El Gran Viaje del pueblo de los carros alcanza por fin su destino. El 28 de mayo de 1948, doscientos noventa y seis años y veintiún días después de que el primer holandés puso el pie sobre tierra africana; diez años más tarde de la llamada solemne de Daniel François Malan desde lo alto de las colinas de Pretoria ha llegado la tan esperada hora de la redención. Dios va a dar a su pueblo el lugar que ha elegido para él en tierra africana. Con seiscientos veinticuatro mil quinientos votos y ochenta y nueve escaños de ciento cincuenta y cuatro, el Partido Nacional Purificado y sus aliados han ganado las elecciones generales de la Unión Sudafricana.
Suenan las 12 del mediodía en el reloj del Parlamento de Ciudad del Cabo cuando aparece en la tribuna de la asamblea el artífice de este resultado. Para señalar aún más que esta victoria significa el advenimiento de una nueva era, no es en el inglés oficial utilizado por los anteriores dirigentes del país la lengua en que se dirige a sus iguales, sino en afrikaans, la lengua gutural que se inventó el pueblo afrikáner durante su largo peregrinaje a través del continente. Levantando los brazos hacia los diputados, Daniel François Malan grita: «La historia de los afrikáners revela una voluntad y una determinación que permiten pensar que el destino de nuestro pueblo no es obra de los hombres, sino creación de Dios. Sudáfrica nos pertenece por fin. Roguemos a Dios que sea siempre así». El sobrio discurso causa un seísmo en el recinto hasta entonces silencioso. ¡Gente de todas partes se levanta, golpean el suelo con el pie, aplauden, lanzan aclamaciones! No pueden creer lo que acaban de oír. De repente, se desborda el orgullo, hay una visión de revancha. Nunca la madera de teca que tapiza las paredes de la noble institución ha resonado con semejante jaleo. Lloran, se abrazan, se congratulan. La oleada de hurras se extiende por todos los bancos, incluidos los de la oposición. De repente se eleva un canto desde todas las filas. Poderoso, generoso, marcial, es el himno nacional de los blancos que glorifica su epopeya en la tierra de África del Sur. Extraña victoria, obtenida por algo más de la mitad de la minoría blanca, minoría que sólo representa una quinta parte de la población total. Habitado por cinco millones de blancos y veinticinco millones de negros en un territorio tan grande como dos veces y media Francia, el país que hereda el antiguo clérigo es un sorprendente mosaico donde lo sublime y lo peor se codean con mayor intensidad y brutalidad que en ninguna parte del mundo. Es un país que recoge a sus animales salvajes en suntuosas reservas, pero que amontona en un rosario de innobles guetos a millones de ciudadanos. Un país donde el subsuelo repleto de oro y diamantes ha proporcionado al rey de Inglaterra, Eduardo VII, una piedra de quinientos noventa quilates, pero que condena a dos niños negros o mestizos de cada tres a caminar descalzos hasta la escuela, siempre y cuando exista una escuela. Un país que compensa la extrema pobreza de la mayoría de la población con una riqueza cultural y un fervor religioso sin igual en el resto del continente. Un país de una intensa espiritualidad donde el noventa por ciento de los negros y los mestizos adoran al Dios de justicia y amor de sus opresores blancos, donde seiscientos mil hindúes veneran tanto a tantas divinidades como habitantes hay en toda África; un país que posee algunos de los hospitales más modernos del mundo, pero donde cientos de miles de familias sólo tienen curanderos para tratarlos; un país donde las mujeres del campo conjuran su esterilidad colocándose collares que no podrán quitarse hasta el día de su muerte; donde los jóvenes varones de las tribus zulúes tienen que matar a un león de un golpe de azagaya para ser aceptados en su clan. Un país que produce más acero, carbón, cobre, uranio y maderas preciosas que los que consumen en la India y en Brasil, pero que no alcanza a ofrecer un plato diario de mijo o de batatas a millones de sus niños. Un país dotado de infraestructuras viadas, ferroviarias y aéreas que muchas naciones europeas podrían envidiarles, pero que deja pudrirse a un número incalculable de sus obreros en sórdidas ciudades dormitorio comparables a los barracones de los campos nazis o de los gulags soviéticos. Un país al que una miríada de partidos y asociaciones políticos empuja a una revolución permanente. Un país donde entre trescientos y cuatrocientos mil blancos que trabajan en la agricultura y las minas viven por debajo del umbral de pobreza a causa de la competencia de una mano de obra negra pagada a un precio vil. En resumen, un país de todos los extremos, rebosante de medios y riquezas pero gangrenado por brutalidades e injusticias que sólo una mano de hierro al servicio de un proyecto político puede esperar dominar.
Una maliciosa coincidencia quiere que Sudáfrica tenga otra cita con la historia esta mañana del 28 de mayo de 1948. Apenas el carillón del monumental edificio de espléndidas fachadas victorianas del Parlamento de Ciudad del Cabo hace sonar la hora de la victoria electoral de los afrikáners, da comienzo una ceremonia en un suburbio situado a pocos kilómetros de la opulenta ciudad blanca. «¡Aquí entráis en el país de las maravillas!», proclama un grafitto sobre la pared de una casita victoriana con balcones de hierro forjado, situada a la entrada del Distrito Seis. Es así como este barrio se encuentra señalado en los mapas de la ciudad. Aquí, en un laberinto de callejuelas, de plazas y de viejos edificios que albergan un revoltijo de tenderetes, figones, tabernas, cafés, vendedores de especias, garitos, talleres de artistas y alojamientos, cohabitan sesenta mil negros, mestizos, indios, malayos y blancos. Muchos blancos acuden todas las tardes de los barrios burgueses para degustar los estofados picantes de la taberna de Alex o para emborracharse con el vino barato de la región de Paarl. Antes de ir a liarse un porro de cannabis o una pipa de opio junto al salón de peluquería del Grand Canyon. En cuanto a las inquilinas de los innumerables burdeles, todo el mundo está de acuerdo en reconocer que hacen más por la paz racial de Sudáfrica que los sermones de todos los pastores de las iglesias juntos. El Distrito Seis es un verdadero islote de tolerancia y de fraternidad donde la pobreza ha conseguido borrar la mayor parte de las diferencias. El lugar insufla, incluso al resto de la gran metrópoli, una especie de dinamismo y de optimismo que suscita el orgullo y la admiración de todos, ya sean blancos o de color. ¿Acaso no es en sus tabernas y en las plazuelas donde ha nacido, entre otros, el jazz africano, una música de la que los conocedores juran que vale tanto como la de los cabarets de Nueva Orleans, un jazz que tiene su ídolo en Dollar Brand, un trompetista tan adulado como el mítico Satchmo?
Lo que constituye la principal originalidad del barrio es, no obstante, su gusto por la fiesta. Casi a diario, las callejas y plazas se llenan de charangas, de alguna procesión en honor de un acontecimiento o una celebración de ese microcosmos de religiones, culturas y tradiciones. Los pobres del Distrito Seis no son, en modo alguno, gentes desarraigadas ni los vencidos por un karma pútrido; al contrario, son pruebas vivas del poder eterno del hombre para hacer frente a todos los golpes de la adversidad.
La fiesta de hoy es una réplica del famoso Coon Carnival, la kermes que, cada primero de año, inflama el barrio con sus danzas, con sus cantos, con sus trajes brillantes. A la cabeza, balanceándose con un placer evidente, avanza una de las figuras locales más famosas, un negro alto como un castillo, de al menos un metro noventa y el torso surcado de cortes. Los habitantes le deben una buena parte de las iniciativas que hacen de este Distrito Seis un lugar tan exultante de vida y de imaginación. Barnabas Zanzibari, de treinta y siete años, es el propietario de un cafetín en Eaton Square, una placita rodeada de casas victorianas deterioradas que revelan que el barrio ha conocido tiempos mejores. Zanzibari va seguido por sus dos acólitos habituales, Apollon Davidson, un mestizo embutido en sus vaqueros que ejerce la profesión de tatuador en Upper Ashley Street, y otro africano vestido con un blusón árabe ribeteado con una cinta cubierta de lentejuelas. Todo el mundo conoce a Salomón Tutu. Es el peluquero «jet» del barrio, un auténtico escultor de cabelleras afro cuya reputación se extiende más allá de las paredes del Distrito Seis. Los tres personajes van seguidos de una charanga de acólitos, de trompetas y tambores que conducen bajo su estela una muchedumbre de hombres, mujeres y niños con trajes y vestidos multicolores.
Esta mañana de mayo, el Distrito Seis está en ebullición. Un acontecimiento casi insignificante sacude el barrio, un acontecimiento, sin embargo, altamente simbólico de la voluntad de los hombres y mujeres de color de este país de oponerse a la tiranía racista que se preparan a asumir sus conciudadanos blancos. El tabernero Barnabas Zanzibari, el tatuador Apollon Davidson y el peluquero Salomón Tutu van a inaugurar en nombre de toda la población del Distrito Seis el primer urinario público instalado en el «país de las maravillas».
La pequeña construcción se levanta debajo de Upper Darling Street, en el corazón de una pequeña plaza en la que hay plantados algunos matojos canijos de acacia. Es más bien coqueto, con su tejado en forma de terraza y sus dos entradas decoradas con azulejos pintados. El interior es de una limpieza inmaculada con rutilantes pilas de porcelana blanca sujetas a las paredes y grifos y tubos de viejo cobre brillante. Una pancarta advierte sobre los peligros de las enfermedades venéreas, otra recomienda a los usuarios «acercarse todo lo posible a las pilas para no correr el riesgo de salpicar el suelo con la menor gota de orina». También está anunciado que escupir es un delito punible con una multa de cinco rands.
Cuando todo el mundo está reunido en torno a la pequeña construcción, Zanzibari salta sobre una piedra y se dirige a los ciudadanos. «Lo que hoy inauguramos es mucho más que un urinario público —declara—. Es un lugar donde los hombres de todas las razas y colores podrán satisfacer juntos sus necesidades naturales». Luego, doblando el torso, añade: «Bajo este techo, no habrá ni negros ni mestizos, ni indios, ni blancos, sino criaturas de Dios que viven unos junto a otros un momento de paz racial y armonía». Alguno de los asistentes levanta la mano para interpelar al orador. «Hermano —le espeta—, ¿y el gobierno no se apresurará a cerrar nuestro urinario porque viola las prohibiciones de la segregación racial?». Zanzibari esboza una sonrisa tranquilizadora. «De momento, las leyes raciales de este país no se aplican más que a los lugares públicos —replica con viveza—. Un urinario no es exactamente un lugar público, puesto que la actividad que persigue su uso es de naturaleza privada. Para prohibirlo sería necesaria la votación de una ley especial que pusiera fuera de la ley el ejercicio interracial de un acto de la naturaleza querido por Dios». La explicación es un poco complicada pero le encanta a la concurrencia, que comienza a aplaudir frenéticamente. Zanzibari levanta los brazos para pedir silencio. Una expresión de felicidad ilumina de pronto su rostro. Ha llegado el instante crucial. Grita: «Os invito, señores, a tomar posesión de vuestro urinario».
Una docena de hombres salen de sus filas. Zanzibari alcanza su objetivo. Entre ellos hay negros, mestizos, indios, malayos y, también, dos miembros de la minoría blanca del barrio. Cada uno se inclina respetuosamente al entrar. Se oyen ruidos de gorgoteos continuados de una cisterna, pronto ahogados por el ruido de las charangas. Los residentes del Distrito Seis han conseguido desafiar el canto de victoria que hace temblar las paredes del Parlamento. Un día, es seguro que toda Sudáfrica podrá orinar de común acuerdo en una misma fraternidad racial.
Los veinticinco millones de sudafricanos de color que no han tenido derecho a introducir su papeleta de voto en las urnas de las elecciones de este 28 de mayo de 1948 sienten consternación. Mientras que un nuevo concepto de fraternidad y de igualdad ha empezado a extenderse a través del mundo colonizado, mientras que las grandes naciones imperialistas de Occidente están renunciando a su hegemonía sobre los pueblos que dominaban desde hacía generaciones, mientras que la Organización de las Naciones Unidas acaba de acoger a un centenar de nuevos países independientes, he aquí que la Sudáfrica blanca se empeña en seguir el camino contrario.
Por todas partes del inmenso país, las gentes se reúnen para comentar esta terrible realidad e imaginar las consecuencias que tendrá sobre su destino. En ningún lugar alcanzan tanta gravedad y significado estos encuentros como el que reúne este 28 de mayo por la mañana a tres hombres en el número 8.115 de Orlando West, un township negro en los suburbios de Johannesburgo. La dirección corresponde a una de las dos mil casuchas de techo de uralita que se alinean hasta perderse de vista en la polvorienta inmensidad de una meseta árida que un día llevará el nombre de Soweto. Sólo las familias que justifiquen una ocupación en la zona blanca tienen el derecho de alojarse en una de estas casuchas desprovistas de agua corriente, electricidad y sanitarios.
El alojamiento se compone de un rincón que sirve de cocina y de dos habitaciones minúsculas utilizadas a la vez como dormitorio, comedor y lugar de reunión. Allí es donde reside con su esposa Evelyne, de veintisiete años, y sus dos hijos de dos y un año un joven abogado en prácticas, de veintinueve años, originario de una familia principesca del país xhosa. Alto, atlético, con el rostro cubierto por una pelusilla de barba, sus cabellos crespos cuidadosamente divididos en dos por una raya, siempre elegante con el único traje que posee, al hombre no le falta estilo. La suavidad de su voz, que parece provenir de las profundidades de su pecho, y la sonrisa que flota como una aureola en torno a su rostro le dan una distinción natural que impone respeto. Su nombre le ha sido dado por el reverendo británico de la pequeña escuela del Transkei, donde aprendió a leer y escribir. Un día, millones de africanos aclamarán con delirio ese nombre como el de un mesías. El hombre que vive en el número 8.115 de Orlando West se llama Nelson Mandela.
Mandela levanta los ojos hacia los compañeros que se le han unido para hacer un primer diagnóstico de la situación.
—Debemos esperar lo peor —dice, en resumen—. Han basado toda su campaña en el Swart Gevaar («el peligro negro»), y no han dejado de apoyarse en su eslogan de «el negro en su sitio». No soñemos, amigos. Su Apartheid es tal vez un concepto nuevo pero es una vieja idea. No es otra cosa que un sistema opresivo gracias al cual podrán codificar de una vez por todas las leyes y las costumbres que desde hace tres siglos mantienen a los negros de este país en una posición inferior. Hay que preparar de inmediato nuestra defensa.
—¡De inmediato! —confirma febrilmente Olivier Tambo, de veintiséis años, uno de los visitantes venido especialmente de Johannesburgo, donde enseña matemáticas en una escuela cristiana. Como Mandela, Tambo es un militante comprometido con la resistencia negra a la opresión blanca.
—Esta victoria electoral de los afrikáners no debe darnos miedo —interviene entonces con su voz plácida Walter Sisulu, el tercer contertulio—, porque ahora sabemos quiénes son nuestros enemigos.
