—¡Amén! —pronunció fervorosamente el presidente de Estados Unidos al terminar su oración.
Acuciado por la visión del hongo atómico surgiendo del desierto de Libia, se levantó y volvió a ocupar su sitio en la mesa de conferencias. Permaneció un largo momento inmóvil, con la mirada fija y sereno el rostro, concentrada la mente en el dilema más terrible con que había tenido Estado norteamericano. Como el libio que hoy se levantaba contra él, era un solitario. Aunque siempre cuidaba de saber la opinión de sus colaboradores, sólo él decidía.
—Lo primero que quisiera decir —declaró—, al fin, es que no debemos ceder a este chantaje. Si lo hiciésemos, destruiríamos los fundamentos mismos del orden internacional.
Todos observaron con alivio la firmeza de sus frases, rompiendo el clima de incertidumbre que había precedido al experimento atómico libio. El presidente había sido a menudo criticado por su indecisión en momentos críticos. Esta vez, todo parecía distinto: ¡empuñaba con firmeza el timón!
—Debemos considerar que una bomba H se encuentra realmente en Nueva York —prosiguió, con gravedad—. Y también debemos tomar en serio a Gadafi cuando amenaza con hacerla explotar si avisamos a la población. Pero con esto nos presta probablemente un servicio providencial. Pues si los norteamericanos supiesen que los habitantes de Nueva York está amenazados de muerte por causa de unos millares de colonos israelíes, la opinión pública se desencadenaría, y no tendríamos más remedio que obligar a Israel a aceptar las exigencias de Gadafi. —Mientras hablaba, su expresión se había endurecido. Paseó una mirada solemne alrededor de la mesa, y la desvió después hacia los pupitres donde estaban los militares—. No creo, pues, necesario recordar las inviolables obligaciones morales que esta situación impone a todos los que estamos aquí. Algunos de ustedes tienen sin duda seres queridos a quienes este drama atañe directamente. Sin embargo, no debemos olvidar que la vida de varios millones de compatriotas nuestros depende de que sea guardado este secreto. Por mi parte, pretendo hablar de esta tragedia con mi esposa. Como saben ustedes, tengo en alta estima su buen juicio. Aquéllos de ustedes que tengan la misma opinión de su esposa, quedan en libertad de hacerlo también. Pero recuerden que ella deberá guardar el mismo secreto absoluto.
El presidente se volvió a su ayudante:
—Jack, ¿tiene que hacer alguna recomendación particular sobre seguridad?
—Huelga decir que sólo deberán utilizarse los teléfonos de seguridad. —Se sabía en Washington que los rusos interceptaban las comunicaciones telefónicas de la Casa Blanca, como los americanos escuchaban las del Kremlin—. ¡Y nada de secretarios! —añadió Eastman—. Si tiene usted que anotar algo, escríbalo de su puño y letra. Sin borradores, ni copias al carbón.
James Mills, secretario general de la Casa Blanca intervino con su lánguido acento del Sur:
—¿Qué haremos para impedir que la prensa meta las narices en esto?
Era ésta una cuestión vital. En un país que había erigido en principio sagrado el derecho a la información, nada puede escapar a la curiosidad de la prensa más poderosa y mejor organizada del mundo. Dos mil periodistas están acreditados cerca de la Casa Blanca. Cuarenta o cincuenta corresponsales montan la guardia allí día y noche. La mayoría de ellos se levantan cada mañana convencidos de que el Gobierno les va a mentir al menos una vez antes de que termine la jornada. La recogida de filtraciones es un deporte predilecto en Washington, donde los secretos gubernamentales constituyen los principales temas de conversación en los cócteles, los banquetes diplomáticos o los reservados del restaurante francés de última moda, denominado precisamente Maison Blanche.
—Hay que avisar en seguida a John —insistió Mills.
John Sould desempeñaba una de las funciones más delicadas del equipo presidencial. Era el portavoz de la Casa Blanca. Dos veces al día, a las once y a las dieciséis, bajaba al palenque de la sala de prensa para informar a los corresponsales, responder a sus preguntas y aguantar sus banderillas.
—Será preciso que construya una muralla de mentiras capaces de resistir todos los embates —recomendó Eastman.
—Y que nos indique en seguida los periodistas que parezcan sospechar algo —añadió el director del FBI.
—No se inquiete por eso querido —saltó Mills, con irritación— si alguien se huele algo, oiremos hablar de ello al cabo de un minuto.
—¿No deberíamos avisar a los presidentes del Washington Post y del New York Times, y pedirles su colaboración? —preguntó el presidente.
—Me parece que no —respondió Eastman—. Cuantas menos personas estén en el ojo, tanto mejor. La mejor manera de guardar este secreto es hacer como el presidente Kennedy durante la crisis de Cuba: no modificar sus hábitos. Le aconsejo que no cambie una coma en su programa de la semana. Lo mejor, para que desconfíen los periodistas, es que le vean haciendo tranquilamente su footing cotidiano e inaugurando el árbol de Navidad del personal de la Casa Blanca.
El presidente se mostró de acuerdo. Volviéndose entonces al almirante que dirigía el Centro de Mando, recobró sus viejos reflejos de oficial y le pidió que hiciese un examen estratégico de la situación y enumerase las opciones que se ofrecían a las fuerzas armadas norteamericanas.
El almirante subió al estrado levantado al pie de las pantallas. Eastman no pudo reprimir una sonrisa al ver a aquel militar, tieso como un hueso, que hablaba como un guía de agencia de viajes, mientras paseaba su varilla luminosa sobre las imágenes del despliegue de las fuerzas soviéticas en el mundo. Al mostrar estas vistas que nada habían cambiado después de la explosión en Libia, intervino el secretario de Defensa, Herbert Green:
—Sugiero, señor presidente, que avisemos inmediatamente a los rusos. Por insignificantes que sean sus relaciones políticas con Gadafi, la prueba nuclear de éste constituye también una amenaza para ellos. Deberíamos pedir su colaboración. Además, convendría decirles que ninguna de las medidas que nos veamos obligados a tomar irá dirigida contra ellos.
El presidente expresó su acuerdo dando una orden a Eastman:
—Jack, diga a Moscú que desearía hablar con el primer secretario.
El triste semblante de Middleburger, representante del Departamento de Estado, se animó de pronto.
—Me parece que sería también adecuado, señor presidente, que avisásemos a nuestros aliados al más alto nivel, a fin de coordinar con ellos cualquier acción que nos viésemos obligados a emprender. Pido autorización para dirigir en su nombre un mensaje estrictamente confidencial a Mrs. Thatcher, al canciller Helmut Schmidt y, sobre todo, al presidente Giscard d’Estaing. No olvidemos que, probablemente fue el reactor vendido por Francia el que proporcionó a Gadafi su plutonio. Como usted mismo ha recalcado hace un momento, señor presidente, los franceses deberían poder darnos informaciones vitales para la investigación del FBI sobre las personas que trabajan en Trípoli para Gadafi.
El presidente asintió con la cabeza e hizo una señal al almirante para que continuase su exposición. Ahora, las luces rojas indicaban, en una pantalla oscura, la posición de todos los barcos de la sexta flota. La mayor parte de ellos se encontraban frente a las costas de Creta, realizando un ejercicio de lucha antisubmarina. El puntero señaló las principales unidades: dos superportaaviones, tres submarinos nucleares, un porta misiles. Esta fuerza naval americana era la más próxima a Trípoli y podía poner inmediatamente rumbo a las costas libias.
El almirante Harry Fuller, presidente del Comité de jefes del Estado Mayor, intervino en el debate:
—Señor presidente, permítame aclarar, sin pérdida de tiempo, un punto esencial: esta crisis no tiene solución militar satisfactoria. Es evidente que podemos destruir Libia. Inmediatamente. Pero esto no nos…
—¿Que no hay solución militar? —le interrumpió indignado, el texano Delbert Crandell, secretario de Energía—. ¿Bromea usted, almirante? Libia no es más que dos ciudades: Trípoli y Bengasi. Las tres cuartas partes de la población están concentradas allí. Dos o tres pequeñas bombas y, ¡puf!, ¡Libia deja de existir!
—Evidentemente, podemos destruir Libia —concedió el almirante—. Inmediatamente. Pero ¿qué garantía nos daría esto de que la maldita bomba H oculta en algún lugar de Nueva York si es que existe en realidad, no llegaría a explotar?
—Señor Middleburger —preguntó el jefe del Estado— ¿cuál es la población exacta de Libia?
—Dos millones, señor presidente. Cien o doscientos mil habitantes más o menos. El censo no es muy exacto, allá abajo.
El Jefe del Estado se volvió al presidente del Comité de Jefes de Estado Mayor:
—Harry, ¿cuántas víctimas produciría la explosión de una bomba de tres megatones en una ciudad como Nueva York?
El almirante se frotó la barbilla.
—Es difícil decirlo…
—Aproximadamente.
—A primera vista, yo diría, ¡hum!, de cuatro a cinco millones.
El presidente miró gravemente al secretarlo de Energía.
—Ahí tiene la respuesta. Desgraciadamente, este chantaje no tiene solución militar, señor ministro. —Y, dirigiéndose al almirante, añadió—: ¿Qué propone usted a cambio, Harry?
—¡Que iniciemos una operación espectacular de intimidación! —respondió Fuller, enérgicamente—. Debemos mostrar al coronel Gadafi el peligro que corre a causa de su odioso chantaje. Es preciso que cada hora, cada minuto, cada segundo le recordemos que podemos «termonuclearizarle» en menos que canta un gallo. Que viva, coma y respire, sabiendo esto, ¡y ya veremos cuál es su reacción!
El almirante levantó los brazos en dirección a las luces rojas que centelleaban en la pantalla.
—Sugiero que la VI Flota ponga rumbo a Libia, a toda máquina. En cuanto avisten la costa, que los barcos se desplieguen ampliamente, para saturar los radares libios. Que los portaaviones lancen sus aparatos en oleadas sobre la costa, y que se diga a los pilotos que hablen claro, para que sepa Gadafi que transportan misiles suficientes para convertir su maldito país en un mar de vidrio fundido. —Una helada sonrisa pasó por el rostro del almirante—. Esta manifestación de fuerza debería hacer que el enemigo viese bajo otra luz las consecuencias de su acción. Tal vez lo conseguiremos.
Mientras el presidente aprobaba esta proposición, una luz se encendió en el teléfono colocado delante del director de la CIA. Éste levantó el auricular, escuchó un momento y volvió a colgar el aparato.
—Señor presidente, parece que tenemos otro problema —anunció Tap Bennington—. El Mossad acaba de ponerse al habla con nuestra gente de Tel-Aviv. Los israelíes han registrado la explosión en sus sismógrafos. Sospechan que se trata de una detonación nuclear. Preguntan qué sabemos nosotros de esto.
El rostro del presidente se ensombreció. Era de prever que los israelíes descubriesen la onda expansiva. Pero mientras no pudiesen detectar residuos radiactivos, no podrían estar seguros de nada. Y, afortunadamente, el servicio meteorológico no preveía corrientes atmosféricas en su dirección. Ante todo era preciso ganar tiempo, el tiempo suficiente para poder actuar.
—Dígales que de momento no sabemos nada, pero que vamos a comprobarlo.
Los relojes electrónicos colocados encima de las pantallas indicaban que eran las 0.30 horas, o sea las 7.30 en Jerusalén y en Trípoli. Faltaban treinta y cinco horas y treinta minutos para que expirase el plazo del ultimátum de Gadafi.
El presidente observó a los reunidos.
