CAPITULO 26
Los espectros se mantuvieron inspeccionando la zona, comunicándose entre ellos en una especie de lenguaje de chasquidos, aunque no avanzaron más. Pascal comprobó aliviado que a aquellos seres no les agradaba la idea de aproximarse más a la zona iluminada. Pero no soltó la daga.
Solo una de aquellas criaturas llegó a alcanzar el lado opuesto del montículo que servía al Viajero de protección, y allí se mantuvo husmeando durante unos interminables segundos. Pascal oyó el roce del hueso con la roca. El espectro deslizaba sus falanges desnudas sobre la piedra, tal vez desorientado por las sensaciones que le provocaba la proximidad del Viajero. El chico, con el corazón en un puño, se dio cuenta de que lo único que lo separaba de aquel monstruo era ese bloque emergente a través del cual él había llegado hasta la Tierra de la Espera.
Como barrera no era mucho. Al menos, él se encontraba en el lado iluminado.
Se preparó para lo peor.
El espectro, apoyado en el montículo, insistía con terquedad en su búsqueda. Pascal, mientras tanto, se dejó embargar por el calor que ascendía de la empuñadura de su arma, convencido de que podría acabar con aquel monstruo si las cosas se ponían feas. El problema vendría si se abalanzaban sobre él todos los demás.
Entonces, poco podría hacer. Recordó la advertencia que le hiciera Beatrice la primera vez que se enfrentaron a aquellos servidores del Mal: los espectros cuentan con la «mordedura ponzoñosa», un recurso letal. En cuanto sus mandíbulas te alcanzan, comienza en tu cuerpo un proceso de descomposición irreversible, te vas pudriendo poco a poco, consumido en dolores atroces, sin que nada ni nadie pueda evitarlo.
Pascal se imaginó a sí mismo en aquel trance, alcanzado por alguna de las bocas todavía dentadas de aquellas calaveras. Recreó su cuerpo humeante de hedor a putrefacción, la presencia sinuosa y repugnante de los gusanos alimentándose de su carne muerta mientras él todavía permanecía vivo, retorciéndose en medio de aquel suplicio, implorando un final que tardaba en llegar. Lo último que se corrompía eran los órganos vitales, lo que aseguraba una prolongada agonía.
Por fortuna, no se vio obligado utilizar su arma, y poco después escuchaba el alentador sonido de la comitiva de espectros alejándose hacia la espesura. Tardó mucho en reunir la determinación suficiente para asomarse y confirmar que había pasado el peligro; un error podía costar caro. Cuando lo hizo, el resplandor de las antorchas de aquella caravana de la muerte apenas era una línea de puntos, lo que lo animó a saltar sobre la zona más visible del sendero y empezar a caminar a buen paso, siguiendo la ruta que conducía al cementerio de Montparnasse.
De vez en cuando llegaban hasta él correteos furtivos procedentes de la oscuridad, sonidos escalofriantes que le recordaban que no debía abandonar la zona iluminada. Porque en el Más Allá, el silencio, la aparente serenidad, no es sinónimo de seguridad. No entre las sombras.
Pascal comprobó en su reloj el transcurso del tiempo, consciente del plazo de que disponía antes de volver al mundo de los vivos. Todavía tenía margen, pero no se descuidaría; no quería causar preocupaciones innecesarias a sus amigos. Bastante habían sufrido ya; no era cuestión de empezar esa nueva etapa como Viajero creando falsas alarmas.
Al cabo de un rato apareció ante su vista el familiar muro del cementerio. Recordaba que los muertos que aguardaban en aquel recinto solían controlar las esporádicas incursiones de los carroñeros, así que dio por sentado que su llegada ya habría sido detectada. No se equivocaba. En cuanto cruzó la puerta del cementerio, se encontró con un nutrido comité de bienvenida. Alrededor de cincuenta personas se habían reunido ya, y no paraban de llegar más.