No se puede imaginar un hombre más diferente de Mandela que ese pequeño individuo achaparrado de treinta y dos años que trabaja como pasante en un gabinete inmobiliario de Johannesburgo. Vestido con una cazadora de cuero y calzado con botas de trabajo, es un hombre tranquilo que siempre busca analizar cualquier situación desde un ángulo positivo.
—Sean cuales sean los enemigos —se apresura a observar Tambo—, es la guerra lo que quieren imponernos con el apartheid.
Mandela se levanta y comienza a caminar de un lado a otro del salón.
—Guerra o no guerra, el ANC debe reaccionar con extrema firmeza —declara—. Malan y los afrikáners deben saber que estamos listos para pelear por nuestras reivindicaciones esenciales. Por ejemplo, el abandono inmediato de la redistribución de las tierras y el fin de la prohibición a los africanos de desempeñar algunos empleos… —Se aclara la garganta—. Por la libertad de residencia, la educación obligatoria, los matrimonios entre blancos y negros, ya lo veremos después…
—Tienes razón, Nelson —admite Sisulu—, pero sabes bien que no hay que esperar gran cosa de los actuales responsables del ANC. El ANC es hoy un conjunto de viejos carcamales cansados más preocupados por conservar los derechos adquiridos en el pasado que por promover los derechos de nuestro pueblo en el futuro.
La mítica organización de defensa de la causa negra nacida una tarde de 1912 en un teatro de Bloemfontein no había cesado de llevar una actividad no violenta contra las discriminaciones, de denunciar el racismo, de militar para hacer de los africanos ciudadanos con todos los derechos. Aprovechando el viento de libertad que la segunda guerra mundial había hecho soplar en el mundo colonial, la organización había redactado una carta de reivindicaciones africanas, entre las que se encontraban, en primer lugar, el derecho de los negros a convertirse en ciudadanos sudafricanos. Como escribiría más tarde Nelson Mandela, «Esperamos que el gobierno y todos los sudafricanos corrientes comprendan que los principios por los que luchaban en Europa eran los mismos por los que nosotros luchamos en nuestro país»[1].
Persuadidos de que el ANC necesitará sangre nueva para afrontar la prueba de fuerza, en su opinión inevitable, si los extremistas blancos llegaban al poder, Mandela, Sisulu, Tambo y un puñado de jóvenes militantes habían creado en 1943 una Youth League, una Joven Guardia, en el seno de la vieja organización. Proclamando un nacionalismo africano puro y duro y la reunión de todas las tribus en una sola nación, esta Joven Guardia predicaba abiertamente, desde hacía cinco años, el derrocamiento de la supremacía blanca y la instauración inmediata de una forma de gobierno democrático. En su manifiesto, los tres militantes reunidos esa mañana en la miserable casucha de Orlando West habían reafirmado solemnemente su certidumbre de que «la liberación nacional de los africanos será llevada a cabo por los propios africanos», y que su joven organización debe ser «el laboratorio de ideas y una fuente de fuerza para el espíritu del nacionalismo africano». A pesar de su firmeza, su credo perpetuaba, no obstante, el ideal de no violencia que el ANC había recibido en herencia del mahatma Gandhi. Pero ¿por cuánto tiempo aún?
En la hora de su triunfo, los campeones del apartheid sólo podrían burlarse de esta revolución desesperada que brotaba del fondo de un township por boca de tres jóvenes negros. En los edificios de su nuevo poder, asentados sobre las floridas colinas de Pretoria, su cruzada racial hacia el horror ya ha empezado.
El amor carnal. El mayor peligro para la integridad de la raza. Ayer era el odio de Adolf Hitler y sus purificadores étnicos, hoy es el de Malan y sus cómplices lanzados a la vía del apartheid. Apenas instalado en su cargo de general en jefe del Movimiento, situado en el primer piso de la Union Buildings, la sede administrativa del gobierno oculto en los arbustos de Jacarandas, Hendrik Verwoerd se enfrenta al problema. En unas horas, da a luz dos leyes. Bautizadas como Immorality Act y Prohibition of Mixed Marriage, ponen fuera de la ley las relaciones sexuales entre parejas de distinta raza. Toda infracción será castigada con una pena firme de siete años de reclusión. Votadas con urgencia, estas disposiciones son pronto puestas en conocimiento del país. Es cierto que sólo atañen a una pequeña minoría de la población, pero el derecho a amarse libremente era hasta este momento uno de los pocos privilegios compartidos por todos los sudafricanos, fuera cual fuese el color de su piel.
En los escasos lugares donde subsisten algunos ejemplos de mezcla racial, se quedan estupefactos. La irrupción del peluquero «jet» del barrio del Distrito Seis en el taller de su vecino, el tatuador Apollon, provoca incluso el pánico. El peluquero agita en su mano la primera página del Cape Times del día, cruzado con un enorme titular: «New power to impose apartheid» («El nuevo poder impone el apartheid»), y de un subtítulo que anuncia la prohibición, bajo pena de cárcel, de toda relación sexual entre negros y blancos.
—¿Apartheid? —se inquieta el tatuador—. ¿Qué significa exactamente?
Alguien sugiere ir a buscar al cafetero Zanzibari, el responsable del urinario multirracial recientemente inaugurado. Llega corriendo. Otros habitantes acuden tam-bien. El taller del tatuador está pronto hasta los topes. Es normal, porque el lugar siempre ha sido el principal centro de reunión política del barrio. En su calidad de tatuador oficial, Apollon disfruta de un respeto muy especial. Por su trabajo, es una especie de confesor junto al que los habitantes van a aplacar sus temores y exorcizar secretamente sus fantasmas. Sus largos dedos afeminados, armados de agujas, de tijeras, de frascos de tinta, trazan regularmente en la piel de sus clientes llamadas a la felicidad, la suerte y la fortuna. Todo un catálogo de deseos y, a veces, también de delirios. Mujeres blancas acuden de los barrios ricos para hacerse tatuar en el vientre un sexo negro en erección. Otras piden serpientes, dragones, símbolos fálicos. Los hombres prefieren los gallos, las águilas, los leones y los sables. Los mendigos se hacen tatuar «Please!» en la palma de una mano y «Thank you!» en la otra. Los truhanes piden un cuadrado de cuatro puntos negros en el brazo que simboliza los cuatro muros de la prisión, con un quinto punto en el centro que representa al detenido a punto de evadirse. Vendedores de hierba, drogadictos, homosexuales, lesbianas y prostitutas llenan también el salón para hacerse grabar en su carne algún símbolo fetiche. Un excéntrico se hace dibujar una cremallera a la altura del apéndice con la mención «abierto por error». Apollon también se ha tatuado en la garganta un cuello de camisa y una pajarita. En cuanto a la pin-up desnuda que un carnicero musulmán de la calle de enfrente lleva tatuada en el pecho, Apollon necesitó de toda su destreza para cubrirla con un velo el día en que el comerciante encontró una mujer para casarse.
Los asistentes esperan impacientes la reacción del cafetero ante el titular del Cape Times.
—Es una mala noticia —declara—. Los blancos van a construir un muro entre ellos y nosotros.
—¿Quiere eso decir que cogerán la mejor parte del país y nos dejarán lo que no quieren? —se preocupa el peluquero.
—Tú lo has dicho, amigo —confirma con brusquedad el cafetero—. Apartheid significa «separación» en afrikaans. Los blancos en un lado y todos los demás en el otro.
Zanzibari levanta la mano para acompañar sus palabras con una línea imaginaria.
—Y nosotros, los blancos del Distrito Seis, ¿de qué lado nos vamos a poner? —se pregunta de repente un hombrecillo con bigote que tiene una droguería en Windsor Street.
Julius Samuel es judío. Está casado con una mestiza. Sus abuelos inmigraron allí procedentes de Lituania después de los pogromos de finales del siglo anterior. Su familia se cuenta entre las más antiguas del barrio. Junto con algunas otras familias mixtas, es un ejemplo de la armonía racial que reina en el Distrito Seis.
El cafetero busca una respuesta.
—Puede que los blancos te obliguen a separarte de tu mujer y a irte con ellos —termina por decir, levantando tristemente los brazos.
La hipótesis hace nacer un gesto de indignación en los rostros. El Distrito Seis es una sola y misma comunidad. Nadie debe sentirse nunca amenazado de ser arrancado del grupo.
—¡Tengo una idea! —anuncia entonces bruscamente el peluquero «jet»—. Pediremos a Apollon que nos tatúe en el pecho con letras grandes: «Todos contra el Apartheid», iremos a desfilar con el pecho desnudo delante del Parlamento de Ciudad del Cabo.
Cada uno baja la cabeza, como para saborear religiosamente la extraordinaria proposición del peluquero. Luego, de repente, alguien grita: «Sí, ¡todos contra el apartheid!». Malan y Verwoerd no lo entenderán, pero el grito que repiten todos hace temblar las paredes del taller del tatuador.
¡Conjurar la mezcla de sangres! El nuevo poder está decidido a mostrarse inflexible. Irá, si es preciso, a espiar a los ciudadanos en la cama para descubrir cualquier relación capaz de atentar contra la pureza de la raza. Una primera página en la historia de los acosos policiales. En Johannesburgo, la ciudad más grande del país, un suburbio mixto a seis kilómetros del centro representa, junto con el Distrito Seis, uno de los principales blancos de la obsesión gubernamental. Con el campanario barroco de su iglesia y los tejados de tejas rojas cubiertos por un eucalipto, de lejos parece una villa de la Toscana. De cerca, sólo es una maraña de barracas que se amontonan a lo largo de estrechas callejas de tierra batida. El barrio se llama Sophiatown, por el nombre de la hija del promotor judío que, a principios de siglo, soñó con construir allí un barrio residencial para los directivos blancos de la industria minera. Pero apenas el padre de Sophia había vendido sus primeros lotes cuando el ayuntamiento de Johannesburgo tuvo la desafortunada idea de cavar una enorme cloaca a cielo abierto en un lindero del barrio. Contrariada por esta repentina profanación de su entorno, la clientela blanca se retiró para ser pronto reemplazada por compradores negros, demasiado contentos al poder obtener a bajo precio un título de propiedad que les permitía instalarse en las proximidades de una ciudad blanca. Este documento daría a los africanos que habitaban Sophiatown un sentimiento de seguridad e independencia que se manifestaba en un estilo de vida de una notable despreocupación. Caso casi único en Sudáfrica, los negros podían llevar allí una existencia libre de humillantes imposiciones, de prohibiciones municipales y de barreras raciales. En el momento en que el apartheid empezaba a causar estragos, sudafricanos de todas las razas y de todos los colores aún podían instalarse allí libremente. Atraídos por este ambiente, incluso numerosos blancos acudieron al barrio para construir sus propias casas. De esta fusión había nacido una sociedad multirracial compuesta por periodistas, escritores, músicos e incluso políticos. Por supuesto, según los estándares oficiales, Sophiatown seguía siendo un barrio de chabolas donde la densidad de población y la naturaleza de sus habitantes contradecían todas las normas de la urbanización moderna. Pero era una comunidad humana, vibrante; un lugar con alma, donde las risas, la música y el baile conseguían hacer olvidar la precariedad de numerosas existencias.
Una de las figuras más populares de este lugar insólito es otro gigante blanco de casi dos metros, que lleva el alzacuello de los sacerdotes de la Iglesia anglicana. Trevor Huddleston, de cuarenta y ocho años, es pastor de la iglesia local de Cristo Rey. El eco de sus ardientes sermones predicando la integración de los negros en una sociedad sudafricana reconciliada no deja de agredir, desde hace veinte años, los oídos racistas de los nacionalistas de Pretoria. El reverendo no es la única personalidad blanca que reside en Sophiatown. Hay también un autor teatral, Athol Fugard, y el novelista Peter Simpson, así como varios periodistas de renombre. A todos estos blancos les agrada vivir en el centro de una sociedad negra destribalizada, moderna, compuesta también de intelectuales, artistas y músicos. Sophiatown es asimismo famosa por la belleza de las encargadas de sus shebeens, los puestos de venta de bebidas semiclandestinos que forman una parte tan íntimamente unida a la cultura de todo el barrio africano; por los proxenetas, sus chicas de vida alegre y por sus tsotsis, esos truhanes pertenecientes a dos bandas rivales, la de los americanos, así llamados porque sus miembros se llaman Gary Cooper, Humphrey Bogart o Clark Gable, y la de los berlineses, reconocibles por la pequeña cruz gamada pintada en sus frentes. Pero sobre todo es a su pasión por el jazz a lo que el barrio debe su notoriedad excepcional. Como en los cafés de las calles del Distrito Seis, el jazz de Sophiatown es una cultura en sí mismo, la ocasión permanente de ahogar el menor conflicto en una cacofonía de trompetas y saxofones.
El cine Odin, una amplia sala situada a la entrada del barrio, se convierte todas las noches en el cascarón de esa toxicomanía musical. Con músicos tan famosos como el tránsfuga del Distrito Seis Dollar Brand, cuya trompeta con sordina ha extendido su leyenda hasta Nueva Orleans. Con el mítico rey del saxofón de gafas negras Kippie Moeketsie y su compañera Miriam Makeba, cuya voz envolvente atrae a fans desde Johannesburgo e incluso Pretoria. Cada sábado hasta el alba, el Odin proyecta frente a un público en éxtasis los últimos éxitos cinematográficos de Hollywood, donde se puede ver a Lena Horne cantando en Stormy Weather o Black Velvet. Al amanecer, los músicos recorren las calles para repetir, con gran estruendo de trompetas y címbalos, el mensaje musical de sus hermanos del otro lado del Atlántico. Las más aduladas de estas pequeñas formaciones se llaman Manhattan Brothers y Jazz Maniacs. Sus orgías sonoras se prolongan entre el humo y el alcohol de los shebeens, para acabar la mañana al frente de algún cortejo de boda o de entierro. Como el Distrito Seis en Ciudad del Cabo, Sophiatown ofrece, en las afueras de Johannesburgo, una imagen simbólica de lo que podría acontecer en una Sudáfrica libre de miedos y odios. Para los opresores de hoy, esta imagen es una visión horrorosa, una mancha negra que contamina la pureza blanca del entorno de la ciudad más grande de Sudáfrica, la encarnación misma de la tragedia que hace planear sobre su país el espectro de la mezcla de sangre.
Son sólo unos centenares de los treinta millones de sudafricanos, estos hombres y mujeres que se atreven a desafiar la Immorality Act amándose abiertamente a pesar de su diferencia de color. Monika de Villiers, de veintiséis años, es una muchacha rubia con un bonito rostro pecoso. Ha nacido cerca de Ciudad del Cabo, donde sus padres, descendientes de hugonotes, poseen un próspero viñedo. Tras la diplomatura en sociología en la universidad afrikáner de Stellenbosch, su padre la ha inscrito durante un año sabático en la Universidad de Birmingham, en Inglaterra, con la secreta esperanza de que encuentre allí al hombre de su vida. Preocupado por sustraer a sus hijos a las incertidumbres del porvenir en el país del apartheid, muchos padres afrikáners tratan en estos años cincuenta de enviarlos al extranjero. Pero Monika no desea en modo alguno abandonar su tierra natal. Empieza a buscar trabajo. Un día lee un anuncio en un periódico: una ONG de Johannesburgo busca voluntarios para ir a los townships a enseñar a las mujeres africanas cuáles son sus derechos. Monika queda seducida por esta proposición a la vez interesante y audaz. Hace sus maletas, toma el tren y se presenta en la dirección indicada. La ONG ocupa un pequeño local en un inmueble de Johannesburgo. La recibe un negro de unos treinta de años. Se llama Willi.
