LA SIMIENTE DE

LA TORMENTA

Cuando sopla el viento, apaga la vela y

atiza el fuego.

Dicho árabe

1

Andrej observaba la tormenta que se aproximaba en medio de la abrumadora oscuridad, una sombra de color índigo que se extendía por encima de la tierra parda, ondulada y marchita

—encapotando el cielo, precedida por ráfagas heladas y el olor a nieve— hasta cubrir el amplio valle en cuyas lindes se alzaba el convento derruido y el pueblucho de mala muerte, cuyas chozas e iglesia parecían haber rodado por la ladera y aterrizado a su pie, sin interés alguno salvo para los fantasmas de los que habían muerto hacía siglos.

Andrej se acurrucó contra el muro detrás de la torre en ruinas, tratando de no perder de vista al grupo de mujeres y niños que se apretujaban entre sí ateridos de frío y cuyos contornos se perdían en medio de la granizada que, a principios de noviembre, ya anunciaba el invierno. A sus siete años, Andrej ignoraba dónde se encontraban; incluso si su padre o su madre se lo hubieran dicho, no habría reconocido el nombre del pueblo. Desde siempre, su padre había arrastrado a su pequeña familia de un extremo del país al otro y Andrej confundía los nombres de los pueblos y los detalles geográficos. El único dato que llevaba marcado a fuego en el cerebro era el año en el que se encontraban y sólo porque todos cuantos se cruzaban en su camino —y a quienes su padre consideraba dignos de una conversación— procuraban descifrar qué pre-— 21-—

sagiaba ese año, desde que la noticia de las bodas de sangre en Francia había penetrado hasta ese remoto rincón del reino.

—Los católicos y los protestantes se masacran entre ellos

—dijo su padre en voz baja, para que sólo lo oyeran Andrej y su madre, pero sin dejar de lanzar una sonrisa desafiante al grupo sentado en la posada, que escuchaba con expresión espantada el relato del viajero acerca de la masacre de los protestantes franceses.

—Era hora. Al menos ahora esos supersticiosos bastardos nos dejarán tranquilos y podremos dedicarnos a nuestra ciencia.

—¿La alquimia es una ciencia? —había preguntado Andrej.

—No sólo es una ciencia, hijo mío —contestó su padre—.

¡La alquimia es la única ciencia verdadera que existe!

La única ciencia verdadera los había conducido hasta allí, a ese convento en ruinas que ni siquiera poseía una pared entera, en el que la mayoría de los edificios eran poco más que un montón de piedras de los cuales las maderas podridas surgían como los huesos de un cadáver y cuya iglesia a duras penas se mantenía en pie. Por encima de las desnudas vigas de la nave el cielo amenazador lanzaba su granizada cuyo crepitar llegaba hasta el escondite de Andrej. La imagen de su madre se había confundido con la de las demás mujeres que estaban delante del único edificio intacto. Aunque antes su figura rechoncha se diferenciaba de las mujeres altas y delgadas entre las que se había mezclado siguiendo las órdenes de su padre, ahora Andrej ya no la distinguía. Había visto cómo se desplazaba de una a otra mujer, gesticulando con manos y pies porque las otras hablaban una lengua diferente a la suya, cómo acariciaba la cabeza de los niños y cómo se detenía ante la mujer joven de vientre prominente, encorvada y de aspecto tan exhausto que a dufas penas lograba mantenerse en pie. Entonces empezó a caer el granizo y todas se convirtieron en sombras confusas.

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Andrej se removió inquieto y de repente sintió miedo, invadido por el presagio de una catástrofe inminente, como si algo imposible de detener hubiera empezado a rodar. Tal vez en ese momento barruntó que eso que se aproximaba también aplastaría a la pequeña familia Langenfels y la borraría de la faz de la tierra.

Súbitamente, por encima del crepitar del granizo, Andrej oyó un sordo bramido que provenía del interior intacto del convento. Era como el rugido de un toro, el gruñido de un lince, el aullido de un lobo, pero Andrej supo de inmediato que, aunque no parecía humano, surgía de una garganta humana. El miedo oprimía la garganta del niño oculto tras el muro del convento. Quiso advertir a su madre con un grito, pero permaneció mudo, quiso echar a correr en busca de su padre, pero las piernas se negaron a obedecerle; Las oscuras y empapadas figuras se quedaron inmóviles, aguzando los oídos.

El inhumano alarido no cesó, incluso cuando empezaron a resonar los primeros gritos del grupo de mujeres. Andrej apenas vislumbró lo que ocurría. Si hubiera sido mayor, las experiencias que en una época como ésa se habían vuelto familiares para todos le habrían proporcionado las imágenes correctas, así que fue su fantasía la que le ofreció las imágenes que sus ojos se negaban a contemplar, pero no logró reducir su horror.

Las sombras huyeron en todas direcciones, perseguidas por una sombra mayor que blandía algo que golpeó una de las delgadas figuras que huían; ésta se encogió y cayó al suelo. El ruido, los golpes y la oscuridad confundieron su percepción..., tal vez la figura que rogaba clemencia con los brazos en alto sólo fuera un espejismo.

Pitié,pitié} ne faites rien de mauvais...!

Y quizá la enorme sombra que volvió a golpear hasta que los brazos suplicantes cayeron sin vida sólo era una fantasmagoría, y puede que aquel sonido que llegó hasta Andrej por

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encima de la cacofonía de alaridos, gritos, golpes y el sonido de una hoja afilada que se clavaba en las carnes y los huesos hasta atravesarlos sólo fuera producto de su imaginación. La sombra extrajo su herramienta asesina y siguió corriendo. Las mujeres, presas del pánico, echaron a correr por el patio del convento chocando entre sí, arrastrando a sus hijos y cayendo al suelo para no volver a levantarse. Otro golpe de hacha... y luego una pequeña figura voló hacia un lado y desapareció. Ayezpitié, épargnez mon enfant!

