Capítulo 9
CHARMAIN y Peter miraron instintivamente la chimenea. Waif se apartó corriendo mientras ellos, uno tras otro, la golpeaban y gritaban: «¡Desayuno!». Pero parecía que el hechizo no sólo funcionaba por las mañanas.
—¡No me habría importado que me hubiese dado un simple arenque! —dijo Charmain observando tristemente ambas bandejas. Contenían sandwiches, miel y zumo de naranja. Nada más.
—Yo sé hacer huevos duros —afirmó Peter—. ¿Tú crees que Waif se comerá esta chuleta de cordero?
—Se come prácticamente cualquier cosa —dijo Charmain—. Es casi tan mala como… como nosotros. Pero no creo que se coma el nabo. Yo no lo haría.
Tuvieron una cena no del todo desagradable. Los huevos que Peter había hecho eran… bueno, sólidos. Para que Charmain dejase de pensar en ellos, Peter le preguntó por su día en la mansión real.
Charmain se lo contó, para que ambos dejasen de pensar que los huevos duros no combinaban bien con la miel. Peter estaba muy intrigado por el hecho de que el Rey parecía estar buscando oro, y más intrigado aún por la llegada de Morgan y Twinkle.
—¿Y un demonio de fuego? —dijo—. ¡Dos niños con poderes mágicos y un demonio de fuego! Apuesto a que la princesa va a estar ocupada. ¿Cuánto van a quedarse?
—No lo sé. Nadie lo mencionó —contestó Charmain.
—Entonces me apuesto dos tés de las cinco y un café de la mañana a que la princesa los manda de vuelta antes del fin de semana —aseveró Peter—. ¿Has acabado de comer? Quiero que mires la maleta de tu tío abuelo.
—¡Pero yo quiero leer un libro! —protestó Charmain.
—No, no quieres —dijo Peter—. Eso puedes hacerlo en cualquier momento. La maleta está llena de cosas que tienes que saber. Te lo enseñaré.
Apartó las bandejas del desayuno y arrastró la maleta frente a ella. Charmain suspiró y se puso las gafas.
La maleta estaba llena de papeles hasta el borde. Encima de todo había una nota del tío abuelo William con una caligrafía muy bonita, aunque temblorosa. «Para Charmain —decía—, es la llave de la casa». Bajo la nota había una gran hoja de papel con una maraña de líneas dibujadas. Sobre las líneas había dibujados a intervalos recuadros con comentarios, y todas las líneas acababan en una fecha al extremo de la hoja con la palabra «Inexplorado» escrita al lado.
—Esto es la leyenda —le informó Peter a Charmain mientras cogía el papel—. El resto de cosas de la maleta es el mapa propiamente dicho. Se despliega. Mira.
Cogió el siguiente papel y tiró de él, y salió con la siguiente hoja enganchada, y luego la otra, dobladas en zigzag para caber en la maleta. Sobre la mesa, formaba un enorme acordeón. Charmain lo miró ceñuda. En cada trozo había habitaciones y pasillos cuidadosamente dibujados con notas pulcramente escritas al lado de cada cosa. Las notas decían cosas como «Gira a la izquierda dos veces» y «Dos pastos a la derecha y uno a la izquierda». Las habitaciones tenían comentarios sobre ellas, algunos sencillos, como «Cocina», y otros elocuentes, como el que decía: «Mi tienda de objetos mágicos me repone constantemente el almacén gracias a un hechizo de reposición del que me siento bastante orgulloso. Por favor, ten en cuenta que los ingredientes de la pared de la izquierda son sumamente peligrosos y que tienen que manejarse con mucho cuidado». Y algunas de las páginas parecían llenas de pasillos entrecruzados con notas de «A la sección inexplorada del norte», «A los kobolds», «A la cisterna principal» o «Al salón de baile: dudo que lo usemos».
—Había hecho bien en no abrir la maleta —comentó Charmain—. Es el mapa más confuso que he visto jamás. ¡No puede ser que todo esto esté en la casa!
—Así es. ¡Es enorme! —dijo Peter—. Y si te fijas, verás que el modo en que está doblado el mapa da una pista sobre cómo llegar a las diferentes partes. Mira, aquí está el salón, en la página superior; pero, si vas a la página siguiente, no llegas a su estudio o a las habitaciones porque estas quedan dobladas detrás, ¿ves? En cambio, llegas a la cocina que está doblada del mismo modo…
La cabeza de Charmain empezó a dar vueltas y dejó de escuchar las entusiastas explicaciones de Peter. En cambio, miró la maraña de líneas del papel que tenía en la mano. Casi parecía más fácil. Al menos veía la «Cocina» en medio, las «Habitaciones», la «Piscina» y el «Estudio». ¿Piscina? No podía ser, ¿en serio? Una curva interesante salía hacia la derecha por debajo de los recuadros hacia un barullo con un recuadro que decía «Sala de reuniones». De ella salía una flecha: «A la mansión real».
