Capítulo 7
El Retiro estaba desierto. Un jardinero echaba mantillo a las plantas y el hedor se esparcía ayudado por una tenue brisa que agitaba las hojas de los árboles más altos. Otro jardinero desbrozaba los parterres con la ayuda de un rastrillo. Algunas ardillas trepaban a los troncos en busca del sustento diario, y los pájaros desgranaban sus trinos de apareamiento en una explosión de vida.
Frank subió por el paseo de la Argentina, entre parterres de césped y de flores, y llegó al paseo Salón del Estanque, que desembocaba delante del lago artificial. Miró a ambos lados y le vio a lo lejos, a su izquierda, apoyado en la barandilla que separa del agua.
—¿Se trata de Carmen? —preguntó a bocajarro, sin siquiera saludarle.
—No —respondió con voz queda.
Giró la cabeza para mirar a la chica del chándal que pasó junto a ellos y al tipo del perro pachón que se había sentado en un banco próximo. No se fiaba ni de su sombra. Hizo una señal al hombre del perro, que asintió desde lejos con un gesto, ató el perro a una de las patas del banco y desplegó un periódico. La chica dejó de correr y se apostó con la espalda apoyada en el tronco de un árbol.
—Son agentes de mi unidad —le aclaró para tranquilizarle.
—¿Qué ocurre? —dijo Frank impaciente—. Llamas de madrugada y me hablas en lenguaje cifrado cuando se supone que la línea del teléfono está limpia, me citas a las nueve y media aquí, traes agentes de tu unidad para que nos cubran las espaldas. Dime de una puñetera vez qué pasa.
Gálvez metió la mano en un bolsillo de la americana y le entregó un sobre rectangular, algo abultado, que tenía impreso el membrete del Departamento de la Policía Científica. Frank rasgó la solapa. Desdobló los folios y leyó rápido, saltándose los párrafos superfluos. Gálvez no le miraba, seguía apoyado con los antebrazos en la barandilla y la vista clavada en el agua.
—Así que era eso —musitó Frank. Dobló las hojas, las guardó en el sobre y se lo entregó.
—Tu amigo estaba en lo cierto —se lamentó sin mirarle a la cara—. Es fácil hacer la película de los hechos. El hombre descubrió algo relacionado con el robo y decidieron matarle.
—Senillosa había visto la tabla miles de veces…
—Sigue como estabas —le ordenó Gálvez de repente—. Habla mirando al agua. Puede que alguien intente captar nuestra conversación con un micrófono direccional.
Frank le obedeció. Había perdido la rutina que conformaba la actuación de un agente de campo. Lo sabía. Sabía de sobra que las conversaciones dirigidas hacia la superficie ondulante del agua resultaban muy difíciles de captar debido a la distorsión continua de las palabras por efecto del movimiento.
—Te enfrentas a gente muy preparada —afirmó para justificar su recelo—. Gente capaz de matar tan limpiamente que ni siquiera un forense sospecha que se trata de un asesinato.
—Estaba acostumbrado a ver la tabla —insistió Frank—, y seguramente descubrió el cambio al cabo de unos días. No pudo ocurrir otra cosa.
—Puede que alguien se la tuviese jurada —argumentó en busca de otra posibilidad—, alguien que no guarda ninguna relación con el robo. No olvides que pasó muchos años en el Servicio de Información de la Guardia Civil.
—De eso hace demasiado tiempo para ajustarle las cuentas ahora.
—Entonces tienes que darme la razón —repitió—. Déjame que te haga un resumen de los hechos desde mi punto de vista.
—Te escucho —dijo sin mover la cabeza, con la rigidez de una estatua.
—El vigilante descubrió el cambiazo. Los ladrones se enteraron…
—¿Cómo?
—De momento eso no importa —dijo Gálvez, y siguió—. Había que callarle, pero antes tenían que averiguar lo que sabía, si había hablado con alguien. Le secuestraron, le llevaron a un lugar seguro y le sometieron a un interrogatorio.
—Nivel tres o cuatro, sin violencia aparente.
—Así es. El vigilante boquea en busca del aire salvador, y sus verdugos le repiten la pregunta: ¿Quién más lo sabe? El hombre niega con la cabeza, y antes de que recupere el resuello le hunden de nuevo la cara en el barreño. Así una y otra vez hasta cerciorarse de que nadie más está al corriente de sus sospechas…
—Pero ¿quién?
—No lo sé —masculló pensativo—, pero a bote pronto se me ocurren cientos de posibilidades. Hay miles de tipos sueltos, peligrosos en extremo, que por un puñado de dólares matarían a su propia madre. Tienes que olvidarte de este asunto.
—No insistas —replicó alterado—. No voy a abandonar. Voy a llegar hasta el final. Voy averiguar quién está detrás del robo y a cobrar la recompensa.
—Hablaré con Pilar para que te haga desistir de una vez por todas. Estás loco, estás jugando con su vida. Han entrado en su casa, han revuelto sus papeles, han asesinado a un guarda, y quieres seguir adelante. ¡Despierta!
—No vuelvas a hablarme en ese tono —dijo Frank cuando Gálvez recuperó la calma—. No metas a Pilar en esto. Yo cuidaré de ella. ¿Entendido?
Gálvez le miró de arriba abajo, y pasados unos segundos le cogió del brazo y le obligó a caminar en dirección a la fuente del Ángel Caído. Sus agentes les siguieron unos pasos por detrás, cuidando que nadie se les acercara. La chica se lanzó a la carrera para inspeccionar disimuladamente los alrededores del estanque.
—¿Más tranquilo? —le preguntó todavía aferrado a su brazo.
—Yo…, no quería…
—Lo sé, lo sé… No te preocupes —dijo para sosegarle—. No es la primera vez que discutimos y supongo que tampoco será la última.
Frank asintió abatido.
—¿Qué sabe Pilar de este embrollo? —le preguntó Gálvez.
—Todo, excepto que el tipo que entró en su casa buscaba información sobre la tabla.
—¿Por qué la metiste en esto?
—Porque me lo pidió, porque quería ayudarme…
—¿Sólo por eso?
Y para ganarme su confianza —dijo enfadado consigo mismo—. Para hacerla partícipe de mi trabajo. Además, es experta en arte y eso podía serme de utilidad. No me equivoqué. Sólo ella podía redactar en unas horas un informe completo sobre la tabla. Necesitaba saber qué buscaba y me lo dijo con pelos y señales.
—Pero de ahí a mandarla a buscar la muestra del agua a Zamora…
—No tenía que haberla mezclado con mi trabajo. ¡De acuerdo! ¡Absolutamente de acuerdo! Ahora me arrepiento, pero ya es demasiado tarde. Sólo quiero terminar cuanto antes para largarnos al Ampurdán y empezar una nueva vida.
Señaló un banco, algo apartado del estanque, metido en un bosque de coníferas, y le propuso que se sentaran. El agente del perro encendió un cigarrillo y se quedó de pie unos metros delante de ellos. La chica se sentó sobre el césped húmedo del parterre que daba a sus espaldas.
—Vas a tenerme a tu lado hasta el final —dijo Gálvez tras un prolongado silencio de ambos—. Pero no podemos actuar al tuntún. Tenemos un muerto sobre la mesa y eso obliga a tomarse las cosas muy en serio. ¿Estás de acuerdo? —Frank asintió y le palmeó la espalda, agradecido—. En cuanto a Pilar —prosiguió—, estaría más segura lejos de ti. No le digas nada de lo ocurrido. Miéntele. Dile que tu amigo estaba en un error y que el vigilante murió de un accidente. Eso la tranquilizará. Déjala que haga su vida, aunque lo mejor sería mandarla lejos de Madrid. Tengo un chalecito en El Boalo, en la sierra, un refugio al que Carmen y yo huíamos de vez en cuando, pero ahora… Si quiere puede quedarse allí hasta que esto acabe.
—Eso levantaría la libre. Estoy seguro de que nos controlan desde que metí los pies en el cesto.
—Hay que protegerla —insistió con gravedad—. Es tu punto débil y lo saben.
—Descuida. Yo me encargaré de que nada le ocurra.
—Bien —convino ante su negativa—. Ahora debemos planificar qué hacemos. Hasta la fecha no tenemos nada salvo una muerte supuestamente relacionada con el robo.
—No tengo ninguna duda de la relación directa entre la muerte de Senillosa y el robo de la tabla.
—A estas alturas yo tampoco. Pero seguimos sin una pista acerca de los ladrones. El vigilante tuvo que comunicar sus sospechas a alguien. Quizá estaba implicado.
—No lo creo —afirmó convencido—. Hablamos un buen rato y se mostró tranquilo. Me relató los hechos minuto a minuto pero desde la ignorancia de los detalles. El obispo guardó el robo en secreto para evitar filtraciones. La Iglesia lo ha calificado de secreto pontificio. Senillosa no sabía nada. Nada de nada respecto al cambio de la tabla y a la sustracción del original.
—¿Qué propones?
—Investigar el entorno del cuadro.
—Es una buena idea. —Gálvez sacó un bloc, pasó algunas hojas y leyó una de sus anotaciones—. El día que viniste a la oficina —dijo— me comentaste que tuviste un encontronazo con el secretario del obispo. ¿Es cierto?
—Sí —afirmó—. Me siguió hasta el aeropuerto cuando me entrevisté con Soto. Pero a la salida le dejé las cosas claras. Hacía días que me seguía.
—¿Por qué?
—Me dijo que el obispo quería controlar su inversión. Supongo que les preocupaba saber si me tomaba el trabajo en serio o simplemente iba a trincar la pasta.
—No es creíble —gruñó Gálvez—. Sabían muy bien a quién contrataban. Conocían tu historial. ¿No es verdad?
—Sí… —ratificó pensativo—. Puede que tengas razón, pero desde ese día ha dejado de incordiar.
—Empecemos por averiguar quién es quién en este asunto. Yo me encargaré del secretario del obispo. —Pasó algunas hojas del bloc—. El padre Bonatti, ¿correcto?
—Giuseppe Bonatti.
—Tú averigua cuanto puedas sobre el obispo.
—Lo haré.
—Otra cosa —dijo Gálvez con preocupación—. A partir de hoy no mantendremos contacto directo. Nadie tiene que relacionarnos. Es más seguro.
—¿Pretendes recuperar nuestro sistema de intercambio de información?
—Si en otra época funcionó ahora no tiene por qué ser diferente.
—Bien, muy bien —dijo aceptando la idea.
—En la calle Pizarro, cerca de mi unidad, hay una estafeta. Me encargaré de contratar un apartado de correos. Compra unas pegatinas circulares de color rojo, de un centímetro de diámetro. Yo haré lo mismo con otras de color verde. Cuando necesitemos contactar depositaremos la información en el apartado de correos y colocaremos una pegatina en la papelera de la calle San Bernardo esquina Noviciado. Así sabremos que hay algo en el buzón.
—Haz la reserva a mi nombre —le sugirió Frank—. Recogeré la llave y a partir de ese momento cada día inspeccionaremos la papelera.
—Si necesitamos vernos personalmente utilizaremos un mensaje en clave, un código numérico.
—Veinticuatro, veintidós —recitó automáticamente.
—Establezcamos tres puntos de cita: el primero a las nueve treinta en el bar Mayrit. ¿De acuerdo? —Asintió—. El segundo a las diez treinta aquí, frente al estanque del Retiro; y el tercero a las dieciséis quince en el centro comercial ABC de la calle Serrano.
Sólo dos números: el 24 y el 22. Un código convenido de antemano. Un código absurdo que nunca les relacionaría. Sólo tenían que dejarlo en un contestador, en un buscador, en el apartado de correos, inserto en las páginas de una revista o de un periódico, y establecerían contacto en el primer punto de cita a la hora convenida. Si por cualquier motivo uno de los dos no acudía la cita se trasladaba al segundo punto de encuentro y por último al tercero. El mismo código servía para dictar las pautas de descifrado de un mensaje.
—¿Algo más? —preguntó Gálvez.
—Por mi parte nada.
Los primeros visitantes del Retiro ocuparon los bancos, principalmente los expuestos al sol. Los chiringuitos abrieron sus puertas y los camareros colocaron las mesas en las terrazas. El Retiro recobraba el pulso de todos los días entre el ir y venir de deportistas ocasionales, el trino de los pájaros y las primeras parejas que alquilaban barcas para recorrer el estanque. Había perdido de vista a Gálvez cuando Frank recordó que no le había comentado nada sobre su encuentro con Kamún Yunes y la historia de la mujer que entró en El Sueño de Alá a preguntar el valor de un cuadro de Virgen con Niño y una mosca pintada.
Salió del Retiro por el acceso a la plaza de la Independencia y caminó por Serrano en busca de una cabina telefónica. Peregrinó por varias hasta encontrar una en perfecto estado de funcionamiento.
—Vaya sorpresa —dijo Pilar al escucharle—. ¿A qué debo el placer?
—No puedo vivir sin ti.
—Eso me halaga.
—¿Qué tal si comemos juntos?
