio número de móvil.

—Muy gracioso, querido. Y por desgracia, muy cierto. Pero lo puedo mirar mañana en agendas antiguas. La única que de verdad tiene memoria para los números es Amelia; puedes preguntárselo después. A lo mejor aún recuerda algo de Maurice; Raúl y ella fueron mucho a-conciertos de jazz en una época. Es posible que conocieran a Armand de cuando tocaba en algún conjunto.

—Pero Aimée seguro que no te suena.

—Seguro. Y si realmente fue importante para Raúl, me sonaría. Era incapaz de callarse nada. Era como un niño: los secretos le venían grandes y se le salían por la boca en cuanto la abría.

—Entonces, ¿cómo te explicas tú esta dedicatoria? —Ari le tendió el cuaderno abierto por una hoja donde había fotocopiado y pegado las líneas de Raúl a Aimée.

André fijó la vista en el cuaderno y no dijo palabra en varios minutos, mientras Yves y Ari lo miraban expectantes.

—No puede ser —dijo por fin, humedeciéndose los labios, que se le habían quedado secos.

—Pero es su letra, ¿no?

—Es su letra. La he visto cientos, miles de veces. Es su letra, pero no puede ser. Una experiencia de esa intensidad lo habría llevado directamente a mi casa a cualquier hora del día o de la noche. No es posible que le ocurriera algo así y no nos lo contara a mí o a Amelia.

—Hombre, que no se lo contara a Amelia es comprensible —intervino Yves—. Sería tanto como decirle que habían terminado.

—¿Tú crees? —André lo miraba fijamente, como si en lo que acababa de decir hubiera algo que les afectara a ambos.

Yves debió de sentir lo mismo que Ari porque sonrió, como quitándole importancia al asunto en un intento claro de tranquilizar a André.

—No sé, chico, pero si un día vienes y me dices que acabas de sentir con alguien que no soy yo algo como lo que se desprende de esa dedicatoria, yo creo que me marcharía sin más, que lo entendería como un final. Mientras que si no sé nada…

—Lo notarías —atajó André, con total convicción—. No es posible tener una experiencia así, fíjate que Raúl la califica de «sagrada» y él era ateo, y que no te lo note la persona que comparte tu vida.

—A lo mejor ella lo notó y eso los llevó a distanciarse. Si no me equivoco, eso fue poco antes de su divorcio, ¿no, Ari? —preguntó Yves.

Ari se encogió de hombros:

—La dedicatoria no lleva fecha. Pudo regalarle el libro nada más aparecer en librerías o bien uno o dos años después.

—Entonces le habría regalado la tercera o cuarta edición —dijo Yves.

André negó con la cabeza:

—Si esa mujer era tan importante para él, le regalaría una primera edición de los ejemplares que tenía guardados, así que la fecha de publicación de la novela no nos aporta datos.

Los interrumpió la llegada del camarero maquillado que, bajo la mirada burlona de sus amigos, se dedicó a coquetear descaradamente con Ari mientras les servía los dos a moelle que había pedido Yves.

—¿Qué rayos es esto? —preguntó Ari mirando suspicazmente lo que tenía en el plato.

—Huesos de pierna de ternera con tuétano, cocidos al horno, con un toque de mantequilla con ajo. Una auténtica tentación que sólo se puede uno permitir de cuando en cuando. Por lo de la grasa —explicó Yves—. Deliciosos.

—¿No tenéis miedo de las vacas locas?

—Locos ya estamos nosotros. Anda, cómetelo. Prueba al menos.

Mientras ellos hablaban de comida, André seguía mirando un punto distante, como alelado, ajeno a lo que había en su plato y a las conversaciones que se desarrollaban a su alrededor.

—Estaba pensando —dijo por fin, como si respondiera a una pregunta que nadie había formulado— si cabría dentro de lo posible que Aimée fuera Amanda.

Los dos se quedaron mirándolo sin expresión.

—Es probable que no, por supuesto —continuó André—, pero si a Amelia se pasó años llamándola Hauteclaire y luego se lo cambió a Stassin, ¿no sería posible que a Amanda, al principio de su relación, cuando aún era ilícita, la llamara Aimée? Un nombre secreto entre enamorados y una manera de que nadie se enterara de su relación por el momento. ¿No os parece posible?

Ari se pellizcó el labio inferior, como siempre que tenía que reflexionar, mientras paseaba por la boca la cucharada de tuétano que se había decidido a probar.

—Podría ser —dijo por fin—. Si no me equivoco, todo el mundo se llevó una gran sorpresa cuando Raúl se divorció de Amelia. O sea, que casi nadie sabía de su relación con Amanda, ¿me equivoco?

—Yo me quedé de pasta cuando vino Amelia a mi casa a decírmelo. Bueno, más bien a insultarme por no haberla preparado para lo que Raúl acababa de decirle. Pero es que yo no lo sabía. Es decir, sí los había visto muy juntos, cuchicheándose al oído, en cócteles y presentaciones de libros, pero siempre había supuesto que Amanda quería que Raúl se fuera a su editorial. Nunca pensé que era algo privado, amoroso. A Raúl se le notaba, por debajo de la cortesía, una especie de miedo o de repugnancia hacia Amanda, por eso jamás se me pasó por la cabeza que pudieran estar liados.

—Entonces —preguntó Ari, a sabiendas de que nadie podía proporcionarle una respuesta—, ¿qué narices le dio Amanda para hacerle escribir esa dedicatoria, separarse de Amelia y casarse con ella?

Hubo un silencio de varios minutos que les sirvió para terminar el plato y pensar en diferentes posibilidades.

—¿Sadomaso? —propuso Yves, con una media sonrisa perversa.

—¡Hala, animal! —Ari se echó a reír. André siguió serio, dándole empujoncitos al hueso de su plato con el tenedor, hasta que alzó los ojos para mirar a sus amigos.

—Es una idea —dijo por fin, lentamente.

—¿Tú crees? —preguntó Ari—. ¿En serio?

André levantó las manos como para rendirse:

—¡Y yo qué sé, muchacho! Hay cosas, incluso de los mejores amigos, de las que uno nunca sabe nada. Y si vamos a eso, Amanda tenía una pinta de domina que no se le acababa. De hecho debía de estar impactante con un bikini de cuero y botas de tacón alto hasta medio muslo. ¿Nunca has visto una foto suya?

Ari negó sin hablar.

—Buscaré por mi leonera. A lo mejor sale alguna de cuando no teníamos más remedio que relacionarnos. Ya te diré si la encuentro.

Llegaron las chuletas de cordero, pero Ari, al ver acercarse al muchachito, se levantó con toda rapidez y se fue al lavabo. Al volver, ya estaban solos de nuevo y se sentó, aliviado de no haber tenido que sufrir las atenciones que, en unos segundos, le habían hecho comprender a las mujeres que se quejaban de acoso sexual.

—He estado pensando —comenzó de nuevo André— que hay algo que habla en contra de que Aimée fuera Amanda.

—¿Qué? —preguntaron los dos a la vez.

—Que Amanda jamás se habría dejado una primera edición dedicada en casa de nadie. La habría guardado en la caja fuerte para poder venderla en su vejez.

Esta vez no hubo risas porque ambos se dieron cuenta de que André hablaba perfectamente en serio.

Amelia los oyó llegar mucho antes de que tocaran el timbre porque había estado esperándolos en silencio, tumbada en el sofá frente al fuego de la chimenea, preguntándose sí había hecho bien en invitarlos a su casa. Una parte de ella deseaba llegar a establecer una relación amistosa con Lenormand, guiarlo en su investigación, enseñarle las cosas que aún guardaba y ver brillar sus ojos. Otra parte la avisaba del peligro y la llevaba a alejarse de él, a no llamarlo durante días, a contestar a sus preguntas con evasivas y medias verdades, tratando de crear una figura creíble, que casara con el resto de la información que estaba recopilando y ocultara los aspectos menos agradables.