—… hacia un prado en la montaña donde dice «Establos», pero aún no veo cómo llegar allí desde este taller —explicaba Peter abriendo otro pliegue del mapa—. Y aquí está la «Tienda de comida». Dice: «Funciona el Hechizo de Equilibrio». Me pregunto cómo se quita. Pero lo que a mí me interesa son los sitios como este, donde dice «Almacén. ¿Sólo hay trastos? Tengo que investigarlo». ¿Crees que fue él quien creó todo este espacio plegado? ¿O se lo encontró aquí cuando se mudó?
—Se lo encontró —dijo Charmain—. Por las flechas que dicen «Inexplorado» se entiende que él aún no sabe qué hay allí.
—Puede que tengas razón —asintió Peter muy serio—. En realidad, él sólo usa la zona central, ¿verdad? Podemos hacerle un favor y explorar algo más.
—Puedes hacerlo tú si quieres —dijo Charmain—. Yo voy a leer mi libro.
Dobló el papel con la maraña de líneas y se lo guardó en el bolsillo. Le ahorraría la caminata por la mañana.
* * *
La mañana siguiente, la ropa buena de Charmain seguía empapada. Tuvo que dejarla colgando maltrecha en la habitación y ponerse su siguiente mejor modelo mientras se preguntaba si podría dejar a Waif con Peter. «Mejor no. Imagínate que Peter prueba otro hechizo y obliga a Waif a volverse del revés como un calcetín o algo así».
Por supuesto, Waif entró trotando alegremente en la cocina tras Charmain. Ella golpeó la chimenea para la comida del perro y después, con cierta desconfianza, para su desayuno. Podría ser que ella y Peter hubiesen deshecho el hechizo al pedir un desayuno el día anterior por la noche.
Pero no. Obtuvo una bandeja con café y té a elegir, tostadas, una fuente llena de algo hecho con arroz y pescado y, para acabar, un melocotón. «Creo que el hechizo se está disculpando». No le gustó mucho lo del pescado y le dio la mayoría a Waif, a quien le gustó, al igual que el resto de la comida, y aún olía a pescado cuando salió tras Charmain mientras esta desplegaba el papel, preparada para ir a la mansión real.
Charmain no se aclaraba con las líneas. Se dio cuenta de que el croquis de la maleta la había confundido aún más. Dobló el papel en acordeón intentando reproducir el de la maleta, pero eso no ayudó. Después de girar a izquierda y derecha, se vio caminando por un lugar grande y bien iluminado por ventanas que daban al río. Había una preciosa vista de la ciudad más allá de este, pero, para su frustración, vio el tejado dorado de la mansión real brillando al sol.
—¡Pero estoy intentando ir allí, no quedarme aquí! —dijo mirando a su alrededor.
Bajo las ventanas, había largas mesas de madera llenas de herramientas extrañas y otras amontonadas en el centro de la habitación. Las demás paredes estaban llenas de estanterías repletas de jarras, recipientes de hojalata y cristalería antigua. Charmain percibió el olor a madera nueva sobre el que destacaba el mismo olor a tormenta de especies del estudio del tío abuelo William. «El olor de la magia en ejecución —pensó—, este debe de ser su taller». A juzgar por cómo correteaba de un lado a otro, Waif conocía bien el sitio.
—Vamos, Waif —dijo Charmain, y se detuvo a mirar un papel encima de las extrañas herramientas del centro de la habitación. Decía: «Por favor, no tocar»—. Volvamos a la cocina y empecemos de nuevo.
No funcionaba así. Un giro a la izquierda desde la puerta del taller las llevó a un lugar abierto muy, muy cálido, con una pequeña piscina azul rodeada de piedras blancas. El lugar estaba cercado por jardineras de piedra blanca en las que crecían rosas. Al lado de las rosas también había tumbonas blancas llenas de grandes toallas esponjosas. «Preparadas para después de nadar», supuso Charmain. Pero a la pobre Waif le horrorizaba aquel lugar. Se acurrucó tras la puerta de entrada, aullando y temblando.
Charmain la cogió en brazos.
—¿Alguien ha intentado ahogarte? ¿Fuiste un cachorro que nadie quería? No pasa nada. Yo tampoco voy a acercarme al agua. No tengo ni idea de nadar.
Al girar a la izquierda en la puerta, le vino a la cabeza que nadar era sólo una de las muchas cosas que no tenía ni idea de cómo hacer. Peter había tenido razón al quejarse de su ignorancia.