—Deseo que establezcamos, por orden de importancia, los problemas a los que tenemos que enfrentarnos. Ante todo, están Nueva York y los neoyorquinos. Después, la bomba: ¿cómo encontrarla e impedir su explosión? En tercer lugar, Gadafi: ¿cómo negociar con él? Y, por último, los israelíes. ¿Qué tendríamos que hacer, si llegase a ser inevitable una prueba de fuerza con ellos?
Hizo girar su sillón para dirigirse directamente al secretarlo de Defensa. La protección civil estaba colocada bajo el paraguas tentacular de su departamento.
—Doctor Green, ¿existe algún plan para evacuar urgentemente la población de Nueva York?
—Señor presidente —suspiró el ministro—, el presidente Kennedy hizo esta misma pregunta con respecto a Miami, el segundo día de la crisis de los misiles de Cuba. Se necesitaron dos horas para saber la respuesta. Y la respuesta fue: «No». Yo puedo responderle hoy en dos segundos. Desgraciadamente, la respuesta sigue siendo: «No».
—Recuerden —terció Eastman—, que Gadafi nos ha avisado: si iniciamos la evacuación, hará estallar su bomba. Sin duda es por eso por lo que exige que el asunto permanezca secreto. Considera a los neoyorquinos como sus rehenes. Ahora bien, si éstos supiesen el peligro que corren, echarían a correr.
—¿Cree usted en este chantaje suplementario? —gruñó James Mills.
—Temo que tengamos que creer también en él —suspiró el presidente.
—¿Aunque esto ponga en peligro de muerte a cinco millones de personas?
—¡Estos cinco millones de personas correrían un peligro aún mayor si creyésemos equivocadamente en un farol!
El presidente dirigió una mirada desolada a la pantalla, que seguía mostrando, dentro de un círculo blanco, el modesto bungalow de su invisible enemigo. ¿Podía permitir que el fanático que vivía allí le dictase las reglas de su espantoso desafío, le impidiese buscar la manera de proteger a sus compatriotas?
Su voz era sólo un murmullo cuando prosiguió.
—Sean cuales fueren los dramas que nos esperan, no debemos olvidar que nuestra primera responsabilidad concierne a los habitantes de Nueva York. Antes que cualquier otra consideración. —Se volvió al secretario de Defensa—. Doctor Green, movilice a todos sus especialistas y haga preparar el mejor plan de evacuación posible. Si es preciso, vaciaremos Nueva York.
*
Ningún ruido de radio, de teletipo o de teléfono, turbaba la completa tranquilidad del desierto de Moamar el Gadafi. Sólo llegaba hasta él el gemido triste y lejano del viento. Aquí, en medio de sus arenas había decidido esperar el resultado de su prueba nuclear, en la soledad de los espacios donde se había forjado su fe, donde habían nacido sus sueños. Había preferido, a cualquier puesto de mando, su tienda de beduino, símbolo de la raza amenazada a quien quería restituir la plenitud de su destino. Ninguna manifestación de la tecnología que había decidido dominar aparecía en este lugar monacal. Ninguna pantalla de televisión que hiciese desfilar el mundo ante sus ojos; ningún colaborador uniformado que enumerase las posibles opciones, ningún tablero con luces centelleantes que le recordase el despliegue de sus fuerzas. Gadafi estaba solo con la armonía del desierto y la paz de su alma.
Sabía que aquí no había sitio ni tiempo para lo inútil y lo complejo. Así como la luz naciente expulsaba las ilusiones de la noche, el vacío de estos lugares reducía la vida a sus exigencias esenciales. Aquí estaba todo subordinado a la inexorable lucha por la supervivencia.
Desde tiempos inmemoriales, la vertiginosa soledad de los ilimitados horizontes había hecho del desierto la incubadora por antonomasia de una espiritualidad que exaltaba al hombre hacia el Absoluto. Moisés en el Sinaí, Jesús en el monte de la Cuarentena, Mahoma en su Hégira, habían ofrecido a la Humanidad las visiones engendradas por su retiro en el desierto. Y toda una serie de místicos y de iluminados, de fanáticos y de visionarios, había surgido también de estas inmensidades para obstaculizar los hábitos de placer y de transigencia de sus contemporáneos.
En la tranquilizadora familiaridad de su desierto, este nuevo paladín solitario del absolutismo esperaba con calma el resultado de su experimento nuclear. Su éxito —lo sabía muy bien— podía provocar una reacción inmediata de Estados Unidos. Si tal era la voluntad de Dios, estaba dispuesto a perecer en este escenario que había templado su voluntad. Si, por el contrario, fracasaba, sólo tendría que salvar las apariencias condenando el «complot» urdido sobre su territorio. Haría detener a algunos palestinos y organizaría un simulacro de juicio para calmar la indignación de Estados Unidos y del mundo.
Su fino oído captó la crepitación de un helicóptero. Lo vio aparecer en un rincón del cielo, girar a doscientos metros de su tienda y posarse en el suelo. Un hombre saltó a tierra.
—Ya Sidi! —gritó—, ¡todo ha ido bien!
Gadafi desplegó una vieja alfombra de oración. A semejanza del presidente de Estados Unidos, su primera reacción fue hincarse de rodillas. Pero su oración era una acción de gracias por el poder que el éxito de la prueba ponía en sus manos. Tejida en la trama multicolor de la alfombra que tocaba con la frente aparecía la silueta del santuario islámico que ahora podría recuperar, en nombre de su fe y de su pueblo: ¡la mezquita de Omar, en Jerusalén!
*
El helicóptero que traía a Moamar el Gadafi del desierto de la Gran Sirte aterrizó a las 7.35 sobre una plataforma disimulada en un bosque de pinos marítimos, a treinta kilómetros al sudeste de Trípoli. El Jefe del Estado libio saltó al volante de un Volkswagen azul celeste y arrancó en tromba. Cuatro minutos más tarde, franqueaba una doble alambrada electrificada y rodaba por una larga avenida flanqueada de cipreses, seguido de un jeep lleno de hombres de su guardia personal, tocados con boinas rojas. La avenida conducía a un lugar rigurosamente secreto, protegido por dos batallones de fuerzas especiales de seguridad. Ningún diplomático extranjero, ningún visitante distinguido, ningún jefe de un estado árabe hermano, habían pisado jamás las gradas de la elegante mansión que se levantaba al final de la avenida acurrucada en un bosque de eucaliptos a orillas del Mediterráneo.
Con sus balaustres delicadamente esculpidos y su pórtico de columnas dóricas, la «Villa Pietri» parecía una bella mansión de la aristocracia italiana, construida, por error, en las puertas del continente africano. En realidad, la villa había sido edificada por un romano miembro de la nobleza del comercio de alfombras, que le había dado su nombre. Tras su muerte había servido de palacio al gobernador general fascista de la Libia mussoliniana, de residencia al hermano del rey Idris de Libia y, más tarde, a los jefes de la base aérea norteamericana de Wheelus, próxima a Trípoli. La «Villa Pietri» albergaba, desde ahora, el Cuartel General de las operaciones especiales del coronel Gadafi.
Allí había sido organizado el sangriento atentado contra los atletas israelíes con ocasión de los Juegos Olímpicos de Múnich, así como la operación del aeropuerto de Roma, en diciembre de 1973, que tenía por objeto asesinar a Kissinger; el secuestro de los ministros del petróleo de la OPEP, el ataque contra un avión de El-Al en las pistas de Orly; la desviación del aerobús de Entebbe. Los eucaliptos del parque ocultaban las antenas que transmitían las órdenes de Gadafi a los insurgentes del IRA irlandés, a los terroristas alemanes de la banda Baader, a los de las Brigadas Rojas italianas, a los kamikazes del Ejército Rojo japonés e incluso a los fanáticos musulmanes infiltrados en Tashkent y en el Turquestán soviético. Sus bodegas, donde antaño se habían conservado los Chianti más finos de las colinas de Toscana, habían sido transformadas en un centro ultramoderno de transmisiones, conectado particularmente en las instalaciones libias de radar. Maquetas de las cabinas del Boeing 747 y del Airbus habían sido construidas en un salón, para enseñar a los autores de secuestros de aviones a frustrar las tentativas de los pilotos contra sus atacantes. En las paredes, mapas del mundo indicaban con trazos rojos los itinerarios seguidos por la mayor parte de las compañías aéreas, mientras que montones de carpetas de archivo contenían todas las informaciones importantes sobre cada vuelo. Y era el propio jefe del Estado libio quien había dado su consigna a los habitantes de la «Villa Pietri»: «Todo lo que clava una espina venenosa en el pie de nuestros enemigos es bueno».
Antes de abandonar su desierto, Gadafi había trocado su gandurá de beduino por un uniforme de tela caqui impecablemente planchado y con sólo las insignias de coronel cosidas en las charreteras. Profundas ojeras delataban el agotamiento y la tensión nerviosa de los últimos días, pero su rostro resplandecía de felicidad.
—¡Nadie podrá ya obligarme jamás a permanecer con los brazos cruzados, mientras mis hermanos palestinos se ven arrojados de su patria!
Con esta exuberancia triunfal había interpelado a los colaboradores que habían salido a recibirle: su Primer Ministro, Abdul Salim Jalud, uno de los pocos compañeros de su golpe de Estado que aún permanecía a su lado; el responsable de su Servicio de Información; los comandantes supremos del Ejército de Tierra y de la Aviación. Su jefe les había acostumbrado a sus imprevisibles cambios de humor. A veces, estallaba en terribles accesos de cólera o se enzarzaba en interminables monólogos que nadie se atrevía a interrumpir. Tal parecía ser el caso esta mañana.
—¡El mundo entero permitió sin levantar un dedo que los criminales israelíes robasen los territorios de nuestros hermanos e instalasen en ellos sus malditas colonias! —vociferó—. ¿La paz de Sadat? ¡Bonita farsa! Una paz, ¿para qué? ¿Para permitir a los judíos que sigan robando a nuestros hermanos palestinos? Hablan de autonomía… —rió Gadafi—. ¡Autonomía para dejar que el extranjero se lleve nuestra casa! ¡Ah, Sadat! Es jefe de cuarenta millones de hombres. Alá le dio el gran caballo blanco del Califa, ¿y qué hizo él? Se acostó en medio del camino y se durmió. Y yo, ¿qué tengo por montura? ¡El asnillo libio de pezuñas doradas! Soñaba en conducir un pueblo que no perdería el tiempo durmiendo; un pueblo que pasaría sus días en los djebels, preparando la reconquista de las tierras de sus hermanos palestinos; que respetaría la ley sagrada de Dios y obedecería los mandamientos del Corán, para servir de ejemplo a los demás…
»¿Y qué pueblo tengo que conducir? ¡Un pueblo que duerme! ¡Un pueblo que no se interesa en lo que les ocurre a sus hermanos de Palestina! Gente que sólo sueña en comprar un Mercedes y tres aparatos de televisión… Hemos entrenado a nuestros mejores jóvenes para pilotar Mirage en combate, y, ¿qué han hecho? ¡Abrir una tienda en el zoco para vender climatizadores japoneses!
La violencia que animaba el rostro del dictador hipnotizaba a los que le rodeaban.
Lanzó una risa vengadora.
—Pero, ahora, ¿qué importa esto? Gracias a mi bomba, ya no necesito tener millones de hombres detrás de mí; ¡me basta el pequeño puñado que está dispuesto a pagar el precio que yo pido! ¿Acaso el Califa conquistó el mundo con millones de hombres? ¡No! Le bastaron unos cuantos compañeros, porque eran fuertes y creyentes.
Gadafi azotó el aire con el bastón de empuñadura de plata que llevaba desde que estuvo en Inglaterra siguiendo cursos de oficial. Su voz se había vuelto suave, casi gemebunda.
