CAPÍTULO V

EL señor Parker era soltero y ocupaba un piso muy incómodo en el número 12-A, de Great Ormond Street, que le costaba una libra semanal. Sus esfuerzos por la causa de la civilización eran recompensados, no con el regalo de sortijas de brillantes por parte de las emperatrices o de generosos cheques de agradecidos primeros ministros, sino por un salario modesto, aunque suficiente, que se extraía de los bolsillos del contribuyente británico. Después de un día de trabajo arduo e incompleto, despertó para percibir el olor de unas gachas quemadas. A través de la ventana de su dormitorio, higiénicamente abierta por completo, penetraba la niebla, y unos pantalones de invierno que la noche anterior arrojara presuroso a una silla, le dieron una sensación absurda y sórdida de la forma humana. Llamó el timbre telefónico y, de muy mal humor, salió de la cama para dirigirse a la sala donde la señora Munns, que cuidaba de la casa durante el día, ponía la mesa sin dejar de estornudar.

Hablaba Bunter.

–Su Señoría dice que se alegraría mucho de que viniera usted a almorzar.

Si el olor de los riñones y del tocino se hubiese transmitido a lo largo del alambre telefónico, el señor Parker no hubiese podido experimentar mayor sensación de consuelo.

–Dígale a Su Señoría que llegaré antes de media hora –dijo, agradecido.

Luego se dirigió al cuarto de baño, que era al mismo tiempo cocina, e informó a la señora Munns, que estaba haciendo té, que iría a desayunarse fuera.

–Llévese usted las gachas para su familia –añadió, vengativo.

Y tiró con tal furia su bata que la señora Munns apenas tuvo tiempo de ladearse dando un ronquido.

Un autobús lo dejó en Piccadilly quince minutos después de la hora que su impaciencia le hizo fijar. Bunter le sirvió un desayuno estupendo, un café incomparable y el Daily Mail, ante un fuego encendido de leña y carbón. A lo lejos pudo oír una voz que cantaba una misa de Bach, proclamando que el dueño del piso gozaba por lo menos una vez al día de la limpieza y el arte.

Luego se presentó lord Peter, con el cabello todavía húmedo y perfumado con verbena y cubierto por un albornoz de vivos colores.

–Buenos días, muchacho –dijo al entrar–. ¡Qué día tan idiota! ¿verdad? Te agradezco mucho tu llegada, porque deseaba verte y no me sentí con bastante energía para ir a tu casa. Bunter y yo hemos pasado una noche muy atareada.

–¿De qué se trata?

–Cuando se tiene la boca llena, no hay que hablar de negocios –contestó lord Peter en son de reproche–. Toma un poco de mermelada y luego te mostraré mi Dante. Me lo trajeron anoche. ¿Qué debo leer esta mañana, Bunter?

–Van a vender la colección de lord Erith, milord. En el Morning Post publican una columna acerca de eso. Creo que Su Señoría debería leer la crítica del nuevo libro de sir Julián Freke, acerca de «Las bases fisiológicas de la conciencia», que publica el suplemento literario del Times. En el Chronicle dan cuenta de un robo muy singular y, además, se habla en el Herald de un ataque contra unas nobles familias. Está bastante mal escrito, pero no carece de cierto humorismo, que Su Señoría apreciará.

–Bien, dame eso y lo del robo –dijo lord Peter.

–He pasado la mirada por los demás periódicos –añadió Bunter, indicando un montón formidable de ellos–, y he señalado las lecturas de Su Señoría para después del desayuno.

–Hombre, no me hables de eso. Me quitas el apetito.

Hubo un silencio sólo interrumpido por los crujidos de las tostadas al ser mordidas y del papel de los periódicos que sostenían los dos amigos.

–Veo que han aplazado la encuesta –dijo lord Peter–, pero lady Levy llegó anoche y tendrá que ir a identificar el cadáver esta mañana, en obsequio de Sugg.

–Queda tiempo.

–No me ha causado gran impresión ese robo, Bunter –dijo lord Peter–. Desde luego, es algo que requiere cierta competencia, pero ninguna imaginación, y a mí me gusta observar rasgos de imaginación en los criminales. ¿Dónde está el Morning Post?

Después de un corto silencio, lord Peter añadió:

–Deberías pedir el catálogo, porque este Apollonios Rhodios podría ser digno de examen. No, que me maten si pongo los ojos encima de esta crítica. Pero, si quieres, anota el libro en la lista de la biblioteca. El que ha publicado acerca del crimen era entretenido, pero yo creo que este tío está chiflado. A su juicio, Dios es una secreción hepática. Y está bien que eso se diga una vez, pero no hay que seguir siempre con la misma cantinela. Cuando se tiene un punto de vista demasiado limitado, no se puede probar nada. Y, si no, ahí está Sugg.

–Dispensa –contestó Parker–, no te escuchaba. Las «argentinas» están un poco más firmes.

–Milligan –dijo lord Peter.