—No es que sea perezosa —le explicó a Waif al llegar a lo que parecían los establos— o tonta. Es sólo que no me he molestado en ir más allá de los límites de cómo hace las cosas madre, ya sabes.
Los establos olían bastante mal. Charmain se sintió aliviada cuando vio que los caballos que vivían allí estaban en el prado de más arriba, tras una valla. Los caballos eran otra de las cosas sobre las que no tenía ni idea. Al menos, Waif no parecía asustada.
Charmain suspiró, dejó a Waif en el suelo, buscó sus gafas y volvió a mirar la confusa maraña de líneas. Los «Establos» estaban allí, en algún punto de las montañas. Tenía que girar dos veces a la derecha desde allí para volver a la cocina. Giró dos veces a la derecha con Waif correteando detrás y se encontró casi a oscuras en lo que parecía ser una gran cueva llena de kobolds. Todos se volvieron y miraron indignados a Charmain. Ella se apresuró a volver a girar a la derecha. Y entonces se encontró en una tienda de tazas, platos y teteras. Waif lloriqueó. Charmain se quedó mirando los cientos de teteras de todos los colores, formas y tamaños alineadas en los estantes y le entró el pánico. Se estaba haciendo tarde. Peor aún: cuando volvió a ponerse las gafas y consultó el mapa, vio que estaba cerca de la esquina inferior izquierda de la maraña donde una flecha que señalaba al borde tenía una nota que decía: «Un grupo de lubbockins vive por aquí. Ir con cuidado».
—Oh —exclamó Charmain—. ¡Esto es ridículo! Vamos, Waif.
Abrió la puerta por la que acababan de entrar y volvió a girar a la derecha.
Esta vez se encontraron completamente a oscuras. Charmain notó que Waif le olisqueaba ansiosamente los tobillos. Ambas olieron, y Charmain dijo:
—¡Ah!
Aquel lugar tenía el mismo olor a piedra húmeda que recordaba del día que había llegado a la casa.
—Tío abuelo William —dijo—, ¿cómo vuelvo a la cocina?
Para su gran alivio, la amable voz respondió. Sonaba muy débil y lejana:
—Si estás aquí, estás bastante perdida, querida, así que escucha con atención. Da una vuelta entera en el sentido de las agujas del reloj…
Charmain no necesitaba oír nada más. En lugar de dar una vuelta entera, dio media vuelta cuidadosamente y después fue hacia delante, con toda seguridad; había un pasillo tenuemente iluminado que se cruzaba con el que estaba ella. Caminó agradecida a grandes zancadas con Waif trotando tras ella y giró por el pasillo. Supo que estaba en la mansión real. Era el mismo pasillo por el que había visto a Sim empujar el carrito el primer día que había estado en casa del tío abuelo William. No sólo olía como debía, un cierto olor a comida sobre el aroma a piedra húmeda, sino que las paredes tenían el aspecto típico de las de la mansión real, con recuadros pálidos y alargados allí donde se habían descolgado cuadros. El único problema era que no sabía en qué zona de la mansión estaba. Waif no era de ayuda. Se había limitado a engancharse a los tobillos de Charmain y temblar.
Charmain cogió a Waif en brazos y caminó por el pasillo esperando encontrarse con alguien conocido. Giró dos esquinas sin ningún resultado y después casi choca con el hombre gris que había ofrecido las pastas el día anterior. Él dio un salto, profundamente sorprendido.
—¡Oh, cielos! —dijo escudriñando a Charmain en la penumbra—. No tenía ni idea de que ya hubiera llegado, señorita… Charming, ¿verdad? ¿Se ha perdido? ¿Puedo ayudarla?
—Sí, por favor —pidió Charmain con rapidez—. Yo iba a… esto… bueno, ya sabe, donde las damas, y después debo de haberme equivocado al girar. ¿Puede indicarme el camino a la biblioteca?
—Puedo hacer algo mejor —dijo el hombre gris—. Puedo acompañarla. Sígame.
Dio media vuelta para desandar el camino por otro pasillo en penumbra y atravesó un recibidor grande y frío de donde arrancaba un tramo de escaleras hacia arriba. La cola de Waif empezó a agitarse levemente como si reconociese la zona. Pero su cola dejó de moverse cuando estaban pasando por delante de las escaleras. Se oyó la voz de Morgan retumbando desde lo alto de la escalera:
—¡No quiedo, no quiedo, no quiedo!
Y luego la voz aguda de Twinkle:
—¡No quiero llevar eztoz! ¡Quiero loz de rayaz!
El eco de Sophie Pendragon también llegó abajo:
—¡Callaos los dos! O haré algo terrible, ¡os lo advierto! ¡Se me está acabando la paciencia!
El hombre gris hizo una mueca y le dijo a Charmain:
—Los niños alegran mucho la casa, ¿verdad?
