Pillajes, violaciones, asesinatos… Una cruzada contra la herejía de una violencia única en la historia. En este final del siglo XVI, todas las provincias septentrionales de Holanda son asoladas. Los soldados de la católica España, que ocupan ciudades y pueblos, dan pruebas de una barbarie extrema. Sus hogueras arden día y noche. Exterminan por millares a los adeptos a una nueva religión predicada por un monje mendicante llamado Martín Lutero, que acaba de rebelarse contra Roma y su papa, corrompido por el dinero. Una revolución que se opone al mundo católico de la época, pronto seguida de otra, extendida por un austero Picard, de nariz larga y perilla triangular, con el cuello ceñido por un estrecho collarín de piel. En un manifiesto de cientos de miles de ejemplares publicado desde su refugio de Ginebra, el teólogo Juan Calvino quiere imponer a todos los habitantes de Europa el reconocimiento de la Biblia como fuente única de la fe. Les revela que Dios ha elegido expresamente a determinados pueblos para reinar sobre el conjunto de su creación.
¡La Biblia! Ya es el libro guía de los hombres y mujeres que intentan conseguir su liberación de las legiones de papistas en el llano país holandés. Y resulta que emisarios venidos de Ginebra les anuncian que son, en realidad, los nuevos hijos de Israel elegidos por Dios para liberar sus pólderes, como en otros tiempos los hebreos reconquistaron la Tierra Prometida de Canaán. Ya nada puede exaltar más su voluntad de supervivencia que esta afirmación de pertenecer a un pueblo elegido. «Sois para mí una nación santa, ¡un reino de sacerdotes! No temáis nada, Jehová está con vosotros, ¡su Ángel combate a vuestro lado!», repiten hasta la saciedad en las iglesias, convertidas en templos protestantes, los emisarios del iconoclasta de perilla triangular. Tomando como testigos los libros sagrados, explican a los protestantes que, después de haber estado sometidos a la Corona de España y a la tiara papal, hoy están dispuestos, como los padres de las doce tribus de Israel, a reconquistar su Tierra Prometida. «Si Jehová os ha elegido —proclaman—, no es porque seáis el pueblo más numeroso de la Tierra, sino por todo lo contrario, porque sois el más pequeño». Basándose en el Deuteronomio, les aseguran: «Será para vosotros cualquier territorio que holléis con vuestros pasos, allí estará vuestra frontera».
Al igual que veinte siglos antes había confiado al emperador Ciro el auxilio de los judíos cautivos en Babilonia, Dios envía a otro libertador de su pueblo encadenado en las provincias holandesas. Se llama Guillermo de Orange. En menos de la mitad del tiempo que necesitó Josué para adueñarse de la Tierra Prometida, el calvinista Guillermo consigue liberar a su nueva patria de los tiranos españoles. Esta liberación permitirá a siete modestas provincias formar una república y convertirse en uno de los estados más modernos y poderosos del planeta. El profeta Calvino no se equivocaba. Dios había elegido a la pequeña Holanda para conducirla hacia un destino privilegiado. El pueblo de Batavia recordaría esta gracia por los siglos de los siglos hasta el día en que, condenado a sobrevivir entre otros pueblos, sus descendientes cometieran uno de los mayores crímenes de la historia de la humanidad. Pero en los albores del siglo XVII esta fecha fatal todavía está lejos. «Felices los hombres cuyos pecados les serán perdonados», repiten en los templos de la nueva Iglesia holandesa reformada. A lo largo de las costas del mar del Norte, en las tierras bajas y en los pueblos de Zelanda y Frisia está a punto de nacer una edad de oro. Amsterdam será la nueva Jerusalén. En menos de veinte años, la capital de Holanda se convierte en el centro cultural, artístico, comercial y financiero de Europa. Estimulada por la energía espiritual e intelectual, empujada por la lectura febril de los versículos de la Biblia y de los escritos de Calvino, se abre a todas las culturas, a todos los comercios, a todas las religiones. Obras de arte —¡y qué obras de arte!— evocan pronto esta época trémula de esperanza ilustrada por los poderosos lienzos de Rembrandt, de Franz Hals, de Vermeer, de Bruegel. Bien es cierto que el modo de vida de la sociedad holandesa permanece impregnado del puritanismo calvinista. Pero tras las austeras fachadas de las nuevas moradas patricias se oculta un lujo inigualable. En cuanto a los coló-res oscuros de la ropa que parecen excluir toda coquetería, éstos disimulan el brillo de suntuosas telas de seda y raso que visten a los notables de la capital.
El símbolo y el empuje de la prosperidad económica de la pequeña república residen en la creación de grandes sociedades por acciones, cuyo prototipo es la legendaria Compañía Holandesa de las Indias Orientales, fundada en 1602. Ésta se atribuirá el monopolio del comercio en toda Asia, en particular el de las especias: clavo, canela y pimienta, principalmente. Recibe el derecho de abrir sucursales por todas partes, de tratar con los príncipes locales, de establecer fuerzas armadas en los territorios donde desee instalarse. Pronto propietaria de ciento cincuenta edificios comerciales y de unos cuarenta navios de guerra, la Compañía se convierte en un Estado dentro del Estado que dirige, administra y controla sin participación de nadie la empresa mercantil más importante de la época. Su dirección está asegurada por un consejo de diecisiete gobernadores con jubones de seda negra y cuellos de seda blanca: los diecisiete Heren. Su cuartel general es un imponente edificio de estilo patricio asentado al borde del canal Kloveniers Burgwal. Sólo durante el año 1653 el valor de los cargamentos que pasan por sus manos supera el presupuesto de la Francia de Luis XIV.
Además de esta supremacía comercial, Holanda podría enriquecer su patrimonio con cualquier conquista colonial. Como muestran los mapas geográficos de las paredes de la sala del Consejo de los Diecisiete Heren, en esta mitad del siglo XVII el planeta no anda escaso de territorios susceptibles de ser colonizados, ya sea en África, América e, incluso, Asia. Para un pueblo al que legiones de predicadores repiten todos los domingos que está abocado por la gracia de Dios a un destino excepcional, partir a ocupar otra región del globo no es una aventura irracional. Es, por cierto, lo que hace al apropiarse de la isla de Manhattan, en la orilla del Hudson, para fundar allí la ciudad de Nueva Amsterdam. ¿Hacia qué nuevo destino y para qué misión podrían enviar los Heren sus carabelas en este fin de 1651?
Eso es lo que va a descubrir un mocetón de más de un metro noventa, vestido con un jubón de paño negro con el cuello blanco bordado. Con su abundante cabellera, cuyos bucles morenos caen sobre sus hombros, su aire decidido bajo una ancha frente y unas cejas enmarañadas, Jan Van Riebeeck, de treinta y cuatro años, encarna a la perfección ese modelo de aventurero que le encanta pintar a Franz Hals. Hijo de un cirujano famoso de Amsterdam, él mismo cirujano diplomado, ha abandonado pinzas y escalpelos para partir con su mujer, Maria, y sus seis hijos a recorrer el mundo al servicio de la Compañía. Ésta acaba de relevarle de su último puesto como administrador en jefe de la ciudad indonesia de Batavia, de la que ha sido uno de los fundadores. Porque los Diecisiete tienen nuevos planes para su protegido. Grandes expectativas, sin duda. Jan Van Riebeeck está exultante con la idea de marchar a la aventura. La lectura ferviente de los textos bíblicos y la atención apasionada a las profecías de Calvino le han preparado perfectamente para servir a su país hasta en la más extrema de sus intenciones. «Pídeme y yo te daré en herencia las naciones», dice el Creador en el Apocalipsis de san Juan. El joven holandés no lo duda. Es una misión de conquista, la que el Consejo de Gobernadores le va a confiar esta fría mañana de diciembre de 1651.
¡Infortunado Van Riebeeck! ¡Lechugas! ¡Cultivar verduras de ensalada en el extremo sur del continente africano! Ésa es la apasionante misión que la todopoderosa compañía comercial confía a su audaz representante. Ellos le explican detalladamente los motivos de su decisión. La Compañía está en peligro de muerte. Las tripulaciones de los barcos que aseguran su monopolio en el comercio de las especias están siendo diezmadas por el escorbuto, una epidemia aún más mortífera que el ataque de los piratas, de los corsarios y de todos los barcos de los países competidores. Si no se puede atajar este morbo, la flota de la primera marina del mundo quedará paralizada, y Holanda arruinada. Van Riebeeck ha navegado lo suficiente para no ignorar el pánico que provoca en los puentes y en los camarotes comunes la aparición de la gravísima enfermedad del escorbuto, debida a una carencia masiva de vitaminas. Nunca ha dejado de sentirse acosado por la horrible visión de esos desgraciados sangrando abundantemente, atenazados por la fiebre, con las encías hinchadas como esponjas, los miembros rígidos como barras de hierro. Sabe que sólo una alimentación rica en hortalizas, frutas y carne fresca puede prevenir esta enfermedad mortal.
El joven holandés no puede por menos que mostrar una gran decepción. Alimentado con las enseñanzas de Calvino, es consciente de que su tierra natal ha sido elegida por Dios para llevar a cabo grandes obras. Pero, mira por dónde, se entera de que él no será un instrumento de ese destino. En las cinco carabelas cuyo mando va a tomar, no llevará cañones, ni barriles de pólvora, ni soldados; apenas unos cuantos mosquetes para defenderse. Embarcará jardineros, palas, picos, semillas de verduras de ensalada, de arroz y de trigo, así como machetes de carnicero para trocear los corderos y las cabras criados allí. Porque no hay ni rastro de un sueño de conquista colonial en las intenciones de los hombres de jubón negro y cuello blanco de Amsterdam. Para intentar atenuar la frustración de su protegido, le cuentan la estancia forzada que acaban de hacer en los parajes de su destino africano los sesenta náufragos del Nieuw Haarlem, un tres palos de la Compañía. El testimonio es de lo más estimulante. Allí abajo todo existe en abundancia: agua dulce, peces, antílopes salvajes, ganado doméstico e, incluso, en determinadas épocas, manadas de focas y ballenas. En resumen, una especie de El Dorado. Por idílica que parezca, la descripción no satisface en absoluto a Van Riebeeck. Le preocupa saber qué actitud deberán adoptar él y sus compañeros frente a las poblaciones locales con las que se encuentren. La respuesta es firme: deberá evitar todo contacto con los indígenas, conformarse con intercambiar con ellos los regalos y las chucherías que lleven consigo para eventuales trueques por carne fresca. Ninguna otra relación. Ningún intento de educación, de conversión, de sumisión. Sobre todo, nada de confraternización. Los indígenas son extranjeros y deben seguir siéndolo. El único objetivo de Holanda es posarse de puntillas sobre un pequeño extremo del África austral, supuestamente deshabitado, y crear allí una estación de abastecimiento de productos frescos para sus barcos que navegan por la ruta de las Indias. Una misión que le encomiendan realizar «con la espalda vuelta al resto del continente». Nada apasionante, piensa dolorosamente Van Riebeeck. ¿Cómo, en este abismo de decepción, podría imaginar el joven holandés que marchando a plantar lechugas escribiría el primer capítulo de la historia de un país que aún no existía: Sudáfrica?
«¡La montaña de la Mesa, una milla a babor!» El grito del vigía en lo alto del mástil provoca un zafarrancho en el puente del Drommedaris, la carabela de Jan Van Riebeeck, que ha partido hace ciento cinco días de Amsterdam en compañía de otros cuatro veleros de cuatrocientas toneladas. La mañana del 6 de abril de 1652 reina una calma milagrosa en torno a esta península africana que intrépidos navegantes portugueses, tras haber perdido a muchos de los suyos en los acantilados, han bautizado con el nombre de cabo de las Tormentas y, luego, cabo de Buena Esperanza. Incluso el southeastern, ese viento salvaje que de ordinario oscurece el sol con sus nubes negras y empuja en gigantescas montañas de espuma las mareas del océano índico contra las del Atlántico, muestra una calma sorprendente. Los recién llegados pueden echar el ancla al abrigo de la majestuosa montaña en forma de mesa que hunde sus flancos en las aguas turquesas y transparentes de la bahía del Cabo. De pronto, se sienten impresionados por la hermosura de la naturaleza que los recibe. Entre las costas este y oeste de la estrecha península, sólo hay un reino floral y forestal de eucaliptos, Jacarandas, buganvillas, heléchos. Matas de aloe, alcatraces, pachulis y espicanardos embalsaman este paraíso tropical poblado de miríadas de aves de todos los colores. Pero la fauna salvaje hallada en las primeras exploraciones sorprende aún más a los expatriados de Amsterdam. «Hemos avistado esta mañana una familia de leones devorando a un antílope», contará ingenuamente Van Riebeeck en una de sus primeras cartas.
Los únicos encuentros que escapan al holandés, al menos en las primeras semanas, son los de los pastores khoikhois, divisados con sus rebaños al pie de los floridos riscos de la montaña de la Mesa. A Van Riebeeck le encantaría intercambiar la bisutería y los adornos traídos de Europa por algunas cabezas de su ganado. Pero los autóctonos se escabullen. Habrá que ofrecerles más que un aderezo de plumas y metal para vencer aquella suspicacia. De pronto, los recién llegados desconfían. Desde Amsterdam, los Diecisiete ordenan a Van Riebeeck que construya un fuerte y una empalizada para asegurar la protección del campamento. Incluso le envían a un ingeniero de alto nivel, llamado Rykloff Van Goens, con la extravagante misión de estudiar la posibilidad de separar la península del Cabo del resto del continente mediante un canal excavado de costa a costa. La península se convertiría entonces en un pedazo de Holanda, independiente geográficamente de África. El proyecto entusiasma a los expatriados, aunque pronto caen en la cuenta de su ingenuidad. ¿Cómo un centenar de infelices armados con picos y palas van a partir África en dos? ¡Menuda locura! A menos que los khoikhois acudan a millares a prestarles ayuda. Van Riebeeck no ve otra solución que infringir la prohibición de los superiores. Envía nuevos emisarios a los pastores negros que se ven alrededor de la montaña de la Mesa. Las joyas, los espejos, los refinados aderezos que les llevan deberían conseguir vencer por fin su desconfianza, pero ninguno de los indígenas contactados consiente en ponerse al servicio de esos blancos que han entrado como ladrones en su territorio. Decididamente, la tímida incursión de los hijos de Calvino en la tierra de África se presenta bajo auspicios poco favorables.
Inasequible al desaliento, Van Riebeeck consulta un pequeño ejemplar de las Escrituras que jamás abandona su bolsillo, y se inspira en un versículo del Deuteronomio para tranquilizar a sus compañeros: «El pueblo elegido recibirá su tierra después de haber aplastado a los reyes que le cierran el paso», les dice con fervor antes de leer un salmo: «Yo soy el Dios de Israel. Romperé los cerrojos de hierro y haré pedazos las puertas de bronce que se opongan a que seáis el pueblo elegido por mí». Luego se le ocurre una idea para separar a sus compañeros de esos negros hostiles que él sabe de todas maneras destinados, según ha prometido Dios, a la condenación. Ante la imposibilidad de cavar un canal, hace plantar de un borde a otro de la estrecha península una doble hilera de almendros silvestres. Cuatro siglos más tarde, el olor a miel y alcanfor proveniente de los retoños de estos árboles de largas flores azuladas embalsama constantemente la campiña al sur de Ciudad del Cabo, eco lejano del primer acto de segregación racial perpetrado por los blancos contra los negros de Sudáfrica.
Con su pequeño fuerte y algunas construcciones de piedras plantadas en el centro de un amplio huerto de zanahorias, coles y verduras de ensalada, Van Riebeeck y sus expatriados consiguen, en unos meses, obtener una modesta estación de abastecimiento. Es un minúsculo enclave europeo desprovisto de cualquier identidad africana, al margen de las poblaciones y del ambiente que lo rodean, dedicado únicamente a engordar cabras y pollos y a proveer de verduras y hortalizas los barcos de paso. En Amsterdam, los notarios de la Compañía se apresuran a ratificar, mediante un acto oficial, la propiedad de este enclave africano sin que nadie emita objeción alguna contra la legitimidad de esta apropiación. ¿Cómo podrían ser considerados como una conquista territorial unos cuantos cercados de arena plantados con verduras de ensalada? En el Consejo de los Diecisiete reina la euforia. Esta tímida aventura en el extremo sur de África promete alcanzar su objetivo. Los navios que participan en la carrera de las especias se apresuran, frente a la pequeña base, a embarcar los productos frescos que protegerán a sus marineros del escorbuto.
El emprendedor Van Riebeeck también desea convencer a sus comanditarios de que acepten ampliar la pequeña explotación, de que le den autorización para traer algunos esclavos del África occidental, de la India o de Indonesia, y alardea de que multiplicará por diez sus actividades. La respuesta llega como un jarro de agua fría: no. Los Diecisiete Heren están en total desacuerdo con los sueños de expansión de su audaz representante. No quieren, bajo ningún pretexto, desarrollar su pequeña base africana. Ésta debe permanecer modesta, bastarse a sí misma y, sobre todo, no costarle nada a la Compañía. Pero Van Riebeeck obtendrá el apoyo de un aliado inesperado: el southeastern es un viento africano totalmente desconocido en las orillas de los canales de Amsterdam. Uno de sus caprichos imprevisibles proporciona de pronto al joven holandés los refuerzos de mano de obra que solicitaba al precipitar un tres palos portugués contra los arrecifes del extremo sur de la península. El Amersfoort transporta doscientos cincuenta esclavos angoleños. Algunos perecen en el naufragio, pero más de ciento cincuenta consiguen alcanzar la orilla. Van Riebeeck los comprará a su propietario que, por suerte, se halla entre los supervivientes. De súbito, duplicará los efectivos de su pequeña base para poder aumentar la superficie de sus cultivos y la cría de pollos y de corderos. ¡Adiós al escorbuto! Lechugas, zanahorias y carne fresca estarán siempre disponibles en la punta del Cabo.
Pero entre los esclavos rescatados del infortunado navio se encuentran cierto número de mujeres jóvenes que de inmediato despiertan la apetencia de los solteros de la colonia. Por mucho que Van Riebeeck prohíba a sus compañeros toda relación sexual con las náufragas, no tarda en oírse por toda la pequeña base un murmullo de amores vedados. Nombradas según sus lugares de origen, María de Bengala, Catalina de Batavia o Susana de Mozambique, a menos que sean agraciadas con un nombre bíblico tal como Raquel, Ruth o Eva, muchas son las rescatadas del Amersfoort que comparten pronto la estera de los jóvenes expatriados holandeses. Cuando se enteran, la indignación se apodera de los Diecisiete Heren. Pero en vez de sancionar a los culpables haciéndolos llamar de inmediato, deciden castigarlos con una iniciativa comercial. Holanda acaba de crear una segunda compañía mercantil según el modelo de la primera. Bautizada como Compañía de las Indias Occidentales, ha heredado el monopolio del comercio con América y la exclusiva mundial de la trata de negros. Por esta razón, ordena que le sean enviadas las mujeres del Amersfoort. Un duro golpe para quienes comparten la vida con alguna de ellas. No obstante, en el seno del grupo se preparan para celebrar un acontecimiento notable: la boda oficial de un ciudadano holandés de treinta y cinco años llamado Jan Wouterz con una esclava de veinticuatro años originaria de Guinea Ecuatorial. Catharina Antonis habla algunas palabras de holandés y posee unas nociones rudimentarias de la fe cristiana. Este proyecto de unión escandaliza en Amsterdam, donde obligan a los administradores de la Compañía a realizar un acto contrario a su ética comercial. Por el matrimonio con uno de sus empleados, la joven africana conquista el derecho a su libertad. Para los ávidos Heren, tan atentos a sus beneficios, perder doscientos florines a causa de la liberación de una esclava representa un sacrificio insoportable. Felizmente para ellos, esta unión sentimental será un caso prácticamente único. La mayoría de los compañeros de Van Riebeeck mantendrán con sus esclavos, sea cual sea el sexo, implacables relaciones de amo y criado. Los apodan con el nombre de kaffirs —negros— y los destinan a los trabajos agrícolas y domésticos más duros e ingratos. Van Riebeeck los somete a unas normas de disciplina draconianas. Todo esclavo que se desplace después de las diez de la noche debe hacerlo llevando una linterna, a menos que vaya acompañado por su amo y presente un pase especial si el trabajo le obliga a ir más allá de cierta distancia. A fin de prevenir los planes de fuga, ningún negro puede entrar en contacto con otro negro que pertenezca a otro propietario. Simples delitos como el robo, la rebelión o la fuga se castigan con el látigo, el hierro candente e, incluso, la horca. Para un esclavo, el simple hecho de levantar una mano, armada o no, en dirección a un superior puede costarle el suplicio de la rueda, un aparato de tortura que rompe los huesos y desarticula los miembros sin llevar necesariamente a la muerte inmediata del condenado. Una mujer que prenda fuego accidentalmente a la casa de su amo será empalada en las cenizas del edificio quemado. Los cuerpos de los esclavos ejecutados son expuestos en el mismo lugar de su muerte a fin de ser devorados por los carroñeros a la vista de todos. Una sirvienta culpable de haber dejado morir a su bebé será condenada a que le arranquen ambos senos con unas tenacillas al rojo vivo. En un arranque de caridad cristiana, Van Riebeeck pide suspender la ejecución del castigo en el último momento. La desgraciada es encerrada en un saco y arrojada al mar frente a la montaña de la Mesa.