–El petróleo va mal. Levy ha ocasionado una baja. Y, en cambio, el alza en las «peruanas» se produjo inmediatamente después de su desaparición, pero han vuelto a bajar. Me gustaría saber si eso tiene alguna relación con él. ¿Estás enterado?

–Lo averiguaré –dijo lord Peter–. ¿Qué ha pasado?

–Se trata de una empresa de la que no se había hablado durante muchos años. La semana pasada pareció cobrar nueva vida. Yo me enteré porque mi madre tomó hace algún tiempo un par de centenares de acciones y nunca cobró el dividendo. Pero ahora veo que el asunto ha vuelto a morir.

Dejó Wimsey el plato a un lado y encendió su pipa.

–Puesto que hemos terminado, no tengo inconveniente en trabajar un poco –dijo–. ¿Cómo te fue ayer?

–Pues verás –contestó Parker–. Hice algunas investigaciones en estos pisos, primero en mi aspecto personal y utilizando luego dos disfraces diferentes, de inspector del gas y de cobrador del Hogar de Perros Extraviados, pero no averigüé nada, a excepción de lo que me dijo un criado en el piso superior de Battersea Bridge Road, que, según me dijo, una noche oyó un golpe en el tejado. Pero, al preguntarle qué noche fue eso, no pudo precisarlo, aunque le pareció probable que fuera un lunes, pero, de todos modos, no estaba seguro.

»Vi también a los señores Appledere, que me recibieron con mucha frialdad, pero, con respecto a los Thipps, me dijeron que una vez él fue a visitarlos sin ser invitado, llevando en la mano un folleto antiviviseccionista. El coronel indio del primer piso me recibió bastante bien. Para cenar me dio un excelente curry y un whisky muy bueno. Pero es un ermitaño y sólo me dijo que no podía ver ni en pintura a la señora Appledere.

–¿Y encontraste algo en la casa?

–Únicamente el diario particular de Levy, que he traído conmigo. Aquí está, pero apenas dice algo interesante. Lo que más abunda en él son las notas semejantes a «Tomás y Anita a cenar», o bien «Cumpleaños de mi querida esposa, le he regalado una sortija de ópalos. El señor Arbuthnot vino a tomar el té. Quiere casarse con Rachell, pero yo desearía alguien mejor para mi tesoro». Sin embargo, siempre da a entender quién entraba y salía de la casa y otros datos por el estilo. Evidentemente lo escribía por la noche y no hay nada del lunes.

–Espero que será útil –dijo lord Peter, hojeando el volumen–. ¡Pobre hombre! No estoy seguro de lo que haya podido sucederle.

A su vez dio cuenta a Parker del trabajo que había llevado a cabo.

–¿Arbuthnot? –preguntó el detective–. ¿No es el que figura en el diario?

–Tal vez sí. Lo busqué por saber que le gustaba mucho rondar por la Bolsa. En cuanto a Milligan, parece estar al abrigo de toda sospecha, pero supongo que es hombre despiadado para los negocios. Además, he tenido en cuenta a su secretario de cabello amarillento. Es un hombre que tiene una cara de pez, que calcula de un modo estupendo y que no me dice nada. Milligan tenía por lo menos un motivo más que suficiente para raptar y encerrar a Levy por unos días. Además, hay otro individuo.

–¿Cuál?

–¡Ah, eso es la carta que te he mencionado! ¿Dónde la he puesto? Aquí está. Buen papel pergamino, con membrete de un procurador de Salisbury y su correspondiente matasellos. Es una carta de muy buena letra, escrita con rasgo fino, por un anciano hombre de negocios de costumbres anticuadas.

Parker tomó la carta y leyó:

CRIMPLESHAM AND WICKS

Procuradores

Milford Hill, Salisbury

17 de noviembre.

Muy señor mío:

Con referencia a su anuncio de hoy en la columna «Personal», de The Times, estoy dispuesto a creer que los lentes y la cadena en cuestión pueden ser tal vez los que perdí en el ferrocarril eléctrico el lunes pasado en una visita que hice a Londres. Salí de la estación Victoria tomando el tren de las 5,45 y no me di cuenta de la pérdida hasta que llegué a Balham. Esta indicación y el detalle de los lentes por parte del óptico, que incluyo, bastarán, seguramente, para identificarlos y garantizar mi buena fe. Si esos lentes resultaran ser míos, le agradecería mucho que me hiciera el favor de enviármelos por correo certificado, porque la cadena es un regalo de mi hija y una de las cosas que más aprecio.

Agradeciendo de antemano su bondad y lamentando la molestia que le ocasiona, queda su afm. s. s.,

Thos Crimplesham.

Lord Peter Wimsey

110 Piccadilly, W.

Un incluso.

–Realmente, esto es inesperado –comentó Parker. –Puede tratarse de una confusión extraordinaria –replicó lord Peter–, o bien el señor Crimplesham es un sinvergüenza astuto y atrevido. También puede darse el caso de que no sean esos los lentes que reclama. Supongo, además, que están ahora en Scotland Yard. Hazme el favor de telefonear pidiéndoles que manden una descripción de un óptico y, al mismo tiempo, podrías preguntar si se trata de unos cristales de tipo corriente.

