CAPITULO 9
Pascal bebía a sorbos de una lata de coca-cola, sentado en una habitación cercana a la estancia donde acababa de asistir a la recreación del crimen. Le ensoñación había terminado al fin, y ahora procuraba relajarse acompañado de Daphne. La vivencia había sido espantosa. Y tan real...
—¿Me explicarás qué está ocurriendo? —interpeló a la bruja, molesto por el impacto personal de aquella experiencia que aún no entendía.
Daphne asintió, acomodada a su lado sobre un sillón tapizado en cuero.
—Te debo esa explicación —reconoció la vieja, con gesto concentrado—. Y te pido disculpas. Ya sois lo suficientemente mayores como para decidir vuestros movimientos, y yo no pretendo lo contrario.
—Pero me has traído hasta aquí sin consultarme nada —le recriminó él—. No sé qué pinto en esta casa. Yo no quiero ver cosas así.
Aquella acusación era cierta: la vidente le había pedido su cooperación por teléfono sin informarle de nada.
—No volverá a ocurrir —se comprometió ella, conciliadora—. Pero es que no teníamos tiempo para explicaciones, te necesitábamos con urgencia. Y tu labor aún no ha terminado. El tiempo sigue corriendo en contra nuestra; cuando todo haya acabado, podré facilitarte la información que mereces. No quiero que pienses que te utilizo como Viajero. No se trata de eso.
Pascal ya no atendía, había puesto los ojos en blanco. ¿Todavía tenía que hacer algo más? Iba a replicar, cuando una gruesa silueta apareció por la puerta. La recién llegada, de temperamento evidentemente enérgico, mostraba en la cara las huellas de una agresión no muy lejana en el tiempo, lo que confería a sus rasgos, ya de por sí algo rudos, una dureza especial.
—Pascal, te presento a la detective Marguerite Betancourt —la vidente reaccionaba con rapidez, señalando a la mujer desde su sillón—. Tal vez te suene; se encargó del asesinato del profesor Delaveau.
El chico se levantó de su asiento y le tendió la mano a la detective, que lo miró de pies a cabeza con escasa sutileza antes de responder al saludo.
—Así que tú eres Pascal Rivas...
En las pupilas de la investigadora podía leerse un enconado escepticismo, cuyo halo desdeñoso se extendía hasta abarcar a Daphne. Solo la desesperación y una petición expresa de su amigo Marcel Laville habían conseguido doblegar a Marguerite para que recurriese a una vidente. A esa vidente, que tan bien conocía.
—Encantado —musitó Pascal retirando la mano, demasiado inquieto aún como para prestar atención a aquella mujer y su pose hostil.
Marguerite había captado el tono falso de aquel formulismo pronunciado por el chico, pero hizo caso omiso. Al menos, se trataba de un chaval educado.
—La vidente me ha comentado tus... —la enorme mujer se mordía el labio inferior, buscando el término adecuado para aludir a unas capacidades en las que no creía— habilidades.
El retintín con que soltó aquella última palabra rozó el límite de lo aceptable, y Pascal frunció el ceño. Se encontraba agotado y nervioso, un estado poco propenso a la paciencia. Daphne, alerta, se dispuso a intervenir, lanzando una mirada al chico que hizo comprender a este que Betancourt solo lo estaba tanteando. La bruja controlaba aquella peculiar reunión; no podían permitirse un enfrentamiento directo con la policía, que por otro lado podría haberse evitado si hubieran dispuesto de algo más de tiempo para preparar aquel encuentro.
La detective sonreía como un tiburón mientras acariciaba un collar de amatistas que colgaba de su cuello.
—Llevo esperando un buen rato —dijo—. Si en dos horas no hemos encontrado algún indicio, el juez nos obligará a soltar a ese bastardo de Peter Goubert. Sin cuerpo, no hay delito. Aunque ya me he hecho a la idea, la justicia a veces es demasiado ciega. No espero sorpresas, ¿sabes, chico?
Pascal asintió, ya iba comprendiendo todo: la inesperada llamada de Daphne, la visita a la casa desconocida en la que aún permanecían, la escena atroz que él había rescatado entre sus paredes y, por fin, la presencia de esa detective de la que tanto le habían hablado Jules y Dominique.
—Si no las espera, ¿entonces por qué me han traído hasta aquí? —repuso con insolencia.
Marguerite sonrió.
—Vaya con el nene —comentó—. Se ve que todo el grupo de amiguitos es parecido, ¿eh?