—¿Bromeas?
—En absoluto. Voy a la Biblioteca Nacional y al mediodía estaré libre.
—¿A la Biblioteca Nacional?
—Ya ves.
—¿Qué se te ha perdido allí?
—Información sobre el obispo Salgado: notas de sociedad, breves de prensa, noticias culturales… Datos para reconstruir su pasado.
—Deberías ir a la Conferencia Episcopal.
—Demasiado arriesgado —argumentó—. Podría levantar sospechas.
—Entiendo… —balbució pensativa—. Creo que puedo ayudarte —dijo—. Pregunta por Pascual Urruti. Es amigo mío y trabaja en la hemeroteca.
—¿Sólo amigo?
—No seas tonto… ¿Dónde quedamos?
—En Príncipe y Serrano a las dos y media. ¿Te parece bien?
—Sí, a esa hora ya habré terminado en el museo —dijo—. Yo me encargo de reservar mesa.
—De acuerdo… Hazme un favor.
—Mientras no sea volver al embalse de Ricobayo, lo que quieras —bromeó.
—Trae tu minicasete y un par de cintas.
—Voy a anotarlo para que no se me olvide. ¿Algo más?
—Sí: piensa en mí hasta las dos y media.
Caminó hasta la calle Villanueva para descender y entrar en la Biblioteca Nacional por el paseo de Recoletos. Los bocinazos de los cláxones taladraban los oídos. Comprobó que el atasco se prolongaba más allá de la plaza de Colón y seguía por el paseo de la Castellana. Ni siquiera los autobuses avanzaban por el carril reservado para el transporte público. Entró en los jardines de la Biblioteca Nacional y enfiló hacia la entrada lateral.
Empujó la puerta acristalada, seguido por la mirada recelosa de un vigilante de seguridad (no tenía pinta de estudiante ni de profesor), y pasó bajo el arco detector de metales, que sonó con estridencia. El vigilante le rogó que depositara los objetos de metal en una bandeja pero Frank no llevaba. Le pidió que se acercara y cuando lo tuvo enfrente le enseñó su credencial, se desabrochó la chaqueta y señaló su Colt MK-IV enfundado bajo la axila. El hombre no puso reparos pero le comunicó que tendría que depositar el arma en una caja fuerte.
Frank le acompañó a un despacho cerrado, vigilado por dos agentes de seguridad, y guardó la pistola en una caja de caudales. Siguió las indicaciones del vigilante para llegar a la hemeroteca y entró en una sala luminosa, en completo silencio y con el olor característico del papel viejo. En amplias y cómodas mesas varias personas consultaban periódicos de páginas amarillentas y revistas en blanco y negro, con maniquíes de moda y anuncios de productos ya desaparecidos. En mitad de la sala vio a otro agente de seguridad pasearse entre las mesas.
La bibliotecaria, una chica delgada, con traje de chaqueta, removía ejemplares en una mesa aislada de las demás. Dobló algunos periódicos, les colocó una serie de números trazados a lápiz en el ángulo superior izquierdo y los dejó a un lado junto a otro montón de viejos diarios vespertinos. En las portadas destacaban fotografías desleídas, de color sepia, del general Franco sentado en el palacio de El Pardo junto al general Trujillo.
—Disculpe, busco al señor Pascual Urruti…
—Un momento, por favor —dijo, y se levantó para desaparecer tras una puerta a sus espaldas. Pasados unos minutos regresó acompañada de un hombre vestido con un guardapolvo azul marino, de unos cuarenta años, fondón, con entradas prominentes que acentuaban su aspecto desgalichado y unas gafas de concha sujetas con papel adhesivo.
—Este señor te busca —indicó antes de sentarse a la mesa y seguir con su tarea.
—¿Nos conocemos? —le preguntó Pascual Urruti, mientras le tendía una mano y con la otra empujaba las galas hacia el vértice de la nariz.
—No tengo el gusto —respondió Frank—. Vengo de parte de Pilar.
—¿Pilar?
—Pilar Araujo.
—¡Ah, sí! —dijo con notable complacencia—. ¿Qué tal está?
—Bien, muy bien.
—La conocí en Valladolid —le explicó—, en un curso de bibliología. ¿Sigue en el museo?
—Sí. Me ha pedido que le transmita un saludo.
—Gracias. ¿En qué puedo ayudarle?
—Deseo consultar algunos periódicos.
—Sin ningún problema. Está en el lugar adecuado. Rellene los datos de estos impresos. —Le señaló un montoncito de papeles sobre la mesa de la bibliotecaria—. Pida que le asignen un pupitre, y personalmente le traeré los ejemplares que necesite.
—La verdad es que ando un poco despistado —confesó con absoluta sinceridad—. No sé exactamente qué busco.
—Veamos… —murmuró—. ¿Conoce el título del periódico, la fecha de publicación, dónde se edita?
—Me temo que no.
—Lo pone difícil. —Empujó de nuevo las gafas hacia el vértice de la nariz—. ¿Qué busca concretamente?
—Noticias sobre el actual obispo de Zamora.
—Bien, ya tenemos algo —suspiró aliviado—. Los periódicos que más páginas dedican a la religión y a la vida social de la Iglesia son de derechas: el ABC, La Razón…, ya sabe. Pero le aconsejaría que se centrara en un periódico local. Suelen llenar más páginas con eventos cercanos a sus lectores. Permítame un momento. —Abrió un cajón de la mesa donde la joven clasificaba diarios vespertinos y extrajo una agenda de la comunicación. Pasó algunas hojas y señaló—: ¡El Correo de Zamora!, éste es su periódico. Ahora sólo necesito una fecha. Como puede imaginarse hay miles de ejemplares.
Frank sacó su libreta y repasó las notas de su conversación con la limpiadora de la Colegiata. La mujer llevaba cinco años en su puesto y cuando empezó a trabajar el obispo ya regentaba la diócesis.
—Empecemos por los periódicos de enero de mil novecientos noventa y nueve —le sugirió—, y si no hallo nada retrocederemos a partir de ese año.
—Los tomos son mensuales —le aclaró—. Le traeré el primer trimestre.
Frank se acomodó en una de las mesas, prendió la lamparita correspondiente y esperó la entrega de los ejemplares. El silencio de la sala permitía oír el tenue crujir de las hojas al pasar empujadas con mimo por los lectores. En gran parte se trataba de gente mayor. Posiblemente historiadores, profesores de universidad que buscaban datos ya olvidados, intelectuales que trabajaban en algún ensayo. La buena información no estaba en Internet sino en las bibliotecas.
—Aquí tiene —le dijo el bibliotecario con amabilidad—. Tres volúmenes con todos los ejemplares de El Correo de Zamora correspondientes al primer trimestre de mil novecientos noventa y nueve. Cuando termine le traeré el segundo trimestre y así hasta que usted me diga basta.
—Gracias.
El hombre se mostraba servicial. Frank se acomodó en la silla y abrió el primero de los tomos. Pese a haber transcurrido sólo cinco años las páginas estaban amarillas y las fotografías un tanto ajadas. Pasó las hojas sin prestar atención a las noticias, la mayoría de corte local, en busca de un titular alusivo a las actividades de la Iglesia. Encontró uno. Hablaba del viaje de Juan Pablo II a Méjico y Estados Unidos. En Méjico pronunció un discurso en contra de la pobreza y en favor de las reivindicaciones indígenas, y en EE. UU. planteó la necesidad de una mayor justicia social y suplicó al presidente Bill Clinton la supresión de la pena de muerte. La noticia no tenía ningún interés para sus propósitos. Siguió pasando las hojas. A veces, sin darse cuenta, lo hacía de una manera tan rápida y compulsiva que atraía las miradas de desaprobación de los lectores más próximos a su pupitre.
Había agotado el año 1999 sin un atisbo de protagonismo social por parte del obispo de Zamora y emprendió el recorrido por el primer trimestre de 2000. Nada. El primer tomo tampoco le aportó ninguna noticia. Inició la inspección del segundo volumen. Pasó las hojas con rapidez, sin entretenerse en informaciones que a primera vista le parecían curiosas y reclamaban su atención. No podía distraerse y perder tiempo. Continuó con las primeras páginas del periódico del día 17 de febrero de 2000 y encontró el siguiente titular: «El Papa pide perdón en nombre de la Iglesia por quemar vivo a Giordano Bruno…». Leyó la noticia con calma: «El Papa solicitó perdón públicamente por haber quemado en la hoguera al filósofo dominico italiano Giordano Bruno, el 17 de febrero de 1600. El pecado que condenó a Giordano, un entusiasta de la nueva astronomía renacentista, consistió en afirmar la infinitud del universo en una filosofía de clara tendencia panteista. El Papa —seguía la noticia— en sus veintiún años de pontificado ha pedido perdón en noventa y cuatro ocasiones por los errores de la Iglesia en el pasado, pero no todos los cardenales comparten el denominado “radicalismo del perdón”. Entre los contrarios a esta actitud del Pontífice se citan el cardenal Rouco Varela, presidente de la Conferencia Episcopal Española, que en repetidas ocasiones se ha negado a pedir perdón por la actuación de la Iglesia durante la guerra civil de 1936 y los años de dictadura fascista, y el actual obispo de Zamora, monseñor Sebastián Salgado…». Frank esbozó una sonrisa de satisfacción. Después de una hora inmerso en el polvo de viejos diarios —que se le metía en la nariz y le provocaba algún estornudo que otro— había encontrado la primera referencia al obispo de Zamora. No muy halagüeña, por cierto.
En los ejemplares correspondientes al tercer trimestre de 2000 halló otras noticias referentes al ideario del obispo Salgado. En esta ocasión defendía con vehemencia la beatificación de monseñor Escrivá de Balaguer, fundador del Opus Dei. Tenía que haberlo supuesto después de su entrevista. Le había contratado un hombre de extrema derecha, un miembro del Opus Dei, del sector duro y conservador que dominaba la actual política del Vaticano. Sólo faltaba que le obligara a llevar cilicio.
Siguió la búsqueda. Ahora rastreaba los periódicos anteriores a 1999. El bibliotecario retiró los últimos volúmenes consultados y dejó otros cuatro sobre la mesa. Frank hojeó los ejemplares del primer trimestre sin detenerse a leer una sola página. Agotó el primer tomo sin hallar nada de interés. Siguió con el segundo trimestre del mismo año y en las primeras páginas del diario del 5 de mayo de 1994 se topó con una noticia que no esperaba. El titular rezaba: «Nuevo obispo para la diócesis de Zamora». ¡Bingo! El artículo ocupaba media página y resumía la trayectoria profesional del prelado. Esta vez leyó con calma, prestando atención a los datos del currículo que trasladaba a su libreta.
El obispo había nacido en 1946 en San Pedro Manrique, un pueblecito soriano de quinientos habitantes. Sus padres, de condición humilde y profundamente cristianos, alineados en el bando nacional, le inculcaron los sentimientos y principios religiosos desde su más tierna infancia. Tras estudiar las primeras letras en un colegio católico de Soria, por consejo del párroco de San Pedro Manrique ingresó en el Seminario de San Carlos de Zaragoza. Recién cumplidos los veintitrés años, en 1969, se ordenó sacerdote e inició su labor pastoral en varias parroquias rurales de la provincia de Madrid. Dos años después, en 1971, marchó a estudiar teología en la Universidad Gregoriana de Roma. A los veintisiete años se afilió al Opus Dei tras leer el libro Camino, publicado por su fundador en 1934, que dejó en él una profunda huella espiritual. Su buena relación de amistad con el obispo de Toledo le llevó a colaborar estrechamente con algunas publicaciones de teología, y en 1981 ocupó el cargo de secretario canciller del arzobispado de Toledo. Por expreso deseo de la Santa Sede instruyó al clero castrense sobre las normas eclesiásticas que regían la recién instaurada democracia española. Durante su estancia en el ejército obtuvo el cinturón negro de judo, deporte que practicó en sus años de instituto y que nunca abandonó. Mens sana in corpore sano. Algún tiempo después la Santa Sede le nombró administrador apostólico de Toledo. En 1988, a los cuarenta y dos años, recibió el obispado de Solsona, y en 1994 se puso al frente de la diócesis de Zamora.
«Cinturón negro de judo», reflexionó Frank. Ahí radicaba su porte de ejecutivo, el semblante serio y hierático, casi militar, que le transmitió durante la entrevista. Las sesiones de judo contribuían a mantenerle joven. Tenía cincuenta y ocho años pero aparentaba algunos menos. No le echaba más de cincuenta y cinco. El obispo Salgado no estaba acostumbrado a perder, a que otros le ganasen la partida, y eso le complicaría las cosas si no resolvía el robo. Soltó el aire de los pulmones con alivio. Las horas que llevaba encerrado en la Biblioteca no habían sido estériles. Decidió continuar hasta completar el tercer y cuarto trimestre. Sólo le quedaban dos tomos. Hojeó los periódicos con rapidez.
