PREFACIO

Imaginemos a Edgar Alian Poe un día de 1843. Está sentado a una de las muchas mesas de una de las muchas casas donde vivió de paso. Tiene delante una página en blanco. Es probablemente el final de la tarde y pronto Mrs. Clemm vendrá a traerle una taza de café. Edgar va a escribir un cuento y vamos a imaginar que es El gato negro, que se publicó ese año. Su autor tiene treinta y cuatro años, está en plena madurez intelectual. Ha escrito ya El pozo y el péndulo, La caída de la Casa Usher, William Wilson y Ligeia. También Los crímenes de la rue Morgue y El hombre de la multitud. Un año más tarde terminará El cuervo, el más famoso de sus poemas.

¿De qué aportes personales se habrá alimentado inevitablemente ese nuevo cuento, qué elementos exteriores se le añadirán? ¿Cuál es el proceso de ese ciclón silencioso, el acto literario cuyo centro está en la pluma que Poe posa en este momento en el papel? Érase una vez un hombre que amaba a su gato, hasta el día en que empezó a odiarlo y le arrancó un ojo… Lo monstruoso está inmediatamente ahí, presente, inequívoco. Del conjunto de elementos que componen su obra —cuentos y poesía— la noción de anormal se desprende con violencia. A veces es un ideal angélico, una visión asexuada de mujeres luminosas y benéficas, pero otras esas mismas mujeres incitan a enterrar a un ser viviente o a profanar una tumba, y el halo angélico se convierte en halo de misterio, de enfermedad fatal, de revelación indecible. Otras veces es un destino de caníbales en un barco a la deriva, un globo que atraviesa el Atlántico en cinco días o llega a la luna al cabo de unas aventuras pasmosas. Pero nada, diurno o nocturno, feliz o desdichado, es normal en el sentido corriente de la palabra: el sentido en que entendemos las anomalías corrientes que nos rodean y nos dominan hasta el punto de que ya casi no las consideramos como tales. Lo anormal en Poe es siempre algo fuera de lo común. El hombre que se dispone a escribir es orgulloso, pero su orgullo nace de una debilidad esencial que se ha refugiado, como el molusco ermitaño, en un caparazón de violencia luciferina, de arrebato incontenible. El ermitaño Poe no abandona su caparazón de orgullo salvo frente a las personas a las que quiere, a los pocos seres bienamados. Sólo ellos —Mrs. Clemm, Virginia, algunas mujeres más, siempre mujeres— conocerán sus lágrimas, su necesidad de refugiarse en ellas, de que lo cuiden, de que lo mimen.

Ante el mundo y ante los hombres, Edgar Poe se alza, altivo, impone todo lo que puede su superioridad intelectual, su causticidad, su técnica de ataque y de respuesta. Y como su orgullo es el orgullo del débil y él lo sabe, los héroes de sus cuentos nocturnos serán o bien como es él, o bien como quisiera ser; serán orgullosos por debilidad como Roderich Usher, como el pobre diablo de El corazón delator, o bien serán orgullosos porque se sienten fuertes, como Metzengerstein o William Wilson.

Ese gran orgulloso es sin duda un débil, ¿pero quién ha calculado todo lo que la debilidad debe a la literatura? Poe resuelve esa debilidad en un orgullo que lo obliga a dar lo mejor de sí mismo en páginas sin relación con el mundo exterior, escritas en la soledad, divorciadas de una realidad tempranamente postulada como precaria, insuficiente, falsa. Por lo demás, ese orgullo asume el semblante tan característico del egotismo. Poe es uno de los egotistas más decididos de la literatura. Si en el fondo ignora siempre el diálogo, la presencia del que es el verdadero nacimiento del mundo, es porque no condescendía a hablar más que a sí mismo. Por eso no le importaba que los seres que amaba no lo comprendieran. La ternura de ellos, sus cuidados le bastaban. En cuanto a sus padres en el mundo literario, un Russell o un Hawthorne, le irritaba que no aceptaran por ceguera su superioridad intelectual. Su posición de crítico en las revistas le permite ser un «pequeño dios», árbitro menor de un mundo artístico también menor. Magro consuelo, pero que lo apacigua. Al final el egotismo desembocará en la locura. Le dirá tranquilamente al editor de Eureka que su libro es tan importante que la primera tirada tiene que ser de cincuenta mil ejemplares pues provocará en el mundo una revolución de incalculables consecuencias. A la luz de todo lo que precede, ciertos párrafos de su Marginalia adquieren un tono patéticamente personal: «Me divierto a veces imaginando cuál sería el destino de un individuo dueño (o más bien víctima) de una inteligencia superior a la de los de su raza. Naturalmente, tendría conciencia de su superioridad y no podría (si en lo demás era de constitución normal) dejar de manifestar esa conciencia. Se ganaría así enemigos en todas partes. Y como sus opiniones y sus especulaciones diferirían enormemente de las de toda la humanidad, es innecesario decir que lo tomarían por loco. ¡Qué horrible sería semejante condición! El infierno mismo es incapaz de inventar una tortura peor que la de ser acusado de debilidad anormal por ser anormalmente fuerte…».