En el mes de mayo de 1657, el barbudo inventor de la doctrina de la predestinación de algunos pueblos a la redención debe de revolverse de alegría en su tumba ginebrina. Su querida Holanda acaba de conseguir una nueva victoria confirmando su superioridad entre los hombres. «Alabado sea Dios —escribía Jan Van Riebeeck a sus jefes de Amsterdam—. El vino ha sido prensado por primera vez con las uvas que hemos plantado en tierra africana». Después de las lechugas, las gallinas y las cabras, la aventura imperial de Holanda alcanza desde entonces un desarrollo inesperado. «Enviadme aldeanos que conozcan el cultivo de la vid —implora en sus cartas—. El país se presta admirablemente a esta actividad. Podremos vender nuestro vino a los barcos de paso y ganar así mucho dinero». A pesar de esta llamada a sus ambiciones comerciales, los Diecisiete Heren permanecen fieles a su política de una implantación limitada y rehusan enviar nuevos efectivos a su pequeña base africana.
Pero, de repente, el rey de Francia fuerza la mano. Con su brutal revocación del edicto firmado en Nantes por su abuelo Enrique IV, en el que autoriza la libre práctica de su culto a los partidarios de la Reforma, Luis XIV envía camino del exilio a doscientos o trescientos mil protestantes franceses. Estos hombres y mujeres, llamados hugonotes, se refugiarán en Holanda, Alemania y Suiza. Es el milagro que no podía esperar Van Riebeeck. La Compañía accede a ofrecer el viaje al Cabo a unas cincuenta familias, concede a cada una de ellas algunas hectáreas de tierra y las provee de las herramientas necesarias para asentarse allí. En contrapartida, los emigrados deben jurar fidelidad a la Compañía y a los príncipes de Holanda y comprometerse a permanecer en el lugar al menos cinco años para hacer fructificar sus tierras.
Ciento setenta y cinco hugonotes desembarcan en la punta del Cabo en abril de 1688. Veinte de ellos han perecido durante la travesía. Son originarios de Provenza, Aquitania, Borgoña y el Delfinado. Se llaman Villiers, Duplessis, Labuscaigne y Dubuisson. Son en su mayoría agricultores y viticultores, pero también hay algunos artesanos, tres médicos e, incluso, un reverendo, el pastor Pierre Simon. Agentes de la Compañía velan para que, desde su desembarco, estén integrados con los expatriados de origen holandés, a los que llaman localmente bóers, es decir, «campesinos». De pronto, la lengua y la cultura francesas sólo fueron una efímera aparición en el extremo sur de África.
Por modesta que sea, la llegada de esta oleada de europeos modifica radicalmente la fisonomía de la pequeña colonia agrícola que habían imaginado los Diecisiete Heren en sus brumas bátavas. De una simple estación de abastecimiento de verduras, productos lácteos y carne fresca destinada a prevenir el escorbuto en los barcos lanzados a la carrera de las especias, la punta del Cabo se convierte en un asentamiento comercial al completo. Pero otro acontecimiento, éste estrictamente local, terminará de hacer caer a Holanda en la trampa de una aventura de conquista a la que siempre se había negado. Después de haber cultivado dócilmente sus lechugas durante varias temporadas, nueve compañeros de Van Riebeeck experimentan un día el deseo de romper los lazos oficiales con la Compañía para explotar por su cuenta una parcela de tierra y criar allí animales. Al contrario de lo que teme el holandés, Amsterdam acoge favorablemente la solicitud. Los salarios y el mantenimiento de un centenar de expatriados al otro extremo del mundo cuestan muy caros, por lo que la Compañía no está en absoluto descontenta de reducir sus gastos y aumentar así sus beneficios. Acepta, pues, que estas nueve familias de bóers consigan su libertad, con la condición de que se comprometan a venderle la totalidad de su producción agrícola a un precio fijado por ella misma. Van Riebeeck delimita inmediatamente nueve parcelas de seis hectáreas en la periferia de su colonia y las distribuye entre los que ya llaman freeboers, los «campesinos libres». Les presta también algunos animales, herramientas, semillas y los materiales necesarios para que cada uno pueda organizar una pequeña granja. No hay por qué echar las campanas al vuelo ni tener sueños de conquista. Y, sin embargo, sin darse cuenta, la lejana Holanda acaba de abrir a un puñado de sus hijos las puertas de un continente sobre cuyo suelo pronto escribirán, a fuerza de sacrificios y de voluntad, la más grandiosa y feroz de las epopeyas coloniales.
Esta epopeya nacerá de un ataque de ira. Los pocos utensilios que han recibido no son de suficiente calidad para permitir a los bóers libres vivir decentemente con sus familias. Además, los precios de sus productos, impuestos por la Compañía, son demasiado bajos para que tenga interés continuar con esta experiencia como cultivadores independientes. Algunos prefieren hacer las maletas y embarcarse en el primer velero de paso en ruta hacia Amsterdam. Otros deciden buscar en los versículos de la Biblia razones para quedarse. En el libro de Josué, el sucesor de Moisés los interpela. «¿Seréis lo bastante cobardes para no tomar la tierra que vuestro Dios Jehová os destina?», se indigna el profeta. Perplejos, se interrogan: ¿la tierra de Jehová? ¿Es esa estepa amarilleada por el invierno austral que perciben en el horizonte? ¿Esa naturaleza austera, vacía, seca, que se adentra hacia el norte? ¿Los pastos para sus rebaños están ahí abajo, en esa inmensidad tórrida?
Firmemente convencidos de su pertenencia al pueblo de la Nueva Alianza elegido por Dios, los granjeros holandeses escuchan su ingenua fe y prueban suerte. Embarcan mujeres, niños, esclavos y sus magras posesiones en estrechos carros de altas ruedas uncidos a bueyes y toman el camino del norte. A pesar del calor y del polvo, las mujeres han conservado sus cofias bordadas y sus amplias faldas de algodón que las envuelven hasta los tobillos. Protegidos del mortífero sol bajo los sombreros redondos de ala levantada, los hombres caminan junto con sus aperos cantando tonadas guerreras de su Holanda natal. En todo momento, están listos para coger un mosquete y su cuerno lleno de pólvora que se encuentra en el baúl de la parte delantera de cada carro. Estos territorios hostiles están llenos de peligros. Cuando la noche austral cae sobre las inmensas llanuras que los bóers llaman Veld, en la hora en que cielo y tierra se funden en una masa negra listada de relámpagos y engullen la sabana, las caravanas hacen un alto. Se forman inmediatamente laagers, disponiendo los carros en círculos cerrados con el fin de proteger a hombres y bestias de los ataques de tribus hostiles o de incursiones de la fauna salvaje. Entonces comienza, bajo la bóveda celeste más brillante aquí que en ninguna otra parte del mundo, la única comida diaria, generalmente, cuartos de antílope o jabalí asados y rociados con vasos de mampoer, un licor hecho con bayas fermentadas, un matarratas tan áspero como los gaznates de estos aventureros de la primera tribu blanca de África. El cabeza de familia más anciano, al que llaman patriarca por su larga barba cuadrada, pronuncia luego un comentario bíblico que los asistentes escuchan en un silencio que sólo turban el barrito de los elefantes y el rugido de las fieras que vagan por los alrededores. Para estos holandeses, en su mayor parte analfabetos, la Biblia es la única fuente de cultura, el único libro que sus dedos han tocado jamás. Los niños de los carros aprenden a leer descifrando sus páginas bajo la dirección del patriarca de su convoy. Es, en todo caso, escuchando constantemente la Biblia cómo los que ya se llaman trekboers —los «campesinos nómadas»— fortalecen, día a día, sus cualidades innatas de valor y resistencia y su sed de libertad. «Avanzad con confianza por este país de Canaán que Dios os da —manda el libro sagrado—, porque pronto se derrumbarán ante vuestros ojos las murallas de Jericó y se abrirán a vuestro paso las aguas del Jordán».
Al llegar a la orilla del río Gourits, las caravanas se detienen al fin. Los holandeses comprenden que han llegado a la Tierra Prometida. Aquí es donde se instalarán para criar sus animales y cultivar la tierra. Porque, están seguros, es aquí donde comienza la nueva patria que les han prometido las Escrituras. Deciden ratificar esta alianza con una declaración solemne que será a la vez un adiós definitivo a su Holanda natal y un homenaje a esta África que les abre los brazos. Al enviado de la Compañía que ha venido a reclamarles el pago de sus impuestos, uno de los suyos, un joven bóer llamado Hendrik Bidault, le responde con violencia: «¡Marchaos! ¡Ya no somos holandeses, sino afrikáners!» Ese día, la tribu blanca rompe sus amarras con la madre patria. Como se rompe un billete de vuelta, se ha regalado una conciencia africana.
La palabra afrikáner estalla como una bomba desde las soleadas orillas de Ciudad del Cabo hasta los oscuros muelles de Amsterdam. ¿Cómo imaginar que aquellos centenares de emigrantes llegados de Europa hayan decidido adoptar, en el otro extremo del mundo, un país que ni siquiera existe? Convencidos de que ya no deben nada a nadie excepto a Dios, los primeros afrikáners no tendrán ningún problema en responder a esa pregunta. Incluso si la elección africana empieza con una embarazosa sorpresa. En efecto, desde lo alto de sus carros, los recién llegados no tardan en descubrir que no son los únicos en pisar la tierra que acaban de adoptar. Tribus indígenas ocupan ya la región con sus rebaños, que llevan de pastizal en pastizal. Pertenecen a la misma etnia de los khoikhois que Van Riebeeck vio en la montaña de la Mesa al desembarcar provenientes de Holanda. En la lengua de este pueblo, la palabra khoikhoi —literalmente, «hombres entre los hombres»— es una afirmación de su superioridad. Rechazados a lo largo de los siglos por los pueblos bantúes del norte, son los primeros africanos llegados al sur del continente. Algunos clanes echaron raíces en torno a la bahía del Cabo, donde instalaron sus cabanas redondas recubiertas de ramaje y boñigas. Tras unas negociaciones difíciles, Van Riebeeck había terminado por crear provechosas relaciones comerciales con algunos habitantes de esos pueblos, cambiando con ellos aderezos, adornos y tabaco por carne fresca destinada a las tripulaciones de la Compañía. El holandés incluso había acogido en su hogar a una joven huérfana khoi, que había bautizado con el nombre de Eva y que había educado como a su propia hija; es decir, en los estrictos preceptos de su venerado maestro Calvino. Tales actos de confraternización estaban, por supuesto, formalmente proscritos por los Heren de Amsterdam. De todas formas, eran casos muy raros que sólo podían producirse con una pequeñísima minoría de khois, aquellos que poblaban desde hacía mucho tiempo las orillas de la península y que, por ello, estaban acostumbrados a las incursiones de extranjeros. Muy diferente era la situación en los grandes espacios del norte, hasta entonces vírgenes de toda presencia blanca, allí precisamente donde empezaron a llegar los primeros carros de los afrikáners.
Para los khois, vestidos con pieles de animales y plumas de aves, que vivían nómadas por esas tierras, la repentina intrusión de esos blancos con cofias y sombreros redondos es inmediatamente percibida como una amenaza. La delgadez del ganado que acompaña a esos extranjeros traiciona de entrada la realidad de sus intenciones. Han venido a apropiarse de los pastizales de la región. La historia de Sudáfrica no recoge la fecha exacta del primer enfrentamiento que siguió a esta toma de conciencia. ¿Junio, julio, agosto de 1658? No obstante, esta fecha marca el inicio de un conflicto de tres siglos que sólo se resolverá el día en que afrikáners blancos y africanos negros, obligados a reconciliarse, pongan al frente de su país a un profeta llamado Nelson Mandela.
Como ocurre frecuentemente en la historia, el inexplicable enfrentamiento empieza con un incidente insignificante. Algunas vacas capturadas accidentalmente en unos pastos e, inmediatamente, un diluvio de flechas impregnadas de veneno de cobra cae sobre los recién llegados. Acaba de estallar la primera rebelión de los negros de Sudáfrica contra la opresión blanca. Tan violenta es esta reacción que los holandeses se baten en retirada. Algunos incluso se repliegan hasta un pequeño fuerte que la Compañía les obligó a construir al día siguiente de su llegada a suelo africano. Evidentemente, se trata de una retirada temporal. Fortalecidos perpetuamente por la lectura de los salmos, los fugitivos vuelven a partir hacia el norte. «Muéstranos tu fuerza, Señor, y danos valor en el sufrimiento», repiten en sus oraciones. Esta vez, el Señor hace algo aún mejor, y envía a sus hijos amenazados algunos especímenes de uno de los animales más nobles de la creación. Un barco proveniente de Batavia acaba de descargar cincuenta caballos en la punta del Cabo. El inesperado refuerzo de caballería permite a los afrikáners recuperar la ventaja. De pronto se impondrá a los negros de África el ejercicio de un nuevo derecho: el derecho de los blancos a apropiarse de sus tierras. Es el acto inaugural de un largo proceso de expoliación que, con la práctica de la esclavitud y la condena de los indígenas a trabajar a cambio de salarios míseros, contribuirá un día a dar forma a las instituciones de la sociedad del apartheid.
Desposeídos de sus pastos, de sus rebaños, de sus pueblos, los orgullosos khois del norte acaban por capitular. Pero ¿no son ellos, como indica su nombre, «los hombres entre los hombres»? Actuando en el mayor secreto, uno de ellos decide organizar una revuelta. Se llama Doman. Es un atleta de treinta y cinco años, de silueta longilínea y músculos ahusados. En la sociedad khoi, ya es tenido por una leyenda porque ha trabajado en Indonesia para la Administración holandesa. Acompañando a las fuerzas de ocupación, ha hecho un descubrimiento crucial que, según cree, debería permitir a sus hermanos vengar su honor y borrar su derrota. Como la humedad vuelve inservible la pólvora, indispensable para los mosquetes de los blancos, hay que actuar en tiempo de lluvia. El día D elegido por Dormán es una jornada glacial y húmeda. Ha conseguido enrolar a Eva, la joven khoi de largas trenzas que vive en el hogar de Van Riebeeck. Convencida de que el verdadero pueblo elegido por Dios no es el de sus benefactores blancos, sino el de sus antepasados negros, la joven incendia la casa de sus padres adoptivos mientras ellos duermen. Pero consiguen escapar de las llamas. ¡Qué importa! Otras decenas de fuegos incendian al mismo tiempo los campamentos y las cosechas de los blancos.
El levantamiento fracasa y será duramente reprimido. A partir de ahora, los khois ya no podrán liberarse de la férula de los blancos. Cuando vuelve a Holanda, dejando tras de sí, a guisa de reliquia, la imponente estatua de su persona sobre una peana de granito, frente a la montaña de la Mesa, Jan Van Riebeeck puede mostrarse satisfecho de los resultados de su audaz misión africana. Sus toneladas de lechugas, hortalizas y carne fresca han hecho desaparecer el escorbuto en los barcos de la Compañía. Pero, sobre todo, favoreciendo a su pueblo, ha hecho de su simple estación de abastecimiento una auténtica pequeña colonia. La llegada de nuevas oleadas de inmigrantes, alemanes y hugonotes franceses en su mayoría, así como la importación regular de esclavos, han aumentado masivamente su población. En cincuenta años, ésta ha pasado de un centenar de expatriados a más de veinticinco mil colonos y otros tantos esclavos. El Consejo de los Diecisiete de Amsterdam no debe preocuparse: la conquista blanca de Sudáfrica está definitivamente en marcha.
Pero se inquietan, por supuesto. En Amsterdam cunde el pánico en estos últimos años del siglo. Las noticias que llegan del Cabo hacen correr sudores fríos por los cuellos de los Heren. Todos los colonos se han puesto en camino hacia tierras más fértiles. Los carros de los afrikáners están a más de ciento cincuenta kilómetros al norte de Ciudad del Cabo. No hay obstáculo que parezca impedirles ocupar su nueva Tierra Prometida: ni las emboscadas de algunos khois supervivientes que deambulan por los bosques, ni las extensiones desoladas de la provincia de Karoo que tienen que cruzar. La Compañía, sin embargo, hace esfuerzos desesperados por conseguir que estos cabezas locas regresen al seno de sus fronteras. Pero todos parecen inexorablemente atraídos por la llamada de los grandes espacios.
1700. Se anuncia un siglo de peligros extremos para los comerciantes de Amsterdam que deseaban, al principio, limitar el compromiso africano de su país a una pequeñísima aventura agrícola. Sin embargo, van a volver a tomar el mando, esforzándose por hacer de su base una especie de paraíso colonial. Distribución de tierras fértiles a nuevos inmigrantes, elevación de los precios de los productos agrícolas que se pagan a los granjeros, reducción de impuestos y tasas e importación de esclavos; ponen todo esto en marcha para atraer de nuevo a los bóers a las fronteras de la colonia. Pronto se levanta, entre el fuerte de piedra construido por Van Riebeeck tiempo atrás y las pendientes de la majestuosa bahía de la Mesa, una capital en miniatura: Ciudad del Cabo, con su templo protestante igual que los de la lejana Zelanda, con la residencia oficial de su gobernador y sus edificios administrativos alineados con tiralíneas a cada lado de la calle central, con sus barrios de viviendas de bonitas fachadas color ocre. Desde su nacimiento, Ciudad del Cabo promete convertirse en una auténtica joya de la urbanización tropical. También surgen otras pequeñas ciudades en el exuberante verdor de los alrededores. Como Stellenbosch, donde los infatigables hugonotes de origen francés fabrican vino en tal cantidad que un día colonizará las mesas de todos los gourmets del mundo.
La historia nunca debería haber recordado el nombre del oscuro gobernador que desembarca en Ciudad del Cabo esa tarde del martes 13 de febrero de 1713. Johannes Van Steeland, de cuarenta y siete años, cabellos rizados y bigote corto. Va acompañado por algunos marineros y pasajeros que descienden como él del Amstel, una carabela procedente de Amsterdam. ¿Cómo imaginar que el lejano sucesor de Van Riebeeck trae en su equipaje una condena de muerte para la pequeña colonia? Su esposa y sus cuatro hijos, así como numerosos miembros de la tripulación y varios pasajeros del velero, han perecido en la mar abatidos por una fulminante epidemia infecciosa caracterizada por la aparición en todo el cuerpo de una erupción de tumores purulentos. El hecho de que el nuevo gobernador haya escapado a esta plaga amenaza ahora con un peligro fatal a la primera colonia europea en continente africano. ¿Cómo iba a suponer este pobre hombre que la ropa sucia que envía a las lavanderas de su residencia oficial lleva el virus mortal de la viruela?
Al cabo de tres días, la mitad de los esclavos encargados de la lavandería han muerto. Menos de una semana después, les toca el turno de sufrir el contagio a los primeros blancos. A falta de suficientes ataúdes, se envuelven los cuerpos en sábanas antes de incinerarlos en fosas comunes. Pronto las víctimas se cuentan por centenares sólo en la región del Cabo. La epidemia se extiende a una velocidad vertiginosa. Se organizan vigilias de oración a prisa y corriendo en lugares de culto improvisados. Sólo los granjeros trashumantes con sus rebaños, a más de ciento cincuenta kilómetros al norte, escapan a la tragedia. En Ciudad del Cabo, en Stellenbosch, en Paarl, gentes aterrorizadas afirman que Dios quiere infligir un castigo bíblico a su pueblo. Pero ¿por cuál de sus pecados? ¿Su moral disoluta? La colonia, en efecto, cuenta con varios centenares de uniones libres entre blancos y esclavas. Cuando el 9 de mayo dos pichones caen sin motivo aparente del tejado de la residencia del gobernador, los testigos predicen una catástrofe aún peor. Y esta catástrofe llega. Esta vez, afecta a las familias khois que aún habitan la península. Menos resistentes que los blancos, estos desgraciados mueren como moscas. Sus cadáveres se encuentran a lo largo de los caminos. Los supervivientes, convencidos de ser objeto de una maldición celestial, huyen hacia el interior de la península con sus magras posesiones y su ganado para salvarse de la hecatombe. Pero comandos blancos los detienen y los masacran con la esperanza de evitar la propagación de la epidemia. Sin embargo, algunas familias consiguen alcanzar las orillas del río Fish, a ciento cincuenta kilómetros al este de Ciudad del Cabo. ¡Pobres khois! Los ganaderos africanos los esperan allí, subidos en sus veloces caballos, listos para apropiarse de su ganado. Estallan enfrentamientos salvajes. Los khois se sacrifican por defender su ganado. En vano. Mejor armados y con más movilidad, los afrikáners aplastan a los últimos supervivientes de la heroica pequeña etnia. Una victoria que tendrá en los vencedores una repercusión inmediata.
