— III —
—¿No crees que debe de haber otra mujer? —preguntó la señora Ames a la señora Marshall.
—No, no puedo creer que haya sido eso. Ernest Weldon no es de esos hombres. Tan formal… Todas las tardes, a las seis y media, volvía a casa, y era tan buena compañía, tan alegre y todo eso… Le entusiasmaba el hogar.
—A veces esos hombres entusiastas del hogar son precisamente los que dan esa sorpresa —observó la señora Ames.
—Sí, ya sé —dijo la señora Marshall—, pero ese no es el caso de Ernest Weldon.
—No creo que… —empezó a decir la señora Ames, y vaciló—. No creo que… —repitió, al tiempo que apretaba con la cucharilla el pedacito de limón en su taza de té— que Grace haya tenido alguna relación… o algo por el estilo.
—¡Cielos, no! —exclamó la señora Marshall—. Grace Weldon dedicó su vida entera a ese hombre. Siempre Ernest por aquí, Ernest por allí. No puedo comprenderlo. Si hubiera un solo motivo… si se hubieran peleado, o si Ernest bebiera o tuviera algún otro vicio… Pero se llevaban a las mil maravillas. Parece como si se hubieran vuelto locos para hacer una cosa así. No puedes figurarte cómo me ha afectado. ¡Es atroz!
—Sí —dijo la señora Ames—, es una lástima, desde luego.
Smart Set, julio de 1923