«Inmediatamente, me sentí impresionada por la dulzura de la mirada y de la voz de ese hombre —contará la joven—. Me dijo que vivía en Sophiatown con sus padres y que buscaba especialistas en derechos civiles para enseñar en ese barrio. Yo era el tipo de persona que necesitaba. En la universidad, había estudiado la historia de las relaciones humanas. Conocía de memoria la mayoría de los textos que dirigían la conexión de los ciudadanos con las diferentes administraciones del país. Al día siguiente, Willi me propuso acompañarlo a Sophiatown. Me presentó a su familia y a sus amigos. Yo estaba encantada. Nunca había conocido negros. En su casa había algo muy tranquilizador. Empecé a trabajar inmediatamente.
»Volvía todas las tardes en coche a Johannesburgo, donde un amigo de mis padres me había prestado una casita que se llamaba “Casa Blanca”. Pero una tarde me quedé en Sophiatown. Esa noche, Willi y yo hicimos el amor sobre la alfombra del salón de su casa, como dos niños que sienten curiosidad el uno por el otro. Oíamos a sus padres roncar en el cuarto de al lado y las camas de hierro crujían en la habitación de sus hermanos y sus hermanas. Los números fluorescentes del despertador bañaban nuestros cuerpos con una luz verde que parecía cubrirnos con un velo lunar. A veces, los faros de un coche atravesaban las cortinas de la ventana y nos rociaban con una ráfaga de luz. La Immorality Act acababa de ser promulgado. Yo estaba paralizada por el miedo. Imaginaba mirones delante de la puerta. ¡Los violadores! ¡Los moralistas de la brigada de buenas costumbres! Sí, los imaginaba echando la puerta abajo y dirigiendo sus potentes linternas sobre nosotros, vomitando imprecaciones y risas. ¡Ah! ¡Flagrante delito de fornicación entre una blanca y un negro! Willi parecía menos preocupado que yo, aunque corría un riesgo mayor: hasta siete años de prisión… Pues no. Los faros se alejaron y nuestro amor volvió a ser lunar.
»Durante días y noches, paseamos nuestro idilio por Sophiatown despreocupadamente, sin encontrar nunca hostilidad. Los padres de Willi me adoptaron como a una hija. Su hermana me trenzó los cabellos al modo africano. Yo acompañaba a Willi a los shebeens, donde bebíamos brandy con cola mientras escuchábamos la música funk americana. Había acabado por olvidar que era blanca. Ya no tenía color. Era transparente, una especie de mutante aceptada con total sencillez por todos los habitantes de ese sorprendente barrio.
»Nuestra despreocupada luna de miel duró hasta esa famosa noche en que creí que la casa de Willi iba a volar hecha añicos. Unos policías golpeaban la puerta y las paredes como locos, a culatazos de fusil y patadas. Gritaban: “Policía. Abran”. Eran más de las cuatro. Querían poder escribir en su informe que habían pillado a una blanca y a un negro en flagrante delito de violación de la Immorality Act. Nos vestimos a toda prisa y Willi me indicó por señas que saliera por la parte trasera de la casa. Los niños de su hermano gritaban. Su padre y su madre se habían levantado. Un vecino me paró fuera y me echó una manta sobre la cabeza y los hombros. Luego me empujó dentro de la pequeña cabana de los lavabos al fondo del jardín y me encerró dentro. Yo oía a los policías gritar: “¿Dónde está ella? ¿Dónde está tu puta?” Al cabo de un momento, uno de los dos insultó a Willi: “¡Eres un mentiroso! Mete tu sucia nariz de kaffir en esta tela. ¡Apesta a mierda!” Volvieron a gritar: “¿Dónde está tu puta?” Me di cuenta de que remataban cada pregunta con un puñetazo en la cara de Willi. Era atroz. Me debatía por ir en su ayuda y presentarme ante esos cabrones, pero el amigo de Willi que me había echado una manta por encima me detuvo. Al no encontrarme, renunciaron a llevárselo. Cuando pude volver a la casa, le propuse ir a refugiarnos a mi villa de Johannesburgo. En el coche, Willi se volvió bruscamente menos hablador, casi tímido. Hoy sé que no era el cansancio el que le hacía bajar los hombros y apagaba sus ojos de su brillo habitual. No. Eran los síntomas de los agudos dolores inscritos en la noche de su cerebro arcaico, que subían a la superficie a medida que nos acercábamos a mi “Casa Blanca”. No se borran varios siglos de humillación y esclavitud en unas cuantas noches de amor.
»Llegamos a la casa con las luces apagadas. Willi entró como un ladrón. Cuando, en la cama, quiso tomarme entre sus brazos, ya no conseguía tener una erección»[2].
En estos primeros años de la década de los cincuenta, los gritos aterrorizados de una chiquilla blanca del Transvaal oriental simbolizan mejor que ningún delito de sangre la locura de la aventura que han emprendido Daniel François Malan y sus cómplices encargados de poner en marcha el régimen del apartheid. Se llama Sandra Laing y tiene ocho años. Vive en Piet Retief, una pequeña localidad que lleva el nombre del jefe afrikáner que, en el siglo anterior, fue lapidado hasta la muerte por los zulúes. Sus padres son honrados comerciantes respetados por toda la sociedad blanca local. Sandra es una alumna apreciada en la escuela municipal. Con sus largas trenzas y su piel ligeramente morena, se parece a las demás niñas de esta escuela únicamente frecuentada por escolares de raza blanca. Pero, un día, los padres de una de sus compañeras acuden a quejarse a la directora. Dicen que Sandra no es una blanca auténtica, sino una mestiza. Incluso aunque la acusación parece infundada, la directora debe tenerla en cuenta, y avisa a la Oficina Sudafricana de Asuntos Raciales de Pretoria. Este organismo, creado recientemente, es la autoridad suprema en materia de clasificación racial. Dispone de agencias repartidas por todo el país. Dirigidas cada una de ellas por un magistrado, estas agencias tienen a su cargo decidir soberanamente sobre el color y la raza de cualquier ciudadano sudafricano. Uno de estos magistrados se presenta en la escuela de Piet Retief, escoltado por dos adjuntos, para examinar a la pequeña Sandra. ¿Blanca o mestiza? Están perplejos. En este país donde por efecto del sol ardiente la piel de los blancos muestra tantos tonos diferentes es muy difícil decretar de inmediato quién pertenece a una raza en vez de a otra. Únicamente se considera fiable una sola prueba. Inventado por Verwoerd, este procedimiento simbolizará pronto una de las tachas más rocambolescas del nuevo régimen.
El representante de la comisión de clasificación deshace con cuidado las trenzas de la niña. Luego, coloca un lápiz en el surco de la raya que divide el cabello. Si Sandra es de raza blanca, el lápiz se deslizará automáticamente entre los mechones y caerá al suelo. En este caso, la fina vara de madera tropieza con un rizo. Es la prueba de que Sandra es mestiza. Ha sido traicionada por la raíz ligeramente crespa de su cabellera. El mismo día, a pesar de sus gritos de angustia, es arrojada como una apestada a la puerta de la escuela.
Otros millares de lápices causarán traumatismos semejantes a medida que el poder imponga al país las disposiciones de una nueva ley aún más viciada que la que pretendía prohibir a los negros y a los blancos mantener relaciones sexuales. Como Hitler había dividido a los alemanes en diferentes clases de superhombres y subhombres, según perteneciesen a la raza aria o a la raza judía, a la raza gitana o a otras, Verwoerd decide subdividir a la población sudafricana en cuatro categorías distintas: blancos, negros, mestizos y asiáticos. La ley que consagra al fin el viejo sueño de los blancos de vivir en un país donde todas las razas estén claramente identificadas lleva el banal nombre administrativo de Population Registration Act, tres palabras que encarnarán la pesadilla nacional. Primero para las tropas de Verwoerd, que se encuentran súbitamente enfrentadas a la tarea sobrehumana de recensar y «situar en el mapa» a veinticinco millones de africanos. Luego, para los negros, los mestizos y los asiáticos, que descubren que un solo criterio define a partir de ahora su existencia. Un criterio que no tiene en cuenta ni sus cualidades, ni sus méritos, sino sólo el color de su piel.
Una colmena en plena actividad. El soberbio edificio de columnas de Pretoria, donde tiene su sede desde 1913 el poder sudafricano, no se vacía ni de día ni de noche. Hendrik Verwoerd y sus equipos de agrimensores, etnógrafos y urbanistas de corbata ocupan todo un piso del enorme edificio que tomó como modelo el palacio del virrey de la India en Nueva Delhi. Despachos, salones y pasillos están cubiertos de mapas a gran escala, planos de ciudades, cuadros sinópticos y gráficos que revelan la implantación de las diferentes poblaciones, etnias y tribus. Las paredes de varias estancias están incluso cubiertas de fotografías aéreas. Cierto, la detección por satélite aún no existe, pero los inquisidores de Pretoria han imaginado lo imposible para que ningún pueblo, ninguna granja, ni siquiera una choza en este país, tan grande como dos veces y media la superficie de Francia, escape al campo de sus investigaciones. Inspirándose en los métodos utilizados por los nazis para censar a los judíos de Alemania y de los países ocupados por el Reich, la Population Registration Act obliga a cada ciudadano a declarar su grupo racial en el municipio de su domicilio. Para ser reconocido como blanco, un individuo tiene que dar prueba de que sus progenitores son blancos y que es aceptado como tal en el ambiente en el que vive. A la menor duda, por ejemplo, en el caso de que un mestizo quisiera hacerse pasar por blanco, intervienen los especialistas. Interrogan a parientes y conocidos, proceden a realizar la prueba del lápiz, buscan descubrir trazas de pigmentación alrededor de las uñas y de los globos oculares. En un país con una población tan diversa, determinar con seguridad la raza de un individuo es un propósito totalmente quimérico. Cuántos blancos tienen de pronto la desgracia de verse calificados como mestizos, cuántos mestizos del Cabo retroceden al rango de mestizos de Malasia —se cuentan al menos siete categorías de mestizos según el color más o menos oscuro de su piel—, ¡cuántos indios originarios del sur de la India se ven de pronto relegados a la condición poco envidiable de kaffir a causa de su oscuro color! Durante el primer año del apartheid, el balance de las comisiones de clasificación racial revela que ochocientos sudafricanos se han visto obligados a cambiar de raza. Catorce blancos y cincuenta indios se convirtieron en mestizos; diecisiete indios, en malayos; cuatro mestizos y un malayo, en chinos; ochenta y nueve negros tuvieron la fortuna de ser recalificados como mestizos, y cinco mestizos la mala suerte de convertirse en negros. Pero quinientos dieciocho mestizos ganaron el premio gordo haciendo una entrada triunfal en la raza blanca de los afrikáners.
¡Cuántos dramas provocan estas brutales mutaciones raciales! La obligación repentina de mudarse, de buscar una nueva escuela para los niños, de salir en busca de otro empleo, por no hablar de matrimonios o de uniones que se han quedado fuera de la ley de la noche a la ma-ñaña. ¡O de gentes que, en el seno de una misma familia, se encuentran de pronto en razas diferentes! Cierto, la tarea de las comisiones de clasificación no siempre es fácil. Los periódicos cuentan el caso de tres chiquillos abandonados que las autoridades encerraron durante seis meses en un lugar secreto antes de reconocerlos como blancos. O el de ese famoso presentador de televisión gravemente herido en un accidente de carretera que murió por falta de atención, ya que los encargados del centro de socorro no sabían en qué sector —blanco o mestizo— tenían que ingresarlo.
La obligación impuesta a cada ciudadano sudafricano de hacerse reconocer la categoría racial a la que pertenece no es más que el preludio de un amplio plan que preparan Verwoerd y sus equipos de Pretoria. Con la promulgación de otra ley, la Group Areas Act, se produce la división del mapa de Sudáfrica que el admirador de Hitler quiere realizar para separar geográficamente a todas las comunidades. Verdadera piedra angular del apartheid, esta ley define los lugares donde deberán agruparse los no blancos; una hábil división que permitirá confinar a los negros en algunas zonas urbanas ya designadas con el nombre de townships y, sobre todo, en las lejanas homelands o reservas, y también en bantustanes destinados a convertirse un día en estados autónomos. Esta nueva ley debe también provocar la desaparición de aquello que sus inventores consideran «anomalías», es decir, los escasos barrios habitados por gentes de color en el centro mismo o en el extrarradio próximo a ciudades blancas como el Distrito Seis y Sophiatown. La ley pretende, por último, sistematizar las separaciones étnicas en el corazón de los townships: a cada grupo, su parte de barrio, según se trate de una comunidad de zulúes, de khosas, de sothos, de tswanas u otros. Al final, esta ley y todos sus aditivos, que ampliarán su campo de aplicación a lo largo de los años, conducirán a la expulsión forzada de varios millones de negros de las zonas ya clasificadas como «zonas blancas» hacia zonas periféricas generalmente famosas por su pobreza. Al organismo encargado de proceder a la deportación de las poblaciones, el imaginativo Verwoerd le da un nombre que enmascara astutamente su finalidad. Lo llama Departamento de Cooperación y Desarrollo. Es una forma de tranquilizar a los reverendos de la Iglesia presbiteriana, que se preocupan por los anuncios de traslados masivos de población. Verwoerd no duda en disipar él mismo los temores declarando que «los desplazamientos de negros tienen por objeto favorecer la unidad nacional, proteger sus intereses étnicos y políticos y mejorar sus condiciones de vida». No olvida nunca añadir que las precauciones se toman siempre para que «las comunidades desplazadas encuentren oportunidades de empleo comparables a aquellas de las que se beneficiaban en su región de origen». En un derroche de humanidad, incluso declarará que «todo se lleva a cabo para hacer estos trasplantes tan atractivos como sea posible con el fin de obtener la cooperación de los implicados». En el caso de que individuos o grupos estuviesen tentados de resistir por la fuerza las expulsiones, o de discutir su legalidad interponiendo una denuncia ante los tribunales, ha inventado una disposición legal hecha a medida. Llamada Black Prohibition of Interdicts Act, esta ley impide que la justicia se oponga a la acción gubernamental y autoriza a las fuerzas del orden a intervenir contra cualquier rebelión. En caso en que esta intervención fuese confiada al ejército, éste podrá beneficiarse del secreto, puesto que otra ley sudafricana prohibe la divulgación de cualquier acción militar.
El celo de Verwoerd y de sus cómplices se manifiesta al fin en una avalancha de textos legales que instituyen los límites específicos de los contactos raciales en casi todos los ámbitos de la existencia: los alojamientos, la educación, el empleo, el ocio, el deporte, los transportes y las relaciones personales. Ellos dan fuerza legal al ejercicio del apartheid tanto en los bancos de los parques públicos como en los autobuses y los trenes, los urinarios y los ascensores, las salas de espera de las estaciones, los teatros, los auditorios de música e incluso las playas. Excluyen a los negros de las universidades gubernamentales y pretenden prohibirles participar en las ceremonias de culto de las iglesias blancas. En la catedral católica de Ciudad del Cabo, los fieles de color no pueden recibir la eucaristía hasta que los blancos hayan dejado el comulgatorio. Nada dará a conocer al mundo la tragedia del apartheid mejor que estos acosos que muchos sudafricanos calificarán de petty apartheid, «apartheid de pacotilla».