Había veces en que tenía miedo de hablar demasiado, pero en otras ocasiones era casi una terapia tener de nuevo la ocasión de narrar a Raúl, presentarlo a unos ojos que no lo habían conocido, pintarlo con amor y detalle para que su figura se desplegara, viva y fresca, frente a los futuros lectores de la biografía de Ariel Lenormand.

Abrió la puerta en el mismo momento en que los tres hombres alcanzaban el descansillo y les ofreció las mejillas para los tres besos de rigor.

—Parece que venís helados —comentó, mientras les tendía las perchas para que colgaran los abrigos.

—Has hecho muy bien en no salir. Espero que tengas fuego y coñac —dijo André precediéndolos por el pasillo hacia el salón.

—Como siempre, querido. Amelia tiene de todo —contestó ella, casi coqueta.

Ari se quedó parado en la puerta mirando extasiado el enorme espacio donde destacaba la chimenea con el fuego encendido, el trío de sofás frente a él y, a la derecha, un precioso mirador redondo con vidrieras de colores de dibujo floral. En unos segundos se había fijado también en las hermosas alfombras, las altas estanterías llenas de libros y los cuadros que cubrían las paredes libres.

—¡Qué maravilla! —se le escapó.

—De día, desde el mirador, se ve el Sena, casi como si uno estuviera en la popa de un barco —dijo Amelia, haciéndole gestos para que se acercara a mirar por los cristales, a pesar de la oscuridad.

—Esta habitación es increíble. No me extraña que haya preferido quedarse en casa.

—Sí, toda la casa es muy bonita. John no sólo tenía mucho dinero, sino también buen gusto. Aunque hay que decir que este piso lo elegí yo. Él hubiera preferido una villa en las afueras, con jardín, invernadero y esos símbolos de estatus, pero yo siempre he sido una mujer urbana y, aunque me habría apetecido tener un sitio propio para mi caballo y salir a cabalgar todos los días, no me gustaba la idea de tener que conducir cada vez que quisiera venir al centro.

—¿Tiene usted un caballo?

—No. Ya no. Pero lo tuve durante muchos años. De hecho tuve tres, uno después de otro: Carnavalito, Bucentauro y Belerofonte.

Ellos hablaban junto a la mesa redonda del mirador mientras Yves y André se habían instalado en un sofá y estaban sirviendo las bebidas.

—¿Cabalgaban juntos, usted y Raúl?

—No, por Dios. Raúl era un negado total. No le iban ni los caballos ni los coches. Ni siquiera tenía carné de conducir. Lo único que tuvo en la vida fue una Vespa. En Roma nos compramos un Quinientos, una Cinquecento, pero lo llevaba yo.

—Amelia —preguntó André desde el sofá—, ¿te acuerdas de un tipo de hace una pila de años que se llamaba Maurice Laqueur?

Ella dio unos pasos en dirección a la chimenea:

—¿Un tipo que daba fiestas para músicos y que conocía todo el ambiente de jazz?

—Ése.

—Hace siglos que no sé nada de él.

—¿Conociste a un amigo suyo llamado Armand, que era saxofonista sin grupo fijo?

—Supongo que sí. ¡He conocido a tanta gente en la vida! ¿Qué pasa? ¿Se ha muerto?

—¡Cómo eres, mujer! —dijo André, a la vez que Ari contestaba:

—Pues sí. Armand, digo. Hace un par de semanas.

—Descanse en paz. Es un alivio que no me acuerde de él. ¿Me pones un gin-tonic, Yves?

André, a espaldas de Amelia, hizo una mueca de exasperación dirigida a Ari, antes de insistir:

—Es que Ari ha encontrado, por pura casualidad, entre las cosas de su herencia, un libro de Raúl dedicado a una tal Aimée, y está tratando de saber si Armand y Aimée eran amigos suyos.

—Ni idea —dijo displicentemente, dejándose caer en un sofá frente a ellos—. ¿De qué época hablamos?

—Sobre el setenta y pico.

—Si el pico es grande, yo ya no soy la fuente correcta. Habría que preguntarle a la dulce Amanda, que Dios tenga donde se merece.

Ari se acercó al sofá donde estaba reclinada Amelia y le mostró unos números de teléfono sin nombres.

—¿Reconoce alguno de estos números?

Amelia dio un bufido, se sentó, dejó el gin-tonic, buscó las gafas de lectura por la mesa, se las puso y le quitó el cuaderno de las manos:

—Es usted incansable. Ni a estas horas de la noche consigue relajarse y mantener una conversación intrascendente. A ver. Este de aquí podría ser el del tal Mauricio del que hablábamos antes, al menos sé que era un número que marcábamos con frecuencia para conciertos y cosas así, pero podría ser de cualquier otro amigo de la época. Estos dos no me suenan de nada. Y este último es el nuestro.

—¿Cómo? —preguntó Ari con la garganta contraída.

—El nuestro. El mío y de Raúl de la Rué de Belleville. ¿De dónde lo ha sacado?

—De la agenda de Armand.

—El muerto desconocido.

Ari asintió con la cabeza.

—Sería un amigo de Raúl. A mí no me suena nada. ¿Alguien quiere unas galletitas saladas o un pedazo de pastel de queso?

Yves y André aceptaron con alegría casi infantil y Amelia desapareció en la cocina.

—Te has quedado como lelo, muchacho —comentó Yves.

—Es que ese número estaba en la agenda de Armand bajo el nombre de Amélie. Sin apellidos.

«¿Sabes que ahora le ha dado por patearse el barrio de Saint-Sulpice por las mañanas?», había preguntado André, como al desgaire, mirándola de reojo para apreciar su reacción. «Algo tiene que hacer el pobre por las mañanas —había contestado ella—. Como por las tardes tiene clase y ahora sólo escribe después de ponerse el sol, los paseos matutinos lo mantienen en forma y le dan ideas. ¿O estás tratando de decirme algo?». «No, mujer, ¡eres de un suspicaz!».

Y no era cierto. Ella nunca había sido suspicaz; seguramente porque nunca le había hecho falta, ya que Raúl le contaba todo lo que hacía, lo que pensaba, las conversaciones que había mantenido con colegas y conocidos, tanto y con tanto detalle que a veces resultaba agobiante y, cuando se daba cuenta, Raúl llevaba hablando diez minutos sin que ella pudiera recordar más que alguna palabra suelta de lo que le había contado.

Sin embargo, lo de Saint-Sulpice le sonaba. En algún desayuno de la semana anterior le había comentado que se encontraba a gusto paseando por el barrio, que un día la llevaría a ver todo lo que había descubierto en sus vagabundeos; pero la pregunta de André se le clavaba entre los ojos surgiendo a través de otros pensamientos mientras trabajaba. ¿Qué había querido insinuar? ¿Que Raúl se estaba obsesionando con algo? ¿Que tenía citas clandestinas? ¿Que había algo, fuera lo que fuera, que ella debería saber y, sin embargo, ignoraba?

Le había preguntado a Raúl un par de días después, y Raúl, entusiasmado y obediente, le había hablado de un barrio que era como un pueblecillo anclado en el corazón de París. «Igual que el nuestro, entonces», había dicho ella. «Es posible —había sido su respuesta—, pero tiene algo especial que no sé definir». «Pues piénsalo, porque, siendo escritor, indescriptible no debería estar en tu vocabulario». Él se había reído y se había retirado al estudio, a enfrentarse con la máquina, con una mirada satisfecha y secreta.

