Dos policías militares acompañaron a Grace Knowland al interior del cuartel de Park Avenue. Un joven oficial la esperaba en el vestíbulo. Se presentó, sonriente.

—Comandante McAndrews, del servicio de prensa del I Ejército —anunció con todo el calor de un auténtico profesional de relaciones públicas—. Le agradecemos de veras, señora, el interés que se toma por nuestros trabajos.

Condujo a la periodista de The New York Times por un pasillo y la hizo entrar en un despacho brillantemente iluminado.

—Ése es nuestro oficial de operaciones, el comandante Calhoun —dijo presentando al oficial de aire jovial que se había levantado al entrar ellos.

Los dos hombres ofrecieron un sillón a la joven.

—¿Cómo prefiere el café? —preguntó apresuradamente McAndrews.

—Negro y sin azúcar, gracias.

Mientras McAndrews iba a buscar el café, Calhoun apoyó tranquilamente los pies sobre la mesa, encendió un cigarrillo y mostró los planos de la región neoyorquina que tapizaban las paredes.

—En términos generales —empezó diciendo—, el objeto de este ejercicio es establecer una especie de inventario de la ayuda que podría prestar el I Ejército a la ciudad de Nueva York en caso de producirse alguna catástrofe natural, como la tempestad de nieve de la semana pasada, una avería general del suministro eléctrico o un ciclón.

El comandante se levantó y señaló con un puntero las diferentes instalaciones del I Ejército en el sector.

—Tomemos la base aérea de McGuire, ahí, en Nueva Jersey. Ciertamente, puede ofrecer medios de evacuación por aire, pero con esto no ayudará a barrer la nieve de las calles, ¿verdad?

El oficial lanzó una risita satisfecha y continuó su exposición con la mayor seriedad.

Su comedia se prolongó durante al menos media hora, tiempo suficiente —había calculado el FBI— para satisfacer la curiosidad de la periodista más exigente sobre los problemas del barrido de nieve en Nueva York.

—¿Quiere usted hacer alguna pregunta sobre algún punto en particular? —preguntó, al terminar.

—Sí —respondió Grace—, me gustaría interrogar a alguno de los militares que participan en el ejercicio.

—¡Hum…! De momento es un poco difícil. Todos los equipos están en pleno trabajo, y, dado que la duración de la intervención cuenta mucho en nuestros cálculos, sería inoportuno interrumpirles. Esto podría falsear nuestros resultados. Pero puede hacer otra cosa: si quiere usted volver mañana por la tarde, al terminar el ejercicio, haré que pueda entrevistarse con todas las personas que desee.

—¿En exclusiva?

—Sólo usted está en el ajo.

«Perfecto» pensó Grace. Dio las gracias al oficial y cerró su libreta de notas. McAndrews la acompañó hasta la puerta del cuartel. Al cruzar el inmenso patio donde iba ella de vez en cuando para ver jugar al tenis a su hijo, algo intrigó a la periodista. En vez de los camiones verde oliva de la Guardia Nacional que solían hallarse allí aparcados, le sorprendió ver numerosas furgonetas con los colores de las agencias Hertz y Avis.

—¿Qué hacen ahí esos camiones de alquiler? ¿Participan también en su ejercicio?

—Bueno… —vaciló el comandante, a quien la pregunta pilló desprevenido—, nos sirven para transportar material. Un apoyo logístico, por decirlo así.

—¿Acaso no dispone el Ejército de medios de transporte suficientes?, dijo Grace, con extrañeza.

McAndrews hizo ademán de sonarse, para ganar tiempo y encontrar alguna explicación plausible.

—Claro que sí señora pero, debido a su tamaño, los camiones militares son bastante difíciles de manejar en las calles atestadas de una ciudad. Podrían provocar graves embotellamientos. Por eso preferimos utilizar esta clase de vehículos más manejables. Con ellos molestaríamos menos a la población.

El Fed disfrazado de comandante estaba muy satisfecho de su ingeniosa respuesta.

—¡Ah!, comprendo —exclamó irónicamente Grace—. ¡El Ejército no retrocede ante los gastos!

En el momento de despedirse, recordó la promesa que había hecho la víspera al joven policía militar de guardia en el cuartel.

—¿Podrían llamar al teniente Daly, comandante? Ayer se mostró muy amable con mi hijo y quisiera darle las gracias.

*

El presidente gozaba de los efectos regeneradores del masaje helado. Aquella ducha de fortísimos chorros era una bendición. En la Casa Blanca la llamaban «el despertar de Lyndon». En efecto, había sido el presidente Johnson quien la había hecho instalar. El actual jefe ejecutivo había vuelto a sus apartamentos a eso de las cuatro y media de la mañana para tomarse unos momentos de descanso. Lo mismo que el alcalde de Nueva York, no había podido conciliar el sueño, tratando, hasta la obsesión, de encontrar una solución milagrosa. Idi Amín Dadá, Jomeini, ¡y ahora Gadafi…! ¡Todo el frágil equilibrio del planeta se estaba desintegrando por los antojos de aquellos fanáticos ebrios de odio! «Pero, en el fondo —se decía—, ¿no somos nosotros los responsables del auge de tales monstruos; nosotros, los países industrializados, con nuestra sed insaciable de petróleo?».

Su criado había dispuesto en la habitación la mesa de su desayuno acostumbrado: un vaso de zumo de naranja, café, dos huevos pasados por agua y tostadas de pan integral. Bebió el zumo de naranja, tomó una taza de café, pero dejó todo lo demás. Tenía poco apetito esta mañana. Como todos los días, accionó los mandos a distancia de los tres televisores alineados al pie de su cama, para enterarse de las actualidades matinales de las grandes cadenas nacionales. Su semblante se iluminó al ver a su esposa dirigiéndose a una asamblea de jóvenes minusválidos de Illinois. En su afán de conservar las apariencias de una situación normal, él mismo le había rogado que participase en aquella manifestación prevista desde hacía tiempo. Reconfortado por las conmovedoras imágenes y por la comprobación de que nada había traslucido de la tragedia en curso, se dirigió con paso firme a la sala de conferencias.

Los miembros del Comité de Crisis se encontraban allí, todos ellos en un estado lamentable. Habían tratado sucesivamente de descabezar un sueño en un sillón, pero la mayoría de ellos sólo se mantenían en pie gracias a los tranquilizantes. Sólo Jack Eastman, recién afeitado, mostraba un rostro casi normal.

Cuando el presidente se hubo sentado, su consejero de Seguridad Nacional le expuso la única información importante que había llegado durante su ausencia: un mensaje del Kremlin. Por orden de Moscú, el embajador soviético en Trípoli había comunicado a Gadafi para que prorrogase el término de su ultimátum y reanudase las negociaciones con Washington. El libio se había mostrado intratable. Según el diplomático ruso, estaba dispuesto a morir y a dejar que su país fuese aniquilado si no se aceptaban sus exigencias. Como los adeptos que le acompañaban habían parecido igualmente resueltos, no había razón para esperar que un golpe de Estado pudiese modificar la situación.

Después de ello, Jack Eastman presentó al jefe del Estado a tres recién llegados a la sala de conferencias: los generales de Aviación, del Ejército de Tierra y de la Infantería de Marina encargados del proyecto de expulsión de los colonos israelíes implantados en Cisjordania.

—Señor presidente —declaró el almirante Fuller, presidente del Comité de Jefes de Estado Mayor—, debemos tomar urgentemente varias decisiones. La primera se refiere a la 82.a División aerotransportada y a la 2.a Brigada blindada. Los primeros aparatos están a punto de llegar a la mitad del trayecto. ¿Hay que dejar que sigan su ruta?

La 82.a División aerotransportada, estacionada en Fort Bragg, Carolina del Norte, y la 2.a Brigada blindada de Camp Hood, en Texas, habían sido puestas en estado de alerta durante la noche. Como sabía el jefe del Estado, estas dos unidades pertenecían a la fuerza de intervención rápida que había creado en 1979, a fin de responder a los imperativos de la política exterior norteamericana. Ciento diez mil soldados escogidos, especialmente adiestrados y perfectamente equipados, podían ser enviados sin demora a cualquier punto crítico del Globo. Dos veces, en 1979, estos hombres habían sido secretamente alertados para intervenir en el golfo Pérsico. La primera, en Arabia Saudita, después de una amenaza de complot contra el régimen de Riad; la segunda, para asumir el control de las instalaciones petroleras iraníes de Abadán, con ocasión de la crisis provocada por la toma de rehenes de la Embajada norteamericana en Teherán.

Hoy, estas tropas escogidas habían sido embarcadas con su material en una escuadra de C-5 Galaxia. Los aviones volaban hacia Alemania, distribuidos en doce escuadrillas, y la que iba en cabeza se había adentrado ya mucho en el océano Atlántico.

Antes de que el presidente tuviese tiempo de responder a la pregunta del almirante Michael York jefe de la diplomacia norteamericana, llegado por la noche de América Latina, intervino:

—Hemos recibido la autorización del canciller Schmidt. Podemos utilizar nuestras bases en Alemania como escalas.

—La segunda decisión se refiere al desembarco de los Marines de la VI Flota —prosiguió el almirante Fuller—. General, tiene usted la palabra.

El general de los marines apretó un botón, que puso al descubierto una de las pantallas empotradas en la pared. Entonces apareció una imagen transmitida por el Pentágono, mostrando la costa oriental del Mediterráneo y la posición de la fuerza anfibia de los Marines de la VI Flota: dos portahelicópteros y cuatro buques de asalto. Estas unidades se encontraban a 20 millas náuticas de la costa libanesa, precisamente al norte de Beirut.

—Tenemos tres posibilidades, señor presidente. La primera es desembarcar nuestras tropas aquí, en la región de Tiro al sur del Líbano o más al Norte, en la bahía de Djuniyé en poder de las falanges cristianas. La segunda es desembarcarlas aquí, cerca de Lattaquié, en Siria, es decir, claramente al Norte. La tercera es transportarlas directamente en helicóptero hasta Jordania, donde tendrían indudablemente los objetivos a su inmediato alcance. Mas para esto sería preciso contar con la conformidad del rey Hussein.

Intervino el secretario de Estado:

—Nuestro embajador en Amman acaba de hablar con el soberano jordano. Éste se aviene a permitir que reagrupemos nuestras unidades en sus aeródromos y nos garantiza su discreción total.

—¿Y las unidades de la fuerza de intervención rápida? —preguntó el presidente—. ¿Qué destino les han asignado?

—El único lugar conveniente sería Damasco —respondió el almirante Fuller—. Allí encontraríamos todas las facilidades aeroportuarias para descargar el material pesado.

—¿Se ha establecido contacto con Assad?

—No, señor presidente —declaró el secretario de Estado—. Pensamos que valía más esperar a que nos diese usted luz verde. Nuestras relaciones con el presidente sirio no son tan buenas como las que tenemos con el rey Hussein.

El jefe ejecutivo se tomó unos momentos para recapitular mentalmente todos los datos del problema, antes de anunciar su decisión:

—Muy bien, señores. Que las unidades de la fuerza de intervención rápida prosigan su vuelo hasta Alemania. Una vez allí, que se mantengan prestas a despegar para el Próximo Oriente. Informen a nuestro embajador en Damasco y díganle lo que esperamos de Assad. Pero adviértanle que no debe ponerse en contacto con él hasta recibir nuevas instrucciones.

Se volvió al general de los marines.

—En cuanto a usted, tenga preparado un primer desembarco en Djuniyé. Sus tropas recibirán allí, probablemente, una acogida más amistosa que en la región de Tiro, donde la artillería israelí podría mostrarse poco hospitalaria. Cuando hayamos prevenido a Assad, las haremos transportar en helicóptero, a través de Siria, hasta Jordania. Pero, de momento, todo el mundo debe permanecer a bordo de los barcos. Nada de desembarco sin mi orden formal.

El presidente reflexionó un momento y, por último, se dirigió al secretario de Estado.

—Michael, prepare un mensaje para el Kremlin explicando nuestra intervención y sus motivos. Actúe de manera que estas informaciones lleguen a conocimiento de Gadafi. Dirija un mensaje análogo a nuestro encargado de Negocios en Trípoli. Por nada del mundo hay que correr el riesgo de que Gadafi interprete mal nuestro objetivo y se decida a precipitar su acción. Aproveche la ocasión para hacer saber a los rusos que les quedaríamos muy reconocidos si ejerciesen toda la presión posible sobre Gadafi para que aplace algunas horas el término de su ultimátum.

—¿Y los israelíes? —preguntó el secretario de Estado—. ¿No deberíamos advertirles igualmente? Si se dan cuenta de que hablamos en serio, quizás acaben por evacuar ellos mismos sus colonias.

—Señor presidente —se apresuró a replicar el almirante Fuller—, si hemos de preparar una prueba de fuerza con los israelíes, ¡me opongo enérgicamente a la idea de revelarles nuestras intenciones con ocho o diez horas de anticipación!

Durante el incómodo silencio que siguió, todos esperaron la decisión del presidente.