En el fondo, ver a ese muchacho suponía para la detective recuperar el recuerdo de Jules Marceaux y Dominique Herault, el incómodo recuerdo de que, a lo largo de todo el caso Delaveau, ella no había logrado averiguar del todo qué se traían entre manos esos chicos. Sí, conocía la hipótesis de Marcel —se suponía que los adolescentes habían visto al asesino del profesor salir del lycée la noche del crimen—, la teoría que al final había prevalecido a la hora de redactar los informes que sirvieron para archivar el expediente. Pero ella albergaba un íntimo convencimiento de que había algo más. Algo que, tal vez, nunca saldría a la luz. Evocó con masoquismo la misteriosa visita a la mansión abandonada de las afueras que llevaron a cabo la Vieja Daphne y Jules aquella noche varios meses atrás. De nada sirvieron las pesquisas de la detective; para todas las preguntas tenían ellos respuestas tan verosímiles como indemostrablemente falsas. Apretó los dientes. Cómo le fastidiaba resucitar semanas después aquel relativo fracaso —lo importante había sido desde un principio pillar al psicópata— en su labor policial.
—Por probar no se pierde nada, ¿no? —se defendió, volviendo al presente—. Ya lo trincaremos más adelante, se confiará y caerá.
Aquellas palabras habían salido de su boca con una fluidez artificiosa. Ninguno de los tres se las creyó. Si se veían obligados a soltar a Goubert, Marguerite no se lo perdonaría jamás. No toleraba la injusticia, la ponía enferma. Frente a semejante desastre, concluyó con cierta indulgencia para sí misma, confiar el último recurso a una vidente casi le parecía algo lógico.
—¿Qué quiere de mí? —preguntó Pascal, en tono correcto.
Ella lo observó con detenimiento, evaluando la posibilidad de dobles intenciones en aquel ofrecimiento de aspecto inofensivo. ¿Acaso le estaba tomando el pelo?
—No tengo ni idea, joder —explotó, vencida por la ansiedad—. Si estás aquí es porque esta especie de bruja ha afirmado que puedes ayudarnos y, por el amor de Dios, incluso el forense que trabaja para nosotros ha insistido en ello. ¿Cómo voy a saber yo lo que tienes que hacer? Bastante he hecho llegando hasta este punto.
Marguerite se volvió hacia la vidente con un gesto interrogador que auguraba una muy limitada paciencia.
—Lo que Pascal tenía que hacer ya lo ha hecho —aseveró la vidente, enigmática—. Agente Betancourt, es su turno. Pregunte lo que quiera saber.
La detective los miró a los dos de hito en hito, incapaz de distinguir si tenía ante ella a dos bromistas o a dos simples locos. Ambas alternativas conducían a un mismo turbio desenlace; la imagen de Goubert saliendo por la puerta de la comisaría en compañía de su abogado, sin estar esposado y con la mirada altiva, la sulfuró.
—¡Vieja bruja, sabes muy bien lo que necesito! —explotó entre aspavientos—. ¡El puñetero cadáver de la señora Goubert! Su marido insiste en que la sangre de la alfombra, que ya hemos comprobado que pertenece a ella, procede de una profunda herida que su esposa se provocó al caer de forma accidental sobre la mesa del salón. La mesa está rota, desde luego. Por lo visto la mujer, que es médico, se negó a acudir a urgencias y prefirió curarse en casa. Poco después, y siempre según la versión de esa alma caritativa que es el señor Goubert, abandonó el domicilio conyugal —Marguerite se interrumpió y alzó los ojos hacia el techo de la sala, emulando la pose oratoria de un mártir—. Pero ¿quién se va a creer una historia semejante? El caso es que no hemos sido capaces de hallar el cuerpo de la mujer, a la que damos, obviamente, por muerta, ni otras pruebas definitivas.
Daphne se mantenía serena, y eso que no se había borrado de su semblante apergaminado aquella preocupación que Pascal había detectado a mitad de la recreación del crimen.
—Pues pregúntele al chico —sugirió, hierática—. No pierda más tiempo.
Marguerite sonrió ante la provocación.
—Decepcionante. Yo esperaba una bola de cristal, cartas... Un ritual un poco más... elaborado. Pero ni eso voy a conseguir aquí.
La Vieja Daphne le devolvió la sonrisa ante el rostro cómplice de Pascal.
—Cada minuto que invierte en justificarse —advirtió la vidente— coloca a su hombre más cerca de la libertad. Es su decisión, no la nuestra.
Marguerite tragó saliva, acusando aquel golpe certero. Por fin cedió:
—Pascal —susurró, como si le diera vergüenza incluso plantear ese interrogante a aquel chico de quince años—, ¿tienes alguna idea de lo que... pudo hacer Peter Goubert con el cuerpo de su mujer?
Siguieron unos segundos de silencio, durante los que la mujer y el joven intercambiaron miradas. Parecían tahúres a mitad de partida, intentando desenmascarar un farol bajo una elevada apuesta. Pascal prolongaba a sabiendas aquel pulso, regodeándose en el hecho incuestionable de que la detective no podía ganarlo. La respuesta ya estaba en él. Absorto, acababa de descubrir el poder implícito en su recién descubierta capacidad de acceder a la memoria de los lugares.
