El cielo estaba compuesto por saludables nubes rosadas. El aire del jardín olía limpio, a diferencia de todo lo que había en el interior de la propiedad de Forest Park, que parecía viciado. La señora Frowen, por algún temor a las ventiscas que no había en verano y sin ningún consejo médico, aseguraba que no se debían abrir las ventanas demasiado a menudo.
Siguió la línea de los ligustros, recortados de modo perfecto para tomar forma de simpáticos montículos, hasta llegar al inicio del bosque.
Miró hacia atrás. Alguien la miraba desde la sala del té. Probablemente se tratara de Christian, ya que podía distinguir una figura masculina cubierta de prendas negras. Con la intención de ser invisible para él, caminó sin ingresar en el bosque durante varios minutos y luego se internó, mucho más allá de lo que le era conocido.
Allí, entre una mata de hierba silvestre, se sentó con las piernas constreñidas contra el pecho, abrazando sus rodillas. Inclinó levemente la cabeza y se permitió llorar. Bañó las setas pequeñas que crecían en el lugar con tanta humedad que los hongos debieron de sentirse felices de poder beber de su amargura.
Volvió a elevar el rostro y observo el cielo. No sabía cuánto tiempo había pasado en ese lugar descargando su pesar, pero podía estimarlo en media hora.
Comenzó a escuchar, como si fuera el silbido del viento o un rumor de sauces, a su madre profiriendo algunas palabras para que regresara.
Cerró los ojos. Le ardían mucho. Seguramente tendría el rostro, ya de por sí dotado de una redondez innegable, hinchado como una rana. No regresaría en esas condiciones.
Se adentró todavía más en el bosque, desesperada por no ser encontrada, en feroz defensa de su orgullo. Cuando dejó de escuchar la voz de su madre se sentó sobre un tronco de árbol derrumbado en el piso y se permitió respirar con más calma. No sabía inventar excusas o mentir. Aquello escapaba a sus habilidades sociales. No se le ocurría un buen modo de explicar lo que le sucedía sin confesar que llevaba muchos años amando a Christian, preocupada por su inmadurez y su vida licenciosa, llena de derroches e inconsciencia.
Pero el cielo rosado del atardecer duró poco, y rápidamente dio paso a la noche. Cuando las sombras comenzaron a crecer y solo quedaba el perfume del sol para alumbrarla, se decidió a volver. Fue y vino en varias direcciones y sentidos, logrando regresar al mismo tronco que le había servido de asiento, pero no emerger del bosque.
Se había perdido.
***