Luego habían ido pasando los días, suaves, hermosos como siempre, aunque la idea de averiguar por sí misma qué había en ese barrio para Raúl había empegado a perseguirla, hasta que más de una semana después el azar le había proporcionado una ocasión perfecta. Había tenido que ir a entrevistarse con un anticuario que acababa de conseguir un cuadro que podía proceder del robo de un pequeño museo de provincias, y su jefe la había mandado a verlo con sus propios ojos y, caso de ser necesario, arreglar el traslado del cuadro para que pudiera ser examinado por los especialistas del Ministerio.

A las diez de la mañana estaba libre del encargo, y había decidido regalarse una hora de asueto en un café antes de volver a su despacho, cuando vio pasar a Raúl por la acera de enfrente. Pensó primero en salir a la calle, darle la sorpresa y compartir con él el café y el rato libre, pero algo en la expresión de su cara, en la rapidez con que caminaba, tan distinta de la marcha de paseo que ella le conocía de Roma, le hizo desistir.

Ver a su marido sin que él supiera que lo estaba mirando era un raro placer; hacía años que no había tenido ocasión de verlo así, de lejos, como si no lo conociera y Raúl fuera simplemente un hombre atractivo que lleva una vida que nos es extraña y sobre la que podemos especular. Aún tenía el pelo húmedo de la ducha y ya iba vestido de primavera, con vaqueros beis y la cazadora de ante claro abierta sobre una camisa rosada que le había regalado ella. Un hombre guapo que parecía mucho más joven de lo que era. Un desconocido para las mujeres que le sonreían al pasar, pero que ella conocía centímetro a centímetro: su cuerpo, su piel, su olor, su ropa interior, sus lunares, sus manías, sus palabras.

Pasó sin detenerse frente al café desde donde ella lo miraba, sin que nada le avisara de que estaba siendo observado, contemplado, admirado por su propia esposa. Pasó bajo sus ojos y, casi fuera ya del punto último donde aún podía verlo, se detuvo en un puesto de flores, compró un ramo de narcisos y siguió caminando a buen paso.

Eso la decidió. Dejó un billete sobre la mesa y salió a la calle cuidando de no acercarse demasiado para que no la detectara. Se sentía estúpida y despreciable a partes iguales, pero la curiosidad era un acicate invencible. Lo más probable era que la cosa no tuviera ninguna importancia, pero tenía que saber adónde se dirigía, qué pensaba hacer con las flores que acababa de comprar. Podía ir a visitar a algún conocido al hospital; podía incluso ir al cementerio, aunque Raúl odiaba todo lo que tuviera que ver con la muerte; podía haberlas comprado para ella, para entregárselas a mediodía, cuando volviera a casa para una comida rápida. Pero el porqué era lo de menos: lo importante era saber adónde iba con aquel paso casi apresurado que no le permitía detenerse a mirar un escaparate o a contemplar las fachadas más artísticas de los edificios.

Lo siguió hasta el número 17 de la Rué Bonaparte, y allí, para su consternación, lo vio detenerse, sujetar el ramo bajo el brazo para alisarse el pelo con las dos manos, hacer una inspiración profunda y perderse en la oscuridad del portal.

Se quedó clavada en la acera opuesta, esperando sin saber qué, mirando hacia arriba, hacia la larga fila de ventanas y balcones que le devolvían la mirada, impasibles, sin un visillo que se agitara, una hoja que se abriera, una mano apartando una cortina. El portal se había tragado a Raúl y era un portal desconocido para ella.

Cruzó la calle, entró en el vestíbulo y empezó a leer los nombres de los inquilinos en los buzones del correo esperando reconocer alguno, pero todos eran apellidos vulgares sin ningún significado para ella. Cinco pisos, tres apartamentos en cada uno, quince nombres.

—¿Buscaba a alguien? —preguntó una portera con cara de pocos amigos, aunque el evidente respeto que sentía por una señora tan bien vestida como ella evitaba la grosería.

—Tengo que entrevistarme con el doctor Mazevet —improvisó—, pero no estoy segura de tener bien el número de la calle.

—Aquí no vive ningún doctor. A lo mejor es el número trece; ahí hay una consulta, pero no sé bien de qué.

—Gracias. Miraré a ver.

Salió de nuevo a la calle, cruzó la acera y miró otra vez hacia arriba. Nada había cambiado. ¿Qué esperaba? ¿Que toda la fachada del edificio cambiara de pronto porque Raúl acababa de entrar allí? Se giró hacia el escaparate de una librería de segunda mano para decidir qué hacer a continuación cuando, reflejada en los cristales de la tienda, vio por un segundo a una mujer alta y pelirroja que entraba en el portal del que ella acababa de salir. Cuando se volvió, la mujer ya había desaparecido en el vestíbulo de la casa, pero le había parecido reconocerla. Podía tratarse de la directora literaria de Éditions de l’Hiver, la polaca agresiva que estaba empeñada en que Raúl abandonara a André para pasarse con ellos. Incluso unas semanas atrás, en un cóctel, había intentado convencerla de que hablara con Raúl y le explicara qué era lo que realmente le convenía. Le había caído mal nada más verla, pero a Raúl le había pasado igual y no había el menor peligro.

Sin embargo, si realmente era ella, ¿qué hacía a media mañana precisamente en esa casa donde acababa de entrar Raúl con un ramo de flores?

Volvió al portal y se detuvo apenas entrar, porque la portera había empezado a fregar el vestíbulo. Olía fuerte a humedad y a lejía.

—Perdone otra vez. Me ha parecido ver entrar en la casa a una conocida mía. Una mujer alta, pelirroja, de nombre extranjero.

—Yo no la he visto —dijo la mujer—, estaba llenando el cubo en el patio, pero puede ser la amiga del señor Armand, el músico.

Viene bastante. Bueno, ella y otros cien más. El piso siempre está hecho una feria y el ruido que arman con sus fiestas…, ¿para qué voy a contarle?, pero como tiene el piso en propiedad, no hay nada que hacer. Si fuera inquilino, ya lo habrían echado. ¿Va a subir?

—¿Quién? ¿Yo?

—Lo digo para que pase ahora, antes de que friegue ese trozo.

—No, no, muchas gracias, tengo que hacer.

No volvió a casa hasta tarde: Raúl, con sus limitados conocimientos culinarios, acababa de preparar la cena. Hablaron, como siempre, de cómo les había ido el día.

—¿Qué has hecho tú? —preguntó Amelia, después de haber resumido su entrevista con el anticuario y los pocos detalles dignos de mención del resto de la jornada.

—Poca cosa. Una clase por la tarde, un rato en el Luxemburgo, un café con un par de estudiantes que se interesan por la literatura argentina y de vuelta a casa, a hacerle algo de comer a mi mujer, como buen calzonazos que soy.

Ella apretó los labios, dispuesta a no permitir que saliera la pregunta que estaba deseando hacer.

—¡Ah! —añadió él—, y esta mañana fui a visitar a un pibe que está enfermo de gripe. Casi se echa a llorar al ver las flores, pobre tipo.

El alivio de Amelia fue tan grande que, por un instante, estuvo a punto de echarse a reír.

—¿Lo conozco? —preguntó.

—Quizá te hayas fijado en él. Un tal Armand. Estaba de saxofonista con el David Hope Quartet, pero ha pillado una gripe tan mala que han tenido que seguir la tournée sin él. Por eso fui a verlo, porque me comentó Maurice que estaba medio deprimido. ¿Y a qué no sabes quién había ido también a visitarlo?