Charmain lo miró con intención de asentir y forzar una sonrisa. Pero algo la hizo estremecer. No estaba segura del porqué. Lo único que consiguió fue asentir un poco antes de seguir al hombre por una puerta, pasada la cual la voz de Morgan retumbando y los gritos de Twinkle desaparecieron en la distancia.
Superada la siguiente esquina, el hombre gris abrió una puerta que Charmain reconoció como la de la biblioteca.
—Parece que la señorita Charming ha llegado, Majestad —dijo inclinándose.
—Oh, bien —dijo el Rey levantando la vista de una pila de finos libros de cuero—. Entra y siéntate, querida. Anoche encontré un montón de papeles para ti. No tenía ni idea de que hubiese tantos.
Charmain se sintió como si no se hubiese ido. Waif se acomodó panza arriba al calor del brasero. Charmain también se acomodó frente a una inestable pila de papeles de distintos tamaños, encontró papel y pluma y empezó. Era muy agradable.
Después de un rato, el Rey dijo:
—Un ancestro mío, quien escribió estos diarios, se creía poeta. ¿Qué opinas de este? Por supuesto, es para su mujer.
«Bailas con la gracia de una cabra, amor, y cantas con la suavidad de una vaca en las montañas».
—¿Tú dirías que es romántico, querida?
Charmain se echó a reír.
—Es horrible. Espero que se lo tirase a la cabeza. Eh… Su Majestad, ¿quién es el hombre g… eh, el caballero que me ha acompañado hace un momento?
—¿Te refieres a mi mayordomo? —dijo el Rey—. ¿Sabes?, lleva años y años con nosotros y soy incapaz de recordar el nombre del pobrecillo. Tendrás que preguntárselo a la princesa, querida. Ella se acuerda de estas cosas.
«Vale —pensó Charmain—. Entonces me limitaré a pensar en él como el hombre gris».
El día pasó tranquilo. Charmain pensó que era un buen cambio después del agitado inicio. Clasificó y tomó notas de facturas de doscientos años, de cien años y de unos míseros cuarenta años. Para su extrañeza, las cantidades de las facturas antiguas eran mucho mayores que las de las más nuevas. Parecía como si cada vez se gastase menos en la mansión real. Charmain también ordenó cartas de hacía cuatrocientos años y otras más recientes de embajadores de Strangia, Ingary e, incluso, de Rajpuht. Algunos embajadores enviaban poemas. Charmain le leyó los peores al Rey En la parte de abajo de la pila, encontró recibos. Papeles que decían cosas como «En pago al retrato de la dama, atribuido a un gran maestro, 200 guineas» empezaron a ser más y más frecuentes, todos de los últimos sesenta años. A Charmain le pareció que la mansión real había estado vendiendo sus cuadros por todo el reino. Decidió no preguntarle al Rey sobre ello.
Llegó la comida, más platos especiados de Jamal. Cuando los trajo Sim, Waif se levantó de un salto agitando la cola, se quedó quieta, puso cara de disgusto y salió corriendo de la biblioteca. Charmain no tenía ni idea de si lo que quería Waif era ver al perro del cocinero o su comida. Seguramente, la comida.
Mientras Sim dejaba la fuente sobre la mesa, el Rey preguntó alegremente:
—¿Cómo van las cosas ahí fuera, Sim?
—Un poco ruidosas, Majestad —contestó Sim—. Acabamos de recibir nuestro sexto caballo balancín. El señor Morgan parece ansioso por tener un mono vivo, el cual, me alegra informarle, le ha prohibido la señora Pendragon. Eso ha tenido como consecuencia más ruido. El señor Twinkle parece convencido de que alguien se niega a que se ponga un par de pantalones de rayas. Ha estado hablando muy fuerte de ello durante toda la mañana, alteza. Y el demonio de fuego ha decidido que su lugar para calentarse sea el hogar del salón delantero, y allí se ha instalado. ¿Tomará el té con nosotros en el salón delantero hoy, Majestad?
—Creo que no —dijo el Rey—. No tengo nada en contra del demonio de fuego, pero ya está todo bastante lleno con tanto caballo balancín. Sé bueno y tráenos unas pastas aquí a la biblioteca, si eres tan amable, Sim.
—Por supuesto, Majestad —dijo Sim mientras salía tambaleándose de la habitación.
Cuando se cerró la puerta, el Rey le dijo a Charmain:
—En realidad, no es por los caballos balancín. Y me gusta bastante el ruido. Pero todo eso me hace pensar en lo mucho que me hubiera gustado ser abuelo. Una lástima.
—Esto… —titubeó Charmain—, la gente del pueblo siempre dice que la princesa Hilda tuvo un desengaño amoroso. ¿Es por eso por lo que no se casó?