A punto de concluir la búsqueda, en el cuarto tomo halló una noticia que tampoco esperaba. La encabezaba el siguiente titular: «El obispo ordena inventario del patrimonio…». Leyó: «A los cinco meses escasos de tomar posesión de su cargo, monseñor Salgado ha impulsado la actividad artística de la diócesis y ha ordenado la elaboración de un inventario de todos los bienes muebles del patrimonio eclesiástico de la provincia. Monseñor, experto en artes plásticas y figurativas, se ha comprometido a diseñar un plan para la salvaguarda y custodia de dichas obras, entre las que figuran algunas piezas de notable interés, como el grupo escultórico de la Anunciación (finales del siglo XIII) conservado en la iglesia de Santa María del Azogue (Benavente), cuya policromía requiere una restauración inmediata…».
Cerró el último tomo y lo dejó sobre los demás. Se miró las yemas de los dedos. Las tenía negras de tinta. «Experto en artes plásticas y figurativas», apuntó Frank en su libreta. El obispo conocía a la perfección la tabla. Sin embargo, en su charla no mencionó este detalle. Es más, le transmitió la sensación de que sus conocimientos de arte resultaban escasos, por no decir nulos. Seguramente en el compromiso público de «salvaguardar y custodiar» las obras de la diócesis radicaba su empeño por recuperar la tabla. Cerró el bloc de notas y lo guardó.
El bibliotecario le ofreció otra tanda de volúmenes, pero ya había terminado. Le dio las gracias mientras le estrechaba la mano.
—Salude a Pilar de mi parte, y dígale que la llamaré uno de estos días —dijo, y retornó a su mundo, al laberinto de papel donde se movía como un pececillo de plata.
Apagó el casete, extrajo la cinta y la metió en el sobre. Tiró del papel que protegía la banda autoadhesiva y pegó la solapa. Apuró el último sorbo de la tacita, se metió el sobre y el casete en el bolsillo y salió a la calle. Miró la hora. Las seis y cuarto. Tenía tiempo de recoger la llave del apartado de correos y dejar la cinta con la información sobre el obispo Salgado para Gálvez.
El destello de una luz verde a lo lejos le indicó que se aproximaba un taxi.
Todavía conservaba en sus manos el perfume de Pilar. Aire de Loewe. Pilar…, Pilar… Pilar odiaba las armas pero llevaba una navaja en el bolso. Había caído sobre el mantel cuando lo abrió para darle la grabadora y las cintas. Ese pequeño incidente había arruinado un almuerzo perfecto. Ella se había puesto a llorar, ofendida y avergonzada como una niña, cuando Frank se burló sin malicia de su ingenuo método de defensa y le propuso regalarle una pistola. Se había levantado de la mesa y marchado antes del postre, sin despedirse, con la navaja en el bolso.
Tenía que protegerla con algo más efectivo que una navaja, e incluso que una pistola. Pero ¿cómo? Quizá Gálvez tuviera razón, quizá fuera una buena idea recluirla en esa casa…
El taxi se detuvo frente a la boca de metro de la glorieta de Ruiz Jiménez, sacándolo de sus pensamientos. Pagó la carrera y bajó por la calle San Bernardo hacia la Gran Vía. Lo hizo por la acera de la derecha, en el sentido de su marcha, y de trecho en trecho repitió las mismas precauciones de momentos antes para comprobar que nadie le seguía. Entró en la iglesia de Santa María la Real de Montserrat. Sus pasos resonaban solitarios bajo la cúpula. Se sentó en un banco cercano al altar Mayor y contempló los balcones enrejados que se abrían a la nave principal. Sacó con disimulo los discos de papel rojo, desprendió uno y lo pegó en la palma de su mano derecha. Después se levantó, se acercó a la puerta de entrada y se quedó unos segundos contemplando la calle junto a dos mendigos que ocupaban la escalera de acceso al templo. Se cercioró por enésima vez de que nadie le siguiera. Reemprendió la marcha y al llegar a la esquina de la calle Noviciado soltó con cuidado el disco de papel rojo sujeto a su palma y sin detenerse lo pegó en la papelera con disimulo. Cruzó a la otra acera y apretó el paso. A su derecha dejó el antiguo palacio de Sonora. Se detuvo instintivamente frente al escaparate de la librería Fuentetaja para comprobar si alguien controlaba la papelera. Pasados unos segundos continuó en dirección a la Gran Vía.
A la altura de la calle del Pez, giró a la izquierda y penetró en un dédalo de miseria, suciedad, prostitución y delincuencia. Subió por la calle Pizarro y vio la estafeta de correos.
Sólo una mujer sudamericana ocupaba el mostrador de atención al público. En otra ventanilla, protegida por gruesos cristales blindados, una empleada se limaba las uñas. Golpeó el vidrio con los dedos y la mujer levantó la mirada.
—¿Qué desea?
—Retirar la llave de un apartado de correos.
—¿Es de nueva contratación?
—Sí —afirmó—. De esta misma mañana.
—Dígame su nombre y apellidos.
—Frank Dónovan.
—Espere un momento, por favor.
La mujer se miró las uñas, para comprobar la perfección de su trabajo de manicura, se quitó las gafas de presbicia y dejó la lima sobre el plato de una balanza electrónica de pesar paquetes y cartas. Cogió un pequeño fichero a sus espaldas, lo abrió y pasó las cartulinas. Extrajo una junto a un sobrecito de papel manila y se acercó a la ventanilla.
—Aquí está —certificó con el sobre y la ficha en la mano. Los dejó a un lado y se ajustó las gafas—. ¿Puede mostrarme su carné de identidad?
—Aquí tiene.
—Correcto —dijo—. Firme en la señal, por favor.
La empleada rasgó el sobre y le entregó un llavín de acero inoxidable con el número 130 grabado en el anillo. Frank abandonó la ventanilla y se dirigió al pasillo contiguo, donde se alineaban los cajetines metálicos de los apartados de correros. La mujer volvió a su manicura.
El comisario Gálvez leía el último informe elaborado por la Sección de Rastreo Informático de su unidad, formada por tres hackers que él mismo había investigado, localizado y contratado. Les había ofrecido un buen sueldo y les había convencido de que servir a la patria resultaba más beneficioso que actuar en su contra.
La sección se encargaba de penetrar ilegalmente las redes de comunicación ofimática para obtener datos sobre movimientos de capitales, cuentas cifradas, transacciones de dudosa legalidad y demás operaciones de ingeniería financiera para lavar dinero negro. El informe estaba clasificado de «secreto». Sus muchachos habían descubierto la fuente de financiación de una célula terrorista islámica con ramificaciones en Granada. Dejó el informe sobre la mesa, descolgó el teléfono y habló con un agente para que criptografiara la información y la transmitiera de inmediato al CNA, el Centro Nacional Antiterrorista. Colgó e hizo otra llamada. Casi al instante entró en su despacho Fauno, uno de los tres hackers, que hacía honor a su apodo.
—Siéntese —le dijo Gálvez cordialmente.
El joven obedeció, a la espera de recibir una orden.
—¿Quiere tomar algo? —le ofreció de pie, frente a un globo terráqueo convertido en mueble bar.
—Estoy de servicio, señor —sonrió Fauno.
—No. Ya no está de servicio. Acabo de relevarle por unas horas. Vamos, dígame qué le apetece.
—¿Tiene ron?
—Sí, por supuesto. —Tiró del cuello de una botella y se la mostró—. ¿Qué le parece? Barceló Imperial.
—Excelente.
—¿Recuerda el día que llamé a su puerta? —soltó Gálvez a bocajarro.
—¿Cómo podría olvidarlo? —Dio un largo trago al ron—. Siempre le estaré agradecido.
—Me alegro de que piense así, porque tengo que pedirle un favor personal.
—Pídame lo que quiera, señor —dijo con solemnidad—. Estoy en deuda con usted.
Gálvez paladeó un sorbo de whisky complacido. Se retrepó en la silla, dejó la copa sobre el informe que acababa de leer y le miró fijamente.
—¿Qué posibilidades hay de penetrar el sistema informático del Vaticano?
—¿A qué nivel, señor?
—Al nivel de la inteligencia vaticana —proclamó dejándose caer en el respaldo.
El agente estiró el cuello hacia atrás, como si le molestaran las vértebras cervicales, y pensó unos segundos antes de darle una respuesta. Gálvez intuyó que la propuesta se convertía en un desafío personal para Fauno. Jamás había vulnerado el sistema informático del Vaticano, pero no sería más difícil que penetrar la seguridad de una multinacional, un banco, o el control aéreo del Ejército del Aire. Después de todo, los hackers se alimentaban de superar retos. De Fauno a Mitnich, el ídolo por antonomasia de la comunidad hacker, todos los piratas informáticos vivían sólo para superar dificultades al frente de sus ordenadores. Mitnich, el hacker más famoso según el Libro Guinness de los récords, y el más peligroso según el FBI, el único que figuraba en los carteles de «Ten most wanted fugitives», como los pistoleros del antiguo Oeste u Osama ben Laden, era el ídolo de Fauno.
—Creo que podría hacerlo, señor —dijo Fauno finalmente—. Sólo preciso algo de tiempo y disponer durante unas horas del sistema Promis.
Gálvez evaluó su petición en silencio y sorbió otro trago de whisky. Fauno le pedía algo muy delicado: acceso directo, sin control, al arma tecnológica más importante de su unidad. El sistema Promis no se utilizaba en investigaciones rutinarias, pero, desde luego, vulnerar los ordenadores de la inteligencia vaticana no era una investigación rutinaria.
Miró a su agente. ¿Qué edad tenía? Veintiocho años. Llevaba diez a su servicio. ¿Cuántas veces había usado Promis? En solitario nunca, pero en coordinación con los otros agentes muchas. La última durante los atentados del 11-M para rastrear las tarjetas prepago de los teléfonos móviles utilizados por los terroristas como temporizadores. Precisaba saber quién era el padre Bonatti, y su hombre podía averiguarlo.
—De acuerdo —dijo decidido—. Manos a la obra.
Se encaminaron a una sala sin ventanas a la calle, iluminada por varios tubos fluorescentes y lámparas de mesa halógenas. Fauno se sentó frente al teclado de su ordenador. El comisario acercó una silla a la mesa para seguir sus manipulaciones. Primero conectó con la página web de la Nunciatura Apostólica de Madrid. Desde esa página Promis le conectó sin dificultad con la red informática del Vaticano. Revisó el Anuario Pontificio, un índice con los nombres y ocupaciones de los miembros de la Santa Sede. Como suponía no halló ningún rastro del padre Bonatti. Siguió. Tecleó a una velocidad asombrosa, y vio abrirse en la pantalla el sistema informático del Cuartel General del Servicio Diplomático Papal o Sección de Asuntos Extraordinarios, un departamento que trabajaba en estrecha colaboración con el Servicio de Información del Vaticano. La Sección de Asuntos Extraordinarios contaba con veinte «escritorios» que manejaban los asuntos de la Santa Sede. Los rastreó uno a uno pero tampoco allí encontró información sobre el padre Bonatti.
La cosa se complicaba. Dio nuevas instrucciones a Promis y pasado un minuto la pantalla mostró la puerta de entrada al sistema informático del Servicio de Información del Vaticano. En el monitor parpadeaba insistentemente una ventana que solicitaba el código de acceso. Debía andarse con pies de plomo. Promis no dejaba rastro de su penetración en otros sistemas informáticos, pero algunos servicios de inteligencia habían modificado el programa original y podían detectar cualquier intento de vulneración. La Sección de Rastreo Informático disponía a su vez de un programa de alerta que desconectaba automáticamente el sistema en caso de intento de rastreo.
Ahora Promis buscaba una puerta trasera de entrada para acceder a los archivos sin necesidad del código. Al comisario le sudaban las manos, no despegaba la vista de la pantalla.
—Si parpadea este icono —le explicó el agente para tranquilizarle—, es que han detectado nuestra intrusión y pretenden rastrear el origen de la misma. Pero tranquilo. En menos de quince segundos el sistema se autodesconecta.
Gálvez asintió. Los secretos de la informática escapaban a su entendimiento. Para eso estaban sus muchachos.
—¡Aquí está, comisario!
En el monitor apareció el mensaje «Open access». El agente tecleó el nombre objeto de su búsqueda, Giuseppe Bonatti, y esperó. Una sucesión de signos inundó el monitor.
—El sistema se ha vuelto loco —dijo Gálvez.
—No —sonrió Fauno, nervioso—. Busca datos con millones de operaciones por minuto.
La imagen se detuvo, quedó estática en la pantalla. Ambos fijaron los ojos e inclinaron el cuerpo para acortar la distancia con el monitor. Gálvez apenas pudo leer el texto cuando saltó una página con el nombre de Giuseppe Bonatti. Después saltó otra página y después otras.
—¿Puede ralentizar la información? —casi protestó, impotente.
—Podría hacerlo, señor, pero cuanto más tiempo permanezcamos en el archivo más probabilidades hay de que nuestra intrusión sea descubierta.