—No se haga usted ilusiones, almirante. No tenemos ninguna necesidad de anunciar a los israelíes la operación que proyectamos. ¡Ellos mismos la descubrirán!

*

«¡Un verdadero trabajo de relojero!», pensó Angelo Rocchia, extasiado, viendo cómo desmontaban los especialistas del laboratorio criminal del FBI la furgoneta Volkswagen utilizada para el transporte de la bomba desde el Dyonisos a su escondrijo final. Centenares de piezas del vehículo yacían, esparcidas, sobre el suelo de cemento de uno de los garajes de la agencia Hertz, en la Cuarta Avenida de Brooklyn. Cada uno de los treinta y siete defectos de la carrocería —arañazos, golpes, abolladuras—, algunos de ellos apenas visibles, había sido marcado con un círculo rojo. La menor rascadura de pintura era examinada con un aparato de análisis espectrográfico enviado por avión desde Washington.

Un equipo de Feds había establecido minuciosamente la historia del vehículo. Partiendo de los contratos de alquiler, habían buscado a todos los que lo habían utilizado en las dos últimas semanas y reconstituido con ellos todos los itinerarios. Se llamó al joven matrimonio que lo había alquilado después de los palestinos, para ver si habían encontrado algo —un estuche de cerillas, una servilleta de papel de un restaurante, un mapa de carreteras—, que pudiese dar una indicación sobre los lugares donde habían estado los terroristas el día anterior.

El caucho de los neumáticos había sido analizado al microscopio a fin de descubrir cualquier partícula reveladora de la naturaleza del suelo por el que habían rodado… o donde habían aparcado. También la alfombrilla había pasado por el tamiz, en un intento de encontrar unos granos de polvo o un pequeño fragmento de las suelas de los Dajani que pudiese orientar geográficamente la investigación. No se había descuidado nada. Al enterarse de que se habían realizado trabajos de pintura en el puente de Brooklyn, el viernes en cuestión, los Feds habían examinado con lupa, y centímetro a centímetro, la carrocería: un vestigio de la misma pintura habría demostrado que los terroristas habían transportado efectivamente su bomba a Manhattan.

«¡Maravilloso!», Angelo estaba mudo de admiración ante tanto rigor, tanta minuciosidad, tanta precisión. Lo malo era que una investigación tan enorme no había servido absolutamente para nada. Él acababa de pasarse más de una hora en la oficina de la agencia Hertz estudiando concienzudamente los resultados de la encuesta. Se sabía que Whalid y Kamal Dajani se habían presentado en la agencia alrededor de las diez y media de la mañana del viernes. El empleado recordaba que habían dicho que querían una furgoneta para «trasladar algunos muebles». Esta precisión indicaba que conocían las reglas del alquiler de vehículos de transporte. En efecto, para servirse de aquel vehículo con objeto de retirar mercancías de los muelles, no habría sido suficiente el permiso de conducir robado de Kamal. Le habrían pedido una licencia comercial de transportista. El empleado recordaba también que sus clientes se habían informado sobre la carga útil que podía transportar el modelo que él les ofrecía. Habían parecido satisfechos al enterarse de que era de dos toneladas.

Según la hora estampada en el contrato de alquiler, habían tomado posesión del vehículo a las 10.47. Kamal lo había devuelto, él solo, a las 18.15 de la tarde, después del cierre de la oficina. El guardián de noche había puesto sesenta y un litros y medio, para volver a llenar el depósito. Dados los cuatrocientos diez kilómetros inscritos en el contador, aquello significaba un consumo medio de quince litros por cien kilómetros, lo cual era normal. La otra única indicación exacta que poseían los investigadores era la hora —11.42— estampada por el guardián de los docks en la hoja de entrega de la mercancía. Esto era casi todo lo que se sabía. Un equipo se había pasado también la noche comprobando, en el ordenador del Bureau, las infracciones de normas de aparcamiento cometidas en el día del viernes. Pero esto no había dado resultado.

Angelo salió al patio. Empezó a pasear, pensativamente, sobre el agrietado cemento, tratando de deducir algo de las informaciones de que disponía.

—¡Hola! ¿Qué estás buscando aquí desde hace horas? ¿Un asesino?

Angelo reconoció al guardián a quien había Kamal Dajani devuelto la furgoneta. Apoyó una mano en su hombro, en amistoso ademán.

—En efecto, se trata de un asesino, y usted puede ayudarnos a salvar a sus futuras víctimas. Tratemos una vez más de recordar lo que pasó el viernes por la tarde, ¿quiere?

—Está de broma, ¿eh? —La irritación del guardián era evidente—. Ya se lo he contado todo a sus colegas de allá abajo. El viernes, ¡este garaje era una mierda, una pista de patinar! Bueno, ya me han hecho perder bastante tiempo. ¡Adiós!

Angelo reanudó su lento paseo. De pronto, se detuvo. «Una pista de patinar», había dicho el guardián. ¿Una pista de patinar…? Sí, ¿por qué no…? Es cosa sabida que, después de una nevada, el número de accidentes de circulación aumenta de un modo extraordinario. Ahora bien, ¿sabrían los árabes conducir sobre la nieve? Una pista de patinar… Hay que comprobarlo inmediatamente. Nunca se sabe…

*

Grace Knowland sonreía al joven e intimidado teniente, sentado delante de ella. «Es conmovedor —pensaba—. ¡Casi podría ser su madre, y me mira con aire enamorado!». Se habían acomodado en un drugstore de Madison Avenue, ante un café y unos donuts.

—Mire —dijo el joven oficial—, en realidad yo no pertenezco a la policía Militar, sino a Infantería. Si estoy en Nueva York, es sólo por un destino temporal.

—¡Ha tenido suerte! ¡Es estupendo encontrarse de golpe en Nueva York!

—No tanto como usted cree. Imagínese que nos enviaron aquí sin previo aviso y que nada se había previsto para nuestro alojamiento. Dormimos en sacos tirados en el suelo y, como alimento, nos distribuyen raciones de combate frías.

—¿Es posible? —se asombró Grace—. ¿Quiere usted decir que el Ejército se permite el lujo de alquilar un montón de camiones, y, en cambio, no tiene dinero para pagarles una comida caliente?

—¡Pero el Ejército no ha alquilado esos camiones!

—¿No ha sido el Ejército?

—No. Quienes los utilizan son los paisanos que han organizado el ejercicio.

—¿Para barrer la nieve?

—¡No tengo ni idea! Creo que los llenan de aparatos, y enseguida se echan a la calle, y dan vueltas y vueltas durante horas. Sin duda para medir algo. Tal vez la contaminación.

Grace apuró su taza, con aire perplejo. Cogió la cuenta.

—¡Vaya! —gruñó, buscando su monedero—. Ahora me doy cuenta de que olvidé mi libreta de notas en el despacho del comandante. ¿Podría llevarme allí?

Diez minutos más tarde, volvió a salir del cuartel, estrechó calurosamente la mano del joven oficial y detuvo el primer taxi que pasó por Park Avenue.

Se arrellanó en el asiento sacó su libreta y escribió apresuradamente un número. Había querido volver al cuartel para obtener este dato. Se trataba del número de matrícula de una de las furgonetas Avis que había aparcadas allí.

*

—¿Tiene usted idea del número de camiones Hertz que circulan por Nueva York un día laborable?

Angelo Rocchia había hecho esta pregunta al granujiento empleado que dirigía la agencia de la Cuarta Avenida. Éste lanzó un pequeño silbido y se echó atrás en un sillón para hacer el cálculo.

—Nosotros, aquí, alquilamos unos cuarenta vehículos al día, y tenemos otras dos agencias en Brooklyn. Añada las de Manhattan, del Bronx y de Queens. Esto debe representar de cuatrocientos a quinientos cacharros, como mínimo. Tal vez más, en días de afluencia. ¿Por qué lo pregunta?

—¡Oh! Por nada. Simple curiosidad…

A través del cristal del pequeño despacho lleno de trastos, Angelo seguía las operaciones de los Feds del laboratorio en el garaje contiguo. «Realmente, hacen todo lo que pueden para sacar algo de toda esa chatarra —pensó—, pero no se puede esperar gran cosa. Salvo con tiempo, con mucho tiempo. Pero la verdad es que nadie se preocupa demasiado de darnos un plazo para encontrar este maldito barril. Por lo demás, nos ocultan muchas cosas en este asunto. Empezando por ese informe técnico sobre la furgoneta, que los Feds han hecho desaparecer en menos que canta un gallo cuando yo quise meter las narices. “Secreto”, me ha dicho el carota del Fed que dirige el equipo. ¿Qué puede ser tan importante que ni siquiera los que buscamos el barril tenemos derecho a saberlo?».

Angelo encontró un cacahuete en su bolsillo y se lo metió en la boca. Pensó en la cuestión de la pista de patinar y en lo que había deducido de ella. ¿Una deducción extraída por los pelos? Nieve más un árabe al volante, igual a accidente. «¿Acaso los dedos se me antojan huéspedes? ¿O hay realmente aquí algo que investigar? —Miró a los Feds que seguían rebullendo alrededor de la furgoneta—. En vez de esperar como un imbécil a que hayan acabado, ¡podría poner hilo a la aguja!». Con aire escéptico, pidió una guía telefónica y marcó un número.

—¡Oiga! ¿Comisaría número uno? Póngame con el inspector encargado del registro.

Se refería al registro en que cada una de las treinta y dos comisarías de policía de Nueva York consigna los delitos denunciados cada día, desde el caso de la mujer apaleada por su marido, hasta el asesinato.

—Dígame, inspector —preguntó, después de dar su nombre y condición—, ¿registraron ustedes por casualidad algún 61 el viernes pasado?

En la terminología de la policía neoyorquina, un 61 es un accidente de circulación provocado por una tercera persona no identificada.

*

Grace Knowland empujó la puerta del edificio de New York Times y saludó con un guiño a los guardianes armados que vigilaban el acceso a los ascensores. En el vestíbulo de entrada del periódico más influyente del mundo reinaba un ambiente de afelpada respetabilidad. En una hornacina, el busto, de rostro severo de Adolph Ochs fundador del Times, parecía recordar a todos los que entraban que el sentido del deber era el primero de los principios sobre los que se había fundado su empresa.

Deslizándose a través del laberinto de la sala de redacción. Grace llegó a su pequeño compartimiento cercado de cristales. Lo primero que hizo fue llamar a la dirección neoyorquina de la empresa Avis de alquiler de automóviles. Rápidamente obtuvo la información que deseaba: la furgoneta cuyo número de matrícula había anotado en el cuartel pertenecía a la sucursal de Nueva Brunswick, ciudad del vecino Estado de Nueva Jersey. Ahora debía descubrir la identidad de la persona que la había alquilado. Conocedora de que la empresa Avis no comunicaría este dato a un interlocutor desconocido, recurrió a una estratagema que, sin duda, habría censurado el austero fundador de su periódico.

—Aquí la sargento Lucie Harris, de la policía de tráfico del Estado de Nueva York —dijo al empleado de la agencia Avis de Nueva Brunswick—. Uno de nuestros puestos de control por radar ha registrado el exceso de velocidad de una furgoneta matrícula NJ 48749, perteneciente a su agencia. Les agradeceríamos que nos comunicase nombre y dirección de la persona que suscribió el contrato de alquiler.

—Esto requerirá un poco de tiempo —se excusó la empleada—. Si me deja su número, la llamaré enseguida.

—No hace falta, señorita. Esperaré.

Unos minutos más tarde su interlocutora la informó:

—Según el permiso de conducir, se trata del señor John McClintock con domicilio en el 104 de Clear View Avenue, Las Vegas. Permiso de Nevada, número 432.701 uno extendido el 4 de mayo de 1979. Válido hasta el 3 de mayo de 1983.

Grace apuntó estos datos en su libreta. «¿Por qué diablos han ido a buscar en pleno desierto a un especialista en barrido de nieve?», se preguntó, asombrada.

—¿Dejó su número de teléfono?

—Sí. Es el 293.30.00, prefijo, 202.

La periodista le dio las gracias y marcó este número.

—Base aérea de McGuire —le respondió alguien.

«¡Vaya, se trata de un militar!» —comprendió Grace—. Preguntó por John McClintock.

—¿Puede decirme a qué servicio pertenece?

—No; sólo me dejó este número y pidió que le llamase.

—La pondré con información.

Como la base de McGuire no sabía nada del tal John McClintock, la periodista colgó, muy desilusionada. Se estaba desvaneciendo su hermoso sueño de denunciar una nueva malversación de fondos públicos. Echó una mirada a su reloj. En Nueva York era poco más de las diez del martes 15 de diciembre: las ocho en Las Vegas. «Haré otra llamada, se dijo, una última llamada, antes de abandonar».

El servicio de información telefónica de Las Vegas le dio el número de un John McClintock que vivía en la dirección consignada en el contrato de Avis. El teléfono sonó durante largo rato. Grace estaba a punto de colgar cuando le respondió una voz de mujer. De nuevo expresó el deseo de hablar con Mr. John McClintock.

—Lo siento, pero no está. ¿Qué desea?

—¿Sabe dónde podría encontrarle?