El Rey parecía sorprendido.
—No, que yo sepa —dijo—. Tuvo a príncipes y duques haciendo cola para casarse con ella cuando era más joven. Pero no es de las que se casan. Nunca le atrajo la idea, eso es lo que me dijo. Prefiere su vida aquí, ayudándome. Aunque es una lástima. Mi heredero tendrá que ser el príncipe Ludovic, el hijo tonto de una prima mía. Pronto le conocerás, si conseguimos apartar unos cuantos caballos balancín, o quizá mi hija use el gran salón. Pero la auténtica lástima es que no haya más jóvenes por la casa últimamente. Lo echo de menos.
El Rey no parecía muy infeliz. Parecía más realista que lastimero, pero de repente Charmain se sorprendió de lo triste que era la mansión real. Grande, vacía y triste.
—Le entiendo, Majestad —dijo ella.
El Rey forzó una sonrisa y dio un bocado a una de las especialidades de Jamal.
—Lo sé —afirmó—. Eres una jovencita muy inteligente. Llegado el momento, no dejarás en mal lugar a tu tío abuelo William.
Charmain parpadeó un poco ante aquella descripción, pero antes de que los halagos pudiesen incomodarla demasiado, comprendió lo que había insinuado el Rey. «Puede que sea inteligente —pensó con tristeza—, pero no soy nada amable ni simpática. Creo que puede que tenga un corazón de piedra. Mira cómo trato a Peter».
Reflexionó sobre aquello el resto de la tarde. El resultado fue que, cuando llegó el momento de parar hasta el día siguiente y Sim reapareció con Waif corriendo a su alrededor, Charmain se levantó y dijo:
—Gracias por ser tan bueno conmigo, Majestad.
El Rey pareció sorprendido y le dijo que no le diese vueltas. «Pero lo haré —pensó Charmain—, su generosidad debería ser una lección para mí». Mientras seguía el lento caminar de Sim con Waif, que parecía muy gorda y somnolienta y se arrastraba con dificultad entre ambos, Charmain decidió ser amable con Peter cuando volviese a casa del tío abuelo William.
Sim había casi alcanzado la puerta principal cuando Twinkle pasó corriendo haciendo girar un aro con energía. Iba seguido con rapidez por Morgan, que llevaba los brazos estirados y gruñía:
—¡Ado, ado, ado!
Sim se desequilibró. Charmain intentó agarrarse a la pared mientras Twinkle pasaba corriendo. Hubo un momento en que le pareció que Twinkle le dedicaba una extraña mirada escrutadora al pasar, pero un aullido de Waif hizo que se lanzara en su rescate y no volvió a pensar en ello. Waif había caído boca abajo y estaba muy molesta por ello. Charmain la recogió y casi choca con Sophie Pendragon, que perseguía a Morgan.
—¿Por dónde? —dijo Sophie casi sin aire.
Charmain señaló el camino. Sophie se arremangó la falda y echó a correr, murmurando algo sobre tripas y serpientes mientras corría.
La princesa Hilda apareció en la distancia y se paró para devolver el equilibrio a Sim.
—De verdad que lo siento, señorita Charming —le dijo a Charmain cuando esta la alcanzó—. Ese niño es como una anguila, bueno, de hecho, ambos. Voy a tener que tomar medidas o la pobre Sophie no va a tener tiempo de atender nuestros problemas. ¿Estás bien, Sim?
—Perfectamente, señora —dijo Sim. Se inclinó ante Charmain y la dejó salir por la puerta principal al brillante sol de la tarde como si nada hubiese pasado.
«Si algún día me caso —pensó Charmain atravesando la plaza Real con Waif en brazos—, no tendré hijos. Me convertirían en una persona cruel y dura de corazón en una semana. Quizá debería hacer como la princesa Hilda y no casarme nunca. Así, al menos tendría la oportunidad de aprender a ser amable. En cualquier caso, practicaré con Peter, que ya es un trabajo duro».
Estaba completamente decidida a ser amable cuando llegó a la casa del tío abuelo William. Ayudó el hecho de que, al pasar entre las plantas de hortensias, no estuviese Rollo. Ser amable con Rollo era algo que Charmain estaba segura de que sería incapaz de hacer.
«Es humanamente imposible», se dijo a sí misma mientras dejaba a Waif sobre la alfombra del salón. Se sorprendió porque la habitación parecía inusualmente limpia y ordenada. Todo estaba en su sitio, desde la maleta, pulcramente apoyada en la parte trasera de uno de los sillones, al jarrón de las hortensias multicolor sobre la mesa del café. Era, sin duda, el que había desaparecido al dejarlo sobre el carrito. «Quizá Peter ha pedido el café de la mañana y han vuelto —pensó sin prestar mucha atención porque recordó de repente que había dejado ropa húmeda por toda su habitación y las sábanas caídas en el suelo—. ¡Vaya! Tengo que ordenarlo».