Pacotilla o no, expresan con tanta fuerza como las grandes leyes de separación racial la voluntad fanática de los nacionalistas afrikáners de imponer, por todas partes y siempre, una distancia física entre los blancos y los demás. Por otro lado, la política de trasplante de las diferentes comunidades negras en una multiplicidad de guetos quiere demostrar que Sudáfrica no es un solo y único país, sino un mosaico de países diferentes. No es cuestión de favorecer en ninguna parte la eclosión de un crisol de culturas. Cierto que los blancos pueden necesitar a los negros como mano de obra, pero esa necesidad debe ser puntual y excluir cualquier cohabitación. Nunca falto de imaginación, Verwoerd inventa incluso una ley que impone una zona libre de un mínimo de quinientos metros entre un township negro y la ciudad blanca que utiliza el sudor de sus habitantes. Quinientos metros de un terreno impreciso, abierto a los cuatro vientos, quinientos metros de terreno neutral destinado a señalar la separación entre pueblos, entre la civilización cristiana y la barbarie africana, entre los descendientes blancos de Jan Van Riebeeck y los bosquimanos de las junglas de África.
Los nazis obligaron a los judíos a revelar su condición de parias bajo la forma de una estrella de David de seis puntas, amarilla, cosida a su ropa. Los que aplican el sistema del apartheid inventan otro símbolo para forzar a los negros a reconocer su estado de subhombres. Se trata de un pequeño carnet de cartulina con unas noventa y dos páginas en rojo o verde que cada ciudadano de color, hombre y mujer, debe estar en condiciones de presentar a cualquier miembro de la autoridad bajo pena inmediata de cárcel. Llamado reference book o simplemente pass, este documento de identidad es una especie de pasaporte interno sin el cual ningún ciudadano de color puede desplazarse ni trabajar en cualquier zona del país. Contiene todos los elementos de información relativos a su propietario: fotografía, huellas dactilares, grupo étnico, situación fiscal, lugar de domicilio y trabajo, lista de empleos ocupados con anterioridad con direcciones y duración, etc. El pass contiene también un certificado que indica el lugar donde su titular podrá ser enterrado. En resumen, se trata de un documento en el que todos los negros de Sudáfrica, ya sean profesores universitarios, trabajadores agrícolas o coolies, vean su vida implacable y minuciosamente fichada por los esbirros del poder. Al fijar de modo sumario y arbitrario el proceso que dirige la vida de cada uno, el pass terminará por despersonalizar a todo un pueblo, pero para el poder blanco será un instrumento vital que le permita controlar las idas y venidas de veinticinco millones de sudafricanos de color y asegurarse del cumplimiento correcto de las reglas que atribuyen a los miembros de las diferentes tribus sus nuevos lugares de vida.
El mandamás de Pretoria ha retenido las lecciones de su estancia juvenil en la Alemania nazi. «Hay que obligar, si es preciso por la fuerza, a los africanos que no estén de acuerdo con nuestra política», amenaza, parafraseando el discurso de Hitler a propósito de los judíos. La suerte lo acompaña. Una crisis cardíaca aleja de repente del poder a Daniel François Malan, su mentor, que ha conseguido colocar a la pequeña minoría blanca a la cabeza de la inmensa Sudáfrica. Verwoerd, su sucesor natural, es elegido en su lugar. Acaba de cumplir cincuenta y siete años. Los afrikáners están exultantes: su porvenir está en buenas manos. Los negros pueden seguir maldiciendo el color de su piel. El nuevo jefe de gobierno inaugura sus funciones instaurando lo que parece ser, ni más ni menos, una política de terror. Disuelve el partido comunista sudafricano y hace detener a sus principales líderes. Era uno de los últimos bastiones de la libertad de opinión donde todavía colaboraban negros y blancos. Luego convierte en ilegales todas las protestas contra las leyes del apartheid. Por último, amenaza con la cárcel a los que intenten oponerse a la libertad de trabajo en caso de huelga.
A pesar de sus tendencias autoritarias, Verwoerd, sin embargo, siempre ha rechazado la forma en que Hitler había impuesto su imagen a las gentes del tercer Reich. No tiene el atractivo carismático del que generalmente depende el éxito de los dictadores. Bajo una innegable prestancia, oculta más bien los aires paternales de un profesor. No es un orador y mucho menos un tribuno. Ningún rastro de humor, ningún impulso apasionado aparecen en sus largas disertaciones monocordes pronunciadas en la tribuna del Parlamento del Cabo. Pero ello no impide que su auditorio lo escuche con una atención casi religiosa, porque Verwoerd tranquiliza a los afrikáners proporcionándoles el sentimiento de que se ocupa de su destino. Sobre todo, sabe tranquilizar su conciencia en un mundo en el que las críticas interiores y exteriores empiezan a surgir por todas partes. Su visión del porvenir no se fundamenta sólo en el advenimiento de la wit baasskap, la dominación del país por los blancos; se basa también en una voluntad de dar a los negros su justa parte, es decir, territorios donde puedan desarrollar sus propias naciones, exactamente como hacen los blancos en las zonas que se han asignado. Así pues, los negros ya no serán considerados «inferiores», sino «diferentes». «Por otra parte —afirma—, no es porque sean inferiores por lo que los africanos deben verse excluidos del sistema político sudafricano, sino porque no son realmente sudafricanos». En el desarrollo de su visión, Verwoerd deja incluso de utilizar la expresión «apartheid» para sustituirla por la de «desarrollo separado» y, a veces, incluso por «libertad separada».
Poco importa si los territorios hacia los que el régimen expulsa a la población de color son miserables enclaves que totalizan a día de hoy sólo el trece por ciento del espacio sudafricano, mientras que las masas que deben acoger representan más de las tres cuartas partes de la población total del país. Es el mito lo que cuenta, no la realidad. Para sustanciar este mito, Verwoerd construye capitales en las diferentes reservas, funda asambleas, hace diseñar banderas, compone himnos nacionales, nombra jefes de Estado. Para controlar el curso de la más monumental operación de deportación de poblaciones jamás realizada en la historia, se presenta él mismo sobre el terreno, porque su prioridad es purificar el África austral, por fin propiedad soberana de los blancos. Los negros deben abandonar todas las zonas que los blancos se han apropiado para ir a tomar posesión de sus homelands rurales, donde podrán ejercer sus derechos de ciudadanos y desarrollar su independencia nacional. Verwoerd está convencido de que los encantos de una «independencia separada» incluso resolverán a favor de estos estados-nación las enormes concentraciones humanas que se hacinan en townships como Soweto. Así, sólo permanecerían en la Sudáfrica blanca unos cuantos millares de emigrantes trabajando con contrato y sólo por pequeños períodos de tiempo en las ciudades blancas. Estos trabajadores ocasionales no serán tratados como sudafricanos, sino como extranjeros pertenecientes a países exteriores.
Los «ingenieros sociales» de Pretoria se ponen en marcha con fanatismo para asegurar el buen funcionamiento del sistema. Velan para que la mano de obra de color autorizada a vivir en zona blanca no pueda echar la menor raíz en sus lugares de trabajo. Una implacable Land Act les prohibe la compra de su alojamiento temporal. Excepto los comerciantes de madera, carbón, leche y verduras, los emigrantes no pueden ejercer ninguna actividad comercial. Por su parte, los townships no pueden poseer ni servicio público, ni bancos, ni tiendas de ropa, ni supermercados, ni ningún comercio capaz de dar una apariencia de continuidad a su existencia. Toda licencia comercial debe ser renovada al principio de cada año. Los administradores blancos encargados de esta formalidad tienen orden de asegurarse de que ningún comercio negro se enriquezca de forma exagerada durante el período pasado. Cuando un pequeño comerciante de un township consigue obtener algunos beneficios, automáticamente debe volver con su capital a su homeland de origen.
Verwoerd se mueve en todos los frentes. Promete a los negros el retorno a su pasado, a sus tradiciones, hacia su vida ancestral, hacia un modo de vida libre al fin de los sufrimientos infligidos por las ciudades y las vejaciones de los blancos. A los descendientes del pueblo de los carros se esfuerza por ofrecerles la imagen de un hombre elegido por Dios para darles el África con la que sueñan desde hace generaciones, una África donde blancos y negros vivan en paz, pero separados. Las caricaturas de los periódicos lo representan regularmente sentado en una nube, hablando por teléfono con el Creador. Para los afrikáners, la sátira toma de pronto significado un día de 1960 en que su mesías escapa milagrosamente a dos balas disparadas en plena cabeza por un granjero blanco desequilibrado.
Los tres jóvenes negros que contemplan en silencio el descenso del ataúd al fondo de un agujero cavado en la tierra roja del High Veld están consumidos por una misma rebeldía contra la política racial del tirano de Pretoria. Nelson Mandela, Walter Sisulu y Olivier Tambo han venido este día glacial de invierno a decir adiós a Pixley Seme, el abogado del sombrero de fieltro gris que en 1912 había fundado el Congreso Nacional Africano para expresar la resolución de los negros a oponerse a la opresión de los blancos. Pero en cuarenta años, a causa de su timidez y de su compromiso visceral con los principios de la no violencia, los sucesivos dirigentes del ANC no habían obtenido ninguna victoria significativa. De esta amarga constatación había nacido esta Youth League, esta Joven Guardia militante que deseaba actuar, de la que Mandela y sus compañeros son hoy los principales líderes. Mientras el ataúd desaparece bajo las últimas paletadas de tierra africana, los tres hombres toman una decisión: vengarán a su jefe desaparecido iniciando una espectacular operación capaz de recuperar el antiguo prestigio de la organización que él fundó. La operación llevará el nombre de Defiance Campaign, «campaña de resistencia», y tendrá un solo objetivo: la abolición de las perversas leyes recientemente promulgadas por el Estado del apartheid.
El día D del gran arranque se fija para el 26 de junio de 1952. Ese día, a través de Natal, Transkei, Orange y la provincia oriental del Cabo, bajo las ovaciones de multitudes delirantes de esperanza y de orgullo, grupos contestatarios no violentos se proponen romper las cadenas de la tiranía blanca. Queman públicamente sus pasaportes interiores, irrumpen en los barrios blancos haciendo caso omiso de los carteles «Sólo europeos», violan el toque de queda, penetran en los hoteles prohibidos a la gente de color, van a bañarse a las playas de uso exclusivo de los blancos, ocupan salas de cine y los vagones de tren estrictamente reservados a los europeos. Una ola de fervor casi místico acompaña por doquier el desarrollo de estos desafíos. Las iglesias no dudan en proclamar días de ayuno y oración para apoyar a los militantes. Malan, Verwoerd y todo el aparato del apartheid contraatacan violentamente. Millares de manifestantes son inmediatamente detenidos y encarcelados. «¡Qué importa! —dirá Mandela—, al menos los “soberanos de Pretoria” tomarán conciencia al fin de nuestra existencia». Éstos responden aún con mayor dureza. Hacen votar por el procedimiento de urgencia un torrente de disposiciones que castigan con una severidad inusitada a los que participan en la Defiance Campaign. La policía registra centenares de oficinas y domicilios. Veinte mil personas están pronto entre rejas. Pero cada arresto enriquece al ANC con diez nuevos reclutamientos. Mandela y sus compañeros de la Joven Guardia se emocionan: en unas cuantas semanas, doscientos mil nuevos militantes se han afiliado a las filas de su organización, un resultado espectacular que ha sido obtenido casi sin derramamiento de sangre. Sin embargo, a medida que se multiplican las acciones ilegales y aumenta el número de arrestos, la situación se agrava. Estallan motines en Puerto Elizabeth, Johannesburgo, Kimberley, East London. Esta vez, corre la sangre tanto entre los negros como entre los blancos. Mandela y sus compañeros son detenidos e inmediatamente condenados a suspender toda su actividad política durante un período de dos años. La campaña de resistencia no se detiene, lo que empuja al gobierno a promulgar un nuevo dispositivo de leyes punitivas. Toda acción de protesta está ya fuera de la ley. A cada instante se puede declarar el estado de emergencia.
Esta vez, nadie lo duda. Ha comenzado el mayor enfrentamiento entre negros y blancos desde el desembarco en 1652 del holandés Jan Van Riebeeck en el Cabo. Será terrible. Durante cuarenta años, causará centenares de miles de víctimas y condenará a Sudáfrica a la venganza del mundo.
En el despacho perfumado por los Jacarandas en la zona alta de Pretoria, el principal responsable de este anatema no deja de propagar el cáncer del apartheid. Después de haber fichado y deportado a varios millones de africanos en guetos y reservas, Hendrik Verwoerd decide encargarse de lo que constituye la riqueza más sagrada de un pueblo y su capacidad de forjar un futuro mejor: la educación de sus hijos. El 15 de septiembre de 1953, Verwoerd anuncia que «el niño africano no debe tener ya el derecho de ver los verdes pastos de la sociedad europea porque nunca le será permitido andar por la hierba». La Bantu Education Act, la ley que hace votar con este motivo, instaura la segregación total del sistema educativo sudafricano. Ninguna escuela privada negra tiene el derecho de abrir sus puertas y funcionar sin el permiso de las autoridades. Los que transgreden esta prohibición son condenados por «propagación ilícita de conocimientos». Allí donde el Estado concede 1.385 rands al año para la educación de un alumno blanco, sólo invertirá 593 en un estudiante mestizo y 192 en un escolar negro. Materias como las matemáticas, la física o la biología se ven pura y simplemente tachadas de los cursos de las escuelas negras. Frente al clamor que desencadenan estas medidas entre los militantes del ANC, en la opinión pública negra e, incluso, en los niveles blancos moderados, Verwoerd no duda en blandir el estandarte de la buena conciencia. «¿De qué serviría enseñar matemáticas a un niño negro si no está llamado a utilizarlas en la práctica?», pregunta antes de repetir que «no hay ningún lugar para los indígenas en una sociedad europea por encima del nivel de algunos trabajos manuales básicos». Una profesión de fe que concluye con una fórmula lapidaria: «Hay que meter en la cabeza de los negros que no serán nunca iguales que los blancos».
La resistencia al terror instaurado por el poder de Pretoria no cesa. Uno de los actos más simbólicos tiene lugar un día de 1955: la blanca Monika de Villiers anuncia que espera un bebé de Willi, el trabajador negro con el que comparte su vida en el barrio mixto de Sophiatown, cerca de Johannesburgo.
«Esta infracción de la Immorality Act nos exponía a terribles problemas —contará—. Por miedo a perder a mi bebé en el caos circulatorio, me había instalado definitivamente en casa de Willi. Su padre nos había preparado un rincón íntimo en la habitación del centro de la casa donde habíamos hecho el amor justo después de conocernos. Los policías que una noche habían amenazado con romperlo todo para sorprendernos en flagrante delito de transgresión de la Immorality Act no habían vuelto. No nos ocultábamos. Sophiatown seguía siendo un maravilloso islote de libertad en el corazón de los tumultos del apartheid.