Ella se encogió de hombros sintiendo un alivio que la llenaba como un fluido caliente.

—La furia pelirroja de la editorial que me quiere comprar. Parece que son amigos.

—Y te ha vuelto a insistir.

—Elemental, mi querido Watson.

—¿Y tú le has dicho…?

—Que ese tipo de decisiones transcendentales las toma mi mujer.

Ésa fue la última vez que Amelia oyó hablar de Armand. De Amanda todavía tendría mucho que oír en el futuro próximo.

Ari había pasado la mañana en el centro informático de la Universidad contestando el correo electrónico, y su humor había ido ensombreciéndose como el tiempo. Un colega de Marburgo le recordaba que le quedaban dos semanas para entregar el artículo que había prometido para el libro conmemorativo del profesor Wallinger, cosa que había olvidado por completo. Por no acordarse, ni siquiera se acordaba claramente del título provisional que había dado y ahora resultaba que o lo entregaba en dos semanas o tenía que escribirle disculpándose y explicándole por qué no podía contar con él. Dos estudiantes querían saber si ya había corregido los trabajos que le habían dado a final de septiembre, antes de que saliera hacia París, y él ni siquiera sabía dónde había puesto los malditos trabajos. La secretaria de su departamento le pedía los títulos definitivos de las clases que pensaba dar en el semestre de invierno, cuando se reincorporara a su puesto, cosa en la que no había malgastado un solo pensamiento desde que estaba en París. Y lo peor, lo peor de todo, Rebecca le comunicaba en un mensaje de cuatro líneas que se casaba el doce de diciembre y que comprendía que no pudiera desplazarse hasta Munich para asistir a la boda. Su ex mujer se casaba de nuevo y le decía elegantemente que no tenía ningún interés en volver a verlo y que no le hacía ninguna falta su presencia.

No es que esperara una reconciliación, pero no podía creerse que en los meses que llevaban divorciados Rebecca hubiera encontrado a alguien con quien sustituirlo. Incluso se le había ocurrido invitarla a venir por Navidad y tratar de llegar a una relación civilizada y amistosa. Ahora la Navidad se le presentaba ominosamente cercana y vacía y, aunque él nunca había sido especialmente sentimental, de repente tenía la sensación de que pasar precisamente esas fiestas a merced de la gentileza de Yves y André, las únicas dos personas que conocía en la ciudad, era una terrible crueldad que algún dios desconocido le infligía por culpas no especificadas, como si su interés por los muertos lo alejara justicieramente del contacto con los vivos.

Escribió un corto mail asegurándole al colega de Marburgo que en el plazo fijado le entregaría el artículo, evitando citar el título; contestó a los estudiantes pidiéndoles un poco de paciencia y comprometiéndose a contestarles en una semana, y por último tecleó un par de líneas a Brigitte, la secretaria, prometiéndole darle los temas antes del viernes. A Rebecca no le contestó porque, obviamente, su participación de boda no esperaba respuesta.

Cuando salió a la calle con la prisa de un convicto en libertad condicional, se dio cuenta de que llovía a mares y él se había dejado el paraguas en casa, así que se subió las solapas del abrigo y se resignó a mojarse hasta el café donde había decidido instalarse a hacer las llamadas que tenía pendientes. Si alguna de ellas se revelaba propicia, dedicaría el resto de la tarde a la entrevista con Aline o con Maurice.

Tomó un café créme y un cruasán, a pesar de que era casi la hora del almuerzo, y se permitió leer el periódico mientras comía, aunque, como le pasaba últimamente, no conseguía concentrarse en lo que estaba leyendo y su cerebro daba vueltas y más vueltas a la posible formulación de sus preguntas iniciales, caso de que uno de los dos contestara al teléfono, de modo que acabó por plegar el diario y marcar sin más dilación el número de Maurice, el mismo que Amelia había reconocido de treinta años atrás. Nada más marcarlo, un aviso musical le dejó bien claro que aquel número ya no existía. Colgó y se quedó un rato mirando caer la lluvia a través de los cristales empañados. De pronto le vino una idea, se levantó, fue a la anticuada cabina de teléfonos que ocupaba la esquina junto a los lavabos y volvió a su mesa con la guía de teléfonos. De Aline no sabía más que el nombre, pero de Maurice tenía la posibilidad de un apellido: Laqueur.

Había cerca de dos docenas de Laqueurs en la guía, pero sólo cuatro con «M» como inicial del nombre. En los cuatro saltaba inmediatamente un contestador automático. Después de oír el primer mensaje, colgó, escribió en un papel lo que pensaba decir y volvió a marcar:

«Soy el profesor Ariel Lenormand. Estoy buscando a una persona llamada Maurice Laqueur para entrevistarla en relación con una investigación literaria referente a la vida del escritor Raúl de la Torre. Si es usted la persona que busco, le agradecería que se pusiera en contacto conmigo en el siguiente teléfono».

Después de dejar cuatro mensajes iguales, probó el número de Aline que aparecía en la última agenda de Armand y, cuando ya estaba a punto de soltar de nuevo la cantinela de la investigación literaria, una voz de mujer le contestó:

Allô!

Lo cogió tan desprevenido que, por un momento, no se le ocurrió qué decir.

Allô! —repitió la voz femenina—. ¿Eres tú, mamá? No oigo nada.

—Buenos días, señora. ¿Puedo hablar con Aline, por favor?

—¿La madre o la hija?

Buena pregunta. ¿La madre o la hija?

—La madre —se arriesgó. Si era amiga de Armand y aparecía en agendas de los años setenta, no podía ser la hija.

—Pues lo siento, no está.

—Gracias, llamaré más tarde.

—No, no, quiero decir que no está, que se ha ido de vacaciones. No volverá hasta mediados de diciembre. Pero yo soy su hija. Si quiere decirme algo a mí, yo estoy en contacto con ella.

—Es un poco complicado, señora. Verá, estoy haciendo una investigación…

—¿Es usted detective privado?

—No, señora. Soy profesor universitario y estoy escribiendo la biografía de un poeta argentino que vivió aquí, en París. Creo que su madre lo conoció. A él y a otros amigos de su entorno. Por eso llamaba, porque me gustaría entrevistarla, preguntarle lo que recuerde de aquellos tiempos.

—¡Qué lástima! A mí madre le encantaría, pero ya le digo… Si usted aún está en París por Navidad, entonces ella ya habrá vuelto.

—Sí. Voy a quedarme todo el curso. La llamaré más adelante, si me permite. ¿Puede darme su apellido?

—¿De mi madre? Halbout. Aline Halbout. Le diré que ha llamado.

Se despidió dando las gracias y cortó la comunicación. Otro callejón sin salida. Otra vez a esperar que alguien quisiera ponerse en contacto con él. Estaba empezando a estar harto de ocupar siempre el lugar del pedigüeño, de depender de gente a la que la biografía de Raúl no le importaba un pimiento para poder seguir avanzando.

Aunque, bien pensado, con lo que tenía era más que suficiente para ponerse a escribir. Si quería ser sincero consigo mismo, tenía que confesarse que todo el asunto de Armand y Aimée y los otros le interesaba por pura curiosidad personal; quizá también por rigor académico, por un prurito de no dejar nada sin intentar, pero sobre todo porque él, Ariel Lenormand, quería saber. Igual que los comisarios de policía de las películas americanas, los lobos solitarios que no se dan por satisfechos hasta que han conseguido averiguar cómo fue realmente, aunque no beneficie a nadie, ni siquiera a ellos mismos.

Ya había decidido marcharse a su cuarto y empezar de una vez a esbozar el primer capítulo cuando la musiquilla de su móvil lo hizo volver a sentarse a la mesa.