Se paró en la puerta de su habitación. Alguien había hecho la cama. Su ropa, ya seca, había sido doblada cuidadosamente sobre la cómoda. Fue demasiado. Sintiéndose de todo menos amable, Charmain irrumpió en la cocina.
Peter estaba sentado a la mesa de la cocina con tanta pinta de bueno que Charmain supo que había hecho algo. Tras él, sobre el fuego, una gran olla negra borboteaba dejando escapar extraños, sabrosos y débiles olores.
—¿Qué pretendías ordenándome la habitación? —preguntó Charmain.
Peter pareció herido, aunque Charmain sabía que estaba lleno de secretos y pensamientos emocionantes.
—He pensado que te gustaría —musitó él.
—Bueno, ¡pues no! —dijo Charmain. Se sorprendió a sí misma al notar que estaba a punto de ponerse a llorar—. Estaba empezando a aprender que, si dejo algo tirado en el suelo, ahí se queda a no ser que lo recoja y que, si desordeno las cosas, tengo que ordenarlas porque no lo hacen solas, ¡y entonces llegas tú y lo haces por mí! ¡Eres tan malo como mi madre!
—Algo tenía que hacer mientras estaba aquí solo todo el día —protestó Peter—. ¿O acaso esperabas que me quedase aquí sentado?
—¡Puedes hacer lo que quieras! —gritó Charmain—. Bailar, hacer el pino, hacerle muecas a Rollo. ¡Pero no arruines mi aprendizaje!
—Aprende lo que quieras —replicó Peter—. Aún te queda mucho. No volveré a tocar tu habitación. ¿Quieres saber algunas de las cosas que he aprendido hoy o estás demasiado centrada en ti misma?
Charmain tragó saliva.
—Quería ser amable contigo esta noche, pero me lo pones muy difícil.
—Mi madre dice que son las dificultades las que te ayudan a aprender —dijo Peter—. Deberías estar agradecida. Te diré una cosa que he aprendido hoy, y es cómo conseguir suficiente cena.
Señaló con el pulgar la olla borboteante. Su otro pulgar estaba decorado con un lazo rojo y otro de sus dedos con uno azul.
«Ha intentado ir en tres direcciones al mismo tiempo», pensó Charmain. Esforzándose mucho por parecer amigable, dijo:
—Entonces, ¿cómo se consigue suficiente cena?
—He golpeado la puerta de la despensa —explicó Peter— hasta que han aterrizado en la mesa suficientes cosas. Después las he puesto a hervir en la olla.
Charmain miró la olla.
—¿Qué cosas?
—Hígado y beicon —dijo Peter—. Col, más nabos y un trozo de conejo. Cebollas, otras dos chuletas y un puerro. En realidad, ha sido fácil.
«¡Puaj!», pensó Charmain. Para no decir algo muy desagradable, dio media vuelta hacia el salón.
Peter gritó tras ella:
—¿No quieres saber cómo he recuperado el jarrón?
—Te has sentado en el carrito —dijo Charmain fríamente, y volvió a la lectura de La varita de doce puntas.
Pero no fue una buena idea. No dejaba de levantar la vista para mirar el jarrón de hortensias y, después, el carrito y preguntarse si realmente Peter se habría sentado allí y había desaparecido con el té de las cinco. Y después se preguntaba cómo había vuelto. Y cada vez que miraba, era más consciente de que su decisión de ser más amable con Peter se había quedado en nada. Se aguantó durante casi una hora y después volvió a la cocina.
—Lo siento —dijo—. ¿Cómo has recuperado las flores?
Peter estaba inspeccionando el contenido de la olla con una cuchara.
—Creo que aún no está —murmuró—. La cuchara choca con cosas.
—Oh, vamos —suspiró Charmain—. Estoy siendo educada.
—Te lo contaré mientras cenamos —prometió Peter.
Cumplió con su palabra a conciencia. No dijo casi nada durante una hora, hasta que el contenido de la olla estuvo dividido en dos cuencos. Dividir la comida no fue fácil, porque Peter no se había molestado en pelar ni trocear nada antes de meterlo en la olla. Tuvieron que partir la col en dos con unas cucharas. Peter tampoco se había acordado de que el estofado necesita sal. Todo, cosas blancas, el beicon blando, el trozo de conejo, los nabos enteros y la cebolla fofa, flotaba en una salsa clarita y aguada. Para decirlo de una forma suave: la comida era horrible. Intentando al máximo ser amable, Charmain no lo dijo.