La consecuencia inevitable de todo orgullo y de todo egotismo es la incapacidad de comprender lo humano, de tener en cuenta los caracteres, de medir la dimensión del otro. Por eso Poe no conseguirá nunca crear un solo personaje dotado de vida interior. La novela llamada psicológica lo hubiera desconcertado. ¿Cómo imaginarlo por ejemplo leyendo a Stendhal que publicaba en esa época La cartuja de Parma? Se ha señalado en varias oportunidades que sus héroes son maniquíes, seres movidos por una fatalidad exterior, como Arthur Gordon Pym, o interior, como el criminal de El gato negro. En el primer caso ceden a los vientos, a las mareas, a los azares de la naturaleza; en el otro se abandonan a la neurosis, a la manía, a lo anormal o al vicio, sin la menor sutileza, el menor matiz, la menor graduación. Cuando Poe nos presenta a un Pym, un Egneus, un Montresor, ya están entregados a su propia «perversidad» (palabra que Poe explicará en El demonio de la perversidad); si se trata de un Dupin, un Hans Pfaall, un Legrand, ni siquiera son seres humanos sino máquinas pensantes y actuantes, autómatas (como el Maelzel que Poe analizó de manera tan penetrante) en el interior de los cuales se introduce él mismo para tirar de los hilos del razonamiento, a semejanza del jugador de ajedrez encerrado en el autómata que pasmó a todos los públicos de su tiempo. En ese sentido es lógico considerar el mundo onírico como una de las fuentes de los cuentos de Poe. Las pesadillas componen seres como los de sus cuentos: basta verlos para sentir el horror, un horror que no se explica, que nace de su sola presencia, de la fatalidad a que la acción los condena o que guiará esa acción. Y el pasaje que vincula directamente el mundo del inconsciente con el escenario de los relatos de Poe sólo sirve para trasladar a los personajes y los acontecimientos del plano del sueño al plano verbal: Poe no se toma el trabajo de mirar a fondo esos personajes, de explorarlos, de descubrir sus resortes o de intentar una explicación de sus conductas. ¿Para qué? Por un lado son Poe mismo, sus criaturas más profundas y por ello cree conocerlos como cree conocerse, y además son personajes, es decir, los otros, seres que le son extranjeros y que encuentra, en el fondo, insignificantes.

Si consideramos otro ámbito de su imaginación, el de los cuentos satíricos y humorísticos, vemos enseguida que la situación es la misma. La sátira en Poe es siempre desprecio y basta leer Cómo escribir un artículo a la manera del Blackwood (sin olvidar la segunda parte), El timo, considerado como una de las ciencias exactas o El hombre de negocios o Los anteojos para entender el frío desdén que lo lleva a crear unos seres astutos que engañan a la masa desdeñable, o títeres lamentables que van de caída en caída en una serie de incontables torpezas. El humor, por su lado, prácticamente no existe y es probable que buena parte de la antipatía que sienten por Poe los lectores ingleses y norteamericanos provenga de su incapacidad para emplear un recurso que esos lectores consideran precisamente inseparable de toda buena literatura. Cuando Poe hace un sacrificio a lo que cree que es el humor, escribe El aliento perdido, Bon-bon, El ángel de lo singular y El rey Peste, es decir, deriva enseguida hacia lo macabro, que es su territorio, o hacia lo grotesco que considera desdeñosamente como el territorio de los otros.