—Además, no pido un imposible a los norteamericanos. No les pido que destruyan Israel. No podrían concedérnoslo. Sólo reclamo lo que es justo. Que nos devuelvan Cisjordania. Y Jerusalén. El mundo entero nos dará su apoyo para este doble objetivo.
El Primer Ministro, Salim Jalud golpeaba nerviosamente con los dedos la costura de su pantalón. Era el único colaborador de Gadafi que se había mostrado contrario a sus planes.
—Insisto, Sidi, en que los norteamericanos nos aniquilarán. A estas horas estarán ya intrigando con los israelíes para engañarnos y hacernos creer que van a aceptar sus exigencias; y pegarán cuando bajemos nuestra guardia.
—No bajaremos nunca la guardia —le interrumpió Gadafi, señalando una cajita negra colocada sobre la mesa de su Puesto de Mando—. ¡Ésa es nuestra guardia, de ahora en adelante!
El aparato, otro producto de los ingenieros japoneses de la Oriental Electric, parecía el estuche de mando a distancia de un televisor. Con un solo dedo, Gadafi podía enviar un impulso electrónico hasta el fortín instalado debajo de la villa. Vigilado continuamente por tres soldados de guardia, de boinas rojas, se encontraban allí el terminal del ordenador que, respondiendo a aquel impulso, enviaría al satélite Oscar la orden en clave que haría explotar la bomba oculta en Nueva York.
—Los norteamericanos no están locos —siguió diciendo el dictador libio—. ¿Cree usted que van a morir cinco millones de norteamericanos por un puñado de sionistas? ¿Por unas colonias contra las cuales se han pronunciado siempre? No. Obligarán a Israel a darnos todo lo que queremos. De todas maneras, ya no tenemos motivos para temer a los norteamericanos. Hasta ahora han podido ignorarnos y ayudar a los israelíes a pisotear la esperanza de nuestros hermanos palestinos de conseguir una patria. Eran una superpotencia. Y estaban seguros. —Frunció las comisuras de los labios en una sonrisa—. Pues bien, hermanos míos, siguen siendo una superpotencia. ¡Pero ya no están seguros!
*
El presidente de Estados Unidos se había ausentado de la sala de mando del Pentágono para conferenciar, desde una cabina especial, con el jefe del Kremlin. En su ausencia, sus colaboradores se habían dispersado en pequeños grupos, mientras unos marinos vestidos de blanco traían grandes vasijas de humeante café. Sólo Jack Eastman se había quedado en su sitio. Delante de él se amontonaban diversos documentos, casi todos ellos marcados como TOP SECRET. Necesitaba tener una voluntad poco común para alejar de su mente el terrible espectáculo que acababa de presenciar y concentrarse en su tarea. Tenía que determinar la importancia exacta de la crisis y proponer al presidente, con las mayores concisión y claridad, las posibles soluciones para hacerle frente, aunque éstas sólo pareciesen una serie de medidas apocalípticas.
Abrió el primero de los cuatro volúmenes titulados Respuesta federal a las emergencias nucleares en tiempo de paz. Millones de dólares de los contribuyentes y millares de horas de intenso trabajo se habían invertido en la preparación de ese plan. Después de un rápido examen, Eastman lo apartó con aire asqueado. Antes de que alguien pudiese descifrar su burocrática jerga, ¡Nueva York habría quedado reducida a cenizas! En el montón contiguo se hallaba un memorando ultra secreto, preparado en septiembre de 1975 por el consejero científico del presidente Ford: Destrucción en masa y terrorismo nuclear. Eastman no pudo dejar de subrayar con un gruñido el cinismo y la ironía de una de las recomendaciones del documento: «Ejercítese de antemano en simular con ordenador todas las crisis imaginables. Así, cuando se produzca la verdadera crisis, el ordenador le mostrará el camino a seguir».
—Caballeros, ¡el presidente! —anunció el almirante responsable del centro de mando.
El jefe del Estado volvió con paso rápido hasta la mesa de conferencias.
—He podido hablar con el primer secretario —declaró antes de que los otros tuviesen tiempo de sentarse—. Me ha asegurado que la URSS condena sin reservas el chantaje de Gadafi y me ha ofrecido su colaboración total. Encargará a su embajador en Trípoli que transmita un mensaje personal al coronel, encaminado a disuadirle de su acción y a ponerle en guardia contra las consecuencias de su actitud.
El triste semblante del representante del Departamento de Estado se animó una vez más.
—Señor presidente —dijo—, ¿me permite recomendar, como corolario de esta intervención, una acción diplomática mundial que tenga por objeto demostrar a Gadafi que se encuentra absolutamente solo?
—No veo ningún inconveniente, aunque soy escéptico en cuanto al resultado de semejante presión sobre un hombre de su clase.
—Creo que también sería conveniente pedir al secretario de Justicia que se reúna con nosotros —sugirió Eastman—. Pues una acción como ésta requeriría con urgencia ciertas formalidades excepcionales.
—¿Y qué hacemos con el Congreso?, preguntó James Mills, muy inquieto.
El presidente adoptó un aire lacrimoso. Sus relaciones con los barones de Capitol Hill no habían brillado nunca por su cordialidad. Sin embargo, el asunto era demasiado grave para que no se creyese obligado a informar al menos a los principales líderes.
—James, procure enterarse de quiénes son los representantes que fueron avisados por John Kennedy al empezar la crisis de Cuba.
—También hay que considerar el aspecto constitucional —recordó Eastman—. Debe usted prevenir, señor presidente, al gobernador del Estado de Nueva York y, sobre todo, ya que está en la línea de fuego, al alcalde de la ciudad.
—¿Al alcalde? —repitió, pensativo, el presidente—. Éste puede plantearnos problemas.
En efecto, el alcalde de Nueva York era un personaje receloso y susceptible al que había que tratar con precaución.
—Pero tiene usted razón. Hay que pedirle que venga y exponerle claramente la verdad.
Todos manifestaron su aprobación. Después, Eastman se irguió y, con la voz tranquila con que solía resumir los asuntos más trágicos, fue directamente al grano:
—Creo, señor presidente, que sólo podemos hacer dos cosas. La primera es, naturalmente, encontrar la bomba e inutilizarla. Se han dado ya todas las órdenes necesarias en este sentido al FBI y a la CIA, los cuales han empezado ya las investigaciones. La segunda es ponerse en contacto con Gadafi y convencerle de que, sean cuales fueren sus agravios contra Israel, su amenaza contra Nueva York es un procedimiento absolutamente irresponsable de querer lograr la reparación de aquéllos.
»Como ha dicho usted mismo esta noche, se trata, propiamente, de un caso de chantaje terrorista con toma de rehenes. Nos hallamos en presencia de un exaltado que apunta con un revólver a la sien de cinco millones de personas. Debemos persuadirle de que suelte el arma y se avenga a negociar, de la misma manera que trataríamos de discutir con cualquier terrorista en posesión de rehenes. Aquí disponemos de numerosos expertos que conocen los medios de conseguirlo. Propongo que sean convocados para que nos indiquen el camino a seguir.
—Completamente de acuerdo, Jack. Convoque inmediatamente una reunión en la Casa Blanca.
Entonces intervino el jefe del Estado Mayor del Ejército de tierra.
—Señor presidente temo que estamos perdiendo de vista un punto vital —declaró, con firmeza—. Comparto la opinión del almirante Fuller y reconozco que, mientras exista el riesgo de que explote esa bomba H en plena Nueva York, no tenemos ninguna opción militar contra Libia. Sin embargo, esto no significa que no debemos prepararnos para actuar militarmente. No contra Libia… Contra Israel.
El presidente arqueó las cejas.
—¿Israel?
—Israel, señor presidente. Pues si esta bomba está realmente en Nueva York esto quiere decir que, en un platillo de la balanza, tiene usted la vida de cinco millones de americanos, y en el otro, la expulsión de unos millones de israelíes que, a fin de cuentas, no tenían ningún derecho a instalarse donde están. ¿Unos miles de colonos fanáticos o la ciudad de Nueva York? —El general hizo una breve pausa para aumentar el efecto de sus palabras, y concluyó—: Aconsejo que pongamos en estado de alerta a la 82.a División aerotransportada y a las divisiones de Alemania, y que mantengamos en el Mediterráneo oriental los transportes de tropas de la VI Flota, en vez de enviarlos a Libia con los portaaviones. Y sugiero que el Departamento de Estado establezca un discreto contacto con los sirios. —Una maliciosa sonrisa dulcificó su semblante—. Creo que éstos, en caso necesario, estarían dispuestos a darnos facilidades de aterrizaje en Damasco.
El general observó las señales de asentimiento de los reunidos. James Mills le apoyó en seguida:
—El general tiene razón. Lo cierto es que esas colonias implantadas en territorios ocupados son absolutamente ilegales. Nosotros nos opusimos siempre a ellas. Usted mismo las desaprobó, señor presidente. Si tenemos que elegir entre ellas y Nueva York, y si los israelíes se niegan a expulsar a sus colonos, debemos estar preparados para echarlos nosotros mismos.
—Sea cual fuere nuestra opinión sobre esas colonias de Cisjordania —rectificó el presidente, en tono muy seco—, y todos ustedes conocen la mía, no podemos obligar ahora a los israelíes a evacuarlas. Sería ceder al chantaje de Gadafi. Demostraríamos al mundo que esta clase de acciones es rentable.
—Señor presidente, su punto de vista es a todas luces respetable —replicó secamente James Mills—, pero ¡temo que no sirva de mucho a los habitantes de Nueva York!
Jack Eastman había seguido la discusión sin tomar parte en ella. De pronto, tomó la palabra:
—En todo caso, hay una cosa segura, y es que este asunto es vital para Israel. Creo que deberíamos avisar a Begin sin perder un momento.
Una imperceptible mueca ensombreció el rostro del presidente al escuchar el nombre del Primer Ministro israelí. Ningún líder político del mundo le había hecho sufrir tanto como aquel fanático cuyos interminables discursos sobre la historia del pueblo judío, cuyas sempiternas referencias, con exasperante lujo de detalles, a una Biblia que conocía mejor que él, había tenido que aguantar día tras día. Evocó con fatiga el penoso recuerdo que le había dejado el maratón de Camp David y los caudales de paciencia que había tenido que desplegar para reducir la intransigencia del Primer Ministro israelí. Además, no le había perdonado que le hubiese desafiado con sus nuevas implantaciones en territorio ocupado, ni que hubiese aprovechado sus dificultades políticas internas para dirigirse, a espaldas suyas, a la comunidad judía norteamericana.
Sin embargo, y a pesar de sus sentimientos personales, no podía elegir.
—Tiene usted razón —suspiró—. Llamen al Mr. Begin.
*
El galope de un caballo resonaba en la pista de equitación del Bosque de Boloña, todavía desierto. En diciembre, amanecía tarde en París, y el jinete salió de las tinieblas como un fantasma de leyenda. Nada más adecuado a la personalidad del jefe del SDECE, el Servicio de Información francés, que la oscuridad que envolvía su cabalgada matinal.
En una época en que unos carteles indicaban en las autopistas norteamericanas la dirección de la sede de la CIA, en que los nombres de los agentes del Servicio de Inteligencia británico salían a relucir en los debates de los Comunes, la organización que dirigía el general Henri Bertrand seguía obsesionada por la manía del secreto. Era como si el SDECE quisiera simular que no existía. Ningún anuario telefónico, ninguna guía de calles, ningún Bottin, mencionaban el nombre y la dirección de su Cuartel General. Ningún Who’s Who y ningún archivo ministerial citaban a Bertrand ni a ninguno de sus subordinados. Ni siquiera era Bertrand el verdadero apellido de este robusto e impenetrable cincuentón. Era un nombre de batalla, escogido cuando, siendo un joven capitán de Caballería en Indochina, había ingresado, en 1954, en las filas del Servicio Secreto.
