—Preguntadle.

Entonces se generó una discusión prolongada. Por lo visto, Andrej había comprendido adonde quería ir a parar Cyprian. El centinela que se cubría el rostro con un trapo aprovechó la ocasión para retroceder unos pasos; el viejo lobo de mar volvió

a ajustarse la prótesis. El comandante apretó las mandíbulas y volvió a contemplar a Cyprian, que le lanzó una sonrisa.

—Ése es el escudo del obispo de Wiener Neustadt —dijo, señalando el escudo-—. Esta mañana salimos de Tschaslau. Venimos directamente del oeste. Sea lo que sea que está ocurriendo al sudeste de vuestra ciudad, no hemos estado allí. No suponemos ningún peligro.

— 340 —

—Por algún motivo ya no tengo tantas ganas de ir a Chru-dim—dijo Andrej.

—Si la lepra ya hubiera llegado a la ciudad, no habrían tomado semejantes medidas de protección. Estoy convencido de que la ciudad es un lugar seguro.

—Temo por Jarka—dijo Andrej sencillamente.

—Lo comprendo —dijo Cyprian; ambos intercambiaron una mirada y Andrej bajó la suya.

El comandante parecía haber tomado una decisión. Dos de sus hombres apartaron el tronco para que el coche pudiera pasar. Cyprian lo saludó con la cabeza y el comandante lo imitó, aunque las dudas seguían carcomiéndolo. Cyprian no lo envidiaba: los buenos centinelas siempre dudan y el comandante era un excelente centinela. Cuando volvieron a ocupar el coche, Jarmila estaba pálida. Le susurró algo a Andrej, que lanzó un suspiro. Jarmila negó

con la cabeza e insistió. Cyprian los observó hasta que Andrej se reclinó en el asiento con expresión dichosa. El coche arrancó.

—¿Qué os lleva a Chrudim? —preguntó Cyprian.

Los otros dos intercambiaron una mirada.

—Jarka busca rastros de su madre —dijo Andrej finalmente; a Cyprian le pareció que eso no era toda la verdad—. Desapareció cuando Jarka era una niña pequeña, nadie sabe exactamente dónde.

—Y queréis convencerla para que interrumpa el viaje, pero las mujeres son así: siempre insisten en seguir. Andrej lo miró fijamente.

—Bueno —dijo Cyprian—. Tendréis que pasar la noche en algún lugar si no queréis hacerlo en vuestro carruaje estropeado. —Se asomó a la ventanilla y miró a los guardias parados junto al camino, que observaban cómo el cochero esquivaba el tronco igual que si pilotara una frágil embarcación alrededor de un arrecife.

—Andrej, preguntadle al comandante qué lugares situados al sudeste se han visto afectados por la lepra.

— 341 —

El comandante contestó en tono malhumorado. —Sólo se trata de una zona reducida y ya la han cercado —dijo Andrej—. Dice que no hay nada que temer. —Bien.

El comandante los siguió con la mirada y Cyprian se la devolvió. No tenía la intención de enojarlo; el hombre se limitaba a cumplir con su deber. Cyprian le lanzó una sonrisa y el comandante dijo unas cuantas palabras que parecían insultos.

¿ Qué ha dicho ?

—Los nombres de los lugares afectados —contestó Andrej.

—¿Y cuáles son?

—Chrast, Rositz, Horka, Chacholitz, Skala y Podlaschitz.

— 342 —

7

Los buenos burgueses de Chrudim habían trazado un círculo alrededor de una comarca de un tamaño similar a Viena y todos sus suburbios, habían apostado centinelas en todas las calles, caminos y senderos, y junto a la carretera principal habían erigido una horca para demostrarles a todos lo que les esperaba a quienes no comprendían por qué debían permanecer dentro del círculo cerrado. Nadie colgaba de la horca, pero eso sólo indicaba que todos los ahorcados eran retirados de inmediato y enterrados, porque tal vez difundieran la enfermedad incluso muertos. Quienes se encontraban en el interior del círculo eran leprosos o habían de aceptar ser tomados por tales. Quien hubiera tenido la mala suerte de encontrarse de visita, de pronto había adquirido la ciudadanía de este cementerio viviente; quien hubiera tenido la suerte de estar de visita en otra parte mientras los concejales deliberaban ya no insistía en la validez de sus derechos como ciudadano de Chrast, Rositz, Horka, Chacholitz o Podlaschitz y, cuando le preguntaban si provenía de allí, respondía indignado:

—¿Quién, yooo?

La zona a la eme habían prohibido el acceso no valía eran cosa, no la atravesaba ningún camino importante y tampoco proporcionaba una cantidad suficiente de alimentos como para resultarle primordial aj emperador o al duque, y tam-— 343 —

bien carecía, de interés estratégico. Nadie se había interesado por los habitantes de los pueblos en cuestión antes de verse afectados por la maldición de la lepra; sin embargo, ahora sus nombres estaban en boca de todos, pero sus destinos seguían sin despertar interés alguno. Incluso en pleno verano, en el mejor de los casos era una región tranquila; en febrero y de madrugada resultaba desolada. Sus superficies pardas y blancas daban la impresión de que incluso la tierra estaba afectada por la enfermedad. No era de extrañar que la ubicación del pueblo en el que fue creado el legado de Satanás hubiera caído en el olvido. Alguien más impresionable que Cyprian se habría angustiado frente al hecho de que en ese lugar donde antaño un monje de clausura y el diablo intentaron engañarse el uno al otro la lepra hubiera caído sobre sus gentes. En cambio Cyprian se preguntó cómo se las arreglaría para volver a salir del encierro. Entrar fue más fácil de lo que había imaginado. De madrugada, la vigilancia de los guardias era mínima. Le bastó con salir de Chrudim a hurtadillas antes de que cerraran las puertas, emprender el camino a Chrast y sus alrededores a pie, no perder el rumbo durante la noche y después ocultarse cerca de un puesto de vigilancia. Cuando empezó a despuntar el alba y los centinelas, agotados tras la guardia nocturna y muertos de frío, estaban más atentos a su relevo que a otra cosa, se había abierto paso a través de un terreno poblado de pinos bajos y había penetrado en la tierra de la Biblia del Diablo,

Chrast era un montón informe de casas, situado en la ladera de una colina orientada al sudeste. Desde allí se divisaban perfectamente los otros asentamientos: yacían a los pies de Chrast como los terneros muertos de hambre y de sed de una vaca muerta. Era evidente que en cierta época Podlaschitz había sido el punto central de esa región, antes de que la Biblia del Diablo, las guerras de los hussitas—ó ambas— afectaran a la región y a sus habitantes. Desde Chrast era visible la iglesia conventual con sus dos torres semidestruidas elevadas

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hacia el cielo gris, situada entre muros reventados y parecida al esqueleto medio devorado de un inmenso cadáver. De las casas de los que decidieron m'orir de hambre en vez de frío surgían columnas de humo difundiendo el olor a leña húmeda en medio de la fría madrugada. Al contrario de lo que creía la opinión general, nadie moría de lepra tan fácilmente, aunque a la mayoría de quienes se habían contagiado se los diera por muertos, y sin duda era lo que deseaban. En muy pocas casas había signos de vida. Cyprian prefería no pensar en el aspecto interior de aquellas viviendas que permanecían inmóviles bajo la capa de nubes.

De camino a Podlaschitz, Cyprian aprovechó los matorrales, los pajares y las ondulaciones del terreno para ocultarse, aunque no vio a nadie. Trataba de evitar todos los elementos elaborados por la mano del hombre: muros de piedra, montones de leña, postes de madera de refugios... y procuraba convencerse de que se debía al frío. Aunque no dejara de repetirse que nadie se contagia de lepra por tocar algo expuesto durante años al viento y la lluvia en una zona afectada por la enfermedad, el cuerpo albergaba su propia sabiduría y lo obligaba a retirar la mano antes de que el cerebro controlara el reflejo. Cuando Cyprian se deslizó por el terraplén que bordeaba el arroyo medio congelado que rodeaba el convento en ruinas, estaba sudando. Desde su escondite observó la zona que se extendía ante sus ojos, por encima de la cual se alzaba el esqueleto de la iglesia. Se la había imaginado de mayor tamaño. Considerar que la maldad y la perdición requerían un gran espacio para prosperar era una estupidez, pero era lo que uno esperaba. El portalón se había derrumbado y suponía un obstáculo perfecto que impediría el paso de cualquiera; sólo quedaba el arco que se alzaba por encima de un campo de ruinas. La pared derrumbada junto al arco suponía una nueva entrada: las piedras caídas formaban una especie de escalera. Cyprian respiraba entrecortadamente y su aliento se convertía en vapor. Allí, en ese monumento a la destrucción donde se concen-— 345 —

traba la podredumbre humana, nada se movía, ni siquiera los cuervos que se reunían en los lugares donde había algo que picotear. Cualquiera podía percibir la podredumbre que aún exhalaban los muros entre los que antaño un monje había redactado el testamento de Satanás. Aunque Cyprian procuraba evitarlo, aun así creyó percibirla. Cuanto más contemplaba el panorama en ruinas, tanto más se le erizaban los cabellos.

—Esto es una mierda —susurró en medio del silencio sepulcral.

—Estoy de acuerdo con vos —contestó una voz.

Cyprian se volvió bruscamente. No estaba armado, como de costumbre. Cerró los puños y vio un rostro pálido asomado tras la curva del arroyo, cuyas mejillas y nariz rojas parecían pintadas.

—Os he seguido —dijo el hombre—. Parecíais saber lo que hacíais y a decir verdad, mi única experiencia consiste en escapar de los guardias.

Cyprian le clavó la mirada. El hombre se encogió de hombros.

—En cambio vos os movíais como si hubierais dedicado toda la vida a esquivar centinelas.

—Sois un mendigo o un ladrón —dijo Cyprian.

—El pequeño Andrej lo era. Y vos... vos sois un espía,

¿verdad?

—Todo aquello en lo que el pequeño Cyprian jamás quiso convertirse —dijo Cyprian.

Ambos hombres se contemplaron. Cyprian se maldijo en silencio por limitarse a procurar que no lo descubrieran en vez de tratar de ver si alguien le seguía los pasos. Tras la delgada figura de Andrej parecía ocultarse algo más, ya que había logrado sorprenderlo. Cyprian soltó el aliento.

—Venid aquí —siseó.

Andrej von Langenfels se acercó arrastrándose a cuatro patas, procurando no asomar la cabeza por encima del terraplén. Cuando se dejó caer junto a Cyprian sobre la fría tierra,

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éste comprobó que el otro también estaba bañado en sudor y esbozó una sonrisa.

—Mi madre siempre me dijo que no me tendiera en la nieve si estaba sudado —dijo.

—Eso podría haber dicho la mía—-elijo Andrej, pero no le devolvió la sonrisa y desvió la mirada.

—¿Qué se os ha perdido por aquí?

—Lo dicho: Jarka busca rastros de su madre. Tengo motivos para creer que pereció en este convento.

—¿Entre estas ruinas dejadas de la mano de Dios?

Andrej atisbo por encima del borde del terraplén y volvió

a agachar la cabeza. Le lanzó una mirada de soslayo a Cyprian.

—Ha cambiado mucho desde la última vez que estuve aquí.

—¿Ya habéis estado aquí?

—De niño. Cuando aún no reinaba la enfermedad. Cuando aún había un portalón bajo aquel arco.

—¿Con vuestra madre?

Andrej se quedó paralizado y Cyprian se desconcertó al ver que todo su cuerpo se ponía rígido. El otro le lanzó una mirada torturada.

—¿Cómo decís? —preguntó.

—Alguien me enseñó a prestar atención a ciertas cosas. Estoy en lo cierto, ¿verdad?

—¿Ese para quien espiáis?

Cyprian esbozó una leve sonrisa.

—¿Qué buscáis aquí, Cyprian?

—¿Qué le ocurrió a vuestra madre, y a la de Jarka? ¿Os referías a Jarmila, ¿no? La llamáis Jarka.

—Sé qué os trae aquí —dijo Andrej.

—¿De veras?

-^Conozco a individuos como vos. Mi padre buscaba lo mismo en este lugar. Pero lo único que encontró fue la muerte.

— 347 —

—Creo que deberíamos sincerarnos —dijo Cyprian muy lentamente.

—Empezad vos.

Cyprian alzó la mano y desvió la mirada.

-¿Qué...?

—¡Callad! —siseó Cyprian. Andrej se aplastó contra el terraplén; él también lo había oído.

Cyprian alzó la cabeza con el mismo cuidado con que un soldado atisba alrededor de una esquina en una ciudad sitiada. Las ruinas permanecían tan muertas y silenciosas como antes. Andrej se deslizó hasta lo alto del terraplén junto a él. Cuando Cyprian empezaba a creer que se había equivocado, volvió a oírlo: un rumor, el sonido de algo que se arrastra. Cuando el rumor se apagó, oyó una especie de soplido y Cyprian tragó

saliva al comprender que se trataba de la respiración de alguien. Entonces apareció una figura de gran estatura en el hueco que hacía las veces de nueva entrada. Llevaba una sotana desastrada y una capucha le cubría la cabeza. Andrej ahogó un grito y Cyprian apoyó una mano encima de la del joven: éste la había sumergido en el barro medio congelado. La negra figura se balanceaba de un lado a otro, como una serpiente que cree ventear a su presa.

Cyprian se deslizó por el barranco, arrastrando a Andrej consigo. El corazón le latía apresuradamente y de pronto percibió la humedad y el frío de la tierra encima de la cual estaba tendido. Antes de ocultarse, había logrado echarle un vistazo al rostro bajo la capucha.

Lo que vio no parecía humano y en las cuencas de los ojos había vislumbrado algo a lo cual el dolor, el odio y la soledad habían desprovisto de cualquier rasgo de humanidad.

— 348 —

8

—Vuestra historia es incompleta —dijo Cyprian. Él y Andrej se habían retirado entre las chozas totalmente abandonadas del pueblo que rodeaba el convento en ruinas. Del cielo caía una mezcla de cristales de hielo y copos de nieve, y ambos buscaron la protección de un agujereado voladizo.

—Igual que antaño —gruñó Andrej—. En esta región siempre es invierno.

Cyprian observó la solitaria figura negra, casi invisible entre los copos de nieve: parecía un hueco borroso en la realidad. Ésta se arrastró alrededor del convento, se detuvo aquí y allá

rascando entre las piedras y en el suelo con sus dedos envueltos en harapos y después se alejó tambaleándose. No había aparecido ninguna otra figura. Algo en la mente de Cyprian se negaba a aceptar que el ser bajo la capucha fuera humano.