Pascal agradeció ese esfuerzo de vitalidad en aquella tierra donde resultaba tan difícil transmitir calor. Pronto distinguió los rostros familiares del capitán Armand Mayer, con quien se fundió en un abrazo que le hizo percibir de nuevo la extrema frialdad de aquellos cuerpos; Charles Lafayette, cuya apariencia joven ocultaba el hecho de ser el huésped más antiguo de aquel cementerio; Frederick, el motorista; e incluso distinguió a Maurice Pignant, el hombre que le había facilitado los datos de su fallecimiento para que el Viajero los confirmase en el mundo de los vivos. Fue saludando a todos afectuosamente, así como a otros muchos que veía por primera vez.
Lo que estaba claro es que Pascal no necesitaba presentación alguna. Era toda una institución en el Más Allá. Experimentó una íntima satisfacción al saber que aquella admiración, aquel respeto sincero, no procedía del rango que ostentaba, sino de cómo lo había desempeñado en el rescate de Michelle. Le aceptaban como Viajero no como algo inevitable, sino porque se lo había ganado.
Por eso, aquel recibimiento le resultaba tan gratificante.
—Marian ya no está con nosotros —comunicó Lafayette, visiblemente emocionado ante la presencia del Viajero—. Ya fue llamada por el Bien. Apenas ha estado tiempo aquí.
Marian era una encantadora niña de unos ocho años a la que Pascal recordaba de su primer viaje. Se alegró por ella.
El capitán Mayer, fallecido en 1899 en acto de servicio, lucía su uniforme con la pulcritud de siempre. En su pechera impecable relucían sus medallas.
Pascal no pudo disimular su impaciencia más tiempo. Buscó con la mirada, entre las siluetas parsimoniosas de los muertos, la figura resplandeciente de Beatrice. Su pulso ya había empezado a precipitarse ante la inminencia del encuentro, pero su ansiedad no se veía satisfecha con el paso de los minutos y él empezaba a intranquilizarse.
—Seguro que pronto aparece —aventuró el militar, perspicaz—. Desde que te fuiste no ha abandonado los senderos más cercanos al cementerio, lo que es muy inusual en un espíritu errante.
Los espíritus errantes eran almas cuyos cuerpos no habían recibido sepultura en el mundo de los vivos, lo que los obligaba a vagar sin rumbo fijo por los senderos de luz durante el tiempo de espera. No estaba, pues, en su naturaleza la esencia hogareña que obligaba al resto de los muertos a permanecer en sus tumbas hasta la llamada del Bien, un instinto que, por otra parte, protegía a los fallecidos convencionales de los peligros que implicaba desplazarse fuera de los recintos sagrados.
Mayer sonreía. ¿Había hecho un guiño a Pascal al hacer referencia al comportamiento del espíritu errante?
El chico procuró mostrar una alegría comedida por miedo a delatar sus sentimientos hacia Beatrice. Comprobar hasta qué punto ella había aguardado su retorno no ayudó a suavizar su desazón; solo hizo patente el desequilibrio que cobijaba en su interior, un desequilibrio que iba creciendo conforme se precipitaban los acontecimientos.
Y es que, incluso allí, Michelle continuaba ocupando un claro lugar en su corazón. Para los sentimientos no hay distancias.
Pascal, Lafayette y Mayer comenzaron a pasear entre las lápidas mientras conversaban. Llegaron hasta el panteón de los Blommaert, y el Viajero recordó, todavía con cierta congoja, el agónico asedio de los carroñeros que había sufrido allí.
—No han vuelto desde entonces —informó Mayer.
Terminaron sentándose sobre varias tumbas. Al principio, Pascal se mostró algo dubitativo ante semejantes asientos, invadido de cierta aprensión.
—No te preocupes, hace tiempo que están vacías —explicó Lafayette señalando las losas con una sonrisa—. Nosotros solemos venir aquí a jugar a las cartas. Así que ponte cómodo.
Pascal obedeció. Pronto se vio obligado a dar respuesta a muchas cuestiones sobre el mundo de los vivos en la actualidad, provocando un asombro generalizado, y sobre cómo habían transcurrido para él y Michelle aquellos tres meses. Mientras contestaba, aprovechó para intercalar su propia investigación, y así se esteró de que Marc no había vuelto a aparecer desde que Pascal abandonara la Tierra de la Espera. El Viajero frunció el ceño, decepcionado. Si los muertos no podían informarle, iba a ser muy difícil obtener los datos que había ido a buscar.