Bertrand retuvo a su montura y se dirigió al paso a las caballerizas del Polo de Bagatelle. Hacía quince años que pertenecía a este elegante club, pero su nombre no había figurado nunca en la lista de socios encuadernada en verde y que se publicaba todos los años. Al acercarse al portal, se sorprendió al reconocer la silueta que le esperaba en la sombra. Sólo un asunto de suma urgencia podía llevar allí, a hora tan temprana, a Palmer Whitehead, jefe de la rama de la CIA en París.
—¡Salud, querido! —dijo Bertrand—, saltando de su caballo.
Antes de que Whitehead tuviese tiempo de contestarle, le arrastró hacia el campo cubierto de césped.
—Venga conmigo. Tengo que secar a mi caballo.
Durante cinco minutos, los dos hombres caminaron junto al caballo sobre la hierba donde, en verano, los caballos del barón de Rothschild y de los gauchos argentinos jugaban al polo. El representante de la CIA no reveló a su colega francés la amenaza que pesaba sobre Nueva York. Se limitó a indicarle que el Gobierno norteamericano había recibido una prueba irrefutable de que Gadafi había fabricado una bomba H, probablemente a base de plutonio suministrado por el reactor francés, y que se disponía a utilizarla con fines terroristas. Washington necesitaba urgentemente conocer la identidad de todas las personas que hubiesen podido participar en el programa atómico libio.
—Dado que este asunto tiene implicaciones nucleares —respondió Bertrand—, sabe usted que necesito autorización de mis superiores para meter las narices en él. Sin embargo, teniendo en cuenta lo que acaba de decirme, estoy seguro de que no habrá problema.
El norteamericano asintió gravemente con la cabeza.
—Creo saber que un mensaje personal de nuestro presidente está en camino del Eliseo.
Los dos hombres se estrecharon la mano. Al subir a su automóvil, el americano se volvió.
—Y, sobre todo, Henri, sea usted muy, muy discreto.
Diez minutos más tarde, un Peugeot 604 gris conducido por un chófer, salía del Bosque y se mezclaba con el tráfico matinal del bulevar periférico. Todavía sudoroso por la galopada cómodamente instalado entre los brazos del asiento de atrás, apoyada la cabeza en el respaldo, Bertrand había cerrado los ojos. Estaba durmiendo. Pero antes había dado por radioteléfono las órdenes que requería la situación. Ahora —como su modelo, Napoleón— aprovechaba la ocasión para tomarse unos momentos de descanso, para estar en condiciones de enfrentarse con la prueba que le esperaba.
*
La luz de la mañana iluminaba las amarillas piedras de la casa número tres de la calle de Balfour, en Jerusalén. La brisa agitaba los pinos de Alepo que ocultaban a los curiosos la residencia del Primer Ministro de Israel. Eran casi las ocho de la mañana de aquel lunes 14 de diciembre.
Detrás de la ventana del despacho, situado en el fondo de la planta baja, había un hombre inmóvil. Con aire taciturno, contemplaba la hilera de rosales que flanqueaba el muro del jardín. Más allá, apenas a cien metros de distancia, podía ver la mole del Hotel del Rey David recortándose sobre el azul del cielo. Al ver aquel edificio, una ola de recuerdos acudía siempre a la memoria de Menachem Begin. En julio de 1947, al frente de un comando de Irgún, había hecho volar un ala de aquel hotel, provocando la muerte de noventa militares ingleses y la destrucción de todo un Cuartel General británico. Esta hazaña le había valido un lugar en la historia de su patria, que, en aquella época, no había nacido aún. Detrás de él, uno de los estantes llenos de enciclopedias, una fotografía de aquellos tiempos heroicos le mostraba con el sombrero redondo, la levita negra y la barba de los rabinos. Cuando se puso precio a su cabeza, este disfraz le había permitido a menudo deslizarse por las calles de Tel-Aviv ante las narices de los soldados ingleses. Por ironía del destino, hoy ocupaba la antigua mansión del que había sido su más implacable adversario: el general Barker, jefe del Ejército británico, tristemente célebre por haber aconsejado a sus compatriotas que «golpeasen a los judíos donde más les dolía: en su cartera».
Begin se apartó de la ventana. Como siempre, vestía un traje gris impecablemente planchado, camisa blanca y corbata oscura. Su elegancia le singularizaba en un país donde llevar corbata es un anacronismo, y el pliegue del pantalón una curiosidad.
Volvió a su mesa de trabajo. Acababa de recibir la comunicación del presidente de Estados Unidos. Leyó una vez más las notas tomadas durante la conversación, interrumpiendo de vez en cuando su lectura para tomar un sorbo de té templado y endulzado con Sucrasil, único desayuno que se permitía tomar desde la crisis cardíaca sufrida cinco años atrás. Como había hecho el presidente norteamericano una hora antes, elevó también una plegaria a su Dios, al Dios de Israel. No alimentaba la menor duda sobre el alcance de la noticia que acababa de recibir. Representaba la conmoción más radical del equilibrio de fuerzas en el Oriente Medio que se hubiese producido en el curso de su existencia. Naturalmente, América consideraría, en primer lugar, la horrible amenaza que representaba para la población de Nueva York. En cambio, él tenía el deber de considerarla en función del peligro que corrían su pueblo y su país. Era una amenaza de muerte.
En este caso, Begin estaba seguro de una cosa: no podía contar con la amistad del presidente de Estados Unidos. Le agradecía sus meritorios esfuerzos en favor de la paz en el Próximo Oriente, pero sólo le otorgaba una confianza relativa, como a cualquier otro goy. En realidad desconfiaba incluso de muchos judíos. Sus adversarios políticos le reprochaban una mentalidad de ghetto, una manera mezquina y limitada de valorar la situación, indigna de un líder internacional; una incapacidad de captar los problemas, si no era en su dimensión judía. Era la herencia natural de su pasado: su infancia en los ghettos de Polonia, su adolescencia entre los partisanos, sus primeros años de jefe clandestino que luchaba por arrojar a los ingleses de Palestina. La loca amenaza de Gadafi sólo era, a su modo de ver, el último acto, el desenlace fatal de medio siglo de conflictos entre judíos y árabes. Siempre se había dejado guiar por una visión: la misma de su maestro Vladimir Jabotinski, cuyos escritos ocupaban el lugar de honor en su biblioteca. Era la visión de Eretz Israel, de la Tierra de Israel. No el pequeño Estado mutilado, migaja caída de la mesa de las naciones y aceptada por su adversario Ben Gurión en 1947, sino la tierra bíblica del Gran Israel.
Asegurar la colonización de esta tierra reconquistada y dar paz a su pueblo: he aquí los dos objetivos esencialmente irreconciliables que había perseguido Begin desde su elección como jefe del país. Ambos parecían muy quiméricos en esta mañana de diciembre. El tratado firmado con Egipto había resultado no ser más que una ilusión. Al no tener en cuenta el problema palestino, había dejado una llaga purulenta en el corazón del Próximo Oriente. En vez de gozar de la paz tan deseada el Estado de Israel vivía ahora las horas más difíciles de su historia. La inflación y los impuestos más gravosos del mundo paralizaban sus actividades. La continua ola de inmigrantes se había casi agotado, reducido a unos pocos refugiados, en su mayoría, ancianos o improductivos. Y cada año aumentaba el número de judíos que abandonaban el país. Por lo visto, la Tierra Prometida tenía ya muy poco que ofrecer.
Pero, sobre todo, los enemigos de Israel, resueltos a destruir un acuerdo de paz considerado como una superchería, marchaban de nuevo codo a codo. Irak formaba un bloque con Siria; los palestinos redoblaban sus actividades. Detrás de ellos, fanática y militante, se alzaba la nueva República islámica de Irán, con el poderoso armamento norteamericano ultramoderno abandonado por el sah. Turquía, donde había tenido Israel muchos amigos influyentes, se mostraba ahora francamente hostil. Los Estados petrolíferos del golfo Pérsico, amenazados, a su vez, por la ola revolucionaria procedente del Norte, no se atrevían ya a aconsejar prudencia a sus hermanos árabes extremistas.
Los estampidos de una motocicleta sacaron a Menachem Begin de sus reflexiones. Segundos más tarde su esposa Aliza le trajo, como cada mañana, un sobre marcado con la indicación Sodi Beyoter (Muy confidencial). Procedía del Centro de Investigación y de Planificación, instalado en el campamento nº 28 del Ministerio de Asuntos Exteriores, en la orilla del sur de la ciudad. Era la síntesis cotidiana de los informes recogidos por los servicios secretos israelíes.
El Primer Ministro comenzó inmediatamente su lectura. «Los sismógrafos del Instituto Weizmann registraron, a las 7.01 horas, un temblor de intensidad 5,7 según la escala de Richter. El origen de este temblor ha sido localizado en el mar de arena de Awbari, en el sur del desierto libio occidental, región donde nunca se habían producido seísmos». Begin comprendió que se trataba de la explosión de la que habían sido testigos el presidente de Estados Unidos y sus consejeros. El párrafo siguiente le hizo dar un respingo: «A las 7.31 horas, el agente del Mossad en Washington pudo hablar personalmente con el jefe de la CIA. Éste le aseguró formalmente que se trataba de un temblor sísmico y no de una explosión nuclear».
Incluso en los momentos más fríos de las relaciones entre Washington y Jerusalén, la CIA y los servicios secretos de Israel habían estado unidos por lazos firmes y de absoluta confianza. Siempre se habían transmitido todas sus informaciones. Y he aquí que Estados Unidos acababan de mentir a Israel en una cuestión vital para su existencia.
Aliza Begin se había quedado en el despacho. Nada sabía del drama que se estaba representando, pero observó que su marido se había puesto lívido.
—¿Qué ocurre, Menachem? —preguntó, inquieta.
—Esta vez estamos solos, completamente solos.
*
El cuartel general del SDECE, Servicio francés de Información, se halla instalado en un antiguo cuartel del bulevar Mortier, en el distrito 20.º de París, cerca del cementerio del Père-Lachaise. El conjunto de las viejas edificaciones, con sus tejados de cinc y sus ventanas de pequeños cristales, y con las que se entrelazan varias construcciones modernas y un bosque de columnas metálicas, está rodeado por un alto muro gris, erizado de púas de acero. Cada cincuenta metros hay un rótulo que anuncia: «Zona militar. Prohibido hacer fotos y filmar». Junto al portal de entrada hay una garita vacía. Sin una placa. Sin número. El SDECE no tiene domicilio legal. Sólo tiene un apodo heredado de su proximidad a una vieja instalación de deportes náuticos. Le llaman «la Piscina».
Eran las ocho de la mañana, hora de París, del lunes 14 de diciembre, cuando el Peugeot 604 del director se detuvo ante la puerta blindada del bulevar Mortier. Hacía exactamente dos horas que se había producido la explosión Libia. Dos centinelas de uniforme militar abrieron los batientes de la puerta, identificaron al chófer y al pasajero, y les franquearon el paso.
El automóvil penetró en el patio, dio un rodeo a la estela levantada en honor de los antiguos miembros del Servicio Secreto muertos por Francia y se detuvo delante de un viejo y largo edificio de tres plantas.