—Lenormand.

—Soy Solange. ¿Molesto?

—Su llamada es un regalo del cielo. Estaba a punto de encerrarme en mi cuarto a trabajar y así, con un poco de suerte, me libro por hoy.

Ella se rió:

—No puedo prometerle tanto. Es sólo que me he acordado de que la semana pasada metí en los cajones de un mueble unos álbumes de fotos y unos cargadores de diapositivas de viajes y he pensado que quizá le resultaran interesantes.

—Estupendo. ¿Quiere que me pase por su piso?

—Ésa es la cuestión, que ya no están en mi piso. Son unos muebles que recogieron los chicos del GAJ.

—¿Del qué?

—Es una asociación promovida por el Ayuntamiento para ayudar a los jóvenes a salir de la drogodependencia. Cuando ya están curados o van por buen camino, les dan la posibilidad de trabajar ahí. Recogen gratis muebles y trastos viejos, los llevan a un almacén central y luego los venden baratos, pero en la base todo es ganancia.

—¿Y usted cree que las fotos seguirán allí?

—Seguro. Tienen también una sección de fotos viejas, diapositivas, películas caseras, cosas así. Un amigo mío, que es director artístico, encuentra siempre material que le sirve para las películas en las que trabaja.

—¿Podría darme la dirección?

—La dirección no la sé, pero sé ir. Si está libre esta tarde, podría llevarlo. Luego, si no es mucha molestia, usted podría acompañarme a Ikea y ayudarme a llevar hasta casa la cama que me voy a comprar.

—Encantado. ¿Cuándo nos vemos? Yo estoy libre.

—Dígame dónde está y paso a recogerlo.

Le explicó cómo llegar, pidió otro café y hasta que llegó Solange estuvo pensando si el asunto de la cama sería una insinuación o no.

Como cuando lea esto su libro ya habrá sido publicado, yo ya no estaré para contestar sus preguntas y todo habrá dejado de tener importancia para mí, le brindo otra estampa para su colección. No sé si es aún demasiado temprano para ofrecerle esta escena de la vida en común de Amelia y Raúl, de Raúl y Amelia —que tanto montaron— durante más de veinte años, pero si alguna ventaja tiene el vicio de la escritura compulsiva y solitaria es que siempre se puede destruir lo escrito, siempre es posible entregar al fuego, o al inocente contenedor de papel de la esquina más próxima, los arrebatos pasionales traídos por las soledades nocturnas en esta casa que tanto le ha impresionado y en la que el fantasma de Raúl, a pesar de todo lo que yo le haya dicho, sigue paseando de tanto en tanto.

Pero ahora le invito a visitar otro piso mucho más modesto y sencillo en una ciudad mucho menos pagada de sí misma, pero más bella, más segura de su opulencia y de su encanto, como una cortesana ya madura que confía en su experiencia y en el poder de su sonrisa por encima de minucias como la perfección de su piel o la turgencia de sus curvas.

Estamos en Roma, como puede imaginar, amigo mío, en la Roma burguesa de Via Margutta, escondida como una joya entre la colina del Pincio y la hermosura barroca de la Piazza del Popólo, recatada y recoleta pero vibrante de vida y de sueños por realizar.

Nuestro piso, un palomar apenas, estaba en la última planta, y sus ventanas daban a poniente. Cuando nos sentábamos a escribir, por las tardes, toda la sala se veía envuelta en una luz de oro rojo, como el manto de púrpura de un emperador, como una tostada cubierta de mermelada de frambuesa.

Raúl está sentado, sin camisa, frente a su máquina de escribir, una vieja Remington enorme y negra, con una e defectuosa. Yo estoy al otro lado de la mesa, casi desnuda también, porque el calor es una cosa sólida que apenas se puede respirar, a pesar de las ventanas abiertas por las que penetran los sonidos de los coches y los gritos de las gaviotas que pescan en el Tíber. Yo tengo veinticinco años, Raúl está a punto de cumplir los cuarenta, pero no se le nota, parece apenas un muchacho de mi edad. Entre los dos hay una jarra de cristal llena de hielo y un plato con rodajas de limón que mordisqueamos en las pausas. Es nuestro cuarto mes en Roma y, ahora que nos hemos adaptado a la nueva vida mediterránea, todas las vivencias de los últimos meses han fermentado en nuestro interior y pugnan por encontrar una salida al mundo. Raúl escribe poemas y relatos ininterrumpidamente, casi con furia, como si le brotaran sin saber cómo y tuviera que arrancárselos de dentro a tirones, a golpes rabiosos de máquina de escribir. De vez en cuando levanta la cabeza, me mira y me sonríe. Y sigue escribiendo.

Yo he empezado una novela que fluye como el agua, que no da absolutamente ningún trabajo porque todo está ahí, a mi alrededor, al alcance de mi vista. Si detengo las manos que golpean las teclas, la novela sigue recorriéndome como un río subterráneo, juntando sus ramas muertas, sus hojas arrastradas, sus larvas de libélula, sus peces de colores tropicales, esperando en la oscuridad de mi interior —en ese lado oscuro del corazón, a la izquierda y un poco más abajo— a que vuelva a posarlas sobre un teclado para seguir corriendo irrefrenable, espumoso, seguro.

A veces nuestras pausas coinciden, nos miramos, sonreímos, compartimos en silencio una rodaja de limón, un sorbo de agua helada, y volvemos al trabajo que no es trabajo, que es el placer ilimitado de sentirse instrumento de otra voluntad desconocida que te dicta las palabras exactas, las palabras precisas que el lector completará con las suyas cuando el libro esté acabado.

Si tuviera que elegir, entre todos los momentos hermosos de mi vida, uno solo que llevarme a lo desconocido, al mundo de después, elegiría ese atardecer de verano en que el milagro de estar vivo y ser capaz de crear era patente.

El calor nos envuelve en una burbuja traslúcida y, cuando mucho después, la luz se va volviendo azul y las sombras invaden la habitación, nos miramos de nuevo, sorprendidos de no poder distinguir nuestras propias manos sobre el teclado de la máquina, nos damos una ducha fría que nos hace gritar y sacudirnos y, cogidos de la mano, caminamos lentamente hasta el Trastevere, cruzando por el Ara Pacis en dirección a la Isola Tiberina, riéndonos de pura felicidad.

Dos años después, septiembre de 1963, estamos de nuevo en París. Raúl ha terminado dos libros de poemas y uno de relatos. Yo tengo escrita mi novela. Apenas puedo esperar para ir a ver a André y enseñarle lo que he hecho. Quiero sorprenderlo, quiero que me mire por una vez con la misma expresión alucinada con la que mira a Raúl cada vez que le enseña uno de sus cuentos, pero primero tengo que volver a mi puesto de trabajo, ponerme al día, reintegrarme a la rutina de París, que ahora, después de Roma y su luz dorada, me parece una ciudad triste y gris, llena de funcionarios, burócratas y burgueses convencidos de su propia importancia.

Raúl se me adelanta porque en septiembre aún no hay clases en la Universidad. Le hago prometer que me guardará el secreto, que no dirá una sola palabra de mi novela hasta que estemos los tres juntos. Sé que no es muy probable que lo consiga porque ya entonces lo conozco bien, y sé que hay cosas que no puede evitar, pero no me importa porque sé también que André no creerá el milagro hasta que lo lea con sus propios ojos.