Las mujeres cayeron una tras otra, abatidas en su huida, asesinadas de rodillas mientras suplicaban por su vida, clavadas en el suelo y tratando de arrastrarse. En medio del pánico era imposible descubrir dónde se encontraba la madre de An-drej. Andrej no se dio cuenta de que se tapaba los oídos con las manos y chillaba su nombre como un poseso desde que presenciara el primer asesinato. Entonces la inmensa sombra

—que se desplazaba entre sus víctimas como un lobo gigantesco y oscuro se desdibujó ante su vista, convirtiéndose en una figura envuelta en un hábito que blandía una guadaña y cercenaba sin piedad la mies humana acurrucada entre sus pies— volvió a convertirse como al principio en aquella sombra tenebrosa que había agarrado a una de sus presas de los cabellos, la arrojaba al suelo, alzaba el arma...

Alguien se abalanzó contra la espalda de la sombra y la golpeó. Ésta lanzó una mano hacia atrás y se lo quitó de encima, lo arrojó al suelo, lo pisoteó y le asestó innumerables golpes con su arma. El ruido de los golpes, de los huesos quebrados, la carne reventada, los gritos de dolor... Las manos que cubrían los oídos de Andrej resultaron inútiles. El arma se elevó en el aire —Andrej creyó ver un rastro rojo en medio del fulgor— y se abatió sobre la primera presa que la sombra jamás había soltado, cuyos gritos y pataleos resultaron inútiles...

Andrej comprendió que había abandonado su escondite y se encontraba delante del muro cuando el granizo le azotó

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el rostro como los pinchazos de miles de agujas. Lanzó un grito con su aguda voz de niño, lloró y apretó los puños hasta hacerse sangre. La sombra asesina se dio la vuelta. Era lo único que permanecía en pie en el campo de batalla. Arrancó el arma del cuerpo de su última víctima y echó a correr hacia Andrej. Andrej no sabía si la sombra seguía rugiendo porque sus propios gritos apagaron el estruendo. Se quedó inmóvil, como si el hecho de salir de su escondite hubiera acabado definitivamente con sus fuerzas. La sombra se aproximaba a través del granizo y con cada paso que daba su tamaño se reducía hasta convertirse de un monstruo amorfo en un ser humano envuelto en un hábito ondulante y de un ser humano en un monje..., la supuesta guadaña en un hacha..., la imagen gigantesca en una figura enjuta envuelta en un hábito empapado en sangre e incrustado de partículas de hielo. El segador se convirtió en un joven monje que podría haber sido el hijo de algunas de las mujeres que acababa de cortar en pedazos. Andrej contempló el rostro del monje que se abalanzaba sobre él y, con la visión clara de los que están a punto de morir, comprendió que lo que veía era el cuerpo de un joven benedictino, pero que el alma que albergaba ya no estaba presente. Lo que habitaba el cuerpo y lo impulsaba hacia delante era un demonio, y el demonio se llamaba locura.

El monje casi lo había alcanzado: una figura manchada de sangre que escupía espumarajos, de cuyos ojos manaban lágrimas y que blandía el hacha. Andrej sabía que estaba a punto de morir. Su vejiga se vació, cerró los ojos y se rindió.

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2

—Lo haremos como siempre —había dicho el padre de Andrej la noche anterior en la posada—. Me adelantaré y hablaré con los monjes* Les daré conversación para que me lleven a lá biblioteca; cuando encuentre el Códice me apropiaré de él y si encuentro otra cosa que podamos convertir en dinero también me la llevaré. Después echaré a correr y chocaré contra tu madre, que simulará esconder algo, y mientras tanto,.. ¿Qué ocurrirá mientras tanto, hijo mío?

—Vos pasáis corriendo junto a mi escondite y me arrojáis el botín —recitó Andrej—. Después atravesáis la puerta y simuláis caer al suelo. Mientras los demás os registran a vos y a mi madre sin encontrar nada, me escabullo hasta nuestro campamento con él botín.

—El chico tiene un talento natural —dijo el padre de Andrej con una amplia sonrisa.

—Le enseñas a robar a tu propio hijo —dijo la madre—. Robar es un pecado y no tiene ninguna relación con la ciencia.

—¡Lo que es un pecado es que obliguen a investigadores como nosotros a robar para obtener los conocimientos necesarios! —replicó el padre de Andrej—. Una injusticia anula la otra. ¡Eso es un hecho científico!

—Lo que se anula son los opuestos —dijo la madre de

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Andrej—. El agua apaga al fuego. Un plato lleno llena un estómago vacío. El derecho vence a la injusticia.

—Tú no sabes nada de los secretos de la ciencia —dijo el padre de Andrej y empezó a calcular cuántas estrellas eran favorables a sus propósitos. Andrej oyó cómo murmuraba para sus adentros—: Si el Códice estuviera aquí... eso sería importante..., si lo encontrara mañana..., toda la sabiduría del mundo, toda la sabiduría del diablo...

—¿Padre?

—... los secretos que Moisés trajo del monte Sinaí y que no reveló...

—¿Padre?

-¿Qué?

—¿Qué es un códice?

El padre de Andrej no era una mala persona; si lo fuera, haría años que habría abandonado a su mujer y su hijo, y hubiera perseguido sus sueños a solas. Puede que fuera un ladrón cuando no le daban voluntariamente lo que consideraba necesario, y puede que fuera un estafador cuando las personas eran lo bastante ingenuas como para dejarse estafar por él, pero sus actos sólo respondían a un sublime objetivo: el conocimiento científico. Alzó la mirada y contempló a su hijo, y como siempre, fue incapaz de reprimir el orgullo que le despertaba.

—Un códice... son muchas hojas que han sido encuadernadas para poder pasarlas y leerlas una tras otra. Algo que uno puede llevar consigo sin tener que cargar con todo un baúl lleno de pergaminos.

—¿Por qué este códice es tan importante para nosotros?

De repente Langenfels sonrió y acarició el cabello de su hijo con la mano. Después se inclinó hacia atrás e inspiró profundamente.

—Es la historia de un monje que perdió la fe. Y que cargó

con un terrible pecado.

Andrej lo miró fijamente.

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—Ocurrió hace cuatrocientos años. Cuatrocientos años suponen mucho tiempo, hijo mío, y de quienes vivían en aquel entonces sólo queda polvo..., polvo, una historia y un libro. El libro más poderoso de la Tierra. —Langenfels se inclinó hacia delante para evitar que su mujer escuchara sus palabras—.