Por primera vez, unidos de forma solemne, los miembros de un pueblo que se sabe predestinado a una redención sobrenatural declaran formalmente la superioridad de su raza. Esta toma de conciencia desempeñará un papel fundamental en la construcción del país que un día se llamará Sudáfrica. En sus carros, que ocupan metódicamente las llanuras del norte, los afrikáners han tomado una decisión unánime: no cohabitarán nunca con los otros pueblos que encuentren en su peregrinación. Esta voluntad de separación adquirirá un día el valor de dogma, antes de concretarse en un sistema político que el mundo descubrirá con horror.
Pero la hora de esta escalada fatal aún está lejos.
Se llaman Gerrit Cloete, Pieter Willem, Jan Volck… Sus nombres pronto serán olvidados. Sin embargo, en este principio del siglo XVIII, estos pocos pioneros de la tribu blanca acaban de descubrir el paraíso de Dios en el calor abrasador del Veld sudafricano. La región es de una increíble riqueza. Los afrikáners acometen el cultivo del trigo y del maíz y multiplican el número de sus animales. Su alejamiento geográfico del Cabo no les impide ir a vender sus productos a los agentes de la Compañía. Pero pronto, entre los ríos Kei y Fish, estos campesinos felices chocan con los pastores de otro pueblo indígena. Como los khois, los xhosas han sido empujados hacia el sur por las tribus bantúes del norte. Dos mundos que se encuentran sin esperanza de entenderse. Los granjeros blancos están ligados a los valores del trabajo, de la familia y de la Biblia. Sus vacas están marcadas con hierro candente y la tierra que cultivan es sinónimo de propiedad privada. Los xhosas, por el contrario, practican una especie de democracia radical donde todo pertenece a todos. De estas diferencias resultará una sucesión de guerras fronterizas que se extenderán a lo largo de varias generaciones, con frecuencia, a causa de objetivos bien irrisorios, como una razzia sobre una manada de vacas o la captura de algunos aperos de labranza o de pastos. Las mayores conquistas cuentan, a veces, con tristes orígenes. Pero para los granjeros holandeses, este siglo estará marcado por acontecimientos tan espectaculares como sus enfrentamientos con los hijos de Cham por el rapto de algunos animales con cuernos. En primer lugar, al cabo de ciento noventa y dos años de fructífera existencia, la quiebra y la muerte de la orgullosa vieja dama que ha sido la inspiradora y más tarde la patrona intratable de la aventura africana de Holanda. Privados de sus mercados europeos por los ingleses y los franceses, la Compañía Holandesa de las Indias Orientales se extingue el 15 de abril de 1794, llevándose a la tumba a sus últimos Heren de cuellos blancos cuyos sueños hortenses habían exorcizado, ciento cuarenta años antes, el escorbuto de los barcos de la primera flota comercial del mundo.
La repentina aparición, el 9 de julio de 1795, de una escuadra de galeones con las velas al viento frente a la montaña de la Mesa anuncia a los huérfanos de la Compañía que su vieja dama ha encontrado compradores. Los navios son ingleses y transportan varios miles de soldados. La reciente conquista de Holanda por el ejército francés revolucionario tiene a Londres en ascuas. En ningún caso, la base estratégica de Ciudad del Cabo, en la ruta de las Indias, debe correr el riesgo de caer en manos enemigas. El desembarco de los regimientos de casacas rojas de su majestad no tarda en conjurar esta preocupación. Pero esta brutal irrupción de otra tribu blanca en el territorio despierta de inmediato un temor entre los afrikáners, instalados frente a los xhosas en la frontera norte. No sin razón. En la voluntad de acompañar el renacimiento económico de la colonia con la transformación de su estatuto, los ingleses atizarán la cólera de los granjeros holandeses. Ello comienza con la promulgación de un decreto aboliendo la práctica de la esclavitud. Esta generosa idea, esgrimida por los activistas de la London Missionary Society, condena de inmediato a toda una generación de bóers a agotarse trabajando, a falta de personal agrícola. Luego viene una ordenanza que concede a los esclavos liberados el derecho de elegir a sus jefes e, incluso, de convertirse en propietarios de la tierra que trabajan. El nuevo poder reconoce por fin a los negros la facultad de llevar a sus empleadores ante el tribunal, en caso de malos tratos. Este último tiene sedes itinerantes a través del territorio, y es conocido como «Black Circuit Court». Uno de los juicios que pronuncia es el desencadenante de una guerra civil entre bóers y británicos.
El asunto estalla, sin embargo, como un hecho menor. Sospechoso de haber maltratado a unos de sus sirvientes khois, un granjero bóer se resiste al arresto por los policías negros a sueldo de las autoridades británicas. Es abatido. Inmediatamente, su hermano y sesenta colonos se lanzan en persecución de los asesinos. Matan también al hermano y seis de sus compañeros son detenidos. Serán juzgados, condenados a muerte y ahorcados. El drama conmociona a la colonia. Los granjeros holandeses ya tienen sus mártires.
Los roces entre bóers y británicos no tardan en multiplicarse. Tanto más cuanto estos últimos quieren manifestar su poder en todos los ámbitos, incluida la anglicanización forzosa de todas las capas de la población blanca, bóers inclusive. Escuelas, administraciones, intercambios comerciales, tribunales…, el inglés se convierte en la lengua impuesta. Incluso en los lugares de culto, donde los pastores venidos de Escocia ordenan a sus hermanos de la Iglesia holandesa reformada a pronunciar sus oraciones en la lengua de Jorge III. Los granjeros holandeses que se han integrado en África hasta el punto de llamarse a sí mismos afrikáners responderán al terrorismo lingüístico de los británicos con un sorprendente desafío. Apelan al primer versículo del capítulo 21 del Apocalipsis, donde san Juan exalta al pueblo hebreo convertido en «un pueblo nuevo que marcha hacia una Tierra Nueva». Un pueblo libre de las lenguas de los ídolos. Un pueblo que ha recuperado la lengua de sus padres.
Pues bien, como sus modelos hebreos, los afrikáners, en su reencarnación africana, hablarán una lengua africana. Maldito sea para siempre el inglés de los gobernantes del Cabo, maldito sea el holandés de sus orígenes, el francés y el alemán de los inmigrantes. Desde ahora y para siempre, los afrikáners hablarán su propia lengua. Se llamará afrikaans. Esta sorprendente mezcla de holandés, criollo portugués, francés e incluso khoi y malayo se convierte muy pronto en el cemento de su identidad africana y en el símbolo de su independencia cultural. Dos siglos más tarde, los representantes de una Sudáfrica soberana utilizarán esta lengua para arengar al mundo entero desde la tribuna de Naciones Unidas. Pero, de momento, sus inventores tienen preocupaciones más graves que resistirse al dictado lingüístico del que son víctimas. Los colonos que Londres ha enviado a su nueva posesión representan una seria amenaza.
Pronto son cuatro mil. Hay que encontrarles tierras y pastos. Algunos se han puesto en marcha hacia el norte y dirigen ya la nariz hacia las explotaciones afrikáners establecidas a lo largo del río Fish. Entre el peligro de esta invasión blanca y la promesa de una enésima guerra fronteriza con sus imprevisibles vecinos xhosas, los granjeros holandeses se preocupan. Todas las noches, después de recitar los salmos, se reúnen en el centro de sus laagers. ¿Deben aferrarse a toda costa a los ardientes espacios que han labrado y que otros más numerosos y más fuertes quieren hoy ocupar, o deben volver a subirse a sus carros y partir hacia lo desconocido en busca de otra Tierra Prometida? La respuesta será una epopeya de sangre y sufrimiento como pocos pueblos conocerán, y llevará por nombre «Great Trek», el «Gran Viaje».
Exploradores venidos del norte y del este afirman que el interior del continente está escasamente habitado. Es, pues, en esta doble dirección en la que van los aventureros del Gran Viaje a principios de marzo de 1835, en busca de tierras libres en las que, como hombres libres, podrán educar a sus hijos según los principios heredados de sus ancestros. Antes de partir, uno de sus jefes, un descendiente de hugonotes franceses llamado Piet Retief, envía a un periódico de Ciudad del Cabo un mensaje dirigido a la Corona británica: «Abandonamos la colonia con la plena seguridad de que el gobierno inglés no espera nada de nosotros, y que en el futuro permitirá, sin intervenir, que nos gobernemos a nosotros mismos». Es un último adiós al faraón de Inglaterra y a su reino del Cabo. El adiós de un pueblo que arde en deseos de encontrar una tierra de Canaán propia, donde proclamar la república con la que sueñan, la que será capaz de aportar a África la luz de la revelación cristiana.
Con el fin de aligerar el trabajo del tiro y facilitar el paso de los obstáculos, los carros de los treks de antaño han sido aligerados y perfeccionados. Están equipados con doble techo contra el calor y la intemperie, baúles más grandes para guardar los vestidos, la ropa de cama, los enseres, los víveres y las armas de las familias más numerosas. Son máquinas notablemente adaptadas a la terrible aventura que los espera. Fácilmente desmontables, pueden franquear a espaldas de los hombres los ríos más profundos, las colinas más escarpadas. Ramajes sustituyen sus ruedas traseras y hacen las veces de freno en los descensos más empinados. Bautizados como «carros de la libertad» por los aventureros del Gran Viaje, serán durante semanas, meses y años los auxiliares irreemplazables de su marcha hacia la Tierra Prometida.
Esta marcha comienza por la salida al alba del 15 de marzo de 1835 en dos columnas de un centenar de carros cada una. Una información proporcionada por un traficante de marfil confirma que la región estará casi vacía de poblaciones indígenas. Lo que ignoran los viajeros es la razón exacta de este vacío aparente. Ninguno ha oído hablar del genocidio que cierto rey zulú llamado Shaka infligió, algunos años antes, a las tribus que vivían en la parte oriental del país. El sanguinario monarca hacía aventar los cuerpos de sus víctimas para liberar su alma, que él creía prisionera en sus visceras. Por dondequiera que pasaba, exterminaba a sus adversarios mediante el empalamiento, la lapidación, el ahogamiento, la estrangulación o, sencillamente, por la inmersión en una corriente de agua infestada de cocodrilos.
Después de cada una de las incursiones, se retiraba con el botín a su feudo de la provincia de Natal, al borde del océano índico. Aterrorizados con la idea de que Shaka volviera a liquidarlos, los supervivientes de las tribus diezmadas huyeron a las cuatro esquinas del país, lo que explica por qué ciertas regiones podrían parecer despobladas. Pero sólo es una ilusión. De hecho, un bonito comité de bienvenida se prepara para recibir a los bóers en marcha con sus carros. En el norte, entre los ríos Vaal y Orange, son los griquas, mestizos de origen khoi, los que están armados con fusiles. Aún más al norte, sobre las altas planicies del Transvaal, un disidente del pueblo zulú llamado Mzilikazi controla varios miles de kilómetros cuadrados con veinte mil guerreros. En el sur, tras las escarpaduras rocosas de Maluti, es la tribu de los basutos y su rey quienes ocupan el terreno. Por último, aún más al este, está el territorio de Dingane, el sucesor del feroz rey zulú Shaka, asesinado algunos años antes, y de su tribu, más poderosa y más conquistadora que nunca.
Además de las fieras, los cocodrilos y las serpientes, la naturaleza africana ofrece otros peligros a quienes osan desafiarla. Enjambres de moscas tse-tse y de mosquitos portadores de paludismo se abaten sobre los viajeros en el momento en que penetran en el horno que es Niaqualand. Sus picaduras causan las primeras víctimas del Gran Viaje. Para librarse de ellos, los supervivientes se dirigen hacia la cordillera de Drakensberg, la gran barrera montañosa donde esperan alcanzar las ricas planicies que bordea el océano índico. La ascensión de las escarpaduras rocosas es una pesadilla. A veces se oyen aullidos en una pendiente especialmente abrupta. Es la señal de que un carro acaba de volcar hacia el fondo de un precipicio con su carga y sus ocupantes. Es preciso desmontar y montar constantemente los vehículos para salvar los obstáculos y transportar a pie sus cargamentos.
Varios convoyes que han partido de lugares distintos se reúnen. Sus jefes no tardarán en convertirse en personajes de la leyenda afrikáner. Además del hugonote Piet Retief, autor del mensaje de despedida a Inglaterra, se encuentran simples granjeros. Se llaman Andries Pretorius, Gert Maritz y Andries Potgieter. El ataque a un convoy mandado por este último es el que da la señal de la revolución de los negros contra la invasión afrikáner. El 15 de octubre de 1836, diez mil guerreros ndebeles atacan la columna de Potgieter. Éste se repliega inmediatamente hacia una colina y forma un laager muy cerrado con los carros. Cada adulto dispone de tres fusiles que son cargados con cartuchos por las mujeres y los niños. La fusilería se cobra cuatrocientas víctimas entre los asaltantes, mientras que los bóers sólo sufren la pérdida de dos de los suyos.
La tarde de esta victoria, el hugonote Piet Retief será elegido presidente de la futura república afrikáner y los jefes de siete columnas serán nombrados miembros del Volksraat, el primer consejo de esta misma república que todos juran proclamar en la primera ocasión. Los carros vuelven a ponerse en marcha. Los primeros alcanzan, en octubre de 1837, una base de comerciantes y aventureros ingleses establecida a orillas del océano índico que lleva el nombre de Durban. El lugar es magnífico, pero no es cuestión de instalarse en esos parajes sin negociar primero la adquisición de tierras con el rey zulú llamado Dingane, cuya tribu ocupa la región. Éste exige una importante cantidad de ganado a cambio de las tierras codiciadas. El 6 de febrero de 1838, Piet Retief, acompañado de sesenta hombres y de una manada de doscientos cincuenta animales con cuernos, se presenta frente al kraal real. Como exige la costumbre, la pequeña tropa mostrará su confianza dejándose desarmar. Mal les va. A los gritos de «Dingaan Bulalani Abatageti!» («¡Matad a los brujos blancos!»), la delegación es masacrada, empalada y aventada a los buitres.
La brutalidad del crimen quebranta gravemente la fe de los afrikáners en la posibilidad de vivir en paz con aquellos que Dios ha puesto en su camino hacia la Tierra Prometida. Tienen que vengar a Piet Retief. Pero antes, su nuevo jefe, el granjero Andries Pretorius, quiere arengar a sus fuerzas. Levanta su sombrero de copa beige y salta sobre el baúl de un carro. «¡Si Dios nos permite castigar a los zulúes, haremos de la fecha de esta victoria un día que las generaciones futuras celebrarán eternamente a la mayor gloria de Dios!», grita entre una salva de ovaciones. Esta fecha del 9 de diciembre se convertirá en la fiesta nacional de Sudáfrica. Pero, de momento, es la hora de aplastar al rey zulú.
Ojeadores a caballo señalan la presencia de varios miles de guerreros zulúes en las proximidades del convoy detenido al borde de un afluente del río Buffalo. Pretorius ordena inmediatamente la colocación en laager de sus sesenta y cuatro carros. Por precaución, hace atar los vehículos entre sí. Luego, embosca a varias decenas de jinetes en cada orilla del río. Señalados por la voz del capellán recitando los versículos de la Biblia, los cantos se elevan en la noche. «Los zulúes vendrán a masacrarnos —cantan los defensores—, pero la palabra de Dios los detendrá». Al alba, mientras se levanta la niebla sobre el río, los bóers siguen cantando. Para el feroz rey Dingane y sus hordas impacientes es el momento de pasar al ataque. Una primera oleada, seguida de una segunda y una tercera se lanzan contra el convoy. Durante cuatro horas, los cadáveres zulúes se amontonan unos sobre otros frente a las ruedas de los carros. «Las mujeres apenas tenían tiempo de cargar nuestros fusiles con un poco de pólvora y una bala cuando ya estábamos listos para matar a un nuevo asaltante», contará un combatiente. Pretorius ordena la carga a caballo y aplasta definitivamente a las fuerzas zulúes, que dejan más de tres mil muertos. Unos supervivientes intentan escapar a nado, tiñendo de rojo con su sangre el agua del río. La historia de la nación afrikáner ya tiene su leyenda. Al adquirir el color de la sangre, el río Buffalo se convierte en el río Blood, el río de sangre de la venganza.
Apoyados por seis mil bóers llegados del centro del país, los vencedores del río Blood anuncian también la anexión de la región y proclaman el nacimiento de un Estado libre e independiente: la República de Natalia. En el corazón de una vasta llanura, se funda la capital que bautizan con el nombre de los dos héroes de su corta historia: Piet Retief y Gert Maritz. Con su república y su capital con casas de techos de paja, Pietermaritzburg, esta vez los afrikáners están seguros de haber alcanzado definitivamente su Tierra Prometida y conquistado su lugar al sol. Pero la ilusión durará poco, porque la autonomía de la tribu blanca de los carros no es del agrado de los rígidos burócratas británicos que gobiernan en el Cabo. Los bóers, que habían confiado en que la Corona no se mezclara más en sus asuntos tras su partida hacia el norte, descubren que se han equivocado por completo. Los ingleses no dudan en enviar una fuerza militar y anexionarse la provincia vecina de Natal para impedir que los afrikáners disfruten de las ventajas del puerto de Durban. Sus soldados están al mando de uno de los oficiales más famosos de su ejército: el capitán Thomas Charlton Smith. Sólo tiene un brazo; ha perdido el otro en la batalla de Waterloo.
En esta ocasión, los principales enemigos de los afrikáners ya no son las tribus negras, sino los ingleses. Éstos multiplican las provocaciones a Andries Pretorius, el presidente de la República de Natalia, y sus partidarios, que han comprado tierras en la región para establecerse allí. Atacan los pueblos, se apoderan del ganado, prenden fuego a los carros. Se producen escaramuzas serias que son el prólogo de la gran guerra anglo-bóer que estallará a finales de siglo. Los ingleses pretenden, sobre todo, imponer su filosofía humanista absolutamente contraria a los conceptos del pueblo afrikáner. Ya se trate de la esclavitud o de la discriminación racial, las mentalidades inglesa y afrikáner están en las antípodas la una de la otra. En vez de responder con las armas al hostigamiento de los británicos, Andries Pretorius y sus amigos prefieren finalmente hacer las maletas. La primera república libre del pueblo bóer sólo ha durado una floración de rosas. Los carros de la libertad vuelven a ponerse en camino, esta vez en sentido contrario, volviendo a pasar la terrible cordillera de Drakensberg en dirección a dos grandes ríos que dividen el centro del África austral: el Orange y el Vaal. Comunidades bóers instaladas en su ruta, en el centro de poblaciones negras pacíficas, acogen calurosamente a los viajeros. Pronto nace la idea de borrar el fracaso de la desgraciada República de Natalia con la fundación de un nuevo Estado. Cuando franquean las orillas de un impetuoso río que un misionero ya había bautizado con el nombre de los príncipes de Holanda, Andries Pretorius no tiene ninguna duda: el nuevo Estado soberano de los bóers se llamará República Libre de Orange.
Pero las ambiciones del infatigable granjero no se detienen ahí. Nada más nacer la República de Orange, con su Consejo Ejecutivo de veinticuatro miembros, lanza los carros por la sabana en dirección al norte, junto a las orillas de otro río: el Vaal. Ve en este poderoso curso de agua una frontera natural para delimitar el segundo Estado bóer independiente. Pretorius ya tiene en mente el nombre de este nuevo territorio: será la República Sudafricana del Transvaal. En un gesto de acción de gracias, unos ciudadanos entusiastas construyen una iglesia que dedican a su jefe. Pronto nacerá una capital en torno a este santuario. Se llamará Pretoria.
Estado Libre de Orange, República Sudafricana del Transvaal, los héroes de la epopeya del Gran Viaje han ganado la increíble apuesta de su independencia y su libertad. Las tribus negras de la región nunca se atreverán a cuestionar la propiedad de estos espacios que ellos han abandonado en su huida ante las masacres del ejército zulú del rey Shaka. Nunca más los gobernantes británicos se atreverán a decir que los boérs, porque en otro tiempo fueron ciudadanos de la colonia del Cabo, siguen siendo ciudadanos británicos. La nación afrikáner es hoy libre y soberana. Una victoria que marcará su memoria colectiva, sus comportamientos, sus estructuras económicas y mentales y, por encima de todo, su política de supervivencia frente a todas las amenazas que los acechen en el futuro.
En el año de 1852, a esta victoria le falta el reconocimiento oficial de Londres, que no deja de repetir que los peligros de África son tan grandes que más vale tener a esos malditos boérs a favor que en contra. El 18 de enero de 1852, en el salón de una posada a orillas del río Strand, decorado con cabezas de leones disecadas, el gobierno de su majestad lleva por fin a cabo el gesto histórico que reclamaban Pretorius y la nación bóer: reconoce la independencia de los territorios situados al norte del río Vaal, reunidos en el seno de la República Sudafricana del Transvaal. Dos años más tarde, otra convención anglo-bóer consagra, en esta ocasión, la existencia del Estado Libre de Orange. Para los afrikáners, es la consecución, la ratificación final de su Gran Viaje. En esta mitad del siglo XIX, exactamente doscientos años después del desembarco en la punta del Cabo de Jan Van Riebeeck y de su pequeño grupo de jardineros venidos de Holanda para cultivar lechugas, el sur del continente africano cuenta ya con dos repúblicas bóers soberanas. Se trata de un bloque tan vasto y poblado como la colonia británica del Cabo y el Estado británico de Natal.