El general Bertrand se adentró en un pasillo de paredes ennegrecidas, cruzó varias habitaciones de muebles anticuados y en las que flotaba un fuerte olor a tabaco negro y de puro y subió en un viejo ascensor hasta un amplio despacho amueblado con sillones de cuero de color castaño. En la pared, detrás de la mesa colmada de papeles, pendía un mapa enorme del planeta. La decrepitud del decorado terminaba en la puerta de este despacho. En un edificio contiguo hileras de ordenadores de máquinas de descifrar, laboratorios de radiogoniometría, ficheros y salas de lectura dotados de todos los adelantos electromecánicos, ponían toda la brujería de la Era electrónica a disposición de un servicio más conocido por la audacia solitaria de sus agentes que por su infraestructura técnica. Así como, allende el Atlántico, violentas campañas de prensa y un alud de encuestas parlamentarias habían tratado de sanear los métodos de la CIA, la organización del general Bertrand podía aún reclutar mercenarios para derribar a un dictador africano, alquilar los servicios de traficantes de droga o instalar en un burdel su oficina de Kuala Lumpur. A fin de cuentas, estos lugares eran tradicionalmente adecuados para obtener información, y los franceses apreciaban demasiado las flaquezas de la carne como para abandonarlos en provecho de sistemas de información tan asépticos como las fotografías tomadas por satélites.
Sin embargo, el documento de informática que esperaba sobre la mesa del general constituía un buen ejemplo de los aspectos modernos de su organización. Contenía todo lo que sabía el SDECE sobre la venta por Francia a Libia del reactor que, según sospechaban los norteamericanos, había producido el plutonio utilizado por Gadafi. Bertrand conocía lo esencial del expediente. La seguridad en material de transacciones nucleares era objeto de atención particular en París, desde aquel día de abril de 1979 en que un comando israelí había hecho estallar, cerca de Tolón, el corazón de un reactor experimental, sólo unas semanas antes de su entrega a Irak. La central atómica que Francia había vendido a Libia valía mil millones de dólares, y esto había motivado que el SDECE y la DST tomasen precauciones extraordinarias para impedir que se produjese una operación de sabotaje parecida antes de la entrega de las instalaciones a los compradores libios.
El reactor era una de las dos centrales de agua ligera, de 900 megavatios, encargados por el sah del Irán en septiembre de 1977. Debido a la brutal anulación del trato por el ayatolá Jomeini, los franceses se habían encontrado en posesión de la Cuba de acero de un reactor prácticamente terminado y no pagado, en la fábrica Framatome, del Creusot. Esta cuba, verdadero corazón del reactor, era una obra maestra de la metalurgia moderna. Con una altura de doce metros y un grueso de veinte centímetros, pesaba doscientas veinte toneladas. Para su montaje se habían necesitado aparatos especiales para comprobar todas las soldaduras por medio de ultrasonidos y rayos gamma.
Bertrand recordaba muy bien las excepcionales medidas de secreto y de seguridad que habían rodeado su traslado nocturno desde el Creusot hasta una barcaza en el Ródano, en Chalon-sur-Saône. Se había tenido que movilizar a quinientos gendarmes para proteger la máquina colocada sobre un semirremolque de noventa y seis ruedas, tirado y empujado por cinco tractores «Berliet» de trescientos caballos. La barcaza había bajado por el Ródano hasta Fos-sur-Mer, donde la cuba había sido trasladada a bordo de un carguero libio, cuya estructura había sido especialmente reforzada, en razón de la extrema compacidad y el peso del cargamento. Los legajos referentes a la construcción de esta central atómica servida por Francia a Libia se componían de cien mil planos y documentos y de un total de cuatro millones de páginas, todas ellas, según sabía Bertrand, rigurosamente secretas. La propia central tenía setenta mil kilómetros de tuberías, un millón de kilómetros de cables eléctricos, doce mil quinientas válvulas y grifos, mil setecientos contadores de temperatura, aparatos de medición manómetros, lámparas, cámaras automáticas de televisión y aparatos registradores destinados a pilotar y vigilar la instalación durante los treinta años previstos de su existencia.
Terminado el montaje de la instalación en Libia, Gadafi había entrado personalmente en la sala de control del reactor, verdadera cabina espacial de paredes cubiertas de pantallas de televisión, indicadores centelleantes, cuadros, palancas, botones y ordenadores visiblemente emocionado, había apoyado a mano en una palanca de negra empuñadura, muy parecida a la de cambio de marcha de un automóvil. Después de desenclavarla, tirando de dos resortes colocados a lo largo del mango, la había empujado delicadamente hacia delante. Entonces había visto que se encendían una serie de lucecitas rojas en el tablero de control. Por primera vez en la Historia, una mano árabe acababa de provocar una reacción atómica.
Nueve días más tarde, el reactor había alcanzado su velocidad prevista, su fuerza térmica nominal de novecientos megavatios. «¿Cómo era posible —se preguntaba el director del SDECE—, hurtar plutonio a una instalación tan complicada?».
Apenas había empezado Bertrand a estudiar el legajo, cuando una voz le anunció por el teléfono interior la llegada de Patrick Cornedeau, joven politécnico, atlético y de dura mirada, que desempeñaba el cargo de consejero científico del SDECE.
—Siéntese, Patrick —dijo el general, señalando uno de los viejos sillones de cuero que tenía delante. Encendió un Gitane de papel de maíz y expulsó por la nariz una nubecilla de humo azulado. Esta vez parece que los norteamericanos no se han equivocado. Hace tiempo que nos dicen que Gadafi es un iluminado peligroso. Suspiró—. Recuérdelo: según ellos, se adiestran en su país incluso nuestros corsos y bretones que se dedican a poner petardos.
—Los norteamericanos siempre han querido indisponernos con Gadafi y nuestros amigos árabes —respondió Patrick Cornedeau.
—Sea como fuere —prosiguió Bertrand—, nuestro buen Gadafi tiene la bomba atómica. Y parece estar dispuesto a utilizarla. Sí, querido.
Una expresión de estupor se pintó en el semblante del joven ingeniero. Bertrand le refirió la visita del representante de la CIA. Cornedeau sacó su pipa del bolsillo.
—Si Gadafi tenía verdadera necesidad de plutonio, no podía encontrar un medio más complicado para procurárselo.
—Tal vez era el único medio de que disponía.
Cornedeau se encogió de hombros. Un jefe de Estado como Gadafi podía elegir entre diez maneras diferentes de obtener su bomba. Por ejemplo, haciendo una nueva tentativa para robar plutonio en un centro extranjero. O imitando a los indios, que compraron un reactor canadiense que funcionaba con uranio natural y construyeron secretamente otro igual, copiado de aquél hasta la última soldadura. Pero sustraer el plutonio de un reactor como el que le había vendido Francia era el procedimiento más difícil.
Cornedeau se levantó y clavó en la pared una hoja de papel para dibujo. Durante un minuto, haciendo saltar en su mano un lápiz grueso, se concentró como un maestro de escuela antes de dar su lección.
—Mi general, si quiere usted extraer el plutonio fabricado por un reactor nuclear, tendrá que atacar el uranio que le sirve de combustible. Cuando este uranio empieza a arder en el corazón del reactor, —debo recordarle que se trata de cargas débilmente enriquecidas al tres por ciento—, se produce una reacción en cadena, es decir, una miríada de pequeñas bombas atómicas. Esta reacción produce un intenso desprendimiento de calor, el cual se transforma en vapor para accionar las turbinas que fabricarán la electricidad. ¿Me sigue usted?
»Ahora bien, al quemarse, mejor dicho, al fisionarse, este uranio emite cantidades de neutrones que se dispersan en todas direcciones. Algunos de ellos —Cornedeau golpeó con el lápiz la hoja de papel— bombardean la porción de uranio no enriquecido y transforman una parte de este uranio en plutonio.
»Hay ciertos reactores, como los Candu canadienses, donde las cargas de uranio que sirven de combustible se presentan en cajas que se cambian casi todos los días. En esta clase de reactor es bastante fácil acceder al plutonio. Pero en el caso del reactor francés, —siguió diciendo, mientras trazaba un dibujo—, el uranio está encerrado en enormes contenedores parecidos a éste. Sólo se cambian una vez al año. Para extraerlos hay que apagar, ante todo, el reactor. Después, hay que esperar dos semanas a que se enfríe, y, por último, hay que hacer intervenir a mucha gente y valerse de un material muy pesado. No olvide que en esta instalación tenemos una veintena de técnicos. A los libios les seria absolutamente imposible sacar el uranio y hacerlo desaparecer sin que nadie lo advirtiese.
Bertrand encendió un tercer Gitane.
—¿Y qué ocurre cuando se saca ese uranio?
—En primer lugar, es tan activo…, quiero decir tan radiactivo, que el que se acercase a él se convertiría en un cáncer viviente. Por eso se encierra en contenedores de plomo y se deposita en el fondo de un depósito lleno de agua para que se enfríe.
—¿Durante cuánto tiempo?
—Durante años. Tal vez para siempre. De aquí nuestra disputa con los norteamericanos a propósito de los problemas de tratamiento de este combustible irradiado. Nosotros sostenemos la política de repatriar todo el uranio de las centrales que vendemos y extraer nosotros mismos el plutonio para los súper generadores de nuestras futuras instalaciones electro nucleares. De esta manera, nadie puede extraer el plutonio para emplearlo con fines militares. Los norteamericanos dicen que con nuestro sistema el plutonio acabaría circulando por todo el mundo como el carbón o los cacahuetes.
—Entonces, los barrotes del uranio libio, una vez hayan sido quemados en su reactor, permanecerán en el fondo del depósito. Pero ¿qué impide a Gadafi sacarlos del agua y extraer él mismo el plutonio que contienen?
—La Agencia Atómica Internacional de Viena tiene inspectores precisamente encargados de vigilar que nadie se adueñe de este plutonio. Hacen al menos dos comprobaciones al año. Y, en el intervalo, tienen cámaras protegidas con plomo que toman fotografías en el fondo del depósito cada quince minutos, aproximadamente.
—Lo cual quiere decir, en principio, que Gadafi no tendría tiempo de retirar los barrotes de uranio, ¿verdad?
—¡En absoluto! Ante todo, habría que colocarlos en enormes contenedores de plomo, para evitar la irradiación. Después, habría que emplear grúas especiales para sacarlos. Se necesitarían al menos dos o tres horas.
—¿No podrían falsear la película los inspectores?
—No. No la revelan ellos mismos. Este trabajo se realiza en Viena. De todas maneras, cada vez que hacen una inspección sumergen también en el fondo del depósito detectores de rayos gamma, a fin de comprobar que los barrotes siguen siendo radiactivos. De esta manera, pueden estar seguros de que no ha habido sustitución.
Bertrand se echó atrás, apoyando la cabeza en el respaldo de su sillón giratorio y mirando, a través de los párpados medio cerrados, las escamas de la pintura del techo.
—Bueno, resumiendo sus explicaciones, podemos decir que es muy improbable que los libios pudiesen procurarse plutonio sirviéndose de nuestro reactor.
—Efectivamente, es inverosímil, mi general.
—A menos que tuviesen cómplices en ciertas fases de sus operaciones.
—Pero ¿dónde? ¿Cómo?
—Personalmente, nunca he tenido una confianza ilimitada en los organismos de control de la ONU.
Cornedeau cruzó la estancia y se dejó caer en un sillón. Su jefe era un gaullista de la vieja escuela, y todo el mundo sabía que compartía el desprecio del general por la organización a la que un día había apodado le Machin.
—De acuerdo, mi general —asintió Cornedeau, estirando sus largas piernas—; admito que la Agencia de Viena tiene sus limitaciones. Pero el verdadero problema no está en ella. Es que nadie quiere un control eficaz. Las sociedades que venden los reactores, como la Westinghouse norteamericana y nuestros amigos de Framatome, no se cansan de pregonar públicamente que están en favor de los controles, pero, en privado, huyen de ellos como del diablo. Ningún Gobierno del tercer mundo quiere ver inspectores paseándose por su territorio. Y nosotros mismos, los franceses, a pesar de cuanto afirmamos, jamás hemos mostrado gran entusiasmo en reforzar los controles. Hay demasiados intereses en juego.