—Ese demonio es muy listo —comentó Mayer, suspicaz—. Sabe que si no interfiere en la Tierra de la Espera, no alertará a los centinelas de la Atalaya. Por eso no se deja ver.
Pascal asintió, interesado.
—¿Eso quiere decir que nunca se aproxima a los senderos de luz? —indagó.
Lafayette intervino:
—No olvides que es una criatura condenada, no puede pisarlos. A lo sumo, ya que ha accedido a la Tierra de la Espera, podría entrar en los recintos sagrados, como hacen los carroñeros.
—Así que permanece merodeando por las zonas oscuras...
Mayer hizo un gesto afirmativo con la cabeza.
—Sí. Aunque —añadió, adoptando una pose calculadora—, pensando en términos de estrategia militar, el mejor lugar para moverse y protegerse llegado el caso es el subnivel de los fantasmas hogareños. Allí no suelen entrar los centinelas, y nosotros tampoco podemos hacerlo.
Numerosas voces de fallecidos que atendían a la conversación por los alrededores corearon opiniones idénticas.
Pascal asintió. Aquella hipótesis era la misma que él había manejado en el mundo de los vivos para justificar los ataques paranormales que había sufrido, y coincidía además con una de las teorías que manejaban Marcel Laville y la Vieja Daphne.
Marc se estaba moviendo por el sector de los fantasmas hogareños, seguro. Así, todo cuadraba.
—Supongo que eso justifica la completa ausencia de noticias que tenemos sobre él después de que entrara en nuestra región hace ya tres meses de tu tiempo —concluyó Lafayette.
Tres meses del mundo de los vivos, que equivalían a veintiuno del Mundo de los Muertos, consideró el Viajero.
—Puede que no se haya dejado ver, pero debéis saber que no ha perdido el tiempo —explicó Pascal—. Ha estado aprovechando los vínculos que el nivel de los fantasmas hogareños tiene con mi mundo para interferir en él.
—¿Interferir? —repitió Lafayette.
—Ha matado —tradujo Pascal, muy serio—. Ha acabado con dos médiums muy importantes.
Aquella noticia cayó como una bomba sobre los semblantes tranquilos de los muertos, cuyas facciones de ojos apagados pasaron a reflejar una intensa preocupación.
—Eso es muy grave —afirmó el capitán Mayer rascándose la perilla—. ¿Lo habéis confirmado?
—El Guardián de la Puerta es quien ha relacionado las muertes con Marc —argumentó Pascal.
—Entonces será cierto —convino el militar, pensativo—. ¿Qué puede impulsar a ese ser a actuar así en un mundo que no es el suyo? Por lo visto, no consigue asumir que ya no pertenece a la dimensión de los vivos.
—No le basta con hacer el mal en regiones muertas —intervenía ahora Charles Lafayette—. Comete la osadía de volver a hacer daño en tierra viva. Para un condenado, eso es más apetitoso, aunque supone muchas limitaciones, ya que solo puede actuar desde aquí. Supongo que le compensa.
A pesar de que para nadie era fácil aceptar la propia muerte, no se recordaba una rebeldía tan enconada, quizá porque las condiciones imperantes no solían permitirlo. Pero Marc, aprovechándose de un cúmulo de circunstancias excepcionales, se había convertido en un elemento muy dañino que permanecía enganchado a los dos mundos.
—No hace falta averiguar qué le impulsa a actuar así para intuir que es necesario detenerlo —señaló Mayer—. Lo antes posible.
Todos asintieron. Pascal empezaba a asumir que un encuentro con el ente demoníaco iba a ser inevitable. Los problemas serios requerían soluciones serias.
—Transmitiremos a Polignac esta noticia, a ver si él puede arrojar algo de luz —propuso Lafayette—. No es fácil ponerse en la piel de un ser maligno.