Parker, por toda respuesta, se dirigió al aparato telefónico.

–Ahora –dijo lord Peter a su amigo, en cuanto hubo transmitido aquella petición–, acompáñame un momento a la biblioteca.

Una vez allí, lord Peter extendió sobre la mesa, unas pruebas positivas en bromuro, algunas húmedas aún y otras apenas lavadas.

–Las pruebas pequeñas son las originales de las fotos que hemos tomado –dijo lord Peter–, y las grandes son ampliaciones a la misma escala. Ésta es la huella de un pie en el linóleo. La dejaremos aparte. En cuanto a las huellas digitales, pueden dividirse en cinco series que he numerado como sigue: Uno, las huellas dactilares de Levy, observadas en el libro, y el cepillo para el cabello. Fíjate en la cicatriz del pulgar.

»Dos: las manchas dejadas por los dedos enguantados del individuo que el lunes por la noche durmió en la habitación de Levy. Se ven claramente en la botella de agua y en las botas y encima de las huellas de Levy. En las botas son muy claras y de esto deduzco que los guantes eran de caucho y se habían mojado recientemente.

»Aquí hay otro punto interesante. Como sabemos, Levy caminó mientras llovía y estas manchas oscuras son de barro. Fíjate que en todos los casos aparecen encima de las impresiones dactilares de Levy. Ahora mira. En el zapato izquierdo encontramos la huella del pulgar del desconocido encima del barro que hay al lado del tacón. Es algo extraordinario encontrar en una bota la huella dactilar de un dedo pulgar. Eso es en el supuesto de que Levy se descalzara. Pero también está en el lugar en que podríamos imaginárnoslas si alguien, a la fuerza, le hubiese descalzado. Además una gran parte de las huellas dactilares del desconocido se advierten por encima de las manchas de barro, pero aquí hay una de ellas que aparece por encima de las huellas dactilares, lo cual me da a entender que el desconocido volvió a Park Lane, llevando el calzado de Levy, en un coche de cualquier clase, pero que, en un lugar determinado, anduvo durante un corto trecho, lo bastante para chapotear y mancharse el calzado de barro. ¿Qué te parece?

–Muy bonito –contestó Parker–. Sin embargo, un poco complicado y, además, esas huellas no son tan claras como yo desearía.

–No haremos mucho caso de ellas, pero no se puede negar que coinciden con nuestras ideas anteriores. Ahora fijémonos en el número siguiente.

»Tres: las huellas amablemente dejadas por el criminal en el borde del baño de Thipps, donde tú las descubriste, y que yo no vi. La mano izquierda, la base de la palma y de los dedos, pero no las yemas, parecen indicar que se apoyó en el borde del baño cuando se inclinaba hacia él, para arreglar algo del fondo, tal vez los lentes. Desde luego, ese hombre iba enguantado, pero en el guante no se advierte costura de ninguna clase, lo cual me da a entender que tal prenda debía ser de caucho. Ahora fíjate bien.

»El cuatro y el cinco proceden de una tarjeta de visita mía. En la esquina está señalado el sexto, pero no es preciso tomarlo en consideración. En el documento original es una señal pegajosa, que dejó el dedo pulgar de un joven que tomó la tarjeta de mi mano, después de haberse quitado de la boca, con los dedos, un pedazo de goma de mascar, para decirme que el señor Milligan estaba o no estaba muy ocupado.

»El cuatro y el cinco son las huellas dactilares del señor Milligan y de su secretario de cabello amarillento. No sé cuál pertenece a uno de ellos, porque entregué la tarjeta en la puerta, y luego, al entrar en el despacho, vi que Milligan la tenía en la mano. Pero, de momento, no importa desconocer este detalle. Al salir me llevé la tarjeta.

»Ahora vas a saber, Parker, lo que hemos estado haciendo Bunter y yo durante la noche. He dado vueltas al asunto hasta marearme, pero no he llegado aún a tomar una decisión. Primera pregunta: ¿el número dos es igual al tres? Segunda pregunta: ¿el número cuatro o el cinco son iguales al dos? Sólo se puede juzgar por el tamaño y la forma y, además, las huellas son muy débiles. ¿Qué te parece?

–Creo que el cinco debiera dejarse a un lado –dijo Parker meneando la cabeza–. Es un dedo pulgar excesivamente largo y estrecho, pero observo un parecido marcado entre el ancho del dos de la botella de agua y el tres en el baño. Y no veo razón para que el cuatro no sea igual que el dos, aunque hay poca base para juzgar.

–Tu opinión y mis reflexiones nos han conducido a la misma conclusión, si así puede llamarse –dijo lord Peter.