El orgullo y el egotismo de ese débil lo llevan a dominar con sus solas armas, las de la inteligencia. En su época existía un medio fácil, más fácil que desarrollar a fondo las posibilidades del genio —el genio, que es una cuestión de perspectiva y Poe mismo no podía estar seguro de serlo—. Y ese medio es el saber, la erudición, la manifestación en cada página de crítica o de ficción, de una cultura extremadamente vasta, personal, teñida de misterio y de iniciación al esoterismo. Poe organiza tempranamente un sistema de notas, de fichas en las que anota frases, puntos de vista heterodoxos o pintorescos que saca de sus lecturas tan diversas como desordenadas. De niño y luego adolescente devora las revistas literarias inglesas, aprende un poco de francés, de latín y de griego, de italiano y de español, lenguas que junto con el hebreo y el alemán pretendía poseer. La lectura de Marginalia muestra la verdadera extensión de esa cultura, sus pantanos inmensos, sus asombrosos promontorios. Poe es, para su época, un norteamericano de cultura fuera de lo común, pero inferior a la que él cree tener. Cita de memoria, sin vacilar, frases erróneas, modifica el sentido de los textos, se repite. El lector encuentra sus citas predilectas aplicadas a temas diferentes en varios pasajes. Inventa autores, obras, opiniones como mejor le convienen. Le encanta emplear palabras francesas (las citas en latín son frecuentes en su época) y la emprende incluso con el hebreo y el alemán[1]. Cada muestra de cultura lo afirma en su facilidad natural para todo lo que le concierne, y no cabe duda alguna de que ha leído cantidad de obras de matemáticas, de física, de astronomía. Pero lo confunde todo o bien reduce el conjunto a vagas referencias, prefiriendo citar autores de segundo orden, más sugestivos y menos comprometedores. Tiene el don de recordar en el momento oportuno la frase que le ayudará a producir un efecto, a reforzar una atmósfera. Y en un cuento como La incomparable aventura de un tal Hans Pfaall, alineará todos sus recuerdos de una buena cantidad de manuales de su tiempo y construirá un relato científico del que es el primero en burlarse, pero que será origen —junto con otros cuentos suyos— de la obra de Jules Verne y de buena parte de la de Wells.

Este hombre, que se las da de erudito ante los ojos del mundo, este inventor altanero de máquinas literarias y poéticas destinadas a producir exactamente el efecto que afirmará haberse propuesto (engañar, aterrar, encantar, deslumbrar), este neurótico fundamentalmente inadaptado al mundo que le rodea y a las leyes generales de la realidad corriente, escribirá cuentos, poemas y ensayos que ni la erudición, ni el egotismo, ni la neurosis, ni la confianza en sí mismo explican. Todo intento puramente caracterológico de explicar la obra de Poe confundirá, como siempre, los fines y los medios, tomando por impulsos motores lo que son resonancias y convergencias. Dejemos que los psicoanalistas estudien el caso Poe y saquen unas conclusiones que confirman e iluminan los datos tan transparentes de su biografía. Lo que importa aquí es insistir en el hecho de que hay un Poe creador que precede a su neurosis declarada, un Poe adolescente que se quiere poeta, que se elige poeta, para emplear un vocabulario hoy familiar, un Poe que escribe sus primeros versos entre los nueve y los doce años y que, en plena adolescencia, romperá lanzas contra un horizonte dorado de mediocridad para seguir un camino que sabe solitario y que no puede ser sino triste y miserable. Y esa fuerza que estalla en él antes de que estallen las taras, esa fuerza de la que bebe antes de beber su primer vaso de ron, es libre, es tan libre como puede serlo una decisión humana cuando nace de un carácter —aunque sea un carácter que todavía no está plenamente construido—. Hemos escuchado demasiado hablar de Poe esclavo de sus pasiones (o de su falta de pasiones) para no señalar hoy, casi alegremente, la presencia inequívoca de la libertad del poeta en ese acto inicial que lo opone a su tutor, al mundo convencional y a las medidas de los seres racionales. Solamente más tarde lo anormal se deslizará por la puerta abierta. Con la misma libertad y una técnica literaria idéntica, Hawthorne escribirá relatos de hombre normal y Poe relatos de hombre anormal. Dejemos pues de atribuir la obra de Poe a sus taras, de verla como una sublimación o una satisfacción de sus anomalías. Lo que hay de anormal en el carácter de Poe se añade desde afuera a sus obras, e incluso ese elemento termina por convertirse en el centro de muchos relatos y poemas. Además habría que ponerse de acuerdo sobre la palabra centro, y el hecho de que un hombre le arranque un ojo a su gato (que es el principio mismo de un cuento de Poe) no significa que el sadismo baste para producir el cuento. La mayoría de los actos sádicos los conocemos por la información que nos dan los cronistas policiales. Parafraseando a Gide, «los malos sentimientos no bastan para hacer buena literatura».

Julio Cortázar, 1972