»Pero sabíamos que teníamos motivos para desconfiar del primer ministro que dirigía Sudáfrica. Había cursado estudios en Alemania, donde se había empapado de los métodos racistas nazis para eliminar a los judíos. Sí, sabíamos que era un hombre muy peligroso. Podíamos estar seguros de que no toleraría por mucho tiempo la existencia de un barrio multirracial como el nuestro a las puertas de la gran ciudad blanca de Johannesburgo. Ello representaba un desafío a toda la política del apartheid, que pretendía alejar a los negros de las zonas habitadas por los blancos. Según el reverendo Trevor Huddleston, que estaba siempre muy bien informado, el gobierno había requisado un amplio terreno baldío a treinta o cuarenta kilómetros de Johannesburgo para realojar allí a la población que un día u otro expulsaría de Sophiatown. Pero eso era olvidar la formidable voluntad de resistencia de los habitantes de nuestro barrio. El alma de Sophiatown corría por sus venas como, estoy segura, la de Jerusalén debía de correr por las venas de los fundadores de Israel. Esta primavera de 1955, acababan de aparecer grafitti en las paredes: “We won’t move!” (“¡No nos marcharemos!”), amenazaban. Otros eslóganes advertían a las autoridades de que, para echarnos, deberían pasar “over our dead bodies” (“sobre nuestros cadáveres”). Pero la muralla más eficaz de los habitantes contra los tiranos de Pretoria era el propio reverendo Huddleston, quien, desde la altura de sus dos metros de estructura blanca, no dejaba de apostrofar a los policías armados que empezaban a peinar el barrio en previsión de un barrido final. Organizaba mítines en el mismo interior de la iglesia para animar a sus parroquianos a no ceder a las intimidaciones. Dos o tres veces por semana, reunía a los habitantes en el cine Odin o en Freedom Square, el espacio vacío en el corazón del barrio que alguien había bautizado pomposamente como plaza de la Libertad.
»Allí fue donde, una tarde, Willi y yo trabamos conocimiento con un pequeño grupo de activistas que pertenecían al ANC, la gran organización que defendía la causa de los negros contra la opresión blanca. Se les había prohibido toda actividad política durante dos años, pero la condena acababa de expirar. Estaban extremadamente soliviantados contra los proyectos de expulsión del gobierno. Uno de ellos era un muchacho alto, con una voz un poco sorda. No era buen orador, pero tenía tal pasión que todos los asistentes no tardaron en sentirse atraídos por sus palabras. Se llamaba Nelson Mandela. Empezó su intervención con el grito de “Asihambi!” (“¡No nos iremos!”), que todo el mundo repitió varias veces a coro. Luego blandió el puño para lanzar otro grito:“Sophiatozon likhaya lam asihambi!” (“¡Sophiatown es nuestra morada, no la dejaremos nunca!”). Mientras que la concurrencia se adueñaba del eslogan para repetirlo, unos policías armados se abalanzaron sobre el reverendo Huddleston y lo expulsaron del lugar. “¡Ocúpese de los asuntos de la Iglesia, no de la política!”, le gritaba el jefe. La gente abucheó a los policías, que tuvieron que pedir refuerzos. Mandela había empezado a arengar a los manifestantes. Había muchos jóvenes entre ellos. Se percibía una gran excitación. Los policías anotaban nerviosamente en sus cuadernos las imprecaciones del orador contra las actuaciones gubernamentales. Mandela hilvanó una denuncia implacable. Cada frase calentaba un poco más el ambiente. Luego, de pronto, se dejó llevar por unas palabras que le traerían duras consecuencias. Yo nunca había oído a un líder negro hablar así. Había tomado el brazo de Willi y lo apretaba con todas mis fuerzas.
»“El tiempo de la resistencia pasiva ha terminado —declaraba Mandela—. La no violencia es una estrategia vana y no será capaz de derribar a una minoría blanca decidida a conservar el poder a toda costa. La violencia es la única arma que destruirá el apartheid. Amigos, debemos estar listos en un futuro próximo para emplearla”.
»Yo pellizcaba el brazo de Willi. En los rostros cercanos se reflejaba de pronto una expresión de pavor. Era la primera vez que el líder negro hablaba de desencadenar una guerra contra el poder blanco. En un momento determinado, una voz gritó “Asihambi” (“¡No nos iremos!”). Todo el mundo repitió el eslogan a coro. Otro líder del ANC que se encontraba al lado de Mandela entonó entonces el himno nacional africano. Pronto se habría dicho que Sophiatown cantaba “Nkosi Sikelel Afrika” (“¡Dios proteja África!”). Luego, Mandela comenzó a cantar otro himno africano. Willi me iba traduciendo las palabras porque cantaba en xhosa. “Nuestros enemigos están aquí, tomemos las armas, ¡ataquémoslos!”, decía el estribillo. La gente repetía a coro esta llamada. Cuando Mandela dejó de cantar, levantó el brazo en dirección a los policías que rodeaban la plaza y se dirigió a los asistentes: “Miradlos, nuestros enemigos están aquí”. Hubo una formidable algarabía de aprobación. Los policías pasaron entre la gente y se precipitaron hacia el orador para ponerle las esposas. Lo hicieron tan de prisa que la gente no tuvo tiempo de reaccionar. Las fuerzas del orden ya habían introducido a Mandela y a cuatro de sus compañeros en uno de sus furgones. Sophiatown no volvería a ver nunca a Mandela.
»Lo que tenía que llegar llegó. Eran las cinco de la mañana del 10 de febrero de 1955 cuando el sol empezaba a iluminar los tejados rojos del barrio y el campanario ocre de la iglesia de Cristo Rey. Más de dos mil policías en uniforme de combate saltaban de camiones aparcados en semicírculo alrededor de las casas. Cada jefe de grupo tenía en una mano una metralleta y en la otra un documento de expulsión con el nombre y la dirección de la familia afectada. Gritaban en afrikaans: “Maak julle oop! Maak julle oop!” (“¡Abrid, abrid!”). Por la ventana vimos que dos camiones se detenían delante de nuestra casa. Antes de que tuviésemos tiempo de abrir la puerta, un policía golpeó con un pico uno de los pilares del porche, lo que sacudió la casa hasta el punto de que creí que se derrumbaría sobre nuestras cabezas. El hombre que llevaba la nota de expulsión en la mano nos ordenó sacar nuestros muebles y enseres fuera. Imaginaos veros obligados a sacar a la calle en unos minutos las posesiones de toda una vida. Yo miraba angustiada al padre y a la madre de Willi. Habían construido esa casa con sus propias manos. Ella era su pequeño reino. Allí habían conocido la felicidad y la libertad de Sophiatown, ese rincón de paraíso en el corazón de una África que sólo conocía el odio. Cuando Willi y su padre hubieron cargado en los camiones el contenido de la casa, el jefe de los policías nos ordenó subir a uno de los vehículos.
»Fue entonces cuando asistía un espectáculo que ni mis ojos ni mis oídos podrán olvidar nunca. Desembocando en la calleja, Dollar Brand llegaba a la cabeza de su pequeña formación de los Jazz Maniacs para animar con los sonidos de su famosa trompeta nuestra penosa marcha. “Sólo es un hasta la vista, hermanos”, interpretaban los músicos a modo de despedida. Incluso los rostros de los policías estaban petrificados por la emoción. Yo lloraba a moco tendido mientras que Dollar Brand y sus compañeros daban media vuelta para ir a tocar el mismo estribillo de adiós frente a otra casa. Mientras que nuestros dos camiones arrancaban hacia un destino desconocido, otro ruido inundaba el frescor del alba. Era el ruido de las orugas rascando el suelo. Entonces comprendí que, dentro de unas horas, Sophiatown no sería más que un recuerdo. Los bulldozers del primer ministro habían llegado».
Las autoridades necesitaron tres días para desalojar a los sesenta mil habitantes de Sophiatown. A unos cincuenta kilómetros de los suburbios de Johannesburgo, los camiones y los autobuses depositaron a los deportados y sus escasas posesiones. El lugar, un inmenso terreno baldío en medio de ninguna parte, llevaba por nombre Meadowlands. Un día formaría parte del township de Soweto, la mayor ciudad negra de Sudáfrica. El lugar estaba compuesto por un conjunto de casitas de ladrillo encajadas unas en otras en medio de hierbajos. A cada familia se le designó uno de estos precarios alojamientos, desprovistos de aseos, de agua y de electricidad. Después de haber sido completamente arrasada y desinfectada, Sophiatown sería reconstruida con coquetas casas que, como setenta años antes había planificado su fundador, serían vendidas o alquiladas a directivos blancos que trabajaban en Johannesburgo. Como para desafiar por última vez a sus antiguos habitantes, el barrio se rebautizaría con el nombre de Triomf, «triunfo».
Unos cuatro millones de negros y mestizos sufren la suerte de los expulsados de Sophiatown. La mayor parte son deportados a bantustanes, las reservas destinadas a acoger a cada uno según su presunto origen étnico. El gobierno ha tenido a bien prometer la implantación de industrias en las proximidades de estos guetos; decenas, centenares de miles de negros se ven bruscamente condenados a cultivar un suelo miserable para no morir de hambre. Algunos consiguen escapar a este exilio forzado refugiándose en los sórdidos dormitorios comunes construidos en las proximidades de minas o de industrias que reclaman mano de obra barata. Estos trasplantes de población golpean a sus víctimas sin reglas definidas. En general, el proceso empieza por un rumor, luego por la visita de un emisario del gobierno al jefe de la comunidad seleccionada, después por un anuncio de expulsión en la Government Gazette, el periódico oficial de la Administración. Un equipo de «ingenieros sociales» llega entonces de Pretoria para preparar la operación. Con el fin de prevenir cualquier atisbo de resistencia, estos funcionarios proceden al cierre de la escuela y de todos los comercios locales, desvían los itinerarios de los autobuses, prohíben los trabajos de mantenimiento y reparación de los edificios comunes y particulares, e impiden continuar con las tareas agrícolas.
Pero, a menudo, en particular en las antiguas zonas rurales negras recientemente declaradas zonas blancas, sólo el zumbido de los bulldozers y los ladridos de los perros policía a las primeras luces del alba advierten a las familias que ha llegado la hora de su deportación. Decretada «zona blanca» por una orden gubernamental, el barrio del Distrito Seis, tan famoso en toda la región del Cabo, conoce el refinamiento de una eliminación progresiva. En vez de trasplantar de una vez a los sesenta mil habitantes y de arrasar a su paso las construcciones, como en Sophiatown, las autoridades deciden proceder a una expulsión por etapas, lo que hará aún más dolorosa la desaparición de este símbolo casi único de la Sudáfrica multirracial y fraterna.
El miércoles 17 de febrero de 1957 es día de mercado en el Distrito Seis. Hannover Street, la arteria principal, es un río compacto de gente, de coches, de carros, de autobuses, de yuntas; un río rugiente de voces, de gritos, de risas, de llamadas, de cláxones; un río de generosas matronas con sus bolsas de provisiones en equilibrio sobre la cabeza, de mulás con turbantes, de bellas mestizas de largas trenzas relucientes, de pequeños colegiales negros de pantalón corto, de comerciantes barrigudos con aires de potentados, con sus gafas de cristales ahumados y sus pañuelos torcidos sobre la cabeza; un río de adolescentes con cinturones de clavos; jóvenes elegantes cubiertas con tul malva sembrado de lentejuelas y oropel; mozos de cuerda aplastados bajo la carga de barras de hielo, de sacos de batatas, de damajuanas de vino blanco; de vendedores ambulantes, buhoneros, mendigos e, incluso, leprosos agitando su carraca. Hannover Street es un río de gentes de caras orientales, semitas, africanas, europeas, rostros de Malasia, de la India, de Mozambique, del este de Europa, del oeste. Hannover Street es un trepidante mosaico de rasgos y colores.
En medio de todo este barullo multirracial de este día de mercado, llega el primer furgón de policía. Seis hombres armados con metralletas bajan y comienzan a golpear a culatazos la puerta del taller del tatuador Apollon Davidson. Los acompaña un civil de gafas, con camisa blanca y corbata negra. En la mano lleva un documento oficial cubierto con varios sellos y firmas. Es el representante del gobierno. Ha venido a notificar la expulsión del tatuador de Hannover Street. Dentro de ocho días se presentará un camión que lo llevará con su familia y sus bienes al township de Cape Fíats, a ochenta kilómetros al sureste de Ciudad del Cabo. El tatuador Davidson es la primera víctima de la decisión de transformar el Distrito Seis en una zona exclusivamente reservada a los blancos.
El pintoresco barrio no puede dejar partir a su tatuador sin ofrecerle una desgarradora despedida. El día de su deportación, cientos de habitantes reunidos por Zanzibari, el cafetero que ha construido el urinario multirracial, y por el peluquero especialista en mechas afro Salomón Tutu, invaden Hannover Street. Los hombres se han quitado las camisas para exhibir sus pechos, en los que Davidson ha tatuado con tinta azul el grito simbólico de su revolución. «¡Todos contra el apartheid! ¡Todos contra el apartheid!», emprende a coro la muchedumbre mientras llegan el camión de expulsión y los policías. Todos —negros, mestizos, blancos e indios— insultan y amenazan. Los policías deben deshacerse de ellos a porrazos. La situación toma un giro inquietante.
Es entonces cuando aparece, encaramado en una caja, la silueta de Davidson, con los brazos tendidos hacia la muchedumbre sobreexcitada que ocupa la calle. Por señas les indica que quiere hablar. El tumulto se calma. «Amigos —grita—, durante veintisiete años hemos vivido juntos en la paz y la fraternidad de este barrio. Mañana, todas estas calles y estas casas ya no existirán por culpa de la locura de quienes nos gobiernan. Querría llevar conmigo una última imagen de paz y de amor. Calmad vuestra rebeldía. Escuchad a vuestro corazón. Nadie podrá separarnos nunca. Nos encontraremos pronto en alguna parte de este país para hacer vivir de nuevo los valores de nuestro querido barrio… —se interrumpe, se le quiebra la voz. Ya no tiene fuerzas—. ¡Adiós, amigos!», concluye imperceptiblemente.
La emoción es tan intensa que los policías bajan la cabeza. La llegada de un bulldozer obliga a la muchedumbre a recular. Empieza la agonía del Distrito Seis. Durará seis años.
¿Cómo podría haber imaginado el alcalde de una pequeña ciudad del Transvaal a la que había dado su nombre que representaría un día, para el mundo entero, el símbolo de mártir del apartheid? Esto es lo que el 21 de marzo de 1960 John Sharpe, de cuarenta y cuatro años, se ve obligado a reconocer. Comparado con otros townships de Sudáfrica, Sharpeville es un ejemplo de éxito. Los alojamientos de sus veintiún mil habitantes están todos equipados con electricidad, agua corriente y alcantarillado. Algunas viviendas cuentan incluso con cuarto de baño. Pero el desempleo que existe en Sharpeville y en toda la región a principios de los sesenta ha degradado bruscamente una situación hasta entonces idílica. Impedidos de ir a buscar trabajo fuera por culpa del carnet rojo que a partir de ahora controla sus desplazamientos, los habitantes están furiosos. Este maldito pasaporte de cartulina proporciona efectivamente a la resistencia negra el pretexto de una nueva rebelión no violenta contra las fechorías del apartheid. En Sharpeville y en otros tres townships del Transvaal, así como en Langa y Nyanga, en la provincia del Cabo, y por último en Soweto, empieza una gigantesca operación coordinada de «arrestos voluntarios» la mañana fatídica del 21 de marzo.