—¡Ay de mi! —convino el general, detrás de un velo de humo—. Lo que más cuenta hoy en día es una buena balanza de pagos. Tendría usted que procurarse inmediatamente los informes de inspección de la Agencia de Viena. Pregunte también a nuestro representante allá abajo si ha oído algún rumor, algún chisme, a propósito de inspectores que hubiesen recibido «obsequios», o hayan tenido aventuras amorosas, o ¡qué sé yo…! En fin, cualquier cosa que haya pasado allí.
Un destello brilló en los ojillos del general, al recordar su última estancia en la capital vienesa, hacía unos diez años.
—Soberbias criaturas, esas vienesas —murmuró. Luego se inclinó hacia delante—. ¿Y nuestros propios hombres en Libia? ¿Qué informes tenemos sobre ellos?
—La DST instruyó un expediente de seguridad sobre cada uno de ellos. Y, naturalmente, registró todas sus comunicaciones telefónicas entre Libia y Francia.
—Entonces, vaya a ver a Villeprieux de mi parte y que le dé los expedientes de todos esos tipos, así como la transcripción de sus comunicaciones telefónicas durante el pasado año. Y dese prisa, amigo mío. En Washington parecen andar sobre ascuas. A propósito, ¿quién es el jefe de esos técnicos franceses?
—Un ingeniero nuclear. Un tal De Serre. Ha regresado hace aproximadamente un par de meses, en espera de su próximo destino.
Bertrand miró el reloj de ónice de encima de su mesa. Eran las 8.20.
—¿Sabemos dónde se halla actualmente?
—Creo que sí. Me parece que reside en París.
—Perfecto. Busque y deme su dirección. Veré si puedo sostener una pequeña conversación con ese señor De Serre.
*
Daban las 8.30 en el campanario bizantino del monasterio de la Cruz cuando llegó el Dodge negro, erizado de antenas, de Menachem Begin. Habían transcurrido dos horas y media de las treinta y seis del ultimátum de Gadafi. Rodeando el Knesset, parlamento de Israel, el coche fue a detenerse ante la puerta del triste edificio de estilo funcional que albergaba la Presidencia del Consejo. Cuatro jóvenes con pantalón vaquero y chaqueta de cuero saltaron del automóvil. Todos llevaban una cartera de plástico negro. Si hubiesen vestido con más elegancia, habrían podido pasar por un alegre grupo de representantes de comercio dispuestos a emprender una gira. Pero en vez de libretas de pedidos, sus útiles de trabajo eran una metralleta Uzi, un Colt, tres cargadores de recambio y un walkie-talkie.
Escoltado por sus gorilas, Menachem Begin penetró en el vestíbulo, invadido por una multitud de viejos campesinos árabes de gandurá negra y keffieh blanco. Y es que en el subsuelo de la Presidencia del Consejo se hallaban los registros de estado civil de una Palestina extinguida hacía tiempo, la Palestina otomana de su infancia. Begin se deslizó entre ellos, saludándoles amablemente, y se dirigió a la puerta blindada que separaba los servicios administrativos del resto del edificio. Todavía tuvo que franquear una serie de rejas accionadas eléctricamente, antes de llegar al primer piso, donde le esperaba el gabinete reunido en sesión extraordinaria.
Begin no había revelado a ninguno de sus ministros el motivo de la urgente convocatoria. Durante un largo momento, paseó sobre los asistentes su mirada de miope. Después, cruzando las manos sobre el tapete verde, con aire grave y voz más ronca de lo acostumbrado, eligiendo con cuidado sus palabras, expuso la situación. Dotado de una memoria infalible, repitió todos los detalles de su conversación con el presidente de Estados Unidos, es decir, la terrible noticia de que Gadafi poseía el arma termonuclear; su secuestro de Nueva York con una bomba H; ¡el hecho de que Israel estaba condenado a pagar el rescate!
Ninguna otra revelación, ninguna otra amenaza habrían podido causar tanto estupor. Desde hacia quince años, la supervivencia de Israel se apoyaba en dos pilares estratégicos: la ayuda de Estados Unidos y la seguridad de que, en caso de producirse una crisis de primer grado, Israel era el único país del Oriente Medio que poseía el arma atómica.
Unas pocas frases habían hecho tambalear este edificio.
—¡Hoy, es Nueva York! ¡Mañana será Tel-Aviv! ¡No podemos vivir a merced de un loco armado con bombas H! ¡No tenemos elección!
Estas palabras, pronunciadas con voz estentórea, habían retumbado como un trueno sobre los reunidos, mudos de estupor. El hombre había subrayado su declaración con un puñetazo sobre la mesa. Su camisa abierta dejaba ver su vigoroso torso. El rostro pálido acentuaba la blancura de su abundante cabellera. Benny Ranan era uno de los cinco héroes auténticos de Israel integrados en el Gabinete. General de paracaidistas durante la guerra del Yom Kippur, había saltado al frente de sus tropas cuando la espectacular operación de travesía del canal de Suez, que terminó con el cerco del III Ejército egipcio. Ministro de la Construcción —o, más exactamente, «ministro de los bulldozers», como él prefería que le llamasen—, era uno de los más ardientes partidarios del programa de colonización judía de los territorios árabes conquistados en 1967. Dio la vuelta alrededor de la mesa, con el paso oscilante que sus paracaidistas gustaban de imitar. Se detuvo ante la fotografía tomada por Walter Schira desde la cabina espacial del Apolo VII. Cubría toda una pared del salón del Consejo. Nada podía ilustrar mejor la terrible vulnerabilidad de Israel, que aquel panorama que abarcaba en una sola estampa la zona del Globo comprendida entre el mar Negro y el mar Rojo, el Mediterráneo y el golfo Pérsico. Israel no era más que un minúsculo islote en aquella inmensidad; un fragmento de tierra precariamente amarrado a Asia.
Ranan miró la fotografía con aire trágico.
—Las condiciones de nuestra existencia se ven ahora completamente trastornadas. Para exterminarnos, bastaría con que Gadafi arrojase una bomba aquí. —Su grueso dedo índice golpeó la región de Tel-Aviv—. Y ahí, y allí. Tres bombas, y el país dejaría de existir.
Se volvió a sus colegas. Su fuerte voz, tan célebre en el campo de batalla, bajó de tono:
—¿Qué valor tendrá nuestra vida —dijo gravemente—, si sabemos que en cualquier momento puede desintegrarnos un fanático que desde hace años reclama nuestra sangre? Yo no podría vivir con esa espada de Damocles sobre la cabeza. ¿Y ustedes? —Hizo una pausa, consciente del efecto causado por sus palabras—. Cuarenta siglos de persecuciones nos dieron al menos una buena lección —siguió diciendo—. Los judíos debemos resistir contra toda amenaza de exterminio. Amigos míos, debemos liquidar a ese demente. ¡Sin perder un instante! Antes de que el sol alcance su cenit.
Ranan apoyó sus manos sobre la mesa y se inclinó luego hacia delante.
—Y avisaremos a los norteamericanos después de dar el golpe.
Se hizo de nuevo el silencio. El viceprimer ministro, Jacob Shamin, encendió su pipa, con aire soñador. El bigote y la calvicie de este sabio y distinguido arqueólogo eran tan legendarios como la silueta de Ranan. Shamin había sido el artífice de la victoria de Israel en la primera guerra contra sus vecinos árabes, en 1948.
—De momento, Benny —observó—, los amenazados por Gadafi no están aquí, sino en Nueva York.
—Eso no tiene importancia. Lo que importa es aniquilar a Gadafi antes de que tenga tiempo de reaccionar. Los norteamericanos nos lo agradecerán.
—¿Y si la bomba explotase de todos modos? ¿Cómo crees que nos lo agradecerían los norteamericanos?
—Sería una tragedia. Una tragedia espantosa. Pero es un riesgo que debemos correr. —Se volvió al Primer Ministro— ¿Qué tragedia sería mayor? ¿La destrucción de Nueva York, o la de nuestro país?
—En Nueva York hay tres millones de judíos, más de los que hay aquí —observó el gordo rabino Yehuda Orent, jefe del partido religioso que formaba parte de la coalición en el poder.
—Pero su tierra está aquí —insistió Ranan, con ardor—. Aquí se juega lo más importante. Aquí, en esta tierra, representamos la expresión de la vocación eterna del pueblo judío. Si desaparecemos, el pueblo judío desaparecerá como tal. Condenaremos a nuestra descendencia a otros dos milenios de vagar por el desierto, a los ghettos, a la dispersión, al odio.
—Tal vez —replicó el rabino—, pero los norteamericanos nos han conminado a que no emprendamos ninguna acción contra Gadafi.
—¿Los norteamericanos? —dijo Ranan, riendo entre dientes, pues esperaba esta objeción—. Los norteamericanos nos dejarán plantados. —Señaló la hilera de aparatos del fondo de la estancia—. En este momento estarán ya en el teléfono discutiendo con Gadafi. Vendiendo NUESTRA tierra, NUESTRO pueblo, a espaldas NUESTRAS.
—Tal vez haya otra solución.
Estas palabras tranquilizadoras hicieron que todas las cabezas se volviesen a un gigante pelirrojo y de cara cubierta de pecas. El general Yaacov Dorit, de cuarenta y ocho años, era jefe supremo de las fuerzas de defensa israelíes.
—Podríamos tratar de secuestrar a Gadafi. Una operación relámpago contra el cuartel de Bab Azziza. Lo llevaríamos en helicóptero a una playa desierta y lo trasladaríamos a bordo de un guardacostas.
—¿Sería posible?
—A condición de que actuásemos muy de prisa y por sorpresa —afirmó, confiado, Yaacov Dorit.
—¡Yaacov!
Dorit se volvió al hombrecillo que lo llamaba desde el otro extremo de la mesa. El coronel Yuri Avidar dirigía el Sin Beth, Servicio de Información del Ejército.
—Gadafi no está en Bab Azziza. Nuestro contacto en Trípoli nos informó ayer por la noche de que había desaparecido hacía cuarenta y ocho horas. No sabríamos dónde ir a buscarle.
—Entonces, no hay más que hablar —suspiró Ranan—. No podemos esperar a que aparezca de nuevo.
—¿Y si accediésemos a negociar la evacuación de las colonias? —sugirió ahora Yuri Avidar—. ¡Su abandono no significaría el fin de Israel! Y, en todo caso la mayoría de la gente de aquí se muestra contraria a su existencia.
Estas palabras, en boca del ex jefe de la brigada blindada que había aplastado a la Legión árabe en 1967 y conquistado la ribera occidental del Jordán mostraba el trastorno causado en los ánimos por el chantaje de Gadafi.
—Lo que está en juego no son esas colonias —replicó Ranan, con calma—. Ni Nueva York. La cuestión es: ¿puede nuestro país vivir al lado de un Moamar el Gadafi con bombas H? ¡Yo digo que no!
—¡Todos estáis locos! —se impacientó Avidar—. Una vez más, el complejo de Massada está a punto de llevarnos al suicidio.
Ranan permaneció impávido.
—Cada minuto que perdemos discutiendo nos acerca a nuestra destrucción —declaró—. Debemos actuar inmediatamente, antes de que nos lo impidan. Si esperamos con los brazos cruzados podemos despedirnos de Judea y de Samaria, y de Jerusalén. Con las manos atadas a las espaldas por los norteamericanos, sólo nos quedaría esperar el golpe de gracia del carnicero de Trípoli.
Deseoso de escuchar todas las opiniones, Menachem Begin había seguido la discusión sin intervenir. Se volvió a un joven ministro de aspecto deportivo. Ex piloto de caza, el ministro de Defensa, Ariyeh Salamon, era el padre de las fuerzas aéreas de Israel y uno de los principales artífices de la victoria de 1967.