–Otra cosa –añadió Parker–. ¿Por qué demonio hemos de relacionar el dos con el tres? El hecho de que tú y yo seamos amigos no obliga a que nuestros dos respectivos casos estén relacionados entre sí. La única persona que lo cree así es Sugg, pero no tiene ninguna razón para ello. Sería distinto si el hombre encontrado en el baño fuese Levy, pero sabemos con certeza que no era él. Es ridículo suponer que se utilizó al mismo individuo para cometer dos crímenes absolutamente diferentes, en la misma noche, uno en Battersea y otro en Park Lane.

–Ya lo sé –contestó Wimsey–, pero no debemos olvidar que Levy estuvo entonces en Battersea y ahora sabemos que no regresó a su casa a las doce, según se supuso, de modo que no existe razón para imaginar que salió de Battersea.

–Cierto es, pero en Battersea hay otros muchos lugares, además del baño de Thipps, y Levy no estuvo allí. En realidad, podemos asegurar como cierto que es el único punto del mundo en que no estuvo. ¿Qué tuvo, pues, que ver el baño de Thipps con eso?

–No lo sé –confesó lord Peter–. Quizá hoy averigüemos algo más.

Se reclinó en su sillón y fumó pensativo unos instantes, mientras examinaba los periódicos que Bunter le había señalado.

–Te han puesto en primer plano –dijo–. Gracias a Dios, Sugg me odia tanto, que no ha querido darme ninguna publicidad. ¡Caramba! Han llamado a la puerta. Sin duda, será la respuesta de Scotland Yard.

En efecto, lo era, y en el interior del sobre había un informe técnico de un óptico, idéntico en absoluto al enviado por el señor Crimplesham, y añadía que aquellos cristales no eran de tipo corriente, en primer lugar por ser muy fuertes y, además, porque eran distintos uno de otro.

–Eso está bastante bien –dijo Parker.

–Sí –contestó Wimsey–. La tercera posibilidad queda destruida, pero sigue en vigor la primera, accidente o mala inteligencia, y también la segunda. Crimen intencionado, por un hombre atrevido y calculador, algo característico en el autor o en los autores de nuestros dos problemas. Siguiendo los métodos que se inculcan en la Universidad, de la que tengo el honor de ser miembro, examinaremos ahora separadamente las sugestiones permitidas por la posibilidad segunda. Ésta puede ser subdividida en dos o más hipótesis. En la primera, el criminal, a quien designaremos por la letra X, no es idéntico a Crimplesham, pero utiliza este nombre como escudo o protección. Esta hipótesis puede ser dividida en dos alternativas. Alternativa A: Crimplesham es un cómplice inocente e inconsciente y X está empleado en su casa. X escribe en nombre de Crimplesham con su papel de cartas y así recupera los lentes, que son enviados a las señas de Crimplesham. Está en situación de interceptar el paquete antes de que llegue a manos de su titular. Se supone que X es el secretario, el «botones», la criada o el portero de Crimplesham, y eso ofrece un amplio campo de investigación. El método de llevarlo a cabo será interrogar a Crimplesham a fin de averiguar si envió esta carta y, en caso contrario, quién tiene acceso a su correspondencia. Alternativa B: Crimplesham se halla bajo la influencia de X o en su poder, y ha sido obligado a escribir la carta por: a) soborno; b) falsificación de la verdad, o c) amenazas. X, en tal caso, podría ser un pariente o un amigo, así como también un acreedor, un chantajista o un asesino; Crimplesham, por otra parte, es evidentemente venal o tonto. En este caso, el método de investigación que yo aconsejaría es interrogar a Crimplesham, exponerle los hechos de este caso y asegurarle, en los términos más enérgicos y capaces de intimidarlo, que se ve expuesto a ser condenado a una larga prisión, en su calidad de cómplice del asesinato. Y ahora, señores, puesto que me han prestado atención hasta este momento, vamos a examinar la hipótesis número dos, hacia la cual me inclino, puesto que indica la posibilidad de que X sea el mismo Crimplesham.

»En este caso, Crimplesham, que es hombre de recursos y de gran sagacidad, deduce correctamente que la última persona que debería contestar a este anuncio, según nuestra opinión, sería el mismo criminal. Por lo tanto, hace una jugada temeraria, inventa una ocasión en la que los lentes podrían haber sido extraviados o robados, y los reclama. En caso necesario, nadie mostrará mayor sorpresa que él cuando se le diga dónde fueron encontrados. Presentará testigos para demostrar que salió de la estación Victoria a las cinco y cuarenta y cinco y que se apeó del tren en Balham, a la hora de llegada, y que durante toda la noche del lunes estuvo jugando al ajedrez con un respetable caballero muy conocido en Balham. En este caso, el método de investigación será interrogar al respetable caballero, soltero, que tiene un ama sorda, será muy difícil impugnar la coartada, porque, al revés de las novelas detectivescas, en la vida real, pocos empleados de estación, encargados de recoger los billetes, y cobradores de autobús, recuerdan a los pasajeros que circulan entre Balham y Londres durante cada una de las noches de la semana.