—¿Quién le llama? Soy Mrs. McClintock.

—Disculpe la molestia, señora. Aquí es el First National City Bank, de Nueva York. Hemos recibido una orden de transferencia a favor de su marido, y necesitamos sus instrucciones. ¿Sabe dónde podría encontrarle?

—Por desgracia, no. Salió de viaje para varios días.

—¿Cuándo estará de regreso?

—A decir verdad, lo ignoro.

—¿No hay un sitio donde pudiese dejarle un recado?

Después de vacilar un momento, Mrs. McClintock explicó:

—Lo siento, pero no puedo decirle dónde está mi marido. El Gobierno le encargó una misión. Lo mejor que puede hacer es llamar a su oficina en el Federal Building de Las Vegas.

Como siempre que su instinto de reportero le hacía oler un asunto gordo, una sensación de calor invadió a la periodista. El comandante McAndrews le había dicho que los camiones de alquiler correspondían al Ejército; el teniente Daly le había dicho lo contrario. Uno de los dos se equivocaba… o mentía. Llamó al Federal Building de Las Vegas.

—Servicio de protección. Tom Reily al aparato —declaró alguien que no era McClintock.

—«¿Protección? ¿Protección contra quién?», se asombró Grace.

—Con Mr. McClintock, por favor.

—Éste es su despacho, pero estará ausente unos días.

La joven adoptó un tono confidencial, con la esperanza de que su interlocutor la tomase por una antigua conocida de McClintock.

—¡Ah! ¿A quién ha ido a proteger esta vez?

—¿Quién está al aparato?

La voz era seca, distante. La periodista volvió a su anterior comedia de la transferencia bancaria.

—¿Tendría la amabilidad de decirme dónde puedo llamarle?

—Imposible hablar con él antes de su regreso. Su misión es confidencial.

Grace estaba estupefacta. ¿Qué razón podía haber para que el Gobierno norteamericano quisiera mantener secreto un ejercicio de limpieza de nieve en las calles de Nueva York? De pronto, comprendió: ¡aquellos camiones no tenían nada que ver con la nieve! Pero, entonces, ¿por qué estaban allí?

Pensó en la respuesta de Angelo, ayer por la noche: «Mucho trabajo buscando una aguja en un pajar». Pero, a propósito, ¿qué hacía él a hora tan tardía en su despacho? ¿Y el alcalde? ¿Por qué había vuelto de Washington en un jet presidencial? ¡Todo aquello era muy extraño!

Volvió a llamar a la oficina de Angelo, pero tampoco obtuvo respuesta. Hojeó el anuario secreto de la policía neoyorquina y marcó febrilmente los números directos de una decena de inspectores principales. Ninguno de ellos le respondió.

Dos minutos más tarde, Grace Knowland irrumpía en el despacho del jefe de redacción.

—Myron —le dijo—, tengo que hablarte urgentemente. Me parece que he dado con algo gordo, muy gordo.

*

Una cuestión obsesionaba cada vez más al alcalde de Nueva York, desde su regreso al Puesto de Mando subterráneo de Foley Square, a las ocho de la mañana de aquel martes 15 de diciembre. ¿Y si el bufón de Oglethorpe se equivocaba al alegar el espectro del pánico para evitar la evacuación de Nueva York como un caso de catástrofe? ¿No demostraba la experiencia que, por el contrario, la gente tiende a veces a portarse mejor en las grandes tragedias que en los pequeños incidentes? Y en tal caso, ¿no tenía la obligación moral absoluta de gritarles a sus ciudadanos que emprendiesen la huida? ¡En seguida! ¡A toda velocidad! ¡Mientras estuviesen aún a tiempo! ¡Por cualquier medio! ¡Al diablo con todas las otras consideraciones! ¡Más valía salvar a unos cientos de miles, que condenar a todos a perecer!

Los informes pesimistas de las últimas horas fortalecían esta intención del alcalde. Después de la euforia que había seguido a la identificación de los palestinos y a la movilización de todas las fuerzas de policía, ahora, cuando faltaban menos de cuatro horas para que expirase el plazo del ultimátum, un insoportable abatimiento reinaba en el puesto de mando subterráneo.

Para lanzar su grito de alarma, Abe Stern disponía de un instrumento único en Estados Unidos: la «línea número 1.000». Se trataba de un enlace directo, por radio y televisión, entre su despacho del Ayuntamiento o su residencia de Gracie Mansion, y el control de la emisora de radio y televisión municipal WNYC. Si lo ordenaba el alcalde, el técnico de servicio en la WNYC llamaría a las tres emisoras principales de la ciudad: WNBC, WCBS y WABC. Estas tres accionarían, a su vez, un sistema de alarma, que sonaría en todas las emisoras neoyorquinas. Al recibir esta señal, todas las estaciones estaban absolutamente obligadas a interrumpir al instante sus programas y pedir a sus oyentes o telespectadores que permaneciesen a la escucha en previsión de un mensaje urgente. Menos de dos minutos después de emplear la «línea número 1.000», el alcalde de Nueva York podía aparecer en las pantallas y hablar por medio de las ondas de más de cien emisoras de radio y de televisión al mismo tiempo. Ni siquiera el presidente de Estados Unidos podía dirigirse con tanta rapidez a sus compatriotas.

Abe Stern vacilaba todavía en tomar decisiones cuando la voz del presidente vibró en el amplificador instalado en la mesa de conferencias del Puesto de Mando subterráneo. El día anterior se había establecido un enlace directo entre este puesto y la sala del Consejo de la Casa Blanca. Stern se estremeció al percibir el tono de ansiedad del jefe del Estado, que imploraba noticias esperanzadoras sobre la búsqueda de la bomba. «Ahora, su única esperanza somos nosotros», pensó tristemente el alcalde. Su optimismo de la víspera: «Hay que tener confianza, Abe; conseguiremos disuadir a Gadafi de que cumpla su funesta amenaza», había dado paso a la angustia más negra. El presidente anunció que había intentado tres veces, infructuosamente, restablecer el contacto con Trípoli. Gadafi seguía inquebrantable en su negativa a discutir. Recordó la intervención militar prevista para expulsar a los colonos israelíes de Cisjordania. Stern palideció. Él no era sionista militante, pero la perspectiva de una matanza entre sus compatriotas y los israelíes, por culpa del complot de aquel fanático libio, le horrorizaba. Por otra parte, ¡la salvación de su ciudad no tenía precio!

Para su gran asombro, vio que Feldman, el taciturno jefe de los inspectores, cogía el micro de la línea directa con la Casa Blanca. Su voz temblaba de emoción.

—Señor presidente, no hay ninguna probabilidad de encontrar la bomba en el plazo previsto. Con veinticuatro horas más, ¡lo lograríamos! Por el amor de Dios, señor presidente, ¡consiga estas veinticuatro horas!

*

Sólo en la jornada del viernes anterior, 11 de diciembre, los servicios de las treinta y dos comisarías de Nueva York habían registrado quince accidentes de circulación causados por personas no identificadas. Tal como había presumido Angelo Rocchia, esta cifra, muy superior a la acostumbrada, se debía a la nieve, que había puesto las calzadas muy resbaladizas.

En sólo uno de tales accidentes se había producido un herido grave, por lo que era objeto de una investigación a fondo. Todos los demás llevaban la misma nota en el registro: «Asunto confiado al inspector Alcesto». Para los profanos, este inspector podía parecer el policía más ocupado de Nueva York. En realidad, no existía. Su nombre expresaba lo que pensaba la policía de los accidentes materiales con terceros no identificados: ¡un papeleo inútil! La mayor parte de las denuncias procedían de conductores de vehículos de sociedades, obligados a señalar el menor arañazo a efectos del seguro, o a trabajadores independientes que necesitaban una prueba para justificar los gastos de reparación con vistas a su reducción en la declaración fiscal. Tiempo atrás, los policías arrojaban directamente al cesto estas denuncias, a pesar de haberlas mecanografiado en debida forma delante del perjudicado. ¡Lo hacía para evitar que estos pequeños sucesos falsearan la estadística de los delitos impunes! El FBI había descubierto esta práctica y le había puesto fin. Ahora, todo accidente causado por un tercero no identificado era señalado con un número y registrado en los archivos de las comisarías. Pero estas declaraciones, piadosamente recogidas, no dejaban por ello de ser olvidadas.

A pesar de la gran urgencia, Angelo, como de costumbre, actuó con calma. Después de telefonear a nueve comisarías y tomar nota de seis de los quince accidentes registrados, hablaba ahora con la 10.a comisaría de Manhattan.

—En efecto, tengo una denuncia correspondiente a dicho día —le dijo el policía de guardia—. De un representante de Colgate que se encontró con una rozadura en el guardabarros de su coche.

—Magnífico. ¿Qué dice exactamente la declaración?

El denunciante declara —leyó el policía—, que el viernes 11 de diciembre, su automóvil, marca Pontiac, matrícula del Estado de Nueva York número 349.271, estuvo aparcado, entre las 13 y las 14 horas, delante del número 537 la calle 29 Oeste. Cuando volvió para recoger su vehículo, comprobó que el guardabarros delantero izquierdo había recibido un golpe. Un desconocido había dejado, sujeta bajo el limpiaparabrisas, una nota que decía: «Un camión amarillo ha golpeado su coche y se ha dado a la fuga». Declaración tomada el 11 de diciembre por el oficial de policía Natale. Asunto confiado al inspector Alcesto, en espera de informaciones que permitan una ulterior investigación.

Angelo no pudo resistir las ganas de reír ante una burocracia tan perfecta.

—Dígame una cosa: ¿qué clase de información esperan para la «ulterior investigación»? —se chanceó.

Pero enseguida lo pensó mejor.

—¿Ha dicho usted «un camión amarillo»?

—Es lo que está escrito aquí.

—Deme el nombre y la dirección de ese representante de Colgate.

*

En el otro extremo de Estados Unidos, los primeros rayos del sol ponían luminosos destellos en las verdes ondas del Pacífico que rompían sobre la arena de Santa Mónica. Un jogger madrugador se dirigía a su villa sobre el acantilado, cuando oyó a lo lejos el timbre de su teléfono. El jefe de la oficina de The New York Times en la costa Oeste aceleró su marcha. Inmediatamente reconoció a su interlocutor por el tono confidencial, casi misterioso, de su voz.

—Tengo algo muy importante para ti —decía Myron Pick, su jefe de redacción—. Llama enseguida a tu corresponsal en Las Vegas. Hay en el Federal Building, de Highland Street, un tal John McClintock que trabaja en un «servicio de protección». Quiero que tu hombre averigüe las actividades exactas de ese McClintock y me telefonee acto seguido a Nueva York.

*

«¡A la mierda con todo!», maldijo Angelo Rocchia colgando el aparato. El representante de Colgate cuyo coche había sido abollado, recorría ahora el West Side de Manhattan y no volvería a la oficina hasta la noche. La telefonista le había sugerido que, si tenía prisa en encontrarle, podía ir a Casa Pasquale, un café de la calle 35, donde los representantes de comercio del distrito iban todos los días a tomar un café y unos bollos a eso de las diez.

«Cuatrocientos camiones Hertz —calculó Angelo—. Más otros varios cientos, también amarillos. ¡Millares de ellos circulaban diariamente por las calles de la ciudad! Y todo lo que he encontrado ha sido un trozo de papel donde se dice que un camión amarillo chocó con el guardabarros de un cacharro aparcado. ¡Hay que estar chiflado para entusiasmarse con una cosa así! —Miró a los Feds del laboratorio criminal, que seguían examinando cada pieza de la furgoneta—. ¡Otra policía, otro método!», pensó.

Se levantó con aire fatigado, se caló el sombrero y se dirigió al garaje, mientras recapitulaba los datos de su problema. Si el coche de aquel representante de Colgate había recibido el golpe en el guardabarros delantero izquierdo, sin duda se lo había dado el camión amarillo con el lado derecho. Fue a mirar las piezas del costado derecho de la carrocería clasificadas por los Feds y contó catorce círculos rojos numerados, uno para cada punto de choque descubierto. Consultó los resultados del análisis espectográfico correspondientes a cada número. Por desgracia, ninguno de ellos llevaba a una conclusión decisiva. Habían permitido identificar restos de pintura de tres marcas diferentes, dos de ellas empleadas por General Motors, y la tercera, por Ford. Ahora bien, los modelos que se empleaban en aquellas tres pinturas, representaban más del 55 por ciento de los vehículos en circulación. «¡Esto sí que nos sirve de mucho!», rió Angelo entre dientes.

—¿Podemos ayudarle en algo, inspector? —preguntó secamente uno de los Feds del laboratorio.

—No, gracias, respondió Angelo. Sólo estaba echando un vistazo.

—En tal caso, sería mejor que esperase en el despacho. Estará más cómodo. Y ya le avisaremos si descubrimos algo que pueda interesarle.

«Decididamente, soy aquí tan bien recibido como un Stup en una reunión de drogadictos». La desconfianza de los agentes del FBI por los otros policías le habían exasperado siempre de un modo extraordinario. Entonces vio a Jack Rand, su compañero de equipo. También éste parecía ahora mantenerle a distancia, como a un apestado.

