El difunto había sido amortajado en un paño de lana y puesto sobre una mesa de tres metros de largo. Allí pensaban velarlo durante al menos dos días que, según la viuda había decidido, se extenderían a tres solo en caso de que al segundo no hubiera podido arribar algún pariente cercano.

Los señores Caulfield habían estado entre los primeros en presentarse a dar el pésame, y se apersonaban allí durante algunos momentos todos los días, pero era su hija, Alexandra, la que realizaba compañía fiel a los Frowen.

Llegada la segunda noche de vela, y ya habiendo decidido que se le daría sepultura en la tumba familiar al mediodía del día siguiente, la falta de un sueño reparador se atestiguaba en las marcas de cansancio en la viuda, Christian y Alexandra. Eran ellos, también, los que estaban sentados en la hilera de sillas más cercanas al fallecido.

Christian estaba seriamente preocupado por el mandato de su padre, que no sabía cómo podría cumplir sin hacer a un lado su felicidad.

Miró a Alexandra y le contempló el cabello rubio y pulcro, el rostro pálido, los ojos a medio cerrarse por el cansancio, sin saber si era el cariño por él o por su madre lo que la mantenía ahí, firme como un guardián de acero. A la luz de las velas que inundaban de tonos anaranjados toda la sala, los ojos ámbar, que se habían dirigido unas cuantas veces a él, parecían los de un animal, singular efecto que los interiores iluminados causaban en la dama.

Tragó saliva.

—Ayer, un rato antes de que me retirase a descansar unas horas, estuve revisando los libros de contabilidad de mi padre...

Ella giró su rostro y lo miró, sin poder disimular el sueño que sentía.

—¿Hay algún problema con ellos?

—Unos cuantos... No son insalvables, pero todos son mi responsabilidad.

—Eres un derrochador, siempre te lo he dicho —comentó ella, sacudiendo un poco la cabeza por si el cansancio pudiese quitarse como el polvo.

—Y yo jamás he tenido el descaro de desmentirlo —contestó él—, pero no creía a mi padre cuando me decía que mis gastos le causaban serios problemas con las finanzas. Siempre pensé que era un método por el cual me amenazaba para que hiciera un uso más controlado del dinero, pero no era así.

—¿Te sientes culpable por eso? —preguntó ella, procurando descubrir la respuesta en sus ojos.

Él se mordió el labio inferior y asintió, mientras miraba al cadáver de su padre.

—¿Crees que yo me lo merecía? —preguntó él, temeroso de escuchar la respuesta.

—¿A qué te refieres?

—Al testamento.

Ella lo miró y suspiró.

—No podría asegurar que las condiciones fueran merecidas, pero sí te mereces algún tipo de tratamiento para volverte un hombre responsable.

—Sabía que dirías eso —respondió él, desanimado.

—¿Preferirías una mentira?

—No, claro que no.

Él no se atrevía a confesarlo, pero lo que prefería era alguna sutileza, alguna oración o sola palabra que cada tanto hablara de algo bueno y valioso en él, algo que no fuera un reproche o un error, algo que le hiciera sentirse digno de admiración. Deseaba eso especialmente de parte de Alexandra, pero comprendía que su deseo rozaba lo irrealizable.

—¿Te sientes bien? ¿No deseas ir a descansar? Yo puedo encargarme de todo —le dijo ella, en un tono de susurro que le sonó casi dulce.

Él volvió a mirarla.

—Tienes unas enormes ojeras... —continuó ella.

—Tú también —le respondió él, con sinceridad.

—Oh —exclamó la joven, estirándose la piel de los párpados inferiores.

—Alexandra...

—Dime.

—¿Te convertirías en mi esposa? —susurró Christian.

Había otras personas en la sala, distantes de ellos, que conversaban en un tono demasiado bajo.

Ella lo miró con intensidad, achicando un tanto los ojos.

—¿Qué has dicho?

—Te pregunté si te querrías casar conmigo —respondió él, con la misma neutralidad de antes.

—¿Por qué querría casarme con alguien que quiere usarme para obtener una propiedad a su nombre?

Él sostuvo su frente con la mano derecha, la más cercana a ella. Se había imaginado una respuesta como aquella, pero había decidido aventurarse a pesar del riesgo. Se arrepentía.

—Con un no hubiese sido más que suficiente, y no es necesario que hables en ese tono de voz tan elevado.

—Tú estás susurrando...

—Es un asunto personal... y un tanto extraño.

—¡Ah! ¡Te has dado cuenta de que es extraño! —exclamó ella, cruzándose de brazos—. Quizás en el mundo de tu imaginación tan musical era normal proponer matrimonio en un velatorio.

Los demás presentes comenzaban a mirarlos, y Christian se sentía más incómodo.

—Ya comprendí.

—¡Cuánto me alegro!

—Pero tú pareces no comprender. No comprendes que yo debo casarme y que tú estás ya un poco entrada en años. Con veinticinco primaveras ya cumplidas, no te va a ser fácil conseguir marido.

La joven tardó unos segundos en responder, lo que, tratándose de Alexandra, significaba que había recibido un golpe bajo.

—Eso fue realmente vil —le espetó ella, mirándolo con rencor.

—Desmiéntelo —lanzó él.

Ella se puso de pie como si hubiera un resorte en la silla y se marchó de allí sin volver a gastar palabras en Christian.

Él se sintió frustrado. Tenía que convencerla o enamorarla, y eso tenía que ser cuanto antes, pero... ¿no podía haber encontrado un método menos ruin?

***