—Ariyeh, ¿tenemos alguna solución militar capaz de detener a Gadafi, que no sea un ataque nuclear preventivo?
—Por desgracia, no. No tenemos manera de organizar un desembarco convencional a mil kilómetros de nuestras costas.
Begin reflexionó. Todas las miradas estaban vueltas hacia aquel hombre frágil que tenía en sus manos el destino del pueblo judío.
—He vivido un holocausto —confesó, lisa y llanamente—. No quiero vivir bajo la amenaza de otro. Creo que no tenemos alternativa. ¡Que Dios proteja a los habitantes de Nueva York!
—¡Señor! —exclamó el coronel Avidar—. ¡No nos quedará un solo amigo en el mundo!
—Hoy no tenemos ninguno. No los hemos tenido nunca. Desde los faraones hasta Hitler, nuestro pueblo ha estado siempre condenado por Dios y por la Historia a vivir solo.
El semblante de Begin tenía una expresión trágica. Pidió una votación. Al contar las manos levantadas, pensó en aquella tarde de mayo, treinta y tres años antes, en que los jefes del pueblo judío habían acordado, por un solo voto de mayoría, la creación del Estado de Israel. Hoy, triunfaba una propuesta por el mismo escaso margen. Apretando los dientes, se dirigió al general en jefe:
—Dorit, ¡destruya Libia!
*
Ningún pueblo del mundo está más adiestrado ni mejor equipado que los israelíes para reaccionar con la rapidez del rayo en caso de crisis. La velocidad de reacción es un reflejo de vida o muerte para esta pequeña nación, cuya principal aglomeración sólo podría contar con dos minutos de preaviso, en caso de un ataque aéreo procedente del Norte, y con cinco si procediese del Sur. En consecuencia, los israelíes han procurado el sistema de alarma sin duda más perfeccionado del mundo, como lo demuestra la fulgurante rapidez con que el Alto Mando puso en marcha las operaciones aquel lunes 14 de diciembre.
Después de la orden de Begin, el general Dorit se dirigió a una habitación contigua y descolgó un teléfono especial. Este aparato le ponía en comunicación directa con el Agujero, centro del mando militar de Israel, instalado a cincuenta metros debajo de su «pentágono» de Hakyria, entre las calles de Leonardo da Vinci y Kaplan, de Tel-Aviv.
—«Las murallas de Jericó» —anunció Dorit al oficial de guardia del Agujero.
Este nombre en clave puso en marcha el mecanismo que enlazaba de día y de noche a los veintisiete oficiales superiores de las fuerzas de defensa con el Cuartel General. Ya estuviese en una pista de tenis del Hotel Hilton de Tel-Aviv, ya en viaje de inspección por las arenas del Neguev, ya en brazos de una amiguita, cada uno de estos veintisiete hombres debía tener siempre a su alcance un teléfono o un beeper capaz de recibir y de emitir en onda corta. Todos ellos tenían un nombre cifrado, renovado el cuarto día de cada mes por un ordenador, entre una lista de nombres de flores, de frutas o de animales. Cada cual debía saberse de memoria los apelativas en clave de sus colegas.
Después, el general Dorit salió del edificio de la Presidencia del Consejo y subió a uno de los dos camiones estaciones de radio absolutamente idénticos que acompañaban siempre a su Plymouth gris. Apenas se había sentado a su pupitre de mando cuando una serie de luces empezaron a centellear en el tablero que tenía delante. Sus veintiséis subordinados estaban en línea, esperando sus órdenes. Habían pasado exactamente tres minutos desde que Menachem Begin le había dado la orden de destruir Libia.
En el Agujero, una joven soldado en minifalda caqui abrió la caja fuerte situada a la derecha del oficial de guardia. En su interior había varios montones de sobres de colores diferentes. Cada montón correspondía a un posible enemigo de Israel. Los israelíes sabían muy bien que, en caso de crisis, no tendrían tiempo de hacer planes para un contraataque. Estos sobres contenían, pues, los planes de un ataque nuclear contra todo país capaz de amenazar la existencia de Israel. El color de los sobres correspondía a las dos alternativas que podían escogerse: la alternativa A preveía el bombardeo atómico de las aglomeraciones civiles; la alternativa B, el bombardeo de los objetivos militares. La joven soldado tomó los sobres que llevaban el nombre en clave de Ámbar, para Libia, y los depositó sobre el pupitre del oficial de guardia. Éste comentó rápidamente por radio su contenido con Dorit. Todo lo que necesitaba saber el general en jefe se hallaba en aquellos sobres: las frecuencias de los radares, la duración de la incursión, calculada casi al segundo; una descripción detallada de las defensas antiaéreas libias, los mejores itinerarios para cada objetivo; las más recientes fotografías de reconocimiento aéreo. Duplicados de estos sobres se encontraban en las bases aéreas donde velaban, de día y de noche, los pilotos encargados de ejecutar los planes.
De acuerdo con las instrucciones de Menachem Begin, Dorit hizo preparar la alternativa B. Esto podía plantear problemas espectaculares. Para aumentar el efecto de sorpresa, el general en jefe quería, en efecto, que todos los objetivos fuesen atacados simultáneamente. Pero, debido a la longitud de las costas libias, los aviones que atacasen la región de Trípoli tendrían que recorrer dos mil kilómetros, o sea, el doble que los que bombardeasen los objetivos de Cirenaica. Como Libia estaba fuera del alcance de los misiles israelíes Jericó B, concebidos para transportar cabezas nucleares a una distancia de mil kilómetros, el ataque debería ser realizado por la escuadra de los Phantom. Una precaución capital consistía en sustraer las escuadrillas a las pantallas de radar enemigas hasta que los Phantom llegasen encima de sus objetivos. Los radares libios no planteaban graves problemas. En cambio, los de los buques de la VI Flota, situados al oeste de Creta podían crear serias complicaciones. Dorit ordenó al aeródromo Ben Gurión que preparase Hassida para un despegue inmediato.
Hassida —(la Cigüeña)— es el nombre en clave de un Boeing 707 pintado con los colores de las líneas aéreas israelíes El-Al. Pero este parecido con un avión comercial termina en la puerta de la cabina. El interior está lleno de equipos electrónicos. Israel ha sido el primer país en perfeccionar las técnicas que impiden que los radares enemigos sigan el vuelo de un avión, y ello gracias a los instrumentos que transporta este Boeing. Así fue cómo pudieron aterrizar en el aeródromo de Nicosia, sin ser detectados por los radares chipriotas, los aparatos que transportaban el comando que venía a liberar a los rehenes apresados por terroristas palestinos. Este 707 emite, en efecto, una serie de túneles electrónicos, al amparo de los cuales pueden lanzarse los Phantom sobre sus objetivos sin ser advertidos.
Cuando el camión de radio del general Dorit alcanzó la llanura del Soreq, a medio camino de Tel-Aviv todo estaba dispuesto. En menos de veinte minutos mientras rodaba entre las cuestas cubierta de olivos de las colinas de Judea había preparado el primer ataque nuclear preventivo de la historia.
Sólo faltaba una cosa: escoger el nombre en clave para el bombardeo. El oficial del Agujero propuso uno. Dorit lo aceptó en seguida. Era «Operación Masfa», en homenaje al lugar bíblico de Israel donde el trueno de Yavé había provocado la derrota de los filisteos.
*
La inmensidad gris de las arenas se extendía hasta el infinito. De vez en cuando, la mancha oscura de un rebaño de cabras, la piedra blanca de una tumba de nómada, la tienda de una familia de beduinos rompían la monotonía del paisaje. Las caravanas de la Antigüedad habían pasado por aquí, Lo mismo que las dolorosas multitudes de las tribus de Israel, al volver de su destierro de Egipto. Aquí, en tres largos túneles excavados bajo el desierto del Neguev, venían depositando los hijos del moderno Israel, desde hacía más de diez anos, terroríficos ingenios, las armas de su última oportunidad, un arsenal de bombas atómicas.
Momentos después de ser alertado el Agujero empezaron a centellear luces rojas en la pantalla de control de cada túnel, provocando automáticamente un concierto de altavoces. Esta llamada fue seguida de un zafarrancho general. Abandonando la partida de ajedrez, la redacción de la correspondencia o la lectura de los periódicos, decenas de hombres se precipitaron en los túneles. En unos alvéolos hallábanse alineados contenedores herméticamente cerrados y, dentro de cada uno de ellos, una bolita plateada apenas mayor que las naranjas de los huertos de los kibbutz de la región. Eran los núcleos de plutonio de la última generación de armas nucleares israelíes. Un primer equipo los sacaba de los contenedores, mientras que otro transportaba sobre plataformas con ruedas las grandes ojivas metálicas destinadas a servirles de envoltorios. Esta separación original era un subterfugio. Dado que una bomba atómica solo puede ser tal si se juntan sus dos elementos, los israelíes siempre pudieron declarar públicamente que no habían introducido armas nucleares en el Próximo Oriente. Los portaaviones americanos de la VII Flota empleaban un truco parecido cuando hacían escala en los puertos japoneses.
El montaje de las bombas era una maniobra delicada. Los técnicos repetían cada semana los mismos movimientos hasta que podían realizarlos con los ojos vendados. Hasta ahora, estas bombas solo se habían montado para hacer ejercicios, con una sola excepción, acaecida antes del amanecer del 9 de octubre de 1973, setenta y dos horas después del comienzo de la guerra del Yom Kippur. Aquella noche, los sirios habían roto el frente israelí del Norte. El corazón de Israel, los ricos llanos de Galilea, se había encontrado entonces indefenso. Moshe Dayan, en un estado de suma agitación, había advertido a Golda Meir que el país se hallaba amenazado por una catástrofe comparable a la destrucción del segundo Templo de Jerusalén por las legiones romanas enfurecidas.
Consternada, pero resuelta, Golda Meir había dado la orden que había esperado no tener que dar jamás: la preparación de un bombardeo nuclear contra los enemigos de Israel. Por fortuna, la ofensiva siria se había interrumpido milagrosamente y se había podido anular la operación. Ahora, en los túneles intensamente iluminados, los técnicos volvían a montar estas bombas atómicas. En la sala de control de cada túnel, un ordenador calculaba la regulación de sus detonadores, a fin de que unas explotasen en el suelo, y otras, a diversas altitudes, aumentando de este modo su poder de destrucción. Una vez montada, cada bomba era colocada en una vagoneta capaz de transportar cuatro a la vez.
Ocho minutos y cuarenta y tres segundos habían transcurrido entre la llamada de los altavoces y el momento en que el primer cargamento penetró en el ascensor que conducía a los Phantom.
*
Estas bombas representaban la última etapa de un programa nuclear que tenía casi tantos años como el Estado de Israel. Promotor de este programa había sido el primer presidente del Estado de Israel, Chaim Weizmann, brillante sabio sionista. Siguiendo su consejo, y a pesar de fuertes oposiciones en el seno del Gobierno, David Ben Gurión, indomable fundador del Estado judío, había impulsado a Israel por el camino del átomo desde principios de los años cincuenta.
Su primer puntal en este campo había sido Francia, que, desafiando a sus aliados angloamericanos, se había embarcado también en un programa de armamento nuclear independiente. Como ya no tenían acceso a la tecnología de los ordenadores norteamericanos, los franceses pidieron ayuda, para ciertos cálculos, a los cerebros del Instituto Weizmann, de Rehovot, en las afueras de Tel-Aviv. Los israelíes le comunicaron también su procedimiento de fabricación de agua pesada. A cambio de ello, Francia les permitió participar en la prueba de su primera bomba atómica en el Sahara, favor gracias al cual se libró Israel de tener que hacer experimentos por su cuenta. Por último, en 1957, los franceses se avinieron a vender a Israel un reactor experimental que funcionaba con uranio natural y que, según sabían los sabios de ambos países, podría un día producir plutonio de calidad militar.