Decenas de miles de hombres y mujeres se reúnen formando un cortejo para marchar en contra de las comisarías de policía de las diferentes localidades con el fin de reclamar el derecho de ser arrestados, porque han recibido de los responsables del ANC la orden de violar la ley dejando en casa sus carnets rojos o verdes. En Orlando, el barrio que forma parte del inmenso township de Soweto, los manifestantes se ponen en marcha tras una gran pancarta que proclama: «Hoy, trescientos ocho años después de la agresión de los blancos contra los hijos e hijas de África para robarles su tierra, los ciudadanos de este país parten a la conquista de su patria». No hay agresividad alguna en esta muchedumbre en marcha. Según la tradición, hombres y mujeres cantan y corean eslóganes saltando en el sitio con un pie y con otro hasta tocar la barbilla con las rodillas. Es el famoso toi-toi, la danza ritual de la revolución negra. Un día, toda Sudáfrica negra conquistará su libertad saltando así. Los organizadores de las manifestaciones de hoy no dudan de que llenarán en una sola jornada todas las cárceles del país. Entonces, para restablecer el orden, el poder no tendrá más remedio que proclamar la abolición de los malditos carnets. Pero Verwoerd no teme las intimidaciones. En vez de cargar contra los manifestantes con ametralladoras, envía dos Mirage F-1 de sus fuerzas aéreas para sobrevolarlos en vuelo rasante. Está convencido de que esta terrorífica demostración ejecutada con un estrépito atronador disolverá los cortejos rápidamente. Se equivoca. Creyéndolo un testimonio de simpatía hacia su causa, los manifestantes saludan alegres a los pilotos quitándose el sombrero. Una segunda pasada de los aviones aún más a ras de las cabezas tampoco provoca la desbandada esperada. Imperturbable, el cortejo de Sharpeville sigue su marcha hacia la comisaría de la policía local. Es entonces cuando estalla la tragedia. Sin que hayan sufrido la menor amenaza, los policías subidos a las torretas de las ametralladoras que custodian el edificio abren fuego sin avisar. Algunas mujeres lanzan gritos inmediatamente, pero otras se echan a reír, creyendo sin duda que los policías tiran al blanco. Algunas personas gritan «¡Alto el fuego!», pero los policías continúan lanzando ráfagas. Son hombres muy jóvenes, visiblemente presas del pánico a la vista de esta marea humana que sigue avanzando a pesar de las balas. Otros policías llegan de refuerzo y descargan sus armas al azar. Los cuerpos caen por decenas. Humphrey Tyler, reportero del Drum Magazine, ve a un muchacho envolverse la cabeza con una manta para protegerse de las balas. Zapatos, sombreros, bolsos y algunas bicicletas cubren el inmenso terraplén pronto sembrado de cadáveres y heridos. Es una carnicería: hay sesenta y nueve muertos y más de doscientos heridos, suficiente para situar Sharpeville en los mapas del mundo y causar el horror internacional.
Aterrorizados por el miedo a un levantamiento general de la población negra, los blancos del Transvaal y de Ciudad del Cabo vacían las armerías de sus stocks de fusiles, revólveres y municiones. En Johannesburgo, la cotización de la Bolsa cae ante el pánico de los inversores, mientras que en Pretoria los consulados extranjeros ven afluir una multitud de candidatos a la emigración, porque a nadie se le oculta la realidad: la masacre de Sharpeville es el primer acto de un genocidio que ya está en marcha.
La instauración del estado de excepción, endureciendo las leyes represivas, declara fuera de la ley al ANC. Encarcelaciones masivas, llamada a todas las fuerzas de seguridad de permiso…, los soberanos de Pretoria no piensan dejarse avasallar. Por otra parte, en Langa, cerca de Ciudad del Cabo, algunos extremistas han incendiado la oficina de pasaportes y los alojamientos de los policías negros, y en cuanto a la propia Ciudad del Cabo, frente a la comisaría de Caledon Square, ha faltado el grosor de un cabello para que se produjera otra tragedia. Pero al gritar por un altavoz que «Nadie será obligado a mostrar su carnet rojo o verde durante un mes», un jefe de la policía local ha conseguido un milagro. Treinta mil manifestantes se han retirado in extremis de los accesos al edificio.
Para Mandela, Sisulu, Tambo y todos los líderes de la resistencia negra, la lección de esta jornada es una cruel desilusión: frente a los tiranos de Pretoria, la acción no violenta ha fallado una vez más. Los carnets rojos y verdes no serán suprimidos. Como había dicho el propio Mandela a los futuros expulsados de Sophiatown: «La violencia es la única arma capaz de destruir el Apartheid».
¡La violencia! Una conversión desgarradora y terrible para los hombres razonables formados en una herencia tan larga de acción pacífica. Militantes tan profundamente marcados por el ideal del profeta indio semidesnudo que, trece años antes, conducía a la libertad a una quinta parte de la humanidad sin disparar un solo tiro ni hacer explotar una sola bomba terrorista. Pero en 1960, en el duodécimo aniversario del apartheid, no hay otra solución más que pasar a la clandestinidad para preparar allí el «Umkhonto we Sizzve», la «Lanza de la Nación». La expresión, inventada por el propio Mandela, se convierte espontáneamente en el nombre en clave del nuevo brazo armado del ANC, encargado de concebir y ejecutar las futuras operaciones violentas de la resistencia negra. La primera decisión de la Umkhonto es enviar clandestinamente a Olivier Tambo al otro lado de la frontera sudafricana para crear allí bases de apoyo en varios países vecinos. La segunda es enviar a Mandela a Argelia para hacerle seguir un entrenamiento de comando terrorista. La tercera es encontrar un refugio en el interior del país con el fin de instalar un cuartel general clandestino. El lugar finalmente elegido es una granja abandonada en medio de las ciénagas de la región de Rivonia, a treinta kilómetros al norte de Johannesburgo; un lugar que ni los mejores sabuesos del poder podrán encontrar nunca. Ése es, al menos, el convencimiento de Mandela y de sus compañeros. Mandela se ve obligado a dejar, durante el tiempo de su misión en Argelia, a la bella asistente social de veintiocho años con la que acaba de casarse en segundas nupcias. Pero Winnie Madikizela está resignada. En el emotivo discurso que ha pronunciado en la ceremonia de su boda con Nelson, su padre ha hecho alusión al compromiso militante del hombre que ha elegido por marido. «Winnie, hija mía —le ha aconsejado—, no deberás olvidar nunca que aquel a quien hoy unes tu destino para lo mejor y lo peor está ya casado. ¡Está casado con Sudáfrica!».
A pesar de su impaciencia, los jefes de Umkhonto, la Lanza de la Nación, necesitan varios meses para organizar la campaña de sabotajes, poner en marcha sus redes y dividir el país en células operativas capaces de pasar inmediatamente a la acción. Con el fin de evitar sacrificar inútilmente vidas humanas, en principio sólo se atentará contra objetivos económicos y políticos. Cada uno de ellos se pregunta: ¿bastará esta primera serie de acciones para calmar a los fanáticos de Pretoria y hacerlos cambiar de política? ¿O será necesario ir más lejos y llevar al país a una auténtica guerra civil?
Las primeras explosiones se producen entre el 15 y el 16 de diciembre de 1963 contra oficinas de correos, edificios de la Administración e instalaciones ferroviarias y eléctricas de Durban, Johannesburgo y Puerto Elizabeth. Durante los dieciocho meses siguientes, más de doscientos atentados similares estremecerán al país causando cuantiosas víctimas. Los militantes de Umkhonto se encuentran con frecuencia desbordados por los extremistas incontrolables, dispuestos a todo tipo de violencia. Sudáfrica se convierte entonces en el escenario de numerosos actos salvajes, entre los que se cuentan los incendios de oficinas de correos, asaltos a cárceles, pillajes en las tiendas y ataques de casas pertenecientes a blancos. El 5 de febrero de 1963, cinco blancos, entre ellos, una mujer y dos niñas, aparecen apuñalados en un río del Transkei, un crimen que deja horrorizada a toda la población afrikáner.
Incluso aunque el ANC no es culpable de todos estos excesos, las iras del líder de Pretoria se dirigen a los militantes de la legendaria organización, ahora, fuera de la ley. Verwoerd ha reorganizado de cabo a rabo sus tropas de seguridad, y puesto a su mando al propio ministro de Justicia, un portento de la naturaleza de un metro noventa y terrorífica mirada de acero. Antiguo militante de la sociedad secreta que se había opuesto en 1939 a la participación de Sudáfrica en la guerra contra Alemania, John Vorster, de cincuenta y dos años, había intervenido en sabotajes haciendo saltar barcos destinados a transportar voluntarios hacia Europa. Para aplastar cuanto antes a los clandestinos de Umkhonto, ha llamado a su lado a un camarada de los años de la guerra, un especialista en información, experto en acciones secretas, llamado Hendrik Van den Bergh. Ambos, Vorster y Van den Bergh, están seguros de terminar con la amenaza revolucionaria que supone el ANC y los diferentes movimientos de resistencia que actúan a su rebufo.
Para conseguir la victoria, Pretoria se ha armado con una nueva ley de excepción denominada Sabotage Act, que autoriza a sus fuerzas de seguridad a detener, sin orden de arresto ni asistencia legal, a cualquier sospechoso durante un período de noventa días. Pero, sobre todo, la Sabotage Act permite condenar a muerte a cualquier persona detenida en posesión de una arma de fuego o explosivos. De la sentencia a la ejecución a veces sólo pasan unas horas. El 24 de julio de 1964, un antiguo maestro llamado Frederick John Harris, que ha hecho estallar un artefacto en la estación de Johannesburgo, como consecuencia del cual ha muerto una mujer y han resultado heridos veintitrés viajeros, camina desde su condena hacia la horca cantando We shall overeóme, el famoso himno americano de los derechos civiles.
Arrestos arbitrarios, interrogatorios, torturas, desapariciones, juicios sumarios, ejecuciones, los verdugos del apartheid se las arreglan para librar una guerra de terror contra los clandestinos de Umkhonto, cuyo escondite de Rivonia permanece oculto. ¡Qué importa! Preparan con gran secreto una operación que promete ser, esta vez, fatal para la resistencia negra. Una operación digna de los peores monstruos de la Alemania nazi, con el siniestro doctor Mengele a la cabeza. El cuartel general de esta empresa no se encuentra en un ministerio ni en ningún edificio oficial. El alto portón metálico y la doble verja electrificada que protege sus accesos están disimulados en un bosque de eucaliptos a quince kilómetros al norte de Pretoria. Un simple cartel en inglés informa sobre la naturaleza del lugar: «Roodeplaat Research Laboratory». Un puesto de guardia y luego un camino de ronda patrullado por perros policías protegen un recinto que alberga varias construcciones de ladrillos oscuros. Cada una de ellas comprende varios laboratorios biológicos de alta seguridad, cerrados por puertas con mando a distancia. En el sótano, compartimentos estancos dan acceso a cámaras de descontaminación equipadas con duchas, así como a varios locales con jaulas donde están encerrados centenares de perros, gatos y babuinos jóvenes. Al fondo de un largo pasillo se encuentra una monumental incineradora destinada a quemar los cadáveres de los animales sacrificados en los experimentos llevados a cabo en los distintos laboratorios. Un insoportable olor a coles podridas y a orina flota por todo este misterioso espacio. Siluetas ocultas dentro de trajes blancos de seguridad se afanan junto a una sucesión de aparatos e instrumentos de medición. Algunas salas de seguridad reforzada están reservadas a la manipulación de bacterias y de virus de una peligrosidad tan alta que sólo entran allí los especialistas encapuchados con escafandras protectoras. Porque el Roodeplaat Research Laboratory no es un laboratorio de investigación como los demás: es una fábrica de muerte destinada a la producción de sustancias letales capaces de exterminar a millones a los enemigos interiores y exteriores del país.
El deus ex máchina de esta demencial empresa es un cardiólogo militar de cuarenta y un años llamado Wouter Basson. No es casualidad que el poder lo haya escogido para poner en marcha y dirigir el «Project Coast», un programa oficialmente destinado a dotar a Sudáfrica de un armamento químico y biológico que permita rechazar una agresión externa. El joven capitán médico es un especialista en armas no convencionales, en particular, aquellas capaces de aniquilar al enemigo actuando sobre sus facultades mentales. Habrá que esperar cuarenta años para que un clamoroso proceso permita a la horrorizada opinión internacional descubrir en detalle el alcance de esta empresa: acusado de sesenta y siete cargos, mil quinientas páginas de sumario, dos años y medio de sesiones frente al tribunal especial con sede en Pretoria…, un récord sólo superado por el proceso de Nuremberg. El doctor Basson será acusado principalmente de haber propuesto a sus jefes fabricar productos químicos capaces de reducir la tasa de fertilidad de la población de color. La aplicación de ese programa debería permitir a los dirigentes del apartheid disminuir el número de negros que viven en el país. En Pretoria, estas propuestas han recibido una acogida entusiasta. Se conceden créditos ilimitados a quien pronto será conocido en secreto como el doctor Folamour sudafricano.[3]
Wouter Basson empieza por recorrer los diferentes países de Occidente con el fin de reunir las mejores fuentes de información sobre la guerra biológica. Sin sentir vergüenza alguna, fuerza la puerta de los servicios secretos americanos, británicos y franceses. ¿Cómo no iba a ser recibido con los brazos abiertos cuando se presenta en nombre del país que, según explica, quiere por todos los medios contener la marea comunista que invade África? Es cierto que aprovecha los viajes para comprar un lujoso apartamento en Nueva York, otro en Bruselas, una casa solariega en Inglaterra…, pero la inestimable cosecha de informaciones ultrasecretas que aporta incita al poder a mirar hacia otro lado. Sólo le queda equipar sus laboratorios y reclutar un equipo de químicos, científicos, toxicólogos y veterinarios de alto nivel dispuestos a servir al monstruoso proyecto.