¿Qué les proporciona a las personas el mayor poder?

Andrej sabía lo que habría contestado su madre si hubiera escuchado la conversación: la fe, pero también sabía lo que su padre quería oír:

—La sabiduría —susurró.

Langenfels asintió con la cabeza.

—El monje estaba dispuesto a hacer penitencia, una penitencia tan terrible como su pecado.

—¿Qué hizo? —susurró Andrej con los ojos como platos.

—La comunidad en la que servía aquel monje vivía en un convento célebre en todo el mundo por su biblioteca. Muchas de las obras que albergaba eran tan antiguas que nadie sabía de dónde provenían ni quién las había escrito, y sólo unos pocos tenían una idea aproximada de su contenido. Los tratados de los primeros Papas, las cartas de los Apóstoles, las obras de los filósofos griegos y romanos, de los sacerdotes egipcios, los pergaminos de los israelitas guardados en los cajones. La biblioteca contenía copias de todos ellos y el monje del cual hablamos era el único que las conocía todas.

—¿Las había leído todas?

—Las sabía de memoria, porque las estudió a fondo. Pero sabrás, hijo mío, que el saber no le cuadra a todas las almas. Hay que ser un científico para no amedrentarse ante los secretos ocultos tras las cosas, y ciertos saberes sólo deberían estar al alcance de aquellos que saben cómo manejarlos. Pero el monje era un hombre sencillo. Una vez estudiado todo lo que contenía la biblioteca emprendió la búsqueda de nuevos conocimientos. Dicen que por fin encontró un libro oculto en una cueva, emparedado en un nicho y escondido del mundo...

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y habría sido mejor para él que no lo hubiera encontrado. Mejor para él..., pero su perdición y la de los otros supusieron un gran regalo para el mundo.

—¿ Su perdición?

—Para hacerse con el libro, asesinó a diez de sus cofrades. La luz humosa de la posada pareció volverse más oscura y las sombras más pronunciadas. Andrej clavó la mirada en una figura que llevaba la cabeza cubierta por una capucha, como un monje, y que estaba sentado solo ante una mesa. Las sombras parecían aumentar de tamaño y Andrej tenía la boca seca. Entonces se acercó otra figura y, cuando la de la mesa se quitó la capucha, vio que era una mujer joven que le sonrió al recién llegado y le tendió la mano cuando éste se sentó a su lado.

—Un científico, hijo mío —dijo el viejo Langenfels—, considera que todos los conocimientos que adquiere son como una luz en la oscuridad de la ignorancia. Sin embargo, el monje, tras leer ese último libro, de repente comprendió lo que estaba escrito en todos los demás. Vio cómo se apagaba la última lucecita que ardía en las tinieblas de su propio mundo: la luz de la fe. Cuando se apagó, la oscuridad lo envolvió.

—Pero sólo era un libro, ¿verdad?

—¡Pues resulta que no sólo era un libro! ¿Quién sabe qué

ponía en ese tratado que alguien había ocultado al mundo? Tal vez fuera aquello que Dios prohibió a Moisés que escribiera. A lo mejor eran los conocimientos que Adán conservó tras comer la fruta prohibida. ¡No menosprecies el poder de los libros, hijo mío!

—¿Por qué el monje asesinó a sus cofrades?

—Ellos notaron que había cambiado. Lo interrogaron y, cuando se negó a contestar, se dirigieron a la biblioteca para averiguar por qué sus estudios habían provocado un cambio tan profundo en él. Pero el monje no quería compartir el conocimiento adquirido e intentó detenerlos...

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—Quizá sólo pretendía proteger a los demás, para evitar que ellos también perdieran la fe, ¿verdad, padre?

—Sí, hijo, ¿quién puede saberlo? Las buenas intenciones pueden provocar el mal, al igual que las malas. En todo caso hubo una lucha, una antorcha cayó al suelo, un cuenco con aceite se derramó, qué sé yo, y la biblioteca se incendió. De pronto todo empezó a arder. Cuando el monje vio que rio podía salvar los libros huyó, cerró la puerta con llave y dejó que sus cofrades fueran pasto de las llamas. Todos murieron. Andrej tragó saliva.

—Lograron salvar la mayor parte del convento, pero la biblioteca se quemó por completo. El monje le confesó todo a su abad y como penitencia suplicó que le permitieran apuntar todos sus conocimientos y así conservar los que había obtenido gracias a la biblioteca y que se habían perdido en el incendio. Cuando el abad le preguntó en qué consistía realmente la penitencia, el monje dijo que quería ser emparedado. Mientras moría lentamente de hambre y de sed redactaría la obra y escribiría la última palabra con su último suspiro. Después podrían abrir su celda, enterrar su cuerpo y conservar el libro.

—¡Qué horror! —murmuró Andrej.

—Sí —dijo su padre—, fue la penitencia más horrorosa impuesta por un pecado como el suyo que uno pudiera imaginar. El abad accedió, pero ya durante el anochecer del primer día el monje supo que jamás lograría concluir la obra antes de morir, y se desesperó.

—¿El abad lo dejó salir de la celda?

—No.

—¿Ni siquiera le dio de comer y de beber para que aguantara más tiempo?

—El hombre había sido emparedado, Andrej. Hiciera lo que hiciese en el interior de la celda o gritara cuanto gritase, nadie podía oírlo. Sólo volverían a abrir la celda cuando hubiera transcurrido el tiempo suficiente para asegurarse de que estaba muerto.

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—Pero entonces, ¿qué podía hacer el pobre monje?

—Rezar —dijo el padre de Andrej con una sonrisa imperceptible.

—Pero...

—Precisamente. ¿Cómo podría rezar si había perdido la fe? Sabrás que para conservar la confianza en el bien necesitas la fe, aunque no para tener claro que el mal también existe: eso lo sabes aunque sólo conozcas un rincbncitp del mundo.

—Eso significa que...

—Sí. El monje le rezó al diablo.

—Santa María Madre de Dios, protégenos de-todos los malos espíritus —exclamó Andrej, con el mismo tono que habría empleado su madre. Su padre entornó los ojos.