—¿Qué se hizo de vuestros padres?

Andrej alzó la mirada.

—Eso es lo que relaciona mi historia con la de Jarka. No lo sé con seguridad, al igual que ella, que tampoco sabe qué se hizo de su madre, excepto que debe de estar muerta. Pero fui testigo del asesinato de una docena de mujeres a manos de un demonio, y eso encaja con lo que ella sabe de su madre.

—El demonio era un monje, y éstos suelen ser humanos

—dijo Cyprian,

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Sin mirarla, Andrej indicó la sombra que se arrastraba.

—¿Como eso?

Cyprian calló. Andrej le lanzó una torcida sonrisa.

—¿Decís que había dos* tipos de monjes? ¿Los habituales y los vestidos de negro?

Andrej asintió con la cabeza.

—¿Creéis que los primeros se dedicaban a vigilar el libro?

—En lo que a mí respecta —dijo el otro—, ni siquiera creo que el libro exista. Mi padre no dejaba de repetir historias semejantes y el Códice que alberga la sabiduría del diablo sólo era una de sus fantasías. Si vos también perseguís esa quimera, me dais pena,

Cyprian se encogió de hombros, renunciando a señalarle que su padre jamás volvió a salir del convento y que él mismo fue testigo de la masacre de mujeres y niños perpetrada por un demente con un hacha.

—¿Cuánto le habéis contado a Jarmila?

—Le he contado toda la historia. ¿Por qué?

—Siento curiosidad.

—Oídme, Cyprian, he relatado esta historia miles de veces a un hombre que viste las ropas del emperador y ocupa su palacio, donde lleva la vida de un sapo ponzoñoso temido por todos, y cuyo tesoro dorado despierta la codicia de todos. ¿Por qué no habría de contársela a la mujer a la que...

—Sí, ¿por qué? —dijo Cyprian.

—Le adjudicáis motivos turbios a Jarka sólo porque ella y yo...

—Sólo deseo lo mejor para vuestro amor, de todo corazón

—dijo Cyprian en un tono que obligó a Andrej a mirarlo.

»Andrej: me resulta indiferente que os quedéis aquí esperándome hasta que vuelva a salir de esta inmensa ratonera en ruinas o que intentéis regresar a Chrudim por vuestra cuenta. Pero si pretendéis perseguir vuestro objetivo y averiguar lo que realmente les ocurrió a vuestros padres y a la madre de

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Jarmila, entonces vuestra única oportunidad supone acompañarme al convento. Y si lo hacéis, os atendréis a mis reglas, ¿lo habéis entendido?

—¡No simuléis saberlo todo! ¡Jamás hubierais sobrevivido a la vida que yo llevé de niño!

—Esta historia os involucra personalmente —contestó

Cyprian en tono sosegado—. Yo me limito a cumplir un encargo y quiero acabar con él cuanto antes. ¿Quién de los dos se enfrenta a este asunto con mayor frialdad?

—Vuestra frialdad no es tan grande como desearíais.

Cyprian guardó silencio. Andrej hizo un gesto despectivo con la mano.

—Maldita sea —dijo—. De acuerdo. Puesto que insistís en ser el cabecilla... os acompañaré. —Rebuscó en el bolso que colgaba de su cinturón y, para sorpresa de Cyprian, extrajo un delgado cuchillo. Lo sopesó y le lanzó una mirada al otro.

»Os dije que no hubierais sobrevivido a mi infancia, ¿no?

—Dejad el cuchillo aquí—dijo Cyprian—. Quien dispone de un arma, acaba por utilizarla. No buscamos venganza ni trataremos de obtener algo mediante la violencia.

—Os preocupáis por la vida de los muertos que caminan

—dijo Andrej, pero dejó el cuchillo debajo de una tabla podrida.

—Más me preocupa la vida de dos idiotas que pretenden penetrar en el reino de los muertos —dijo Cyprian.

Ambos intercambiaron una sonrisa; Cyprian vio que el otro se esforzaba por reprimir las lágrimas, se apartó y salió

bajo la lluvia.

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9

El abad Martin permanecía de pie entre las sombras que rodeaban el exterior de la celda, observando el arcón. Las cadenas lanzaban tenues destellos a la luz de las velas. Podía oírla, encerrada dentro de varios sarcófagos formados por arcones cada vez más pequeños, cada uno de ellos rociado con agua bendita y cubierto de rosarios y crucifijos, podía oírla envuelta en su mortaja de arpillera en el centro de su mazmorra: la Biblia del Diablo. Vibraba y zumbaba. Palpitaba. Sospechó que los sonidos resonaban en su corazón y no en sus oídos, pero no cabía duda de que existían. La Biblia del Diablo estaba viva. No llamaba, no tendía trampas, no amenazaba. Se limitaba a estar ahí, esperando. Sabía que en algún momento alguien acudiría y abriría el arcón, otorgándole el poder por el cual había sido creada, y hasta entonces podía esperar. El abad Martin percibió la impaciencia desapasionada del libro en su mazmorra y se estremeció.

—¿Venerable padre?

El abad Martin se giró lentamente. Bajo la capucha, Pavel era una silueta delgada que se desprendió de la oscuridad junto al abad. Ambos clavaron la vista en el interior de la celda, como ya lo habían hecho numerosas veces durante los años

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—Los tiempos de paz han llegado a su fin —dijo Martin.

—Nunca hubo un tiempo de paz —dijo Pavel.

—No en el mundo, pero sí aquí dentro.

—La paz del temor. La paz de la "espera de que algo ocurra.

—Sin embargo, era la paz.

—La paz se acabó aquel día hace veinte años.

Martin asintió.

—Lo sé. Desde entonces, todos los días posteriores fueron días regalados.

—Para mí —dijo Pavel—, todos los días a partir de aquél fueron días santos. Y también para Buh, aunque él no podría expresarlo así.

—Su problema con el habla nunca mejoró, ¿verdad?

—¡Gnnnn! —gruñó Pavel con una sonrisa, y el abad Martin lo imitó. Nadie excepto Pavel tenía derecho a burlarse de Buh, y nadie lo había hecho; sus burlas expresaban afecto y calidez por aquel hombre tosco y robusto del que se hizo cargo cuando era un novicio, y estaban tan libres de maldad y cinismo que resultaban conmovedoras. Eran dos almas que se habían encontrado.

Pavel desvió la mirada del arcón y retrocedió. Martin lo siguió a lo largo del oscuro foso. Cada vez que se alejaba del hechizo irradiado por el libro, sentía alivio y el deseo de no regresar jamás. En general, el deseo se desvanecía en cuanto salía a la superficie y se sentía libre de la obligación de regresar para asegurarse de que el libro seguía a buen recaudo. Hacía tiempo que se limitaba a comprobarlo sólo una vez a la semana. Los demás días suponían su penitencia personal; había monjes que se azotaban todas las noches en su celda hasta hacerse sangre. El abad Martin había renunciado a comprobar que las cadenas no se habían roto seis de cada siete días.

Envidiaba

a

los

flagelantes

por

el

dolor

comparativamente menor que debían soportar. Albergaba la vaga sospecha de que un día se encontraría ante el ar-— 353 —

con, quitaría las cadenas, abriría cada uno de los sarcófagos y retiraría la arpillera que envolvía el libro, sólo para asegurarse de que... Así liberaría el manuscrito y llevaría el mal al mundo. Era una sospecha que entre la medianoche y el amanecer lo hacía arrodillarse en el suelo de su celda, rezando como un niño con las manos apretadas y los ojos cerrados: «Señor, ayúdame.»

—¿Qué se ve ahí fuera? —preguntó Pavel.

—Sombras que se tambalean entre los muros aguardando que la muerte se las lleve —dijo Martin—. ¿Quién hubiera dicho que un día nos asediaría la enfermedad y la perdición?

—¿Y la compasión? —preguntó Pavel.

—Cada vez resulta más difícil convencer a los hermanos de que proporcionen consuelo y calor. No quiero obligarlos a hacerlo. Todos tienen demasiado miedo de contagiarse de la plaga.

—Nosotros no tenemos miedo. Haríamos... —empezó a decir Pavel.

El abad Martin se detuvo en la escalera de piedra que conducía al exterior. Por encima de su cabeza brillaba una luz: el hueco de la puerta que solía estar cerrada con llave, a través de la que Pavel y sus seis cofrades se comunicaban con el exterior. Martin apoyó una mano en el hombro del monje pequeño y delgado.

—Lo sé —dijo suavemente—, pero no es la tarea de los custodios.

—Nuestra tarea consiste en proteger a la comunidad del convento y al mundo. Nosotros no tenemos miedo, venerable padre. ¿Acaso uno no podría suponer que esa tarea también incluye ayudar a los hermanos y a las personas que se encuentran allí fuera? —Pavel también era un experto en expresarse con medias palabras. En este caso, lo que se callaba era lo que realmente quería decir: «ayudaros a vos, venerable padre».

El abad Martin sabía perfectamente que el joven monje lo

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veneraba y se habría dejado crucificar si hubiera creído que eso le serviría de apoyo. La veneración de Pavel le provocaba tanto afecto como espanto; no consideraba que él —un hombre débil y temeroso que cometía errores— se merecía que alguien lo venerara y menos aún un cofrade recto y leal como Pavel. Martin carraspeó.

—Sabes cuál es tu deber, hermano Pavel —dijo.

Pavel asintió y se encogió de hombros, y ambos remontaron la escalera.

—Alguien vendrá —dijo el abad.

—¿Avernos?

—A verla —contestó Martin, señalando la oscuridad de la cual emergían.

—¿Cómo lo sabéis?

—Lo percibo. Lo oigo. Cuando estoy ante su escondite, siento que está esperando. Es como si me hablara; su voz no llega a mis oídos pero sin embargo la oigo. La Biblia espera. Y

alguien acabará por acudir junto al que espera.

—Venerable padre... —dijo Pavel.

—Alguien vendrá —repitió el abad—. Los tiempos de paz han llegado a su fin —repitió—. Yo lo sé. Ella lo sabe.

—Venerable padre...

—¿No lo percibes, Pavel? Estás cerca de ella de día y de noche. ¿No te habla a ti?

—Debo regresar, venerable padre.

Martin alzó la vista y vio que habían llegado ante la puerta. Automáticamente agarró el manojo de llaves. La luz iluminaba el rostro joven, pálido y delgado de Pavel. La capucha sombreaba sus ojos, pero Martin sabía que el joven custodio lo contemplaba e intentó sonreír.

—Hemos de estar preparados —dijo y volvió a apoyar

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—Que Dios el Señor nos bendiga y nos proteja —dijo.

—Sí—dijo Martin—. Amén.

Observó cómo Pavel bajaba por la escalera hasta que la 355 —

oscuridad lo devoró junto con su hábito negro. Entonces abrió

la puerta, salió al exterior y volvió a cerrarla con llave cuidadosamente. En cuanto se hubo apartado, la inquietud empezó a roerle el corazón: ¿realmente había comprobado que las cadenas seguían sujetando el arcón?

10

—¿Qué ha dicho?

El Santo Padre estaba un poco distraído. La figura de anchos hombros de Ippolito Aldobrandini —el papa Clemente VIII— permanecía inmóvil sentado en su sillón contemplando a sus peticionarios, pero no dejaba de inclinar la cabeza de tupida barba blanca hacia un lado, arqueando las cejas y escuchando los susurros de los sacerdotes apostados a derecha e izquierda de su sillón. Susurros... El papa Clemente, el sucesor de todos esos ancianos débiles que le habían precedido, por fin era un hombre que, a juzgar por su aspecto, estaba lleno de fuerza y de vida. Sin embargo, era sordo como una tapia y el frufrú de las vittae —las dos, cintas sueltas de la tiara que deberían colgar sobre sus espaldas pero que no dejaban de cubrirle las orejas— apagaban los susurros.

El padre Hernando era el siguiente de la fila de quienes habían sido admitidos a la audiencia privada del Papa y aunque eso significaba que estaba a veinte pasos de distancia, captaba cada palabra que el papa Clemente dirigía al hombre arrodillado a sus pies, Y también percibía cada palabra formulada por el arrodillado, no porque éste hablara en voz alta sino porque uno de los sacerdotes apostados junto a Papa las repetía en un susurro atronador para que el Santo Padre las oyera.

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—¿Despachos? —contestó el Papa con un susurro igual de sonoro.

—Muchachos, Santo Padre. Se trata de los muchachos

—dijo el segundo sacerdote, indicando algo que a él le llegaría a la altura del esternón—. Niños varones, Santo Padre. El papa Clemente se inclinó hacia el sacerdote situado al otro lado.

—Un excelente indicio —susurró a todo volumen. El sacerdote junto a cuya oreja susurraba se encogió

dolorosamen-te—. Casi olvidamos preguntártelo. ¿Cuántos has seleccionado, hijo mío?

—Apenas dos docenas, Santo Padre.

—Dos docenas. —El Papa asintió con la cabeza.

El hombre arrodillado pronunció unas palabras. El padre Hernando vio que le ardían las orejas.

—¿Eh?

—Dice que son tres, Santo Padre. Sólo tres, no obstante... El papa Clemente le sonrió al hombre arrodillado ante su trono.

—¿Así que nos has traído tres de esas divinas criaturas, hijo mío? Que el Señor te bendiga.

—No es del todo así, Santo Padre —dijo el segundo sacerdote en tono indiferente—. No ha traído a ningún muchacho. En realidad, se trata de que el sacerdote del pueblo cuyo superior es un buen cristiano, se interesó por...

—Exacto. Sería una idea realmente cristiana que cada comunidad enviara sus muchachos prometedores a Roma —dijo el Papa, inclinándose hacia el otro sacerdote—. Toma nota, hijo mío. Publicaremos un decreto.

—Muy bien, Santo Padre.

El papa Clemente se dirigió al peticionario y volvió a sonreír.

—Tres es uña buena cifra, hijo mío. Claro que cuatro sería mejor, por no hablar de dos docenas.

—Santo Padre —dijo el traductor—, permitid que vuelva

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a llamaros la atención sobre el hecho de que este hombre ha presentado una queja contra el sacerdote de su pueblo y lo acusa de actividades absolutamente monstruosas, a saber: que hace años que abusa de tres muchachos...

—Dios ama la música —dijo el Santo Padre sin dejar de sonreír—. Dios ama los sonidos agudos. Los oye mucho mejor que los graves.