—Sí, sí, claro… ¿Podría leer de alguna manera el contenido de estas páginas?
—Por supuesto, señor —dijo—. Estoy transfiriendo la información a mi base de datos lo más rápido posible. Después podré imprimirla.
—Bien, bien… —convino asombrado de su pericia.
De repente el icono de desconexión automática parpadeó frenético y el ordenador se apagó al instante. La pantalla mostró un dibujo psicodélico. El comisario miró hipnotizado las estrellas de colores que danzaban en el espacio virtual del monitor.
—¿Qué ha ocurrido?
—El sistema se ha autodesconectado para evitar que pudieran rastrear la señal.
—¿Significa que han detectado la intrusión?
—Puede —dijo Fauno, dubitativo—. En cualquier caso nunca sabrán quién ha sido. Hay cientos de hackers que atacan los servicios informáticos de la CIA, el FBI u otras unidades sin que sean descubiertos.
El comisario se levantó de la silla, la dejó en el mismo lugar del que la había tomado una hora antes, le pidió al agente una copia del informe y abandonó la sala más preocupado que antes de entrar.
A más de dos mil kilómetros de Madrid, el cardenal Rudolph Böhm abandonó el tercer piso del palacio Apostólico, escoltado por un miembro de la seguridad del Vaticano. Se dirigía a su despacho del palacio del Governatorato con un grueso informe en su portafolios sobre la situación de Oriente Medio y las directrices diplomáticas y políticas que aconsejaba seguir la Sección de Asuntos Extraordinarios.
Su maggiordomo entró con una bandeja de alpaca, una gran jarra de cristal de Bohemia y una botella de Porter. Le sirvió la cerveza hasta casi rebosar la jarra de cincuenta centilitros, con un dedo de espuma compacta que se pegó a los labios del cardenal al primer sorbo. Apaciguada la sed con un segundo trago tan largo como el primero, el cardenal le pidió un puro. Lo prendió y aspiró el humo con deleite para lanzarlo hacia los frescos del techo como la estela de un avión de reacción. Abrió el informe, y se dispuso a leerlo cuando entró por tercera vez su secretario, un tanto azorado. Normalmente llamaba a la puerta, pero se saltó las normas y se cuadró frente a la mesa con cara de circunstancias.
—Un hacker intenta penetrar nuestros archivos, eminencia —soltó sin protocolo.
El cardenal enarcó las cejas.
—¿Qué tiene de raro? —dijo.
Cada día miles de hackers intentaban asaltar las páginas del Vaticano para colgar mensajes obscenos, consignas satánicas, palabras soeces, virus, proclamas ateas, dibujos pornográficos…, pero la gran mayoría no lograba vulnerar los estrictos filtros de seguridad que protegían la red binaria del Estado de Dios. Sólo unos pocos, a lo sumo dos o tres, conseguían su finalidad pero eran detectados inmediatamente y la normalidad se restablecía en breves segundos.
De un trago apuró la cerveza, se levantó y se colocó el capelo. Su voluminoso cuerpo y los chorros de humo que lanzaba al aire, al tiempo que apresuraba el paso, le convertían en una vieja locomotora de vapor. Nadie tomaba decisiones propias. Todo el mundo le necesitaba. ¿Qué harían cuando se jubilara? Entró en la sala de control, una habitación repleta de ordenadores que vigilaban el sistema informático del Vaticano, y un joven jesuita, experto en sistemas de seguridad, le reclamó ante su pantalla.
—¿Qué ocurre? —bramó el cardenal con enfado.
—Ha penetrado un hacker en el archivo confidencial del Servicio de Información del Vaticano. Casi sin darle tiempo al sistema de detección a reaccionar.
—¿Puede localizarle?
—Podría con algo de tiempo.
—Hágalo —le ordenó tajante para dar a continuación una calada profunda al puro. El jesuita percibía sobre su hombro la intensidad amenazante de la mirada del cardenal.
—¡Aborte la intrusión!, ¡aborte!… —gritó el cardenal histérico, con la cabeza envuelta en una bocanada de humo, al comprobar que el expediente del padre Bonatti corría raudo en la pantalla. La vieja locomotora se había convertido en un dragón medieval.
El jesuita obedeció al instante. Dio las órdenes precisas a su computadora y resopló aliviado al ver fundirse la pantalla en negro. Había contrarrestado el ataque. Una gota de sudor cayó sobre el teclado. La transpiración le había empañado las gafas. Se las quitó y las limpió con una pequeña gamuza de seda.
—¿Le ha localizado?
—No puedo saberlo hasta que reinicie el programa —argumentó—. He tenido muy poco tiempo, eminencia.
El pirata informático se había movido deprisa, con una rapidez inusual y con un equipo tan sofisticado que el jesuita dudaba haberle localizado. Temeroso de la furia del cardenal, reinició el programa. Tecleó con tranquilidad, como el pianista que interpreta la misma rapsodia todas las noches. La pantalla estuvo unos segundos en blanco, sólo con las ventanas del programa abiertas, y unos dígitos, que el cardenal ignoraba para qué servían, progresaban a toda prisa en la base de la pantalla. El jesuita se limpió la frente con un pañuelo. La tensión se manifestaba en el sudor de su cara y en el cerco húmedo bajo sus axilas. Finalmente el monitor mostró los nombres de una serie de países y ciudades: Francia… París…, Alemania… Berlín…, EE. UU… Nueva York…, India… Calcuta…, Sudáfrica… Pretoria…, Rusia… San Petersburgo…
—¿Qué significa eso?
—El rastro de la señal del hacker, eminencia —dijo, para explicarle a continuación—: Nadie penetra directamente un sistema informático porque sería muy fácil localizar el origen de la intrusión. Nuestro hombre es un tipo experimentado y cuenta con un equipo muy avanzado que le permite enlazar con varios servidores para camuflar su posición.
—Entiendo —balbuceó observando sus dedos amarillos de nicotina.
Poco a poco los nombres de los países y las ciudades, que aparecían y desaparecían tan rápido como los dígitos, se ralentizaron hasta quedar fijo en la pantalla el nombre de España: el origen de procedencia de la intrusión. El jesuita esperó impaciente que saltara la ciudad, pero el mensaje «Fin de rastreo automático» daba por concluida la búsqueda. El cardenal frunció el ceño contrariado. El jesuita no se dio por vencido. El hacker había burlado el programa de rastreo, pero todavía le quedaban algunas cartas por jugar. Pulsó las teclas en espera de una respuesta más concisa. La pantalla se quedó en blanco y en su centro se abrió una ventana con el mensaje «En proceso de selección».
—¿Qué hace? —le interrogó el cardenal, dando por sentado que la señal se había perdido en España.
—Intento localizar el origen exacto —le aclaró—. El lugar de donde partió la señal base.
—¿Puede averiguar eso?
—Sí, eminencia —afirmó convencido—. Sólo se requiere un poco de paciencia, algo de tiempo, y mucha, mucha suerte.
—Adelante —gruñó nervioso por el dolor de espalda—. Encuentre a ese mal nacido y me encargaré personalmente de que el Papa le recompense.
Tras cinco minutos de nerviosa espera la ventana de «En proceso de selección» se apagó. La pantalla quedó ciega unos instantes. Sólo una franja horaria con un reloj digital destellaba en el margen superior izquierdo. El jesuita contuvo el aliento. Las décimas de segundo saltaban a gran velocidad. Tres minutos de angustiosa espera. El reloj desapareció del monitor. Una ventana ocupó la parte superior de la pantalla, mientras en la inferior giraba un mapamundi virtual. La ventana mostró el origen de la intrusión: «España… Madrid… Palma… 63…». Al mismo tiempo el mapamundi dejó de girar. Se detuvo en Europa. Las tres palabras parpadearon unos segundos en la pantalla, primero en rojo y después en verde, antes de quedar fijas. El mapa de Europa se redujo hasta mostrar sólo la península Ibérica. Se amplió de forma automática y apareció la silueta de la Comunidad de Madrid en una visión cartográfica a diez mil metros de altura. La imagen se redujo aún más. Las calles de Madrid, sus edificios, sus parques y sus coches se hicieron nítidos en una planimetría a mil metros en vertical. El mapamundi detalló la retícula de una cartografía a quinientos metros. Se detuvo. No permitía más ampliaciones. Los edificios se perfilaban completamente nítidos. El jesuita pulsó las teclas y la imagen cartográfica ocupó por entero la pantalla. Sobre el número 63 de la calle de la Palma destellaba un puntito rojo.
—Bien, muy bien, padre Burnham —musitó el cardenal satisfecho mientras cavilaba el siguiente paso—. ¿Puede añadir una nota a la localización?
—Lo que usted desee, eminencia.
Le dictó unas líneas y después le pidió que imprimiera los datos. Miró el folio con satisfacción renovada. La colilla del puro humeaba entre sus dedos amarillos. Lo había apurado más rápido que de costumbre. Buscó un cenicero sin encontrarlo. Había olvidado que en el Vaticano estaba prohibido fumar. Miró la colilla incómodo y la tiró a la papelera.
Seguido por su maggiordomo, pegado a su sombra como un perro faldero, se dirigió a la Unidad de Registro y Tratamiento de Mensajes, donde trabajaban siete criptógrafos al mando del padre Duby, un dominico francés oriundo de Nantes, con aspecto de descargador de muelles, catedrático de Ciencias Exactas y experto en lenguas muertas y cábala. El padre Duby le invitó a entrar en su oficina, separada del resto por unas débiles mamparas de aluminio y cristal que le aislaban del ruido continuo del tecleo de los ordenadores. Sobre su mesa se apilaban manuales de operaciones, tratados de criptografía militar, entre ellos varios de criptografía cuántica, y decenas de carpetas con mensajes descifrados o traducidos que afectaban directamente a la seguridad política o económica del Vaticano. A sus espaldas presidían el cubículo un Cristo de marfil sobre una cruz de ébano, recuerdo de su evangelización en Filipinas, y un cartel en letras góticas con una frase de Edgar Allan Poe: «Todo código inventado por un hombre puede ser descifrado por otro hombre».
—Es un placer serviros, eminencia —dijo el padre Duby con una respetuosa reverencia. Se inclinó y besó el sello de oro del cardenal.
—Padre Duby, dudo que servirme sea un placer.
—¿En qué puedo ayudaros?
—Necesito que transmita este mensaje de inmediato —dijo, y le entregó el folio.
—¿Nivel de prioridad?
—Absoluto —determinó sin pensarlo—. Tiene que recibirlo uno de nuestros agentes cuanto antes. Utilice un código de alta seguridad.
—Así se hará, eminencia.
Frank le había prometido llevarla al cine y su promesa entrañaba un compromiso ineludible. Cuando percibió que su tono de voz se dulcificaba en el teléfono, supo que no se había equivocado: ése era el mejor modo de reconciliarse con ella después del episodio de la navaja, porque ambos compartían la pasión por el cine. Eso pensaba de camino a casa. El sol todavía clareaba sobre las azoteas más altas, pero las sombras ya dominaban los jardines. Los comercios habían encendido sus neones y los automóviles circulaban con luz de cruce. Una vez más comprobó que nadie le seguía. Se había convertido en una obsesión necesaria. Si Pilar todavía no había preparado la cena, la invitaría en un restaurante del barrio. El mejor preámbulo a una buena película pasaba por una buena cena.
Metió la llave en la cerradura. Empujó la puerta y un par de bocinazos le hicieron girarse. Un Passat W8 se detuvo junto a la acera, en doble fila. Frank intentó identificar al conductor, que parecía reclamarle con un movimiento de la mano, pero un reflejo en el cristal de la ventanilla se lo impidió. Se acercó, con la precaución de desabrocharse la chaqueta para coger el arma si fuese necesario, y el cristal descendió acompañado de un zumbido eléctrico.
—¡Grosseto! —exclamó sorprendido—. ¿Qué haces aquí?
—Llevo toda la tarde buscándole, comisario.
—¿A mí? Grosseto bajó del automóvil. Lo dejó en doble fila, con las luces de emergencia intermitentes, y le saludó con un abrazo. Después miró hacia su espalda, como si temiese que alguien pudieran escucharles o verles. Le cogió del brazo y le apartó de la claridad de una farola para situarlo en una zona de penumbra.
—Tenía que hablar con usted —dijo alterado.
—Suéltalo de una vez. ¿Qué pasa?
—En realidad no tengo ni idea… Pero no me gusta.
—¿El qué?
—Será mejor que empiece por el principio.
—Hazlo de una vez, me tienes en ascuas.
—Este mediodía vino al restaurante un tipo bastante raro…
—¿A qué te refieres?
—Poco a poco, comisario. Déjeme continuar. —Hizo un gesto de aprobación—. Se sentó solo a una mesa. Vestía bien, correcto… Un traje de confección, un reloj de marca desconocida…
—Al grano.