Inventar una bacteria mortífera capaz de exterminar a los negros con apariencia de muerte natural, tal es el desafío del que se acusa al médico de haber querido llevar a cabo. Antes de reunir su propio vivero de animales de experimentación, disparará flechas envenenadas a los monos del parque Kruger para estudiar las circunstancias y el tiempo de su agonía. Pero ante las violentas protestas de los turistas, se ve obligado a capturar animales con el fin de someterlos a la muerte lenta de sus venenos, a puerta cerrada en su laboratorio. Luego experimenta toda clase de vehículos capaces de inocular a los negros sus sustancias mortales. Sabiéndolos muy aficionados a la cerveza, añade talio, un veneno a base de mercurio imposible de detectar, a los barriles destinados a los shebeens de los townships. Luego inocula bacilos de ántrax en los paquetes de cigarrillos; cianuro en las tabletas de chocolate; botulina en botellas de leche, e incluso semillas de ricino, uno de los tóxicos más violentos que existen, en botellas de whisky. Por último, sazona con mandrax, un polvo de efectos paralizantes, paquetes de lejía casera generalmente vendidos en las droguerías de los barrios negros. Basson y sus pervertidos alquimistas ponen la mano en el fuego: el día en que estos productos mortales empiecen a circular masivamente en los comercios africanos, los blancos habrán dado un paso decisivo en sus proyectos de reducir por todos los medios la población negra de Sudáfrica. Pero el delirante programa del director de Roodeplaat Research Laboratory está sólo en sus primeros balbuceos. Para acelerar la disminución de la población de color, el laboratorio concibe también todo un abanico de instrumentos, como esos ingeniosos paraguas capaces de proyectar pequeños balines, menos dolorosos que una picadura de avispa, pero cuyo contacto con un brazo o una pierna permite inocular de modo infalible la variante pulmonar fatal del carbunco. O esos bastoncillos con forma de destornillador que, a la menor presión, desprenden una nube de gas paralizante. O esas pistolas de aire comprimido que, durante las manifestaciones, pueden disparar proyectiles llenos de ántrax, éxtasis, cocaína y alucinógenos a base de marihuana capaces de calmar casi instantáneamente los excesos de una multitud colérica.
Al trabajar con los perros y los monos de sus laboratorios, Basson se interesa pronto por la existencia en los animales de una señal química que transmiten a sus congéneres para darles información sobre su sexo, su estatus social, su posición de reproductor. Constata que esta señal, llamada «feromona», actúa en pequeñas concentraciones y a distancias a veces considerables para inducir a sus destinatarios a comportamientos sexuales y sociales estereotipados. Basson está convencido de que puede funcionar incluso con los hombres. Para devolver a la muchedumbre a la calma y a la docilidad bastaría —piensa— con enviar señales químicas que tengan la propiedad de influir y modificar el comportamiento en un sentido pacífico. Al cardiólogo de barba negra se le acusará también de elaborar un plan para envenenar a Nelson Mandela mediante la introducción de talio en los medicamentos del líder negro.
Siempre imaginando otros medios de actuación, un día consigue introducir partículas de veneno en la goma que hay que mojar para pegar los sobres. Otro, es un veneno de cobra el que consigue mezclar en frascos de desodorante. Inventa incluso un gel relajante que inhibe al instante toda voluntad de resistencia. Unos años más tarde, en lo más álgido de la tragedia del apartheid, la aviación sudafricana se servirá de este gel para paralizar a doscientos cincuenta prisioneros de guerra de Namibia, con el fin de arrojarlos sin esfuerzo desde lo alto del cielo al mar. Pero el infatigable Basson pide sin desmayo a sus meninges de científico pervertido el descubrimiento de una sustancia aún más sutil. Va en busca de una bacteria selectiva que sólo contamine a los negros y de un contraceptivo administrable a espaldas de las mujeres de color. Luego experimenta con cobayas humanas proporcionadas por la policía una vacuna que volverá estériles, sin que ellos lo sepan, a los habitantes de los townships. En caso de éxito, el pueblo de los carros habrá ganado la mayor de todas las batallas que enfrenta a las tribus de África desde que se lanzó a la conquista del continente, ¡la batalla del número!
Por el momento, es la información providencial de un espía negro infiltrado por la policía sudafricana en las redes del ANC la que ofrece a Pretoria su mejor victoria. Varias decenas de policías investigan al alba del 11 de julio de 1963 la Lillie’s Farm, la guarida de Umkhonto oculta en los pantanos de Rivonia, al norte de Pretoria. Todo el estado mayor del movimiento cae en la trampa mientras que documentos y un mapa de Sudáfrica extendidos sobre una mesa revelan a los hombres de Vorster y de Van den Bergh los objetivos de la insurrección general que se preparan a desencadenar los militantes del ANC. El Umkhonto es descabezado. Al menos, casi totalmente, porque Nelson Mandela no está en Lillie’s Farm esa mañana fatal. Una milagrosa prórroga que desgraciadamente sólo será muy provisional. Tras su entrenamiento de comando en Argelia, el principal líder del brazo armado del ANC ha vuelto a Sudáfrica por una de las numerosas carreteras que unen la provincia de Bechuanaland con el Transvaal. Luego, a bordo de un Austin Princess negro conducido por un miembro de la organización, ha ganado, bajo un nombre falso, el puerto de Durban para dar cuenta al presidente del ANC de su misión fuera del país. Al día siguiente, siempre a bordo del mismo coche, emprende un largo viaje hacia Johannesburgo, anotando a lo largo del camino en su inseparable libreta la situación de posibles objetivos para futuros sabotajes. Tras sus duras semanas en la aridez de Argelia, se maravilla ante los verdes paisajes de Natal. ¡Qué bonita es Sudáfrica! La víspera, al cruzar la frontera, quedó maravillado por la claridad de la noche y el brillo de las estrellas. Acababa de dejar un mundo donde, por primera vez, había conocido la libertad, y volvía allí donde vivía como un fugitivo, pero estaba feliz de encontrarse en el país de su nacimiento. Y luego, al final de la carretera, justo antes de los primeros suburbios de Johannesburgo, sabe que su mujer Winnie lo espera con las niñas en un escondite que les ha proporcionado un amigo. Mandela está feliz e impaciente al mismo tiempo. Es entonces cuando un Ford V8 ocupado por cuatro blancos vestidos de civiles adelanta al Austin. Mandela se vuelve y advierte por el cristal trasero otros dos coches llenos de blancos también de civil. El Ford se ha detenido un poco más adelante y dos hombres han salido para hacer una señal al chófer del Austin de que aparque en el arcén. En ese mismo instante, comprende que se ha acabado su libertad. Porque es evidente: imposible resistirse o intentar huir. La relación de fuerzas es demasiado desigual.
Efectivamente, se acabó. Uno de los blancos se dirige inmediatamente hacia la ventanilla del Austin, en el lado del pasajero. Tiene los rasgos tensos y las mejillas mal afeitadas de quien ha pasado la noche en una batida policial. Mandela declina tranquilamente identificarse y enseña su carnet. Dice llamarse David Motsamai y ejercer la profesión de mayorista de ultramarinos. El policía sonríe. No muestra sorpresa ni tampoco agresividad. «Se llama Nelson Mandela y está usted arrestado», dice simplemente. Lo invita a bajar del coche educadamente y a acompañarlo hasta su vehículo. Al dejar su asiento, Mandela consigue deslizar debajo de éste su revólver cargado y su libreta. Curiosamente, la policía no encontraría ni uno ni otra.
Pretoria echa las campanas al vuelo. La noticia del arresto del principal líder del brazo armado del ANC es inmediatamente comunicada en la televisión y en todas las radios del país. Se extiende un rumor de que es un agente de la CIA quien ha revelado a las autoridades sudafricanas la presencia de Mandela en Durban y luego su marcha hacia Johannesburgo a bordo de un Austin Princess negro.
«Esa noche, en mi celda, tuve tiempo de reflexionar sobre mi situación —contará Mandela en su autobiografía—. Siempre había sabido que podían detenerme, pero los combatientes por la libertad se niegan a enfrentarse a ese tipo de posibilidad. Aquella noche me di cuenta de que no estaba preparado para la realidad de mi arresto y mi encarcelamiento. Estaba trastornado e inquieto».
Algunos días más tarde, Winnie recibe permiso para visitarlo. Mandela observa que ella se esfuerza por parecer relajada. Le lleva un caro par de pijamas de seda. ¿Cómo va a decirle él que no puede ponerse esa ropa en la cárcel? Pero sabe que, para ella, es una forma de decirle que lo ama. Tienen el tiempo contado, así que se apresuran a discutir los asuntos que les preocupan, en particular, cómo va a poder cubrir ella sus necesidades y las de las niñas. Mandela le indica los nombres de algunos amigos que podrían ayudarla, así como los de clientes que aún le deben dinero. Le pide que diga a las niñas la verdad referente a su arresto, y que no les oculte que estará ausente durante mucho tiempo. Trata de reconfortarla. «Le dije que nosotros no éramos la única familia en esa situación, y que quienes vivían semejante prueba salían de ella fortalecidos», escribirá. Le habría gustado hablarle de su causa y de tantas otras cosas… «El guardia desvió la vista y nos echamos uno en brazos del otro con la fuerza y la emoción que llevábamos dentro, como en un último adiós», recordará él.
En cierta forma es, en efecto, un último adiós. Pasarán veintisiete años antes de que Nelson y Winnie Mandela puedan abrazarse de nuevo.
La muerte. Mandela y sus nueve camaradas arrestados en la granja de Rivonia no alimentan la más ínfima ilusión. Es a la muerte colgando de una cuerda a lo que la justicia de los blancos les va a condenar tras un espectacular proceso. ¿Cómo iba a ser de otro modo? La piedra angular de la acusación que los aplasta responde al descubrimiento de un plan de acción de seis páginas encontrado en la granja de Rivonia, llamado operación «Mayibuye Africa» («Vuelvo a África)», un documento que traza a grandes rasgos una insurrección para dar un golpe de Estado. Nada más y nada menos. Según el plan, varias unidades de guerrilleros entrenados en diferentes países del continente desembarcarían en una media docena de puntos de la costa africana, mientras que se proclamaría un gobierno provisional en la capital de un país vecino. Los inculpados son, por otra parte, acusados de complicidad en más de doscientos actos de sabotaje destinados a provocar una revolución violenta. Durante casi dos años, bajo la dirección de un procurador implacable, la justicia ha acumulado pruebas, ha añadido millares de fotografías y documentos al dossier, ha reunido ciento setenta y tres testigos de cargo.
Mandela está resignado. Está dispuesto a morir. «Para estar realmente dispuesto a algo —dirá—, hay que esperarlo realmente. Todos estábamos dispuestos a morir, no porque fuésemos valientes, sino porque éramos realistas». En el instante de subir al furgón blindado que va a conducirlos frente a la justicia del apartheid, piensa en estos versos de Shakespeare: «Sé resuelto frente a la muerte, y la muerte y la vida serán más dulces». Pero antes de ser empujado a la horca, el líder negro quiere transformar su última confrontación con la justicia de los blancos en una feroz tribuna al servicio de su pueblo. «Este proceso era para nosotros una oportunidad de continuar la lucha por otros medios», dirá. Porque, paradójicamente, a pesar de su racismo, el régimen del apartheid ofrece a sus acusados negros una calidad de justicia como no existe en ningún otro país de África, ni en ningún país totalitario del mundo.
El proceso del Estado sudafricano contra los diez conspiradores de Rivonia se abre el 9 de octubre de 1963, cuatro días antes de que la Asamblea General de las Naciones Unidas vote en Manhattan las primeras sanciones contra Sudáfrica. El edificio de la Corte Suprema de Pretoria, donde van a desarrollarse las audiencias, es una fortaleza en estado de sitio. Centenares de policías antidisturbios mantienen a distancia a la muchedumbre de simpatizantes que intentan acercarse al tribunal. Por la ventana enrejada del furgón blindado que se abre paso entre dos hileras de guardias, Nelson Mandela advierte pronto la estatua de Paul Kruger, el antiguo presidente de la República del Transvaal que, en el siglo pasado, había combatido con tanto ardor el imperialismo británico. En una placa al pie de la estatua, el acusado descifra con emoción el mensaje del héroe afrikáner: «Presentamos con confianza nuestra causa al mundo entero. Ya seamos victoriosos o nos veamos obligados a morir, la libertad se alzará sobre Sudáfrica como el sol se levanta surgiendo de las brumas de la mañana».
Es por un reto altamente simbólico por lo que Mandela se presenta por primera vez ante sus jueces. Va vestido con un kaross, la vestimenta de piel de leopardo de los dignatarios de su tribu. «Elegí vestir este traje tradicional para subrayar la identidad particular del africano negro en un tribunal de hombres blancos —revelará—. Quería llevar a mi espalda la historia, la cultura y la herencia de mi pueblo. Ese día me sentí como la encarnación del nacionalismo africano, como el heredero del difícil pero noble pasado de África, como el heraldo de su incierto futuro. Llevar un kaross era también mostrar un signo de menosprecio hacia las brutalidades de la justicia de los blancos. Sabía perfectamente que mis jueces se sentían amenazados por la presencia de un kaross, tanto como los blancos en su conjunto se sienten amenazados por la auténtica cultura de África».
Los asistentes se levantan como un solo hombre a la entrada de los acusados. Las filas están llenas de periodistas sudafricanos e internacionales, así como de representantes de numerosos gobiernos extranjeros. Para la prensa africana tanto como para la opinión mundial, el que está a punto de comenzar es el proceso político más importante de la historia de Sudáfrica. Entre el público, Mandela advierte a una mujer que lleva el peinado de perlas y la larga falda tradicional de los xhosas. Es Winnie. Ha venido desde el lejano Transkei con una vieja dama muy arrugada, la madre del líder negro. Sus miradas se cruzan. Los acusados levantan el puño y gritan a coro «Amandia!» («¡El poder!»). Con el puño también levantado, Winnie y todos los asistentes responden «Ngawethu!» («¡Está con nosotros!»).
Es entonces cuando Mandela se enfrenta al hombre que, está seguro, pondrá fin a su existencia. Bajo su baldaquino de madera dorada, vestido de terciopelo rojo, el juez afrikáner Quartus de Wet, de cincuenta y dos años, parece tan impasible como una estatua de la catedral. Aunque no esté considerado como un fanático del Apartheid, la legendaria severidad de sus juicios despierta el temor de todos los acusados negros. A su lado se mueve un personajillo calvo y siempre bien vestido: el procurador Percy Yutar, de cincuenta años, responsable de la acusación. Su voz sibilante y su lenguaje teatral han enviado a más de un negro a la muerte. Dedicará semanas, meses de audiencias, hasta agotar los testimonios abrumadores de todos aquellos que ha podido encontrar para demostrar la culpabilidad de Mandela y de sus compañeros. Su encarnizamiento resultará tan eficaz que la prensa se preguntará día tras día cómo podrían escapar los acusados a la pena máxima.
Nelson Mandela se ha tomado la responsabilidad de defenderse a sí mismo. Durante noches enteras, en su celda, ha preparado el largo testimonio del testamento que quiere ofrecer en nombre de su pueblo al marmóreo personaje que representa la justicia de los blancos. Ni una pestaña, ni un labio, ni una aleta de la nariz del juez Quartus de Wet se estremecerá durante las cuatro largas horas que durará la lectura del alegato de aquel que la corte ha designado como el «acusado número 1». Aunque sea, como siempre, un poco sorda y desprovista de elocuencia, la voz de Mandela consigue inmediatamente una atención casi religiosa, toda una sala dispuesta a manifestar su apoyo al orador. Sin sentirse desanimado por los ojos cerrados de su interlocutor vestido de rojo, el acusado empieza por afirmar que el credo ideológico de su pueblo no consiste en gritar «¡Los blancos a la mar!», sino en reclamar una parte justa de Sudáfrica. «Señoría —declara—, si los hijos de este país vagan por los townships es porque no tienen una escuela adonde ir, ni dinero para frecuentarla, o padres en su casa para vigilar que vayan a la escuela, o porque los padres no tienen trabajo para mantener a su familia. Tales situaciones conducen fatalmente al hundimiento de todos los valores morales de una sociedad, a un aumento inquietante de la delincuencia, al recrudecimiento de la violencia…». Además, se rebela contra las condiciones de vida impuestas a la mayoría del país mediante una ley que considera a la vez «inmoral, injusta e intolerante. Nuestra conciencia nos dicta que debemos protestar contra esta ley y oponernos a ella y tratar de cambiarla».