—Dicen que el diablo acudió a la celda del monje. Pero el mal siempre acude con mayor rapidez que el bienyasí que supongo que eso es lo que quizá sucedió. El diablo le ofreció

ayuda y le dijo que él escribiría la obra, y por hacerlo ni siquiera le pidió una recompensa: el alma del monje ya le pertenecía y consideró que la mayoría de quienes leyeran la obra perderían su fe en Dios y se acercarían a él, y eso ya suponía una recompensa suficiente. El monje reveló sus conocimientos al diablo y el Señor del Averno se puso manos a la obra. Al día siguiente, cuando el monje despertó tras un sueno intranquilo, el libro terminado reposaba en un pupitre. Andrej calló.

—Pero...—añadió su padre.

—Pero ¿qué?

—El monje había engañado al diablo.

Andrej jadeó, sorprendido.

—El monje sabía que el diablo retorcería todo lo que él le revelara y que su único propósito era sembrar la perdición difundiendo el conocimiento. Así que el monje ocultó en tres páginas del libro la-clave que descifraba todas las palabras retorcidas y falsas escritas por el diablo y añadió una explicación para comprender ese legado de Satanás. Después dibujó

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una imagen del diablo en las páginas centrales del libro para advertir a todos los lectores, se tendió en el suelo y murió. Cuando tras muchos días los otros monjes abrieron la celda, se espantaron. El libro estaba allí, como había prometido, pero el cadáver de su cofrade estaba tan quemado como los de los demás, esos a los cuales había condenado a morir entre las llamas.

Andrej soltó un grito de horror. Los ojos de su padre brillaban a la luz de las escasas velas que llameaban en la posada y que aumentaban el prevaleciente aroma a comida quemada que flotaba bajo el techo. Casi todos los demás huéspedes se habían retirado al dormitorio o roncaban tendidos encima de las mesas de la posada.

—Quienes eran especialmente dignos o sabios obtuvieron permiso para estudiar el libro —susurró el padre de Andrej—.

¿De dónde crees que provienen todos los avances, todas las nuevas ideas que siempre vuelven a resplandecer entre las tinieblas? ¿De dónde crees que salieron los primeros conocimientos sobre alquimia?

—¿Del libro?

—¿Y de dónde provienen todas las ideas horrorosas, las guerras, la intolerancia, las persecuciones, los asesinatos, los malos Papas y los malvados soberanos ? Al final resultó cada vez más difícil acceder al libro y la existencia del libro cayó en el olvido.

—Y vos, ¿cómo sabéis todo eso, padre?

—Antes de conocer a tu madre, y antes de que tú nacieras, conocí a un viejo alquimista. —El padre de Andrej titubeó, pero sólo un instante—. Lo conocí en la cárcel, en Viena, si es que quieres saberlo con precisión. Fui a parar allí debido a la envidia de las malas personas. El destino del viejo era aún peor: lo habían condenado a morir en la hoguera. En la noche antes de su ejecución me narró esta historia.

—¿Y vos le creísteis?

—Claro que sí. Los científicos no se mienten los unos a

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los otros y el desdichado ya tenía un pie en la tumba —dijo Langenfels con una sonrisa crispada, pero sus ojos brillaban—. Tuve que jurarle que jamás se lo contaría a nadie, y no lo haré. Pero en cuanto el libro me pertenezca, todos los conocimientos y todos los secretos de la Creación también me pertenecerán, a mí, un científico, y no sólo encenderé una lucecita en la oscuridad, ¡iniciaré un incendio y empezará una nueva era en la que tanto la ignorancia como la superstición arderán en llamas y los hombres vivirán a la luz de la ciencia!

¡Y ésa será mi obra, la mía!

—¿Acaso sabéis dónde está ese códice, padre?

—Aún está oculto en el convento en el que fue redactado.

—¿Y habéis descubierto qué convento es?

—¿Recuerdas aquel pueblo del norte, ese que se encuentra en el bosque, junto a la ciudad construida sobre las rocas?

—¿Ese de cuya posada huimos en medio de la noche sin pagar la cuenta?

—Bien, hijo mío, sólo quise ahorrarles a los buenos posaderos una discusión sobre el dinero a la mañana siguiente.

—Pero vos también os llevasteis el jamón y un pequeño saco de harina de la despensa.

—También quise ahorrarles una discusión al respecto.

—Madre dice que los engañamos.

—¿Quieres saber dónde está el convento, o no?

—¿Está cerca de ese pueblo?

El padre de Andrej soltó un bufido y sacudió la cabeza.

—Ahí estaba aquel sacerdote de pueblo...

—¡Aquel individuo completamente borracho!

—No sé gran cosa acerca de la vida de un sacerdote de pueblo, sobre todo allí en lo alto, donde el zorro y la liebre se dan las buenas noches. Pero puedo imaginarme que un hombre está dispuesto a beber si le ofrecen una copa.

—Vos le ofrecisteis más de una, padre.

—Sí, el individuo no era nada tímido.

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—Y también le ahorrasteis al posadero discutir por el precio del vino...

—Pero esa vieja barrica se merecía todas las copas de vino que derramé en su boca.

—¿Os reveló dónde se encuentra el convento?

El padre sonrió.

—¿Dónde está, padre?

En medio de la oscuridad de lá helada noche de noviembre, el padre de Andrej señaló hacia la ventana. Ahora sus ojos reflejaban la luz de las velas y su sonrisa se volvió cada vez más amplia. Las sombras convertían su rostro en el de un desconocido.

—Mañana te ocultarás junto a la puerta, como convinimos, y aguardarás a que te arroje la Biblia del Diablo.