—Os lo agradezco; parece una buena idea —comentó Pascal, quien no disponía de tiempo como para dirigirse a la catedral donde el conde pasaba su tiempo de espera—. Tal vez a él se le ocurra qué puede estar tramando Marc. Eso nos permitiría adelantarnos a sus movimientos.
Por el momento, era precisamente ese demonio quien llevaba la delantera, razón por la que había logrado pillar desprevenidos a los dos médiums asesinados. El factor sorpresa constituía a menudo un arma demasiado poderosa.
Al igual que a Pascal, a nadie se le escapó que, al margen de lo que pudieran llegar a deducir, la única forma de frenar las criminales intenciones del ente era a través de un enfrentamiento directo: allá donde estuviese, había que sacarlo de su guarida. El papel de Viajero —único con posibilidades de hacerlo— volvía, pues, a teñirse con la impetuosa tonalidad del desafío. No obstante, nadie hizo comentarios al respecto. De todos modos, Pascal, incluso antes de introducirse en la Puerta Oscura esa misma tarde, ya lo había asumido de forma inconsciente. Ya había empezado a prepararse mentalmente, aunque ese primer viaje obedeciese a un único objetivo de tanteo e indagación.
La conversación continuaba y Pascal, enfrascado en ella a pesar de su propia ansiedad por reencontrarse con Beatrice, no la vio aproximarse. Pero el espíritu errante ya había accedido al recinto funerario y apenas había tardado en vislumbrarlo entre el bosque de sepulturas y panteones. Ella reconoció su pelo y su delgada figura, intuyó sus latidos, se divirtió recorriendo con la vista sus pantalones caídos. Lo primero que había hecho la chica, tras llevarse un dedo a los labios para que Lafayette —que sí la había detectado— no la delatase, era detenerse junto a las primeras lápidas, deseosa en ese instante inicial de un placer tan sencillo y silencioso como lo era el de la contemplación. Quería observar al Viajero con calma. Recrearse en los detalles que guardaba en su memoria. Qué guapo le parecía. Guapo y atractivo.
Beatrice reanudó su avance hacia él, sigilosamente. Si alguien podía desplazarse con soltura y en silencio, sin duda era ella.
Cuando estuvo a su espalda, extendió los brazos y le tapó los ojos, ante el gesto cómplice de quienes habían asistido a su maniobra.
Pascal, que en ese momento escuchaba a un muerto de mediana edad, contuvo un respingo al notar aquellas manos cerrarse sobre su rostro. No le hizo falta sentir la suavidad de aquellos dedos para adivinar quién jugaba con él de aquel modo.
—¿Beatrice? —su voz lo delataba saliendo de entre los labios con una impaciencia evidente.
—Hola, Pascal.
Pascal no logró disimular su nerviosismo. Estaba junto a la mujer cuya belleza e inocencia le habían deslumbrado hasta el punto de condicionar sus decisiones en el mundo de los vivos.
Si para los sentimientos no había distancias, el Viajero estaba descubriendo que para el deseo tampoco. Quiso frenar su corazón, tratando de convencerse de que pertenecía a otra persona. Pero no lo logró.
Y allí estaba ella. Detenida junto a Pascal. Contemplándole sin decir nada, confirmando la fidelidad de sus recuerdos, recreándose en que sus esperanzas se habían materializado. Solo sonreía. Una vez más, Pascal se dejó invadir por aquellos ojazos enormes, aunque apagados, y se sumergió en su transparencia de una sensualidad abrumadora. Ella estaba igual que siempre con sus vaqueros ajustados y su camiseta, su pelo sedoso terminado en rizos leves de tonalidad caoba, sonriendo con una felicidad absurda en aquel entorno cristalizado.
Pascal tuvo que hacer un notable esfuerzo para recordarse a sí mismo que ella estaba muerta; el mismo que ambos estaban realizando para no besarse delante de todos.
—Así que has vuelto —dijo ella al fin, en un tono forzado, como conteniendo el borbotón de palabras que en realidad pugnaba por salir de su boca—. Has cumplido tu promesa.
Había tanto que decir...
Beatrice le besó en la mejilla.