—Sí, sí. Disculpe, comisario. Son los nervios. —Sacó un pañuelo y se secó la comisura de los labios—. Le atendí personalmente, como es mi costumbre, y en un castellano bastante correcto me pidió la comanda. Me pareció que tenía acento italiano y le pregunté su procedencia. Venecia, me dijo sin añadir ningún comentario. Me ofrecí a hablarle en su idioma, pero me rogó que siguiéramos haciéndolo en castellano. Hasta aquí, comisario, todo normal. Pero al final del almuerzo, cuando me pidió la cuenta y se la entregué, me invitó a sentarme a su mesa. No suelo alternar con mis clientes, pero dejó sobre el mantel una credencial. La tomé y leí: «Capitán Enzo Giuliani, Cuerpo de Carabineros».
—¿Qué tiene que ver esta perorata conmigo? —le increpó Frank apurado. Pilar ya estaría desconfiando de su palabra.
—Tiene mucho que ver, comisario —dijo con gravedad, y continuó—. Le pregunté en qué podía ayudarle. Nunca he tenido problemas con la justicia italiana —se justificó— y como sabe desde hace años estoy «limpio». Entonces me dijo que le buscaba a usted. Negué conocerle, pero resumió de memoria mi historial delictivo, mis robos, mi detención, mi puesta en libertad gracias a su mediación…, y tuve que aceptar que sí le conocía.
—¿Qué le dijiste?
—Que no le veía hacía años, que había perdido su rastro. Pero era más listo de lo que pensaba. Antes de sentarse había mostrado su fotografía a varios de mis camareros y algunos le reconocieron. Le dijeron que había hablado conmigo hacia unos días. Entonces tuve que recuperar la memoria. Además —protestó—, había investigado mis inversiones en Italia y me persuadió para que le pusiera en contacto con usted a cambio de no entregar al fisco italiano unos comprobantes. No tuve elección.
—¿Te dijo exactamente qué quería?
—No, señor. Sólo que le preparara una cita esta noche a las diez en mi restaurante, y que procurara que usted acudiera.
—¿Por qué tendría que hacerlo?
—Porque de lo contrario el fisco italiano pondrá patas arriba mis inversiones y hace años que evado impuestos. Se lo ruego, comisario, acuda a la cita. Hágalo por mí. Me recalcó varias veces que tenía información sobre su caso.
—¿Le hablaste de nuestra conversación?
—No, comisario. ¡Se lo juro!
—¿Para qué querrá verme?
No quiso decírmelo, y créame que se lo pregunte unas cuantas veces. Pero sólo insistió en que disponía de información.
—¿Sospechas que sabe algo del robo?
—Creo que no —dijo convencido—, porque hubiese soltado algún dato para tentarle y que acudiera a la cita.
—¿Entonces?
—No sé, comisario. Pero no me huele nada bien.
Frank consultó su reloj. Las ocho. Quedaban dos horas para la reunión. Llamó al timbre y a través del telefonillo previno a Pilar de que subía con una visita. A veces se paseaba desnuda por casa. Le encantaba encontrarla desnuda, pero no parecía el momento más oportuno.
Grosseto cerró el automóvil y lo dejó en doble fila con las luces de emergencia encendidas.
—Grosseto, qué sorpresa —dijo Pilar al verle. Le conocía de las veces que habían almorzado o cenado en su restaurante, pero nunca antes les había visitado en casa.
Frank adivinó una sombra de reproche o desilusión en sus ojos, pero hizo gala de sus dotes de anfitriona en todo momento.
—¿Puedo ofrecerle una copa?
Grosseto se lo agradeció y permaneció de pie, ansioso.
—Perdona, Pilar —dijo Frank apenado—. No he olvidado lo de esta noche, pero ha surgido un imprevisto y tengo que…
Le interrumpió comprensiva, o quizá sólo diplomática:
—No te preocupes, veré una película en la televisión, he hojeado la revista de cable y creo que dan Casablanca. Nunca me canso de verla.
Frank la besó agradecido, ante la mirada comprensiva de Grosseto.
—Creo que ahora sí voy a aceptarle una copa —dijo, y se acomodó en el sofá.
Frank se metió en la ducha y dejó correr el agua caliente por su espalda. ¿Por qué le buscaba en Madrid un policía italiano? ¿Qué sabía del robo? Sería una noche larga.
El padre Bonatti estacionó el Seat Ibiza azul en su plaza de aparcamiento de un bloque de apartamentos de lujo de la calle Corazón de María. Los inquilinos, ejecutivos de paso en la capital, en su gran mayoría, se renovaban con frecuencia y eso le garantizaba el anonimato. Tomó el ascensor hasta el tercer piso, para evitar la charla obligada con el portero, y entró en su apartamento. Dejó el portafolios sobre la mesa y se metió en el dormitorio. Abrió el armario, apartó la ropa colgada y, con la ayuda de un destornillador que guardaba en la mesilla de noche, quitó los tablones de la parte trasera del mueble. Sacó su ordenador portátil del hueco donde lo escondía, entre el armario y la pared, y lo encendió.
Esperó unos segundos y en la pantalla apareció una panorámica del Parque Nacional de Amboseli, en Kenia. La contempló unos segundos. Posiblemente había sido tomada con un angular de veintiocho milímetros. La amplió para que ocupara la totalidad del monitor. El Kilimanjaro se perfilaba nítido bajo un cielo azul con su casquete de nieve desafiando al sol africano. A sus pies, entre las altas gramíneas de la sabana, descansaba una manada de elefantes.
Pulsó las teclas y en la parte superior de la fotografía se instalaron una serie de iconos. Pinchó el correspondiente a una diminuta ave que abría y cerraba el pico y apareció una ventana con el mensaje «To decode». Amplió la fotografía y se dividió en miles de cuadrículas de un milímetro de lado. Pasados dos minutos desaparecieron las cuadrículas hasta que sólo una llenó el centro de la pantalla. Pulsó el icono del ave, apareció la ventana con el mensaje «To decode» e inmediatamente un texto: «… Intrusión en su archivo personal… Procedencia… España… Madrid… Palma… 63… Neutralice si procede… Posible vínculo “Operación APSA”… Máxima prioridad… Top secret… Top secret… Top…».
Se peinó los cabellos con los dedos y memorizó la dirección: Palma, 63. Suspiró. Las cosas se complicaban. Se arrodilló y rezó con las manos cerradas apoyadas en la frente y los dedos entrecruzados. Apagó el ordenador y lo guardó en el doble fondo del armario. Sacó del portafolios un mazo de fotografías sujetas por un elástico y las extendió sobre la mesa del salón. Había primeros planos del obispo Sebastián Salgado, del deán Felipe Viera, de Pilar Araujo, Frank Dónovan, Santiago Senillosa, Carlos Soto y Alejandro Grosseto. Las colocó en forma de pirámide, para componer un organigrama imaginario, y las analizó una a una. Cogió la fotografía del deán de la Colegiata y la puso a un lado. Exiliado a Madeira y sujeto a secreto pontificio, no crearía problemas. Después cogió las fotografías de Santiago Senillosa y Carlos Soto. Muertos, nunca hablarían. Tomó un encendedor de sobremesa y les prendió fuego. Ardieron en un cenicero hasta quedar convertidas en carbonilla. Quedaban sólo cuatro fotografías sobre la mesa y tenía que encajar otra pieza en el rompecabezas. Un hacker, quizá relacionado con el robo o con la operación de la Administración del Patrimonio de la Santa Sede, había entrado en escena.
Grosseto aprobó su indumentaria: un traje azul con raya diplomática. El color azul transmitía seguridad, pero eso no le tranquilizó. Miró su reloj y sacudió la cabeza. Si no encontraban atascos tardarían unos treinta minutos en llegar al restaurante. A las diez menos veinte. Justo, muy justo. Sacó su móvil y llamó al mâitre para que reservara uno de los saloncitos utilizados en las reuniones privadas de negocios. Frank se había relajado con el baño y no parecía tener prisa.
En el Monna Lisa reinaba la calma, el ambiente habitual de un día laborable a esa hora. La Monna Lisa mantenía su sonrisa eterna. Grosseto le pidió que esperara unos minutos. Entró en la cocina para comprobar que todo estuviese en orden.
—Tutto in ordine —dijo al regresar, y le acompañó al reservado, un saloncito no muy amplio, con capacidad para cuatro comensales, decoración de lujo, una vajilla de mayólica fina de Limoges, una cristalería Zwischengold de Bohemia sobre el mantel y un reloj de péndulo del siglo XVIII del taller de François Thomas Germain.
El restaurante se llenó poco a poco y el murmullo de las conversaciones creció hasta apagar la música ambiente y llegar nítido al saloncito. En el reloj de péndulo dieron las diez. Su anfitrión se retrasaba. Ya debería haber llegado. No estaba dispuesto a perder más tiempo. Grosseto intentaba convencerle de que esperara unos minutos más, cuando el capitán Giuliani asomó en la puerta del restaurante. Frank le reconoció porque le buscaba con la mirada. Era un tipo alto, delgado, fibroso, con las facciones de la cara pronunciadas, que lucía un suave bronceado. Como suponía, nunca se habían visto antes. Grosseto suspiró aliviado y, antes de abandonar el saloncito para dejarles a solas, les ofreció una botella de vino. Ninguno de los dos se opuso.
—Señor Dónovan.
El capitán le tendió la mano y Frank correspondió al saludo e hizo un gesto para que tomara asiento. Acomodó la espalda y cruzó las piernas relajado, en espera de una reacción que no se produjo. Decidió tomar la iniciativa.
Antes de nada —dijo Frank receloso—, me gustaría ver su credencial, si no le importa.
Giuliani se desabrochó la americana, metió la mano en un bolsillo interior y descubrió un arma colgada a su cintura. Una Beretta 9000-S de 9 milímetros. Dejó sobre la mesa una carterita de piel, abierta en dos, y Frank comprobó su identidad.
—De acuerdo, capitán —dijo relajado—. ¿Qué desea?
La puerta corredera se abrió y Grosseto entró con una botella de vino y un par de copas. Colocó la botella en un portador de plata de Christofle y les deseó que fuese de su agrado.
—Un vino exquisito —dijo Giuliani—. Nunca he probado nada igual en Italia.
Dejó la copa a un lado, junto a los platos, y sacó una fotografía del tamaño de una cajetilla de tabaco. La empujó hasta colocarla frente a los ojos de Frank.
—¿Le conoce? —le interrogó con sequedad, y señaló con el dedo a un hombre de los tres que componían la escena.
Frank miró la fotografía. Pese a estar algo borrosa, quizá por haber sido captada a larga distancia con un teleobjetivo, identificó al padre Bonatti acompañado en segundo plano de otros dos hombres. No se trataba de una fotografía reciente. Era mucho más joven pero le reconoció sin dificultad. A los otros dos sujetos no les conocía. La dejó sobre el mantel y negó con la cabeza.
—Jamás he visto a este hombre —dijo con indolencia.
—Veo que no está dispuesto a colaborar.
—¿Por qué tendría que hacerlo? Intimida a mi amigo con echarle en las garras del fisco italiano, y pretende entrar en esta habitación, mostrarme una foto y convertirme en el bufón de la corte. —Hizo una pausa y añadió—: Disculpe pero no puedo perder más tiempo.
Cogió la copa, apuró de un trago el vino y se levantó. Giuliani permaneció quieto, en absoluto silencio.
—Por favor, señor Dónovan, siéntese —dijo levantándose—. Se lo ruego.
—Está bien —se avino Frank regresando a su asiento—. Empecemos otra vez con mejor pie.
Giuliani cogió aire.
—Sospecho que este hombre ha asesinado a un buen amigo suyo —soltó sin rodeos.
—¿De qué me habla?
—De Carlos Soto. Eran amigos, ¿verdad?
—Sí —admitió—. Se marchó a Venecia… ¿Qué ha ocurrido?
—Su cuerpo apareció en las aguas del canal d’Ostreghe. —Frank se quedó perplejo, sin palabras. No podía ser cierto—. A simple vista —siguió Giuliani, atento a su reacción— se trataba de un robo con resultado de muerte accidental, pero la autopsia reveló que le habían asesinado. Murió de asfixia —dijo recordando el cuerpo sobre las losas del embarcadero—, pero no por ahogamiento, sino de un golpe de kárate en la tráquea. Un golpe tan preciso que ni siquiera le produjo lesiones cutáneas.
—Miente.
—¿Eso cree, señor Dónovan? —dijo sacando una de las fotografías polaroid que le había entregado el forense y arrojándola sobre la mesa.
Frank no se atrevió a cogerla. La cara hinchada, los ojos saltones, la piel blancuzca, los labios lilas… pero reconoció a Soto como momentos antes había reconocido al padre Bonatti. La rabia le atenazó. Se quedó paralizado, sin poder articular una exclamación de dolor o de ira. Le faltaba el aire. Soto había muerto en extrañas circunstancias. Como el vigilante de la Colegiata. Una broma macabra del destino. No, se corrigió, otra maniobra de un plan diabólico. Cogió la botella. Se sirvió una copa, sin tener en cuenta las normas del protocolo culinario, y la bebió de un trago, después inspiró con profundidad para templar el pulso y recuperar el control.