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3

El prior Martin habría sido el primero en pisar el patio del convento si no se hubiera detenido junto al monje muerto que yacía delante de la entrada. Mientras se inclinaba hacia el bulto negro que formaba el hábito tirado en el suelo de piedra, los dos novicios que lo habían acompañado desde Braunau pasaron corriendo a su lado en dirección al patio. Martin agarró del hombro a la figura encogida, la giró y se sobresaltó: en vez de un rostro, sólo vio una herida. El cráneo estaba partido por la mitad. El prior reprimió un quejido y se le revolvieron las tripas. La cabeza del cadáver rodó a un lado y cayó sobre su pie antes de que pudiera retirarlo. Durante unos segundos, permaneció como clavado en el suelo; el espantoso tumulto exterior casi haj^ía enmudecido; habían tardado varios minutos en oírlo entre el chisporroteo del granizo y la violenta discusión mantenida en la sala capitular. Después transcurrieron varios minutos más en los que todos intercambiaron miradas, fijas y desconcertadas, hasta que Martin salió apresuradamente de la sala, seguido por los novicios. Lanzando un gemido, Martin retiró el pie de debajo de la cabeza del muerto y se estremeció cuando ésta siguió

rodando por el suelo, desparramando-, sangre, fragmentos de hueso y dientes. El prior avanzó a lo largo de la pared, rodeó

al muerto y casi no se percató de que movía los labios como

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si rezara. Cuando hubo dejado atrás el cadáver, recogió su hábito y siguió corriendo.

Una vez fuera chocó contra un muro de hábitos negros, de manos que intentaban detenerlo, pero él se abrió paso entre los custodios. Eran cinco, el muerto tirado en el pasillo era el sexto, y el séptimo...

Cuando comprendió que el séptimo' custodio era el qué

había provocado el baño de sangre, la imagen del robusto novicio —a quien todos llamaban Buh y que ahora estaba arrodillado y vomitaba, mientras el enjuto novicio llamado Pavel permanecía de pie a su lado, su rostro convertido en una máscara del horror— se desvaneció ante sus ojos al igual que el campo de batalla cubierto de cuerpos despedazados. Era como si cayera en un precipicio; el granizo le azotó el rostro y Martin se secó la cara. En ese momento el séptimo custodio se encontraba casi en el otro extremo del patio del convento; arrancó un hacha de un cuerpo que yacía a sus pies, la elevó

por encima de la cabeza y corrió hacia la puerta del patio lanzando un alarido. Martin estaba convencido de que trataba de salir del convento... y que cuando lo lograra y alcanzara el pueblo allende los campos, la masacre empezaría de verdad. El prior se dio la vuelta.

Los cinco custodios se apretujaban unos contra otros. El rostro de aquellos que se habían retirado la capucha de la cabeza reflejaba el espanto que también paralizaba al joven Pavel. El custodio armado con la ballesta había levantado el arma y apuntaba; el proyectil seguía la loca carrera del demente que blandía el hacha. Martin comprendió inmediatamente que la flecha llevaba apuntando al desquiciado desde que los custodios que lo perseguían llegaron al patio, y que sólo el concepto de su propia intangibilidad —que les metían en la cabeza a martillazos—había impedido que disparara la ballesta, lo que hubiera puesto fin a la matanza. Martin soltó un gemido horrorizado. ¿Cómo pudo haber ocurrido tamaña tragedia tras todos esos años en los que los custodios habían demostrado

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su valor como guardianes de la cristiandad? Pero sabía perfectamente cómo pudo ocurrir: en todo ese tiempo, nadie había ordenado jamás a un custodio que matara a un hombre. Él, el prior Martin, sería el primero. Él ballestero mantenía los ojos muy abiertos mientras el granizo le golpeaba la cara.

—¡Dispara! —gritó Martin.

El ballestero parpadeó y clavó la vista en el prior; la expresión de su mirada impresionó a Martin: el hombre sabía que destruiría otra alma y sabía que no tenía elección. El enajenado casi había alcanzado la puerta y blandía el hacha.

—¡Dispara!

La ballesta se disparó con un ruido seco. Martin giró la cabeza. El proyectil ya había alcanzado la meta antes de que pudiera enfocar la mirada. El perturbado cayó al suelo. Durante un instante, Martin creyó ver a un niño en el lugar hacia el cual había corrido el demente, pero cuando parpadeó el chiquillo había desaparecido. Era imposible ver con claridad en medio de la granizada. Al pensar que quizás había visto el alma del muerto antes de que emprendiera su camino, un escalofrío le recorrió la espalda. Se estremeció y se persignó. Y después se volvió lentamente.

El ballestero aún mantenía alzada su arma, sin dejar de parpadear; cuando Martin levantó la mano y depuso la ballesta, el monje parpadeó aún más y los ojos se le llenaron de lágrimas. La tormenta de granizo acabó tan abruptamente como había empezado. El silencio posterior parecía surgir del encharcado suelo del convento. Martin percibió las miradas de Pavel y de los custodios. El olor a frío y tierra mojada se mezclaba con el de la sangre fresca. Martin sabía que debía hacer algo si quería evitar que la institución de los custodios acabara en ese momento, pero tenía la impresión de que la orden que impartió

supuso atravesar un precipicio del que era imposible regresar. Algo en su interior gritó espantado: «¡ Ayúdame, Señor, sólo lo hice por Ti y para proteger a las personas!»

—¡Custodios! —gritó. Los cinco hombres envueltos en

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sus negros hábitos de monje se sobresaltaron—. ¡Custodios!

¿Cuál es vuestra tarea?

Los custodios lo miraron, moviendo los labios en silencio.

—¡Exacto! —gritó Martin-—. Y en cambio, ¿qué hacéis?

El monje de la ballesta intentó decir algo. Señaló el campo de batalla.

—¿Para qué habéis sido elegidos?

El ballestero balbuceó unas palabras.,

—Vuestra tarea consiste en proteger a la cristiandad. A éstos ya no podéis protegerlos, ¡están muertos! Dos de vuestros hermanos también han muerto. Vuestra comunidad se ha roto, la muralla protectora está destruida, desde aquí la perdición puede infiltrarse en el mundo. ¡Volved a vuestra tarea!

¡Recordad vuestro juramento!

Poco a poco, en los ojos vidriosos de los hombres apareció

algo similar a una chispa de vida. Intercambiaron una mirada y después volvieron la vista hacia Martin.