—Dime, hijo —le dijo al oído el neoyorquino— ¿podrías hacerme un pequeño favor?

Apoyó una mano en su hombro y se lo llevó aparte. Desde luego, no pensaba revelarle lo que bullía en su cabeza. Rand sentía demasiado respeto por el reglamento. Avisaría inmediatamente al Puesto de Mando y pediría que enviasen a otro para seguir la pista al representante de Colgate, cosa que Angelo quería evitar a toda costa. Miró a Rand fijamente a los ojos. A fin de cuentas, ¡el joven Fed debía ser capaz de un poco de solidaridad!…

—¿Podrías encubrirme durante una hora o dos? —Le guiñó un ojo—. Quisiera visitar a alguien no lejos de aquí; un bomboncito al que no veo desde hace algún tiempo. Quisiera llegarme de un salto a su casa, para darle los buenos días.

Rand pareció horrorizado.

—¿Te has vuelto loco, Angelo? —Estaba sinceramente indignado—. ¡No puedes hacerlo! ¿No te das cuenta de lo urgente que es encontrar esa…?

Iba a decir «bomba», pero se contuvo.

—Ésa, ¿qué? —preguntó Rocchia.

—Ese barril… ese barril de gas.

—Dime, pequeño, ¿qué secreto hay en esta historia, para que tú y tus compañeros de allá abajo —señaló el garaje—, os andéis con tantos tapujos? ¿Es realmente gas lo que contiene ese maldito barril?

—¡Claro que sí!

Angelo dirigió una mirada de entomólogo a su compañero de equipo. «También tú eres un embustero», se dijo, con disgusto. Rand insistió:

—Marcharte ahora es… —buscó el peor ejemplo que podía ocurrírsele— …¡es como el soldado que deserta ante el enemigo!

Rocchia lanzó un gruñido y pellizcó la oreja del Fed.

—¡No te enfades, hijito! ¡Le preguntaré si tiene una amiga!

*

Myron Pick, el jefe de redacción de The New York Times, paseaba nerviosamente por su despacho. A través de la puerta abierta, llegaba hasta él la barahúnda de la inmensa sala de redacción. En cuanto Grace Knowland le hubo informado de sus sospechas, envió a las comisarías a todos sus reporteros disponibles, con el encargo de buscar todas las informaciones capaces de revelar algo anormal. Desde hacía veinte minutos, todos telefoneaban para darle la misma noticia: aparte algunos policías de guardia, las treinta y dos comisarías de Nueva York estaban prácticamente vacías. Uno de los reporteros había ido incluso a la jefatura del FBI en Federal Plaza. Le habían negado la entrada, pero había podido enterarse, por los ascensoristas, de que el edificio estaba invadido, desde la víspera, por centenares de agentes llegados de provincias. Intrigado, había bajado al parking a husmear y había visto hileras de automóviles matriculados en los estados vecinos de Nueva York. Era evidente que el FBI se traía algo muy gordo entre manos.

Pick estaba tratando de imaginarse la razón de esta movilización general, cuando entró en tromba uno de sus reporteros. Rebosaba el orgullo propio del novato que se dispone a dar su primera gran noticia.

—¡Ahí tiene toda la historia! —dijo, casi sin aliento, mientras arrojaba las fotografías de los Dajani sobre la mesa del jefe de redacción—. ¡Palestinos! ¡Asesinos de guripas! ¡Todos los policías de la ciudad corren detrás de ellos!

—¿A quién mataron?

—A dos motoristas de Chicago, hace quince días.

—¿De Chicago?

Pick había fruncido las cejas. ¿Desde cuándo mostraba la policía de Nueva York tanta compasión por su hermanita del lago Michigan?

—¡Vaya corriendo a buscar a Grace Knowland! —ordenó, mientras descolgaba el teléfono.

Cuando llegó Grace, Pick le mostró las tres fotografías.

—He aquí tu aguja en un pajar. Tres palestinos de los que se dice que mataron a dos polis en Chicago, hace quince días. ¡Lo curioso es que no ha habido un solo asesinato de policías de Chicago desde hace tres meses! Acabo de comprobarlo por medio de nuestro corresponsal.

El rostro de Pick tenía ahora un aire severo.

—¡Quiero toda la verdad!

Descolgó de nuevo el teléfono y llamó a Patricia McKnight, la oficial de prensa del jefe de policía.

Ésta se puso inmediatamente al aparato. Los altos funcionarios de la Administración neoyorquina no tenían por costumbre hacer esperar a un jefe de redacción del Times.

—Patty, quiero saber lo que pasa. Sé que en el cuartel de Park Avenue se está desarrollando un simulacro de ejercicio de limpieza de nieve. Y sé que todos los policías de la ciudad andan persiguiendo a tres palestinos por una razón que no es precisamente la que les han dado. ¿Qué pasa exactamente, Patty? Se trata de un maldito caso de terrorismo palestino, ¡y quiero saber cuál es!

Hubo un largo e incómodo silencio al otro extremo de la línea.

—Lo siento, Myron, pero temo que su pregunta escapa a mi competencia. ¿Está en su despacho?

—No me moveré de él.

Voy a pedir al jefe que le llame enseguida.

*

Angelo Rocchia olió con satisfacción los efluvios de salami, de ajo, de provolone, de aceite de oliva, de pimienta fresca. Sólo por estos apetitosos olores, incluso un ciego habría identificado el lugar: Casa Pasquale, el café de la calle 35, frecuentado, a la hora del almuerzo, por los representantes de comercio del West Side. Angelo recorrió la sala con la mirada. Ante el mostrador había una hilera de taburetes de asiento tapizado de plástico rojo, y en el fondo se hallaban las mesas, muy juntas, con manteles rojos de papel. El personal se reducía a un único camarero que, con la ligereza de un prestidigitador, amontonaba más y más bocadillos, en previsión de la afluencia de clientes del mediodía. Detrás de la caja imperaba una robusta matrona italiana, vestida de negro.

Angelo saludó a la italiana tocándose con un dedo el ala de su sombrero, señaló con la cabeza las botellas de chianti colgadas del techo y, con su mejor acento siciliano, pidió un vaso de ruffino.

Bellisima signora —murmuró, mientras ella le servía el vino con aprobadora condescendencia— ¿conoce usted a un tal Mr. McKinney, que trabaja en Colgate?

—¡Desde luego! Está allí abajo.

Había señalado a un hombre de unos cincuenta años, con impermeable negro, que estaba sentado solo a una mesa y leía The Wall Street Journal. Angelo se acercó furtivamente a él y le mostró su placa de inspector en la palma de la mano.

—¿Permite que me siente?

—Como guste.

Con sus gafas sin montura e incipiente calvicie, aquel hombre parecía más un clérigo que un representante de comercio. «¡Demasiado buen género para rondar por las abacerías!», se dijo Angelo, antes de exponerle lo que le inducía a charlar un poco con él.

—¡Conque era eso! —respondió el representante con aire aliviado—. Lo cierto es que ya lo conté todo en mi denuncia del accidente.

—Lo sé, Mr. McKinney, pero necesito algunas aclaraciones complementarias.

Angelo sonrió y se acercó más a su interlocutor.

—Escuche —dijo, en tono confidencial—, estamos trabajando en un caso muy grave y existe la posibilidad, una ínfima posibilidad de que su accidente nos dé una pista capital. ¿Está usted absolutamente seguro de que en el papel dejado debajo del limpiaparabrisas se mencionaba un camión amarillo?

—Absolutamente —respondió enseguida McKinney—. Incluso mostré el papel al policía de la Comisaría.

Angelo bebió un trago de vino.

—¡Perfecto! Crea usted, Mr. McKinney, que todo esto no tiene nada que ver con usted; pero es sumamente importante que sepa la hora y el lugar exactos en que se produjo la colisión.

—Todo esto consta también en la denuncia.

—Lo sé. Pero he de tener una certeza absoluta. ¿Está usted seguro de haber aparcado su coche a las trece horas?

—No puedo equivocarme, pues escuché el enunciado del noticiario de la una de la WCBS precisamente antes de apearme de mi automóvil.

—Muy bien. ¿Durante cuánto tiempo estuvo ausente?

—Veamos… —McKinney frunció las cejas, esforzándose en recordar. Sacó de su cartera la libreta de pedidos—. Aquel día visité a tres clientes —dijo, hojeando la libreta—. El último fue el supermercado de la esquina. Pero sólo fue una visita de cortesía, puesto que compra directamente a la casa. Sólo di los buenos días al director, comprobé dónde estaban mis productos, observé lo que hacían los parroquianos y me marché. En total, no creo que estuviese más de media hora lejos de mi coche.

Angelo garrapateó unas notas en un ángulo de su periódico.

—¿Y lo había aparcado precisamente delante del número 537 de la calle 29 Oeste?

—¡Estoy seguro! Lo anoté enseguida.

El hombre había enrojecido ligeramente. «¿Por qué miente? —se preguntó Angelo—. Es evidente que no tiene nada que ver con este asunto. Pero, entonces, ¿qué tiene que ocultar? Quizá fue a visitar a una amiguita, en vez de a un cliente. Y Colgate no tolera estas escapatorias. Bueno, tratemos de atacar a ese buen hombre desde otro lado».

Apuró su ruffino y adoptó un aire jovial.

—Tengo entendido que vive usted en White Plains.

—Sí. ¿Conoce el lugar?

—¡Un delicioso arrabal! Cuando aún vivía mi pobre esposa, tuve la momentánea idea de instalarme allá arriba. Por el aire limpio y todo lo demás… ¿Es usted casado?

—Sí, y tengo tres hijos.

Angelo felicitó al representante con una sonrisa cordial y volvió a acercarse a él.

—Puede usted creerme, Mr. McKinney, cuando le aseguro que nuestro caso no le afecta en nada. Pero debo tener la absoluta certeza de que aparcó usted el coche delante del 537 de la calle 29 Oeste. Para mí ¡es una cuestión capital!

El representante de Colgate hizo un ademán que reflejaba su impaciencia.

—¡Creo que ya se lo he dicho! ¿Por qué tanta insistencia?

—¡Porque es falso, Mr. McKinney! Al venir hacia acá, pasé por delante del 537 de la calle Oeste… Es un almacén con tres salidas de camiones. Usted no habría podido dejar su coche en aquel lugar ni un minuto. ¡Ni el viernes, ni ningún otro día!

McKinney se había puesto escarlata. Un ligero temblor agitaba sus manos. Angelo le compadecía, pero al mismo tiempo se sentía irritado. ¿Por qué jugaba aquel hombre al escondite? Forzosamente tenía que haber una chiquilla en el asunto. Y cuando él se encontró con un guardabarros abollado, se dijo que más valía que los de Colgate no supiesen el lugar exacto del accidente ¡Para que no le preguntasen qué diablos estaba haciendo allí!

—Escuche, Mr. McKinney: debería usted saber que declarar en falso ante la policía es una acción muy grave. Podría tener serias consecuencias para usted. Por mi parte, no quiero causarle ningún perjuicio, puesto que estoy seguro de que es un honrado ciudadano, cumplidor de la ley. Pero le repito que debo saber en qué lugar le abollaron el coche.

McKinney levantó la mirada de su taza de café.

—¿Qué secuelas puede traer esto? —preguntó inquieto.

Ninguna. Le doy mi palabra. Todo cuanto me diga quedará estrictamente entre nosotros. ¿Dónde estaba en realidad?

—En Christopher Street.

—¿Es verdad lo del camión amarillo y lo del mensaje?

El representante, derrotado, asintió con la cabeza.

—¿Y la hora?

—Me apeé del coche a eso de las doce y cinco, después de radiarse el primer boletín de la Bolsa. Hace quince días compré un centenar de acciones de Teltron…

Mientras escuchaba Angelo hacía rápidos cálculos. La furgoneta Hertz había salido del muelle a las 11.42. Si había ido por el túnel de Brooklyn Battery y subido por el West Side debió de tardar de veinte a veinticinco minutos en llegar a Christopher Street. No más.

—¿Cuánto tiempo permaneció allá abajo?

El hombre estaba cada vez más inquieto.

—No mucho. Hay un bar allí. El tiempo de tomar una copa y dar un recado al barman para alguien. Media hora, como máximo.

—¿Recuerda el número exacto de la casa delante de la que aparcó?

—No, pero podría mostrarle el lugar.

*

Los doscientos habitantes de Elon Sichem, en Samaria, se habían reunido en menos de media hora en el refectorio. Hinchados los ojos por el sueño, desgreñados los cabellos, sin afeitar, en bata o en un pulóver puesto a toda prisa, parecían un grupo de judíos víctimas de una batida. Había entre ellos un rico importador de piedras preciosas, cinco familias norteamericanas, dos francesas, una rusa e incluso un ex capitán del Ejército nipón, que se había convertido al Judaísmo después de la matanza de Lod por japoneses del Ejército Rojo. Ofuro Kazamatsu había cambiado su nombre por el de Aarón Bin Nun.