»Finalmente, señores, con la mayor franqueza, señalaré el punto débil de todas esas hipótesis, o sea que ninguna de ellas da la menor explicación de la causa de que esos lentes fuesen colocados en la nariz del cadáver.

Parker escuchó con admirable paciencia aquella exposición académica.

–¿Y no podría, ser –indicó– que X fuese un enemigo de Crimplesham y quisiera hacerlo sospechoso?

–Desde luego, en tal caso no sería difícil descubrir a ese X, puesto que vive muy cerca de Crimplesham y de sus lentes, y este último, temeroso de perder la vida, sería un valioso aliado del fiscal.

–¿Y qué me dices con respecto a la primera posibilidad? Es decir, mala inteligencia o accidente.

–Desde luego, muy poco, porque realmente no ofrece datos que se puedan discutir.

–En cualquier caso –dijo Parker–, lo que debemos hacer es dirigirnos a Salisbury.

–Eso me parece muy indicado –contestó lord Peter.

–Bien, ¿voy yo? ¿Vas tú? ¿Vamos los dos?

–Iré yo –contestó lord Peter–. Y eso por dos razones. Primero, porque si (posibilidad segunda, hipótesis número uno, alternativa A) Crimplesham es inocente, la persona que contestó al anuncio es la misma a quien debe entregarse ese objeto. En segundo lugar, porque si adoptamos la hipótesis dos, conviene no pasar por alto la siniestra posibilidad de que Crimplesham-X dispone una cuidadosa trampa para librarse de la persona que, con tan poca precaución, anuncia en la Prensa diaria su interés en tener la solución del misterio de Battersea Park.

–Este argumento parece indicar la conveniencia de que vayamos los dos –contestó el detective.

–Nada de eso –dijo lord Peter–. ¿Por qué presentarnos a la vez a Crimplesham-X para darle a conocer a los dos hombres de Londres que tienen las pruebas y la capacidad necesaria para relacionarlo con el cadáver hallado en Battersea?

–Pero si avisamos a Scotland Yard del lugar adonde nos dirigimos, y nos ocurriese algo –observó Parker–, eso sería una prueba convincente de la culpabilidad de Crimplesham, y aun en el caso de que no lo ahorcasen por haber asesinado al individuo del baño, lo ahorcarían por habernos asesinado a nosotros.

–Bueno –dijo lord Peter–, si únicamente me asesinaba a mí, tú podrías hacerlo ahorcar, pero ¿qué beneficio resulta de estropear a un varón joven, sano y casadero como tú? ¿Y qué me dices del viejo Levy? En el caso de que resultaras incapacitado, ¿crees que hay alguien más capaz de encontrarlo?

–Podríamos asustar a Crimplesham amedrentándolo con Scotland Yard.

–Si no es más que eso, yo puedo encargarme de asustarlo, y si en realidad no hay nada en el fondo de todo eso, habrás perdido un tiempo precioso, que pudieras emplear mejor. Es preciso hacer algunas cosas determinadas.

–Bueno –dijo Parker dándose por vencido–, ¿y por qué no puedo ir?

–Mira, a mí me ha empleado la señora Thipps, que me merece el mayor respeto, para que trabaje en este caso, y sólo por cortesía consiento tu intromisión.

–¿Te llevarás, por lo menos, a Bunter? –preguntó Parker.

–En deferencia a tus sentimientos –contestó lord Peter–, me llevaré a Bunter, aunque más útil sería tomando fotografías o repasando mi ropero. ¿A qué hora sale un buen tren para Salisbury, Bunter?

–Hay uno excelente a las diez y cinco, milord –contestó el eficiente ayuda de cámara.

–Hazme el favor de tomar billete –dijo lord Peter quitándose el albornoz mientras se dirigía al dormitorio–. Tú, Parker, si no tienes nada más que hacer, vete en busca del secretario de Levy y examina el asunto del petróleo del Perú.


Lord Peter se llevó consigo, para leer en el tren, el diario de sir Reuben Levy. Era muy sencillo y, a la luz de los hechos recientes, un documento patético. El terrible luchador de la Bolsa, que con un movimiento de cabeza podía trastornar un mercado, enriquecer o sumir en la ruinar a muchas personas y aun anular a los potentados financieros, era en su vida privada un individuo bondadoso, doméstico, inocentemente orgulloso de sí mismo y de cuanto poseía, confiado, generoso y algo tonto.

Registraba día por día sus pequeños ahorros o economías, al mismo tiempo que consignaba los caros regalos que hacía a su hija o a su mujer. A veces aparecían en el Diario pequeños sucesos domésticos, como: «Vino un hombre a reparar el tejado del invernadero». O bien: «Ha llegado el nuevo mayordomo Simson, recomendado por los Goldberg. Creo que se portará bien».