—¿Quién es este hombre? ¿Está seguro de que asesinó a Soto? —le interrogó con los dientes apretados de rabia.
—A su segunda pregunta —dijo Giuliani convencido de que había dado un gran paso adelante— puedo responder afirmativamente. ¿Le conoce? —insistió con el dedo sobre la fotografía.
—Ya le he dicho que no.
—Usted gana —dijo para zanjar la cuestión.
Giuliani se levantó con la intención de abandonar el saloncito. Ahora era Frank quien no podía permitirlo. Necesitaba saber por qué mataron a Soto, quién se escondía tras el hábito del padre Bonatti. Le cogió de la bocamanga de la chaqueta y le retuvo. Giuliani le miró con frialdad.
—Le dijo a Grosseto que tenía información sobre el caso en que trabajo —soltó Frank para retenerle.
—Le mentí —admitió—. No sé en qué mierda anda metido, pero apostaría a que menosprecia el peligro que corre. No tiene ni puta idea de a quién se enfrenta.
—Dígamelo usted.
Giuliani se sentó. Tampoco él quería marcharse. Los dos se cortejaban como los pavos durante los ritos de apareamiento. Frank se sirvió un poco más de vino y después llenó la copa de Giuliani. La alzó para desearle salud y dio un sorbo, esta vez para degustar con calma el buqué. El capitán le imitó.
—El tipo de la fotografía —dijo lentamente— se llama Norberto Manzini… —Frank hizo una mueca inconsciente de sorpresa, y entonces Giuliani tuvo la certeza de que le conocía— …aunque quizá le identifique mejor por uno de los alias que utiliza: Giulio Cesare, David Kimche, Giuseppe Bonatti, Barry Chamish… El nombre importa poco. Lo que importa es su verdadera identidad.
—¿Quién es?
—Un sacerdote a los ojos de los fieles. Pero en realidad, un agente especial. Un miembro del Gosiv, el Grupo Operativo del Servicio de Información del Vaticano. Una unidad paralela a los kidon del Mossad. Sabe de qué hablo, ¿verdad, señor Dónovan?
Le vinieron a la mente las advertencias de Gálvez. No andaba desencaminado en sus conjeturas.
—¿Por qué mataría un agente de la inteligencia vaticana a Soto? —le preguntó a manera de reto—. Puedo asegurarle que estaba apartado de cualquier asunto ilegal. Por cierto, ¿cómo está Dolores?, su mujer.
—Imagíneselo —dijo—. Al darle la noticia se derrumbó y requirió los servicios médicos del hotel. —Hizo una pausa y volvió a hablarle mirándole fijamente a los ojos—. Voy a repetirle mi pregunta, señor Dónovan. ¿Está seguro de que no conoce a este hombre?
—No, no conozco a este tipo —insistió Frank.
Giuliani no pudo contener la cólera y dio un puñetazo sobre la mesa. Se levantó, caminó unos pasos para calmarse, pero no lo consiguió.
—Tranquilícese, capitán. ¿Ve esos platos? —señaló Frank—. Fueron fabricados en mil ochocientos sesenta y seis por Lebeuf & Millet, el mejor ceramista de Limoges. Cada uno cuesta del orden de seiscientos euros. Un buen motivo para tranquilizarse, ¿no cree?
Giuliani cogió la servilleta y se secó el sudor de las manos. Frank le observó.
—Si este tipo asesinó a Soto —continuó pausadamente, estoy dispuesto a ayudarle. Pero necesito saber por qué le mató y por qué le persigue usted más allá de su jurisdicción.
—Está bien, señor Dónovan, usted gana —dijo Giuliani sentándose de nuevo—. Pero no trabajo fuera de mi jurisdicción —le aclaró—. Estoy en su país como oficial de la Interpol, con perfecto conocimiento de la Embajada italiana y la correspondiente autorización de los ministerios españoles de Asuntos Exteriores e Interior.
—¿Colabora con alguna unidad especial?
—No, trabajo en solitario. Por eso necesito su ayuda.
El tono de la conversación se distendió. Aceptar que conocía al padre Bonatti, o mejor dicho Manzini, perjudicaría su investigación. Pero necesitaba averiguar qué sabía el capitán Giuliani. ¿Por qué relacionaba la muerte de Soto con Manzini?
—Me he propuesto llevarle ante la justicia —siguió Giuliani con los ojos fijos en la fotografía del cura.
—¿Por qué?
—Es una larga historia —dijo abatido.
—Tenemos toda la noche por delante.
—¿De veras está dispuesto a escucharme?
—Soy todo oídos.
—Bien, empecemos —dijo—. Al igual que usted, provengo de la inteligencia, del Sismi, el Servicio de Información y Seguridad Militar Italiano. Estoy seguro de que le resulta familiar.
Frank asintió. El Sismi había facilitado información al Cesid sobre los movimientos de la mafia italiana en España.
—La quiebra del Banco Ambrosiano —siguió Giuliani— puso en peligro la seguridad del Estado y mi unidad se encargó de la investigación. El Vaticano estaba metido hasta el cuello. Desde hace años actúa a la desesperada para equilibrar su balanza de pagos. Si descubrieran petróleo bajo la basílica de San Pedro, no dudarían ni un segundo en derribarla. El arzobispo Paul Casimir Marcinkus, director del Instituto para las Obras de la Religión, firmó avales a los acreedores del Banco Ambrosiano a cambio de que el Instituto permaneciera al margen de las responsabilidades jurídicas de dicha entidad. ¿Conoce las actividades del Instituto? —Frank negó con el gesto—. Popularmente —especificó— se conoce como Banco del Vaticano y controla las finanzas de la Santa Sede. —Hizo una pausa—. Algunos responsables del descalabro financiero, como Carlo de Benedetti, ex presidente del Banco Ambrosiano, fueron condenados a seis años de cárcel por un fraude de miles de millones de dólares que comprometía al Instituto para las Obras de la Religión. A Roberto Calvi, en aquella época director del Banco Ambrosiano, le hallaron el dieciocho de junio de mil novecientos ochenta y dos con los pies colgando de un puente sobre el Támesis, el puente de Blackfriars.
—¿Blackfriars? —musitó.
—¿Le dice algo ese nombre?
—No, nada. Salvo que murió en el puente de los «Frailes Negros». Quizá no se trató de una casualidad, sino de un mensaje para navegantes.
—¿A qué se refiere?
—A una secta secreta de frailes asesinos creada en el siglo diecisiete por Olimpia Maidalchini, la jefa del espionaje vaticano al servicio del papa Inocencio X. Se le llamó Frailes Negros u Orden Negra porque sus agentes actuaban con la cara cubierta para no ser identificados. Sólo informaban y recibían órdenes del Sumo Pontífice, y sus primeras misiones fueron asesinar a los espías del cardenal Mazarino, que estaba al servicio de Francia…
No había caído en eso —dijo Giuliani pensativo, y continuó con su relato—. Un día antes la secretaria personal de Galvi, Graziella Corrocher, se arrojó desde una ventana del cuarto piso del Banco Ambrosiano de Milán. Supuestamente se suicidó al descubrir las verdaderas causas de la desaparición de su jefe.
—¿Por qué? —no pudo evitar preguntar Frank.
—El Gobierno italiano sospechaba que fueron asesinados para ocultar una trama desestabilizadora y quería respuestas, quería saber la verdad a toda costa y no escatimó esfuerzos ni hombres en el empeño. La prensa hostigaba a la opinión pública. Los miembros del Gabinete estaban muy nerviosos. Puedo asegurarle que durante meses sólo dormí unas pocas horas. La presión que ejerció el Gobierno sobre las Fuerzas de Seguridad del Estado fue terrible, créame. Para complicar más las cosas, salieron a la luz las relaciones de Calvi con Lucio Gelli, el gran maestre de la famosa P-2… La huida a Sudamérica de Gelli permitió descubrir en su domicilio una lista con cerca de mil nombres de miembros asociados a la logia masónica P-2. En la lista figuraban tres ministros, treinta generales, ocho almirantes, cuarenta y tres diputados, y numerosos altos cargos de la administración del Estado. La lista se hizo pública y el Gobierno cristianodemócrata de Arnaldo Forlani tuvo que dimitir…
—¿Llegó hasta el fondo?
—No —dijo Giuliani, aturdido por los recuerdos—. El caso nunca se cerró. Nunca se desenmascararon todas las tramas. En septiembre de mil novecientos setenta y siete Roberto Calvi abrió una sucursal de su imperio en Managua, el Banco Comercial del Grupo Ambrosiano, para lavar dinero negro y destruir cuantos documentos comprometieran el buen funcionamiento de la central de Milán. Con el beneplácito del obispo Marcinkus, adscrito a la agencia bancaria de Nassau, desaparecieron documentos vitales para esclarecer el mecanismo empleado para inflar, comprar, vender y retirar de la circulación acciones de bolsa. Gelli y Calvi, protegidos por la dictadura de Somoza, estaban lejos de la acción del Banco de Italia. Eso nos impidió llegar hasta el fondo porque se destruyeron numerosas pruebas.
—¿En qué parte del puzle encaja Manzini?
—En mil novecientos noventa y dos —siguió—, diez años después del suicidio de Calvi, me reencontré con un viejo amigo de la infancia, el padre Rattazi, un capuchino afiliado a la teología de la liberación que había entregado parte de su vida a la evangelización de África. Hacía un par de años que había contraído la malaria y el obispo de su diócesis decidió enviarlo de vuelta a Italia. A partir de ese momento nos vimos varias veces, charlamos de muchas cosas, entre ellas del escándalo del Banco Ambrosiano. Una madrugada me llamó por teléfono. Me dijo que necesitaba verme urgentemente, que tenía información de vital importancia acerca del tema sobre el que habíamos conversado. Cuando llegué al punto de reunión su cuerpo yacía sobre el asfalto con tres disparos en el vientre. Su secreto se enterró en su misma tumba.
—¿Le mató el tipo de la foto?
—Sí —afirmó tajante—. Hice averiguaciones, hablé con confidentes, y todos señalaban a Manzini. Desde hacía tiempo sospechaba que estaba detrás de varios asesinatos relacionados con asuntos que afectaban directa o indirectamente a la Santa Sede. Sabía que trabajaba para el Gosiv pero no tenía pruebas concluyentes —se lamentó—. El Vaticano se convierte en un feudo inexpugnable si se pretende investigar a sus miembros. Pero sabía que Manzini le mató. La Policía Científica encontró un cabello en las ropas del padre Rattazi que podía corresponder al asesino.
—¿Su ADN coincide?
—Así es.
—¿Por qué no le acusó?, ¿por qué no le detuvo?
—Porque en aquella época ya había pedido mi traslado a Venecia, al cuerpo de carabineros. Me respetaron el rango, me subieron el sueldo, y no podía permitirme un desliz. La investigación del asesinato del padre Rattazi no estaba en mis manos. Trabajé al margen de la ley. ¿Comprende? Obtuve las pruebas de ADN practicadas al cabello de manera ilegal. Las robé, señor Dónovan.
—Necesitó cotejarlas con otra muestra de ADN de Manzini para establecer su vínculo, supongo.
—Y lo hice —dijo orgulloso—. Me dediqué a seguirle siempre que el servicio me lo permitía. Por mi cuenta. Sacrifiqué mañanas, tardes, noches… En ocasiones desaparecía de Italia, como ahora, pero a su regreso le sometía de nuevo a vigilancia. Después de seis meses sabía qué hacía y dónde iba cuando estaba en Roma. Conocía sus movimientos rutinarios. Siempre los hay por mucho que quieras evitarlos. Averigüé la barbería dónde se cortaba el pelo. Ahí estaba mi baza. Infiltré a uno de mis hombres en la plantilla. De pequeño trabajó en la barbería de su padre y eso facilitó las cosas. Se hizo pasar por alumno en prácticas de una escuela de peluquería. Superó el proceso de selección como cualquier otro aspirante. Ni siquiera el dueño sospechó nunca que se trataba de un carabiniere —dijo sin reprimir su satisfacción—. Un día el padre Manzini entró a cortarse el pelo. Mi hombre ni se le acercó. Pero cuando el dueño de la barbería le ordenó que barriera el suelo se guardó un mechón de cabellos.
—Todo ilegal —dijo Frank—. Quiero decir que todo su trabajo no sirve de nada.
—Sí. Pero me juré que encontraría al asesino del padre Rattazi y lo hice. Ahora sólo necesito pruebas legales para llevarle ante la justicia. Así están las cosas.
—Hay algo que sigo sin comprender —insistió Frank pensativo, como si buscara la solución a un problema que no la tenía.
—Adelante, pregunte cuanto quiera —le autorizó con la mano apoyada en la nuca.
—¿Cómo relacionó la muerte de Soto con Manzini?