Lo único bueno era que a Waif le gustaba. Es decir, se bebió la salsa aguada y se comió con cuidado la carne entre la col. Charmain hizo más o menos lo mismo e intentó no hacer ascos. Estaba contenta de poder pensar en otra cosa escuchando lo que Peter tenía que decir.
—Sabes —empezó, en opinión de Charmain, pomposamente. Pero se dio cuenta de que lo tenía todo en la cabeza como una historia y que lo iba a contar tal y como lo había pensado—, ¿sabes que cuando las cosas desaparecen del carrito se van al pasado?
—Bueno, supongo que el pasado es un buen cubo de la basura —dijo Charmain—. Siempre y cuando te asegures de que de verdad se van al pasado y de que las cosas no regresarán todas mohosas.
—¿Quieres oír la historia o no? —preguntó Peter.
«Sé amable» se dijo Charmain. Comió otro trozo de col asquerosa y asintió.
—¿Y sabes que hay partes de esta casa que están en el pasado? —siguió Peter—. No me senté en el carrito. Me fui a explorar con una lista de los sitios en los que tenía que girar y, en realidad, lo encontré por accidente. Debo de haberme equivocado al girar una o dos veces —«No me sorprende», pensó Charmain—. Da igual —dijo Peter—. He llegado a un sitio donde había cientos de mujeres kobold fregando teteras y poniendo comida en bandejas de desayuno y té y demás. Me he puesto un poco nervioso al verlas, por cómo las molestaste con el tema de las hortensias, pero he intentado parecer agradable al pasar y he saludado con la cabeza y sonreído y tal. Y me ha sorprendido que todas me han devuelto el gesto, me han sonreído y me han dicho «buenos días» de forma totalmente amigable. Así que he ido saludando y sonriendo y avanzando hasta que he llegado a una habitación que no había visto. Al abrir la puerta, lo primero que me he encontrado ha sido el jarrón encima de una mesa muy, muy larga. Lo siguiente ha sido al mago Norland sentado a la mesa.
—¡No me digas! —dijo Charmain.
—A mí también me ha sorprendido —admitió Peter—. La verdad es que me he quedado ahí de pie mirándolo. Tenía bastante buen aspecto, ya sabes, estaba fuerte y tenía buen color, y tenía mucho más pelo del que yo recordaba, y estaba muy ocupado trabajando en el esquema de la maleta. Lo tenía todo extendido sobre la mesa y sólo tenía acabada una cuarta parte. Supongo que fue eso lo que me dio la pista. Da igual, el caso es que ha levantado la vista y ha dicho, muy educadamente: «¿Te importaría cerrar la puerta? Hay corriente». Entonces, antes de que pudiese decir nada, ha vuelto a levantar la vista y ha preguntado: «¿Quién demonios eres?». Y yo he dicho: «Soy Peter Regis». Él ha fruncido el ceño y ha dicho «¿Regis, Regis? ¿Tienes algún tipo de relación con la bruja de Montalbino, tal vez?». «Es mi madre», he dicho yo. Y él ha contestado: «Creo que no tiene hijos». «Sólo me tiene a mí —he dicho—. Mi padre murió en la gran avalancha de Transmontain justo después de que yo naciera». Él ha fruncido aún más el ceño y ha dicho: «Pero esa avalancha fue el mes pasado, jovencito. Dicen que la provocó un lubbock, y la verdad es que ha matado a mucha gente. O ¿es que estamos hablando de la avalancha de hace cuarenta años?», y me ha mirado con severidad y con aspecto de no creerme. Me he preguntado cómo podría convencerlo de lo que ha pasado y le he dicho: «Le prometo que es cierto. Una parte de la casa tiene que haberse ido atrás en el tiempo. Es donde desaparece el té de las cinco. Y esto lo demuestra: nosotros dejamos ese jarrón en el carrito el otro día y ha llegado hasta aquí». Él ha mirado el jarrón, pero no ha dicho nada. Yo he dicho: «He venido porque mi madre acordó con usted que yo sería su aprendiz». Él ha dicho: «¿En serio? Pues seguramente quería complacerla mucho. No me parece que tengas ningún talento especial». «Puedo hacer magia —he dicho—, pero mi madre puede conseguir lo que quiera cuando quiera». Él ha dicho: «Cierto. Tiene una gran voluntad. ¿Qué he dicho cuando has aparecido?». «Nada —he dicho—, porque no estaba. Una chica llamada Charmain Baker estaba cuidando de su casa, o eso se suponía, porque se fue a trabajar para el Rey y conoció a un demonio de fuego…». Aquí me ha interrumpido con aspecto aturdido: «¿Un demonio de fuego? Jovencito, son seres muy peligrosos. ¿Me estás diciendo que la Bruja del Páramo estará pronto en Norland?». «No, no —he dicho—, uno de los magos reales de Ingary acabó con la Bruja del Páramo hace casi tres años. Este tiene que ver con el Rey, me ha dicho Charmain. Supongo que para usted ella acaba de nacer, pero me ha contado que usted está enfermo y que los elfos se lo han llevado para curarle y que tía Sempronia se ha encargado de que Charmain cuide de la casa mientras usted está fuera». Ha parecido molestarse por esto. Se ha reclinado en la silla y ha parpadeado un poco. «Tengo una sobrina nieta encantadora llamada Sempronia —ha dicho con lentitud y pensativo—. Podría ser. Sempronia se ha casado y se ha emparentado con una familia muy respetable, creo…». «Sí que lo son —he dicho—; debería usted ver a la madre de Charmain. Es tan respetable que no le permite hacer nada a su hija».