De inmediato, salen a la luz diferencias entre los dos estados. En la parte británica, un viento de libertad política sopla ya sobre el cabo de las Tormentas. Gran Bretaña dota a su provincia del Cabo de un gobierno representativo, de un Parlamento y de una Constitución. Ésta proclama que todos los habitantes mayores de veintiún años disfruten automáticamente de derecho al voto, sea cual sea su raza, el color de su piel o su religión, siempre que ganen, al menos, cincuenta libras al año. Los negros pueden, pues, presentarse como candidatos a las elecciones oficiales. Por parte de los bóers se encara la situación de un modo muy diferente. La nación afrikáner no puede olvidar sus dolorosas experiencias con los zulúes, los khois, los xhosas, y el precio que debió pagar por adquirir el derecho a vivir en su Tierra Prometida de África. Ahora que está en una posición de fuerza y que sus vecinos de color observan una actitud pacífica, debe definir la naturaleza de las relaciones que quiere mantener con ellos. A lo largo de su Gran Viaje, los patriarcas bóers no dejaron de interrogarse sobre las condiciones de su convivencia futura con los pueblos vecinos. Movidos a la vez por el deseo de preservar su identidad y por la convicción calvinista de que Dios asigna a todos los pueblos un lugar especial favorable para su desarrollo, habían elegido finalmente. La nación afrikáner viviría junto a otras razas, colores y culturas del continente. Los patriarcas encontraron en los versículos de la Biblia la justificación teológica de esta separación. En su capítulo dedicado a la Torre de Babel, el libro del Génesis ¿no afirmaba que Dios había «dispersado a sus pueblos por toda la faz de la Tierra para que cada uno pudiese edificar su ciudad»? No obstante, eso no significa que los afrikáners negasen a otras razas, colores y culturas el derecho a desarrollarse. Pero este derecho no podría ejercerse salvo en el lugar que Dios hubiera elegido para unos y otros. Un lugar que sería necesariamente diferente del reservado a los hijos del pueblo elegido. El artículo primero del texto fundador del nuevo Estado Libre de Orange estipula que «sólo los blancos son ciudadanos de la república». En cuanto a la nueva Constitución de la República del Transvaal, se muestra aún más inflexible al declarar que «la nación no reconoce ninguna igualdad entre los blancos y los indígenas». Desde los pastos del río Orange hasta las ricas llanuras del norte se perfilan las líneas del sistema racista que un siglo más tarde los afrikáners impondrán por la fuerza a toda el África austral.
Los dos niños que juegan en esta tarde del 28 de mayo de 1867 cerca de la modesta explotación agrícola de sus padres no conocen el mensaje del profeta Josué. «Buscad y seguid buscando, y Dios acabará por colmar vuestra obstinación», afirma sin embargo el enviado de Dios en el libro culto del pueblo afrikáner. El pequeño guijarro que distinguen entre el polvo Erasmus, de once años, y su hermana Luisa, de nueve, no es más que un fragmento de piedra como los millones que arrastra esta tierra árida en los confines del país griqua, bajo el control británico, y del valle de Orange perteneciente a los bóers. Con una hábil patada, el joven Erasmus envía el fragmento de mineral a una casilla de su rayuela. Luego entra en casa con su hermana. Al día siguiente por la mañana, cuando vuelven los dos niños, la piedra sigue allí. En esta ocasión, el sol ilumina el suelo con una luz rasante. De pronto, la piedrecita lanza destellos que intrigan al niño, que la coge y se la echa al bolsillo. Por la noche se la enseña a un vendedor ambulante de paso. El hombre parece incrédulo, pero sin embargo insiste en llevar la piedrecita a fin de que la vean unos comerciantes de su pueblo. La reacción de éstos es unánime: sólo se trata de un vulgar guijarro. El vendedor se empecina y quiere otra opinión. En la vecina aldea de Colesberg conoce a un médico que tiene un amigo joyero. Tras un minucioso examen, emite su opinión profesional: es un diamante, un suntuoso diamante de veintiún quilates y medio. Cuando tiene la oportunidad de tener la joya entre sus dedos, el gobernador británico de la colonia está tan emocionado que no duda en afirmar que «este diamante representa la roca sobre la que se construirá el porvenir triunfante de Sudáfrica». El pronóstico es atrevido, pero premonitorio. Un pastor de la tribu griqua que pastorea sus cabras por la misma región no tarda en descubrir otra piedra que pesa la bagatela de ochenta y tres quilates y medio. Una maravilla que pronto será conocida como la «Estrella de Sudáfrica». Le vale al joven negro quinientos corderos, once becerros, un caballo y un fusil; en resumen, una fortuna, aunque el diamante valga en realidad mil o diez mil veces más. Este doble descubrimiento conmocionará la imagen rural y sin brillo que da al mundo Sudáfrica. De repente, este territorio vagamente olvidado del patrimonio imperial británico se convierte en El Dorado capaz de afectar a millones de vidas.
Los buscadores acuden a toda prisa. Pronto son cientos, miles, a los que no echan atrás ni el clima asfixiante, ni la dureza del suelo o los ataques de los mosquitos portadores del paludismo. Algunos han venido de California e incluso de Australia. Es entonces cuando se produce un milagro: el descubrimiento de un enorme filón oculto en una chimenea de lava próxima a una granja perteneciente a dos pobres campesinos. Se llaman Johannes y Dietrick de Beer, un nombre que pronto brillará como un cometa en el firmamento del mercado mundial del diamante. Pero las hordas de buscadores han comenzado a picotear como hormigas las entrañas de la granja de los De Beer. Pronto cavan el agujero más profundo hecho jamás por el hombre. El inmenso cráter oculta tantos tesoros que los buscadores le dan el nombre de Kimberley, en honor del conde de Kimberley, el ministro británico de las colonias, que no ha dudado en anexionar este El Dorado en beneficio de Gran Bretaña. Luego, los buscadores se sindican para fundar la Diggers’ Republic, la república de los buscadores de Kimberley. Los bóers del vecino Estado de Orange se rebelan enérgicamente. Según los mapas geográficos anexados al tratado de paz que han firmado con Londres, la parcela del territorio donde se encuentra la granja de los hermanos De Beer está realmente situada en el interior de las fronteras de su república. Los jefes de la tribu griqua, que viven nómadas por esos parajes desde hace setenta años, también reivindican la propiedad del lugar. En cuanto a los británicos, afirman que la región ha formado parte desde siempre de su ámbito de influencia en África central.
Empiezan a soplar vientos de guerra. ¿El descubrimiento hecho por un niño de un diamante en el polvo del Veld desencadenará acaso una guerra entre los bóers y los ingleses? Será mucho peor. Introducirá en la escena política y económica de Sudáfrica a un actor que decuplicará las pretensiones imperiales de Gran Bretaña.
Este fenómeno de constitución frágil se llama Cecil John Rhodes. Es el hijo de un pastor anglicano del condado de Hertfordshire. Sólo tiene diecisiete años cuando desembarca en el puerto de Durban para cuidar de un hermano, propietario de una plantación de algodón, aquejado de tuberculosis. La suavidad del clima de Natal le sienta tan bien que, al cabo de pocos meses, puede lanzarse a la aventura que motiva en realidad su viaje: hacer fortuna. Se dirige hacia Kimberley para vender a los buscadores de diamantes material de perforación y productos alimenticios. Gana tanto dinero que compra varias concesiones mineras. Su influencia se extiende pronto hasta Ciudad del Cabo, donde consigue hacer que el Parlamento vote créditos para la construcción de una vía férrea que vaya desde Ciudad del Cabo hasta Kimberley. En 1880, la capital de los diamantes queda así unida a la capital política y administrativa de la colonia británica. Al cabo de seis años, con los bolsillos llenos, vuelve a Inglaterra para terminar sus estudios universitarios en Oxford. Es allí, durante sus meditaciones sobre los bancos del Trinity College, donde Cecil John Rhodes perfila las líneas maestras de un vasto sueño imperial basado en su íntima convicción de que los británicos deben conquistar el mundo por el bien de la humanidad. Como los bóers, pero sin rozar nunca la ideología de Calvino, Rhodes cree en la predestinación de los pueblos, en primer lugar, en la del Homo britannicus, cuya misión no es otra que, según él, el dominio del universo. Cuando regresa a África, a los veintisiete años, en posesión de su título universitario, Rhodes se propone también conseguir los medios para llevar a cabo la ambición que lo devora. Consigue ser elegido diputado del Cabo, luego, en unión con los hermanos De Beer, compra una a una todas las minas de diamantes sudafricanas. Pronto controlará el noventa por ciento de la producción del país, una posición que le permite llegar a ser uno de los principales artífices de la política británica en Sudáfrica. Para servir mejor a sus proyectos, crea una sociedad privada, la British South Africa Company, de la que hace una especie de Estado dentro del Estado, obteniendo para ella los derechos de policía, comercio, explotación minera y creación de vías férreas en un inmenso territorio situado entre Angola y Mozambique. Un día, este territorio llevará el nombre del joven enfermo del pecho que, según la leyenda, había llegado a África con una pala y un diccionario de griego por todo equipaje. El territorio se llamará Rodhesia. La construcción de varias líneas de ferrocarril uniendo las diferentes regiones bajo influencia británica; el inicio del grandioso proyecto de una vía férrea que, desde Ciudad del Cabo hasta El Cairo, sellaría la unificación de toda África bajo los pliegues de la Union Jack; el aplastamiento sistemático de las tribus que se opongan a los designios hegemónicos de los dirigentes del Cabo… Cecil John Rhodes encarna, él solo, el sueño de un dominio absoluto de Sudáfrica.
Las circunstancias lo ayudan milagrosamente. Tras la epopeya de los diamantes, las entrañas del África austral ocultan un nuevo tesoro: el oro. El oro que un mísero campesino llamado George Harrison descubre una mañana de marzo de 1881 al remover la tierra de la pequeña granja que explota al este del Transvaal. El lugar se llama Witwatersrand, la «cresta de aguas blancas». Al contrario que los diamantes de Kimberley, el precioso metal se presenta en forma de pequeños cristales de poca consistencia, diseminados en capas de cuarzo. Ello basta para atraer una riada de buscadores armados con picos y palas. Pero muy pronto se comprueba que estas herramientas son incapaces de separar las pepitas hundidas profundamente en el suelo. La extracción del oro necesita el empleo de una tecnología avanzada, apoyada por grandes capitales e inmensas reservas de mano de obra. El insaciable titulado por Oxford no dejará que la aventura se desarrolle sin él y sin la intervención de sus numerosas sociedades. Pero los grandes beneficiarios de la saga aurífera son, en primer lugar, los bóers del Transvaal.
Al cabo de quince años, los pésimos ingresos de su república se multiplicarán por veinte. Junto a su capital, Pretoria, brota de la tierra una ciudad nueva: Johannesburgo. Diez años después de la construcción de las primeras chozas destinadas a los buscadores de oro, la ciudad cuenta ya con más de ochenta mil habitantes. Esta población cosmopolita llega en su mayoría de Europa. Los afrikáners, que desconfían de estos inmigrantes, los premian con el despectivo nombre de uitlanders, «extranjeros». A esta oleada blanca viene a añadirse una marea de negros que afluyen hacia los yacimientos para emplearse como mineros o mano de obra. Los bóers temen ser desbordados. Por vez primera, su civilización tradicional, rural, patriarcal, arcaica, organizada en torno a los valores familiares y al estudio de la Biblia, dentro de un sistema de autoproducción y autosuficiencia, se encuentra en contacto con un mundo urbano e industrializado que amenaza, a la larga, con engullirlos.
Pero los discípulos de Calvino saben que Dios velará, pase lo que pase, por la supervivencia de su pueblo. Frente a las insaciables ambiciones del inglés millonario convertido en primer ministro de la colonia del Cabo, Dios contrapone la silueta maciza de un hombre que ha vivido toda su infancia en los carros del Gran Viaje. Será un duelo de titanes, en el extremo meridional del continente africano, entre dos personajes que encarnan en grado máximo las virtudes del valor y el patriotismo. Pequeño, fornido, con la barbilla y las mejillas bordeadas con una barba cuidadosamente recortada, los ojos saltones de un batracio, una espesa cabellera negra untada con aceite de coco y cubierta constantemente con un sombrero de copa, Paul Kruger, de sesenta y dos años, llamado Tío Paul, es un icono de la nación afrikáner. A los once años, recibe su bautismo de fuego con ocasión de un ataque de los guerreros nbedele contra el convoy del Gran Viaje a bordo del cual se encuentra su familia. Tres años más tarde, mata su primer león de una lanzada y, el mismo año, pierde el pulgar izquierdo al matar un rinoceronte con la carabina. A los dieciséis años, armado en esta ocasión con un antiguo mosquete, pone en fuga a un grupo de zulúes que se habían infiltrado en el laager familiar. Casado a los diecisiete años, Paul Kruger se instala como campesino cazador de fieras en las inmensidades vírgenes del pequeño Karoo. Viudo a los veintiuno, vuelve a casarse con la prima de su primera mujer, que le da dieciséis hijos. Partidario fanático de la causa afrikáner, a los treinta y nueve años es elegido comandante en jefe de los «Comandos del Transvaal», escuadrones a caballo de una movilidad fulminante que constituyen la punta de lanza del pequeño ejército de la república bóer. Kruger, un hombre profundamente religioso, milita con ardor en el seno de una de las ramas más integristas de la Iglesia holandesa reformada, la de los «Doppers», que nunca entonan cánticos porque sus palabras no figuran en los textos de las Escrituras. Como honrado bóer, respetuoso del mensaje de Calvino, está seguro de que Dios ha enviado a los trekkers del Gran Viaje al Transvaal para que se desarrollen en la tierra que les ha prometido. Convencido de la supremacía de la raza blanca, tiene a los negros en poca estima. Una de sus primeras intervenciones políticas será la prohibición de circular libremente por el territorio de la república a los emigrantes venidos a trabajar en las minas. Los obligará a llevar encima un pasaporte interior y los aparcará en guetos cercanos a sus lugares de trabajo, antecedentes de los townships de concentración que verán la luz un siglo más tarde. Pero, sobre todo, el austero hombrecillo desplegará su implacable energía contra la Inglaterra de piel blanca; contra esa Inglaterra que ha arruinado las humildes granjas de sus padres al dar la libertad a los tres esclavos que empleaban para cultivar su parcela; esa Inglaterra que no deja de tramar la toma del control de las repúblicas bóers para formar con sus colonias del Cabo y Natal una poderosa confederación británica que domine el corazón del África austral; esa Inglaterra exasperada por ver caer tanto oro en las arcas del Transvaal y del Estado de Orange.
El 12 de abril de 1877, esta exasperación se concreta en un golpe de fuerza. A mediodía, un enviado del gobierno del Cabo proclama ante diez mil ciudadanos del Transvaal, reunidos en la plaza de la catedral de Pretoria, que Gran Bretaña ha tomado la decisión de anexionarse su república. La noticia provoca un seísmo de estupor en todo el país. Inmediatamente surgen llamadas a la resistencia. Por iniciativa de Kruger, la población se moviliza en un impulso de patriotismo y de unidad nacional. En los lugares de culto, en las escuelas, en el teatro de las manifestaciones, los oradores recuerdan que el pueblo bóer es propietario de un patrimonio que nadie puede arrebatarle. Dios le ha dado un idioma, Dios le ha dado una tierra, Dios lo ha designado para aportar la civilización a Sudáfrica. ¡Bienaventurada nación afrikáner! Cuarenta años después de que un heroico Gran Viaje haya sellado su unidad, un acto de fuerza extranjero cimenta de nuevo, y sin duda para siempre, su existencia y su identidad. Paul Kruger lanza sus comandos a caballo contra las granjas británicas. Desde los primeros enfrentamientos, los periódicos de lengua afrikaans de todo el continente, incluidos los de la colonia británica del Cabo, exaltan con vibrantes reportajes el heroísmo de los defensores del Transvaal. En un artículo que ocupa toda la primera página, el influyente De Patriot declara en abril de 1878: «Los corazones de todos los verdaderos afrikáners laten con vosotros». La otra nación bóer, el Estado Libre de Orange, proclama su apoyo total a su república hermana. Los ingleses empiezan a temer un levantamiento general de los afrikáners. En efecto, nunca la unidad de los descendientes de los primeros colonos del África austral se han manifestado con tal ardor. El impulso unánime no deja lugar a los tibios. Pronto se encuentran cuerpos flotando sobre las aguas del Vaal. Por primera vez lucharán blancos contra blancos. Mandados por un granjero autodidacta llamado Piet Joubert, descendiente de un hugonote francés llegado de Vaucluse en 1688, las fuerzas afrikáners consiguen una primera victoria frente a unidades británicas en una colina cerca de Pretoria. Los jinetes de Kruger hacen maravillas en todas partes. Una tras otra, las guarniciones inglesas que ocupan el Transvaal son rodeadas y reducidas al silencio. Ni Cecil Rhodes, principal instigador de la anexión del territorio, ni ningún dirigente de la Colonial Office de Londres esperaban una reacción semejante. En la embriaguez de sus éxitos militares, los bóers elevan a Kruger a la presidencia del país. Frente a cinco mil patriotas entusiastas, el viejo jefe hace izar los colores del Transvaal en la cima del ayuntamiento de la pequeña ciudad de Paardekraal, donde ha instalado su cuartel general. Luego, acepta recibir en Pretoria a los enviados del poder británico. En dos días de encarnizadas discusiones, el pequeño bóer de cabellos engominados consigue que se anule la anexión de su país. Los afrikáners recuperan la propiedad del Transvaal. Inmediatamente, Cecil Rhodes hace pagar a los bóers su victoria. Les prohibe construir la vía férrea entre el Transvaal y el océano índico, la única que podría romper el aislamiento de su república. Luego les exige que permitan transitar libremente por su territorio a los miles de trabajadores negros que los plantadores ingleses de caña de azúcar de Natal han ido a contratar a Mozambique.
Por último, les impone dejar paso libre a los trabajadores reclutados en África central por los propietarios británicos de las minas de diamantes de Kimberley. Y otros tantos dictados que despiertan la cólera de Kruger y de su gobierno, tan cuidadoso en limitar cualquier desplazamiento de negros por el territorio nacional. Pero, sobre todo, es la cuestión del estatuto de los uitlanders, esos extranjeros de raza blanca que trabajan en las minas de oro próximas a Johannesburgo, lo que envenenará dramáticamente las relaciones entre los bóers del Transvaal e Inglaterra antes de darles un golpe fatal. Estos extranjeros han acudido en masa de Europa y Estados Unidos tras los grandes descubrimientos auríferos de 1881. Exigen ser tratados como inmigrantes, lo que rechazan los bóers, que no quieren a ningún precio concederles la nacionalidad sudafricana ni ninguno de los derechos civiles que van unidos a ella. Kruger ha anunciado oficialmente que «estos visitantes, si no están satisfechos con sus condiciones de vida, sólo tienen que irse». A los británicos, con Cecil Rhodes a la cabeza, no les ha gustado este discurso. Decididamente, «a este pueblecillo arrogante —como Rhodes califica a los bóers— hay que meterlo envereda».
Entonces se planifica en secreto un golpe de Estado para acabar con el poder de los bóers en el Transvaal, basado en la idea de un levantamiento interno de los uitlanders que vendrá a respaldar una expedición del ejército británico procedente del exterior. El asunto está cuidadosamente organizado. Se introducen armas en Johannesburgo y son puestas a disposición de los conjurados. Tras el éxito de la operación, el alto comisario británico viajará desde Ciudad del Cabo hasta Pretoria para proponer a los beligerantes la constitución inmediata de una asamblea encargada de decidir la suerte del territorio. Los uitlanders, mayoritarios, podrán desde ese momento imponer su voluntad de hacer del Transvaal un Estado autonómico bajo el protectorado británico. Proclamarán inmediatamente la adhesión de este Estado a la ambiciosa Federación de Países de África del Sur, soñada por Cecil Rodhes. Pero el sueño de Rodhes no se realizará. La columna británica no llegará nunca a Johannesburgo porque es interceptada y anulada por los comandos a caballo de Kruger antes de unirse a los uitlanders insurgentes. Éstos son capturados y apresados. Vencido, Cecil Rhodes tira la toalla. Dimite de su cargo de primer ministro de la colonia del Cabo y regresa a su brumosa Inglaterra.