Fue el propio Ben Gurión quien eligió el lugar para las instalaciones atómicas del Estado judío: un pedazo del desierto del Neguev, fácil de aislar y de proteger, a treinta kilómetros al sur de su kibbutz de Sde Boker. Aquel lugar se llamaba Dimona, en recuerdo de la ciudad que se había alzado allí en tiempos de los nabateos. Cuando los ingenieros se instalaron allí para construir el centro nuclear, el Gobierno decidió disimular su verdadero objeto haciéndolo pasar por una fábrica de tejidos. La cúpula plateada que emergió de la arena fue apodada «fábrica de pantalones Ben Gurión».
La vuelta de Charles de Gaulle al poder en Francia, en el mes de mayo de 1958, puso un brusco fin a la colaboración nuclear franco-israelí. Para un nacionalista como De Gaulle, el programa nuclear francés sólo interesaba a Francia. Israel se encontró, pues, con que tenía los conocimientos teóricos necesarios para la construcción de la bomba atómica, pero no el uranio enriquecido o el plutonio indispensable Esto lo encontró en el sitio más inesperado: una fabrica de mísero aspecto de las afueras de Apollo, pequeña ciudad de Pensilvania, a cincuenta kilómetros de Pittsburgh. La Nuclear Materials and Equipment Corporation (NUMEC)[5], fundada en 1957 por un ardiente sionista llamado Salman Shapiro, fabricaba combustible nuclear y recuperaba uranio muy enriquecido, mediante el tratamiento de desperdicios procedentes de los submarinos nucleares norteamericanos. Entre 1960 y 1977, desapareció de la NUMEC la inverosímil cantidad de 250 kilos de uranio de calidad militar. Luego descubriría la CIA que más de la mitad de aquel uranio, suficiente para fabricar todo un arsenal, había ido a parar al Neguev[6]. Así fue cómo, respaldado por su primera generación de armas atómicas, pudo el Estado judío lanzar su ataque preventivo en junio de 1967. La segunda generación vio la luz del día gracias al plutonio extraído del combustible quemado en el reactor de Dimona por una instalación de tratamiento construida aquel mismo año 1967[7]. A finales de los años setenta, estos esfuerzos habían hecho de Israel la séptima potencia nuclear del mundo.
En realidad, las bombas que salían de su escondrijo en el fondo del desierto formaban parte de una fuerza disuasoria nuclear que podía creerse al menos igual a la de Inglaterra y, sin duda, superior a la de China.
*
—Párate allí, tengo que comprar cigarrillos.
Yuri Avidar, jefe del Servicio de Información del Ejército israelí, había hecho señal a su chófer para que se detuviese en la avenida de Jaffa, de Jerusalén. Saltó del coche y corrió a comprar una cajetilla de Europa en la tienda de tabacos de la esquina de la calle.
En vez de volver en seguida al automóvil, echó a andar en dirección opuesta, hacia una cabina telefónica que se encontraba a unos treinta metros de distancia.
Avidar se sabía de memoria el número de su corresponsal. Antes de marcarlo, encendió un cigarrillo. Le temblaba la mano. Sintió que gotas de sudor resbalaban en su frente. Se dispuso a echar una moneda en la ranura. Su mano se detuvo a medio camino.
—¡Dios mío! ¡No voy a poder!
Entreabrió la puerta para respirar una bocanada de aire fresco. Entonces le acometió un deseo irresistible de marcharse de allí. Para calmarse, se fumó el cigarrillo succionando largamente. Después, resueltamente, introdujo la moneda en la ranura del aparato y marcó el número de la Embajada de Estados Unidos en Tel-Aviv.
*
La sirena hizo saltar de sus cómodos sillones a los jóvenes pilotos de las fuerzas aéreas israelíes que estaban viendo la televisión. Tres toques: una misión aire-tierra. Dos toques habrían significado una alerta aire aire. Cogieron sus cascos y sus chalecos salvavidas amarillos, cruzaron corriendo el patio e irrumpieron en el puesto de mando de su escuadrilla. En el mismo momento, las primeras vagonetas que transportaban las bombas atómicas salían de los ascensores en los refugios donde esperaban los Phantom, en el extremo de una pista subterránea que desembocaba en el desierto. La instrucción duró sólo unos minutos, el tiempo necesario para comunicar a los pilotos las frecuencias de radio que habían de emplear en caso de urgencia y las normas de vuelo que tenían que observar para que el ataque estuviese perfectamente coordinado.
Al teniente coronel Giora Laskov, jefe de la escuadrilla y uno de los pilotos más antiguos de Israel, le tocó como objetivo la base aérea gigante de Uba ben Nafi, o sea, la antigua instalación norteamericana Wheelus, en las afueras de Trípoli. A sus compañeros les fueron asignadas como blanco las otras bases libias de Bengasi, Tobruk, Al-Adm y Al-Awi.
Como los tres cuartos de los pilotos israelíes, Laskov, de treinta y cinco años, era un kibutznik. Durante sus quince años de servicio con la élite de las Fuerzas Armadas israelíes había tomado parte en dos guerras y acumulado más de tres mil horas de vuelo, primero en los Mirage y después en los Phantom. Su entrenamiento era tan cabal y tan perfecta su preparación para cualquier clase de urgencia, que ni un solo músculo de su rostro se contrajo al enterarse de que no se trataba ya de un ejercicio, sino de ir a lanzar bombas atómicas de veinte kilotones sobre objetivos enemigos verdaderos.
Como era el que debía cubrir una distancia mayor, Laskov debía ser el primero en despegar. Corría ya hacia su aparato cuando se sintió de pronto abrumado por la enormidad de su misión. Se volvió a los jóvenes pilotos de su escuadrilla. Sus semblantes parecían reflejar el mismo horror que él acababa de sentir. Petrificado, buscó algo que decirles. Pero comprendió que ninguna palabra era adecuada en un momento tan dramático. Se limitó a levantar su casco y a sonreír tristemente, como deseándoles buena suerte a todos. Después, con paso firme, desapareció en el ascensor. Eran las 10.42. Sólo hacía cincuenta y cuatro minutos que el general Dorit había salido de la sala del Consejo de Ministros para llamar al Agujero.
*
Menachem Begin se quitó las gafas, apoyó la frente en una mano y se frotó suavemente las cejas. Era una señal de la profunda angustia en que se hallaba sumido el Primer Ministro de Israel.
«¿Cómo se habrán enterado?», no dejaba de repetirse, con desesperación. Ningún otro país había tomado tantas precauciones como el suyo para proteger con el más absoluto secreto su fuerza nuclear. Desde la guerra del Yom Kippur, todos los procedimientos concernientes a su eventual utilización habían sido analizados, controlados, pasados por el tamiz de los ordenadores, a fin de asegurarse de que ninguna señal reveladora podría detectarse por satélite ni ninguna conversación comprometedora podría ser interceptada por la vigilancia electrónica. A pesar de ello, y apenas una hora después de dar la orden de atacar a Libia, Menachem Begin había recibido una llamada telefónica del embajador de Francia.
Con voz cargada de emoción, el diplomático francés le había transmitido un ultimátum del Kremlin amenazando a Israel con inmediatas represalias nucleares, si no renunciaba inmediatamente a su agresión contra Libia.
«¿Cómo habían podido reaccionar los rusos de una manera tan fulgurante?», se preguntaba Begin, lleno de asombro. Conocía su inercia tradicional al comienzo de toda crisis internacional. Sabía incluso, por su Servicio Secreto, que los dirigentes del Kremlin temían desde hacía mucho tiempo el peligro que implicaba su lentitud de decisión en casos de urgencia. Curiosamente aquella rígida dictadura se convertía de hecho en una especie de democracia en periodos de tensión mundial. Al contrario de Estados Unidos y de Francia, donde un solo hombre podía desencadenar un holocausto nuclear, al menos nueve de los veinticuatro miembros del Comité Central del Partido Comunista debían aprobar, por escrito, cualquier intervención militar. La amenaza de aniquilar Israel había requerido, indudablemente, aquel consentimiento. ¿Cómo habían podido obtenerlo tan de prisa, si no habían sido advertidos en el mismo momento de iniciarse la crisis?
«¿Y si los rusos se tiraban un farol? ¿No sería una baladronada apoyada en sus misiles, como la de Kruschev en Suez? Pero ¿tenía él derecho a poner en peligro la existencia de su país, fundándose en esta presunción?».
Menachem Begin consultó su reloj. Dentro de doce minutos los primeros Phantom alcanzarían su objetivo. Era demasiado tarde para convocar un nuevo Consejo de Ministros: tenía que decidir él sólo.
Se acercó a la ventana. Con los hombros aún más encogidos, palpitándole el fatigado corazón, el «gentlemen polaco», como a menudo era llamado, contempló las aborregadas colinas de Judea, los monumentos del Israel moderno, el edificio, en forma de pagoda del Knesset, los de la Universidad Hebrea, la cúpula blanca del Museo de Jerusalén, resplandeciente de sol.
Sobre una altura, justo más allá de su campo visual, se levantaba el monumento funerario que le era más querido, la Tienda del Recuerdo, donde ardía una llama eterna en memoria de las victimas de la persecución nazi, entre las que se hallaban la mayoría de los miembros de su familia. Begin había jurado sobre el altar de aquellos seis millones de muertos, que su pueblo no sufriría jamás un nuevo holocausto. ¿Debía arriesgarse hoy a quebrantar aquel juramento, manteniendo su orden de ataque preventivo contra Libia? La exigencia soviética era trágicamente sencilla y directa Y, sin embargo Ranan tenía razón. ¿Cómo podría vivir bajo la continua amenaza de ser aniquilado por un fanático como Gadafi?
Pegar primero y explicarse después. He aquí lo que había tratado de hacer. En esta terrible partida de ajedrez, sabía que sólo los norteamericanos podían adelantar el único peón capaz de detener a los rusos: amenazarles, a su vez con un holocausto atómico. Pero ¿se avendrían los norteamericanos a correr este riesgo, cuando descubriesen que Begin se había lanzado a esta aventura contra sus requerimientos, no vacilando en poner en peligro la vida de diez millones de neoyorquinos para salvaguardar previamente su país?
La situación se iluminó de pronto ante sus ojos. Los rusos no habían descubierto nada. Ni ellos, ni nadie. Lo único ocurrido era que los norteamericanos no se habían fiado de los israelíes. El presidente de Estados Unidos había comprendido que nada podría detenerles. Y había descolgado el teléfono rojo y avisado a los rusos.
Envejecido de pronto, más encorvada la espalda, con la muerte en el alma, Menachem Begin descolgó también su teléfono.
*
Bajo el ala de su Phantom, que volaba a quince mil metros de altura en el esplendor azulado del éter, el teniente coronel Laskov distinguía la centelleante inmensidad del Mediterráneo. Sólo oía el soplo regular de su máscara de oxigeno. Apoyadas las manos en los mandos observaba los instrumentos de a bordo que le conducían, a velocidad doble de la del sonido, hacia su objetivo. En la pantalla del radar empezaron a dibujarse los contornos de la costa Libia, a menos de trescientos kilómetros de distancia. Dentro de nueve minutos se encontraría encima de Trípoli.
Una señal crepitó en sus auriculares. «Shadrock… Shadrock… Shadrock», repitió una voz. Laskov hizo una profunda aspiración de oxigeno, empuñó la palanca e imprimió a su Phantom un giro de 180 grados sobre el ala. La tierra de África desapareció de su radar. La «Operación Masfa» había sido anulada.