Mandela hace una breve pausa, y luego, tomando aliento, prosigue: «Creo que los hombres de este país no pueden permanecer sin reaccionar frente a la injusticia, no pueden permanecer sin protestar contra la opresión, sin tratar de establecer una sociedad capaz de vivir según sus aspiraciones». El líder negro enumera entonces las terribles quejas de los africanos contra un sistema opresivo instaurado por los tiranos de Pretoria. Luego, con una frase, resume la principal reivindicación de su pueblo: «Ante todo, queremos derechos políticos iguales que los de los blancos porque, sin ellos, nuestra impotencia será permanente. Sé que esta reivindicación puede parecer revolucionaria para los blancos de este país, porque los africanos representarán la mayoría de los electores». Mandela precisa que repetirá hasta su último aliento que, para los negros de su país, se trata de una «lucha por el derecho a vivir. Señoría, es la tiranía que reina en este país la que ha hecho de mí un criminal. No mis actos. Soy declarado criminal por el solo hecho del ideal que defiendo».
El discurso no provoca reacción alguna en el juez, que no ha tomado ninguna nota y que parece, más que nunca, sumido en sus pensamientos. Evidentemente, su decisión ya está tomada; espera sólo el momento de anunciarla. El líder negro deposita sobre la mesa las hojas que acaba de leer. Quiere concluir con algunas palabras pronunciadas según la inspiración de su corazón: «He consagrado mi vida entera a la lucha del pueblo africano por la conquista de sus derechos —grita, forzando apenas la voz—. He luchado contra el dominio blanco y he luchado contra el dominio negro. He perseguido el ideal de una sociedad libre y democrática en la que todos los hombres vivan en armonía con las mismas oportunidades. Espero vivir lo suficiente para alcanzarlo. Pero, si es necesario, es un ideal por el que estoy dispuesto a morir». Una visión extraordinaria sorprende en este instante al acusado por primera vez: los ojos del juez se han abierto, pero están vacíos de toda expresión. Mandela no puede leer en ellos ni compasión ni odio. Son los ojos de un hombre sin emociones. Turbado, Mandela vuelve a sentarse. Aunque nota las miradas de toda la sala fijas en él, no se vuelve. Al cabo de un largo silencio que parece durar una eternidad, oye los sollozos de una mujer. No tarda en reconocer los llantos. Provienen de la mujer que le ha dado la vida, mientras que él ahora se encuentra frente al hombre que, probablemente, va a arrebatársela.
El viernes 21 de junio de 1964, los acusados de la granja de Rivonia y su jefe entran por última vez en la sala del tribunal. Las medidas de seguridad son extremas. Todas las calles que llevan al palacio de justicia están cerradas al tráfico. El convoy que conduce a los prisioneros desde su lugar de detención ha recorrido las calles con sirenas ululantes entre la doble fila de motoristas de la policía. Unos inspectores comprueban la identidad de todos aquellos que intentan acercarse al tribunal. Se han instalado puntos de control en las paradas de autobús y en las estaciones. A pesar de estas medidas, millares de simpatizantes, algunos blandiendo estandartes y pancartas en los que exigen clemencia para los presos, consiguen abrirse camino hacia el palacio de justicia. El mundo entero se ha movilizado también respecto al veredicto. Cincuenta miembros del Parlamento británico han organizado una marcha en las calles de Londres, mientras que una vigilia de oración ha reunido a centenares de fieles en la catedral de Saint Paul. El jefe del ejecutivo soviético, Leónidas Breznev, y la representante de Estados Unidos en Naciones Unidas, Adlai Stevenson, han enviado al primer ministro Verwoerd telegramas solicitando la liberación de los prisioneros. Los sindicatos de estibadores de varios países de Europa y de Asia amenazan con no cargar más mercancías con destino a Sudáfrica. La prensa internacional publica millares de cartas abiertas pidiendo la clemencia de la justicia blanca de Pretoria. Frente a esta avalancha, Verwoerd se sube al fin a la tribuna del Parlamento de Ciudad del Cabo para declarar que «las protestas y los telegramas recibidos del mundo entero no tendrán ninguna influencia en el desarrollo normal de la justicia en un país soberano». Luego se jacta de «haber tirado a la papelera todas las llamadas provenientes de países socialistas».
Los acusados entran en una sala abarrotada, que hierve de emoción. Mandela divisa a Winnie y a su madre ocultas entre la multitud. Les hace una seña. «Fue tan reconfortante verlas», dirá. Imagina la extraña sensación que deben de experimentar en esa sala, donde sin duda van a conocer la condena a muerte de la persona que más quieren. «Suponía que mi madre no entendía todo lo que pasaba, sin embargo, siempre me apoyaba —añadirá—. Winnie también estaba decidida y su fuerza me hacía seguir adelante».
Un secretario del tribunal llama: «Proceso de Mandela y otros». Ante estas palabras, el juez vestido de rojo hace un gesto con la cabeza a los acusados para que se levanten. Mandela intenta cruzar la mirada con la suya, pero el magistrado no dirige los ojos hacia aquellos a los que va a condenar. Parece fijarlos en un punto a media distancia entre ellos y él. Tiene el rostro muy pálido y respira muy de prisa. Mandela y sus compañeros bajan la cabeza. Lo han comprendido: les espera la muerte. ¿Por qué ese hombre, habitualmente tranquilo, está hoy tan nervioso? Empieza a hablar; su voz suena apagada, apenas audible. «La función de este tribunal, como el de cualquier tribunal en cualquier país, es aplicar las leyes del Estado en el que ejerce —declara—. En el caso que vamos a juzgar, la pena adaptada al crimen imputado es la pena capital». La voz del juez se ha vuelto tan imperceptible que los interesados adivinan sus palabras más que las oyen. El magistrado se detiene para tomar aire, y al fin declara: «Consciente de mi deber, he decidido no condenar a la pena capital. Para todos los acusados, la sentencia será cadena perpetua».
Mandela y sus compañeros acogen la increíble noticia agachando simplemente la cabeza. Pero los asistentes que no han podido oír el veredicto comienzan a gritar. «¿Qué condena?», quieren saber sus familiares, sus amigos, sus simpatizantes. Mandela se vuelve. En su rostro se dibuja una amplia sonrisa. Busca a Winnie y a su madre entre el tumulto que inunda la sala. Alguien grita: «¡Es la vida, la vida, la vida, LA VIDA!»
Esa noche, justo antes de apagar las luces en la inmensa prisión de Pretoria, el lugar donde los condenados han sido encerrados a la espera de su traslado a la penitenciaría de la isla de Robben, cientos de detenidos entonan una acción de gracias cantando a voz en grito «Nkosi Sikelel Africa», el desgarrador himno del pueblo negro implorando a Dios que proteja África. Luego, de todas las celdas brota el grito de «Amandla!», al que cientos de voces responden «Ngawethu!». Las voces de esos prisioneros anónimos golpean de un lado a otro la cárcel con una fuerza tremenda. Se diría que quieren armar de valor a los condenados para lo que les espera.
¡La isla de Robben! Un gulag permanentemente sobrevolado por bandadas de cormoranes y aves migratorias, batido por aguas infestadas de tiburones, situado en el extremo sur de Sudáfrica, frente a las majestuosas escarpaduras de la montaña de la Mesa y la magnífica bahía de Ciudad del Cabo. Es ahí donde los opresores del apartheid han preparado la penitenciaría de la que sus opositores no se evadirán jamás. La isla mide entre cuatro y seis kilómetros de lado. Es tórrida en verano y glacial en invierno. Durante mucho tiempo fue moridero de los leprosos y de los locos del país. Hoy es el de un millar de presos comunes condenados a duras penas, y el de los presos políticos juzgados por los tribunales del apartheid. Cierto, la isla de Robben no tiene cámaras de gas ni hornos crematorios, pero sus doscientos cincuenta guardias, todos ellos blancos, han sido elegidos por su inhumana severidad. Muchos políticos sufren penas de cadena perpetua. Es, por supuesto, el caso de Nelson Mandela y de sus coacusados en el proceso de Rivonia que, esa mañana del 13 de agosto de 1964, desembarcan de un DC3 militar sobre la corta pista al final del acantilado. Su primera visión es un faro con una luz roja; luego algunas casas apretadas en torno a una pequeña iglesia de campanario gótico; después, el cementerio de los leprosos con sus lápidas de nombres borrados por el tiempo y, por último, un conjunto de edificios rodeados de altos muros grisáceos. En la entrada de Auschwitz, la perla de los campos de concentración, los nazis de Adolf Hitler, tan admirados por el primer ministro Verwoerd, escribieron: «Arbeit macht frei» («El trabajo hace libre»). Por encima de la entrada de su penitenciaría, los arquitectos del apartheid han colocado un cartel que proclama más sobriamente: «Robben eiland, ons niet met trop» («Estamos orgullosos de servir en la isla de Robben»).
Los recién llegados no tardan en descubrir qué realidad se oculta tras ese orgullo. Unos guardias los arrojan brutalmente en las celdas de la sección B del pabellón de alta seguridad. Se trata de jaulas de un metro ochenta de largo por un metro veinte de ancho sin más muebles que una estera de sisal desenrollada sobre el propio suelo para servir de cama, un cubo y, en el techo, una bombilla encendida de día y de noche. Un tragaluz protegido por unos gruesos barrotes deja pasar la luz del día. Sobre cada puerta, una placa indica el nombre del ocupante del lugar y su número de matrícula. A Mandela se le ha asignado el número 466/64, lo que significa que ese 13 de agosto de 1964 es el preso cuatrocientos sesenta y seis del año en hacer su entrada en la isla maldita.
El verano austral es glacial. Los prisioneros tiritan. Para recordarles que pertenecen a la subespecie de los kaffirs destinados a la única vocación de «criados», los guardias los obligan a quitarse los pantalones. A cambio reciben unos rústicos shorts de algodón. Mandela se niega a pasar por esa humillación. Ésa será la primera batalla del condenado a cadena perpetua. Cuando entra ese primer día en su celda, es presa de un ataque de desesperación. «Acababa de cumplir cuarenta y seis años —dirá—, y estaba condenado a permanecer en prisión hasta el fin de mi vida, y no sabía cuánto tiempo iba a tener que pasar en esa tumba».
De pronto, la voz de un locutor de radio resuena a través del inmenso país: «¡No abandonen la escucha! —ordena—. Vamos a hacer un anuncio importante». Desde los cafés de Ciudad del Cabo hasta los shebeens de los townships de Natal y del Transkei, desde las oficinas de Johannesburgo hasta las lejanas ciudades del High Veld, por todas partes donde hombres y mujeres de todas las razas y colores escuchan la radio ese martes 6 de septiembre de 1966, hay sorpresa y luego angustia. Sudáfrica contiene la respiración. Debe esperar unos diez minutos antes de conocer la espectacular noticia. El primer ministro Hendrik Verwoerd acaba de ser asesinado de tres puñaladas en plena sesión parlamentaria en Ciudad del Cabo. El autor del crimen ha sido detenido allí mismo. Es un mestizo de unos cuarenta años, hijo de un inmigrante de origen griego y de madre nacida en Mozambique. Todo el mundo en el recinto de la venerable asamblea conoce, al menos de vista, a ese muchachote simpático de nariz prominente y doble mentón que ejerce la profesión de recadero entre los diferentes servicios del Parlamento. Nadie habría soñado jamás prohibir a Demitrios Tsafendas que se acercase al banco del primer ministro, al que llevaba regularmente papeles y documentos. Tsafendas forma parte de la decoración. En cualquier caso, nadie lo ha visto ese día sacar de su cazadora un cuchillo de carnicero. Verwoerd no ha tenido tiempo de esbozar un gesto de defensa. Su asesino le ha clavado tres veces seguidas la hoja del cuchillo en el pecho.
«¡El padre de la nación ha muerto!», proclaman instantes después la televisión y todas las cadenas de radio. «El Moisés de la tribu afrikáner desaparece en plena gloria», comentan por su parte los periodistas más famosos del país. «El arquitecto del apartheid deja huérfana Sudáfrica», titulan también las ediciones especiales de la prensa escrita. Pero ¿por qué ese crimen? «No hay indicios de complot, el crimen es obra de un asesino en solitario», afirma John Vorster, el ministro de Justicia, en un enorme titular que encabeza la primera página del Star de Johannesburgo. El sucesor natural de Verwoerd teme, por encima de todo, una explosión racista por parte de los blancos contra las comunidades mestiza y negra. Hay que hacer correr la voz inmediatamente de que el asesino es, de hecho, «un infeliz cuyo gesto no tiene el menor significado político». Para convencer a la opinión pública, lo que Vorster hace pura y simplemente es encerrar al autor de las tres puñaladas en un manicomio. Tsafendas permanecerá allí hasta su muerte, veintidós años después, sin revelar nunca los motivos del mayor crimen político cometido jamás en Sudáfrica. Como Lee Harvey Oswald en «Dallas», se llevará el secreto a la tumba.
Por el momento, negros y mestizos se guardan de celebrar la desaparición violenta de quien tantas veces había declarado que «los africanos son inferiores a los animales». Saben que su sucesor será un verdugo aún más intratable y que Sudáfrica conocerá sin duda una multiplicación de las leyes del apartheid. Las primeras víctimas de este endurecimiento son los presos que cumplen cadena perpetua en la isla de Robben, un lugar apartado del mundo. Mandela contará: «Acabábamos de dejar los picos y las palas para comer cuando el detenido que nos traía la comida murmuró: “Verwoerd ha muerto”. La noticia llegó inmediatamente a todos los miembros de nuestro grupo. Nos miramos, incrédulos, y observamos a nuestros guardianes, que no parecían estar al corriente de que acababa de producirse un acontecimiento tan importante… El hecho de que nosotros nos enterásemos antes que ellos de una noticia política tan importante los puso furiosos. Inmediatamente, tomaron contra nosotros medidas de una severidad extrema, como si nosotros hubiésemos sostenido el cuchillo que había matado a Verwoerd».
Esa misma noche, las autoridades deciden castigar a los prisioneros de la isla de Robben con el envío, en avión especial, del más feroz guardia de presos de su sistema penitenciario. Con sus dos esvásticas tatuadas en los antebrazos, Piet Van Rensburg es el legendario terror de las prisiones sudafricanas. Su injerencia en los trabajos forzados es el primer signo de endurecimiento inminente de la política del apartheid. Vorster será peor que Verwoerd. Mandela y sus compañeros no se hacen ilusiones: el calvario del pueblo africano no ha hecho más que empezar.