Cuando regresa de verse con André, sé que algo ha pasado pero no soy capaz de saber qué es. Raúl esquiva mi mirada, su gentileza raya en servilismo, habla por los codos sin dejarme intervenir en su monólogo. Al final le digo: «Se lo has contado, ¿verdad?», y algo en su interior parece relajarse, como si hubiera estado conteniendo la respiración y ahora, por fin, pudiera inspirar de nuevo. Se da cuenta de que no me he enfadado. Me sonríe, me abraza. «Lo arreglaré, te lo prometo», me dice. «No hay nada que arreglar», le contesto. Porque aún no sé lo que ha hecho.

Lo de la cama no había sido ninguna insinuación. Lo comprendió definitivamente cuando se vio en la caja de la escalera, medio aplastado por el peso de un colchón gigante, mientras Solange abría las tres cerraduras de la puerta. Dejaron el colchón en mitad de la sala, sin más luz que la que entraba desde el descansillo, y ella fue a la cocina a buscar una lámpara de camping que dejó encendida en el suelo. Luego volvieron a bajar para traer el cabezal y el somier y una vez más para otro montón de trastos que había comprado, aprovechándose de tener ayuda masculina y, por tanto, presumiblemente fuerte. En el último viaje subieron también los dos álbumes y los cinco cargadores de diapositivas que tanto les había costado conseguir.

Habían vagado durante más de una hora por el gigantesco almacén de la GAJ preguntándole a todos los empleados hasta encontrar al que había recogido los muebles de casa de Solange, pero cuando habían conseguido encontrar el horrendo aparador en cuyos cajones debían de estar las fotos, se habían dado cuenta de que alguien muy consciente de sus tareas de organización las había sacado ya y posiblemente las habría depositado en la sección de fotos, así que habían tenido que buscar entre pilas y pilas de álbumes de todas las épocas y, si al final habían tenido éxito, era sobre todo porque Solange tenía una buena memoria visual y había reconocido los álbumes y los cargadores que habían sido de su tío.

Después habían tratado de llevárselos sin más, pero se habían encontrado con la desagradable sorpresa de que, ahora que habían pasado a ser propiedad de la GAJ, tenían que pagar el precio estándar si querían llevárselos: cincuenta francos por álbum, treinta por cargador.

Ari se había resignado a hacer otra inversión y había acabado pagando ciento cincuenta francos por todo el lote, lo que, según el melenas que los había atendido, era una auténtica ganga y ya podían darse por satisfechos con una rebaja de tal envergadura.

Cuando lo hubieron subido todo, Solange se dejó caer en el colchón, aún envuelto en el plástico protector, y Ari se tiró sobre el sofá de los bultos y las manchas.

—Estoy hecho polvo —comentó.

—Claro, como su trabajo consiste en estar sentado en bibliotecas y archivos, cualquier pequeño esfuerzo le agota. Pero es una vergüenza que un hombre de su edad esté tan mal de forma.

—Tengo cuarenta y dos años —protestó Ari, como si eso lo explicara todo.

—Y yo treinta y seis. He hecho lo mismo que usted y me siento capaz de arrancar árboles.

—Yo no. Yo de lo único que me siento capaz es de ir a tomar una cerveza y un bocadillo y meterme en la cama hasta mañana.

—¿No tiene curiosidad por ver las fotos? Las diapositivas no las podemos ver con esta luz y sin electricidad, pero las fotos, si nos acercamos a la lámpara…

Ari sintió rebullir la curiosidad en su interior, a pesar del cansancio. Ella fue a buscar la lámpara y él acercó los dos álbumes. Se sentaron en el borde del colchón y Solange se puso uno en el regazo, sobre las piernas cruzadas.

—¡Tachan! —anunció—. ¡Empieza la función!

La primera foto mostraba a un joven delante de una puerta que podía ser la de la casa donde estaban ahora. Al pie se leía: «¡Por fin libre! Mayo 1966». Llevaba el pelo cortado a lo Beatle y vestía un chaquetón tipo militar de los que estaban de moda en la época sobre una camisa de dibujo psicodélico que en la foto en blanco y negro no podía desplegar sus mil colores.

—Éste era Armand a los… veinte años, más o menos —comentó Solange—. Debió de hacérsela cuando se independizó de los abuelos. Era guapísimo, ¿verdad? Si no fuera por el pelo y la ropa…, pero era la moda de entonces.

Siguieron pasando hojas, fijándose en los rostros jóvenes que aparecían en fiestas, en grupos posando con conciencia de estar siendo inmortalizados: Ari tratando de descubrir en alguno de ellos la figura juvenil de Raúl, Solange tratando de reconocer a alguien. Las fechas avanzaban: 1969, 1971, 1973…

En algunas fotos se veía a Armand con su saxofón, tocando solo o en grupo. Mientras tanto, el pelo le llegaba a los hombros y las facciones habían perdido parte de la suavidad juvenil para hacerse más masculinas, más angulosas. Tenía razón Solange, Armand había sido un hombre muy atractivo.

—Es tristísimo —comentó ella—. No conozco a nadie.

En una foto a todo color aparecía Armand, con garitas redondas azules, chaleco de piel y medallón con el símbolo de la paz, haciendo la uve con los dedos de la mano izquierda mientras con la derecha abrazaba a una muchacha de larga melena rizada y pelirroja que vestía un vestido azul bordado a la moda hippie, llevaba grandes gafas sin montura con cristales de color de rosa y sonreía agresivamente a la cámara. El pie de foto rezaba: «Mandy y yo en Ibiza. Primavera 1971».

Así que Mandy, el nombre correspondiente a ese número que pasaba de agenda en agenda hasta desaparecer en la correspondiente a 1980, era una mujer, no un hombre como él había pensado.

Luego venían varias fotos de grupo: unos disciplinadamente en dos filas, como un equipo de fútbol; otras más caóticas, mostrando jóvenes sentados en la hierba de algún parque, medio desnudos, como sacados del rodaje de Hair.

—Tuvieron que ser bonitos aquellos años —comentó Solange, nostálgica.

—No sé. Yo estaba entonces en plena pubertad y claro que me habría hecho ilusión poder ir al concierto de la isla de Whight o a Ibiza con un grupo de amigos, pero no era más que un crío y lo único que podía permitirme era comprar discos y soñar.

—¿Toca algún instrumento?

—La guitarra, pero bastante mal. ¿Y usted?

—En el tiempo que estuve viendo a Armand empecé con el saxofón, más que nada para fastidiar a mis padres, pero no tenía talento. Me aburrí y lo dejé.

—¿Él era bueno?

—Sí. Muy bueno. El problema era que no tenía el menor sentido de la disciplina ni de la responsabilidad. Se comprometía con un grupo y tocaba con ellos, pero si una noche se acostaba muy borracho, al día siguiente dormía y se le olvidaba que tenía que aparecer por el club a una hora concreta. La mayoría de los músicos acababan por echarlo. De todas formas, no era hombre para cumplir compromisos: nunca tuvo un trabajo estable, las parejas no le duraban nada, se entusiasmaba con lo que fuera durante unas semanas y luego lo abandonaba sin un pensamiento. Creo que lo único firme de su vida fue el saxofón. De hecho es lo único suyo que no he tenido el valor de vender, aunque a mí no me hace ninguna falta.

Ari se pasó la mano por los ojos:

—Vamos a dejarlo por hoy, Solange. Mañana, con buena luz, las examinaré todas, y luego, si encuentro alguna donde esté Raúl, le preguntaré si reconoce a alguien más en la foto. ¿Puedo llevármelas a casa?

—Son suyas. Las ha pagado. ¿No se acuerda? Le debe de estar saliendo carísima la investigación. Primero los libros, ahora las fotos…

—Tengo una buena dotación para gastos, no se preocupe. Puedo incluso invitar a cenar a una entrevistada.

Ella se puso de pie, se estiró y cogió la lámpara para devolverla a la cocina.