Una vez más, la condición de Viajero lo envolvía con su sombra.
—Los cimientos de la casa están en parte huecos —comenzó con voz neutra—, es por donde instalaron las cañerías y los desagües de la construcción. Se accede por el porche delantero, hay unos tablones que encajan bien pero que están sueltos. Debajo queda un hueco en el que cabe una persona a gatas. Luego se ensancha. La tierra es blanda.
A Marguerite Betancourt, el estupor la había dejado conmocionada, casi no podía articular palabra. Se resistía a creer en aquello, pero aquel chico había improvisado una explicación de una verosimilitud asombrosa por la minuciosidad de sus detalles.
—¿Insinúas... insinúas que Peter Goubert se metió por ahí...? —indagó, deseosa de comprobar hasta qué punto Pascal podía encajar todas las piezas en su portentosa imaginación.
Pascal asintió a la cuestión con la misma tranquilidad que si hubiera respondido a si quería postre en la cena.
—Después de matar a su mujer —aclaró—, se introdujo con una pala por allí y cavó un agujero bastante profundo. Aquí no hay vecinos que puedan aparecer de improviso, así que no tenía prisa. Luego arrastró hasta el hueco el cadáver y, una vez dentro, lo terminó de enterrar. A continuación, se dedicó a limpiar todos los rastros en la casa.
—Pero de esto hace ya bastantes días —repuso la detective, que seguía impresionada—. El olor sería insoportable aquí dentro.
Pascal negó con la cabeza.
—Recubrió el cadáver con cal viva. No es nada tonto.
Aquel dato había tenido que confirmárselo Daphne, quien había concretado el nombre del material tras escuchar la descripción del chico. En efecto, con esa sustancia se aceleraba la descomposición de los restos y se reducía el olor a putrefacción.
Ante la última información, Marguerite se había quedado, literalmente, con la boca abierta. Le costó reaccionar, pero lo consiguió.
—¡Jacques! —requirió, a voz en grito—. ¡Comprueba si hay tablones sueltos a la entrada de la casa, en el porche!
En aquella habitación no se movía nadie.
—¡Correcto! —se escuchó poco después la respuesta de aquella voz masculina, en la que ahora se podía distinguir un leve acento de asombro—. ¡Queda una cavidad que avanza bajo el suelo de la casa! Huele raro. ¿Me meto?
Los ojos muy abiertos de Marguerite traicionaban su aparente serenidad. Un tenue hedor a putrefacción comenzó a propagarse por la casa, ascendiendo desde el subsuelo.
—¡Sí! —ordenó—. ¡Busca... restos de cal viva!
La detective arrugó la nariz emitiendo un elocuente gruñido; el olor llegaba ya hasta ellos. Poco después se confirmaba el hallazgo de un cuerpo en avanzado estado de descomposición, aún vestido con unas ropas que se identificaron como de Mary Goubert.
—Es ella —ratificó Pascal—. Se pelearon, y él la apuñaló en el salón.
Marguerite asintió desconcertada.
—Estoy segura. Muchas... muchas gracias.
—¿No se alegra de haber resuelto el caso, detective Betancourt? —la interpeló Daphne, maliciosa.
La aludida asumió su incapacidad de exteriorizar su satisfacción.
—Yo... no me esperaba esto —reconoció, aún descolocada—. Necesito algo de tiempo para... procesar lo que ha ocurrido aquí esta tarde —se volvió hacia Pascal—. Pero ¿cómo...?
La investigadora no terminó su pregunta, aunque tampoco hacía falta.
—Lo he visto —respondió el chico—. Lo he visto todo. Los lugares tienen memoria —él se recreaba, adoptando ahora el lenguaje críptico que iba aprendiendo de la vidente—, y a veces comparten sus recuerdos. Yo me limito a recibirlos.
Marguerite se le quedó mirando, estupefacta.
—Nadie debe conocer los verdaderos detalles del descubrimiento del cadáver —advirtió Daphne a la detective, levantándose del sillón—. Es algo que debe quedar entre nosotros. Ni siquiera puede compartir la verdad con sus compañeros de la policía. Redacte un informe y atribuya a un tropiezo, o a cualquier otra causa accidental, el haber detectado los tablones sueltos que les han conducido hasta Mary Goubert. Nosotros saldremos por la puerta de atrás, antes de que los agentes invadan toda la casa. Hemos de desaparecer de la escena.
—De... de acuerdo —balbuceó la detective.
Marguerite continuaba inmóvil y, haciendo un esfuerzo, se apartó para dejar pasar a los dos responsables clandestinos de que un asesino no volviese a la calle. Por fortuna, la extrema urgencia que seguía imperando en el caso Goubert la ayudó a recuperar el aplomo; disponían de poco tiempo para confirmar la identificación del cadáver y paralizar el proceso de puesta en libertad del homicida.