—Claro —respondió, menos firme que ella—. Aquí estoy.
—¿Damos una vuelta?
Pascal, indeciso, miró alrededor. Se habían quedado solos. Los muertos, que hasta hacía unos minutos habían permanecido allí, se habían ido retirando discretamente. El Viajero prefirió no pensar en ello; le daba tanta vergüenza...
—De acuerdo —aceptó, sonriendo con una mueca estúpida de principiante que odió aun sin verla—, vamos.
Incluso su tono sonaba torpe. Beatrice no pareció reparar en ello, y se apresuró a guiarle por un estrecho camino de tierra que iba sorteando tumbas. Durante el trayecto, ella no paraba de preguntarle sobre sus amigos, de los que tanto le había hablado el chico en su anterior viaje, sobre su vida reciente, sobre su familia.
Pascal albergó la certeza de que a ella le hubiera encantado cogerle la mano mientras caminaban, pero él se mostró reacio a aquel gesto tan comprometido. Ahora, al contrario de lo que ocurriese durante el rescate de Michelle, él podía avanzar solo. Y se preocupó de que Beatrice se percatase de ello. Tenía miedo de lo que pudiese suceder. Miedo y deseo. Una combinación excesivamente compleja.
Llegaron hasta un enorme panteón vacío, una construcción rectangular de líneas modernas con vidrieras góticas en los laterales.
—Vamos —ella le invitó a pasar tendiéndole la mano—, es precioso y sus inquilinos hace mucho que abandonaron esta comunidad. Así tendremos un poco de intimidad. Quiero disfrutar de ti sin tener que compartirte.
Pascal dudó. Tenía miedo de su propio deseo. Y quedarse a solas con Beatrice no mejoraba las cosas. Al final no pudo resistirse y tomó aquellos dedos fríos y pálidos que le introdujeron en el panteón. Allí dentro, frente a ellos, se alzaba un altar de mármol blanco cuyas grietas atestiguaban el transcurso implacable del tiempo. Las paredes estaban cubiertas de placas mortuorias, macizas planchas grabadas con los datos de quien yacía tras ellas.
En una inscripción aparte podía leerse lo siguiente:
Gracias, Señor, porque el amor también oye el silencio.
—¿Qué hermoso, verdad? —comentó ella aproximando su rostro al de Pascal—. Lo mandaron grabar unos padres tras la prematura muerte de su hija pequeña. La querían tanto que daban gracias porque ese amor les permitía escuchar el silencio de la niña, como si no hubiera muerto.
El chico, hipnotizado por la candidez preciosa que exhibía el semblante de ella, asintió, sin poder separar sus ojos de los de Beatrice. Pascal se vio reflejado en ellos, bajo aquel tono mate y profundo de las pupilas vidriosas de los muertos.
A continuación, miró sus labios, carnosos, suaves y tan próximos...
El chico carraspeó.
—Sí... es una frase muy...
No pudo terminar, no quiso hacerlo. Su boca enmudeció atrapando de un golpe la de Beatrice. Ella, tras superar la sorpresa inicial, se dejó llevar. El flujo de sensaciones que recorría sus cuerpos era ya demasiado turbulento, arrebatador. Sentir la piel de Beatrice pegada a la suya inflamó el deseo de Pascal, que se hizo cómplice en cada uno de aquellos movimientos, en las caricias, en saborear aquella boca de labios seductores que se abría para él y que tanto había evocado durante los últimos tres meses, incluso a su pesar.
Con cierta cobardía, el Viajero se negó a pensar, esquivó el recuerdo de Michelle arrastrado por una pasión incontenible. Ambos se precipitaban ya, se dejaban llevar en caída libre sometidos a su apetito. Pascal sintió el cuerpo frío de Beatrice y comprobó entre suspiros que aquella chica mantenía la firmeza de su truncada juventud, mientras sentía a su vez las manos de ella recorriéndole.