—De acuerdo. Si quiere, podemos ir a uno de los restaurantes favoritos de Armand. Está muy cerca de aquí. Se llama L’Abbaye.

—¡No, por Dios!

—¿Lo conoce? —preguntó Solange, volviéndose hacia él con una medio sonrisa. La luz de la lámpara iluminaba sólo parte de su rostro con un resplandor amarillento, dejando el resto en sombras; parecía un cuadro de Caravaggio. Habría podido quedarse mirándola durante horas, pero ella esperaba una respuesta:

—Me llevaron hace poco unos amigos y creo que, por el momento, ya he comido bastante cordero.

—Entonces vamos a La Ferme Saint-Germain. Comida sencilla y casera a buen precio. Luego, ya que tengo el coche, lo acerco a casa.

Amanda acababa de marcharse con su agresiva minifalda blanca de jugar al tenis después de recomendarle de nuevo que se dejara de perezas y se pusiera de una maldita vez a escribir el artículo para Combate. La comida con los Whitmore había sido agónica, aunque, por fortuna, Amanda y el editor inglés monopolizaron casi enteramente la conversación, y él había podido encerrarse en un artístico mutismo punteado de gruñidos y sonrisas ocasionales, entreverado de comentarios intrascendentes dirigidos a la señora Whitmore, que se aburría tanto como él y estaba obviamente deseando que terminara el almuerzo para retirarse a su habitación.

Ahora tenía, con un poco de suerte, dos horas a su disposición que pensaba dedicar a no hacer absolutamente nada, a pesar de lo que le diría Amanda al volver y darse cuenta de que el artículo seguía guardado en algún recoveco de su mente. Pero ahora no era capaz de concentrarse: Amelia estaba al llegar y tenía cosas más importantes en las que pensar. Había tomado la decisión de poner las cartas boca arriba frente a Hauteclaire y entregarse a ella como había hecho siempre. Ella sabría qué hacer. Lo salvaría. No se le ocurría cómo, pero estaba seguro de que esa misma noche las cosas habrían cambiado para mejor.

Le habría gustado darse una ducha, pero no se atrevía a meterse en el baño y correr el riesgo de que Amelia llegara en ese mismo momento y tuviera que esperar. Amanda no tardaría más de dos horas en volver y para entonces todo debía estar decidido. Pensó por un instante en hacer la maleta y marcharse con Amelia en cuanto llegara, pero, con su optimismo de siempre, imaginó una posibilidad más atractiva: que fuera Amanda la que tuviera que hacer las maletas y él pudiera quedarse allí la semana que aún les faltaba, pero ahora con Hauteclaire, con la única mujer en el mundo que lo comprendía y sabría qué hacer para ayudarlo.

Caminaba por el cuarto como un prisionero esperando la sentencia, sin poderse sentar de puro nerviosismo, sin poder concentrarse para leer, sintiendo el calor aplastante de la tarde de agosto y el sudor que le resbalaba por el cuerpo. El aire acondicionado del hotel seguía sin funcionar, a pesar de que les habían prometido que esa misma tarde estaría arreglado. Cada vez que oía un motor, se acercaba a la ventana y espiaba, oculto por los visillos blancos. Así vio llegar un Seat azul conducido por un hombre joven de guayabera blanca que, al pasar junto al coche que había alquilado Amanda, le dio una palmada al capó, sonriendo para si mismo. Raúl dejó caer la cortina de nuevo y volvió a su paseo por el cuarto. ¿Por qué tardaba tanto Amelia? ¿No había llegado ya a Palma cuando lo había llamado en el desayuno? ¿O le había dicho que estaba a punto de salir para Palma? No podía recordarlo con claridad. Lo único que recordaba era su sensación de alivio al saber que ya se encontraba cerca, que pronto estaría con él. Pero no acababa de llegar. ¿Y si había tenido un pinchazo? ¿O un golpe? Pero no, Amelia era buena conductora y además era la única mujer que conocía que entendía de mecánica, la única que podía llevar el coche al garaje y quedarse un cuarto de hora hablando con el hombre del taller, explicándole exactamente qué le pasaba al coche y cómo esperaba que lo arreglaran, cuando se trataba de una avería de consideración. Las pequeñas podía repararlas sola. Si hubiera pinchado, habrían sido apenas diez minutos de retraso, descontando que hubiera pasado por un taller a que le arreglaran el neumático para llevar siempre en buen estado el de recambio. Ahora le fastidiaba el retraso, pero cosas como ésa eran las que lo hacían confiar ciegamente en Ame-Ka. Era alegre, ocurrente, tan loca como él para las fiestas y los amigos, pero increíblemente sensata y práctica para las pequeñas cosas de la vida cotidiana. Amelia nunca se olvidaba de pagar las facturas, de presentar la declaración de Hacienda dentro del plazo, de llamar a quien fuera necesario cuando se estropeaba un grifo o el televisor empezaba a hacer rayas. Pero lo hacía todo con la mano izquierda, como si no le costara el menor esfuerzo, mientras con la derecha se dedicaba a la parte satisfactoria de la vida: a cocinar para los amigos, a organizar fiestas y presentaciones, a arreglar excursiones, a comprar regalos de cumpleaños, a no confundir las fechas de estrenos teatrales, debuts de músicos que les interesaban, vernissages de amigos pintores…, todo lo que Amanda llevaba a cabo con su tensa mueca de luchadora, recordándole constantemente lo que hacía por él; mientras que Amelia lo hacía sonriendo, quitándole importancia, participando con él de todo lo bueno que podía ofrecer la vida.

Oyó otro motor y volvió de nuevo a la ventana. Esta vez era un Seiscientos amarillo y eso lo retuvo allí, medio oculto por el visillo, porque un Seiscientos era un coche muy propio de Amelia.

Pero había aparcado cerca del descapotable que Amanda se había empeñado en alquilar y no se bajaba nadie. Tal vez no fuera ella. España parecía estar llena de aquellos cochecitos, redondos como aceitunas: era parte del milagro franquista, como le había parecido oír en alguna parte. Todos los españoles podían ahora optar a su Seiscientos y su parcelita.

Se abrió la portezuela y estuvo a punto de gritar de alegría. Era ella.

Llevaba un vestido de verano, amarillo como el coche, aunque más pálido, y unas grandes gafas oscuras. La vio mirar hacia arriba, paseando la vista por las ventanas del hotel, como tratando de adivinar cuál sería la suya, y de repente se sintió feliz. Hacía mucho tiempo que no la veía y, todavía mejor, ahora la estaba viendo sin que ella lo supiera. Había adelgazado más de lo que le convenía, pero seguía siendo una mujer atractiva, vibrante, cargada de una energía positiva que se contagiaba a quien estuviera cerca de ella. Tenía ganas de reír de alegría.

Soltó el visillo, cogió el suéter blanco que había dejado sobre el respaldo del sillón y dudó un instante; hacía demasiado calor, de modo que fue al armario y sacó una camisa de manga corta de tela ligera, se la puso y, aún abotonándola, volvió a la ventana.

Al principio creyó que Amelia ya había entrado en el hotel porque de momento no la vio como unos instantes atrás, de pie junto al coche, pero enseguida se dio cuenta de que estaba agachada bajo el descapotable de Amanda. ¿Qué narices estaba haciendo? Tenía algún tipo de herramienta a su lado y se estiraba por debajo del chasis como si quisiera alcanzar algo que él no podía ver.

Sintió un escalofrío por la espalda. No entendía nada. ¿Por qué no se dejaba de tonterías y entraba de una vez a buscarlo? ¿Qué rayos se le había perdido allí debajo?