—Que el Señor os cuide y os proteja —susurró el prior. Todos regresaron al convento en silencio. Uno tras otro se confundieron con la oscuridad en el interior del edificio, una oscuridad que parecía aún mayor en cuanto el sol se asomó

entre las nubes y la luz empezó a relumbrar. Una vez que los ojos de Martin se acostumbraron a la oscuridad, vio al hermano Tomás al otro lado del umbral. Su rostro surcado de arrugas estaba vuelto hacia él y Martin comprendió que observaba la escena de la masacre como si él fuera el responsable.. «Y de algún modo lo soy —pensó—. Todas esas mujeres y niños fueron asesinados por un orate, pero cuando me encuentre ante el juez supremo, seré yo quien cargue con el peso de sus almas.» Luchó contra el terror que amenazaba con invadirlo y procuró que nadie lo notara. El rostro de Tomás era como un hueso tallado, viejo y oscuro. Vio que el anciano monje movía los labios y, aunque no oía sus palabras, sabía que decía: «Su sangre se derrama sobre vos, padre Superior.»

Martin se alejó tropezando, salió al patio y pasó junto a la

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primera víctima. Tragó saliva, procuró no ver el rostro destrozado y dirigió la mirada al bulto formado por el oscuro hábito tendido junto a la puerta. Los charcos de agua brillaban al sol, los de sangre eran opacos, como la tierra vejada. El hacha del custodio brillaba; el chaparrón había limpiado la hoja de sangre y era como si nunca hubiera sido utilizada. Martin la miró fijamente y se descubrió a sí mismo rezando, rogando que todo hubiera sido un espejismo, pero ni siquiera tuvo que darse la vuelta para saber que su esperanza era vana. Recordó

la imagen del niño que creyó ver, ese que apareció en el punto donde el enloquecido monje se desplomó. El monje tenía los ojos abiertos y parecía mirar hacia donde Martin creyó ver al niño. Quiso agacharse para cerrar los ojos del muerto, pero las fuerzas le fallaron. Tenía un nudo en la garganta que amenazaba con asfixiarlo.

—Que Cristo se apiade de ti —murmuró.

—Que el Señor se apiade de todos nosotros —dijo alguien en voz baja: el hermano Tomás estaba a su lado con la vista clavada en el muerto—. Realizamos la obra del diablo —dijo el anciano.

—No, protegemos al mundo de ella.

—¿Llamáis a esto proteger, padre Superior? ¿Por qué no protegimos a estas desdichadas mujeres?

—A veces el bien de todos pesa más que el bien de unos pocos —dijo el prior Martin, pero él mismo no creía en sus palabras.

—El Señor le diio a Lot: Ve v tráeme a diez inocentes, v por ellos perdonaré a todos los pecadores.

Martin guardó silencio. Contempló el desfigurado rostro del muerto tirado en el suelo y la punta de la flecha que surgía de su boca abierta. Las lágrimas le produjeron escozor en los ojos.

De pronto Tomás se inclinó y cerró los ojos del muerto, introdujo la mano debajo del hábito y extrajo una cadena brillante.

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—El sello —dijo el prior Martin—. Lo ha perdido. Quizá

fue el motivo por el cual...

Tomás alzó la mirada y lo contemplo.

—Nada podría justificar esto. Ni su muerte ni la del hermano que intentó detenerlo, ni la de las mujeres y los niños. Y

tampoco la de aquel hombre que yace bajo la bóveda —dijo, señalando el edificio del convento.

—Quería robar el Códice —dijo Martin.

—Nunca habría logrado llevárselo de aquí.

—El objetivo de la orden que di era proteger el Códice y también al mundo de su efecto.

Tomás sacudió la cabeza.

—Rezaré por vos, padre Superior.

Martin no logró reprimir un sollozo. De pronto se sintió

condenado y se convenció de que su alma mortal iría al infierno. «Lo hice para servirte, Señor»* volvió a pensar y su desconsuelo fue aún mayor. El rostro de Tomás' expresaba dureza y compasión al mismo tiempo. Martin sabía que ahora había quedado definitivamente excluido de la comunidad. Puede que fuera su superior y que ellos le obedecieran como indicaban los reglamentos de la Orden, pero a partir de ahora sería un extraño.

«Me ha rozado —pensó, lleno de repugnancia por sí mismo—. Está profundamente escondido en todos esos arcones que lo ocultan y está encadenado, y sin embargo me ha rozado.» Se preguntó si uno de sus antecesores habría albergado una idea semejante y recordó las crónicas que habían dejado. Ni rastro de duda, ni de algún indicio de que alguna vez uno de ellos se hubiera visto obligado a utilizar a los custodios tal como lo preveía su juramento. Los superiores del convento y los custodios habían envejecido y servido juntos, protegidos por la cada vez más reducida comunidad de los demás monjes, albergados en el convento en ruinas, allí, en el linde de la civilización cristiana. Incluso estaba separado de sus antecesores; un hombre completamente solo que al mismo tiempo

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sabía que no podría haber obrado de otro modo, pero que no dejaba de desear haber obrado de otro modo. Clavó la mirada en el hermano Tomás, sin saber que las lágrimas bañaban sus mejillas.

—Que Dios se apiade de vos -—susurró el hermano Tomás. De repente oyó el tartamudeo de Buh, que en general nadie comprendía excepto Pavel, y la clara voz de éste, más aguda que de costumbre.

—Hay uno que aún está con vida —balbuceó Pavel.

Entonces escuchó el llanto del recién nacido.

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4

Los asistentes al servicio religioso estaban bajo el influ jo de los acontecimientos de ese día. No todos los presen tes temblaban debido al frío de la noche de noviembre que descendía de las desnudas vigas del techo sobre la pequeña congregación. Para iniciar la oración, el prior Martin había elegido los versículos «¡Ayúdame, Dios mío». Su significa do parecía mayor que en otras ocasiones... y se percibía una menor esperanza de que Dios respondiera a la llamada de so corro. Las palabras de los salmos que les siguieron pesaban más de lo acostumbrado: «Escúchame cuando te llamo, Dios, que me consuelas cuando siento temor.» Y: «Alabad al señor, siervos que de noche estáis de pie en la casa del Señor», y: «Mi confianza y mi castillo, Dios mío, en quien deposito mis es peranzas.» Uno o dos hermanos lloraban abiertamente y el rostro del prior pertenecía a un hombre que no cree poder escapar del fuego del infierno. Pavel rápidamente dejó de atis-bar bajo las capuchas de los monjes que lo rodeaban, porque lo que vio le heló las entrañas. El prior Martin entonó las ala banzas pero su voz sonó desafinada y tras cantar una estrofa se interrumpió. Después abrió la Biblia, miró fijamente las páginas, volvió a cerrarla y carraspeó.