Y, sin embargo, Pascal no pudo continuar. Las manos afanosas de Beatrice desabrochándole el pantalón constituyeron el detonante que lo abrumó, que superó al Viajero ya envuelto en su propia lucha por expulsar de su memoria el rostro acusador de Michelle. La lacerante imagen de su amiga viva había empezado a materializarse, traicionera, en su interior, hundiéndole en sus propios remordimientos. Víctima de la confusión, se separó de Beatrice con mayor brusquedad de la que pretendía. En el fondo, se había asustado al constatar la complejidad que iba adquiriendo la compulsiva relación que los vinculaba.
Se le estaba yendo de las manos, de hecho. Y lo peor era que él había provocado aquella situación. Había dado el primer paso para terminar de aquel modo tan penoso, tan poco leal.
La situación le estaba desquiciando. Tal vez Dominique habría sido capaz de maniobrar en medio de ese doble juego, pero el nivel de dificultad que requería una actuación así, la frialdad de carácter imprescindible, excedía con mucho la capacidad de Pascal.
No. No podía mantener aquel juego albergando la certeza de que alguien, tarde o temprano, saldría herido en lo más profundo. Él no era así y, en el fondo, se alegró de haberse mantenido fiel a sí mismo en el último instante. Acababa de mantener un extenuante pulso con el deseo y había vencido... de momento. Constatar el descontrol que latía en su interior, no obstante, le produjo un desasosiego poco alentador.
La ruptura súbita que acababa de protagonizar le había arrastrado frente al incómodo recuerdo de la escena parecida que había vivido con Michelle, lo que todavía acentuó la erosión que estaba sufriendo por culpa de aquellas circunstancias que ahora confirmaba como insostenibles. ¿A qué creía que estaba jugando? Aquello no podía terminar bien, todos acabarían sufriendo.
—Lo siento —se disculpó avergonzado—. Lo siento, de verdad. Pero no puedo... yo...
¿Qué se podía decir? Nada que no fuera a estropearlo aún más. Y el caso es que no quería perderla como amiga, por muy complejo que resultara mantener la relación teniendo en cuenta que pertenecían a dos mundos distintos. Lo que habían sufrido juntos los unía de una manera inexplicable.
Por fin, Pascal reunió la valentía necesaria para enfrentarse a las pupilas desconcertadas de Beatrice, tras unos segundos de insoportable silencio.
—Me gustas mucho, Beatrice. Lo sabes —se detuvo. ¿Cómo proseguir?—. Pero... entiéndelo... esto no puede continuar... No puede repetirse. Michelle y yo...
Beatrice trataba de recuperar la compostura.
—¿Estás saliendo con ella?
Pascal se pasó una mano por la cara, agobiado.
—Todavía... todavía no —reconoció—. Pero ella me ha dejado claro que está dispuesta a intentarlo, creo. En cualquier momento...
—Me rechazas por una posibilidad —acusó Beatrice con un gesto de infinita tristeza que desarmó a Pascal—. Eso es lo que ocurre.
—No se trata de eso...
—Pensé que sentías algo por mí...
Su voz quebrada terminó de hundir el ánimo de Pascal, que habría pagado por poder escapar de aquella situación.
—Y es cierto, creo —Pascal sintió una profunda aversión hacia sus titubeos—. No he dejado de pensar en ti durante estos tres meses...
—¿Entonces?
Él quiso sincerarse:
—Yo... no lo entiendo... no sé qué siento por ti, ¡qué quieres que te diga, joder! —se exaltó, sin poder evitarlo—. Porque sigo estando enamorado de Michelle —Pascal extraía de su interior la confusión que llevaba tiempo abrumándolo, dándole salida con la esperanza de recuperar una dirección concreta en sus tambaleos vitales—. Por ti siento... algo distinto, es algo de una fuerza diferente... No lo entiendo. Pero lo nuestro no es posible y lo sabes. Eso debería bastarnos para no llegar más lejos...
—La muerte se interpone, ¿no? —susurró ella tratando de contener las lágrimas—. Es eso.
—¿Te parece poco? —se defendió Pascal—. Para mí tampoco es fácil...
Nada más pronunciar aquellas palabras, el chico fue consciente de que había metido la pata, pero ya era tarde. Estaba dicho.