—Soto apareció sin signos de muerte violenta —dijo meditabundo—. Pero nuestros forenses hicieron bien su trabajo. Mostraba cianosis en los labios, las uñas, los pabellones auriculares y especialmente en el plexo subpapilar de la dermis, y buscaron la causa. Hipoxia: déficit en el aporte de oxígeno a los tejidos. En definitiva: no murió ahogado sino asfixiado. Analizaron concienzudamente cualquier pista y descubrieron un microhematoma a la altura de la tráquea. Alguien le golpeó con suficiente maestría para provocarle la asfixia. Podía haber sido cualquiera el asesino hasta que debajo de la uña del dedo índice de la mano derecha hallaron un diminuto resto de piel. Algo insignificante. Supusieron que la víctima intentó defenderse y arañó a su asesino. Practicaron el ADN al trocito de piel…
—Y usted lo cotejó —dijo interrumpiéndole.
—Eso es —afirmó satisfecho—. Desde que obtuve el ADN del padre Manzini lo he comparado con todos los casos que han pasado por mis manos y después de nueve años parece que ha vuelto a actuar en Italia. Esta vez no puede escapárseme. Mi prueba de ADN, como bien ha dicho, es ilegal, no tiene valor jurídico. Como si no existiera. Por eso estoy aquí, sentado frente a usted. Por eso convencí a mis superiores para que me trasladaran a España. Para investigar, obtener pruebas legales y acabar de una vez por todas con Manzini. Carlos Soto era español y eso agilizó la autorización. Para el cabildo veneciano es muy importante que no cunda la sensación de que la ciudad es peligrosa para el turismo…
—No sé en qué puedo ayudarle —replicó Frank, nuevamente en guardia—. Conocía a Soto. Es cierto. Pero hace tiempo que no le trataba.
—Acaba de admitir que estaba al corriente de su viaje a Venecia.
—Sí, desde luego. Me llamó para saludarme. Le pregunté cómo le iba su vida de escritor, y me dijo que bien, que se marchaba a Venecia a visitar unas exposiciones. A Soto le interesaba el arte.
—¿No le ha visto últimamente?
—No.
El capitán se levantó con aspecto cansado.
—Miente, señor Dónovan —le cuchicheó al oído, como los colegiales en el juego de pasarse una palabra. Se incorporó y le miró con una sonrisa de satisfacción. La sonrisa astuta del trampero que descubre un zorro en su cepo.
—¿Qué le hace suponer que miento? —dijo Frank como si desconociese la respuesta.
—Sé positivamente que se entrevistó con Soto antes de coger su vuelo a Italia. ¿Estoy en lo cierto?
—Dígamelo usted —repuso Frank desafiante.
Giuliani no pudo reprimir un gesto de complacencia. Después de horas de enfrentarse a su frialdad le tenía cogido.
—La muerte de Soto —dijo con calma, para estudiar sus gestos— se habría archivado de no ser porque se trataba de un ex delincuente, un ex presidiario metido a escritor. Cuando descubrí que el ADN de la piel hallada bajo su uña correspondía al padre Manzini supuse que investigaba algún asunto turbio relacionado con la Iglesia y por eso le mataron. Hice algunas averiguaciones y no encontré nada sospechoso en su conducta durante los últimos años. La policía española le controlaba porque varios coleccionistas de dudosa reputación frecuentaban su casa. Pero nunca encontraron un motivo para sospechar que había vuelto a las andadas. Como usted ha dicho estaba limpio. ¿Por qué le mataron?
—¿Por qué?
—Eso intento averiguar —dijo con el cuerpo inclinado hacia delante—. Alitalia me facilitó la lista de pasajeros e incidencias del vuelo que tomó Soto. Todo parecía en regla salvo por un pequeño detalle: una amenaza de bomba retrasó la salida del avión. Entonces —dijo con renovada satisfacción— solicité a través de la Interpol una copia de las grabaciones efectuadas por las cámaras de seguridad del aeropuerto de Barajas para conocer los últimos movimientos de Carlos Soto. ¿Sigo, señor Dónovan?
—Me encanta el cine.
—Como quiera —dijo sabedor de que ganaba la partida—. Me pasé dos días enteros examinando las cintas de las cámaras, pero al final valió la pena. Una cámara grabó a Soto y a su mujer paseando por el aeropuerto. Soto entró en un quiosco y compró un periódico. Se sentó a leer y de repente, como si hubiese olvidado algo importante, se levantó. Otra cámara le grabó de pie, hablando por uno de los teléfonos públicos del aeropuerto. Hasta aquí nada raro. Pero un tiempo después otra cámara registró su entrada en el aeropuerto. —Hizo una pausa intencionada—. «Su entrada», señor Dónovan —dijo apuntándole con el índice—. Luego desapareció de la imagen y reapareció minutos más tarde en la cafetería de la terminal uno junto a Soto y su mujer. Se saludaron cordialmente. La mujer dejó la mesa y Soto cogió un periódico. Se lo mostró. Por desgracia —se lamentó—, la cámara recogió la escena en una panorámica muy amplia y no pude definir el periódico. A decir verdad examiné los principales diarios españoles de aquel día, pero no encontré ninguna información sospechosa —admitió—. ¿Por qué me ha ocultado su entrevista con Soto?
—Tengo mala memoria.
—Ya, ya… Me extrañó que se entrevistase con Soto durante el tiempo de demora, porque supuestamente usted desconocía el retraso debido a una amenaza de bomba. Una vez más solicité la colaboración de mis colegas de Madrid y me remitieron un listado de las llamadas efectuadas desde la cabina en que la cámara de seguridad grabó a Soto. Las investigué todas y una correspondía a su domicilio. Después pedí a la seguridad del aeropuerto que localizara la llamada que alertó de la amenaza de bomba. Le dieron crédito porque se hizo en los términos que establece el protocolo de seguridad. Una amenaza de bomba hecha por alguien que conocía el sistema. La llamada se localizó en una cabina de la plaza del Conde del Valle de Súchil, cerca del domicilio de su compañera sentimental.
Giuliani hacía bien las cosas. Tenía que tranquilizarle para que no metiera las narices en sus asuntos. Su buena memoria le ayudaría. Durante la entrevista, mientras pasaba las páginas del periódico para mostrarle la noticia del vigilante jurado, vio una esquela que le llamó la atención. La utilizaría en beneficio propio.
—Ha perdido el tiempo —dijo Frank relajado—. Es cierto que me entrevisté con Soto minutos antes de tomar su avión. Es cierto que hice la llamada para retrasar el vuelo. Pero no es menos cierto que nuestra charla no guarda relación con su muerte, con ese tal Manzini que escapa de sus manos como el humo.
—¿Por qué me ha mentido?
—¿Quiere saberlo? ¿Quiere saber por qué nadie confía en usted? Porque es arrogante, porque le guía el odio hacia este sujeto —afirmó con la foto en la mano—. Sí, me entrevisté con Soto —admitió—, porque me llamó para decirme que un amigo, un buen amigo común, había muerto de repente. Desconocíamos que estuviera enfermo y su muerte nos sorprendió y dolió.
—¿Cómo se llamaba su amigo?
—Jorge Fernández. ¿Quiere más datos?
—Se lo agradecería —apuntó—. Tendré que comprobar la información.
—Hágalo. No tengo nada que ocultar. Consulte El País. Busque en la página de necrológicas. Allí encontrará la esquela de Jorge Fernández, senador del Partido Socialista Obrero Español. Éramos amigos, muy buenos amigos. Murió de un cáncer linfático fulminante. ¿Algo más?
Giuliani guardó silencio. Sabía que le mentía. Nadie retrasa un avión sólo para hablar de un amigo fallecido. Tenía que reconocerlo, de momento había ganado la partida. Le había dado jaque mate. Comprobar la información que acababa de facilitarle le llevaría algún tiempo. El tiempo necesario para perderle la pista. No podía permitirlo.
—De acuerdo —repuso con fatiga—. A priori tengo que creerle. Pero hágame caso. Apártese de Manzini si se cruza en su camino. Es un tipo peligroso, sin escrúpulos. Puede vigilarle desde sus propios calzoncillos y ni se enteraría. Cambia de identidad y fisonomía con una facilidad asombrosa. Está bien entrenado. Puede asesinar a un terrorista islámico en Pensawar y a la mañana siguiente cenar con un grupo de fundamentalistas árabes en un restaurante de la Quinta Avenida.
—Lo tendré en cuenta —repuso Frank satisfecho—. Si me entero de algo se lo comunicaré, pero ya le he dicho que desconozco en qué andaba metido Soto. ¿Dónde puedo localizarle?
Giuliani sacó una tarjeta y anotó un número de teléfono. Sólo podía esperar a que el viento cambiara de dirección. Se levantó, le entregó la tarjeta y abrió la puerta corredera. Vio el restaurante vacío y a Grosseto sentado a una mesa rodeado de tres camareros.
—Hotel Santo Mauro —leyó Frank en la tarjeta—. Un buen hotel y un excelente restaurante. Le aconsejo que reserve mesa en la biblioteca.
—Lo haré —admitió con una sonrisa—. Si no estoy en el hotel llame al número que le he anotado. Pertenece a la central de Interpol en Madrid. Me localizarán de inmediato.
—Pierda cuidado.
—Cuídese, detective. Hágame caso y apártese de este hombre —le repitió mientras recogía las fotografías.
Apenas Giuliani salió por la puerta del restaurante, Grosseto entró en el saloncito. Habían pasado varias horas pero seguía con los nervios a flor de piel. Necesitaba saber si estaba involucrado en algún asunto que no deseaba. Si el fisco italiano inspeccionaría sus inversiones…
—¿Qué ha ocurrido, comisario? —dijo sentado a su lado—. ¿Qué busca el capitán de los carabineros?
Frank estaba distraído con sus pensamientos, y las palabras de Grosseto lo trajeron a la realidad. Tenía hambre y la cabeza le daba vueltas.
—Te lo diré… —dijo. Y pensó con tristeza que ya no podría invitar a Soto a una buena cena.
Pilar corrió las cortinas y la luz del sol entró a raudales en la alcoba. Aturdido por su brusco despertar, Frank escuchó la voz de Lisa Stansfield a pleno volumen en el equipo estéreo. Se tapó la cabeza con la almohada pero no consiguió protegerse de la luz ni de la música. Pilar le arrancó la almohada de la cabeza y le dejó sobre la cama el desayuno: una bandeja con un vaso de zumo de naranja, una taza de café con leche y un plato con bollería.
—¡Buenos días! —gritó—. ¡Hay que levantarse!
—¿Qué hora es? —masculló Frank amodorrado.
—Las once. ¿A qué hora llegaste? —le preguntó entre carantoñas—. Te esperé hasta las dos.
—A las cuatro, más o menos.
—¿Una noche dura?
—No más que otras —dijo recobrando el sentido del tiempo—. ¿Qué haces aquí? ¿No deberías estar en el museo?
—En circunstancias normales sí —admitió con una sonrisa de picardía—, pero me han dado unos días de permiso porque Bellas Artes me ha encargado la restauración del cuadro de Berruguete. ¿Qué te parece?
—¿El San Juan?
—El mismo.
—Mi enhorabuena.
—¿Acaso lo dudabas?
—Nunca dudo de ti.
—Haces bien. Iba a celebrarlo anoche contigo, pero… A propósito… —Se levantó, salió de la alcoba y regresó con una hoja de papel—. Tenías razón, el obispo es un experto en arte. Consulté la biblioteca del museo y ha publicado varios artículos en revistas especializadas. Aquí tienes.
Le dio el papel. Apartó la bandeja y con el último bocado leyó las referencias bibliográficas. Destacaba un catálogo sobre el arte flamenco de los siglos XV y XVI, editado con motivo de una exposición en París, y varios artículos sobre el Renacimiento en el norte y centro de Europa, con énfasis en autores como Jan van Eyck, Petrus Christus, Robert Campin, Varile Weydcn, Dietric Bouts, Memling, Van der Goes… Un verdadero experto en arte. Es más, en arte renacentista, especialmente en Gerard David, a quien algunos expertos atribuían La Virgen de la Mosca. Siguió leyendo y descubrió que también había publicado artículos sobre tasaciones, en especial de las obras vendidas en la Feria de Maastrich.
—¿Conoces esta feria?
—¿La Feria de Maastrich? —repitió—. Es el mercado de arte y antigüedades más importante del mundo. Es la feria de las ferias, muy por encima de las organizadas en Londres, París o Nueva York. Sus obras no se exponen en otros certámenes. La organiza The European Fine Arts Fair y acuden unos doscientos expositores de una docena de países. A mi entender —afirmó— su éxito estriba en los rigurosos controles de selección de las piezas a la venta. Por ejemplo, un Retrato de anciana o una Minerva de Rembrandt, un Van Gogh, un collar de Cartier de platino y diamantes diseñado en mil novecientos veintiocho para el maharajá de Patalia…
—Una feria para multimillonarios.
—Eso es.
—¿Acuden anticuarios españoles?