«Dios —pensó el padre Hernando—. Ningún otro. Nos escucha y se alegra de los tonos agudos. No cabe duda.» Cada frase pronunciada por el Papa agobiaba su corazón.

—¡Música! —dijo el Papa—. ¿Alguna vez has echado un

vistazo en torno a las iglesias de Roma, hijo mío? ¿Has escuchado el júbilo? ¡Sólo se ven monjas cantando! Ni un alma masculina que cante el Kyrie, y si hubiera alguna, lo único que se oye es brummm-brummm-brummm, ¡como si Dios lograra oír semejante cosa! —El papa Clemente agitó la cabeza haciendo volar las vittae—. Un oso es capaz de cantar mejor

—dijo, dirigiéndose al sacerdote apostado a su izquierda—.

¿Has dicho dos docenas, hijo mío?

—No exactamente, Santo Padre.

—¿Cómo de exactamente? Dios el Señor nos contempla con agrado.

—En cuanto a las acusaciones de este hombre... —dijo el segundo sacerdote—, ya se ha dirigido al obispo de su diócesis, pero no obtuvo ayuda. Viajó hasta aquí convencido de que encontraría la comprensión y la ayuda del Santo Padre.

—Exacto —dijo el papa Clemente—. Sólo los muchachos

poseen esa voz cuyos cantos Dios desea oír. Muchachos...

—dijo y sonrió, encogiéndose de hbmbros—. Pero los muchachos se convierten en hombres, ¿verdad? La clara voz de la campana se convierte en el gruñido de un oso. No obstante nosotros sauemos como ímpeuino, hijo mío, y te lo agradecemos en nombre de las tres criaturas que deseas enviarnos, y también que evites que sufran el destino al que de otra manera estarían expuestos. —El Papa sonrió bondadosanlente,

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unió el pulgar y los dedos índices y medio de la mano derecha como si sostuviera una herramienta delicada e hizo un movimiento circular, como si cortara algo.

»Una intervención muy pequeña, ¡que supone la misericordia de Dios y una vida dedicada a alabar al Señor!

Cuando el padre Hernando observó los movimientos del Papa, sus testículos se encogieron y los músculos de su vientre se tensaron dolorosamente. Tuvo que esforzarse por mantener una expresión neutral y oyó el involuntario gemido que escapó de la boca del hombre arrodillado ante el trono papal.

—Esas tres criaturas —prosiguió el Pontífice— ¿están esperando fuera, hijo mío? Hazlos pasar. Estoy seguro —añadió, lanzándole una mirada amistosa al padre Hernando— de que todos están dispuestos a esperar si se trata de saludar a quienes en el futuro proclamarán las alabanzas al Señor.

—¡Santo Padre! —dijo el sacerdote traductor, y nadie podría haber afirmado que susurraba—. ¡Santo Padre, este hombre solicita consejo y ayuda porque tres muchachos de su pueblo acusan al sacerdote de abusar de ellos durante años!

El papa Clemente alzó la vista. Sus cejas arqueadas rozaron la tiara y su mirada osciló entre el peticionario y el sacerdote.

—Si eso es así —dijo con una amplia sonrisa—, será mucho mejor que nos envíes a esas tres criaturas. Nuestros cirujanos se harán cargo de ellos y después ya no habrá nada que les recuerde que sedujeron (¡sin quererlo, de eso estoy seguro, los muchachos son inocentes hijos de Dios!) a un sacerdote. Lo único que quedará es la música y el sonido de campanas de la más maravillosa de las melodías. Ve en paz, hijo mío, que Dios te acompañe.

El peticionario pasó junto al padre Hernando con paso inseguro; era un hombre encorvado de cabellos grises y barba sin afeitar que irradiaba el olor del largo camino recorrido y que aún llevaba las botas y el abrigo. Hernando vio las lágrimas que brillaban en sus ojos; salió tropezando sin mirar

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nadie. El padre Hernando tragó saliva. Al alzar la mirada vio el rostro expectante y amistoso del Papa y la expresión indiferente de los sacerdotes a derecha e izquierda. Le había llegado el turno.

Había decidido lo que diría con mucha precisión. Había ensayado las palabras en su celda, susurrando y gesticulando, sopesando cada vocablo. Partió de la base de que sólo disponía de poco tiempo y que tendría que acabar lo que quería relatarle al Papa antes de que sus consejeros lo interrumpieran o distrajeran al Santo Padre, Cuando el papa Clemente todavía era el cardenal Ippolito Aldobrandini, lo había observado en diversas ocasiones y, a partir de su silencio, sus gestos sosegados y sus miradas prolongadas y directas, había concluido que se trataba de un hombre sensato y tranquilo. No supo que el silencio se debía a que el cardenal Aldobrandini lo ignoraba todo acerca del tema de la conversación, que la tranquilidad se debía a que no había oído las cancioncillas burlonas entonadas por quienes lo rodeaban y que las miradas prolongadas y directas se limitaban a significar que Su Eminencia se preguntaba si su interlocutor le dirigía la palabra o sólo trataba de quitarse un trozo de carne de entre los dientes. «Perdonadme, Eminencia, ¿habéis dicho algo? No, Eminencia, sólo estoy masticando.»

«La Biblia, Santo Padre —el padre Hernando había decidido que diría—, es el libro sobre el que se apoya la existencia de nuestra fe. ¿Me permitís, Santo Padre, que os llame la atención sobre un libro que se convertirá en la extinción de nuestra fe?»

¡Oh, sí! Eso habría despertado al papa Clemente... al menos en teoría. Pero en la práctica, así se lo imaginó el padre Hernando en la fracción de un segundo, las cosas se desarrollarían de un modo muy diferente.

«¿Eh?»

«Un libro, Santo Padre.»

«Ah, sí, te has enterado de la nueva edición del Index Li-

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brorum Probibitorum, hijo mío. Nos alegramos de que un íntegro hermano de santo Domingo quiera apoyarnos en la tarea de divulgar la nueva edición.»

«No, Santo Padre, me refiero a otro libro...» «Precisamente, hijo mío, el Index de los libros prohibidos. Nunca habrá

demasiados ejemplares de éste, ¿verdad?» «A eso me refería, Santo Padre, y por eso quisiera...» «Exacto. Nuestro secretario privado te asignará un lugar en el archivo, hijo mío. Vemos que estás impaciente por bajar a las catacumbas. El Señor sea contigo.»

El padre Hernando tembló. Desde que tomó la decisión, nunca había tenido tan claro que estaba solo. Había renegado de su vida anterior y de sus antiguos compañeros por los pecados mortales cometidos por él mismo, pero sus nuevos compañeros — y los planes de éstos— lo llenaron de espanto cuando comprendió hasta qué punto habían abusado de él. El los había puesto en contacto con el padre Xavier. El tenía la culpa. El les había proporcionado la herramienta con la cual lograrían arrancar el Libro del Diablo del olvido y difundirlo entre la humanidad. Mea culpa, mea máxima culpa. JSÍo había nadie que pudiera susurrarle un Ego te absolvo al oído, porque no había nadie que le perdonaría.

La sonrisa amistosa del Papa aún no se había convertido en una expresión de asombro cuando, en vez de avanzar, el padre Hernando se quedó clavado en su sitio. Después se giró, agachó la cabeza y echó a correr entre las largas hileras de peticionarios hacia el exterior.

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Una vez que lograron abrirse paso a través del muro en ruinas junto al portalón, Andrej se detuvo.

—Creo que no podré hacerlo —dijo en voz baja.

—¡Controlaos! —exclamó Cyprian.

—Lo veo todo tal cual fue..., el portalón..., el patio del convento... Yo estaba allí... y el demente se abalanzó sobre mí. Es como si hubiera sucedido ayer.

—Bien, entonces podréis indicarme el camino.

Andrej lo miró fijamente. Cyprian suspiró.

Incluso a alguien familiarizado con la arquitectura conventual le habría resultado difícil orientarse entre ese campo sembrado de ruinas. El terreno estaba cubierto por los muros derruidos entre los que sobresalían sillares y vigas formando túneles. Entre los escombros se habían formado senderos, bandas más claras en medio del gris desprovistas de liqúenes, cosa que indicaba que alguien los atravesaba con regularidad. Muchos de ellos desembocaban en cuevas, como si fueran el camino a una morada.

El convento no era muy grande —en Viena había otros mayores que no despertaban la admiración de nadie—, pero dada su devastación parecía extenderse en todas direcciones e impedir el paso.

Cyprian recordó un día de finales de enero en su ciudad

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natal, en el que tras una dura helada de pronto llegó el deshielo en forma de un pequeño raudal que quebró el hielo del río que aprisionaba Viena y acumuló los témpanos en la amplia curva junto al Ochsengries. Lá gélida aglomeración se había alzado durante varios días por encima del abrupto talud del río. Una multitud de mirones se apretujó en la puerta de Stuben y el baluarte de Braun; los más osados se dedicaron a trepar por encima de los témpanos, entre ellos Cyprian, claro está. Aunque la ciudad sólo se encontraba a dos tiros de piedra, recordó la desolación que le provocó la visión de los témpanos astillados y de agudas aristas acumulados bajo el sombrío cielo de enero. A la sombra del talud que impedía el paso de los rayos del sol y bajo las placas de hielo que sobresalían de la orilla, lo azotó un hálito helado; un viento permanente recorría las grietas, los pasadizos y los túneles. También ahora percibió el mismo hálito helado.

La iglesia se alzaba detrás de las ruinas, y si cabe, el esqueleto desnudo del techo y los muñones de las torres sólo empeoraban su aspecto. Era casi imposible llegar hasta allí; el montón de escombros que se elevaba justo delante era casi tan alto como una casa de una planta. Andrej lo indicó con el mentón.

—La entrada al interior del convento estaba allí—dijo en tono irritado—. Espero haberos sido de ayuda.

Oyeron un rumor y se agacharon detrás de un lienzo de muro. Era imposible que la figura negra carente de rostro hubiera dado la vuelta al convento antes que ellos, porque no se habían puesto en marcha hasta verla desaparecer tras la esquina del antiguo convento, pero aun así ambos miraron en torno para ver si la descubrían. Pero el rumor provenía de más adelante, allí

donde los numerosos senderos atravesaban los escombros. Entonces vieron un montón de cascotes que avanzaba hacia ellos. Cyprian creyó soñar y entrecerró los ojos.

—Quizás uno se vuelva del color del polvo si ha permanecido -aquí/el tiempo suficiente —dijo Andrej.

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El montón de cascotes resultó ser otra figura desharrapada y encorvada, encogida sobre sí misma y cubierta de jirones de color gris pardusco que no se destacaban del paisaje. Vieron que se arrastraba lentamente hasta la boca de una cueva y desaparecía en la oscuridad.

—Vuestras ropas os otorgan un aspecto tan discreto como el de una mosca en un tazón de leche —dijo Cyprian, lanzándole una mirada.

—Vos también deberíais revolearos en la mugre durante media hora para pareceros a ésos —replicó Andrej—. Aunque van vestidos de negro, es un negro peculiar, si es que me entendéis.

Cyprian hizo caso omiso de la hostilidad del otro. Se puso de pie y avanzó entre los escombros. Los sonidos a sus espaldas le indicaron que Andrej lo seguía.

—Allí... Usemos esas mantas para camuflarnos —dijo Cyprian indicando un pequeño bulto junto a la entrada a una cueva.

—¿Estáis loco? ¿Creéis que quiero contagiarme? —Andrej tocó el bulto con la punta del pie; la manta se desplazó

revelando un rostro donde se abrían dos agujeros irregulares: una boca y la ventana de una nariz. Los ojos estaban cerrados, la piel era de color amarillo, como la cera derretida. En el interior de los agujeros se agitaban los gusanos. Andrej retrocedió.

—Maldita sea —murmuró.

Cyprian calló. Sabía que su voz expresaría el mismo horror que la de Andrej y no volvió a sugerirle que se camuflaran con las mantas. Se acercaron al edificio derruido del convento trepando por un sendero que podría haber sido de alta montaña. A ambos les suponía un esfuerzo apoyar las manos en los lados, pues sabían que otras manos contagiosas quizá se habrían posado allí.

Cyprian se giró y vio que Andrej se había bajado las mangas para cubrirse las manos. Andrej le devolvió la mirada, con

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la vista fija en el pecho del otro. Cyprian bajó los ojos y comprendió que ya se había limpiado las manos en su jubón varias veces, pues el jubón estaba manchado.

Vistas desde cerca, las rumas del convento no parecían tan inaccesibles como antes. Un tramo de la pared exterior se había combado hacia fuera bajo el peso del techo derrumbado, pero el lienzo principal parecía indemne; lo que se había desplomado contra los muros eran otros edificios. El convento poseía una entrada intacta, cerrada por una deformada puerta de madera. El primer impulso de Cyprian fue abrirla, pero después dudó: la idea de tocar la madera le producía rechazo; había varias zonas desgastadas que demostraban que otras manos la habían tocado. Cyprian apretó los dientes y trató de encontrar un punto que pareciera intacto. Entonces empujó, consciente de que Andrej lo observaba, pero la puerta no se movió.

—Está cerrada con llave —murmuró y se alegró de poder retirar la mano.

—¿Dónde están todos? —susurró Andrej, mirando en torno.

Cyprian se encogió de hombros.

—Creo... Aquí ha de haber alguien, ¿verdad? Las huellas entre los escombros..., las figuras que vimos..., el muerto...

—Todos están metidos en sus agujeros —dijo Cyprian.

—¿Queréis decir... muertos?

—No, ocultos.

—Claro —dijo Andrej sonriendo sin ganas—. Porque nos temen, supongo. Qué os parece: ¿les decimos que nosotros los tememos más a ellos?

—¿Que nos temen, decís? —dijo Cyprian, mirándolo de soslayo.

—Es evidente que ven que estamos sanos. ¿ Qué creéis que creen esos desgraciados? ¡Consideran que venimos de Chru-— 366 —

dim para averiguar si este cementerio ardería si lo rocían con la suficiente cantidad de aceite!

. Incendiumpurgat —dijo Cyprian—. El fuego limpia.

—Amén. - Cyprian miró a su alrededor; parecía

olfatear el aire.

—No —dijo—. No. Si los buenos ciudadanos de

Chru- áitíi se hubieran propuesto semejante cosa, hace timpo que lo habrían hecho... y esos pobres cerdos lo saben perfectamente. { —Entonces, según vuestra opinión, ¿qué

le ocurre a esta

gente?