Por brillante que sea, este éxito no tranquiliza completamente a los bóers. Kruger y los suyos presienten que Inglaterra va a querer lavar su humillación y redoblar sus esfuerzos para alcanzar el objetivo final de su política colonial: apoderarse de los yacimientos de oro del Transvaal, incluso aunque tenga que comenzar una guerra en toda regla con el «pueblecillo arrogante». Perfectamente informado sobre sus intenciones bélicas, Kruger decide tomar precauciones. Avalado por el apoyo de Guillermo II de Alemania, con el que mantiene relaciones privilegiadas, decide comprar veinte mil fusiles máuser de repetición para sustituir las obsoletas escopetas Martini de un disparo que equipan a sus soldados. Hace traer de Francia una pequeña artillería compuesta especialmente por cuatro viejos cañones Schneider de 155 milímetros, rescatados de la guerra de Crimea, capaces de enviar obuses de cuarenta y tres kilos a más de diez kilómetros. Los ingleses, por su parte, trasladan hasta la frontera del Transvaal varias baterías desmontadas de los barcos de guerra anclados en los puertos de Ciudad del Cabo y Durban.
Pero ambos países aún no están listos para cruzar sus armas. Joseph Chamberlain, el prudente ministro británico de las colonias, querría ganar tiempo. La hora de izar la bandera de la Union Jack sobre las minas de Witwatersrand puede esperar. Sabe que el ejército británico no está listo. En efecto, sus refuerzos están en camino desde las diferentes guarniciones del imperio, pero aún no han llegado. Chamberlain toma la iniciativa de invitar al presidente del Transvaal a Londres para explorar con él las posibilidades de arreglar pacíficamente las diferencias entre ambos países. El afrikáner, con aspecto de profeta y su barba acollarada, se muestra también deseoso de granjearse la simpatía de su anfitrión. De entrada, le propone reducir de modo sustancial las tasas que su país deduce de los beneficios de la industria del oro. Luego, propone reducir de quince a cinco el número de años de residencia en el Transvaal que los uitlanders deberán justificar para obtener la nacionalidad de la república bóer. A sus ojos, estas dos concesiones deberían satisfacer las principales exigencias británicas. ¡Pobre Kruger! Sus propuestas obtienen tan poco interés que se refugia en una violenta cólera. Sus prominentes ojos lanzan chispas. Da vueltas a su bastón. ¿Lo abandonará su sangre fría y saldrá dando un portazo? Eso es, sin duda, lo que desean sus interlocutores. Porque, si estalla la guerra, los ingleses quieren que sean los bóers quienes tengan la responsabilidad de declararla ante la historia. El pequeño e intratable afrikáner, perpetuamente tocado con su chistera gris, no tarda en colmar las esperanzas británicas. Dos días después de su regreso a Pretoria el lunes 8 de octubre de 1889, a las diecisiete horas dirige un ultimátum al gobierno de su majestad. Éste debe retirar sus fuerzas de las fronteras del Transvaal en un plazo de cuarenta y ocho horas e interrumpir el desembarco de nuevas tropas. La exigencia no merece siquiera una respuesta. El reloj de la historia ya está en marcha. Dentro de dos días, ante las perplejas miradas de unos miles de negros que viven con ellos en este pedazo de paraíso africano, dos grandes naciones blancas que adoran a un mismo Dios, creen en los mismos valores, aunque sus conceptos del mundo son opuestos, lucharán a muerte por la posesión y el control de algunos kilómetros de galerías subterráneas repletas de metal amarillo.
En estos últimos años del siglo, ¿cuántos son los hijos y los nietos de los granjeros holandeses del Gran Viaje que han tenido descendencia en la Tierra Prometida de las inmensidades del Transvaal y de Orange?
¿Trescientos mil? ¿Cuatrocientos mil, contando mujeres y niños? Todos son campesinos que, por su valor, su resistencia y su fidelidad a su modo de vida ancestral han conseguido transformar los vastos espacios de la sabana africana en un auténtico jardín del Edén. De colina en colina, hasta donde alcanza la vista, todo el Veld está sembrado de granjas de ganado, de explotaciones agrícolas, de coquetas aldeas comerciales que agotan las mercancías locales a través de toda la zona austral del continente. Curiosamente, los espectaculares descubrimientos de diamantes y oro en las entrañas de sus dos repúblicas han afectado poco las costumbres de estas gentes más unidas por el respeto a los valores predicados en la Biblia que por los mercados financieros internacionales. Una imagen que refleja perfectamente el ejército que han creado para asegurar su defensa. Un ejército de campesinos, vestidos de civiles, de edades comprendidas entre los dieciséis y los setenta años, montados en caballos pequeños y rápidos como un relámpago, divididos en unidades de cien a doscientos jinetes que llaman «comandos». Con sus sombreros de fieltro con el ala derecha levantada, la canana llena de balas cruzándoles el pecho y botas de cuero con cordones, son los dignos herederos de los trekkers del Gran Viaje. Como armamento, llevan una de las carabinas máuser compradas en Alemania por su presidente, una arma de ocho disparos de la que los ingleses conocerán pronto su alcance y su diabólica precisión. Pero, sobre todo, la fuerza de este ejército popular es la calidad de sus jefes, todos muy jóvenes, todos elegidos por los ciudadanos de sus pueblos por su perfecto conocimiento de la región que van a tener que defender. El más famoso es un atleta de gafas y perilla llamado Jan Smuts. Con Louis Botha, Barry Hertzog y otros jefes afrikáners, se convertirá en un héroe legendario que los propios ingleses elegirán como interlocutor cuando llegue la hora de firmar la paz.
Este ejército a caballo puede también contar con algunos elementos de infantería y de artillería y, sobre todo, con varias brigadas de extranjeros llegados para ponerse al servicio de la causa bóer. Son en su mayoría holandeses, alemanes, irlandeses e, incluso, doscientos cincuenta rusos de los cuales uno llegará a ser general. Entre estos voluntarios se encuentra un francés, un antiguo coronel de la legión extranjera, el conde de Villebois-Mareuil, que ve en esta guerra la ocasión de vengar la humillación que los ingleses hicieron sufrir a Francia, dos años antes, en la ciudad sudanesa de Fachoda. Pronto ha sido bautizado por los bóers como el «Lafayette de Sudáfrica»; caerá el 5 de abril de 1900 a la cabeza de su comando, alcanzado en el pecho por tres balas. Impresionados por su bravura, los ingleses lo envolverán bajo los pliegues de una bandera francesa y le rendirán honores militares.
Frente a estos sesenta mil campesinos guerreros que compensan sus ocasionales faltas de disciplina con un heroísmo fuera de lo común, frente a sus camaradas extranjeros animados con el mismo valor, se despliega el mítico ejército de casacas rojas de la emperatriz Victoria. Un ejército pintoresco, disciplinado, compuesto de profesionales y mandado por prestigiosos jefes, que no tiene ninguna intención de dejarse humillar por unas cuantas milicias pueblerinas. Un ejército que invertirá en esta guerra fuerzas colosales: más de cuatrocientos cincuenta mil hombres procedentes de todo el imperio, incluidos dominios tan lejanos como Canadá y Australia. Pero, con diez o quince combatientes a uno, este ejército de élite precisará casi tres años para derrotar y finalmente aplastar a los comandos de campesinos del «pueblo elegido».
Para este pueblo tan religioso, la guerra empieza con una ferviente movilización espiritual. No hay granja, capilla o lugar público donde no se lean, varias veces al día, pasajes de los libros de Samuel y de Daniel o las profecías de Joel, asegurando a los hijos de los aventureros del Gran Viaje que «Dios no los abandonará nunca en esta hora crucial de su destino». Por su parte, los pastores de la Iglesia holandesa reformada no dejan de recorrer ciudades y pueblos para extender las palabras del famoso discurso en el que Isaías renueva la promesa del Señor de crear para su pueblo «cielos nuevos» para que viva una «exaltación perpetua». Pero, de todas las invocaciones, es la profecía de Joel formulada cuando una plaga de langostas devastaba la tierra de Canaán la que consigue inflamar más la determinación de los afrikáners durante estos primeros días de guerra. Joel, que promete que «el Señor tendrá piedad de su pueblo y dispersará a los ejércitos que lo amenacen».
Ninguno de ambos bandos parece alimentar la menor ilusión: la guerra no será ni limpia ni feliz. Y tampoco será una guerra relámpago. Aunque se enfrenten a fuerzas superiores en número y armamento, los comandos a caballo y la pequeña artillería bóer inflige, de entrada, una serie de amargas derrotas a sus adversarios, a pesar de estar curtidos en sus campañas de Afganistán y Sudán contra guerreros tan correosos como los pathanes del paso del Kyber y los madhistas del Alto Nilo. A la espera de sus refuerzos, los ingleses se encierran en una estrategia defensiva que, por el momento, hace el juego a la movilidad de los afrikáners. En Natal, al este, en las regiones de Kimberley y de Colesberg, al oeste y al sur, los jinetes campesinos del presidente Kruger triunfan en los tres primeros frentes de este conflicto, cuya paternidad el viejo jefe de ojos de batracio está orgulloso de reivindicar. Sitios y ataques frontales se producen por doquier con ventaja para sus fuerzas, aunque el coste de cada victoria se eleve a menudo a centenares de muertos, heridos y prisioneros.
En todo caso, la guerra ofrece al presidente del Transvaal la satisfacción de ver marchar a los uitlanders. Convencidos de que los bóers los van a masacrar, estos buscadores de oro huyen en masa de Johannesburgo. Los periódicos muestran sus fotos amontonándose, con aire vencido, en los vagones de ganado y, por todo equipaje, una pipa en una esquina de la boca, un bombín o una gorra sobre la cabeza y la cadena del reloj de oro sujeta a la botonadura de su chaleco. Al menos, se congratula el inflexible Kruger, el Transvaal se verá libre de estos explotadores de piel blanca, llegados para robar sus riquezas por cuenta de especuladores británicos y americanos.
En esta zona de África donde sólo representan la quinta parte de la población, los blancos de ambos bandos temen la reacción de los negros. Estos últimos, ¿van a ser espectadores pasivos de un conflicto que saben bien que puede afectar gravemente a su futuro? Bóers y británicos han llegado a un acuerdo tácito para dejar a los negros al margen de su confrontación. No enrolarán a ningún individuo de color en sus ejércitos. Este acuerdo será violado sin vergüenza. En lo más álgido del conflicto, el ejército británico contará con unos cien mil combatientes de color con el uniforme de los soldados de Victoria. Muchos pechos lucen medallas como recompensa a actos de valor. Los bóers, por su parte, crean milicias indígenas que patrullarán a lo largo de las fronteras del Transvaal y de Orange. Pero se muestran extremadamente reacios a implicar más a los kaffirs en este conflicto entre blancos. Divididos entre su puntilloso nacionalismo y su intransigente política de segregación, los afrikáners quieren preparar el porvenir. Terminada la guerra, vencedores y vencidos deberán ponerse de acuerdo sobre el terreno en que habrá que atribuir, en la nueva configuración del subcontinente, un lugar a los pueblos de color que lo habitan. Para los cuatrocientos mil ingleses que están entonces a punto de volver a su casa, la cuestión no tiene la menor importancia. Pero para los trescientos o cuatrocientos mil bóers, persuadidos de que la tierra que defienden les pertenece por derecho divino y que allí los negros son sólo extranjeros de paso dedicados únicamente a las tareas domésticas, será una cuestión de vida o muerte.
La enorme máquina de guerra británica se pone en marcha. Mandados por lord Roberts, un veterano del ejército de la India con largos bigotes blancos, los ingleses lanzan una ofensiva general en dirección al Transvaal y a Orange. El 15 de febrero de 1900 consiguen desbloquear Kimberley. Transmitida por el nuevo invento del telégrafo, una noticia pone inmediatamente en ebullición a todas las Bolsas del universo: se reanuda la extracción de diamantes en la excavación más profunda del mundo. Los bóers resisten con furia. Las pérdidas de uno y otro bando son terribles. Pronto los caballos de los comandos son montados por niños de diez años y ancianos de barba blanca que caen como langostas sobre las líneas inglesas. Los jóvenes generales bóers con aspecto de mariscales napoleónicos consiguen, en siete días de feroces combates cuerpo a cuerpo, frenar el avance británico hacia el norte. La audacia de los jinetes que surgen de la sabana para volver a internarse allí inmediatamente no conoce límites. Hacen descarrilar trenes, vuelan puentes y exterminan las unidades aisladas. Escapando a miles de perseguidores, hacen incursiones hasta en los costas del Atlántico y del océano índico. Pero todo este heroísmo es incapaz de detener definitivamente a los casacas rojas. El 13 de marzo de 1900, éstos penetran en Bloemfontein, la capital del Estado Libre de Orange. Ocho días después, Inglaterra proclama la anexión a la Corona del territorio que rebautiza como «Colonia del río Orange». El acontecimiento se celebra con gran pompa porque coincide con el cumpleaños de la reina Victoria. Cuatro semanas después, lord Roberts hace su entrada en Pretoria, la capital del Transvaal. Los uitlanders, deshonrados por Kruger, están dispuestos a volver para arrancar nuevas pepitas a las minas de Witwatersrand. El imperialismo británico ha alcanzado su último objetivo.
Pero la guerra no ha terminado. Los presidentes de las dos repúblicas bóers se esfuerzan por mantener a toda costa un simulacro de independencia nacional. Desplazan sus gobiernos de ciudad en ciudad según el avance británico. Indomable, Kruger cree que puede jugar una última carta. Tocado con su legendaria chistera, embarca para Europa, donde espera encontrar apoyos en favor de la causa del pueblo afrikáner. En Marsella, donde comienza su recorrido, recibe una acogida popular triunfal. Los bóers recuperan la esperanza: el prestigio internacional del que disfruta el Tío Paul es tal que conseguirá la victoria diplomática que vendrá a reequilibrar felizmente una situación militar cada vez más desesperada. Se verán decepcionados. La acogida reservada al viejo dirigente por los responsables políticos europeos no es tan calurosa como la de la población.
Ningún gobierno quiere correr el riesgo de enemistarse con Gran Bretaña apoyando abiertamente la causa del político afrikáner. Incluso su amigo Guillermo II le cierra la puerta. Kruger, herido, se refugia en Suiza, donde morirá sin volver a ver las verdes colinas de su querido Transvaal. Pero sus compatriotas inscribirán su nombre para siempre en su Tierra Prometida. Delimitarán, en el nordeste del país, un territorio casi tan grande como Bélgica, donde reunirán todos los especímenes de la flora y la fauna africana. A esta república de la naturaleza, única en el mundo, le darán el nombre de quien mató su primer león a los catorce años. Se llamará Parque Nacional Kruger.
Es la guerra. Para terminar con el fanático encarnizamiento de los bóers, Inglaterra decide emplear medidas drásticas. Sustituye a su comandante en jefe por el general más famoso de su ejército, un gigante de cabeza cuadrada provisto de un bigote canoso que acaba de cubrirse de gloria plantando la Union Jack sobre la gran mezquita de Jartum, la capital de Sudán. Horatio Kitchener, de cincuenta y un años, aplastará sin piedad a estos furiosos afrikáners, como exterminó a las legiones del Profeta en las arenas del Alto Nilo. Para neutralizar a sus comandos, que todavía siembran el terror en las filas de sus casacas rojas, decide cambiar de estrategia modificando su dispositivo. Apresará al enemigo en una tela de araña de ocho mil fortines circulares dispersos a través del Transvaal y de Orange. Ocupados por una guarnición de una quincena de hombres, cada una de estas fortalezas en miniatura está rodeada de un foso y protegida por una arma nueva que acaba de salir de las trefilerías de la ciudad británica de Sheffield: ruedas de alambre de espino. Cincuenta mil kilómetros de este alambre erizado de púas serán desenrollados antes de que otros miles de kilómetros aprisionen a decenas de miles de civiles en los primeros campos de concentración de los tiempos modernos. Porque la guerra total, tal como la practica el nuevo general en jefe, no se limita a operaciones militares. Para impedir que los últimos comandos bóers a caballo encuentren refugio entre la población, Kitchener practica una política de tierra quemada. Una a una, las granjas del Transvaal y de Orange son sistemáticamente incendiadas, el ganado muerto, las cosechas destruidas, los cultivos devastados, las familias detenidas, separadas, deportadas a unos campos cuyo número, a finales de 1901, se aproxima a la cuarentena. En esa fecha, más de ciento dieciocho mil mujeres y niños, de una población total de entre trescientos y cuatrocientos mil bóers, están internados, así como cuarenta y tres mil negros que han permanecido fieles a sus amos. La malnutrición, la ausencia de cuidados y de higiene, las epidemias de tifus, las fiebres tifoideas y la disentería, que hacen estragos en estos morideros superpoblados, provocan trágicas hecatombes. Sólo en el campo de Kroonstad, la tasa de mortalidad entre los adultos alcanza el treinta y cinco por ciento, y el ochenta y ocho por ciento entre los niños. «Señor, ¿qué hemos hecho para merecer semejante castigo?», pronto llora todo el pueblo con el profeta Jeremías. Sólo durante 1901 mueren veintiocho mil civiles bóers, entre ellos, veintidós mil niños, lo que supone el diez por ciento de la población del Transvaal y Orange. En total, una generación entera de afrikáners habrá desaparecido de su Tierra Prometida.
La guerra, sin embargo, continúa. Los supervivientes de los últimos comandos a caballo se niegan a deponer las armas para escribir una de las páginas más gloriosas de la historia afrikáner. Al no tener ya munición para sus máuser, luchan con los Enfield recogidos a los muertos británicos. Sus ropas de jinetes campesinos están hechas trizas y deben resignarse a vestir las casacas rojas de sus adversarios caídos en combate. A veces sólo encuentran para vestirse un saco de trigo al que hacen agujeros para pasar por ellos la cabeza y los brazos. Muchos ya no tienen caballo, y con la silla a la espalda, continúan el combate hasta que tienen la oportunidad de encontrar una montura. No son más que un puñado, menos de dieciséis mil a principios de 1902, frente a los cuatrocientos mil soldados de Kitchener. En Europa y América, la opinión pública empieza a indignarse. En Gran Bretaña, la oposición liberal del Parlamento no encuentra palabras lo bastante duras para denunciar la intransigencia de la política británica. Contactos secretos establecidos el año anterior entre Kitchener y Louis Botha, el joven general en jefe de los bóers, han permitido pensar en un cese de los combates. Vano encuentro, porque las posturas marcadas por los dos bandos siguen siendo irreconciliables. Los británicos exigen a los bóers el abandono de cualquier idea de independencia, mientras que estos últimos hacen de ello una condición irrenunciable.
Un año después, la situación ha evolucionado. Los jinetes de los últimos comandos bóers están al límite de municiones, mientras que en varios puntos del territorio las tribus empiezan a sublevarse. En cuanto a los bóers que viven en la provincia del Cabo, hacen saber que no se levantarán en armas contra los ingleses. Por fin, aparecen algunas divergencias incluso en el frente de la resistencia afrikáner. El 11 de abril de 1902, el vicepresidente que ha sucedido a Kruger al frente de la difunta República del Transvaal y su homólogo del Estado Libre de Orange deciden aprobar la apertura de negociaciones oficiales con el adversario. Ambos son perfectamente conscientes de que un acuerdo deberá pasar fatalmente por la renuncia de los afrikáners a su independencia.
El 31 de mayo de 1902, una tienda instalada en la pequeña ciudad de Vereeniging, cercana a Pretoria, acoge hacia la medianoche a los signatarios del tratado que pone término al atroz encarnizamiento que ensangrienta desde hace tres años el África austral y que los historiadores y los productores de Hollywood llamarán «guerra de los bóers». Una guerra de un coste exorbitante. Se cuentan siete mil muertos y cincuenta y cinco mil heridos por parte británica, y treinta y tres mil víctimas del bando afrikáner. La derrota obliga a los ciudadanos del «pueblo elegido» a hacer una cruz sobre su identidad política. Sesenta años después de la espectacular evasión de sus padres a bordo de los carros del Gran Viaje, se ven obligados a fundirse en el regazo del enemigo. Bajo la tienda de Vereeniging, el Dios de las Escrituras los ha condenado al más terrible de los castigos: convertirse en subditos de su graciosa majestad británica.
La desolación. Millares de pueblos, aldeas y granjas borrados de la faz de África. Una agricultura hecha añicos. Un siglo de trabajo, de ingenio, de amor y de valor reducido a polvo. Cuatro mil hombres exiliados en las lejanas brumas de Santa Elena. Miles de mujeres y de niños muñéndose de hambre tras cincuenta mil kilómetros de alambre de espino.
Los británicos pueden saborear su victoria. Han reducido a la nada a dos estados y dos ejércitos a unos nueve mil kilómetros de sus costas. Como ayer en la India, en Afganistán y en Egipto, podrán imponer una vez más la Pax Britannica a un pueblo conquistado. Y, sin embargo, esta guerra contra los bóers no la han ganado. No realmente. Porque el conflicto ha reforzado, como ningún otro acontecimiento, la convicción mística de los bóers de pertenecer a un pueblo elegido. De su implacable confrontación contra los regimientos de la mayor fuerza militar del mundo, salen más seguros de sí mismos que nunca. Esta guerra les ha proporcionado toda una nueva generación de héroes a los que admirar, otros mártires a los que honrar y nuevos objetivos que realizar. Una epopeya de sufrimiento y de muerte ha venido a unirse a la del Gran Viaje en la historia sagrada del Volk afrikáner. Sin duda, los ingleses aún no se han dado cuenta, pero esta guerra ha despertado espectacularmente la conciencia nacional y ha forjado la unidad de esta nación de campesinos a la que acaban de poner de rodillas.