Beatrice, acusando en su rostro el dolor que se iba abriendo paso hacia su corazón, se dio la vuelta y salió del panteón en completo silencio.
Sí, había metido la pata. Hasta el fondo. No tendría que haber comparado su situación con la de ella, puesto que él estaba vivo y podía experimentar el amor en su mundo, algo que quedaba para siempre fuera del alcance de Beatrice, fallecida a sus diecinueve años, antes de poder gozar de aquello que daba sentido a toda existencia.
La compañía en la Tierra de la Espera de otros fallecidos no podía atenuar la soledad íntima que cada muerto sobrellevaba como podía hasta la llamada del Bien, lo que todavía se agudizaba más en el caso de los espíritus errantes, siempre vagando por los innumerables senderos iluminados. Tal vez algún afortunado, enterrado con seres queridos que tampoco habían sido llamados todavía, contaba con ellos como apoyo durante aquel tiempo. Pero los demás...
La noche perpetua incrementaba su crudeza con cada jornada.
Pascal representaba para Beatrice una segunda oportunidad en medio de aquella realidad inerte. Y no había que olvidar que, en el origen de la Puerta Oscura, pervivía una historia de amor que también involucraba a ambas dimensiones. En el fondo, aquel umbral sagrado constituía un homenaje a la ausencia de fronteras para el amor.
Y Beatrice, por primera vez, lo había experimentado. Pascal no imaginaba la fuerza arrasadora con la que en aquel entorno germinaba un sentimiento de esa naturaleza. Pero él no podía correspondería. No mientras desconociese la verdad de sus emociones.
¿Se podía sentir algo por dos chicas al mismo tiempo? Algo... de alguna manera distinto, pero igual de especial, de potente. Pascal sabía que sí. Y aquella inaudita afirmación lo perturbaba de un modo inconcebible. Si cualquier relación con una chica ya suponía para él todo un desafío, enfrentarse a aquella disyuntiva representaba un reto que se veía incapaz de asumir. Lo estaba consumiendo por dentro.
Pascal cortó sus reflexiones, enfadado consigo mismo por unos pensamientos que le estaban conduciendo a seguir planteándose la relación con el espíritu errante como una alternativa. No. Por muy duro que resultara, Beatrice estaba muerta. Punto. Él no pertenecía a ese mundo, no debía olvidarlo. Él se debía a los suyos, a los vivos. A Michelle.
Claro que si lo de Michelle terminaba por no prosperar... No, no debía pensar en ello. Le costaría, pero debía esforzarse por enterrar sus compulsivos sentimientos hacia Beatrice, que lo único que hacían era complicar las cosas hasta un límite absurdo. A partir de ese instante, tenía que concentrar sus energías en recuperar su amistad con el espíritu errante. Eso sí era lo natural. Aunque le doliese renunciar a lo demás.
Dudó mucho, sin saber por qué, de que si su relación con Michelle prosperaba, pudiera reproducir los momentos vividos con Beatrice con aquella intensidad especial que quizá pertenecía a esa dimensión paralizada que ahora los envolvía con su oscuridad perpetua.
A lo mejor, la ausencia de otras percepciones multiplicaba el placer del contacto entre el pulso caliente y la piel fría en el Mundo de los Muertos, o la causa había que buscarla en que consumar una actividad así, en aquella región inerte, provocaba la concentración de los recuerdos que todos atesoraban sobre momentos apasionados que vivieron, la nostalgia de estar vivos, recuerdos que se mantenían flotando en aquella dimensión, como al margen de la gravedad.
A Pascal le cuadró aquella imagen tan... espacial. Aguardó todavía unos minutos dentro del panteón, reuniendo el aplomo necesario para enfrentarse a los muertos después del episodio protagonizado con Beatrice, cuya llamativa fuga no habría pasado inadvertida para nadie.
Tenía que pedir disculpas a la chica antes de volver a su realidad. Y obtener información sobre el nivel de los fantasmas hogareños, cuando ya empezaba a disponer de poco tiempo en aquel mundo.
Qué complicado era ser el Viajero.