—Tienen miedo del fin del mundo —dijo Cyprian sin reflexionar ni un instante y mirando a Andrej—. Del fin de su pequeño mundo infernal y desgraciado.

Andrej guardó silencio. Cyprian ignoraba por qué había dicho eso, pero estaba convencido que se trataba de la verdad. Flotaba en el aire... como el hálito a podredumbre por encima de una fosa común, y Cyprian no se refería al hedor pegado al montón de escombros.

—¿Cómo era este lugar la primera vez que lo visteis?

—preguntó.

—No estaba tan destruido —dijo Andrej tras una larga pausa—. En aquella época el convento ya estaba en ruinas pero desde entonces... No sé qué ocurrió aquí, pero es como si la ira de Dios lo hubiera arrasado. Mi padre entró en este edificio y de este edificio también salieron el orate y los demás cofrades, y el monje negro con la ballesta que acabó con la vida del orate.

—¿Por qué creéis que en medio de estas ruinas hay una puerta cerrada con llave?

—¿Porque alguien tiene algo que ocultar?

Cyprian se dispuso a abrirla puerta de una patada, pero Andrej lo agarró del brazo.

-

—Vos queréis averiguar qué se hizo de vuestros padres y de la madre de Jarmila. Yo sólo quiero el libro. Vos ni siquiera

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creéis que exista. ¿Acaso creéis que allí dentro hay alguien que os dará la respuesta que queréis oír?

—¿Creéis que encontraréis el libro?

—Al menos puedo ponerlo todo patas arriba.

—No lograréis deshaceros de mí. Entraré con vos.

Cyprian lo miró. Recordó que el padre de Andrej había entrado allí y jamás había vuelto a salir e intentó imaginarse qué sentiría si se tratara de su propio padre. Volvió a ver al maestro panadero Khlesl tumbado encima del saco de harina, la nube de polvo blanco que lo envolvió y casi lo asfixió, en la misma medida que la indescriptible ira lo asfixiaba a él, provocada por aquel hombre robusto tumbado entre sus sacos de harina y medio aturdido. Recordó que no había estado presente cuando su padre murió; al entrar en la habitación, sólo se encontró con un frío cadáver tendido en la cama. Su padre parecía sorprendentemente pequeño y viejo, como si un artista torpe hubiera intentado crear una imagen de cera de su progenitor. Resultaba difícil imaginarse que ése era el hombre a quien había amado con tanta intensidad que, al no ser correspondido, su amor se convirtió en odio. Sí, podía comprender a Andrej.

—Venga, vamos —dijo Cyprian—. ¿Acaso creéis que tengo ganas de hacerlo todo yo solo?

Juntos, le pegaron una patada a la puerta, que se abrió y golpeó contra la pared. El eco resonó por encima del panorama de escombros y en el interior del edificio, donde se apagó. Andrej se aferró a Cyprian, sacudiendo la pierna.

—Maldición —gruñó—. ¡Me duele! Vos tenéis práctica,

¿verdad?

Cyprian no contestó. Mantenía la vista fija en la oscuridad que se abría ante ellos. Una oscuridad poblada de vida.

—Bien —dijo Andrej—. Bien. Todavía sois el amo de la situación, ¿no?

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—Ni idea —gruñó Cyprian—. ¡Cuidado con la cabeza!

Pero fue demasiado tarde. La planta superior del edificio se derrumbó y fue un milagro.que las vigas dobladas hacia abajo y medio quebradas soportaran el peso de los cascotes sin acabar de partirse. Pero quedaron tan combadas que incluso el bajo y fornido Cyprian tuvo que agachar la cabeza para pasar por debajo. Pero la elevada estatura de Andrej... Cyprian entornó los ojos cuando el choque resonó en el pasillo: era como si el duro cráneo de Andrej le hubiera dado el golpe de gracia al techo; un crujido y un crepitar recorrieron las vigas destrozadas, como los pasos de ratones que huyen en todas las direcciones. Quizás en efecto se tratara de ratones que se apresuraban para salvar sus vidas; en todo caso, esos acompañantes mudos de ambos jóvenes también corrieron en direcciones opuestas, como un ovillo de arañas espantadas. Cyprian permaneció inmóvil, escuchando el crujido de la ruina que se negaba a desmoronarse. Las figuras encapuchadas volvieron a arrastrarse hacia ellos. Andrej gimió y se frotó la frente.

—Dejad de simular y seguid avanzando —dijo Cyprian.

—¿Tenéis idea de lo que éstos quieren de nosotros? —preguntó Andrej.

—¿El desayuno? —sugirió Cyprian.

—¿Nos han invitado?

—No, somos el primar plato.

Andrej guardó silencio.

—¿Qué creéis en realidad?

—Que quieren mostrarnos algo.

—No creo que tenga ganas de verlo.

—Aquí hay algo que no encaja, y no me refiero a la circunstancia de que estos pobres diablos han sido reunidos aquí

para pudrirse en vida. —Cyprian intentó penetrar la oscuridad con la mirada; estaba convencido de que eso tan extraño que percibía superaba el límite de aquello que para los desdichados enfermos hacía rato que se había convertido en lo

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normal. Recordó lo que le había dicho a Andrej en el exterior: que sentía miedo, miedo del final. Uno también se aferraba a una vida como ésa, si era la única que existía.

Nadie los había amenazado; nadie los había obligado a nada; nadie les había dirigido la palabra. El muro formado por los encapuchados cuerpos podridos en vida apostados detrás de la puerta abierta a patadas se había dividido ante ellos, los había acogido para después ponerse en movimiento en silencio. Cyprian y Andrej habían obedecido a la muda exhortación porque sospechaban que de lo contrario aquellos seres se habrían pegado a sus talones. Y pese a la cortesía y al intento de no perder los nervios, la idea de convertirse en un obstáculo para a un montón de cuerpos envueltos en jirones mugrientos no resultaba precisamente atractiva,

Avanzaron a lo largo de la curva de un pasillo y después descendieron. La escasa luz provenía de los agujeros del techo de la primera planta, a través de los cuales se veía el entramado del tejado. Cyprian aún no sabía qué habría provocado semejante destrucción; era como si los cimientos de los edificios hubieran sido de arena y que al cabo de los años se hubieran desmoronado. Bajaron por una escalera que alguien había dejado libre de escombros, evitando así que uno se rompiera el cuello.

—Es un recorrido habitual —dijo Cyprian.

Andrej soltó un gruñido incomprensible; avanzaba encogido y sin dejar de mirar hacia arriba, aunque el techo de la escalera estaba intacto. No resultaba sencillo bajar por unos peldaños cuyos extremos estaban cubiertos de piedras y trozos de manipostería, y donde la luz se hacía más débil a medida que avanzaban, y al mismo tiempo evitar que la cabeza golpeara contra el techo. Cyprían esperaba que en cualquier momento su involuntario acompañante soltara un grito y rodara por la escalera, con sus vistosos ropajes de cortesano convertidos en un remolino de colores y brillos sedosos.

—Mi padre me habló de una bóveda —murmuró Andrej.

—¿ Un escondite para el libro ?

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—Suponía que estaría oculto en las profundidades, en algún lugar oscuro que, en caso de emergencia, se podría sellar provocando un derrumbe.

Cyprian recordó las catacumbas medio derruidas de los santuarios paganos debajo de la iglesia de Heiligenstadt. El concepto era el mismo. De repente se vio a sí mismo —una versión mucho más joven de sí mismo— recorriendo los pasillos con una antorcha en la mano mientras los seres fabulosos pintados en las paredes trataban de atraparlo y se agitaban bajo la luz fugaz, se vio alzando una delicada figura tendida en el suelo y cargando con ella hasta la salida del laberinto subterráneo. Rememoró cómo se había apresurado para que el sacerdote no descubriera hasta dónde había logrado avanzar y cómo la había tendido al pie de los escalones, donde Agnes empezó a despertar y él albergó la esperanza de que ella no recordaría dónde había estado.

—Es allí abajo —dijo Andrej.

Cyprian meneó la cabeza, pero no estaba convencido. Nunca se había considerado una persona especialmente sensible, pero allí... allí algo estaba vibrando. Algo le dijo que no podía ser tan sencillo, que era imposible que el objetivo de cuatrocientos años de conjuras y una búsqueda que había convertido en víctimas a varios Papas se encontrara entre las ruinas de un convento. Y sin embargo...

—Moriremos —dijo Andrej.

Habían alcanzado el pie de la escalera. La luz diurna no llegaba hasta allí, pero más adelante llameaba una antorcha. Cyprian olfateó: se percibía el tufo habitual pero no era lo bastante intenso: la antorcha había sido encendida sólo para ellos. Se detuvo. La sensación —la misma que había experimentado por primera vez en el laberinto bajo la iglesia de Heiligenstadt— era tan intensa que lo paralizó. Las paredes apenas iluminadas por la antorcha parecían toscas, compuestas de esa mezcla de arcilla y piedras que también formaba la base del terreno. No era un material idóneo para construir una bó-— 371 —

veda. La sospecha de que millones de toneladas de escombros podrían derrumbarse y aplastarlo era más fuerte que nunca. Los pelos de la nuca se le erizaron.

—Seguid caminando —susurró Andrej, que se le acercó

por detrás, impulsado por el avance de sus acompañantes. Cyprian notó que el pánico le afectaba la voz y esperó que no perdiera los nervios: debería haberlo dejado fuera. Barruntó

que si el otro se dejaba llevar por el espanto, él también perdería la calma. Siguieron avanzando. El pasillo era bajo, el techo irregular. El suelo estaba seco, aunque el lecho del arroyo debía de estar próximo. Si el terreno fuera menos impermeable, haría tiempo que el pasillo se habría derrumbado. Cyprian creyó oír un quejido. Tenía los pies helados. Alguien no dejaba de susurrar fragmentos de latín corrupto y frases casi comprensibles. De repente todas aquellas historias acerca de aquel saber maldito por el que los hombres estaban dispuestos a matar y morir ya no parecían tan desacertadas, y la leyenda del monje emparedado a quien el diablo ayudaba en su tarea perdió su ingenuidad. ¿Quién había dicho que para venerar al diablo bastaba con rezar el Padrenuestro al revés? Los susurros se agitaban en la oscuridad como los conjuros llenos de odio de todos los demonios del infierno.

Se acercaron a dos o tres aberturas bajas en medio de la oscuridad absoluta. El aire que surgía de éstas era totalmente inanimado; habría resecado a un gusano y asfixiado a una rata. Las dejaron atrás y Cyprian notó que había cerrado los puños ante la idea de que sus acompañantes los empujaran dentro de aquellos agujeros. ¿Realmente le había dicho a Andrej que no llevara ningún arma? ¿Por qué siempre decía cosas de las que poco después se arrepentía? Pero en el fondo sabía que tal vez, al pasar junto a las aberturas, en lugar de apretar los puños habría esgrimido el cuchillo, y que entonces el derramamiento de sangre habría sido casi inevitable. Cyprian oyó que alguien carraspeaba: era Andrej, que

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procuraba reprimir un gemido. Estuvo a punto de agarrarlo de la mano, pero no lo hizo. Le pareció comprender a su compañero; quizás éste se preguntaba si a su padre también lo habrían obligado a avanzar por ese corredor antes de desaparecer para siempre. Tal vez su cadáver yacía en una de las cámaras a las que daban las aberturas, momificado, reseco y negro. A lo mejor no eran cámaras sino salas que se extendían hacia abajo y que albergaban cientos de muertos, hombres que un instante antes se habían creído amos de la situación. De pronto apareció una figura vestida con una cogulla negra. Cyprian se detuvo y Andrej chocó contra él. La figura no dijo ni una palabra. Desde detrás de ambos jóvenes se acercó

una luz que destacó el contorno de la oscura figura y le proporcionó una sombra alargada. Cyprian se sintió mareado. Un bulto envuelto en jirones se arrastró a su lado y él se apartó

violentamente. Los roncos susurros envolvían la figura como el olor a azufre... confíteor Dei, qui tollis peccata mundi, miserere nobis... credo in unum Deumypatrem omnipotentem, factorem coeli et terrae, visibilium omnium et invisibilium... do- mine Deus, miserere nobis, miserere nobis.,. apiádate de nosotros, apiádate de nosotros... La persona cubierta por la capucha de la cogulla tendió

una mano y agarró la antorcha. Era una mano blanca e inmaculada. Cyprian vio que la cogulla no era negra sino de todos los matices del gris y del marrón, vieja y sucia, y que más que una cogulla de monje parecía una túnica anticuada sin cintu-rón. La capucha no era un escapulario sino lo que quedaba de un manto. Al contemplar el rostro en sombras, vio que pertenecía a una mujer.

Como si respondiera a su expresión de asombro, la mujer se acercó la antorcha a la cara. Tendría treinta o sesenta años, nadie podría haberlo precisado. Su cutis era muy pálido y sus rasgos eran regulares. Bajo el sol y mediante afeites, podría haber sido bonita. Bajo el sol, y sin la lepra. El lado izquierdo

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de la boca era una masa gris oscuro de carne muerta que se había encogido hacia arriba y ascendía hasta los agujeros de la nariz, una única herida supurante entre la que brillaban los restos de los dientes carcomidos, rodeada de pústulas que se extendían por la mejilla izquierda y el mentón para proseguir con la destrucción. Lo único que Cyprian logró hacer fue permanecer inmóvil y no retroceder violentamente. Rogó que la repugnancia no se reflejara en.su cara; cuando el rostro desfigurado se volvió borroso, se dio cuenta de que su visión estaba dificultada por las lágrimas.

La mujer lo miraba fijamente con sus grandes ojos sobre los que se arqueaban elegantes cejas. Movió los labios y Cyprian no supo si la carne de la parte inferior de su rostro ya estaba muerta o si sentía dolor al hablar cuando la herida se abrió supurando líquido. A duras penas comprendió sus palabras, pero su cerebro tradujo lo que sus oídos se negaban a escuchar.

—Gracias a Dios que habéis venido —dijo.

El anciano monje estaba tendido en un lecho de piedra; habían tratado de hacerlo más confortable con trapos y hierba seca, pero todo había caído al suelo y ahora yacía sobre la piedra desnuda. Su boca marchita susurraba plegarias, la saliva seca le manchaba las comisuras. Cyprian se acercó con precaución, preparándose para el hedor a putrefacción y excrementos, pero lo único que percibió fue el polvoriento olor de la arpillera viejísima y de un cuerpo aún más viejo y seco. Las manos y los pies del monje estaban desnudos, casi descarnados, sólo piel y huesos. Su cabeza no estaba oculta por la capucha, sino que reposaba sobre ella.