Si las repúblicas que los bóers aclamaban antaño parecían a veces entidades nebulosas, hoy no es el caso. Hombres, mujeres y niños han peleado, han sufrido y han muerto para preservar la independencia de tales estados, y todo el pueblo considera, a partir de ahora, que ésta forma parte de su patrimonio histórico, cuya supervivencia depende, en primer lugar, del restablecimiento de esa independencia. La independencia de esta tierra que han hecho suya, esta tierra sin la que el pueblo afrikáner no puede, a sus ojos, desarrollar su cultura, su lengua y su identidad. Poco importa si ha muerto gente por el Transvaal o por el Estado Libre de Orange. Gracias a esta guerra, todos los bóers han tomado conciencia de pertenecer a una misma y única nación. Ons vir jou Suid-Afrika.
Llevados por la embriaguez de su victoria militar, los británicos no prestan atención alguna al impulso nacionalista que ha surgido entre sus adversarios. Tienen un plan maduro desde hace tiempo para asentar su dominio sobre las antiguas repúblicas bóers. Este plan consiste en animar urgentemente la inmigración masiva de ciudadanos británicos a ambos territorios con el fin de instalar allí una mayoría capaz de imponer la voluntad de Londres a una población bóer desde entonces minoritaria. Paralelamente se desarrollará una política de anglicanización sistemática de todas las actividades de los afrikáners, empezando por las estructuras de su sistema educativo. Primer objetivo de esta vasta operación: prohibir la enseñanza del afrikaans como lengua nacional e imponer el uso exclusivo del inglés. Jóvenes profesores recién titulados por Oxford ya están in situ, dispuestos a presentarse en todas las escuelas para hacer que el afrikaans caiga en el olvido de la historia. Pero la empresa encuentra una resistencia imprevista. Por todas partes, los bóers se niegan fanáticamente a dejarse robar la lengua sagrada que han inventado durante su Gran Viaje con el fin de cimentar para siempre su identidad. Estallan los incidentes. Se queman los libros en inglés. Los profesores son perseguidos, a veces maltratados con gritos de: «¡Marchaos! ¡Nuestros hijos nunca serán ingleses!». En cuanto al proyecto de hacer acudir en masa a ciudadanos del otro lado del canal de la Mancha, los resultados no son menos descorazonadores. Las promesas de altos salarios en las minas de oro o las nuevas industrias no consiguen convencer a los ciudadanos de su graciosa majestad de abandonar en gran número su brumosa isla para expatriarse bajo el ardiente sol de África y hacer inclinarse el equilibrio de la población blanca a favor de los británicos. Londres deberá buscar otras estratagemas para construir el futuro del África austral. ¿Tal vez buscar un entendimiento con los bóers, crear con ellos ese gran conjunto territorial unificado de raza blanca con el que tan apasionadamente soñaba Cecil Rhodes?
De momento, los vencidos del Transvaal y de Orange vuelven a sus casas para curar sus heridas. Dura prueba, pues por una vez las promesas de su bien amada Biblia no se corresponden con la realidad. No hay ni «cielos nuevos» ni «exaltación perpetua» en el paisaje apocalíptico que descubren. Además de granjas destruidas, cultivos devastados y animales desaparecidos, muchos sacan de las ruinas los cuerpos de esposas, hijos y padres que habían dejado para unirse a los comandos. Hostigados por la locura asesina de los jinetes campesinos de Kruger, los soldados de casacas rojas los han masacrado a todos. A veces, los que retornan se encuentran enfrentados a bandas de ocupantes negros instalados en lo que queda de sus granjas. La expulsión de estos intrusos da lugar a vivos enfrentamientos. Resisten, se agarran, imploran. Pronto el Veld está surcado de miserables columnas que caminan hacia el norte sin separarse de los caminos excepto para hacer un alto y cavar un agujero donde sepultar un cuerpo muerto de hambre o de disentería.
¡Tristes trópicos, en definitiva! Para colmo de la desgracia, el fin de los combates coincide con una sequía que anula la esperanza de hacer revivir las explotaciones que habían sido el orgullo de los bóers. Vastas zonas del país adquieren la tonalidad de las arenas del desierto de Kalahari. Para escapar a esta nueva maldición, los damnificados del Veld no tienen más que un recurso: buscar refugio en una ciudad. En Johannesburgo, por ejemplo, donde incluso en el momento más álgido de la guerra el mito del metal amarillo no ha dejado nunca de exaltar las imaginaciones. En pocos años se ha levantado una ciudad de cien mil habitantes. Además de los uitlanders que han regresado en masa desde el final de las hostilidades, decenas de miles de negros han inundado la ciudad, atraídos por el espejismo del trabajo en el fondo de las minas y en las nuevas fábricas que surgen a un ritmo desenfrenado alrededor del filón de oro más grande del mundo. Un El Dorado que reclama tanta mano de obra que los promotores hacen venir de China y de la India barcos enteros de coolies. Crepitante, cosmopolita, desbordante de vitalidad, Johannesburgo es ya la ciudad más grande del continente y el epicentro de una revolución industrial que excita el apetito de los capitalistas de Londres y de toda Europa. A causa de los numerosos judíos europeos, que, huyendo de los pogromos, han acudido a instalarse allí, algunos la apodan la Nueva Jerusalén, un apelativo que agrada inevitablemente a los traumatizados campesinos del Transvaal y de Orange, que en este principio del siglo XX se ponen en marcha hacia sus luces. Para ellos, este nuevo éxodo es otro Gran Viaje que comienza, como el siglo pasado, pero esta vez sin carros ni laagers. Una migración a pie, una especie de recorrido interior hacia un destino conocido con anterioridad, una marcha en familia a través de llanuras y colinas pobladas de animales salvajes, serpientes y nubes de mosquitos. Animados por su fe inquebrantable en las promesas de la Biblia, los caminantes están seguros de que Isaías va, por fin, a conducirlos hacia esos «cielos encantados» que Dios reserva a los hijos que ha elegido entre todos los demás. «No temáis nada, Jehová nos lleva hacia sus sagrados dominios», repiten los patriarcas a sus familias con el tono de Moisés al avistar la Tierra Prometida desde la cima del monte Nebo.
¡Desgraciado pueblo de Jehová! No hay nada de «sagrado» en la «Tierra Prometida» a la que llegan. Como todas las aglomeraciones surgidas del boom industrial, Johannesburgo es una ciudad, ante todo, inhumana. Aquí, los capitalistas británicos no hacen diferencia alguna en el reclutamiento de forzados para sus fábricas. Blancos, negros, chinos e indios están bajo el mismo estandarte en este hormiguero en el que la pobreza traspasa todos sus niveles. Amargo descubrimiento para los orgullosos campesinos del Veld, habituados a horizontes sin límites y de pronto obligados a encerrarse en un mundo de concentración. Ellos, que siempre han creído en la vocación del derecho divino del hombre blanco a construir su universo para reinar allí como amo y señor, en el que sentirse igual, cuando no superior, que los demás, resulta que tienen que apurar hasta las heces el amargo cáliz de la humillación. Así pues, tienen que suplicar para obtener un empleo, aceptar la vergüenza de ser vigilados durante la realización de la menor tarea, soportar novatadas y golpes como vulgares kaffirs. El recuerdo idealizado de sus mujeres, sus campos y sus animales apoya su valor. Harán frente, incluso si el sueño de dar media vuelta y volver a casa acosa su mente, porque es allí, en los campos desbrozados con sus manos, donde reposan para siempre, están seguros de ello, los valores heredados de sus mayores. Para glorificar este compromiso, muchas familias desafían la falta de humanidad de su nuevo modo de vida criando simbólicamente un cordero o una cabra en el patio trasero de su exilio urbano.
Dos siglos antes, sus antepasados esgrimieron el color de su piel para proclamar la superioridad racial. Hicieron un juramento solemne de defender ese color viviendo en todas partes y siempre separados de las poblaciones negras que los rodeaban. Y, de pronto, sus descendientes se ven obligados a renunciar a ese dogma. En Johannesburgo y en todas las ciudades industriales de la nueva Sudáfrica, los bóers se han convertido, en efecto, en pobres blancos que los capataces británicos tratan igual que a los negros. Unos y otros forman dos proletariados paralelos, empeñados en la misma carrera por la supervivencia. En esta competición implacable, la única baza que poseen los afrikáners es la blancura de su piel, prueba eterna de un estatus racial superior. Pues, incluso en estos hormigueros tan inhumanos para todos, el hecho de ser blanco sigue siendo, a pesar de todo, el símbolo privilegiado de una condición dirigida al dominio de los demás. Todo afrikáner, incluso vestido de andrajos, sabe que su color de piel le promete un porvenir mejor que el de los negros. Cree firmemente que es al pueblo blanco al que pertenecerá la Sudáfrica del mañana. Quizá dentro de treinta, cuarenta o cincuenta años, pero es algo de lo que los bóers están seguros: sea cual sea el tiempo que tengan que esperar, deben prepararse desde hoy mismo. Así, las concentraciones urbanas donde se amontonan los emigrados del Veld se convierten en otros tantos laboratorios donde se ponen a inventar las condiciones del futuro. La tarea es difícil, porque una cosa es aceptar participar en la contratación con trabajadores negros, y otra muy distinta consentir en vivir con ellos. Ahora bien, los suburbios obreros imponen a sus habitantes una promiscuidad total. Para los afrikáners no existe peor amenaza contra la integridad del Volk, ni mayor peligro para la salvaguarda de la identidad de los blancos. Esta intimidad forzada corre el peligro de hacer perder al «pueblo elegido» la conciencia de su superioridad racial, y a los negros, su respeto ancestral por los blancos. A menos que favorezca sencillamente el mestizaje culpable entre las razas. Terribles perspectivas en todos los casos que sólo puede impedir la aplicación de una segregación total e inmediata.
La puesta en marcha de esta segregación es la prioridad que ocupa a los afrikáners de los barrios más amenazados. «Kaffirs out!», es su eslogan. Las relaciones se tensan. Estallan incidentes entre comunidades que conllevan violencia. Los negros acaban por resignarse. Dejan en masa los barrios donde los amos de ayer se empeñan en imponer el concepto de segregación total inventada en otro tiempo por sus mayores en las rutas de su conquista africana. Ese concepto que un día se llamará apartheid.
Han perdido la más cruel de las guerras. Han visto a otros blancos matar a sus mujeres y a sus hijos e incendiar sus granjas. Han soportado las humillaciones del trabajo forzado en la fábrica. Peor aún, han tenido que cohabitar con los kaffirs. Pero, hay que reconocerlo, los descendientes de los héroes del Gran Viaje no han abandonado nunca la virtud de la esperanza predicada en las Sagradas Escrituras. Y se ven recompensados. Cuatro años después de la dolorosa firma del alto el fuego en la tienda de Vereeniging, el África austral conoce una revolución política. El 12 de enero de 1906, los conservadores, en el poder en Gran Bretaña desde hace veintiún años, son derrotados por el partido liberal, que no ha dejado de denunciar vivamente la política británica en África. Los bóers tienen razones para cantar victoria: el nuevo primer ministro, lord Campbell-Bannerman, siempre ha mostrado buena disposición respecto a ellos, y tiene en particular estima a uno de los héroes de sus comandos, el fogoso general de chistera Jan Smuts.
El resultado de esa buena disposición es una oferta mágica. Olvidando el pasado, Londres propone a sus adversarios de ayer resucitar la independencia de sus repúblicas del Transvaal y de Orange. Cada Estado dispondrá de un gobierno y de un parlamento autónomos. Una vez constituidos, los dos países se unirán a las dos colonias británicas de Ciudad del Cabo y de Natal para formar una Unión Sudafricana sobre el conjunto del territorio del África austral. Así, el viejo sueño de Cecil Rhodes vería por fin la luz. El sueño de una Sudáfrica en la que los antagonismos religiosos, culturales o históricos entre blancos ya no serían irreconciliables, en fin, una Sudáfrica que palpitaría con un mismo corazón, el de los bóers y los ingleses reconciliados alrededor de una misma visión nacional. Es evidente que el asunto no va bien. Las negociaciones tropiezan con duros regateos. Primero por la elección de una capital. Los ingleses de Ciudad del Cabo afirman que sólo su ciudad puede encarnar este honor, mientras que los afrikáners del Transvaal, apoyados además por los británicos de la vecina Natal, arguyen que Pretoria ofrece un lugar idóneo debido a su situación central y a su proximidad a las minas de oro. En cuanto a los representantes de Orange, proponen la «ciudad de las rosas» de Bloemfontein, en lo alto de la meseta del Veld, como un compromiso ideal. En definitiva, se mantienen todas las posiciones. Pretoria se convierte en la capital administrativa; Ciudad del Cabo, en la capital parlamentaria, y Blomfontein, en la capital judicial. En resumen, un Estado con tres cabezas. En cuanto al futuro del pueblo negro, los cuatro países fundadores de la Unión no llegan a ningún acuerdo. Tras la derrota de los bóers, los negros habían esperado que la política liberal de los ingleses en la colonia del Cabo, donde disfrutaban desde 1854 de un derecho limitado al voto, se extendería al conjunto de Sudáfrica. Pero la esperanza fue pronto barrida. Traumatizados por la pesadilla de su cohabitación forzada con los trabajadores de los suburbios industriales, los bóers rehusan conceder a los kaffirs el menor derecho al voto en la nueva Unión Sudafricana. Así, el fugitivo sueño de un futuro integrado, que algunos jefes de tribus y ciertas élites formadas por las iglesias protestantes habían podido alimentar, se desvanecería para siempre. Peor aún, los afrikáners, que desde las elecciones están al mando del país, en 1912 alumbran de inmediato una disposición que proclama la exclusión pura y dura de los negros de la comunidad nacional. Esta ley lleva el nombre de Native Land Act, la ley indígena en la tierra, y conduce a la mayor expoliación territorial de la historia porque pretende dividir el suelo de la Unión en zonas reservadas a los blancos y zonas concedidas a los negros. Equipos de agrimensores dividen el mapa de la Unión en un mosaico de parcelas distintas. Cada una es delimitada, medida, catastrada y registrada. Aunque son doce veces más numerosos que los blancos, los negros heredan sólo el 7,3 por ciento de la superficie total del territorio sudafricano. La división les priva de las mejores tierras, así como de todos los recursos mineros e industriales. La ley les prohibe, además, adquirir tierras fuera de las parcelas que les han sido concedidas y residir en las zonas reservadas a los blancos. Cientos de miles de pobres gentes se ven obligadas, de la noche a la mañana, a abandonar sus pueblos, granjas, escuelas, iglesias y cementerios para trasladarse a las reservas que les han sido asignadas. Siete años más tarde, una nueva ley, la Urban Areas Act, crea guetos llamados townships donde deben reagruparse obligatoriamente los negros que trabajan en las industrias y en las minas. El tono general de la política de los nuevos dirigentes afrikáners hacia los negros está claro: a causa de su color, pertenecen a una raza inferior que debe ser geográficamente separada de las comunidades blancas. Serán, pues, considerados como extranjeros en su propio país, porque este país pertenece ya a los únicos miembros del pueblo elegido por Dios para imponer la revelación cristiana en la tierra de África. En su lejana tumba del plano país de Zelanda, Jan Van Riebeeck debe de revolverse de satisfacción. Este reparto es el último avatar de su valla de almendros amargos, esos árboles que plantó un siglo y medio antes para levantar una frontera entre el territorio de los primeros colonos y el resto del continente.
En efecto, los afrikáners han conquistado el derecho a gobernar la nueva Unión Sudafricana. Un éxito que deben al hecho de que han ganado las elecciones porque son mayoritarios en el seno de la población blanca. Pero los verdaderos dirigentes del país son, de hecho, los capitalistas que reinan como amos y señores en toda la actividad económica nacional. Controlan la producción de oro, de diamantes, de carbón, y dirigen las principales empresas. Este dominio les permite tener un peso aplastante en las directrices de la política interior y exterior. Los afrikáners se resignan. Aceptan que el país que gobiernan se convierta en un dominio del Imperio británico y entre en la Commonwealth. En la sede del gobierno, como en todos los edificios oficiales, es la Union Jack la que ondea en el cielo africano. Una humillación que los descendientes del Gran Viaje atenúan, sin embargo, integrando a los colores de la bandera los de las del Transvaal y Orange y, sobre todo, obteniendo que el afrikaans sea proclamado lengua nacional de la nueva Unión, con la misma categoría que el inglés.
Estas discusiones políticas son poca cosa a la vista de la situación de extrema pobreza en la que se encuentran sumidos un gran número de blancos refugiados después de la guerra en las English cities. No sólo deben sufrir allí la competencia de una mano de obra de color más barata, sino también la promiscuidad racial que se ven obligados a soportar aun a riesgo de poner en peligro su identidad de blancos. Pronto se contabiliza la existencia de un millón de mestizos que llevan casi todos nombres afrikáners y que sólo se expresan en afrikaans. Aterrorizados por la amplitud de este mestizaje, millares de familias vuelven hacia sus campos de origen, donde pronto constituirán un miserable proletariado agrícola. Un día, estos pobres blancos entregarán sus votos a los campeones del nacionalismo extremista, que prometerá garantizar para siempre la supremacía de los blancos sobre el conjunto del país. Para los refugiados de las English cities, como para todos los descendientes del Gran Viaje, la victoria política de estos extremistas será el regalo final de Dios a quienes luchan y sufren desde hace tres siglos para ganarse un lugar propio bajo el sol del África austral.
Pero en este principio del siglo XX, el pequeño pueblo afrikáner está aún muy lejos de entrever la realización de su sueño. Muchas amenazas se perfilan en el horizonte, empezando por las de las élites negras que intentan organizarse contra los opresores blancos. Recién salido de las universidades de Columbia y Oxford, un joven abogado de treinta y cuatro años con aspecto de dandy londinense ha decidido impulsar un movimiento de oposición y colocarse al frente. Se llama Pixley Seme, y ha reunido a su alrededor a los responsables de las principales etnias, tribus y reinos del país. Su inspirador es un colega, el indio Mohandas Gandhi, que con la única arma de una resistencia pasiva ha conseguido liberar de las cadenas de la segregación al millón de indios instalados en Sudáfrica. El 8 de enero de 1912, Pixley Seme reúne a los principales componentes de la comunidad negra en el gran teatro de Bloemfontein, la pequeña ciudad del Estado de Orange donde se encuentra la sede del poder judicial del país. Están presentes varios cientos de militantes, observadores y periodistas. Haciendo callar sus ancestrales rivalidades, los jefes xhosas, finjos, zulúes, tongas, basutos y griquas inician la reunión entonando con una sola voz el viejo himno africano: «Liza-Use dinga Dwgalako tixo we Nyasino!» («¡Todos somos un mismo pueblo! ¡Que Dios proteja África!»).
Embriagado por este entusiasmo, Pixley Seme propone la creación inmediata de una organización militante destinada a luchar por la promoción de la unidad de todos los africanos y la defensa de sus derechos y privilegios. Así nace, la tarde de una calurosa jornada del verano austral africano, el African National Congress, la máquina emblemática que encarnará la cruzada no racial y no violenta de los negros sudafricanos para la conquista de sus derechos de igualdad y de libertad. Sus iniciales ANC representarán durante tres generaciones la esperanza del pueblo negro en una África de justicia y reconciliación. Hasta el bendito día en que uno de sus ídolos se convierta, después de veintiocho años pasados en las cárceles blancas, en el primer presidente de una Sudáfrica multirracial y democrática.