Estaban allí registrados debidamente todos los visitantes, las fiestas a que asistía, desde un almuerzo magnífico, dado a lord Dewsbury, ministro de Negocios Extranjeros, y el doctor Jabez K. Wort, plenipotenciario americano, y una serie de comidas diplomáticas a eminentes financieros, así como también las reuniones familiares de personas mencionadas por sus nombres de pila o sus apodos. En mayo había una nota acerca del estado nervioso de lady Levy, que también se mencionaba en meses subsiguientes. En septiembre se decía que «Freke vino a visitar a mi querida esposa y le aconsejó completo descanso y cambio de ambiente. Ella se propone ir al extranjero con Rachell». Más o menos, una vez por mes, aparecía el nombre del famoso especialista neurólogo, que cenaba o tomaba el aperitivo con sir Reuben, y se le ocurrió a lord Peter que convendría preguntar a Freke acerca de Levy.

–A veces los pacientes dicen cosas a los médicos –murmuró para sí–, y, ¡caramba!, si Levy se proponía el lunes por la noche ir a ver a Freke, eso explicaría perfectamente el incidente de Battersea.

Tomó nota para visitar a sir Julián y siguió leyendo.

El dieciocho de septiembre, lady Levy y su hija emprendieron el viaje hacia el Sur de Francia. El cinco de octubre, lord Peter encontró lo que andaba buscando. Goldberg, Skriner y Milligan a cenar.

Allí estaba la prueba de que Milligan entró en la casa. Hubo una reunión de etiqueta, algo semejante al encuentro de dos duelistas que se estrechan la mano antes de combatir. Skriner era un conocido tratante en cuadros; lord Peter imaginó que, después de la cena, subieron todos al piso para ver los dos Corot que había en la sala y el retrato de la hija mayor de Levy que murió a los dieciséis años. Lo había pintado Augustus John y estaba colgado en el dormitorio. En ninguna parte vio mencionado el nombre del secretario de pelo amarillento, a no ser que la inicial S, que aparecía en otro asiento, se refiriese a él. Y durante los meses de septiembre y octubre, Anderson había sido un visitante asiduo.

Lord Peter meneó la cabeza mientras examinaba el diario y volvió a fijar la atención en el misterio de Battersea Park. Así como en el asunto de Levy no era difícil imaginar un móvil para el crimen, en caso de que lo fuese, y la única dificultad consistía en descubrir cómo se pudo llevar a cabo y el paradero de la víctima, en el otro caso, el obstáculo principal en la investigación era la ausencia completa de cualquier móvil imaginable. Era raro que si bien los periódicos difundieron la noticia por todo el país, dando una descripción del cadáver, nadie se presentó a identificar al misterioso ocupante del baño del señor Thipps. Cierto era que el detalle de que aquel hombre llevaba el rostro afeitado, el cabello bien cortado y los lentes de pinza, era más que suficiente para inundar de dudas a cualquiera; pero, por otra parte, la policía descubrió el número de las muelas que le faltaban, la estatura, el color de la tez, y otros datos que se habían mencionado con la mayor precisión, así como también la fecha en que probablemente ocurrió la muerte. Parecía, sin embargo, que aquel hombre hubiera desaparecido del mundo de los vivos sin que nadie lo echara de menos. Y el imaginar un móvil para el asesinato de una persona desprovista de parientes, de antecedentes y aun de ropa, es algo semejante a querer imaginarse la cuarta dimensión. Es, desde luego, un ejercicio admirable para la imaginación, pero arduo y además no demuestra nada. Aun en el caso de que la entrevista que había de celebrar le demostrase que había alguna mancha en el pasado o en el presente del señor Crimplesham, ¿cómo podría ponérsele en relación con una persona que, al parecer, no tenía pasado y cuyo presente estaba confinado a los estrechos límites de un baño y del depósito de cadáveres?

–Bunter –dijo lord Peter–, en adelante, hazme el favor de impedirme que persiga dos liebres a un tiempo. Esos dos casos acabarán con mi salud. En uno de ellos la liebre no tiene punto de partida, y en el otro no lo tiene de llegada. Es una especie de delirium tremens mental, Bunter. En cuanto haya terminado eso, tendré que dedicarme a otros pasatiempos más suaves.

• • •

La relativa proximidad a Milford Hill indujo a lord Peter a tomar el lunch en el Minster Hotel, despreciando «El Jabalí Blanco» u otro hotel pintoresco. Aquel almuerzo no fue capaz de alegrarlo. Como en todas las poblaciones que tienen catedral, la atmósfera de la basílica lo invade todo, y aun la misma comida de Salisbury parece aromatizada por los libros de oraciones, y mientras lord Peter comía tristemente aquella substancia pálida que los ingleses conocen con el nombre de queso y que en nada se parece a los verdaderos quesos, preguntó al camarero dónde estaba la oficina del señor Crimplesham.

El interpelado le señaló una casa de la misma calle y situada en el lado opuesto, y añadió que el señor Crimplesham era muy conocido.

–Supongo –observó lord Peter– que será buen procurador.