—No muchos, como puedes suponer. Sólo los mejores: Félix y Diego López de Aragón, Luis Elvira, Enrique Gutiérrez de Calderón o José Antonio de Urbina. Algunos ni siquiera venden al público en general. Para ver su colección hay que pedir cita. Los interesados suelen ser instituciones, museos, coleccionistas de mucho nivel, inversores…
—¿Qué piezas suelen exponer?
—De primera línea, por supuesto.
—Ejemplos… —le pidió.
—Una cabeza de Cristo en alabastro, de Nicolás Cordier, una Virgen románica catalana del siglo doce, un San Pedro de Murillo, un bodegón de Pedro de Camprobin, una Virgen con Niño del siglo diecisiete… Objetos de primera fila, objetos de museo, objetos maravillosos.
—¿Podría venderse en Maastrich La Virgen de la Mosca?
—Por supuesto, si fuese de procedencia legal. Pero se trata de una pintura del Patrimonio Nacional y eso cambia las cosas.
—¿Por qué? —preguntó sin comprender—. Has mencionado una Virgen románica y un lienzo de Murillo. Son piezas del Patrimonio Nacional.
—No —dijo para sacarle de dudas—: el Murillo procedía de una colección inglesa, y la Virgen supongo que también aunque desconozco su origen. Para exportar obras adquiridas en España debe solicitarse permiso a la Junta de Calificación del Ministerio de Cultura, y no se concede si las obras tienen valor patrimonial. Deberías saberlo —le recriminó—. Perseguiste a los tipos que sacaban clandestinamente arte del país.
—De eso hace mucho tiempo.
—Debido a las estrictas normas de exportación que rigen en España los anticuarios consideran que el mercado nacional está cerrado. Por eso funciona el tráfico ilegal.
—Ya… —dijo pensativo.
Pilar le dio un beso y se levantó para dejarle a solas.
Frank se metió en el baño y abrió el grifo del agua caliente. Entre el gorgoteo del agua oyó a Pilar que le hablaba desde el otro lado de la mampara.
—Se me olvidaba —dijo quitándole importancia al hecho—. Esta mañana ha llamado un par de veces un tal Fernando Vilarrubí. ¿Quién es?
—Mi agente de seguros —gritó para vencer el ruido del agua—. ¿Qué quería?
—No sé. Me dijo algo sobre una amiga tuya que le daba la tabarra. Que no paraba de llamarle a la oficina.
—¿Una amiga mía? —repitió extrañado—. Seguramente le deberé algún recibo. Eso es todo.
—Una tal Matilde Ulloa… ¿Una amante? —bromeó celosa.
—¿Matilde Ulloa?
—Sí, eso he dicho. ¿Cuántos años tiene?
—Muchos más que tú —dijo al recordar a la limpiadora de la Colegiata—. No te preocupes. Sólo quiere contratar una póliza para el coche de su hijo y que le hagan un descuento.
—¡Ajá, eso dirán todos! —bromeó.
Se jabonó la cabeza con un champú contra la caída del cabello y después con una esponja se masajeó el pecho. El agua caliente le relajó.
—Frank, Frank… —oyó gritar a Pilar al otro lado de la mampara—… Tu amigo al teléfono.
—¿Quién?
—El agente de seguros.
—Dile que yo le llamaré.
—Dice que es urgente… —gritó Pilar—… Que te pongas…
—¡Mierda! —refunfuñó Frank.
Se envolvió una toalla a la cintura y corrió al teléfono.
—¿Qué pasa? —gritó malhumorado.
—Eso deberías decírmelo tú —replicó el agente de seguros enfadado—. Tengo al teléfono a una vieja histérica que pregunta por el inspector Frank Dónovan. Lleva desde las nueve de la mañana dándome el coñazo cada cinco minutos y me tiene hasta los mismísimos…
—No te pongas así. Sólo quiere un seguro de coches —dijo más tranquilo—. Me preguntó si conocía a alguien y le di tu número.
—Corta el rollo —gruñó de mal humor—. Te has hecho pasar otra vez por inspector de mi compañía. ¡Joder! Te he dicho mil veces que no lo hagas. Que no me metas en líos. ¿Cómo tengo que decírtelo? ¿Quieres que te mande a la tuna?
—Hazle el seguro y un descuento. Es una buena mujer.
—El seguro y el descuento se lo hice hace un par de días. Ahora no quiere ninguna póliza —repuso más calmado—. Quiere hablar contigo. Dice que es algo muy importante…
—¿Conmigo?
—Sí, contigo —repitió como si hablara con un autista—. Tengo su llamada retenida en otra línea y voy a pasártela ahora mismo.
—Está bien —aceptó.
—Por cierto, ¿he oído mal o hay una mujer en tu casa?
—Yo vivo en la suya.
—No mientas —resopló—. He llamado a tu buhardilla.
—He derivado el teléfono.
—Te han cazado —soltó reconciliado—. Te daré mi perdón como regalo de bodas. Pero recuerda que me debes otra. Una más de muchas. Apúntala en la lista.
—Pierde cuidado.
—¡Adiós! Y ahí va la vieja…
Frank escuchó unos segundos la línea vacía, ambientada por una música empalagosa, y después los ladridos de un perro. El pequeño Rifi. Desconocía qué podía querer la encargada de la limpieza de la Colegiata.
—¿Señor Dónovan? —dijo una voz tímida.
—Sí, señora Ulloa —respondió—. ¿Qué desea?
—Quería hablar con usted.
—Adelante. ¿En qué puedo ayudarle?
—Verá… —Hizo una pausa—… No sé cómo decirlo…
—¿El qué?
—¿Recuerda que le hablé de la gente que confesaba el señor obispo?
—Sí, claro… —admitió Frank cargado de paciencia, y repitió sus palabras—: rusos, rumanos, polacos, sudamericanos… mala gente… comunistas…
—¿Y recuerda que le hablé de una joven que no cumplió la penitencia?
—Sí, sí…, también lo recuerdo —dijo para no contradecirla aunque no lo recordaba.
—Pues la han asesinado.
—¿A quién?
—A esa mujer —dijo abemolando la voz—. Lo trae el ABC de esta mañana. —Frank se quedó en silencio, una luz se abría paso en las tinieblas de su cabeza—. Pensé que podría interesarle. Me ha parecido raro y como usted me dijo…
—Bien, bien. Gracias por llamarme, señora Ulloa.
—No sabe cuánto le agradezco el descuento…
Estaba tentado de colgar pero dejó que se explayara a gusto en su oreja y llamó a Pilar con un gesto. Le rogó que sujetara el auricular y corrió en busca de su libreta. Pasó las hojas rápidamente hasta encontrar las notas de su charla con Kamún Yunes, el ex agente de la inteligencia marroquí. Leyó la descripción de la joven interesada en un cuadro con una mosca pintada. De unos treinta años, alta, rubia, melena larga, ojos azules, piel bronceada, cintura entallada, piernas moldeadas, pechos abundantes, bien vestida, con acento eslavo…
Pilar volvió a pasarle el teléfono, tentada de reírse, por el monólogo de la mujer, y porque a Frank se le había caído la toalla con la prisa.
—… porque el Gobierno debería meter en cintura a esta gente… —seguía la mujer.
—Señora Ulloa…, señora Ulloa… —repitió para que le escuchara—. Descríbame a esa mujer, por favor.
—¿La que murió?
—Sí, claro. ¿Quién iba a ser?
—No sabría decirle… —Dudó—. Muy guapa…, guapísima.
—¿De qué color tenía los ojos, el pelo…?
—Los ojos azules y el pelo rubio.
—¿Melena larga o corta?
—Larga.
—¿Gorda o delgada?
—¿Gorda? —casi gritó—. Esa mujer estaba hecha una sílfide.
—¿Alta o baja?
—Altísima.
—Sólo un par de preguntas más —repuso para no abrumarla—. ¿Qué edad le calcula?, ¿cómo definiría su pecho?
—¡Señor Dónovan! —exclamó—. No creí que fuese tan pícaro.
—Es importante, señora Ulloa —dijo con voz seria.
—Si usted lo dice —admitió con indiferencia—. Rondaría los treinta. Aunque hoy las mujeres se cuidan mucho y nunca se sabe. Yo, si tuviese dinero, me haría una liposucción…
—¿Poco pecho? —insistió con impaciencia.
—No señor —espetó—. Todo lo contrario. Talla noventa y cinco o cien… Muy bien puesto…
—Gracias —dijo—. Ahora tengo que colgar.
—Le he llamado porque…
—Gracias —repitió y colgó.
«Muere prostituta en la Casa de Campo». Nada importante. Una pequeña columna en las páginas interiores, en el apartado de sucesos del ABC. Ni siquiera figuraba el nombre. Un grupo de ciclistas había hallado el cadáver de una prostituta en el cerro Garabitas. La policía había detenido al proxeneta como supuesto autor material del crimen. Se sentó en un banco de la plaza y recortó con los dedos la fotografía de la chica. Una fotografía frontal, en primer plano, tomada posiblemente del pasaporte. Se la guardó y tiró el periódico a la basura.
Cogió su Opel Vectra y condujo hasta la boca de metro de Noviciado. Lo dejó en doble fila, con las luces de emergencia intermitentes, y se acercó a la papelera. Su disco de color rojo había sido sustituido por otro de color verde. Tenía un paquete en correos. Se metió en el coche, recorrió un laberinto de calles estrechas y sombrías, sin apenas aceras para transitar los peatones, y aparcó frente a la estafeta de la calle Pizarro. Entró y abrió el cajetín del apartado. Gálvez había retirado el casete y en su lugar encontró un ejemplar de El País de esa misma mañana. Debía pasarle la información recabada tras su charla con el capitán Giuliani pero no tenía tiempo. Los hechos se precipitaban como un torrente por una cascada. Un toque de claxon le obligó a salir. Su coche bloqueaba la calle.
Se detuvo en la glorieta de Ruiz Jiménez, en el hueco de la parada de autobuses. Paró el motor y cogió el periódico. Lo hojeó. Vio una reseña sobre la chica muerta en la Casa de Campo, pero nada que no dijese el ABC. A primera vista parecía un periódico normal y corriente pero no lo era. Gálvez había utilizado el código numérico para transmitirle información. Según la pauta acordada, tenía que estar en las páginas veinticuatro y veintidós. Buscó la primera. La desprendió del resto del periódico y la colocó al contraluz de la ventanilla. Allí estaba. Buscó la segunda e hizo lo mismo. Después leyó el texto criptografiado en ambas: «Giuseppe Bonatti alias de Norberto Manzini. Agente del Grupo Operativo del Servicio de Información del Vaticano. Peligroso».
Tiró el ejemplar en el asiento trasero y arrancó en dirección al Rastro. Aparcó en el subterráneo de la plaza Mayor y siguió a pie hasta la plaza de Cascorro para descender por la Ribera de Curtidores. Cruzó el arco de entrada a las Galerías Piquer, subió al primer piso y entró en El Sueño de Alá.
El tintineo de las campanillas delató su presencia. La mujer de Yunes salió para atender y le miró con indiferencia. No le gustaba. No dijo nada. Ni siquiera le saludó, y marchó hacia la trastienda. Al momento apareció su marido. Vestía el mismo traje caduco de la vez anterior, con lustre en los hombros y las bocamangas deshilachadas.
—¡Señor Dónovan! —exclamó con acritud.
Frank dio un paso adelante y se quedó a pocos centímetros de su cara. Sacó la fotografía que había recortado del periódico. La desdobló y la plantó ante sus ojos. Yunes se quedó inmóvil, sorprendido por su reacción. Vio a su mujer sujeta a la cortina de eslabones y Frank le acercó más la foto a los ojos.
—¿Es ella?
—Sí.
—Está seguro.
—Nunca olvido una cara, señor Dónovan. Es ella —certificó—. Estoy seguro, aunque la fotografía no le hace justicia.
Frank guardó la fotografía sin más comentarios, y al salir por la puerta se topó con la mujer, que murmuró una frase en árabe que no comprendió. Yunes se adelantó, la abrazó para tranquilizarla e hizo un último saludo con la mano a Frank. No era casualidad que la chica hubiese entrado justo en aquella tienda. Ahora estaba seguro. Decidió caminar, perderse por las callejuelas del Rastro en busca de información. Se topó con drogadictos que dormían sobre bancos solitarios, con senegaleses que vendían casetes y DVD’S piratas, y gitanas dispuestas a leerle la buenaventura con un brote de romero en la mano. Entró en varias tiendas de antigüedades y mostró la fotografía a los encargados. Algunos no la reconocieron pero otros sí. «Una Virgen con una mosca», era lo único que la joven atinaba a decir cuando le pedían detalles sobre el cuadro que supuestamente quería vender. Había peregrinado de tienda en tienda preguntando su valor, pero nadie la tomó en serio. Hablaba un mal castellano y se mostraba incapaz de decir otra cosa que no fuese: «Una Virgen con una mosca». Frank estaba seguro de que el cuadro que describía era La Virgen de la Mosca. ¿Lo habría robado ella, con algunos cómplices? ¿Lo tendría alguno de sus clientes? Como fuera, temía que la chica se hubiera llevado el secreto a la tumba.