La respuesta de los afrikáners al gran mitin de Bloemfontein la darán seis años más tarde, en el salón trasero repleto de humo de una cervecería de Johannesburgo. Los tres blancos, bien acomodados delante de sus jarras de cerveza este 5 de junio de 1918, cuentan apenas una treintena de años. El primero es empleado del ferrocarril, el segundo ejerce el ministerio de pastor en una barriada popular, y el tercero es albañil en la obra de una hilatura en construcción. Este último se llama Henning Klopper. Tiene el rostro cuadrado de los campesinos de las altas planicies del Veld. Con una Biblia regalo de su madre por todo equipaje, ha dejado la pequeña granja familiar a los dieciséis años para buscar trabajo en la gran ciudad, entonces en plena expansión gracias a la riada del oro. Como sus dos cómplices, Henning Klopper ha compartido, día tras día, la existencia precaria de un proletariado blanco sometido a las leyes implacables de un capitalismo siempre en busca de mano de obra más barata. Puesto que ninguna huelga ni reivindicación popular alguna parecen poder obligar a los gobernantes de Pretoria a considerar la suerte de las masas explotadas, la esperanza deberá venir de la base. Convencidos de que los afrikáners son injustamente tratados por el país que los vio nacer, Klopper y sus compañeros han decidido crear una organización capaz de tomar las riendas de su destino. Así nace en esta cervecería la Broederbond, la «liga de los hermanos», una hermandad secreta que tendrá como primera misión asistir a los pobres en las ciudades, ayudar a los campesinos desfavorecidos y crear empresas exclusivamente afrikáners, incluidos bancos y organizaciones de crédito. Pero la hermandad no será sólo una sociedad de ayuda. Tendrá la responsabilidad de encarnar la mística del destino afrikáner. ¿No es el propio Dios quien ha querido que el pueblo afrikáner imponga su presencia en esta parcela de África? Es, pues, de Dios de quien este pueblo ha recibido la vocación de dominar a las demás razas, y también de Dios le viene el derecho de sustituir la actual coalición gubernamental, formada por afrikáners moderados y liberales, por un ejecutivo ultranacionalista capaz de ser un verdadero campeón de la raza blanca. Difundido clandestinamente, el mensaje se extiende dentro de la sociedad afrikáner. Profesores, juristas, médicos y banqueros se inscriben por decenas en esta francmasonería militante que, en razón del secreto, no posee ni dirección ni número de teléfono. Los candidatos se admiten sólo tras una minuciosa investigación. ¿Son fieles asiduos a la Iglesia reformada? ¿Han inscrito a sus hijos en una escuela afrikáner? ¿Es el afrikaans su lengua habitual? ¿Hay casos de divorcio en sus familias? Además de una ceremonia de iniciación de marcado carácter religioso, todos deben jurar que no traicionarán nunca a la organización o a uno de sus miembros y que no discutirán jamás sus actividades, ni siquiera con las esposas. La Broederbond se convierte así en la médula espinal de un nacionalismo afrikáner intransigente. Será a la vez el inspirador, el laboratorio y el armazón que guíe su destino en la sombra, al abrigo de las miradas. Verdadero núcleo duro al servicio de la supremacía blanca, la hermandad llevará un día al poder a los profetas de una ideología racista que conducirá a Sudáfrica al desastre.
Uno de los principales artífices de esta carrera fatal ha nacido en un suburbio de Ciudad del Cabo y lleva el mítico nombre de Van Riebeeck, el primer holandés que puso el pie en tierra africana casi tres siglos antes. Es un gigante de un metro noventa, con doble mentón y rostro muy alargado. Unas pequeñas gafas de montura metálica y una eterna pajarita de un blanco inmaculado le dan un aspecto particularmente severo. Daniel François Malan, de cincuenta y cuatro años, es un antiguo clérigo de la Iglesia holandesa reformada, convertido en periodista después de haber fundado el primer diario sudafricano en lengua afrikaans. Pero es, sobre todo, su activismo en las filas del Partido Nacional, el movimiento político en el poder, lo que hace de él la figura emblemática de la movilización blanca contra el peligro negro. Critica con violencia las leyes de segregación racial instauradas por los primeros gobernantes afrikáners. En efecto, estas disposiciones expulsan a los negros a una ínfima parte del país o los encierran en guetos junto a sus lugares de trabajo, pero se trata, afirma, de una legislación engañosa, más teórica que efectiva. Pues, para su gran indignación, ninguno de estos textos ha recibido la sanción oficial de un voto del Parlamento. Lo que exige es un dispositivo de separación racial entre negros y blancos inscrito como un dogma en la propia constitución. Nacionalista fanático, el hombre de las gafitas metálicas no es un tribuno, pero su voz ronca atrae siempre a la muchedumbre cuando afirma que «los afrikáners han recibido la sagrada misión de edificar una fortaleza calvinista en el extremo sur del continente». «Nuestro renacimiento y nuestra supervivencia dependen de la convicción de pertenecer a un pueblo elegido por Dios para esta misión», repite en toda ocasión. Sus tomas de posición, naturalmente, molestan e inquietan a los afrikáners más moderados y, sobre todo, a los liberales ingleses que comparten con ellos el ejercicio del poder. Pero el discurso entusiasma a aquellos en los que Malan quiere alimentar el mito de una superioridad divina. Empujado por sus amigos de la Broederbond, un día decide pasar a la acción, y rompe con el Partido Nacional y los círculos en el poder para crear su propia formación. Como desafío, la bautiza como «Partido Nacional Purificado». En las elecciones legislativas de 1934, sólo consigue diecinueve diputados de los ciento cincuenta con que cuenta el Parlamento de la Sudáfrica blanca. Pero con esos diecinueve electos, fanáticamente convencidos de ser los guardianes del Grial, la copa celestial que encarna la larga marcha de los hombres en busca de su redención, Daniel François Malan está seguro de poseer la herramienta ideal para imponer un día al país su visión diabólica de una Sudáfrica definitivamente libre de la amenaza de los kaffirs.
El misterioso aristócrata alemán que desembarca una mañana de 1934 en la oficina del director de la Universidad de Stellenbosch va a servir de un modo inesperado a las ambiciones extremistas del presidente del Partido Nacional Purificado. Es el conde Gustav von Durcheim. Al presentarse bajo la cobertura del servicio cultural de la embajada del tercer Reich en Pretoria, declara que el Ministerio de Cultura de su país le ha encargado invitar a una treintena de estudiantes sudafricanos a perfeccionar sus estudios superiores en universidades alemanas. La proposición es tan tentadora que los dirigentes universitarios de Ciudad del Cabo y de Pretoria no tienen ninguna dificultad en reclutar candidatos.
Uno de ellos es el brillante doctor en Psicología de veintisiete años llamado Hendrik Verwoerd. Hijo de un pastor holandés emigrado a Sudáfrica, Verwoerd ha descubierto el país de los bóers a los dos años. Toda su infancia y adolescencia están empapadas en la mística de la causa afrikáner. La casa de los Verwoerd, en los suburbios del Cabo, es un acogedor remanso para los excluidos de la competición entre bóers y británicos. Recién salido del instituto, Hendrik se ha unido a las filas de la Broederbond, donde se convierte en uno de los animadores para la región del Cabo. Es allí, durante una sesión parlamentaria, donde conoce al hombre que se encarnará en su mesías. Entre el fundador del Partido Nacional Purificado y el estudiante de Psicología se produce un flechazo. Ambos comparten la misma certeza de que el pueblo afrikáner no es obra de los hombres, sino la creación de Dios, y que el deber de las élites es promover por todos los medios su movilización étnica contra los peligros que lo amenazan.
Malan ve marchar a su joven discípulo con desesperación. No sabe que ese viaje a Alemania forjará al hombre que se transformará en el brazo armado de su política racista antes de convertirse en jefe todopoderoso.
Como el conde Von Durcheim ha dejado ver a sus interlocutores, una alfombra roja recibe en Berlín a los jóvenes sudafricanos que llegan de los austeros campus de sus provincias polvorientas. Inmediatamente son repartidos por las facultades de Historia de las mejores universidades y aprovechan la enseñanza prodigada a la élite de la juventud del tercer Reich. Su iniciación empieza por un viaje en el tiempo con el descubrimiento de autores románticos alemanes que, dos siglos antes de Hitler, han encendido la llama del nacionalismo germánico. Éstos llevan los nombres de Fichte, Herder y Von Schlegel. Por encima de todo, preconizan la rehabilitación de la Muttersprache, la lengua materna, que encarna a sus ojos la quintaesencia del alma alemana. Es un mensaje que se graba en los jóvenes visitantes con una intensidad especial, ellos, cuyos padres han debido forjar su propia lengua —el afrikaans— con el fin de afirmar su identidad y resistir al mundo anglófono que intentaba dominarlos. Aseguran, después, que la única característica común de ser alemán puede asegurar la redención de la nación. Y, por último, todos juntos exaltan la primacía de los valores de la sangre, del individuo, de la tierra y de la raza.
Hendrik Verwoerd y sus camaradas están subyugados por el mensaje. La ideología predicada por Adolf Hitler no es, pues, un producto de su imaginación. Proviene de lo más hondo de la historia germana. ¿Cómo no sentirse impresionado con este descubrimiento? Llamando a las masas a comulgar con el ideal Blut und Boden, «de la sangre y de la tierra», mientras exalta la noción de «pueblo» y de «raza», el dirigente del tercer Reich habla de renovación histórica, desarrolla la visión de una revolución a la vez nacionalista y anticapitalista, condena al mismo tiempo el comunismo y el liberalismo. Temas de una realidad crucial para los representantes de un pueblo minoritario estrangulado a la vez por el imperialismo industrial y comercial de los británicos y la presión de millones de negros hambrientos de justicia.
Los visitantes pronto se dan cuenta de que las palabras sagradas «sangre», «tierra» y «raza», que tanto cuentan para ellos, tienen en boca de sus anfitriones un significado preciso. La lectura de un suelto banal en las páginas de información general de un diario de Berlín enseña un día a Verwoerd que el Congreso del partido nazi acaba de promulgar una ley sobre la ciudadanía alemana que retira a todos los ciudadanos de raza judía el disfrute de sus derechos cívicos. Algunos días más tarde, otro suelto anuncia la votación de otra disposición llamada «ley de la protección de la sangre y el honor germánicos», que prohibe los matrimonios entre judíos y alemanes. Las uniones ya realizadas serán disueltas automáticamente, y las relaciones sexuales entre ambas razas, a partir de ahora, desterradas. La nueva ley prohibe también a los judíos emplear en su servicio doméstico alemanas de menos de cuarenta y cinco años.
De todas las experiencias germánicas que tienen la suerte de vivir, ninguna impresionará tanto a los jóvenes sudafricanos como los mítines del régimen a los que son regularmente invitados. «Son siempre manifestaciones espectaculares que se desarrollan en medio de un mar de banderas y estandartes rojos y blancos adornados con la negra cruz gamada —contará Verwoerd en una carta a Malan—. A lo largo de todo el recorrido, la muchedumbre enfebrecida aclama a las tropas y a los dignatarios instalados en enormes limusinas descubiertas, protegidas por guardaespaldas. A veces, de pie en uno de los coches está Hitler, que saluda interminablemente con el brazo levantado. La visión del amado líder provoca un aumento de las ovaciones, que rayan la histeria. Los camaradas alemanes que nos sirven de guía participan en este delirio colectivo como los insectos en medio de un hormiguero enloquecido. Luego llega el momento de los discursos, que la multitud escucha en un silencio religioso. Cuando la voz de su Führer empieza a golpear el espacio, se diría que Dios habla a Alemania. Nuestros camaradas adquieren un aspecto casi místico para traducirnos sus palabras. En este discurso siempre se habla de un pueblo superior, de raza elegida, de orgullo reconquistado, de nación purificada y, por supuesto, de la lie-gada de un Reich llamado a reinar durante mil años sobre Alemania y el mundo». Un día, en Nuremberg, la estudiante que ha adquirido la costumbre de acompañar a los sudafricanos en estos grandes mítines le coge la mano. Se llama Helga. La mantiene cogida durante todo el discurso de Hitler. En algunos momentos, las uñas se hunden en su palma hasta casi hacerle daño, como si quisiera hacer penetrar en su carne las palabras desatadas del ídolo transmitidas por la batería de altavoces dispuestos a través de la inmensa plaza cubierta de oriflamas. Helga es rubia. A Hendrik le gusta su rostro voluntarioso y sus ojos azules algo tristes. Encarna a la joven alemana tal como él la había imaginado en sus lecturas. Un día, al final de un stryddag, uno de esos desfiles de antorchas a las que Nuremberg es tan aficionada, Helga toma de nuevo la mano de su compañero y le declara con un fervor aún más intenso que de costumbre: «Hendrik, ten por segura una cosa, el Führer no se dirige sólo al pueblo alemán. Su visión es universal. Su concepto de raza superior se aplica a todas las naciones que luchan por imponer a sus enemigos la pureza de los valores de su herencia. Los blancos de Sudáfrica forman parte de estas naciones privilegiadas. Un día elegirán a un líder que sabrá hacer triunfar los valores de su lengua, de su raza, del color de su piel».
Antes de que regrese al lejano país, la joven alemana quiere completar la iniciación de su amigo llevándolo a uno de esos espectáculos cuya clave es el secreto de los coreógrafos del régimen nazi. Decide llevarlo a Berlín para asistir a la ceremonia de inauguración de los Juegos Olímpicos, que deben celebrarse en presencia de Adolf Hitler. La pareja tiene la suerte de ser colocada en una tribuna cercana a la que ocupa el Führer. Al final de la prueba de los cien metros que abre el ciclo de competiciones, Hendrik Verwoerd ve palidecer de pronto el rostro del dictador. Sus labios finos bajo su corto bigote se han crispado en una mueca de cólera. Como impulsado por un resorte, Hitler se levanta bruscamente. En menos de un segundo, ha desaparecido, llevando tras de sí el areópago de dignatarios que lo acompañan. Abajo, en la pista, una triple hilera de atletas rodean al vencedor, mientras que en las graderías del inmenso estadio, lleno hasta los topes, se desencadena una avalancha de hurras y aplausos. Jamás corredor alguno ha ganado esta prueba reina de cien metros en un tiempo tan corto. El autor de la hazaña ha corrido en diez segundos y dos centésimas. Es un americano de veintidós años llamado Jesse Owens. Burlándose de todas las leyes de la hospitalidad y de todas las tradiciones olímpicas, el profeta de la raza aria no ha querido estrechar la mano de un atleta que acababa de entrar en el panteón del deporte moderno venciendo a los mejores atletas alemanes. Su victoria ha humillado a Alemania. Para el dictador es una ofensa tanto más insoportable porque el americano pertenece a una subraza de hombres. Jesse Owens es negro.
Como era de esperar, el retorno al redil de los jóvenes visitantes de la Alemania hitleriana suscita una gran curiosidad. Todos se apresuran a escuchar sus relatos y a recoger y discutir el fruto de sus experiencias. Los métodos empleados por el dictador nazi para imponer su concepto de raza superior, ¿pueden aplicarse en Sudáfrica? ¿Qué lección sacar del grito de un mesías que proclama a uno de los pueblos más evolucionados del planeta que «por fin ha llegado el combate decisivo de la raza contra la masa»? ¿Deben permanecer insensibles a estos mitos de «Volk», de «sangre», de «tierra» que el dictador alemán blande en todo momento para movilizar a su pueblo?
Como Daniel François Malan y todos sus amigos de la Broederbond van a descubrir, Hendrik Verwoerd vuelve de Alemania con respuestas a todas estas preguntas. Uno de sus camaradas, un joven diplomado en Historia Política llamado Nico Diederich, da cuenta de ello tras su descubrimiento del tercer Reich en un panfleto que titula «El nacionalismo como filosofía de vida». Verdaderamente virulento e inspirado en los temas más extremistas de la ideología nazi, este texto exhorta abiertamente a los afrikáners a barrer el orden existente en beneficio de un sistema basado en la supremacía racial que los distingue de otros pueblos. Malan y los nacionalistas afrikáners, desde luego, aún no están listos para lanzarse a esa aventura tan radical, pero la semilla de la tempestad está sembrada. Pasarán pocos años antes de que la vida de millones de seres sea devastada, antes de que comunidades enteras sean destruidas y todo un país se convierta en un repugnante patchwork de colores, razas y tribus con el único pretexto de que se imponga lo que al volver de Alemania un estudiante convertido a la ideología nazi llamará la «ley natural de Dios».
De momento, actuando bajo la cobertura de un secreto fanático, la hermandad de la Broederbond se pone en marcha para ayudar a los afrikáners a tomar las riendas de su destino. Haciéndose el campeón absoluto de la supremacía racial del hombre blanco, se entrega a la conquista última del poder mediante la eliminación metódica de todos los afrikáners moderados y de los anglófonos liberales de los diferentes estamentos del Estado.
Ningún periódico revelará la reunión que tiene lugar el 15 de mayo de 1938 tras las cortinas corridas de una elegante casa del centro de Ciudad del Cabo. Esta fecha permanecerá oculta en los secretos de la historia. Ni siquiera los especialistas hallarán ni rastro. Sin embargo, es en esa fecha cuando el destino de Sudáfrica se inclina hacia la fatalidad de una tragedia. Los cuatro hombres sentados en torno a la mesa del salón están reunidos para poner a punto la campaña electoral que llevará al poder, siempre que sea posible, al Partido Nacional Purificado de Daniel François Malan, y decidirán la estrategia de actuación que esta formación política deberá llevar a cabo una vez al frente del Estado. La casa donde se celebra la reunión pertenece a un miembro de la hermandad de la Broederbond. Nada más entrar en el salón, los visitantes comprenden, con una ojeada, la importancia de su reunión. En efecto, descubren colgados de las paredes una colección de cuadros que muestran los rostros familiares de los principales héroes de la historia afrikáner. En un marco dorado se encuentra, por supuesto, el retrato de Jan Van Riebeeck con su cuello blanco, el hombre que condujo a Holanda a la aventura africana; el indomable presidente Paul Kruger, con sus ojos de batracio y su legendaria chistera; Andries Pretorius, el heroico líder de la guerra que aplastó al ejército zulú antes de dar nombre a la capital de su país; el general Jan Smuts, el espadachín de bigotes que puso en fuga a los escuadrones de casacas rojas antes de reconciliarse con los ingleses para gobernar el primer Estado sudafricano. Todos los héroes de una corta pero gloriosa historia cuelgan en las paredes de esa habitación, donde hoy están reunidos aquellos que encarnarán, tal vez, la nueva generación de líderes que esperan los blancos de Sudáfrica. Apoyado en una consola iluminada por un proyector se encuentra un último retrato enmarcado con un sobrio ribete verde y rojo, los colores del Transvaal y de Orange. Los visitantes reconocen sin dificultad el severo rostro de larga barba triangular, cubierto con una gorra de terciopelo negro, de Juan Calvino. Es con toda seguridad, en él y en los demás rostros que decoran las paredes de ese salón, donde los cuatro visitantes buscarán inspiración para sus próximas citas con la historia.
En torno a Daniel François Malan están sentados sus tres colaboradores más cercanos. En primer lugar, Hendrik Verwoerd, quien, tras su regreso de Alemania, se ha unido a tiempo completo al líder del Partido Nacional Purificado. Su principal misión es establecer un contacto permanente con la base del voto afrikáner, evaluar en todo momento la fuerza y la capacidad de los blancos para movilizarse al servicio de un objetivo nacional. Frente a Verwoerd está sentado un muchachote con aspecto de profesor, con el rostro cruzado por un bigote de brocha y gafas sin montura. Piet Meyer es el hijo de un antiguo camarada de seminario de Malan. Con apenas treinta años, es uno de los principales dirigentes de la Iglesia holandesa reformada local. Después de haber completado sus estudios de teología en Amsterdam, también ha viajado a Berlín para estudiar Historia en varias universidades nazis, una experiencia que ha hecho de él un admirador incondicional de los métodos de purificación étnica hitleriana. A su regreso a Ciudad del Cabo se ha casado. Al primer hijo le ha puesto por nombre Izan. Almas malpensadas han hecho correr la voz de que Izan es el anagrama de la palabra «nazi», de lo que Piet Meyer siempre se ha defendido ardientemente. Pero no es tanto por sus simpatías germánicas como por su lugar en el seno de la Iglesia holandesa reformada por lo que Malan cuenta con el concurso del joven eclesiástico. Porque sabe la baza esencial que supondrá el apoyo de la Nederdinste Gereformeerde Kerk en la lucha que habrá que sostener para hacerse con los resortes del poder. Malan no duda del respeto de que él mismo goza en los ambientes clericales. Después de todo, ¿acaso no ha prometido muchas veces que daría siempre su bendición a aquellos cuyo objetivo es aportar la «brillante y pura luz del cristianismo sobre el continente negro»?
La reunión cuenta con un cuarto participante. Nadie conoce la mentalidad de las masas capaces de llevar a Malan al poder mejor que Henning Klopper, el antiguo campesino que fundó en otro tiempo —después de haber compartido la miserable vida de los obreros en los suburbios de Johannesburgo— la hermandad de la Broederbond. La sociedad secreta cuenta hoy con varios miles de miembros y sus redes se infiltran en todos los estratos de la economía y de la política. Es un instrumento de conquista formidable. Todos saben que Klopper es el líder en la sombra.
Tras unas breves palabras de bienvenida, Malan abre el debate con su voz ligeramente ronca:
—Ha llegado el momento de proponer urgentemente a nuestro pueblo una idea capaz de reagrupar sus fuerzas para que nos permitan partir a la conquista del poder —declara—. Pero ¿qué idea? Estamos aquí reunidos para debatirla. Porque no quiero ocultarlo: el apocalipsis está en nuestra puerta. La marea negra está dispuesta a tragarnos. Las medidas de segregación tomadas por el actual gobierno no han surtido prácticamente ningún efecto. Los negros nunca han respetado las disposiciones de la ley sobre la tierra que los excluye del noventa y dos por ciento del territorio nacional. Desde hace treinta años, me desgañito reclamando un sistema político donde un kaffir esté condenado a seguir siendo kaffir. ¿Con qué éxito? ¡Mirad esos barrios del Distrito Seis o de Sophiatown donde blancos y negros fornican e incluso se casan a montones!