Cyprian iluminó al anciano levantando la antorcha. Cuando la mujer apestada se la había entregado, él había apretado los dientes y procurado no protegerse las manos con las mangas, por respeto. No sabía si ella había apreciado su gesto. El anciano parpadeó y Cyprian se aproximó un poco más.

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—No está apestado —exclamó la mujer—. Durante todos

estos años nunca se contagió.

—¿Quiénes?

—El que nos sostiene en este mundo.

—Se ha ocupado de la..., de vosotros.

—¿Ocupado? —jadeó la mujer; tal vez intentaba reír—.

¿Ocupado? No, se limitaba a estar. Casi nunca salía de aquí y, si uno le hacía una pregunta, sólo excepcionalmente obtenía una respuesta. Pero el hecho de que existiera, de que no huyera ni enfermara, nos daba ánimos. No creo que lo comprendas.

—No —dijo Cyprian.

—Agoniza —-'dijo la mujer—. Vosotros debéis ayudarle.

—¿Cómo?

—No lo sé. Entrasteis aquí..., seguro que descubristeis la manera de salir. Llevadlo con vosotros. Aquí no podemos hacer nada por él. Y aunque sólo se trate de morir, no queremos que muera aquí abajo. Siempre nos proporcionó un poco de luz y queremos que vuelva a ver la luz antes de abandonar este mundo.

—¿Eso es todo?

—¿Que si es todo? —repitió Andrej y agarró a Cyprian del brazo—. ¿Qué pretendéis?

Cyprian devolvió la mirada de los bellos ojos.

—Espero que no creáis que ése es el único motivo por el cual estamos aquí.

—Creo que Dios ha guiado vuestros pasos.

—No podemos llevarlo con nosotros.

—¿Por qué no?

—Porque... porque... —Avergonzado, Cyprian compren

dió que el primer motivo que se le ocurría supondría una bo fetada para la mujer y los otros enfermos. Calló y desvió la mirada. Andrej se removía, inquieto.

" "

—Bien —dijo la mujer—. En ese caso vosotros tampoco volveréis a salir.

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Cyprian se sorprendió. Ella se encogió de hombros.

—Si él es capaz de contagiar al mundo exterior si lo lleváis con vosotros, entonces vosotros también.

—No hemos permanecido aquí el tiempo suficiente...

—¿Y eso cuánto es? ¿Cuánto tiempo crees que permanecí

junto a otros apestados antes de contagiarme?

Cyprian carraspeó.

—¿Cuánto? —preguntó finalmente.

—No lo sé. Que yo sepa, jamás entré en contacto con un apestado, ni de lejos. Pero un día me salieron unas llagas junto a la boca, que no sanaban.

Cyprian oyó el gemido ahogado de Andrej; él también tuvo ganas de gemir, pero se contuvo.

—¿Por qué no preguntáis a qué hemos venido?

Ella guardó silencio; Cyprian, que hasta ese momento creyó poder manejar la conversación mediante el silencio, comprendió que llevaba las de perder. La situación, el entorno irreal, el aspecto de esa mujer cuyo bello rostro estaba maculado por la horrenda herida leprosa...

—Se trata de... —dijo.

—Mis padres fueron asesinados en este lugar —lo interrumpió Andrej. La mujer lo contempló con los ojos entrecerrados y Cyprian notó que su acompañante se estremecía.

—Hace veinte años, mientras yo aún estaba aquí, en el convento y no...

—Hace doscientos años que este convento dejó de funcionar como tal —dijo la mujer.

—Estuve aquí cuando ocurrió.

—Y yo siempre he vivido en Chrast. Desde la guerra de los hussitas, el convento de Podlaschitz ha sido una ruina. Sólo recuerdo uno o dos claustreros que trataban de sobrevivir aquí.

—Vi a los monjes negros.

—No había monjes negros.

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—¿Con cuánta frecuencia acudisteis aquí, a Podlaschitz, antes de que se declarara la lepra? —preguntó Andrej en tono hostil.

—Nunca —dijo ella por fin—. Por algún motivo, casi nadie acudía aquí. Veían la ruina desde lejos y creían... —Se encogió de hombros y añadió—: No lo sé. Andrej asintió con expresión furiosa,

—Los monjes negros estaban aquí—afirmó—. Vi cómo uno de ellos asesinaba a un grupo de mujeres y niños, entre ellos a mi madre; mi padre también perdió la vida en este lugar. Nunca vi sus cadáveres, pero desde entonces han desaparecido, ¡y vi al orate correr entre esos desgraciados blandiendo el hacha!

El susurro del anciano monje se apagó. Cyprian lo contempló: tenía la mirada fija y sus labios marchitos temblaban.

—Mi madre formaba parte del grupo de mujeres cuando el loco las atacó —dijo Andrej—. Las otras mujeres no eran de aquí, recuerdo que vestían de manera diferente y su aspecto también era distinto. Hace cierto tiempo descubrí que se trataba de un grupo de damas aristócratas encabezadas por la condesa de Andel. Vine aquí para averiguar qué se hizo de ellas... y de mis padres.

La mujer calló, contemplando a Andrej con expresión pensativa.

—Hay una historia —dijo finalmente.

El anciano tendido en el lecho giró la cabeza. Su mirada se clavó en la de Cyprian y éste vio que la vida, que casi había abandonado el cuerpo caduco, regresaba a él.

—Es poco más que un rumor. Dicen que un grupo de refugiados llegó a esta comarca. Todos eran mujeres y niños que hablaban en una lengua extranjera. Nadie les comprendía, nadie quería saber nada de ellos. Alguien afirmó que provenían de Inglaterra y que eran católicos expulsados; otros decían que eran hugonotes franceses huidos tras la masacre del día de san Bartolomé. Fueran quienes fuesen, según el rumor fueron

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enviados a los claustreros de Podlaschitz con la esperanza de que ellos supieran qué hacer. Pero mientras iban de camino, de pronto se abrió la tierra y apareció el demonio montado en un caballo de fuego que arrastraba un carruaje en llamas. Las mujeres se subieron al carruaje y fueron al infierno acompañadas por el demonio, lo que demostraría que eran herejes —dijo, haciendo un gesto de desconcierto con la mano—. Lo único verdadero es que los detalles de esta curiosa historia se limitan al aspecto del diablo y de su carruaje. Nadie que estuviera en su sano juicio la tomó en serio. Yo casi la había olvidado; sólo es una de las numerosas historias que cuenta la gente cuando no sabe qué ha visto en realidad.

»La tormenta —gimió el anciano moribundo de repente. Cyprian se sobresaltó. Había comprendido sus palabras, lo mismo que había comprendido las de la mujer, que hablaba con un deje parecido al de Andrej.

»La tormenta..., el hálito de Satanás...

La mujer se inclinó hacia el anciano.

—Callad, hermano —dijo. Sus manos hicieron amago de acariciarle la mejilla, pero las retiró—. Callad.

El anciano se incorporó violentamente.

—¡La TORMENTA! —gritó—. ¡Vino después del pecado!

¡En cuanto excavamos la tumba, el hálito del dragón nos abrasó!

¡Perdónanos, Señor, hemos pecado! ¡Kyrie eleison, kyrie eleison!

—¡Dios mío! —musitó la mujer—. ¡La tormenta! Cuando uno está prisionero aquí, lo olvida todo-La tormenta se había abatido sobre Podlaschitz hacía casi veinte años. Mientras el anciano monje suplicaba el perdón divino o gritaba: «¡La TORMENTA.'», la mujer les hizo partícipes de sus recuerdos fragmentarios. Cyprian no comprendía por qué el anciano se sentía responsable de la catástrofe, pero era innegable que lo hacía. Tampoco quedaba clara la relación entre la tormenta y la tumba de la que hablaba el monje, pero lo que el anciano balbuceó

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cuando la mujer terminó su relato hizo que el escalofrío que le había recorrido la espalda en el pasillo se redujera a un detalle mínimo.

La tormenta.

Una tormenta que se había anunciado durante todo el día: calor sofocante de mañana, agotadores trabajos en el campo, carros cargados de mercancías que se arrastraban por el camino desde Chrudim hacia el oeste, animales y personas presas de los nervios... Una nube de moscas obligó a las vacas a huir por el prado y los caballos rechinaban los dientes y lanzaban coces. Después el valle —en cuyo centro se encontraban las ruinas de Podlaschitz— quedó sumido en la oscuridad. Las nubes de color índigo cubrían el firmamento.

—Como en aquel entonces —dijo Andrej.

—Perdonadnos, Señor, perdonadnos, Señor —susurraba el monje.

Al principio sólo fue un ventarrón, pero después se convirtió

en un huracán. Los rayos relampagueaban entre las nubes sin tocar la tierra. Los truenos eran tan sonoros que los niños se dejaban caer al suelo y se cubrían los oídos, presas del llanto; los adultos se tapaban la nariz y resoplaban para aliviar la presión, pero en cuanto volvían a inspirar, ésta volvía a oprimirlos. No llovía. El Señor había convocado el castigo divino, como aquella vez en Sodoma y Gomorra, y manifestó su ira mediante el aullido del viento, prescindiendo de la lluvia. En Chrast una gran rama se desprendió del viejo tilo; en Rositz una racha repentina destrozó el cobertizo más grande del pueblo; en Horka volaron los techos de juncos de casi todas las casas y en Chacholitz una tormenta de polvo aterrorizó a una piara y los cerdos corrieron —chillando y cegados por el polvo— entre las casas hasta romperse el cráneo contra una oared. Podlaschitz aguantó: las torres memelas temblaron y de los edificios en ruinas se desprendieron trozos de escombros y rodaron por el patio del convento, pero Podlaschitz aguantó.

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—Hasta que la cola del dragón rozó la tierra —dijo la mujer, cuyas heridas abiertas rezumaban sangre y pus, Poco antes de alcanzar Podlaschitz, la tormenta —que se dirigía de oeste a este— extendió un tentáculo, un gigante de polvo, viento, mugre y escombros que danzaba y pisoteaba y ascendía, y que se abalanzó sobre las ruinas del convento aullando como un millón de terneros hambrientos y chillando como todas las almas condenadas al fuego eterno...

¡Mea culpa, mea culpa, mea máxima culpa, domine Deus, miserere nobis, miserere nobis!

Cyprian intentó sujetar al anciano que se retorcía en su lecho, pero el cuerpo casi momificado estaba poseído por la fuerza de la locura. Tambaleándose, el monje se puso de pie y lo agarró del cuello.

—¡Era una orden! —gritó—. Regula SanctiBenedicti, Ca-put V:/De oboedientia!¡OBOEDIENTIAl ¡¡Eso significa OBEDIENCIA!! —sollozó, abrazándose a Cyprian—. ¿Por qué lo exigiste, Padre, por qué lo exigiste?

El tentáculo se introdujo a través de los techos medio descuajados y arrancó las vigas; se arrojó contra el arco ruinoso del portalón y lo demolió como si fuera de rocalla; bramó

entre las torres gemelas lanzando piedras como si fueran proyectiles, aplastó la cúpula de una de las torres y destrozó la otra; penetró en la nave de la iglesia cuyas ripias y vigas salieron volando como impulsadas por una explosión; avanzaba rodeado de una aureola de fragmentos arremolinados que golpeaba los muros y los edificios en pie como mil mazas blandidas por gigantes. Si alguna vez la ira de Dios había cobrado cuerpo, entonces era esa tromba diabólica que descendía de las nubes a la tierra; si alguna vez poseyó una voz, era ese bramido. Sodoma y Gomorra sucumbieron entre las llamas y las cenizas; Podlaschitz desapareció en medio de los aullidos, el polvo y los arremolinados trozos de escombros. Cyprian sostuvo al anciano cuando éste empezó a desplo-— 380 —

marse; era como sostener una figura de paja y de aire, e intentó

volver a depositarlo en su lecho.

—Matad al niño —murmuró el anciano. Sus labios temblaban, la saliva y las lágrimas empapaban su rostro.

»Matad al niño. Es un recién nacido, es completamente inocente, pero ¡MATADLO! —gimió—. ¡OBOEDIENTIAf

—bramó—. ¿Cuál es la quinta regla de la orden, hermano?

¡OBEDIENCIA!

Cyprian lo depositó en el suelo como si el cuerpo reseco ardiera. El espanto que lo embargaba se reflejaba en la mirada de Andrej y en la de la mujer leprosa.

—¡Obediencia! —gimió el anciano—. Obediencia... ¡Mata al niño, hermano Tomás!... ¡Obedezco, padre superior, obedezco!

Únicamente una estructura del convento fue respetada por el tentáculo, que convirtió la iglesia en el esqueleto de un monstruo muerto y todo el convento en un cementerio. Destruyó el viejo huerto de árboles frutales, aplastó los bancales de verduras, desguazó las conejeras y convirtió las gallinas en desmembradas bolas de plumas desparramadas por la comarca. Acabó con la vida de dos de los tres monjes que residían en el convento y después se deshizo en la ladera de la colina al este de Podlaschitz y desapareció como si jamás hubiera existido. Lo único que atestiguaba su existencia era un desgarro en la tierra de varios cientos de metros de largo. Una lluvia torrencial empezó a caer y formó pequeños charcos, estanques y lagos en aquella cicatriz y en el campo de escombros del convento, y si aquel tentáculo había sido la ira de Dios, entonces el diluvio era su pena y, fuera lo que fuese lo que hubiera despertado Su ira, Sus lágrimas lavaron lo que quedaba y salaron la tierra con su maldición.

—¿Por qué exigiste eso, Padre, por qué? ¡Apiádate de nosotros, Señor, apiádate dé nosotros! ¡Apiádate de nosotros!

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—He oído hablar de esa vieja historia —dijo la mujer—. Un libro escrito por un monje maldito y con el que engañó al diablo. Esas historias existen en todas partes. No la relacioné

con nuestra comarca, y si he de ser sincera, tampoco conozco a nadie que lo haya hecho.

Con la mano inmaculada, señaló el montón desordenado de papeles y pergaminos enmohecidos tirados en una esquina de la iglesia. Cyprian consideró que, más que el crucifijo roto y el altar reventado, era ese montículo de papeles polvorientos y letras borrosas, de dorados apagados e índigos enmohecidos lo que anunciaba la muerte de la iglesia y del convento de Podlaschitz. Andrej suspiró.