«Muchas gracias, Peter —pensó Charmain—. Ahora creerá que soy un desperdicio de espacio».
—Pero no parecía muy interesado —siguió Peter—. Ha querido saber qué le ha hecho enfermar y no he sabido decírselo. ¿Tú lo sabes? —le preguntó a Charmain. Ella negó con la cabeza. Peter se encogió de hombros y dijo—: Entonces ha suspirado y ha dicho que suponía que no importaba porque parecía que había sido inevitable. Pero, después de eso, ha dicho con tristeza y confundido: «¡Pero yo no conozco a ningún elfo!». Yo le he dicho: «Charmain dice que ha sido el Rey quien los ha enviado». «Oh —ha dicho él mucho más contento—, claro que sí. La familia real tiene sangre élfica, muchos de ellos se han casado con elfos y los elfos mantienen el contacto, creo —entonces me ha mirado y ha dicho—: Esta historia empieza a encajar». Yo le he dicho: «Tiene que hacerlo. Es todo verdad. Lo que no entiendo es qué ha hecho usted para enojar tanto a los kobolds». «Nada, te lo aseguro —ha dicho—. Hacen muchos trabajos para mí. Nunca se me ocurriría hacer enfadar a un kobold, al igual que no haría enfadar a mi amigo el Rey». Parecía tan molesto que he pensado que era mejor cambiar de tema. He dicho: «¿Puedo preguntarle por esta casa? ¿La construyó o se la encontró?». «La encontré —ha dicho— o, al menos, la compré cuando era muy joven, un mago principiante, porque me pareció pequeña y barata. Después descubrí que era un laberinto lleno de pasillos. Fue un descubrimiento magnífico, debo decir. Parece ser que había pertenecido al mago Mélicot, el mismo hombre que hizo que el tejado de la mansión real pareciese de oro. Siempre he tenido la esperanza de que en algún punto de esta casa estuviese escondido el oro de verdad que estaba en el tesoro real en aquella época. Ya sabes». Y, como comprenderás, esa frase me ha hecho aguzar el oído —dijo Peter—. Pero no he podido preguntar más porque él, mirando el jarrón de la mesa, ha dicho: «Así que esas flores son realmente del futuro, ¿verdad? ¿Te importa decirme de qué tipo son?». A mí me ha sorprendido mucho que no lo supiera. Le he dicho que eran hortensias de su jardín. «Son las de color que han cortado los kobolds», he dicho. Y él las ha mirado y ha murmurado que eran magníficas, especialmente por sus distintos colores. «Tendré que empezar a cultivarlas —ha dicho—, son más coloridas que las rosas». «También las puede tener azules —he dicho—; mi madre usa un hechizo de polvo de cobre con las nuestras». Y mientras murmuraba sobre ello, le he preguntado si podía llevármelas de vuelta para poder demostrar que le había visto. «Claro, claro —ha dicho—, aquí molestan bastante. Y dile a la jovencita que ha conocido al demonio de fuego que espero haber acabado mi esquema para cuando ella haya crecido lo suficiente para necesitarlo». De modo —concluyó Peter— que he cogido las flores y he vuelto. ¿No es genial?
—Mucho —dijo Charmain—. Él no habría cultivado hortensias si los kobolds no las hubieran cortado y yo no las hubiese recogido y tú no te hubieses perdido… la cabeza me da vueltas.
Apartó su cuenco de col y nabo. «Tengo que ser amable con él. Tengo que serlo, ¡tengo que serlo!».
—Peter, ¿qué te parece si mañana voy a ver a mi padre cuando vuelva y le pido un libro de cocina? Debe de tener cientos. Es el mejor cocinero de la ciudad.
Peter pareció visiblemente aliviado.
—Buena idea —dijo—. Mi madre nunca me ha enseñado mucho de cocina. Siempre lo hace ella.
«Y no debo quejarme de la opinión que le ha dado de mí al tío abuelo William —se prometió Charmain—. Debo ser amable. Pero como vuelva a hacerlo…».