Cuando todos se hubieron sentado alrededor de las mesas de madera del refectorio, Abraham Katsover, secretario de la colonia, dio lectura al mensaje de Menachem Begin. Al escuchar el ultimátum, todos los rostros se contrajeron. Desde los acuerdos de Camp David y las decisiones del Tribunal Supremo israelí que decretaban el desmantelamiento de ciertas colonias implantadas en tierras árabes particulares, la colonia de Elon Sichem había vivido en la incertidumbre. Pero ¿quién habría podido prever que el venerado jefe que, en 1977, había ido en peregrinación a su colonia desolada para decirle: «Os quiero, sois los mejores de mis hijos», pudiese un día darles cuatro horas para abandonar sus hogares, su sinagoga, los frutos de su trabajo? Katsover alzó los brazos para calmar la tempestad que sacudía la sala. A pesar de la urgencia, quería respetar los procedimientos democráticos habituales, que cada cual diese su opinión y que se votase la decisión de acatar o rechazar la orden del primer ministro.

—¡Camaradas! —gritó, agitando la carta de Begin—. Vosotros sabéis lo que yo pienso: nuestra presencia en esta colina es más que una realidad: es un símbolo. Demuestra a los judíos que aún están dispersos, y también a todas las naciones, ¡que Israel nos pertenece realmente!

Un clamor aprobó esta declaración. En los semblantes, el estupor había sido sustituido por un interés apasionado. Sin embargo, un hombrecillo de cabellos grises se levantó en el fondo de la sala para interpelar al secretario de la colonia.

—Abraham, ¡ten cuidado! Recuerda las palabras de Maimónides: «Cuando amenaza un peligro verdadero, el interés superior exige batirse en retirada». ¡Pienso que toda resistencia contra el Ejército sería una locura!

El colono que había hablado era el decano de Elon Sichem. De sesenta y siete años, ex abogado vienés, Isaac Rubin era el único de los presentes que había conocido los campos de exterminio nazis. Esta trágica experiencia y el papel desempeñado junto a Ben Gurión durante la guerra de independencia de 1948 le conferían una autoridad incontestable. Pero alguien se había levantado ya para replicar.

—¡Mi pobre Isaac —gruño el rabino Moshe Hurewitz—, debes saber que la integridad moral y temporal de Eretz Israel es más importante que el peligro de un enfrentamiento con el Ejército!

El rabino Hurewitz era uno de los más acérrimos defensores de Eretz Israel, el Gran Israel, territorio que comprendía el Líbano, Siria y Jordania, conquistado por Josué y David. Como tal, era uno de los más fanáticos partidarios de la colonización de las tierras árabes de Judea y Samaria. Antes de asentarse en Elon Sichem con su esposa norteamericana y sus ocho hijos, había impulsado espectaculares operaciones de implantación judía en los territorios árabes ocupados. Fue él quien, durante cuatro años y medio se había recluido en un hotel de la ciudad árabe de Hebrón, para obligar al Gobierno israelí a autorizarle a fundar un barrio judío en medio de aquella ciudad. Hurewitz se había encaramado sobre una mesa y golpeaba el aire con los brazos.

—¡Amigos míos! ¡Ya es hora de que la Torá deje de ser únicamente un libro que se guarda en los estantes de nuestras sinagogas! Ya es hora de que vuelva a ser un libro vivo, la guía de nuestro pueblo, resuelto a afirmar su soberanía sobre la patria ancestral, patria a la que se aplican sus leyes y sus preceptos. ¡Aunque hayamos de correr graves riesgos para ello!

—Creo —le interrumpió el japonés Aarón Bin Nun—, que es mejor no meter la Torá en este asunto. —Hablaba con la voz entrecortada de un bonzo desgranando una plegaria budista—. Me parece que las teorías de nuestro querido rabino deben permanecer al margen de la estrategia política y de las consideraciones tácticas inmediatas. El ultimátum que nos dirige el Primer Ministro, por muy cruel que sea, debe sin duda traer consigo importantes compensaciones. Por ejemplo, unas garantías de paz para el país, consideradas por él más importante que nuestra presencia aquí.

La secretaria del Bloque de la Fe se exaltó.

—¡Te engañas, Aarón! —exclamó la rubia Ruth Navon—. Es erróneo creer que se puede conseguir la paz vendiendo la tierra de Israel a los extranjeros. La tierra de Israel, Aarón, ¡es nuestro propio cuerpo! Había gritado estas palabras, contraído el semblante por la fe y el dolor. Y todo país extranjero que se arrogase la soberanía sobre este cuerpo, crearía condiciones de rechazo, es decir, la guerra. Yehareg uval yaavar! ¡Antes perecer que partir!

Otras voces repitieron este grito y lo cantaron a coro. Yaacov Levine trató de calmar el vocerío. Hundidas las facciones, comidas las mejillas por su barba, aquel sabra, que tenía la edad del Estado de Israel, exclamó:

—¡Camaradas! ¡Nosotros somos la esperanza y el futuro de Israel! Porque existen colonias como la nuestra, podrán venir mañana a nuestro país centenares, centenares de millares de judíos. No para ir a vivir en los bloques de Tel-Aviv, sino aquí, para reconstruir Israel desde dentro. Los políticos que nos amenazan no pueden nada contra la voluntad que nos trajo a esta colina. Aunque ésta tenga que convertirse… —buscó en las miradas la fuerza de evocar la imagen presente en todos los espíritus— aunque tengamos que morir todos aquí, ¡como nuestros padres zelotes en Masada!

Una ferviente resolución brillaba en los ojos del muchacho. Hizo una señal a Katsover, indicándole que había llegado el momento de votar. Todos los colonos se pusieron en pie. El secretario pidió que levantasen la mano los partidarios de aceptar el ultimátum de Begin. Ni un brazo se alzó en el vasto refectorio decorado del Templo de Salomón. Levine ordenó entonces a los colonos que fuesen a buscar sus metralletas y pidió voluntarios para transportar las ametralladoras y los morteros a los emplazamientos previstos desde hacía meses, por si había que rechazar algún ataque de los fedayines.

Cuando todos se disponían a abandonar la sala Ruth Navon subió a una mesa, agitando sus rubios mechones en el aire saturado de angustia. Kol od baleivav penima nefesh yehudi homia, empezó a cantar. «Mientras palpite el alma judía en lo más hondo del corazón…» entonadas a voz en grito por todos los asistentes, las primeras palabras de la Hatikvah se elevaron sobre las cabezas. Era el eterno canto de esperanza de los judíos en peligro, que sería llevado por el viento invernal a través de las colinas de Samaria.

*

Michael Bannion, jefe de policía de Nueva York, palidecía al leer la nota que acababa de pasarle un secretario del Puesto de Mando subterráneo.

—¿Qué sucede? —preguntó inquieto Harvey Hudson, viendo el aire consternado del jefe de policía—. ¡No me diga que es otra mala noticia!

—La peor que podíamos recibir —replicó Bannion, haciendo una mueca—. La gente de The New York Times está sobre la pista y habrá que neutralizarla.

El jefe de policía se levantó, buscando un lugar tranquilo desde el que pudiese llamar al periódico sin que le molestasen. Al cruzar la estancia desde la que Al Feldman dirigía sus fuerzas, oyó que gritaba una orden a su operador de radio.

—¡Que envíen inmediatamente diez coches a la esquina de Christopher Street y Séptima Avenida, a disposición de Romeo 14!

—¿Qué más pasará ahora? —se preguntó Bannion.

*

Angelo Rocchia y el representante de Colgate acababan de llegar al corazón del «triángulo ardiente» de Greenwich Village, donde bullía toda una fauna de homosexuales negros y blancos, ataviados, como los Ángeles de Satán, con botas y chaquetas de cuero negro, blandiendo cadenas de bicicleta, con cascos de motorista y gafas de aviador, como personajes sacados de una película mala de los años cincuenta. Esos matones atraían a toda una caterva de empleados que vestían terno completo, que bajaba todos los días, a la hora del almuerzo, de los rascacielos de Wall Street o de la Quinta Avenida, para extasiarse con los cadenazos y los latigazos, especialidades de las «salas de recepción» montadas en los docks abandonados del West Side.

Con una mezcla de asco y de compasión, Angelo se volvió a McKinney. ¿Qué extraña fuerza podía impulsar a un honrado padre de familia de White Plains hacia este antro de sadismo, de violencia, de perversión?

—¿Me promete no decirlo nunca a nadie? —preguntó el representante, temblando de miedo.

—No se preocupe —le tranquilizó Angelo—. Este pequeño desliz quedará estrictamente entre nosotros.

—Es ahí.

McKinney señaló la esquina de Christopher Street con la Séptima Avenida.

—Fui a tomar una copa allá abajo, en Casa de Butch. Y dejé un mensaje para… —se interrumpió avergonzado— …para mi amigo.

Angelo agitó una mano en el aire.

—Eso no es de mi incumbencia.

«Así, pues —calculó el policía—, la furgoneta habría llegado por Hudson Street y girado a la izquierda para subir por Christopher Street. Si mi hipótesis es exacta —pensó— esto significa que el barril de gas debe de estar en alguna parte de este rincón entre el río y la Quinta Avenida. Pues si estuviese al otro lado de la Quinta Avenida, los palestinos habrían venido de Brooklyn por el Este, cruzando el puente de Brooklyn». Movió la cabeza. ¡Menuda cantidad de bloques habría que registrar!

Observó los manejos de los tipos con botas que pasaban por las aceras, con cadenas de bicicleta y látigos en la mano. Profesionales, en su mayoría. Y si era uno de ellos ¿quién había dejado el mensaje en el parabrisas de McKinney? Había hecho bien en pedir refuerzos para interrogar a la gente del barrio con la esperanza de descubrir un testigo de la colisión. También estaba el cacharro de McKinney. La abolladura estaba situada tan baja en el guardabarros delantero izquierdo, que el golpe había sido dado sin duda por el parachoques. ¡No era extraño! La calle estaba tan llena de baches y había en ella tanta nieve, que sólo un Fangio habría podido evitar que resbalase y chocar con algo al pasar.

—Mr. McKinney, le prometo cuidar de que sus patronos no se enteren de nada, pero es preciso que llevemos su coche enseguida a Brooklyn. Tenemos que hacer un trabajito en su guardabarros. Afortunadamente, ¡aún no lo ha hecho reparar!

*

La voz grave del Michael Bannion vibraba en el teléfono con fuerza wagneriana.

—Mr. Pick —dijo el jefe de policía—, perdone que no le haya llamado antes. Pero, como sabe usted, tenemos entre manos un asunto muy serio.

—Lo sé —replicó, impaciente, el jefe de redacción del Times—. ¿De qué se trata, exactamente?

—Lo que voy a decirle es absolutamente confidencial, señor Pick, pues sé que el Times tiene tanto interés como nosotros en proteger la seguridad de la población de Nueva York. Tenemos motivos para creer que los tres palestinos a quienes estamos buscando escondieron un barril de gas clorhídrico en algún lugar de la ciudad. Amenazan con hacerlo estallar si no son atendidas sus reivindicaciones políticas.

—¡Caray! ¿Y qué reclaman?

—Éste es uno de los problemas. De momento, sus exigencias son más bien vagas, pero se refieren a las colonias de Cisjordania y a Jerusalén.

Pick tomaba notas, sin dejar de guiñar el ojo a Grace Knowland.

—¿Se imagina usted el pánico y el jaleo que provocaría esta información, si el público tuviese conocimiento de ella antes de que hayamos podido determinar con precisión el sector donde se encuentra el barril de gas?

—Cierto, señor jefe de policía; pero también me imagino el peligro que corre la población.

—¡Lo sé! ¿Recuerda usted las precauciones que tomaron los canadienses cuando descarriló aquel tren? Pero en aquel caso se trataba de todo un vagón de cloro, mientras que, por fortuna, nosotros sólo tenemos que habérnoslas con un barril. Tenemos grandes probabilidades de encontrarlo, y pensamos que sería una locura ordenar prematuramente una evacuación general.

Mientras hablaba con el jefe de policía, Pick redactaba ya toda una serie de instrucciones para su gente. Quería que el servicio científico preparase urgentemente un estudio sobre los efectos tóxicos del gas clorhídrico; que Grace investigase en los medios de la OLP en Nueva York que el corresponsal del Times en Jerusalén cablegrafiase sobre las últimas fases del programa de colonización de los israelíes en los territorios árabes ocupados.

—Yo pongo las cartas sobre la mesa, Mr. Pick, y le pido su colaboración. Sé el desagrado que causa en el Times esta clase de peticiones, pero le suplico que no publique nada hasta que hayamos encontrado el barril.

—¡Señor jefe de policía…!

Antes de responder a la petición de éste, Pick quiso poner en claro otra cosa.

—A propósito, ¿qué hace toda esa gente en el cuartel de Park Avenue, con sus furgonetas alquiladas? ¿Tienen alguna relación con esta historia?

Más tarde, al pensar en esta conversación, Pick recordaría la vacilación del jefe de policía y se reprendería por no haberse olido inmediatamente la verdad.