—Si alguna vez existió un libro, esto es todo lo que queda. Cyprian guardó silencio,

—Mi padre encontró la muerte por eso —dijo Andrej—. Por nada. Y vuestra misión también fue inútil —añadió, mirando a Cyprian—. Y yo, ¿para qué he venido?

Cyprian se encogió de hombros. La mujer miró a uno y después al otro.

—La incertidumbre supone una ventaja: permite seguir albergando esperanzas —dijo.

—Tenéis razón —dijo Andrej, con la vista fija en la lejanía—. Tenéis mucha razón.

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12

—La vida regresa, querida mía.

—Sí.

—Mira hacia fuera y verás cómo han cambiado los árboles durante los últimos tres días. Ahora sé por qué dicen que retoñan.

—Sí.

—Mira por la ventana, el espectáculo es magnífico. Por fin ha llegado la primavera.

—En Viena hubiera llegado hace tiempo.

Sebastian Wilfing se volvió hacia su futura suegra, de pie en el umbral.

—Lleváis razón, señora madre. Pero algunas cosas son más bonitas cuanto más se hacen esperar, ¿verdad? ¿No te parece, Agnes ?

—Sí.

Agnes percibía la desesperación cada vez mayor de su novio. Permaneció inmóvil, advirtiendo las oleadas de antipatía que irradiaba su madre y que ella notaba aunque las separara toda una sala y Agnes le diera la espalda. Nada lograba penetrar en la sima de rechazo en cuyas profundidades yacía Agnes Wiegant, devorada por los monstruos que habitaban allí abajo: el desprecio por sí misma, el arrepentimiento y la certeza de haber dilapidado su futuro.

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—Como nuestra boda, por ejemplo. He esperado todo el invierno, y ahora por fin... Pascua cae dentro de cinco semanas... La voz de Sebastian Wilfing se parecía cada vez más a la de su padre. Agnes se lo imaginó respondiendo a la pregunta del sacerdote:... «¿Y tú, Sebastian Wilfing, quieres tomar a la aquí presente Agnes Wiegant como legítima esposa, amarla y respetarla hasta que la muerte os separe?» Y él contestaría con un chillido de cerdo. La idea le revolvía el estómago.

—¿Por qué no miras hacia fuera?, el mundo se ha vuelto muy bonito —dijo Sebastian Wilfing, y carraspeó.

Había rechazado a Cyprian. Había venido hasta Praga y ella reaccionó haciéndole reproches. No, no del todo. Su primera reacción fue echar a correr hacia él sólo vestida con su camisola. Pero entonces él empezó a hablar de su tío y del encargo que primero debía cumplir.

La cólera encendió una Uamita en el cuerpo que yacía en el frío de la sima, pero esas Uamitas sé fueron apagando y ahora la cólera sólo le provocaban lágrimas que Agnes intentaba disimular. ¿ Cuánto tiempo llevaba sufriendo desde que saltó

del carruaje de Cyprian? ¿Una semana? Y desde entonces él no había dado señales de vida, ni siquiera había intentando comunicarse con su criada. Estaba harto de ella.

—Déjala en paz —oyó que decía su madre—. No sabe la

suerte que tiene de que quieras casarte con ella pese á todo, Sebastian. No te merece.

—No debéis decir semejante cosa, señora madre. Me considero dichoso de ser su felpudo. —Agnes oyó su voz sonriente y falsa. I Qué podía hacer?

El hombre que amaba había dado más importancia a su tío y a algún oscuro encargo que al amor por ella, e incluso suponiendo que eso ya no se interpusiera entre ambos, seguía existiendo el hecho de que ella le había demostrado la misma falta de amor, y lo había rechazado. Por lo visto, él había en-— 384 —

tendido el mensaje. De lo contrario, ¿por qué no daba señales de vida?

El hombre con el que se casaría y compartiría su vida le resultaba insoportable. Sintiera lo que él sintiese, ella consideraba que todos sus sentimientos eran corruptos, y aunque no lo fueran, se habrían malogrado debido a la repugnancia que le provocaban. Sebastian había intentado que apatizaran a Cyprian y cuando salió perdiendo, se encargó.de que Cyprian se pudriera en la cárcel con la ayuda de sus amigos. ¿Qué le haría a ella, la primera vez que se opusiera a sus planes? Si lo rechazaba durante la noche de bodas, por ejemplo, ¿le pegaría hasta que cediera? ¿O en ese caso también recurriría a la ayuda ajena? ¿Se retiraría con la obligada cortesía y dignidad que demostró desde que llegaron a Praga, y al día siguiente exigiría a sus suegros que hicieran entrar en razón a su hija?

—¿Tienes frío, querida mía? ¿Dónde están esos holgazanes? ¡Encended el fuego de la chimenea, maldita sea!

¿Qué podía hacer? Montar un escándalo en la iglesia contestando: «¡No, no quiero!» El resultado supondría volver a la casa de sus padres hasta que éstos decidieran quitársela de encima encerrándola en un convento. Dos prisiones una tras otra... y el corazón roto de su padre.

«¿Por qué no huiste conmigo, Cyprian? —pensó—. Aquel día, junto a la puerta de Kárntner, deberíamos habernos agarrado de la mano y abandonado la ciudad en vez de ser sensatos y postergar la huida hasta el día siguiente. Y si hubiéramos muerto de hambre en el camino, al menos habríamos muerto juntos. Aunque no llegáramos a nuestro destino, al menos lo habríamos intentado juntos. Teníamos una oportunidad, pero no la aprovechamos.»

¿ Qué podía hacer?

—Sí —dijo, Al percibir el desconcierto de los otros, se volvió. Sebastian y su madre intercambiaron una mirada significativa.

»¿Qué has dicho, Sebastian? —se obligó a preguntar.

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—Nada, querida mía.

De repente se le ocurrió la solución. Clavó la mirada en los rostros de su novio y de su madre, y se preguntó cómo se las había arreglado para encontrar la solución en esos rostros. Pero a lo mejor no la encontró allí sino en su fuero interno; siempre había estado a su alcance y, gracias a un pequeño desplazamiento interior, ahora la veía. O tal vez se debía a que de pronto había recordado la conversación sobre nuevos mercados entre su padre y ambos Wilfing.

—Perdonad, estaba pensando —dijo y sonrió con tanta dulzura que su novio automáticamente la imitó. Agnes se volvió hacia la ventana—. Es verdad, hace muy buen tiempo y es como si el mundo volviera a abrirse y uno tuviera ganas de salir..., de echar a correr y no detenerse hasta llegar al fin del mundo.

Sebastian Wilfing parecía la sorpresa personificada, embargado por el desconcierto y la esperanza.

—Sí —chilló, como un cerdito.

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13

El hombre ardía, así como debió de haber ardido Judas Iscariote al correr hacia el templo con su saquito lleno de monedas de plata para reunirse con los saduceos, albergando la desesperada ilusión de anular lo que había hecho. Judas Iscariote había fracasado y Melchior Khlesl se preguntó si debería desear que el hombre que tenía ante sí también fracasara. Este hablaba en español con un deje de latín que se evidenciaba en las duras consonantes. Sus anteojos estaban tan pringosos que sus ojos, agrandados por los cristales, parecían afectados de cataratas. El obispo sospechó que veía a través de ellos pese al pringue; una mirada como la suya era capaz de penetrar una pared.

—Padre Hernando de Guevara —dijo el obispo Melchior en su excelente latín apoyando las manos en la mesa—. He de confesar que no he comprendido ni una palabra de lo que ha dicho. —Su rostro no reveló que mentía; había comprendido perfectamente, y sobre todo una cosa: el hombre joven sentado en la silla de las visitas tenía la muerte de dos Papas sobre su conciencia.

Los ojos aumentados por las lentes parpadearon. - —No puedo enmendar lo que he hecho —gimió el padre

Hernando—, pero puedo impedir que mi culpa sea aún mayor. Necesito vuestra ayuda, Ilustrísima.

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—¿Por qué la mía, precisamente?

—Sois el hombre que vi cuando el Santo Padre entró en el colegio. Os saludé con la cabeza.

—¿El papa Inocencio? ¿El cardenal Facchinetti?

—Y vos le ayudasteis cuando él...

—Murió —dijo el obispo Khlesl, y nadie habría notado que hacía crujir los dientes.

—Hice averiguaciones y obtuve vuestro nombre,

Ilustrí-sima.

—Y ahora estás aquí. De Roma a Viena en un par de días. Un viaje agotador, padre.

A principios de primavera, a lo largo de caminos que sólo se diferenciaban de los campos circundantes porque uno no se hundía en el fango más allá de los tobillos. Pero los dominicos disponían de una amplia red de conventos y claustros, y los miembros de la Orden que gozaban del permiso de desplazarse por el mundo se caracterizaban por ser capaces de soportar los viajes más agotadores sin pestañear, incluso sin desayunar y con una sola copa de agua caliente como único sustento.

—Sólo debo permanecer con vida hasta haber cumplido con mi misión.

—Ahora llegamos a la parte que no he comprendido

—dijo el obispo.

—Por favor, Ilustrísima... —El desdichado monje alzó

ambas manos—. Estoy seguro de que el Santo Padre os abrió

su corazón.

El qbispo Melchior guardó silencio.

—¡La quemaré! —exclamó el padre Hernando—. Si fuera

necesario me lanzaré a las llamas junto con ella. Si fuera necesario, quemaré toda la comarca, sólo para asegurarme de que deje de existir.

—Hummm —musitó el obispo, con el corazón en un puño.

—Es la obra del diablo, y nadie puede enfrentarse a ella y salir airoso —dijo el padre Hernando—. Los planes de Dios no incluyen la derrota del diablo. Sólo podemos renunciar a

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él, eso es todo. El cardenal de Gaete y el cardenal Madruzzo... ya no sé si realmente quieren destruir el libro.

Se restregó la cara con ambas manos y los anteojos se deslizaron hacia abajo dejando dos marcas rojas en sus mejillas. Clavó la mirada en el obispo. Con sus gafas torcidas, la cara manchada de mugre, la tonsura erizada y el tufo a sudor, suciedad y ropa enmohecida que emanaba, parecía un preso enloquecido huido de las mazmorras del Vaticano.

—¡Perdóname, Dios mío, ya me he mezclado con el diablo! —gimió. Tras el rostro impasible del obispo Melchior sus ideas se arremolinaban. ¿Acaso el destino le había enviado un cómplice? Pero un cómplice como éste era peor que mil enemigos. Podía seguir haciéndose el tonto y decirle al dominico que prosiguiese su camino, pero entonces, ¿qué haría el monje?

No era ningún idiota, se las había arreglado para encontrarlo. Si hacía caso omiso de él, el dominico se limitaría a seguir adelante y se convertiría en una pieza imprevisible en esa diabólica partida. Sería mejor intentar dirigirlo, aunque sospechaba que eso equivaldría a conducir a un elefante enloquecido a través de la colección de porcelanas del emperador. Tenía que encargarle una tarea, una que lo mantuviera al margen de los acontecimientos.

—Bien —dijo el obispo—. He ideado algunas cosas, cosas en las que no creo, personalmente.

El monje dominico calló. Sus lentes lanzaban un brillo apagado. No trató de convencer al obispo de que cambiara de opinión y eso hizo que Melchior Khlesl comprendiera que había algo que el monje se tomaba en serio: no quería que la Biblia del Diablo cayera en manos de la humanidad.

—Tu hermano in dominico, ¿se encuentra en Praga? Me temo que está buscando en el sitio equivocado —dijo el obis po en tono mesurado.

* ■ -

—¿Cuál es el sitio correcto, Ilustrísima?

—Hay una historia. En una iglesia no lejos de aquí, anta-— 389 —

ño existió un lago subterráneo. Unas aguas oscuras llenas de rumores, luces fantasmales y extrañas criaturas. Dicen que en el centro del lago hay una isla. —El obispo avanzó a tientas a través de su versión personal de la vieja leyenda, inventándola a medida que hablaba—. En esa isla hay un cofre enterrado y quien lo encuentre...

La mirada del dominico era casi dolorosa. La locura y la esperanza llameaban en ella como el fuego con el que estaba dispuesto a quemar la comarca sólo para acabar con la Biblia del Diablo. Con una frialdad que no sólo invadió su corazón, el obispo Melchior comprendió que la única manera fiable de alejar de todo el asunto al monje medio enloquecido sería asesinarlo. La frialdad aumentó cuando el obispo reconoció

que sus ideas ya habían avanzado en esa dirección: empezaba a pensar en sus contactos: ¿a quién conocía que conociera a alguien cuya conciencia se podría aplacar con dinero por haberle destrozado la cabeza a otro con una piedra en una callejuela?

—... encontrará un tesoro —añadió el obispo, inclinándose hacia atrás y contemplando al dominico.

Éste lo miró fijamente.

—No comprendo —exclamó.

—Otra versión de la historia afirma que quien abra el cofre alcanzará la sabiduría del mundo. Los ojos tras los lentes parpadearon.

¿ Dónde está esa iglesia?

—Espera, padre, espera. He de advertirte. Conozco esa iglesia y sé que por debajo se extiende un laberinto de antiguas cuevas. Pero...

—No me detendrán, ni siquiera si las vigila el cancerbero del infierno en persona.

—No hay tal cancerbero, padre. Pero hay toneladas de fango endurecido que ocupan todas las catacumbas desde la última inundación. Deberías abrirte paso con pico y pala. Si es verdad que el maldito libro reposa allí, puedes olvidarte de él. Nadie es capaz de llegar hasta él.

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Bajando los párpados, el obispo contempló al padre Hernando y aguardó a que mordiera el anzuelo. Esperaba de todo corazón que lo hiciera. No quería ser el responsable de su muerte, porque eso habría supuesto que procuraba proteger al mundo de la Biblia del Diablo con los mismos métodos representados por la maldita obra.

Debo aceptar ese riesgo, Ilustrísima —susurró el dominico—. Si debo excavar, excavaré. No descansaré hasta que vea cómo arde en llamas con mis propios ojos. ¡Excavaré, aunque me lleve cien años!

—Rezaré por ti.

—¿Dónde está esa iglesia?

El obispo Melchior plegó las manos y se permitió una sonrisa. Parecía expresar compasión, pero lo que realmente sentía era un profundo alivio. Empezó a describirle al dominico el camino a la iglesia de Heiligenstadt lo más detalladamente posible.