–Desde luego, señor –contestó el camarero–. De nadie podría usted fiarse mejor que del señor Crimplesham. Hay quien asegura que es muy anticuado, pero yo prefiero hacer negocios con él en vez de fiarme de esos jóvenes un poco atolondrados. Supongo que el señor Crimplesham se retirará en breve, porque debe de tener ya cerca de ochenta años. Por eso lo ayuda el señor Wicks a llevar los asuntos, y es un caballero joven muy agradable e inteligente.

–¿Tan viejo es el señor Crimplesham? –preguntó lord Peter–. ¡Dios mío! No hay duda de que, a pesar de sus años, es un hombre activo. Un amigo mío de Londres estuvo tratando asuntos con él, la semana pasada.

–Tiene una actividad maravillosa –dijo el camarero–, y yo he llegado a creer que cuando un hombre pasa de cierta edad se endurece en vez de debilitarse.

–Es probable –contestó lord Peter, que al mismo tiempo borraba de su imaginación la idea de que un hombre de ochenta años fuese capaz de llevar a cuestas un cadáver por el tejado de una casa de Battersea, en plena noche.

Dio una propina al camarero, que la agradeció con la mayor efusión y le repitió las indicaciones para llegar a casa del procurador.

–Me temo que eso indique la desaparición de Crimplesham. Y lo siento mucho, porque me había prestado un aspecto siniestro. Sin embargo, aún cabe la posibilidad de que sea el cerebro director, la vieja araña que permanece invisible en el centro de la temblorosa tela. ¿No es así, Bunter?

–Sí, milord –contestó el interpelado.

Ambos seguían andando por la calle, y lord Peter añadió tranquilamente:

–Ahí está la oficina. Me parece, Bunter, que podrías meterte en esa pequeña tienda y comprar un periódico deportivo. Si no salgo de la guarida del criminal dentro de tres cuartos de hora, podrás tomar las medidas que te aconseje tu perspicacia.

Bunter entró en la tienda indicada y lord Peter fue a tirar, decidido, del cordón de la campanilla de la casa.

«La verdad, toda la verdad, y nada más que la verdad. Creo que es eso lo que ando buscando –murmuró».

Y en cuanto un empleado abrió la puerta, entregó su tarjeta.

En el acto fue introducido a una oficina de aspecto confidencial que, evidentemente, fue amueblada en los tiempos de la reina Victoria, sin que jamás sufriese la menor modificación. Un caballero muy viejo, flaco y de aspecto débil, se puso en pie al verlo entrar y, cojeando, acudió a su encuentro.

–Ha sido usted amabilísimo al venir en persona, mi querido señor –dijo el hombre de leyes–. Estoy avergonzado por haberle causado tantas molestias. Confío en que pasaba usted por esta población y que mis lentes no le han causado gran incomodidad. Hágame el favor de tomar asiento, lord Peter.

Y miró agradecido al joven a través de unos lentes que, sin duda, eran los compañeros de los que figuraban en el fichero de Scotland Yard.

Lord Peter tomó asiento y el procurador lo imitó. El primero tomó un pisapapeles de cristal que había sobre la mesa y lo sopesó mientras se decía que estaba dejando en él una admirable colección de huellas dactilares. Luego lo colocó exactamente en el centro de un montón de cartas.

–¡Oh, eso no me ha causado ninguna molestia! –dijo–. He venido aquí para tratar de asuntos. Y me alegro mucho de serle útil. Es realmente desagradable perder los lentes, señor Crimplesham.

–Sí –contestó el procurador–. Le aseguro a usted que sin ellos me veo perdido. Tengo esos otros, pero no se ajustan tan bien a la nariz, Además, la cadena de aquéllos tiene un valor sentimental muy grande para mí. Tuve un disgusto horrible cuando al llegar a Balham noté que los había perdido. Pregunté a todos los empleados del tren, pero en vano, de modo que llegué a temer que me los hubiesen robado. En la estación Victoria había mucha gente y el vagón estaba atestado hasta su llegada a Balham. ¿Acaso los encontró usted en el tren?

–No, señor –contestó lord Peter–, sino en un lugar inesperado. ¿Puede usted decirme si en aquella ocasión reconoció a alguno de sus compañeros de viaje?

El procurador lo miró extrañado.

–No, señor. A nadie –contestó–. ¿Por qué me pregunta eso?

–Pues simplemente porque se me había ocurrido la idea de que la persona que los llevaba cuando los encontré, se los hubiese quitado a usted por broma.

El procurador parecía estar muy extrañado.

–¿Acaso esa persona dijo que me conocía? –preguntó–. En realidad, no conozco a nadie en Londres, a excepción del amigo con quien me hallaba en Balham; es el doctor Philpots, y me sorprendería mucho que hubiese querido bromear a mi costa. Pudo darse cuenta del disgusto que tuve al notar la pérdida de los lentes. El asunto que me llevó a Londres fue asistir a una reunión de accionistas del Banco Medlicott, pero los demás caballeros presentes eran desconocidos para mí y no creo que ninguno de ellos se tomara tal libertad. En todo caso –añadió–, como los lentes están aquí, no me mostraré demasiado curioso acerca de cómo han podido volver a mis manos. Y estoy profundamente agradecido a usted por su molestia.