- - .

—Hagamos lo que nos manda el profeta —dijo—.

Cus-todiam vias meas, ut non deliquam in lingua mea, Prestaré

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atención a mi camino para no errar con mi lengua. Pondré un guardia ante mi boca, enmudeceré, me humillaré y silenciaré

incluso el bien.

—Amen —dijeron los hermanos.

Pavel recordó lo que había oído con mucha frecuencia al principio de su noviciado: Regula Sancti Benedicti CaputVI: De taáturnitate. Acerca de la taciturnidad.

—¿Qué nos muestra el Profeta? Que por amor al silencio a veces incluso hemos de renunciar a las buenas palabras. Y

menos aún debemos pronunciar las malas. Tanto si se trata de las palabras buenas y constructivas como de las malas y funestas: al discípulo perfecto sólo se le permite hablar en contadas ocasiones, debido al significado del silencio. Pues está escrito:

«¡Si hablas mucho, no escaparás del pecado!» Y: «¡La lengua tiene poder sobre la vida y la muerte!»

El prior pareció contemplar a cada uno de ellos. Durante el prolongado silencio, Pavel oyó los carraspeos y la respiración de la pequeña comunidad. Percibió la mirada del prior y trató

de reunir el valor para sonreírle y asegurarle que —hubiera pasado lo que fuera, o aun lo que pudiera pasar— el prior Martin siempre ocuparía el lugar del hombre más sabio, pío y bueno del mundo en el corazón del novicio Pavel. Cuando por fin osó alzar la cabeza, hacía rato que la mirada del prior se había apartado de él.

El prior tomó aliento, pero en vez de cantar el Nunc di-mittis, dijo:

—Ahora, Señor, deja partir a tu siervo en paz. Hoy mis ojos se vieron obligados a contemplar la obra de Satanás, pero conozco el Bien que has dispuesto ante todos los pueblos. La comunidad sé puso de pie y salió de la iglesia en silencio. Pavel la seguía arrastrando los pies, acompañado de Buh. Había recibido el mensaje del prior Martin con toda claridad: que había que guardar silencio acerca de la tragedia ocurrida ese día. Al no mencionar el acontecimiento y limitarse a recitar las reglas de la Orden, ya parecía haber corrido el primer

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tupido velo del olvido. La fosa común, excavada durante toda la tarde en un rincón del cementerio de los monjes, supondría otro escalón más en el olvido. Se preguntó si los monjes negros asesinados también serían enterrados allí y se desconcertó al comprender que el prior Martin también podría haber ordenado que enterraran al recién nacido vivo junto a su madre muerta. Cuando alzó la vista, vio el rostro furioso del hermano Tomás.

—El padre Superior desea hablar contigo —dijo—. Contigo y con tu amigo. El temor le secó la boca. En todos esos meses el prior Martin jamás lo había tratado con descortesía, ni una sola vez desde que recompensó los muchos días de espera de dos muchachos jóvenes llamados Pavel y Petr (cuyo auténtico nombre Pavel ya había olvidado desde que adoptó el apodo de Buh) ante la puerta del convento de Braunau, aceptándolos como postulantes en la comunidad del convento y por fin entregándoles el hábito de novicio, pese a que Buh solía tartamudear tanto que ni su madre lo habría comprendido y aunque a Pavel la comprensión de los reglamentos benedictinos le supusiera un esfuerzo tan grande que se veía obligado a repetirlos de manera constante para no confundirlos. Pero ahora, dada la situación, la idea de que el prior Martin quería hablar con ellos le daba miedo. A lo mejor les diría que a tenor de las circunstancias ya no había lugar para ellos en el convento. Pavel sospechó que Buh no soportaría perder incluso este último hogar, y sabía que él tampoco. Decidió que si las cosas se desarrollaban de ese modo, en el peor de los casos suplicaría de rodillas, pero al mismo tiempo temía que aquel gesto supusiera una desobediencia y un mayor bochorno para el prior Martin. ¿Acaso albergar esa idea no era un indicio de un egoísmo pecaminoso, después de todo lo ocurrido en el patio del convento? Agarró a Buh de la mano; éste, como siempre, permanecía a su lado como un buey junto a su boyero.

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Por fin se encontraron solos en la iglesia: el prior Martin, el hermano Tomás, Pavel y Buh. Buh intentaba esconderse detrás de su amigo, pero medía dos cabezas más que él y su cuerpo era dos veces más ancho que el del pequeño y esmirriado Pavel, así que fue en vano.

—Jamás deberíais haber dejado entrar a esas mujeres protestantes en nuestro claustro, padre Superior —dijo el hermano Tomás.

—Nunca debería haber confiado en que el deber del custodio no llegaría a quebrantar a un hombre —replicó el prior.

—Ese deber repugna a Dios.

El prior lo miró fijamente y tras unos instantes de duelo silencioso, el anciano bajó la cabeza.

—¿El deber de proteger al mundo de la palabra de Lucifer? —preguntó el prior Martin—. ¿Acaso hay una tarea más importante para un cristiano creyente y un hermano in bene- dicto} Puede que yo sea responsable de los asesinatos, pero las almas de ambos custodios muertos serán reconocidas por Dios el Señor y da igual el horror que uno de ellos haya cometido hoy. El Perverso guió sus pasos, no él mismo.

—Deberíamos quemarlo —murmuró el hermano Tomás—. Ya sabéis lo que pienso de esa... cosa. Con toda humildad, padre Superior: aquello que amenaza la fe debe ser purificado por el fuego.

—Si su destino hubiera sido ser quemado, entonces nuestros antecesores ya lo habrían entregado a las llamas hace cuatrocientos años. Los caminos de Dios son maravillosos; al permitir que la palabra del diablo llegue a este mundo, quiere mostrarnos que la tarea de los hombres consiste en perturbar la obra de Lucifer. Podemos elegir entre el bien y el mal, y Dios también considera que nuestra tarea consiste en protegernos de Satanás. El hermano Tomás guardó silencio. Pavel procuraba no respirar y no pensar, pero sus pensamientos se arremolinaban. Sólo comprendía una cosa, pero ya la había sabido en cuanto

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percibió el secreto especial de ese convento moribundo: para un benedictino no existía tarea más importante que aquella llevada a cabo por los monjes negros en las bóvedas debajo del edificio del convento.