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14

El padre Xavier percibía los acelerados latidos de su corazón bajo la palma de la mano. Le acarició la cabeza y el cuello con el pulgar en movimientos lentos y casi cariñosos. Devolvió la mirada de los temerosos ojos negros y sonrió. Percibía los huesos y éstos le revelaban que estaba acariciando un cuerpo que podría haber aplastado con la mano; reprimió la agitación que esa idea le provocó. Poco a poco, los latidos se tranquilizaron y el delicado cuerpo se relajó. La resistencia de las garras calientes y secas se aflojó. El padre Xavier volvió la paloma mensajera de espaldas y quitó el mensaje que llevaba enrollado en la pata. Después la soltó. La paloma agachó la cabeza pero entonces descubrió el montoncito de granos encima de la mesa y se acercó. El padre Xavier se dispuso a descifrar el mensaje.

Un poco después su mirada se perdió en el vacío mientras la paloma picoteaba. El rítmico golpeteo del pico del ave era como el tic tac de un reloj. Era contagioso. El padre Xavier se dio cuenta de que estaba tamborileando en el viejo pergamino

—sobre el cual acababa de garabatear el mensaje descifrado—

con los dedos. Acercó la vela, arrancó el texto y lo sostuvo sobre la llama. Antes de encenderse y de que las letras se convirtieran en humo, el pergamino se arrugó. El padre Xavier volvió a leerlas antes de que el fuego las consumiera.

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«CK y AvL observados desde lejos. Misión en P fracasada. Ni rastro de T. Presencia probable en 1572; ¿¿¿Ubicación actual??? ¿Cuándo veré a mi niño?»

El padre Xavier observó cómo la llama consumía la última letra del mensaje, una «Y». Dejó caer el último trozo del pergamino en la mesa y observó cómo se convertía en ceniza.

«Y.» Ella firmaba todos los mensajes con una «Y», como si él no supiera de quién provenían. Era como si quisiera indicarle que era un ser humano, no una herramienta, pero no podía sospechar que para el padre Xavier no existía una gran diferencia entre ambos. La pregunta por su hijo siempre formaba parte de los informes de Yolanta Melnika. El padre Xavier sonrió. Mientras preguntara, seguiría teniendo esperanza. Mientras siguiera teniendo esperanza, haría todo lo que él quisiera. Cogió algunos granos y la paloma se encaramó a su mano. Mientras continuaba picoteando, él le acarició las plumas grises y lisas. El único resultado del viaje atentamente vigilado de Cyprian Khlesl al sur de Bohemia había sido la certeza de que ahora al menos existía un lugar en el que ya no era necesario que él, el padre Xavier, siguiera buscando, además de incluir mucha información sobre los sentimientos de Andrej von Langenfelsj que se había convertido en el acompañante de Cyprian de manera tan inesperada.

El padre Xavier llevó la paloma junto con las otras. Ahora volvían a estar todas. Yolanta ya no podría enviar más mensajes; ella se habría quedado con la última paloma si no hubiera creído que esta misión en particular estaba concluida.

«¿Cuándo veré a mi hijo?»

El padre Xavier sonrió.

—Cuando ya no te necesite —susurró.

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15

Si uno le preguntaba al párroco de la iglesia de Heiligens-tadt cómo se encontraba, siempre contestaba que los años habían sido buenos con él; después plegaba las manos sobre el vientre y añadía:

—Demasiado buenos, hijo mío, demasiado buenos.

De muy joven, cuando era capellán, se lo había visto hacer al párroco de aquel entonces y le pareció una expresión de modestia, de alegría de vivir y de un dichoso sometimiento a las decisiones del Todopoderoso. Había olvidado que el vientre del párroco era lo bastante abultado para subrayar sus palabras y se le escapaba el involuntario sarcasmo de la contradicción de lo que decía con su enjuta figura. A veces lo desconcertaba la sonrisa cínica que recibía como respuesta de algún miembro de la parroquia, alguien tan flaco como él porque la última inundación lo había desprovisto de todo lo que poseía. Pero ahora su desconcierto era todavía mayor al contemplar al escuálido, andrajoso y apestoso monje dominico que de repente apareció en la nave de la iglesia y trataba de orientarse mirando a través de unas gafas tan sucias que podría haber contemplado el sol sin correr ningún peligro. El recién llegado no dio muestras de disponerse a preguntarle por su bienestar.

—¿Dónde está el lago subterráneo? —preguntó en vez de

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saludarlo. Las consonantes latinas rebotaron contra las paredes y volaron como proyectiles a través de la nave. El párroco tardó unos minutos en comprender la pregunta.

—¿El lago subterráneo? —preguntó.

El dominico señaló la puerta detrás del altar.

—¿Adonde conduce?

El párroco recordó a la joven que había acudido el pasado otoño, y después de decir cosas enigmáticas había clavado la mirada en su despensa, como si hubiera esperado que allí realmente se encontrara una escalera que conducía a las profundidades y a un laberinto de catacumbas y fantásticas grutas. Su mente estrecha y tímida se preguntó si Dios o algún otro se divertía enviándole un loco cada tantos meses.

—A ninguna parte —dijo—. ¿Cómo puedo ayudarte, hermano?

El dominico echó un vistazo en torno. El párroco comprobó que la mirada borrosa tras las gafas le erizaba la piel.

—¿Hay otra puerta?

—¿Detrás del altar? No: ésta da a la sacristía y allí está la salida lateral, pero ninguna de las dos está detrás de... El párroco corrió en pos de su huésped, que se dirigía hacia la condenada puerta.

—¿Cómo puedo ayudarte, hermano?

El dominico tiró del picaporte.

—Ábrela.

—Después de la última vez, hice instalar un cerrojo —explicó el párroco—. Solía despertarme de noche, creyendo que alguien pisoteaba mis provisiones mientras buscaba unas cuevas.

—¿Cuevas? —El dominico se volvió—. ¿Cuevas con un lago?

—Ésta es mi despensa —volvió a decir el párroco, porque le parecía que primero debía aclararle las cosas básicas a su huésped,

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—¿Dónde está el cerrojo? ¡Abre de una vez!

—Ahí sólo está mi despensa, lo siento —dijo el párroco y después, considerando que había sido demasiado brusco, repitió—: Lo siento.

El dominico tiró del picaporte y le pegó una patada a la puerta.

—¡Cálmate, por favor! —El párroco sacó el manojo del cual colgaban tres llaves: la de la iglesia, la de la sacristía y la de la despensa. Primero intentó abrir con las dos llaves equivocadas y por fin lo logró con la tercera. La puerta se entreabrió; con gran impaciencia, el dominico la abrió del todo. La luz fría de la nave vacía se derramó por un par de peldaños, se arrastró por encima del suelo irregular de color fango e iluminó las verduras marchitas depositadas en un rincón.

—Ahí está —dijo el párroco, y después repitió—: Lo siento. El dominico descendió los peldaños y pateó el suelo. El párroco lo oyó suspirar.

—Si allí abajo realmente hay algo —dijo el párroco, porque de pronto se le ocurrió que uno podía librarse de un demente siguiéndole la corriente—, está tan a buen recaudo como en los archivos secretos del Vaticano.

El dominico se sobresaltó.

I Qué ? —jadeó—. ¿ Qué has dicho ?

El párroco tragó saliva e intentó apaciguarlo mediante el silencio y una sonrisa confiada. El dominico se sentó en el último peldaño y apoyó la cabeza en la mano. Después de un rato, el párroco oyó un cloqueo: el monje se reía. Luego éste se giró y contempló al párroco; de pronto se quitó los lentes, los limpió con la punta de la sotana, volvió a ponérselos y dijo:

—Está a buen recaudo. Pasarán los años, y seguirá estando a buen recaudo. —El hombre parecía feliz.,

—Además, tengo la llave —dijo el párroco, con la esperanza de acabar de convencer a su huésped de que lo que fuera que buscaba estaba a salvo.

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El dominico guardó silencio. La sonrisa se desvaneció

muy lentamente, hasta que los ojos inmensos y los lentes emborronados volvieron a ser los* elementos predominantes en su rostro.

—¿Qué es lo que has dicho hace un momento? ¿«La última vez» ?

—Sí —contestó el párroco, simulando indiferencia—. La última vez. Una joven quería bajar las escaleras. Me preguntó

lo mismo que tú. ¿Acaso la conoces? —preguntó, invadido por una repentina sospecha.

El dominico remontó los peldaños. El párroco no había visto que se ponía de pie. Cuando su mirada se cruzó con la del hombre desastrado, empezó a retroceder. El dominico lo siguió. El párroco chocó contra el altar con el trasero y se detuvo; su cuerpo se curvó hacia atrás y el dominico se inclinó

por encima de él. Sus respectivas narices chocaron entre sí. El párroco oyó el crujido de su columna vertebral.

—¿Quién es ella? —susurró el monje.

El otro estaba convencido de que había llegado su hora. Se le quedó la mente en blanco y su vejiga se habría vaciado si hubiera contenido el líquido suficiente.

—¿Así que tú tampoco la conoces? —tartamudeó.

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16

Pavel se quitó el manteo gris y lo plegó cuidadosamente; después ayudó a Buh, que siempre se quedaba enredado. Inspiró el aire frío y rancio del convento: una inspiración profunda como la de alguien que durante las últimas horas casi no había tomado aliento, al igual que Buh.

Se habían dirigido a la ciudad de madrugada, los negros hábitos ocultos bajo los manteos grises. De esta guisa a primera vista parecían dos monjes normales, dos cofrades que recorrían las callejuelas para comprobar si alguien requería ayuda. En esos días nadie miraba dos veces a nadie, porque de hacerlo quizá comprobaría que la persona con la que uno acababa de cruzarse estaba apestada y eso podría provocar una angustiosa pregunta: «¿Acaso me habré contagiado a través de ese contacto fugaz?», y encima uno tendría la certeza de que nadie estaba a salvo. Pero en tanto que uno se limitara a atravesar apresuradamente la ciudad y lograra evitar los carros de los enterradores, en tanto que ningún miembro de la familia más inmediata hubiera fallecido y uno hubiera eludido cualquier contacto con los demás para no tener que enfrentarse a la pena de sus conciudadanos..., resultaba posible conservar la ilusión de que a lo mejor uno se salvaría. Era evidente que la cifra de quienes mantenían esa actitud se reducía cotidianamente.

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—Mal... mal... mal —tartamudeó Buh, mientras Pavel se ponía de puntillas y le alisaba la tonsura.

—Sí —dijo Pavel—. Malos tiempos.

El abad Martin se había negado a los ruegos de Pavel durante mucho tiempo, pero éste no había aflojado. Así que desde hacía poco una vez a la semana dos custodios, camuflados bajo sus manteos grises, abandonaban el convento durante un par de horas, recorrían la ciudad y después regresaban. Siempre eran dos. Se protegían mutuamente, de la misma manera en la que protegían el diabólico libro que otros habían dejado a su cuidado. Pavel estaba convencido de que, mediante esta medida, lograría evitar que volviera a ocurrir lo mismo que hacía veinte años. Cada dos semanas soñaba con el monje blandiendo el hacha, con las mujeres presas del pánico y los niños que gritaban, todos se le aparecían como fantasmas mientras él se revolcaba en su catre entre gemidos. Soñaba con la mujer del cráneo destrozado dando a luz al niño en su último estertor...

Esta vez descendieron por la ladera a lo largo de la cual la ciudad de Braunau se extendía desde el convento hasta el río, atravesaron la puerta de Nieder apenas vigilada y remontaron la empinada ladera opuesta hasta la iglesia de la Virgen María y su cementerio. Buh andaba con el ceño fruncido, pero sin decir nada. Si Pavel consideraba adecuado visitar una iglesia en la que desde hacía unos años los protestantes celebraban misa, tendría sus motivos.

Pavel no le daba mayor importancia a la enemistad entre las religiones. La tarea que él y los otros seis custodios debían llevar a cabo era independiente de la interpretación de la fe, y si fracasaban en su quehacer, tanto los miembros de la fe católica como los de la luterana sólo serían marionetas que el diablo podría aniquilar a placer. Desde la iglesia y su cementerio se gozaba de un excelente panorama de toda la ciudad. Permanecieron allí durante más de dos horas, observando la agonía de Braunau.

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Al vagar por la iglesia de madera, Buh había encontrado una hilera de tablas votivas. Hechizado por aquellas letras ilegibles, se quedó de pie mirándolas fijamente, hasta que llegó

Pavel y le leyó el texto, qué trataba de las inundaciones de 1570, de las dos hambrunas ocurridas ese mismo año y un año después, de las epidemias de lepra de 1582 y 1586 que causaron más de mil muertos. Una de las tablas acababa con una oración: «El Dios eterno quiso apartar su ira de nosotros y protegernos del mismo golpe del destino y del castigo divino aún mayor.» Lo mismo protestantes que católicos: en su angustia mortal, todos llamaban al mismo dios, y sus súplicas no se diferenciaban. Las tablas votivas dé la iglesia parroquial católica no mencionaban que Dios estaba encolerizado porque muchos de los habitantes de la ciudad habían sucumbido a la herejía luterana y que por eso envió plagas bíblicas a Braunau; y allí, en la iglesia de la Virgen María, tampoco ponía que la culpa la tenían los católicos por aferrarse a las perversas prácticas papistas. TanLo la fe verdadera como la falsa, tanto las tablas votivas como las súplicas grabadas en éstas resultaron inútiles. Braunau, la rica ciudad textil, la joya de Bohemia septentrional, la comunidad prácticamente autónoma de acaudalados burgueses, arrancada de las manos de reyes y príncipes por los abades, y de las de los abades por los burgueses, destruida por numerosas inundaciones y carcomida por la peste..., Braunau estaba acabada. Pavel sabía que el abad Martin se echaba la culpa a sí mismo en secreto, y eso le dolía. La culpa que agobiaba al abad casi lo había paralizado, había hecho que se retirara y dejara que las cosas siguieran su curso y le había proporcionado una fama tan catastrófica en la ciudad que Pavel a veces deseaba que la peste borrara a todos los habitantes de la faz de la tierra, para que la falsa deshonra quedara en el olvido y el nombre del abad no siguiera manchado para toda la eternidad.

Por fin regresaron a casa. Nadie les dirigió la palabra, na-— 400 —

die los maldijo ni les pidió ayuda. Los habitantes de la ciudad moribunda estaban más allá de semejantes emociones.