–Dispénseme –dijo lord Peter– si le parezco demasiado curioso, pero he de hacerle otra pregunta. Tal vez le parecerá melodramática, pero no puedo remediarlo. ¿Sabe usted si tiene algún enemigo, alguien que pudiera aprovecharse de su… muerte o de su deshonra?

El señor Crimplesham se quedó helado de sorpresa y miró a su interlocutor con desagrado.

–¿Puedo saber el significado de esta pregunta extraordinaria? –inquirió secamente.

–Las circunstancias –replicó lord Peter– son extraordinarias. Tal vez recordará usted que mi anuncio iba dirigido al joyero que vendió la cadena.

–Eso me sorprendió entonces –contestó el señor Crimplesham–, pero ahora empiezo a observar que su anuncio y su conducta concuerdan perfectamente.

–Así es –contestó lord Peter–. En realidad, yo no esperaba que el dueño de los lentes contestara a mi anuncio. Sin duda, señor Crimplesham, habrá leído usted lo que publican los periódicos con respecto al misterio de Battersea Park. Los lentes de usted son los mismos que llevaba el cadáver y ahora se encuentran en poder de la policía, en Scotland Yard, como podrá comprobar por este documento.

Y le mostró la descripción técnica de los lentes y la nota oficial que la había acompañado.

–¡Dios mío! –exclamó el procurador.

Luego miró a lord Peter, preguntando:

–¿Está usted relacionado con la policía?

–Oficialmente, no –dijo lord Peter–. Hago investigaciones particulares en interés de una de las partes.

El señor Crimplesham se puso en pie.

–Amigo mío –dijo–, su conducta es realmente descarada, pero el chantaje es un delito penado por la Ley, y, por consiguiente, le aconsejo que salga de mi oficina antes de delinquir.

Y tiró del cordón de la campanilla.

–Ya temía que lo tomase usted así –replicó lord Peter–. Y ahora veo que habría sido más conveniente que viniera el detective Parker y no yo. –Dejó la tarjeta dé Parker en la mesa a un lado de la descripción de los lentes y añadió–: Si desea usted verme antes de mañana por la mañana me encontrará en el Hotel Minster.

El señor Crimplesham no se dignó contestar, y en cuanto vio aparecer a su empleado, le dijo:

–Acompañe usted a la puerta a esa persona.


Una vez en la entrada, lord Peter pasó rozando a un joven alto que entraba y que lo miró sorprendido al reconocerlo. Sin embargo, su rostro no despertó ningún recuerdo en lord Peter, y así, llamando a Bunter, que estaba en la tienda de enfrente, se dirigió a su hotel, con objeto de conferenciar telefónicamente con Parker.

Mientras tanto, en la oficina del procurador, fueron interrumpidas las meditaciones del indignado señor Crimplesham por la entrada de su socio.

–Oiga –exclamó este último–. ¿Ha ocurrido algo realmente grave? ¿Cuál ha sido la razón de que tan distinguido aficionado a la criminología haya venido a nuestra oficina?

–He sido víctima de una vulgar tentativa de chantaje –dijo el procurador–. Un individuo que quiso hacerse pasar por lord Peter Wimsey…

–Pues ese que ha salido es el mismo lord Peter Wimsey –dijo el señor Wicks–. No es posible confundirle. Lo vi cuando declaraba en el asunto de la esmeralda Attenbury. En su especialidad, es un hombre muy notable y suele trabajar con los más altos funcionarios de Scotland Yard.

–¡Dios mío! –exclamó el señor Crimplesham.

Quiso el destino que aquella tarde sufriesen todavía otra prueba los nervios del señor Crimplesham. Cuando, acompañado por el señor Wicks, llegó al hotel Minster, le dijo el portero que lord Peter Wimsey se había marchado, pero añadió que estaba allí un criado suyo que podría encargarse de cualquier mensaje.

El señor Wicks pensó que, en resumen, valdría más dejar un recado. En cuanto hubieron buscado a Bunter, lo encontraron sentado al lado del teléfono, en espera de que lo llamasen a conferencia interurbana. Cuando lo interpeló el señor Wicks, sonó el timbre, y Bunter, después de excusarse cortésmente, tomó el receptor.

–Diga –exclamó–. ¿Es el señor Parker? ¡Oh, gracias! Central. Central. Lo siento mucho. ¿Puede usted ponerme en comunicación con Scotland Yard? Dispénsenme, señores, si les hago esperar. Central. Bien. ¿Scotland Yard? Oiga. ¿Es Scotland Yard? ¿Está por ahí el detective Parker? ¿Podría hablar con él? Terminaré en seguida, señores. Oiga, ¿es usted el señor Parker? Lord Peter agradecería mucho que pudiese venir a Salisbury. ¡Oh, no, señor! Está muy bien de salud. Ha salido para oír el cántico de la tarde. ¡Oh, no! Supongo que, desde luego, será oportuna su llegada para mañana.