—Los hermanos, ¿callarán? —preguntó el prior.

—Los hermanos obedecerán, padre Superior. —La voz del hermano Tomás no era amistosa;-—¿Y si algo de este asunto llega a'óídos de la aldea?

—Todos callarán —dijo el guardián de la puerta.

Regula Sancti Benedicta Caput VI—dijo el prior.

—¡Eso no fue lo que quiso decir san Benito!

—Regula Sancti Benedicti, Caput V: De oboedientia —dijo el prior Martin con una sonrisa triste.

El hermano Tomás frunció el ceño.

—Obediencia —susurró—. Conozco las reglas, padre Superior. El prior se apartó abruptamente. Cuando se acercó a Pa-vel, éste le lanzó una mirada temerosa.

—Hoy te comportaste bien, mi joven hermano —dijo Martin, y sonrió. Pavel vio el sudor en su frente y los reflejos del crucifijo dorado que colgaba de su cuello lo deslumhraron, pero sobre todo vio la sonrisa y se la devolvió con mucha precaución.

—Conservaste la calma y fuiste el único que notó que la mujer aún respiraba.

—Si vos lo decís, padre Superior —balbuceó Pavel; después añadió—: Buh la vio primero; yo quería ayudarle a incorporarse y devolverle su dignidad, pero él no dejaba de señalarla y decir: «Allí, allí al otro lado, ¡está viva, está viva!»

—¿Quién es Buh? —preguntó el prior.

—El hermano Petr —dijo Pavel, señalando a sus espaldas.

—Hermano Petr —dijo el prior—. ¿Es verdad, hermano Petr? ¿Le confiaste tu corazón al hermano Pavel?

—Y... y... y... —tartamudeó Buh señalando al prior— ¡y... y... y...!

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—¿Y a mí? —El prior sonrió—. Primero has de confiar en Jesucristo, hermano Petr, después en san Benito y después en los hermanos que te rodean. Ése es el orden correcto.

—Bnnn... —balbuceó Buh; asintiendo con la cabeza—,

¡bnnn...!

—Padre Superior —dijo el guardián de la puerta—, con todos mis respetos, ambos son novicios.

—El paso de novicio a hermano es uñ paso que supone fe y comprensión —dijo el abad—. No dudo que la fe de ambos es la correcta. Y hoy he visto que también poseen la suficiente comprensión.

—A ése—dijo el hermano Tomás señalando a Buh— aún

se le nota que apenas es capaz de comprender.

—Tiene el caletre suficiente para confiar en su amigo, y ése comprende por dos, ¿verdad, hermano Pavel?

Pavel entendió lo suficiente para sacudir la cabeza y murmurar:

—Sólo soy un insignificante siervo del Señor.

—No podéis hacer eso, padre Superior —dijo el hermano Tomas.

—Mañana se celebrará la profesión —dijo el prior Martin—. Lo he decidido. Un momento especial exige medidas especiales. Escuchad, hermanos Pavel y Buh: os ofrezco que mañana os obliguéis a cumplir los votos. A diferencia de lo acostumbrado en el paso del noviciado a la hermandad, no será una profesión temporal. Sí mañana prestáis juramento, será para siempre. Disponéis de la noche para reflexionar.

—Pero... ¿por qué? —tartamudeó Pavel.

—Porque si lo decidís, inmediatamente después recibiréis el encargo de proteger al mundo del diablo. Ha de haber siete custodios que protejan el secreto de nuestra comunidad. Tras lo ocurrido hoy sólo quedan cinco, justo los suficientes para mantener a raya al malvado, pero no para sujetar el poder del Libro a largo plazo. ¿Has comprendido lo que he dicho, hermano Pavel?

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Era la tarea más importante que un benedictino podía llevar a cabo en este mundo. La tarea más importante... la tarea más importante... Las ideas se arremolinaban en la cabeza de Pavel. Oyó que alguien decían

—Sí, lo he comprendido. —Y descubrió que era él mismo.

—Yo... yo... yo... yo... —balbuceó una voz profunda a sus espaldas.

El prior sonrió y se giró.

—Bien —dijo—,.ocurrirá como he dicho.

—Obedezco —masculló el hermano Tomás.

—¿Y que ocurrió con el niño, hermano TomáS?

El guardián de la puerta cerró los ojos.

—Una mujer de la aldea lo recogió. Perdió a su propio hijo hace dos semanas pero como ya tenía leche, lo amamantará.

—El hermano Tomás titubeó un instante—. El niño no tiene padre, y la mujer no tiene marido.

—Has elegido bien, hermano Tomás. Quiero que hagas lo siguiente: busca a la mujer y quítale el niño. Entrégaselo a un labrador del pueblo, dile que lo lleve al bosque y lo deje librado a su destino. Mientras viva, alguien hará preguntas; mientras alguien haga preguntas nuestro secreto peligra. Te daré dinero para la mujer y el labrador. Será una suma importante que les permitirá vivir con comodidad y evitará que hablen. Has de llevarlo a cabo antes de la próxima Prima. ¿Me has comprendido también tú?

El rostro del prior permaneció impasible, pero Pavel hubiera jurado que había envejecido muchos años en un instante. En los ojos del anciano monje relumbraba el odio.

—Obedezco —dijo por fin y salió.

El prior se volvió hacia Pavel y Buh.

—Idos y buscad consejo en vuestro interior y mediante el diálogo con Dios —dijo—. Mañana durante la Prima quiero saber qué habéis decidido.

Pavel y Buh atravesaron la iglesia arrastrando los pies y abrieron el portal que el hermano Tomás había cerrado de un

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portazo. Pavel se volvió. El prior Martin estaba arrodillado ante el altar. Se cubría la cara con las manos y sus hombros se agitaban.

Pavel cerró el portal sin hacer ruido y se deslizó junto a Buh en la oscuridad de la noche.

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*579 EL ÁNGEL DE