En ese momento sonó el teléfono y no tuvo más remedio que apartarse de la ventana y contestar. Quizá había visto mal y no era Amelia la que se agachaba junto al coche. Si lo llamaban de recepción sería para decirle que tenía visita.

—¿Sí?

—Señor De la Torre, su esposa me ha pedido que lo llame a las tres menos cuarto, por si se hubiera dormido. Me ha dado un mensaje: «Recuerda que has prometido entregar ese artículo».

Raúl apretó los dientes:

—¿Eso es todo?

—Sí, señor. Disculpe. Yo no he hecho más que darle el mensaje.

—Sí, por supuesto. Descuide. Gracias.

Podría estrangular a Amanda con sus propias manos. ¡Ponerlo así en ridículo delante de todo el personal del hotel!

Oyó dos motores casi a la vez, y, por puro automatismo, volvió a la ventana. El Seat azul desaparecía por el camino, seguido de Amanda en el descapotable y, unos segundos después, del Seiscientos amarillo de Amelia. ¿Se habían vuelto todos locos? ¿Cómo era posible que Amanda, que se había marchado hacía más de media hora, estuviese aún en el hotel? ¿Por qué estaba siguiendo al hombre del Seat azul y, mucho más extraño, por qué Amelia los estaba siguiendo a los dos? ¿Podía ser que en el tiempo que él había estado hablando con el recepcionista las dos mujeres se hubieran encontrado en el aparcamiento y hubieran decidido marcharse a otra parte para hablar sin que él estuviera presente? ¿Y qué había estado haciendo Amelia debajo del descapotable?

Sintió que acabaría por volverse loco si seguía allí, agarrado a los visillos como un pulpo en la playa, y decidió salir de la habitación y marcharse a algún sitio donde hubiera sombra y se pudiera respirar. Cruzó el vestíbulo bajo la mirada, que a él se le antojó reprobadora, del recepcionista, y se marchó por la puerta trasera en dirección al jardín.

Ari guardó el último cargador de diapositivas con un suspiro de satisfacción: había valido la pena. No era ninguna revelación trascendental, pero al menos ahora tenía la prueba de que Armand y Raúl habían sido amigos, aunque sólo hubiera sido durante un tiempo, y todo hacía pensar que investigando en la misma línea, a través de los otros amigos de Raúl, podría tal vez llegar a saber más de la elusiva Aimée, que debía de haber pertenecido también al círculo de Armand. Se le había ocurrido la idea de que Aimée podría ser también un nombre artístico, si era, por ejemplo, cantante o actriz; pero eso era algo que sólo podría comprobar a través de las entrevistas con Aline y con Maurice, si lo encontraba.

De momento, tenía una foto de 1976, posiblemente de la primavera, a juzgar por cómo iban vestidos, en la que se veía a Armand y a Raúl, quizá en el salón del piso de la Rué Bonaparte. Armand tocando el saxofón de perfil detrás de Raúl, que, sentado a una mesa frente a una máquina de escribir, ponía una cara de concentración totalmente falsa. El pie de foto rezaba: «La pareja perfecta: la música y la poesía». La estantería del fondo estaba cubierta de discos, algunos libros y una foto enorme de Louis Armstrong, que quedaba a la derecha de la imagen, como si formara parte de aquel dúo convirtiéndolo en trío.

Tendría que enseñarle la foto a Amelia porque cabía dentro de lo posible que hubiera sido tomada en el piso que ella y Baúl compartían en la Rué de Belleville: era generalmente conocida la adoración que Raúl había sentido por Satchmo, y por eso podía ser que el marco de la foto no fuera el apartamento de Armand, sino el de Raúl. En cualquier caso esa foto entraría en las páginas ilustradas de su libro: era de las pocas que no tendría que comprar de un archivo a precio abusivo, ni mendigar de su dueño.

También había otra foto de grupo en la que se reconocía a Raúl, de pie, al fondo a la izquierda, rodeado de gente desconocida para Ari, pasando el brazo por encima del hombro de Armand, todos mirando a la cámara como bobos. Armand debía de haber sido muy alto, porque Raúl medía uno noventa y sus cabezas estaban casi al mismo nivel. Ésa también tendría que enseñarla: a Amelia, a André, a Solange y a los otros entrevistados por si había suerte y alguien reconocía a alguno de los integrantes del grupo.

La otra prueba que había encontrado de la amistad de los dos hombres, y que de momento no pensaba mostrar a nadie, era una diapositiva en la que se veía a Armand y a Raúl, muy sonrientes, cada uno con un brazo sobre los hombros del otro, en la plaza de San Marcos de Venecia, rodeados de palomas. Todo el cargador era de fotos venecianas con los típicos motivos: San Marcos, Santa María della Salute, San Giorgio, el puente del Rialto, el puente de los suspiros, el palacio ducal, pero sin protagonistas humanos. Sólo esa foto indicaba que habían estado juntos en Venecia, pero ni en los marcos de las diapositivas ni en la caja del cargador había encontrado ninguna indicación de fecha, aunque, por el aspecto de los dos, se podía deducir que era la misma primavera del 76.

Tendría que enterarse de que había ido a hacer Raúl a Venecia, porque era algo que no aparecía ni en sus relatos, ni en sus novelas, ni en sus Diarios de trabajo.

Ari recogió el proyector, los álbumes y los cargadores, cruzó las manos detrás de la cabeza y se quedó un rato así, mirando el techo, sintiéndose contento y a la vez un poco absurdo por su alegría. Aquello se estaba convirtiendo en el cuento de nunca acabar, porque la persecución de datos se iba atomizando lentamente y cada vez prestaba más atención a detalles ínfimos que seguramente ni siquiera valdría la pena utilizar en la biografía o, caso de utilizarlos, no darían más que un par de líneas de texto o una nota a pie de página. Algo como: «En la primavera de 1976 Raúl de la Torre hizo amistad con un saxofonista llamado Armand Laroche, que lo introdujo en el ambiente jazzístico del París de la época y con el que hizo una excursión a Venecia, probablemente a principios de verano». ¿Y qué? Lo único que serviría para algo sería poder añadir: «A través de Laroche, Raúl conoció a una mujer llamada Aimée a quien dirigió una tórrida dedicatoria en una primera edición de su segunda novela y que estaba destinada a convertirse en…», ¿en qué? Si fuera «en su segunda esposa», tendría sentido; si fuera la que lo introdujo en algún tipo de secta, o de misterio, también sería utilizable. Pero así…, ¿qué sabía él de lo que significó Aimée para Raúl, de lo que le mostró, de la revelación que, al parecer, tuvo lugar junto a ella o a través de ella? Alguien tenía que saberlo. No era posible que a Raúl le hubiese sucedido algo como lo que la dedicatoria dejaba traslucir y no se hubiera enterado nadie. Incluso si él no se lo había contado a sus amigos, cabía la posibilidad de que lo hubiera hecho ella; pero si ella se había dejado aquella novela dedicada en casa de Armand, eso significaba que para ella no había sido nada trascendental y, consecuentemente, era posible que no se lo hubiera contado a nadie y que él nunca llegara a averiguarlo.

Nadie se iba a enterar de su fracaso, por supuesto. El año 76 habían pasado suficientes cosas importantes en la vida de Raúl como para que no se notara la ausencia de Aimée, que, de todos modos, nadie hasta ese momento había descubierto. No se le podía echar en cara el que su investigación no hubiese dado frutos. Pero no estaba satisfecho porque algo le decía que si se esforzaba un poco más podría descubrir algo que nadie conocía, algo que le permitiría ver más claro en el carácter de Raúl, en su vida, en su decisión de abandonar a Amelia apenas unos meses más tarde.