Pavel vio que uno de los monjes del convento estaba en el vestíbulo; Pavel le sonrió, aunque fue inútil; todos quienes tenían una relación con él o con los demás custodios adoptaban una expresión pétrea e irradiaban el deseo de encontrarse en el otro extremo del convento. La sonrisa resultaba inútil frente a ese estigma —el único don que Dios le había otorgado a una criatura llamada Pavel— y que obligaba a casi todos a devolvérsela.

—El reverendo padre abad desea hablar contigo.

Pavel asintió con la cabeza y se dirigió a la escalera que conducía a las entrañas del convento.

—Ahora —dijo el monje.

—Debo informar a mis hermanos —dijo Pavel sin dejar de sonreír—. Los custodios siempre han de saber dónde se encuentran todos los miembros...

—AHORA —repitió el monje, con la voz enronquecida por la cólera ante el rechazo.

Pavel intercambió una mirada con Buh.

—A solas —dijo el monje.

—Informa a los hermanos —le indicó Pavel a Buh.

—B... b... bien—contestó éste.

Pavel se volvió hacia el monje enviado por el abad Martin, esforzándose por volver a sonreír.

—Después de ti, hermano —dijo.

El enviado del abad se alejó sin mirarlo; la sonrisa de Pavel se desvaneció. Siguió al cofrade y el corazón le latía dolorosa-mente con cada paso que daba.

El abad parecía estar a punto de desmayarse. El monje que lo había acompañado inclinó la cabeza y se alejó. El abad Martin disponía de la sala capitular, de una estancia confortable situada en la zona más exterior del convento destinada

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a recibir a los huéspedes seglares y de otra más pequeña para los miembros de la comunidad, situada junto a la entrada al refectorio. Sin embargo, hizo venir a Pavel a su propia celda. El abad estaba junto a la ventana, como si necesitara de la luz diurna para comprobar que la realidad seguía existiendo. Guardó silencio hasta que se encontraron a solas. El monje había cerrado la puerta. El silencio era de esos que provocan un zumbido en los oídos. Pavel sólo oía el latir de su corazón. Vio que él abad se disponía a hablar, pero luego volvió a enmudecer. El joven custodio percibía la conmoción de su superior como si fuera propia.

—Que la paz del Señor sea contigo, reverendo padre

—musitó finalmente, y más que un saludo, suponía un deseo.

—¿Aún recuerdas al hermano Tomás? —preguntó el abad. Estaban separados por la longitud de la celda. El abad Martin parecía una estatua gris y encorvada, iluminada por la luz que penetraba a través de la ventana. Pavel era una sombra junto a la puerta.

—¿Cómo podría haberlo olvidado, reverendo padre?

—Pequé contra Dios, contra el y contra el niño —dijo el abad; su voz parecía un sollozo—. Hice lo correcto, y sin embargo fue un pecado,

—Hicisteis lo correcto, reverendo padre, y eso es lo que cuenta.

—No lo sé. ¿Crees que hice lo correcto? No lo sé, hermano Pavel. Pavel titubeó, pero cuando se acercó al abad vio que tenía los ojos enrojecidos. Los dolorosos latidos de su corazón no habían cesado, pero ahora su temor y sus oscuros presentimientos se combinaron con una intensa compasión y ese sentimiento ahogó cualquier duda. Fuera cual fuese él deseó del abad, él lo cumpliría.

—Reverendo padre, ¿por qué lo recordáis precisamente

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íhora? Hace tiempo que el hermano Tomás está junto al Señor, V

Éste le ha perdonado, así como nos perdonará a vos y a todos nosotros.

Las manos del abad surgieron del hábito debajo del cual 1 is había ocultado y se aferraron a las muñecas de Pavel. Estaban heladas.

—No —dijo, sacudiendo la cabeza como un orate—, no, no,

¡NO! El hermano Tomás está vivo. Está aquí. Ha venido a Braunau. Agoniza y desea mi absolución, ¡pero me falta valor para acudir junto a él y enfrentarme al pecado que yo mismo mandé cometer!

—¡Callad, reverendo padre, callad!

El grito del abad resonó en la celda y en los pasillos del L

onvento. Las ideas se arremolinaban en la cabeza de Pavel y, antes de que su voluntad pudiera impedirlo, habló impulsado por sus sentimientos.

—Os acompañaré, reverendo padre —dijo—. Éste también es un asunto que concierne a los custodios.

Las lágrimas bañaban los ojos del abad. Pavel se arrodilló y apoyó la mano helada del abad en su cabeza. Sintió cómo temblaba y oyó su respiración entrecortada mientras el abad procuraba recuperar la serenidad. Las ideas de Pavel seguían arremolinándose, pero ahora sólo giraban en torno a una pregunta:

¿qué habría inducido al viejo Tomás a regresar a Braunau? Pavel tenía claro que no sólo se trataba de que se sintiera próximo a la muerte y no quisiera morir sin la absolución. «¿Por qué has venido, hermano Tomás, por qué?»

Al ver al anciano tendido en el lecho que le prepararon en un rincón del dormitorio, Pavel supo que lo único que mantenía con vida a ese cuerpo era la locura. Tomás había permanecido en Podlaschitz junto con otros dos hermanos. Estaba allí cuando Johannes, el abad de Braunau, murió y el prior Martin heredó su cargo. Se habían generado muchas discusio-— 403 —

nes cuando este último anunció que quería llevar la Biblia del Diablo a Braunau, pues tras la masacre, consideraba que en Podlaschitz ya no estaba segura. El superior de los custodios de aquel entonces intentó negarse a cumplir el deseo de Martin, pero el nuevo abad no cedió. Finalmente transportaron el pesado arcón atado con cadenas mediante dos mulos. El trayecto fue una pesadilla. Sujetaron dos largos palos al correaje de los mulos, y éstos arrastraron el arcón entre ambos. El mulo delantero intentaba galopar, como si quisiera huir del arcón, mientras que el trasero mantenía los cascos clavados en el suelo con el pelaje erizado. Tiraron de las riendas del mulo delantero hasta que el correaje le provocó una herida en la piel y azotaron al mulo trasero hasta cubrirle los flancos de verdugones. Pavel vio el pánico reflejado en los ojos de los animales y la visión lo consternó, pero guardó silencio. Al final fue Buh quien, tras un prolongado monólogo de palabras entrecortadas e incomprensibles, encontró la solución. Se colocó entre los palos justo detrás del arcón y delante de la cabeza del mulo trasero, se volvió hacia éste y empezó a acariciarlo. Pavel lo imitó, y se colocó delante del arcón. El cuerpo inmenso de Buh impidió que el mulo trasero viera el arcón y, pese a la delgadez del cuerpo de Pavel, el animal delantero también se tranquilizó en cuanto éste se hubo interpuesto entre él y el arcón. Buh caminó de espaldas durante casi todo el trayecto y no se detuvieron, ni siquiera cuando se hizo de noche.

Dos días después, cuando llegaron a Braunau, de algún modo quedó claro que Pavel y Buh eran los principales responsables de que el arcón hubiera llegado a destino. Se detuvieron en la parte inferior de la ciudad, justo debajo de la empinada roca coronada por el convento, desensillaron los mulos —porque éstos preferían morir a golpes antes que dar un solo paso más—, cargaron con el arcón y lo transportaron a lo largo del sendero que ascendía entre los fosos naturales situados entre los jardines del convento y el edificio princi-— 404 —

pal, pasaron por debajo del puente de madera y llegaron hasta la entrada. El abad Martin los hizo esperar ante el portalón mientras él entraba al convento/Cuando volvió a salir, el patio de entrada parecía vacío y muerto. Siguiendo las indicaciones de Martin, descendieron por una escalera con el arcón y fueron a parar a los antiguos pasadizos situados por debajo del convento. Después jamás volvieron a saber nada de Podlas-chitz ni de los hermanos que permanecieron allí. Era como si una época hubiera llegado a su fin. Entretanto, Pavel había comprendido que para el abad Martin esa época nunca había acabado; Podlaschitz siguió supurando en su corazón, una herida que se pudría y no cicatrizaba.

Los ojos de Tomás estaban abiertos, su mirada estaba clavada en el abad esquivando a los hermanos que lo rodeaban.

—Diles que se marchen, reverendo padre —dijo a guisa de saludo. Su voz era como el susurro del viento entre la hierba seca.

Los hermanos murmuraron sorprendidos. Habían visto los suficientes moribundos como para saber que el hermano Tomás se moría y, ateniéndose tanto a las reglas del convento como a las de la humanidad, se habían reunido para acompañarlo en su último camino.

—Haced lo que ha dicho, hermanos —murmuró el abad.

Los monjes salieron con la dignidad de los ofendidos. Ciertas cosas provocaban la indignación, incluso cuando ante las murallas se amontonaban los cadáveres de los apestados. Pavel se quedó atrás. La mirada de Tomás se posó sobre él.

—También a esa burla para con san Benito —susurró Tomás, señalando a Pavel, que palideció.

—El hermano Pavel se queda —dijo el abad Martin; aunque intentaba hablar entono decidido, su voz parecía un gemido.

—El y sus semejantes tienen la culpa... —empezó a decir Tomás, pero un ataque de tos lo interrumpió. Después volvió a

;; caer en el lecho con los ojos y la boca abiertos, y no se movió.

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Pavel dio un paso hacia delante para asegurarse de que el anciano realmente estaba muerto. El abad Martin se inclinó

encima del lecho.

Tomás alzó la mano y aferró la casulla de Martin. El abad ahogó una exclamación. Tomás lo arrastró hacia sí. Pavel se acercó de un brinco para liberar al abad de la mano del moribundo, pero entonces oyó el susurro de una voz seca: «Confíteor dei...»

—Alivia tu alma, hermano mío —dijo el abad con voz temblorosa.

—Podlaschitz ha muerto —dijo el anciano. Hablaba en voz tan baja que el abad tuvo que acercar la oreja a su boca, pero en la cabeza de Pavel cada palabra resonaba como un grito—. Yo fui el último. Quienes aún están allí siguen vivos, pero están muertos.

Pavel dejó caer los hombros. La compasión que sintió por el abad de pronto incluyó a Tomáá. El anciano no estaba en su sano juicio. Había superado el viaje desde Podlaschitz para no morir en pecado, y ahora su resistencia le hacía una jugarreta. Si ése era el tipo de broma amada por Dios, entonces su humor era negro. El abad le lanzó una mirada de soslayo. No sabía qué hacer.

—Los abandoné —susurró el anciano—. Se apoyaron en mí, pero yo los abandoné.

—Dios te perdonará —murmuró el abad—. Te marchaste

con el fin de preparar tu alma para la eternidad. Ése es él santo deber de...

—Escúchame, reverendo padre —jadeó Tomás, incorporándose aferrado al hábito de Martin, pero volvió a caer de espaldas en el catre—. Ya he expiado la maldad que cometí

con mis congéneres. He habitado entre las almas olvidadas por Dios.

Ego te absol... —empezó a decir el abad.

—Pero cometí un pecado contra san Benito —musitó—.

¿Puedes absolverme también de eso, reverendo padre? ¿Puedes? ¿PIJEDES?

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—No lo sé —dijo Martin, a quien el último grito de Tomás había sobresaltado.

—Eres el único que puede hacerlo —susurró—. Sólo tú.

¡SÓLO TÚ! Sólo tú puedes hacerlo, reverendo padre, ¡PORQUE

TÚ TIENES LA CULPA DE QUE LO HAYA COMETIDO!

El anciano se agarraba al hábito del abad, obligándolo a arrodillarse. Pavel se acercó, pero el abad le indicó que se alejara e intentó liberarse de la mano de Tomás, pero ésta era como una tenaza de hierro.

—¿Recuerdas lo que me ordenaste hacer allí? ¿En aquel entonces?

Martin bajó la cabeza. Presa del espanto, Pavel vio que el rostro del abad se descomponía.

—Sí —musitó el abad.

Oboedientia. ¿Sabes qué significa, reverendo padre?

—No es culpa tuya, hermano Tomás. Sólo mía. Sólo yo soy responsable de derramar la sangre de ese inocente, no tú...

¡Oboedientia! Yo la infringí, reverendo padre. ¡Tú me obligaste y yo infringí la obediencia!

Pavel tragó saliva y se llevó la mano a la garganta. El horror que lo invadía anuló el espanto que le provocaba por los cientos de muertos por la peste que llenaban las callejuelas.

—Dos hombres acudieron a Podlaschitz —dijo el anciano; su voz era casi inaudible—. Dos hombres. Preguntaron por el maldito libro. Sabían dónde había estado antes.

—¿Qué has hecho, hermano Tomás?

—¿Me has oído, reverendo padre? Dos hombres preguntaron por el libro. Todos tus esfuerzos fueron inútiles. No lograste borrar la huella de la Biblia del Diablo. Antes o des-és, alguien vendrá aquí y tendrás que volver a dar la orden de cometer asesinatos.

El abad Martin agarró la descarnada muñeca de Tomás. Sus nudillos estaban blancos.

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—¿Qué has hecho, hermano? —gimió.

¡OBOEDIENTIA! —rugió el anciano de repente—. ¡He infringido la orden! ¡Obediencia, hermano, obediencia! ¡No pude obedecer, reverendo padre! ¡Estoy condenado, y la culpa es tuya!

El abad le lanzó una mirada estremecedora a Pavel y éste deseó poder contradecir la comprensión reflejada en los ojos del superior del convento, deseó poder tranquilizarlo, decirle que había llegado a conclusiones falsas. Pero habría sido una mentira.

—No hizo matar al niño —dijo y su propia voz le pareció la de un extraño—. Lo dejó con vida. El niño es el único indicio de lo que ocurrió en aquel entonces, y por qué ocurrió, y ahora está allí

fuera y busca la verdad.

—Es algo que no podemos saber —balbuceó el abad.

—La pregunta es —dijo Pavel y su voz le pareció todavía más extraña— si podemos arriesgarnos a no saberlo.

—Reverendo padre —musitó Tomás—. He infringido la quinta regla de san Benito, porque quisiste obligarme a infringir la quinta regla de Dios y en el instante en el que me lo encargaste, también me condenaste.

Martin clavó la mirada en el anciano monje.

—¿Acaso quisiste advertirme? —preguntó—. ¿Es por eso que has venido..., para advertirme? ¿Quiénes eran esos hombres?

—He venido para suplicar tu absolución, reverendo padre. He venido...

—¿QUIÉNES ERAN ESOS HOMBRES? —gritó el abad—.

¿Quiénes eran? ¿De dónde venían? ¡HABLA! ¡Habla, habla,