—¡Desde luego! Es un equipo del laboratorio general que participa en la busca del barril, tratando de detectar eventuales fugas de gas. Personalmente le tendré al corriente de los progresos de la investigación. Le doy mi palabra. Pero ¡por el amor de Dios!, no publique nada antes de que descubramos ese maldito barril. ¡Piense en las graves consecuencias del pánico que inevitablemente se produciría!

—No puedo asumir tal compromiso, señor jefe de policía. Esto compete a la dirección.

—Estoy dispuesto a hablar personalmente con su presidente.

Después de colgar, Pick se volvió a Grace.

—Esa historia del gas tóxico es terrible —dijo—. Pero ¿sabes? Por un momento creí que se trataba de algo aún mucho más trágico. Pensé que un terrorista había conseguido al fin… ¡poner una bomba atómica en esta ciudad!

En su refugio subterráneo del bajo Manhattan, Michael Bannion volvió a la sala de mando que compartía con los Feds.

—Creo que he parado el golpe —dijo, algo aliviado—. Al menos de momento. Pero ¡que Dios nos ampare si llegan a enterarse de que les hemos mentido!

*

Angelo Rocchia apretó el claxon del Pontiac del representante de Colgate hasta que tres Feds salieron del garaje Hertz de Brooklyn.

—¡Bueno! ¿Vais a abrir de una vez vuestra cueva de Alí Babá? —gritó el inspector, señalando la puerta del laboratorio improvisado, donde los Feds habían despedazado la furgoneta Volkswagen—. ¡He encontrado a alguien a quien un camión amarillo abolló un guardabarros!

Como esperaba Angelo, la acogida que le prestaron fue muy poco calurosa. El responsable del equipo, que le había echado del garaje una hora antes no escatimó sus sarcasmos al enterarse de que el buen inspector neoyorquino se había lanzado sobre una pista tan mezquina.

—¿Es todo lo que ha encontrado? —se chanceó—. ¿Un tipo al que un camión amarillo abolló un guardabarros?

—Sin duda tendrán ustedes la bondad de efectuar un análisis espectográfico del guardabarros delantero izquierdo de este Pontiac —pidió Rocchia, con forzada amabilidad—. Tal vez descubran una pizca de pintura, que demostrará que estos vehículos se encontraron antes de ahora.

Sin dejar de preguntarse si Angelo estaba bien de la cabeza, el Fed hizo entrar el Pontiac en el garaje-laboratorio.

Dos expertos pusieron inmediatamente manos a la obra. Uno de ellos pasó una especie de scanner metálico gris a lo largo del guardabarros. «Un imán de gran potencia —pensó Angelo. Debe de ser capaz de atraer minúsculas partículas enganchadas en la plancha». Se acercó, intrigado.

—¿Qué es esa máquina? —preguntó.

—Un contador Geiger.

—¿Un contador Geiger para examinar la pintura?

—Sí, comprobamos, por si acaso, que no haya rastros de radiactividad.

Angelo se puso lívido. Sintió que le flaqueaban las rodillas y pensó que iba a derrumbarse sobre el cemento. «Los muy cerdos. ¡Lo sabían desde un principio y no nos dijeron nada!».

Se apoyó en la pared. Entonces vio a Rand, sumido en animada conversación con uno de los técnicos. «¡Esta basura de Dakota del Sur, de Colorado, de Washington, con sus corbatas estrechas y sus trajes de dacrón! A ellos se les podía decir la verdad, porque son Feds. En cambio, a mí, que soy hijo de esta ciudad, que tengo aquí a todos los míos, ¡no me han tenido confianza!».

Se acercó a Rand y le dio en el hombro una palmada tan fuerte, que el joven Fed se tambaleó.

—¡Basta de charla y vayamos a lo nuestro!

Se metió en el coche y cerró la portezuela con tanta furia, que Rand se quedó pasmado.

—¿Qué te pasa Angelo? —preguntó el Fed, sentándose a su lado.

—Tú lo sabías desde el principio, ¿no?

—Sabía, ¿qué?

—Me tuviste en la higuera como todos los otros. ¡No hay gas clorhídrico en vuestro sucio barril! ¡Hay una maldita bomba atómica!

Hizo girar la llave de contacto y enseguida rugió el motor.

—¡Es mi ciudad, mi casa, mi gente, y no han confiado en mí!

Toda su rabia su amargura, su humillación, se desfogaban en su cólera.

—Confían en un novato de Luisiana, recién salido del cascarón; pero no en mí, ¡que llevo más de cuarenta años a cuestas!

Apretó a fondo el acelerador y el Chevrolet se deslizó furiosamente, haciendo chirriar los neumáticos, para asombro del vigilante del garaje.

*

«¡Sólo dos horas!». El presidente echó una mirada al reloj de la sala del Consejo Nacional de Seguridad y midió todo el horror de la situación: sólo faltaban dos horas y seis minutos para que expirase el plazo del ultimátum de Gadafi. Se volvió a Jack Eastman. Acababa de tener una idea. Tal vez no resultaría nada de ello, pero, en el punto en que estaban, había que intentarlo todo.

—Jack —dijo a su consejero—, quiero hablar con Abe Stern.

—¡Abe! —gritó, una vez establecida la comunicación con el Puesto de Mando subterráneo en Nueva York—. Se está acabando la arena del reloj. Pronto tendremos que pasar a la acción. Y entonces no podremos volvernos atrás.

—Lo comprendo muy bien, señor presidente —respondió el alcalde de Nueva York—. Pero ¿qué va a hacer usted?

—Los aviones que transportan los elementos de la fuerza de intervención rápida acaban de aterrizar en Alemania. Están repostando y preparándose para dirigirse al Próximo Oriente. Hace media hora, el presidente Assad, de Siria, ha asegurado que nos dejará aterrizar en Damasco. En el mismo momento, la fuerza anfibia de la VI Flota desembarcará en el Líbano y unidades transportadas en helicóptero pondrán pie en Jordania. Esos tres elementos rodearán Cisjordania y expulsarán a los colonos israelíes.

—¡Los israelíes van a reaccionar, señor presidente! Y no olvide que también ellos disponen de armamento nuclear.

—Lo sé, Abe —respondió el presidente con voz monótona—, pero antes de actuar tomaré la precaución de informarles, igual que a todo el mundo, del objetivo limitado de esta operación.

—Tal vez no será bastante, señor presidente.

—Si esto no basta, pediré al Kremlin que les haga saber claramente las eventuales consecuencias de una utilización de armas atómicas. Puede estar seguro de que si la amenaza procede de los rusos, la tomarán en serio.

Stern lanzó un gemido.

—¡Señor! ¿No se puede hacer nada más?

—Todavía podríamos jugar una carta, Abe. USTED.

—¿Yo?

—Sí, ¡usted! Telefonee a Begin, Abe. Trate de convencerle de que comete una locura al negarse a expulsar a todos los colonos de Cisjordania.

—¿Puedo decirle que estamos a punto de…?

—Abe —suspiró el presidente—, dígale todo lo que quiera. Intente sólo conseguir que anuncie inmediatamente por radio que ha empezado la evacuación total de Cisjordania.

*

Angelo había detenido su Chevrolet ante el ciento setenta y ocho de Christopher Street, cerca del lugar donde el representante de Colgate había aparcado su Pontiac el viernes anterior. Con un walkie-talkie en la mano y un plano detallado del barrio desplegado sobre las rodillas, vigilaba el trabajo de los policías que rastreaban el sector en busca del individuo que había colocado el mensaje en el parabrisas del representante. Iban de casa en casa, llamando a todas las puertas, entrando en todas las tiendas, interrogando a todos los transeúntes.

La mirada del policía se detuvo un instante en el reloj del tablero del coche. «¿Dentro de cuánto tiempo debe explotar esa maldita bomba?» se preguntó. De pronto, sintió el súbito y furioso deseo de abandonarlo todo y correr a abrazar a su hijita doliente, aquella hija a quien amaba y llevaba como una cruz.

La imagen de Maria cantando su villancico ocupaba aún su pensamiento, cuando oyó que llamaban a la portezuela. Era un policía de paisano, que traía a un muchacho de unos veinte años, de chaqueta negra tan ajustada, que parecía un bailarín de ballet, y cabellos rubios encrespados a la manera de Elvis Presley. Llevaba un bóxer color cobre, sujeto con una correa. Angelo bajó el cristal.

—¿Quiere repetir al inspector Rocchia lo que acaba de decirme? —le ordenó el policía.

—¡Oh, sí! Con mucho gusto —respondió el muchacho, oscilando sobre sus pies—. Estaba paseando a Ashoka…, bueno, el pobre necesita hacer ejercicio, ¿verdad, querido? —Acarició al animal—. Estaba, pues, allá abajo… —y señaló el otro lado de Christopher Street, un poco más arriba en dirección a la Quinta Avenida— y oí de pronto el ruido de una colisión. Volví la cabeza y vi aquel camión amarillo que rodaba calle arriba. Entonces crucé la calle, procurando no resbalar, pues la calzada era como una pista de patinaje y vi que había abollado el guardabarros del coche estacionado.

—Y dejó una nota en el parabrisas.

—Sí. Era lo menos que podía hacer.

—¿Era un camión de Hertz?

—Eso… —El muchacho pareció perplejo—. Yo no entiendo de estas cosas. Es posible. Pero iba a bastante velocidad y no pude verlo bien. Además, a mí, los camiones…

—¿Cree que pudo verlo alguna otra persona?

—¡Oh! Había un par de esos asquerosos maricas que hacen el plantón allí.

Señaló el escaparate de un sex-shop cerca del Chevrolet de Angelo.

—¿Les conoce?

—No frecuento a esa clase de individuos. —Levantó los brazos en dirección al terraplén que flanquea el West Side Drive—. Trabajan allá abajo, en los docks abandonados.

Angelo saltó del coche.

—Vamos, ¡tenemos que encontrarlos!

*

El presidente de Estados Unidos no se había equivocado. Los servicios de información israelíes habían tenido conocimiento de los preparativos norteamericanos con vistas a una intervención de Cisjordania, casi en el mismo momento en que esta operación se había puesto en marcha. Un agente situado en la base aérea U.S. de Wiesbaden (Alemania), había advertido a la Embajada israelí en Bonn del aterrizaje de los C-5 Galaxy de la fuerza de intervención rápida. Detectado por los radares judíos, la aproximación de la fuerza anfibia de los Marines de la VI Flota era ya objeto de una atenta vigilancia por parte de la aviación israelí. Sin embargo, el informe más completo sobre las intenciones norteamericanas procedía de un corresponsal del Mossad introducido en el palacio del rey Hussein en Amman, un teniente coronel de la aviación jordana, miembro del Estado Mayor personal del soberano.

Tras exponer la situación ante el Gobierno israelí, Yuri Avidar, jefe del Servicio de Información Militar y el mismo que la víspera había impedido el bombardeo atómico de Libia avisando a la Embajada americana, concluyó:

—No existe la menor duda: Estados Unidos se dispone a echársenos encima.

—Hay que poner inmediatamente sobre aviso a la prensa mundial —rugió el ministro de la Construcción, Benny Ranan—. ¡Esto dejará clavados a los norteamericanos! ¡La opinión pública les obligará a atacar a Gadafi!

El viceprimer ministro, Jacob Shamir, miró a su colega con estupor.

—¿Te has vuelto loco, Benny? Si los norteamericanos se enteran de que Nueva York puede ser arrasada por una bomba H, a causa de nuestras colonias, ni uno solo de ellos se opondrá a una acción militar contra nosotros.

Yuri Avidar se había levantado. Su rostro expresaba una ironía desesperada.

—¿No sería posible que, por una vez, nuestro país reconociese sus errores? ¿Por qué no hemos de desalojar nosotros mismos TODAS esas colonias, de una vez para siempre? ¡Les garantizo que el Ejército acabará por obedecer!

—Nuestro error ha sido no lanzar ayer nuestro ataque contra Libia —dijo Ranan, con voz grave.

Siempre dueño de sí, Menachem Begin se volvió a Avidar.

—Lo malo es que nuestros Servicios de Información no fueron capaces de descubrir lo que hacía Gadafi. Si hubiésemos estado mejor informados sobre su programa nuclear, habríamos podido tomar las medidas necesarias antes de que él tuviese su bomba.

Avidar inició una protesta, pero Begin le interrumpió con un movimiento de la mano.

—He leído todos sus informes. Usted nunca le tomó en serio. ¡Ni siquiera después del descubrimiento del caso pakistaní! Usted insistió en afirmar que no poseía los recursos tecnológicos, la infraestructura. Que no era más que un baladrón, un…

Un secretario entró en la estancia.

—Discúlpeme —dijo al primer ministro—, pero el alcalde de Nueva York desea hablarle urgentemente.

*

El espectáculo era tan repugnante, que Angelo sintió náuseas: el viejo muelle abandonado, lleno de desperdicios y de suciedad; el siniestro barracón, con su rótulo desvaído de «Aduana U.S.»; el desgraciado medio desnudo sobre el suelo, en el fondo del local con el torso lacerado y cubierto de moretones, y con aire de animal acorralado; los dos gamberros con chaqueta de cuero, uno de ellos haciendo girar todavía una cadena de bicicleta en la mano. El inspector iba a entrar en aquella cueva de placer sadomasoquista, pero se detuvo asqueado.