Malan esboza un gesto de disgusto. Luego continúa machacando su discurso:
—En tanto que las leyes obligadas a reglamentar la coexistencia de blancos y negros de este país no formen parte de un arsenal legislativo formalmente inscrito en la Constitución de un Estado sudafricano, el espectro de la contaminación racial no hará más que agravarse. Con las consecuencias que dejo a vuestra imaginación…
Malan da entonces un profundo suspiro. De repente, parece desengañado. Pero de inmediato, se recupera:
—Hendrik, ¿qué propones?
Las aletas de la nariz del antiguo estudiante de las universidades de Berlín y Munich palpitan. Hace dos años que ha vuelto de Alemania y Hendrik Verwoerd no ha dejado de sentirse atormentado por el fantasma de un maremoto negro absorbiendo a toda la pequeña minoría blanca de su país. Cuatro millones de blancos frente a veinticuatro millones de negros, el combate es demasiado desigual. El dictador nazi puede permitirse expulsar a los judíos fuera de las fronteras alemanas o encerrarlos en campos, ya que éstos no representan más que una ínfima fracción de la población del Reich. Por la enormidad de su número, los negros de Sudáfrica no pueden ser los judíos de los afrikáners. Hendrik está convencido de que existe una sola manera de resolver el problema.
Golpea la mesa con la punta de su lápiz.
—Tenemos que inventar un sistema que nos permita coexistir con los no blancos de este país —declara—. No tenemos otra elección. Coexistencia para mí no quiere decir «mezcolanza». Coexistencia para mí significa «vivir al lado». Al lado pero se-pa-ra-dos. Es esta idea tan antigua que ya adelantaron nuestros antepasados, según la cual debemos vivir al lado, pero separados de los negros, la que debemos proponer hoy formalmente al pueblo sudafricano. Esta coexistencia debemos fundamentarla en un principio, una doctrina, una ideología que pueda, a largo plazo, preservar nuestra supervivencia como pueblo: dicho de otro modo, un apartheid; una separación total, absoluta, inflexible entre nosotros y las demás razas y culturas sudafricanas.
La palabra que pondrá pronto a Sudáfrica en el bando de las naciones civilizadas es una expresión holandesa que significa exactamente «separación». Ha caído como una bomba en el tranquilo salón adornado de ilustres retratos.
Malan asiente varias veces con la cabeza. Parece estar más calmado.
—Erigir un muro entre los negros y los blancos es, en efecto, nuestra única esperanza de escapar a los peligros debidos a nuestra inferioridad numérica —aprueba—. Tal vez es también nuestra única esperanza de evitar una guerra civil entre las comunidades de este país.
Consciente del temor del pueblo afrikáner frente al porvenir, añade:
—Sin duda la promesa de una separación física, política y administrativa entre los colores, las razas, las culturas y las lenguas de este país animará a nuestro pueblo a querer asumir la responsabilidad de gobernar Sudáfrica —explica—. Pero para que tenga esa voluntad es preciso que antes esté convencido en su alma y en su conciencia de que ése es el deseo de Dios.
Se vuelve entonces hacia Piet Meyer, el joven dirigente de la Iglesia holandesa reformada:
—Piet, ninguna voz puede animar esta convicción mejor que la de nuestra Iglesia —declara—. Este apartheid que invocamos ahora será hoy, necesariamente, fuente de injusticias, discriminaciones y, tal vez, de barbaridades. Pero nuestro pueblo es profundamente religioso. Existe el riesgo de dar marcha atrás ante la perspectiva de hacer sufrir a otros hijos de Dios. Para tranquilizarlos, es preciso que nuestra Iglesia les proporcione, a través de sus diez mil representantes, una especie de «teología» capaz de exonerarlos de cualquier sentimiento de culpa.
Meyer reflexiona un instante.
—Proporcionar esta justificación teológica no debería ser un problema —admite—. En su mayoría, los miembros de nuestro clero se han adherido desde hace mucho tiempo a este concepto de separación física entre las diferentes razas de nuestro país. Porque, de hecho, este concepto se apoya incluso en las enseñanzas del Antiguo y del Nuevo Testamento. Recordad el capítulo once del Génesis, cuyos versículos seis a nueve sobre la Torre de Babel muestran que Dios ha querido separar expresamente a los pueblos de la Tierra que hablan lenguas diferentes.
Verwoerd indica que desea intervenir.
—Estoy de acuerdo, Piet, con la importancia de estas referencias bíblicas, pero, por juiciosas que sean, en mi opinión, no sabrían absolver los temores que generará la imposición de un sistema tan radical como el apartheid.
Mira uno a uno a sus interlocutores.
—Perdonadme por volver siempre a Hitler. Pero tal vez lo que más me ha impactado de su empresa es que haya conseguido hacer creer a todo el pueblo de valientes aldeanos, de valientes comerciantes, de valientes obreros, de valientes funcionarios y de valientes intelectuales que pertenecen todos a una raza «superior». Y que, en virtud de esta superioridad, el pueblo alemán puede exigir la eliminación física de todos aquellos que su líder ha decidido calificar de «subhombres», tales como los judíos, los zíngaros, los homosexuales, los enfermos mentales y no sé cuántos más aún… En la patria de Goethe, de Kant, de Nietzsche, de Rilke, en el país de Wagner y de Beethoven, un solo hombre ha conseguido convencer a setenta millones de «hombres cualquiera» de que constituyen ¡una raza de señores! Es extraordinario, ¿verdad?
La admiración del antiguo estudiante resuena a través del salón.
—Debemos copiar a Hitler —concluye—. Para barrer los temores, debemos convencer a los afrikáners de que pertenecen a una raza superior.
—¡Estoy completamente de acuerdo con Hendrik! —exclama inmediatamente el representante de la Iglesia holandesa reformada—. ¿Acaso no fue el propio Dios quien proclamó la superioridad racial de los afrikáners cuando les concedió como una Tierra Prometida este pedazo de África, lo mismo que antaño dio a los hebreos la tierra de Israel? Debido a este regalo, los afrikáners se han encontrado investidos de una misión divina: separar las diferentes razas y culturas de este país para que cada una pueda florecer y desarrollarse en un lugar especialmente escogido por Dios. Los bantúes en el Transkei, los zulúes en Natal, los xhosas en el Transvaal, los mestizos y los indios en otro lugar… Amigos míos, estoy seguro de ser el intérprete de los teólogos de nuestra Iglesia cuando os aseguro que instaurar un apartheid en este país no será un pecado ni un crimen. Al contrario, será una manera de servir a la voluntad divina, que quiere que estén separados los distintos pueblos que viven sobre esta tierra. Los afrikáners hallarán, además, en el apartheid una muralla ideal que proteja su raza elegida por Dios para dominar el resto de su creación.
—Piet, ¿has reflexionado sobre la forma en que debemos convencer a los afrikáners de su pertenencia a una raza superior? —se preocupa entonces Marlan.
—¡Por supuesto! Primero con un minucioso trabajo sobre el terreno. Hay que movilizar a todos nuestros pastores, nuestros dominees, para que organicen en todas las parroquias del país seminarios, coloquios, sesiones de reflexión y debates. Ello llevará meses, tal vez años. Pero, a fin de cuentas, habremos formado un ejército de cruzados listos para partir a la conquista del Grial.
La alusión a la copa que simboliza la marcha mítica del hombre hacia su redención hace aflorar una sonrisa en todos los labios. Es entonces cuando se hace oír una voz que ha permanecido en silencio hasta ahora. La naturaleza más bien reservada del viejo albañil de Johannesburgo Henning Klopper era bien conocida por sus compañeros, lo que hacía sus intervenciones especialmente esperadas. Aunque no había sido un testigo ocular de los grandes mítines hitlerianos, Klopper era probablemente uno de los sudafricanos que mejor conocían las técnicas utilizadas por el Führer para arrojar a Alemania entre los tentáculos de la hidra nazi.
—El modo en que Hitler consiguió hechizar al pueblo alemán fue tanto mediante una amplia puesta en escena de símbolos como con la predicación de una ideología —declara pausadamente—. El estilo empleado por el jefe del tercer Reich es un modelo que debería inspirar a nuestros responsables políticos. Además, como bien sabe nuestro querido Daniel François Malan, aquí presente, en nuestros días el pueblo blanco parece estar paralizado por cierta apatía. Para sacudirlos sin duda haría falta resucitar algunos grandes mitos de su historia, organizar fiestas, invitarlo a desfilar como una banda tras las banderas y los estandartes heredados de su glorioso pasado. En fin, amigos míos, ¡habría que crear un Nuremberg!
La advertencia provoca una viva sorpresa. «Crear un Nuremberg» en Ciudad del Cabo, en Durban, en Pretoria, en Johannesburgo, ¡qué idea más extravagante! Malan se ha quitado las gafas y comienza a limpiar febrilmente sus cristales con el pañuelo. Verwoerd y Piet Meyer tamborilean nerviosamente el borde de la mesa con la punta de su lápiz. Klopper se apresura a tranquilizar a sus compañeros.
—Tengo una idea que proponeros —anuncia—. Nuestra historia nacional está repleta de símbolos, de epopeyas magníficas, todas ellas capaces de inflamar la imaginación de nuestros compatriotas, de galvanizar sus voluntades. La más hermosa, en mí opinión, es nuestra gran migración de hace un siglo, cuando nuestros antepasados huyeron del Cabo con sus mujeres, sus hijos y su biblia montados en carros tirados por bueyes para ir a conquistar nuevos territorios. Esta época que nuestros mayores llamaron el Gran Viaje es el acontecimiento más emblemático de nuestra historia, el que veneran todos los afrikáners con el mayor fervor. Yo os propongo reunir algunos carros y enviarlos por todos los caminos que van de Ciudad del Cabo hasta Pretoria, como una reconstrucción espectacular de esta aventura. Mil doscientos kilómetros de una nueva marcha heroica que recordará los derechos imprescriptibles en el país que han heredado de Dios. Su epopeya duró cinco años. Ella selló definitivamente la unión de nuestros padres con la tierra de África.
Las palabras de Klopper causan sensación. Permiten cerrar la reunión con un verdadero proyecto de esperanza. He aquí una reconstrucción del pasado que ningún coreógrafo del tercer Reich habría desaconsejado. A partir del día siguiente, Klopper pasa a la acción. Despliega una imaginación desbordante. Hace construir nueve carros rigurosamente idénticos a los del Gran Viaje que bautiza con el nombre de un héroe, de un lugar o de un hecho grabado en los recuerdos. El carro que lleva el nombre de Piet Retief evoca la alta figura del líder afrikáner que intentó negociar con los zulúes pero que fue lapidado hasta la muerte por su rey. El de Andries Pretorius recuerda al heroico oficial cuyo retrato adorna el salón donde se reunieron Malan y sus discípulos. A la cabeza de cuatrocientos sesenta y ocho trekkers, Petrorius exterminó a tres mil zulúes a orillas del río Buffalo, rebautizado como río Blood, el «río de sangre». Otro carro lleva el nombre de Weenen, el valle de lágrimas donde fueron masacrados mientras dormían doscientos ochenta y un hombres, mujeres y niños y sus doscientos sirvientes. El que se llama Sarel Cilliers honra a un anciano pastor del Cabo que, en plena batalla, arengó a sus compañeros desde lo alto de la cureña de un cañón para pedirles que se reunieran todos los años en el mismo día, ellos y sus descendientes, para celebrar una acción de gracias en memoria de su sacrificio. Desde ese día de 1838, el 16 de diciembre es una fecha sagrada en el calendario afrikáner. Los nombres de otros carros rinden homenaje a niños, como el joven Dirkie Lys, que se negó a huir para morir junto al cuerpo lacerado de su padre. O la pequeña Johanna, a la que su madre, herida de muerte, ocultó en el fondo del carro familiar antes de expirar.
Nunca antes Adderley Street, la famosa avenida de Ciudad del Cabo, ha conocido semejante afluencia. Desde toda la ciudad, de los suburbios, desde las ciudades vecinas, más de cien mil afrikáners acuden el 8 de agosto de 1938 para asistir a la partida del gran peregrinaje imaginado por Henning Klopper. Antes de alzarse sobre el timón del Piet Retief, el antiguo albañil señala con su chistera la imponente estatua de Jan Van Riebeeck, el primer holandés llegado a tierra africana. «Roguemos, amigos míos, para que nuestro viaje una a todos los afrikáners de este país», grita. Tirados cada uno por ocho pares de bueyes, los nueve carros parten entonces bajo las ovaciones de la multitud. Alcanzarán la capital, Pretoria, situada a mil doscientos kilómetros, por itinerarios diferentes. En todas las localidades por las que pasan los espera un comité de recepción presidido por el dominee de la parroquia y el representante local de la hermandad de la Broederbond. En cada etapa, los granjeros sustituyen los tiros agotados por animales frescos. El paso de los peregrinos desencadena por todas partes tal fervor que se cambian de nombre las calles para darles el de grandes figuras de la migración del siglo pasado. En Boksburg, la Seventh Street se convierte así en la calle de Sarel Cilliers, en recuerdo del anciano reverendo de Ciudad del Cabo. Para rendir un homenaje aún más emocionante a sus antepasados, miles de hombres se dejan crecer la barba, visten pantalones y chalecos de cuero, se cubren con el sombrero de ala levantada de los trekkers de antaño. Las mujeres vuelven a llevar los largos vestidos de flores de sus esposas y corren hasta los carros para hacer bendecir a sus bebés por los ocupantes.
Fanfarrias y banderas ondeando al viento acogen a los peregrinos en todos los campos de batalla del siglo pasado, desgarradoras pruebas de la fidelidad del pueblo afrikáner a los mitos del pasado. En Fordsburg, los obreros de una fábrica se visten con trajes tradicionales para saludar con un diluvio de flores el paso de un enganche. Cerca de Johannesburgo son las caras negras de una mina de carbón las que salen de los pozos para ovacionar a los viajeros y sus animales. A la entrada de la capital, miles de teas portadas por exploradores envuelven a los recién llegados en un océano de fuego. Dos inmensas antorchas que simbolizan la llama de la libertad y la de la raza blanca preceden a la procesión de las teas. Han salido de Ciudad del Cabo hace catorce días, llevadas de relevo en relevo por jóvenes corredores. Un río iluminado a lo largo de más de un kilómetro escolta la hilera de carros que suben hacia la colina donde se levanta el monumento erigido a la gloria de los viajeros del siglo pasado. A medida que llegan, los portadores arrojan las antorchas en una gigantesca fogata. Unas mujeres se precipitan sobre las brasas para prender una esquina de un pañuelo o el pliegue de su vestido para guardar un recuerdo de la grandiosa kermes. Se encienden otras hogueras alrededor de Pretoria. Pronto toda la capital está rodeada de un anillo incandescente que simboliza la libertad y la gloria del hombre blanco. «La colina es una hoguera. ¡Una hoguera afrikáner! El fuego entusiasma a la joven Sudáfrica», exclama un portador de una tea, de dieciséis años.
Una marea humana de al menos doscientas mil personas invade la colina. Es la mayor reunión en toda la historia del pueblo afrikáner. Conmovido por la grandiosidad del espectáculo y por la magia de la iluminación, Daniel François Malan sube entonces a la tribuna levantada en su honor. Al principio, quebrada por la emoción, su voz encuentra muy pronto los acentos que merece este grandioso encuentro. Malan sabe hacer hablar a su corazón. «Como los héroes del río Blood salvaron con su sacrificio a la raza blanca —grita intentando hacerse oír por encima de los atronadores aplausos—, es hoy el deber de los afrikáners ¡luchar porque Sudáfrica sea para siempre la tierra del hombre blanco!».
«Eie Volk, eie taal, eie land!» («¡Nuestro pueblo, nuestra lengua, nuestra tierra!»). Éste podría ser un eslogan dirigido por Hitler a las multitudes alemanas. Éste será el de Daniel François Malan al día siguiente del gran mitin de los carros sobre las colinas de Pretoria. Electrizado por los relatos que le han traído de su viaje al tercer Reich los jóvenes partidarios, confortado por el apoyo unánime de los miembros de la hermandad de la Broederbond, el líder del Partido Nacional Purificado no duda en comparar su lucha por el poder con la del dictador nazi. Cierto, la doctrina del apartheid que explicará progresivamente a sus electores y el nacionalsocialismo no son de la misma naturaleza. Pero uno y otro surgen de la misma olla de insatisfacciones nacionales y de penurias económicas. Las llamas de la renovación encendidas por Hitler, la visión de una revolución nacionalista anticapitalista rechazando a la vez el comunismo y el liberalismo y ensalzando las nociones de «pueblo», «sangre» y «raza» han seducido por completo a Malan y sus ideólogos afrikáners. La batalla por estos conceptos de «sangre» y «tierra», ¿no es, después de todo, la que ha llevado a los israelitas de la Biblia a alcanzar la Tierra Prometida? Al conquistar el poder, los afrikáners, ¿no van a demostrar que Dios quiere que Sudáfrica sea siempre propiedad de los blancos?
«Die kaffer op syplek» («El negro en su lugar»). En la cosmología perversa que inspirará el programa electoral del Partido Nacional Purificado, el lema se impone pronto como un artículo de fe. El asunto puede parecer sorprendente, pues una auténtica segregación racial impregna ya la mayor parte de las esferas de la vida sudafricana. En efecto, cada ciudad posee su barrio negro separado, hecho de barracas de madera, que llaman the location, como para subrayar la no identidad de los negros que lo habitan. Por la noche, casi por todas partes, la campana de incendios vacía súbitamente las residencias y los comercios blancos de sus sirvientes y empleados de color. La segregación está también presente en los autobuses y en los trenes. Hay ventanillas para negros en las oficinas de correos y en los bancos. En los hospitales, incluso en las salas de operaciones, negros y blancos se tratan por separado. Los negros no frecuentan las escuelas de los blancos ni son enterrados en los mismos cementerios. Pero, excepto en el trabajo, estas manifestaciones de separación no son formalmente obligatorias mediante una ley o un reglamento. Ocurre así, más o menos por costumbre. Los negros y los blancos viven en mundos distintos. No se encuentran nunca, excepto en las relaciones de amos y sirvientes. Aunque ninguna disposición legal prohibe los matrimonios mixtos, éstos son extremadamente raros. En la provincia del Cabo, los mestizos de sexo masculino disfrutan del derecho de voto en el Parlamento. Los blancos, sin embargo, consideran a estos privilegiados como sujetos de una raza inferior que nunca podrán pertenecer a la civilización blanca. Pero no se trata tanto de un sistema como de un modo de vida. Su naturaleza pragmática, más que ideológica, hace posibles algunas excepciones, como los barrios del Distrito Seis o de Sophiatown, donde negros, mestizos y blancos practican la coexistencia racial que permite creer que no está prohibido todo progreso. Malan denuncia con violencia tales derivas que amenazan a sus ojos la pureza de la raza. Pronto, se tranquiliza: la aplicación del apartheid le dará los medios para ponerle fin. Una política que llevará a cabo sin problemas de conciencia, puesto que los objetivos de ese dogma son conforme a la ley de Dios y bendecidos por la Iglesia. ¡Cuidado con los afrikáners que se atrevan a oponerse! Serán inmediatamente castigados como «traidores a la raza». Los descendientes de un pueblo individualista pasarán a convertirse en una nación de conformistas. Porque ha llegado la hora para todos los afrikáners de fundirse en el mismo molde de una ideología implacable.
El hombre al que Malan ha encargado la misión capital de preparar la aplicación práctica de esta ideología es ese amigo suyo que primero pronunció la palabra apartheid. El antiguo estudiante que había visto a Hitler abandonar el estadio de los Juegos Olímpicos de Berlín para no tener que estrechar la mano de un atleta negro se había convertido en el sumo sacerdote de la campaña del Partido Nacional Purificado para las cruciales elecciones de mayo de 1948. Mezclando una imaginación sin límites con una competencia sin par, Hendrik Verwoerd se apresura a preparar la estrategia que el partido debería aplicar en caso de victoria. Es, naturalmente, la puesta en marcha de ese apartheid del que es instigador y al que consagra sus fuerzas por encima de todo. Separar las comunidades de un país entero en todas las expresiones de su existencia es una empresa colosal, sin precedentes en la historia de la humanidad. Será preciso reclutar y formar legiones de agrimensores, etnógrafos, especialistas del catastro, urbanistas, inspectores de impuestos, policías, conductores de bulldozers, mozos de mudanzas, agentes de todas las competencias urbanas y rurales. Habrá que recoger e imprimir decenas de miles de cartas, de planos, de títulos de propiedad. Será preciso incluir en fichas a varios millones de individuos. Habrá que redactar cientos de leyes que el Parlamento será llamado a votar. Habrá que poder requisar los edificios y las oficinas necesarios para la instalación de un gigantesco cuartel general, destinado únicamente a llevar a cabo las operaciones decididas.
¿Quién sabe en este final de los años cuarenta que Hendrik Verwoerd y su equipo de hormigas están ya dispuestos a promulgar no menos de mil setecientas cincuenta medidas de segregación diferentes para que los blancos puedan reinar solos como nunca sobre Sudáfrica?