—¡Eh, tú! —gritó, señalando al tipo de la cadena—. ¡Sal de ahí! ¡Tengo que hablarte!

El muchacho avanzó, arrastrando las botas.

—¿Qué es lo que quiere? —gruñó, con aire de pocos amigos—. ¡El cliente es mayor de edad y está vacunado! Ahora, ¡también nosotros tenemos derechos civiles!

—¡Cierra el pico, cerdo! —gritó Angelo—. Me importa un bledo lo que hagáis ahí dentro. El viernes este amigo —y señaló al chico del perro—, vio un camión amarillo que abollaba un automóvil en Christopher. Dice que tú también lo viste.

Sí —respondió el gamberro, agitando la cadena con orgullo, mientras su cliente, con la cabeza entre las manos, gemía en la penumbra.

—¿Te acuerdas del camión?

—Un camión Hertz, sí; una de sus furgonetas habituales.

—¿Estás seguro de que era un camión Hertz?

—Seguro y cierto. ¿Por qué?

Angelo sacó del bolsillo un catálogo de todos los vehículos utilitarios que alquilaba Hertz en la región de Nueva York.

—¿Puedes decirme de qué modelo era?

—De éste.

Había puesto sin vacilar el dedo índice sobre la imagen de una furgoneta Volkswagen. Angelo guiñó un ojo a Rand, y después, a aquel tipo.

—Gracias, pequeño. ¡Algún día te darán una medalla de buena conducta!

*

Mientras Rocchia y Rand volvían apresuradamente a su Chevrolet, un hombre, a doce manzanas de allí, subía tranquilamente a un Ford detenido ante una quincallería de la calle 12 Oeste. Kamal Dajani admiró la peluca rubia que llevaba Leila. Transformaba de tal manera su fisonomía, que ningún policía, ni siquiera con su foto en la mano, habría podido reconocerla. El coche arrancó suavemente y se mezcló con el tráfico que subía por la Sexta Avenida.

—¿Va todo bien? —preguntó Leila, sin perder de vista el espejo retrovisor, para asegurarse de que no les seguía ningún automóvil sospechoso.

—Todo está perfectamente en orden.

—La radio no ha anunciado todavía nada.

—Lo sé, tengo un transistor.

—¿Crees que es posible que los norteamericanos se nieguen?

Kamal se encogió de hombros, vacío el semblante de toda expresión. Guardó silencio, contemplando la gente que se empujaba en las aceras, con paquetes de Navidad. Leila estaba nerviosa: encendió un cigarrillo.

—Deberías concentrar la atención en la calle —dijo Kamal, secamente—. No es el momento más adecuado para atropellar a alguien.

Hubo un largo silencio.

—¿Qué sientes? —preguntó ella, al fin.

—¿Con referencia a qué?

—A esa bomba, ¡por el amor de Dios! A lo que pasará si los norteamericanos se niegan. ¿No experimentas nunca un sentimiento, Kamal? De triunfo, de venganza, de remordimiento, de cualquier cosa.

—No, Leila. Hace tiempo que aprendí a no sentir nada.

Se abroqueló de nuevo en el silencio, contemplando la perspectiva de los rascacielos que lanzaban destellos bajo el pálido sol.

El coche rodaba ahora entre el tráfico que salía de Nueva York. Con vivo movimiento Kamal agarró el mapa de carreteras que estaba sobre el asiento.

—No sigas el camino de la última vez —ordenó.

—¿Por qué?

—No quiero pasar por el puesto de peaje. Si nos buscan, nos esperarán allí.

*

De todas las exhortaciones, amenazas y promesas que había oído Menachem Begin desde la primera llamada telefónica del presidente, hacía treinta horas, nada le conmovió tanto como el llamamiento del alcalde de Nueva York. Begin había visto a Abe Stern en dos ocasiones: una vez, en Nueva York, a raíz de una colecta de fondos para Israel; otra, en Jerusalén, con un grupo de sionistas neoyorquinos.

—Señor primer ministro —dijo el alcalde, con voz vibrante de emoción—, permita a un viejo que celebra hoy su setenta y dos aniversario y que dedicó toda su vida al bienestar de sus conciudadanos, dirigirle una súplica. Seis millones de hombres, mujeres y niños, inocentes de los dramas, injusticias y desdichas soportadas por el pueblo de Israel en su lucha por la supervivencia, van quizás a perecer porque usted se niega a expulsar a un puñado de colonos de un territorio que, quiérase o no, dejó de pertenecer a los judíos hace dos mil años. Pero no le llamó solamente en nombre de estos millones de humildes blancos, negros, chicanos y chinos que componen una ciudad, sino también en el de los tres millones de judíos, como usted y como yo, que habitan en Nueva York. Sabe usted que hay más judíos aquí que en su país, y sabe lo que tenemos que luchar diariamente para ayudarle a defender su derecho a la existencia.

»¿Por qué cree usted que ese árabe sanguinario ha escogido Nueva York para su horrible chantaje? ¿Por qué no ha tomado como rehén a Washington, Chicago o Los Ángeles? Ha sido por nosotros, señor Primer Ministro. Somos nosotros, los judíos de Nueva York, no ustedes, quienes están hoy en la línea de fuego.

El alcalde hizo una pausa, se enjugó los ojos llenos de lágrimas y recobró el aliento. Su voz llegaba hasta Begin ligeramente deformada por el eco.

—Usted es un hombre religioso, señor primer ministro —siguió diciendo Abe Stern—. Conoce usted las enseñanzas de nuestra Torá, los preceptos sagrados que ésta nos manda observar. Cuando la vida de un solo hombre está en peligro, la comunidad entera debe volar en su ayuda. Hoy está amenazada la vida de tres millones de judíos, Mr. Begin. Pero se encuentran aquí, en Nueva York, ¡no en Israel!

*

—¡Caramba, hijito, esto parece Cabo Kennedy, la noche del lanzamiento de Armstrong a la Luna!

Angelo y Rand no habían bajado nunca al Puesto de Mando subterráneo de Foley Square, donde reinaba ahora un verdadero histerismo. Todos los teléfonos sonaban al mismo tiempo, batían las puertas, entraban y salían hombres en ciega carrera, parloteaban los aparatos de radio, repicaban los teletipos, pestañeaban los ordenadores.

Apremiado sin cesar por Washington, consciente de la inutilidad de sus esfuerzos, el capitán de este barco enloquecido trataba de conservar la sangre fría. A falta de algo mejor, Quentin Dewing, director del FBI, había reunido a su Estado Mayor, a instancia de Al Feldman, para oír a Angelo Rocchia y a Jack Rand.

—Siéntese, inspector —dijo secamente el Fed, señalando una silla en el extremo de la mesa—, y relate brevemente esa investigación tan astuta de que nos ha hablado su jefe.

Angelo se aflojó la corbata y empezó su relato: su primera idea, la denuncia de accidente del representante de Colgate, la nota en el parabrisas, el camión amarillo, la coincidencia de las horas, sin omitir ningún detalle. Mostró en el enorme plano de Manhattan el probable itinerario de la furgoneta desde el muelle de Brooklyn hasta su colisión con el Pontiac, en Christopher Street.

—Si la furgoneta siguió ese camino fue, necesariamente, porque se dirigía a este sector —recalcó.

—Si se trata realmente de la que buscamos —observó Dewing—. ¡Usted mismo ha dicho que hay más de quinientos camiones Hertz en circulación! —El director del FBI se echó atrás en su sillón, con aire escéptico—. ¡Y siguió usted esa pista porque se dijo que los árabes no saben conducir sobre la nieve!

La suficiencia del Fed exasperó a Angelo.

—Esta idea puede ser tan buena como otra cualquiera —replicó, fríamente—. ¿Tienen ustedes una pista mejor?

—Harvey —preguntó entonces Dewing al jefe del FBI neoyorquino—, ¿cuándo recibiremos el informe comparativo de las pinturas?

—Dentro de media hora.

Dewing indicó que esta media hora estaba de más y se volvió a Feldman.

—¿Qué piensa usted de esto, jefe? Rocchia es uno de los suyos. ¿Podemos confiar en él y hacer registrar todo el sector, casa por casa?

Antes de que Feldman tuviese tiempo de responder, Dewing añadió:

—¡Menudo paquete! ¡Al menos doscientos bloques de casas! ¡Habrá que dedicar a ello a toda nuestra gente! ¡Jugando todo a una carta! ¡No quedará nadie fuera de allí!

Feldman consultó su reloj:

—¿Ve usted una mejor manera de emplear el poco tiempo que nos queda?

Quentin Dewing levantó los ojos al cielo.

—Efectivamente, no hay minuto que perder y no tenemos alternativa. ¡Que Dios nos valga si nos equivocamos!

Iba a ordenar la operación cuando Harvey Hudson agitó de pronto una página amarilla de la guía telefónica por profesiones.

—¡Un momento, Quentin! Hay una agencia Hertz, de alquiler de automóviles precisamente en la esquina de la calle donde se produjo la colisión. Continuamente deben de entrar y salir furgonetas de allí. ¿Por qué no ha de ser una de ellas la que embistió al célebre Pontiac descubierto por Rocchia?

Se hizo un pesado silencio, hasta que Dewing explotó:

—¡Por el amor de Dios! —le gritó a Feldman—. ¿Quiere usted que concentremos todas nuestras fuerzas en un solo sector, cuando su entrometido y viejo inspector no ha cuidado de comprobar lo más elemental?

Angelo se puso en pie de un salto antes de que el pobre Feldman tuviese tiempo de responder. Sacó un trozo de periódico lleno de anotaciones, hizo una bola con él y lo arrojó a la cabeza de Dewing.

—¡Tome, Mr. Fed! —vociferó, con el rostro carmesí—. Ahí encontrará la lista de los movimientos de las furgonetas de aquel garaje en la jornada del viernes. Una salida a las ocho y diecisiete; dos entradas por la tarde.

Angelo avanzó hacia Dewing, con aire amenazador.

—Tal vez seré un viejo entrometido, Mr. Fed, pero voy a decirle lo que es usted. ¡Usted es más falso que Judas! ¡Nos ocultó la verdad desde el principio! ¡Nos metió en esto a ciegas, porque no confiaba en nosotros! —Chascó los dedos en dirección a Jack Rand, que no daba crédito a sus oídos—. Confió en él porque es uno de los suyos. Es un bendito de Washington. En cambio, yo, pobre polizonte neoyorquino, uno entre los millones de infelices a quienes su barril reducirá a cenizas, ¡no soy digno de su confianza! A fin de cuentas, ¿qué puede importarle? ¡Usted está a salvo en su cueva! Mientras que nosotros, allá arriba…

—¡Rocchia!

La imperiosa voz del jefe de policía no podía nada contra aquel huracán de rencor. Angelo había asido a Dewing por los hombros y le sacudía como había sacudido la víspera a Benny, el perista.

—¡No hay gas clorhídrico en su barril! ¡Es una bomba atómica lo que barrerá la ciudad, y a su gente con ella! ¡Los ghettos de Harlem, del Bronx, de Brooklyn! ¡Ya no tendrá que preocuparse más por ellos! ¡Nueva York no será más que un gran ghetto de muertos cuando estalle ese barril!

Angelo se detuvo, jadeante. Sentía latir su corazón al ritmo del furor al que había dado rienda suelta. Entonces, se calmó.

—Bueno, ya le he dicho dónde puede encontrar su bomba. Vaya o no vaya, me importa un bledo. Porque, por mi parte, ¡puede meterse su investigación donde yo pienso, Mr. Dewing! ¡Le presento mis respetos!

Antes de que uno solo de los pasmados testigos tuviese tiempo de hacer el menor movimiento, Angelo había cerrado la puerta de golpe.

—¡Rand! —gritó Hudson—. ¡Alcáncele! Por el amor de Dios, hay que impedir que subleve a la ciudad gritando en todas partes: «¡Lárguense de aquí, una bomba atómica va a explotar!».

*

En su empeño por recoger todas las posibles opiniones, el jefe del Estado había invitado a sumarse al grupo de sus extenuados consejeros al presidente de la Comisión de Asuntos Exteriores del Senado, a los lideres de la mayoría y la minoría senatoriales, y al presidente de la Cámara de representantes. Les había informado secretamente del desarrollo de la crisis y ahora quería que participasen en la difícil decisión que iba a tomar.

El jefe del Estado había pedido a cada cual que expresase su opinión. Sentado ante él, el secretario de Estado resumió, con su acostumbrada brevedad, el criterio casi unánime.

—No podemos permitir, señor presidente, que perezcan más de seis millones de americanos, porque otra nación por mucho que la queramos, se niega a modificar una política a la que siempre nos opusimos. ¡Hagamos desembarcar los marines con la fuerza de intervención rápida! Interesemos a los soviéticos en nuestra acción, para evitar la reacción de los israelíes. Informemos a Gadafi de nuestra iniciativa y asegurémonos de que sigue su desarrollo por medio de su Embajada en Damasco. Con esto salvaremos a Nueva York y cuando haya desaparecido la amenaza, entablaremos negociaciones con él.

Hubo un concierto de tosecillas de aprobación. El presidente dio las gracias. Después, con sus ojos empañados por la fatiga, examinó los graves rostros que le rodeaban.

—Herbert —dijo al secretario de Defensa—, creo que es usted el único al que no hemos oído.

Herbert Green aflojó los dientes con que sostenía el tubo de su pipa, puso los codos en la mesa y apoyó el mentón en las palmas de las manos, como abrumado por lo que se disponía a decir. Más que cualquier otro, sentía la crisis en lo más hondo de su ser. Era un físico nuclear, uno de los cerebros de la camarilla que había dado a la Humanidad lo que era un bien y un mal al mismo tiempo: la fisión del átomo. Había visto con angustia cómo el mundo civilizado dispersaba sus conocimientos a los cuatro vientos, sin prever que un día podía surgir un fanático que blandiese la bomba atómica para imponer su voluntad.

Antes de hacer uso de la palabra, respiró profundamente.

—Señor presidente, la ultima crisis que viví en esta sala fue la de los rehenes de Irán, y aún conservo grabados en la mente los sucesos de aquellos días. Nuestro país necesitaba urgentemente amigos en el curso de aquellas horas sombrías, y me permito recordarle que sólo encontramos uno: Israel. Sólo Israel se mantuvo a nuestro lado.

»Nuestros aliados tradicionales, los ingleses, los alemanes los franceses, nos volvieron la espalda cuando hicimos un llamamiento a su solidaridad. Estaban tan preocupados por su aprovisionamiento de petróleo, que prefirieron ver humillado a nuestro país y a nuestros diplomáticos, en peligro de ser asesinados, antes que exponerse, por colocarse a nuestro lado, a algo susceptible de trastornar el apacible curso de su existencia. Son momentos que yo no puedo olvidar, señor presidente. ¿Vamos hoy a apuntar nuestras armas contra el único país que nos fue fiel en la adversidad? ¿Y hacerlo por imperativo de un dictador que nos odia, a nosotros y a lo que representamos?

»Comparto los sentimientos de todos en lo referente a las colonias judías en territorio árabe y a la intransigencia israelí. Pero aquí se trata de mucho más que el problema de esas colonias y de Jerusalén. Hay un punto del que ningún país, ningún hombre, puede pasar sin perder la dignidad y la propia estimación. Y afirmo que nosotros hemos llegado a ese punto.

Un silencio, un silencio grávido del drama que encogía los corazones de todos, inmovilizó a los asistentes cuando se calló Green. Luego, el presidente se levantó. Lanzó una mirada al reloj de la pared.

—Les doy las gracias, señores. Quisiera retirarme unos momentos al parque para reflexionar antes de tomar mi decisión.

*

Angelo Rocchia acababa de salir cuando un policía trajo un mensaje a Feldman.

—¡Jesús!, gritó el jefe de los inspectores. —¡Rocchia tenía razón!

Se levantó de un salto y corrió hacia el plano de Nueva York.

—Uno de nuestros inspectores de Moral acaba de interrogar a una puta que trabaja precisamente aquí —anunció, señalando un punto del bajo Manhattan—. Ha reconocido a uno de los tres palestinos. El llamado Kamal. Lo tuvo ayer como cliente.

—¿Está segura? —preguntó Hudson, inquieto—. ¡Las chicas de ese rincón ven pasar a tanta gente…!

—Lo afirma categóricamente. Además, se trata de un verdadero sádico. Le dio una tremenda paliza.

Feldman se volvió de nuevo al plano.

—Está casi a la altura de la Quinta Avenida. Precisamente en el sector que nos ha indicado Rocchia. Allí hay que empezar el rastreo y registrarlo todo hasta el Hudson.

Estas palabras galvanizaron al agotado grupito. Hudson volvió a encender su Romeo y Julieta. En cuanto a Bannion, tenía la sonrisa del aficionado a las carreras que ve que uno de sus caballos va a vencer al favorito, en una cotización de ciento a uno.

—¿Cuánto tiempo se necesita para registrar todo eso? —preguntó Dewing.

Feldman examinó el plano.

—Unas diez horas. ¡Que nos den diez horas y le juro que encontraremos esa bomba!

*

Pero este martes 15 de diciembre, apenas quedaba más de una hora y media. Durante cinco interminables minutos de angustia, los hombres reunidos en la sala del Consejo Nacional de Seguridad esperaron en silencio el regreso del jefe del Estado. Sólo Jack Eastman había acompañado a éste hasta la planta baja. Pero le había dejado en la puerta del parque y observado cómo se alejaba por el paseo, con las manos en los bolsillos y la cabeza inclinada, meditando y rezando.

Ahora volvía a estar en pie delante de los reunidos con ese aire a la vez tranquilo y resuelto que América había descubierto en él durante las trágicas horas de la crisis de los rehenes de Teherán.

—Caballeros —dijo, en tono casi confidencial—, he tomado mi decisión. Quizás hicimos mal en no intentar la evacuación de Nueva York, a pesar de las posibles consecuencias. ¡Qué Dios proteja a nuestros compatriotas neoyorquinos! Pero soy el presidente de doscientos treinta millones de americanos. Y nos enfrentamos con una verdadera acción de guerra contra nuestro país. Si nos doblegásemos, si cediésemos al chantaje, renunciaríamos a nuestro derecho a la existencia. Nos condenaríamos a ser destruidos, más pronto o más tarde, tan seguro como ha de ponerse el sol esta tarde.

Recobró el aliento.

—Ahora son las diez treinta de la mañana. El plazo del ultimátum de Gadafi expira al mediodía. Almirante Fuller, le ordeno que apunte contra Libia los misiles nucleares de los submarinos del Mediterráneo. ¡Todos! Haga lo imposible para proteger a Egipto y a Túnez de los residuos radiactivos. Señor secretario de Estado, prepare mensajes prioritarios para el primer secretario del Comité Central soviético, para los dirigentes chinos, para los señores Begin, Giscard, Helmut Schmidt y Mrs. Thatcher. Haga de manera que estos mensajes se envíen en el mismo instante en que empiece nuestra acción.

Miró fijamente el rostro grisáceo del presidente del Comité de jefes de Estado Mayor.

—Almirante, si a las once y treinta no hemos encontrado y desactivado la bomba, ¡le doy la orden de destruir Libia!

*

—¡Mr. Rocchia! ¡Qué agradable sorpresa!

La hermanita de San Vicente de Paúl del Centro Kennedy para niños inadaptados hizo pasar al inspector a un salón.

—No vendrá usted por nada grave, ¿verdad?

—No, no, hermana.

El policía daba vueltas a su sombrero, con aire aturrullado.

—Tengo que llevarme a mi hija un par de días, para visitar a unos parientes en Connecticut.

—¡Oh!… Temo que esto sea contrario al reglamento —objeto la religiosa—. No sé si la madre superiora…

—Es urgente —insistió Angelo—. La hermana de mi esposa ha venido de California sólo para dos días. No ha visto nunca a Maria…

Consultó febrilmente su reloj.

—Tengo mucha prisa, hermana. ¿Quiere tener la bondad de ir en busca de mi hija? Debo partir lo antes posible.

—¿No podría volver por la tarde?

—No, hermana —se impacientó el policía—. Ya se lo he dicho: tengo mucha prisa.

—Está bien. Espere un poco ahí, mientras preparo la maleta de Maria.

La religiosa le condujo a una galería de cristales que daba a la sala de Juegos. Cada vez que iba allí, Angelo sentía cómo le subían las lágrimas a los ojos. Era una sala de juegos parecida a las de todas las escuelas, con un teatro de marionetas, un tobogán, cubos, muñecas… Buscó a su hija entre el grupo de niñas. Su corazón se encogió al ver aquellos pequeños seres de caras deformadas, de torpes ademanes de ojos grandes y llenos de una oscura rebeldía.

Vio que la religiosa asía delicadamente la mano de Maria y apartaba a ésta de sus compañeras.

«¿Y todas las demás? —pensó Angelo, trastornado—. Salvaré a mi hija, pero ¿y las otras?».

Cuando volvió la religiosa con la niña y la pequeña maleta, el inspector Angelo Rocchia había desaparecido.

*

Al norte de Minnesota, en una región bucólica de bosques y pastizales próxima al pueblo de Oskomie, a pocos kilómetros de la frontera canadiense, se encuentra una discreta reserva forestal perteneciente al Gobierno de Estados Unidos. Hombres uniformados del Departamento de Bosques y Pesca custodian su entrada. Esta reserva se extiende sobre algunas hectáreas de tierras onduladas, con arboledas, plantaciones y prados, todo ello cercado por una valla de alambre espinoso.

Los guardianes armados pertenecen en realidad al Departamento de Defensa y los alambres espinosos de la cerca, son de hecho una gigantesca antena de transmisión que permite comunicar con los submarinos lanzadores de ingenios nucleares de la Marina norteamericana. La instalación funciona día y noche, utilizando frecuencias muy bajas, muy inferiores a la banda de los 10 megahercios, pues sólo las ondas muy largas pueden alcanzar las grandes profundidades donde navegan los submarinos. Cada submarino que patrulla en el fondo del océano arrastra su propia antena; un simple alambre con la misma longitud de tres kilómetros que los de la reserva de Minnesota.

A las 10.34 exactamente, cuatro minutos después de la orden de ataque nuclear dada por el presidente, dos submarinos, el Swordfisher y el Patrick Henry, navegando a varios cientos de metros de profundidad en el Mediterráneo, uno a veinte millas al sudeste de Chipre, y el otro al sur de Sicilia, reaccionaron a una brusca modificación de la emisión continua procedente del cercado. El operador de radio de cada sumergible llevó el mensaje, automáticamente descifrado por el ordenador de a bordo, al oficial de guardia, que, a su vez, lo transmitió al comandante.

En cada uno de los dos submarinos, el comandante y su segundo, utilizando claves complementarias, abrieron la caja fuerte que contenía tarjetas IBM perforadas. Las introdujeron en los dieciséis ordenadores de mando de los dieciséis misiles Trident que llevaba cada submarino. Estas tarjetas IBM contenían todas las informaciones de tiro necesarias para alcanzar los objetivos libios con un margen de error inferior a treinta metros. Después de ello, los oficiales y los jefes de tiro efectuaron diez operaciones de seguridad precisas para liberar los sistemas de disparo.

A las 10.37, cada uno de los dos submarinos envió un mensaje a Minnesota anunciando que los misiles estaban preparados y apuntaban a sus objetivos.

El mensaje decía, «Vessel in defcon» (Nave en condición de defensa).

*

Casi al mismo tiempo, otro mensaje, éste de Moscú, llegaba al centro de telecomunicaciones de la Casa Blanca, por el «teléfono rojo».

Como siempre, el comunicado se transmitía en dos idiomas, primero, en ruso, y después, en la traducción inglesa del intérprete soviético.

El presidente corrió hacia el teletipo, para enterarse del despacho a medida que iba llegando. Un intérprete del Departamento de Estado se colocó a su lado para comprobar la exactitud de la traducción soviética y subrayar todos los matices y sutilezas del lenguaje empleado.

Esta vez no había nada de esto. El mensaje era breve y preciso. El presidente se sintió vacilar, bajo el impacto de la emoción. Se apoyó en el hombro del estupefacto intérprete.

—¡Gracias, Dios mío! —murmuró.

*

En el puesto de mando subterráneo de Nueva York, el frenesí llegaba al paroxismo. Los Feds vociferaban en todos los teléfonos. Bannion ordenaba transformar en jefatura avanzada la comisaría 6.a, situada en la zona a registrar. En otro despacho, Bill Booth, jefe de las brigadas de investigación nuclear, por lo general imperturbable, ponía en movimiento a todos sus hombres, aullando ante el micro. Por su parte, Harvey Hudson movilizaba un regimiento de jueces federales para que extendiesen mandamientos de entrada y registro que permitiesen penetrar en las casas, los departamentos y las oficinas, mandamiento sin el cual ningún neoyorquino, consciente de sus derechos civiles, dejaría a un policía meter las narices en su casa.

Reinaba allí un barullo tal, que nadie oía el altavoz colocado en el centro de la mesa de conferencias. Abe Stern, horrorizado, advirtió de pronto que llamaba el presidente. En seguida hizo pasar la comunicación a su despacho.

—Señor presidente —se disculpó—, estamos todos al borde de un ataque de histerismo. Creemos tener un indicio del lugar donde está escondida la bomba.

Todavía dominado por las emociones de los últimos minutos, el presidente no le escuchaba siquiera.

—Abe —le dijo—, acabamos de recibir un mensaje de los rusos. Han obligado a Gadafi a aplazar por seis horas el plazo de su ultimátum. Tenemos hasta las seis de esta tarde.

El alcalde se derrumbó en su asiento, ebrio de felicidad.

—Pero ¡cuidado, Abe! Las seis, ¡y ni una hora más! El primer secretario ha estado rotundo: ¡Gadafi no pasará de aquí!