CAPÍTULO II
–¡MAGNÍFICO, Bunter! –dijo lord Peter, dejándose caer en un cómodo sillón–. No lo habría hecho mejor yo mismo. Se me hace la boca agua al pensar en el Dante y en Los cuatro hijos de Aymon. Me han ahorrado sesenta libras esterlinas. Es estupendo. ¿En qué las vamos a gastar, Bunter? Piénsalo bien. Son nuestras y podemos hacer con ellas lo que se nos antoje, porque, según dicen los sabios, sesenta libras ahorradas son sesenta libras ganadas, y voto por que se gasten hasta el último penique. Esto es un ahorro tuyo, Bunter y, en realidad, ese dinero te pertenece. ¿Qué necesitamos? ¿Te falta algo aquí? ¿Te gustaría alguna cosa en el piso?
–Puesto que Su Señoría es tan bueno… –contestó el servidor mientras servía una copa de coñac a lord Peter.
–Bien, habla, muchacho. Eres un hipócrita imperturbable. Fíjate en que estás sirviendo coñac. ¿Qué necesita ahora tu hermoso cuarto oscuro?
–Hay un doble anastigmático, con una colección de objetivos de recambio, milord –dijo Bunter, hablando casi con fervor religioso–. Si ahora hubiese algún caso de falsificaciones o se tratara de huellas de calzado, podría hacer unas ampliaciones magníficas. O bien, utilizaríamos el objetivo gran angular. Eso equivale casi a que la cámara fotográfica tenga ojos en el cogote. Haga el favor de examinar el catálogo, milord.
Sacó un cuaderno de su bolsillo y lo sometió al examen de su señor. Lord Peter leyó lentamente la descripción del aparato fotográfico y sonrió.
–Eso es griego para mí, y me parece que el precio de cincuenta libras es enorme y ridículo para unos pedacitos de cristal. Y supongo, Bunter, que tú, en cambio, opinarás que el de setecientas cincuenta libras es un precio disparatado por un libro escrito en una lengua muerta.
–No me corresponde decir eso, milord.
–Desde luego, Bunter, yo te pago doscientas libras al año para que te guardes tus propias ideas. Pero dime, Bunter, ¿en nuestra época democrática no te parece que eso es injusto?
–No, milord.
–No es verdad. ¿Quieres decirme francamente por qué no lo consideras injusto?
–Francamente, milord, por el mismo motivo de que Su Señoría, recibe, en cierto modo, un salario propio de una persona noble, para acompañar a cenar a lady Worthington y abstenerse, al mismo tiempo, de hacer uso del indudable atractivo de Su Señoría.
Lord Peter examinó aquel argumento.
–¿Eso piensas, Bunter? En primer lugar, ten en cuenta que noblesse oblige. Creo que tienes razón. Y, en tal caso, te hallas en situación mejor que yo, porque aun cuando no tuviese un penique, habría de portarme de igual modo con lady Worthington. Y ahora dime, Bunter, si te despidiese en este momento, ¿me dirías lo que piensas referente a mí?
–No, milord.
–Pues tendrías derecho a ello, Bunter. Y si te despidiera después de haber tomado una taza de café hecha por ti, merecería todo lo que pudieras decirme. Con el café eres un brujo, Bunter. No quiero saber cómo lo haces, porque supongo que será algo de brujería y no quiero arder eternamente. Bueno, desde luego, puedes comprarte esos lentes bizcos.
–Gracias, milord.
–¿Has terminado tu trabajo en el comedor?
–Aún no, milord.
–Pues cuando estés listo, vuelve, porque he de decirte muchas cosas. ¿Quién será? –preguntó al oír el timbre de la puerta–. Si no es una visita interesante, no estoy en casa –añadió.
–Muy bien, milord.
La biblioteca de lord Peter era una de las más agradables estancias de Londres. Sus dos colores dominantes eran negro y rosado; las paredes estaban ocultas por gran cantidad de ediciones de libros raros y sus sillones y el sofá eran comodísimos. En una esquina había un piano de media cola y en otra una chimenea encendida, en cuya repisa se veían algunos jarros de Sévres llenos de crisantemos rojos y amarillos, y a los ojos del joven que había entrado en aquella estancia desde la niebla de noviembre, le pareció hallarse en un lugar cordial y conocido, en una especie de paraíso de un cuadro de la Edad Media.
–El señor Parker, milord.
Lord Peter se puso en pie, muy satisfecho.
–Me alegro mucho de verte, amigo. ¡Vaya una tarde de niebla!, ¿verdad? Bunter, un poco más de ese admirable café. Otra copa y cigarros. Supongo, Parker, que estarás ya cansado de crímenes, de modo que a ti y a mí esta noche sólo nos gustaría un incendio premeditado o un asesinato. En una noche como ésta… Bunter y yo estábamos charlando. Acabo de comprar un Dante y un Caxton en folio, prácticamente único, en la venta de sir Ralph Brocklebury. Bunter, que fue a comprar eso, obtendrá en premio un objetivo fotográfico, que hace una serie de cosas maravillosas con los ojos cerrados. Además, tenemos un cadáver en el baño. De modo que ya ves, Parker, que no podemos quejarnos. Ahora son las nueve, pero voy a darte cuenta de todo ello. ¿Por qué no consientes en trabajar con nosotros? Deberías poner la carne en el asador. Aunque es posible que, por tu parte, tengas un cadáver en otro lugar.
–Sé –contestó Parker– que has estado en Queen Caroline Mansion’s. Yo también he ido allá y encontré a Sugg, quien me dijo que te había visto. Estaba enojado por tu intromisión injustificable.
–Ya lo sabía –dijo lord Peter–. Me gusta mucho irritar al viejo Sugg, porque siempre se muestra muy descortés. En el Star he visto que se ha excedido a sí mismo, poniendo bajo custodia a esa muchacha Gladys, cuyo apellido ignoro. Y tú, ¿qué hacías allí?
–A decir verdad –contestó Parker–, fui con objeto de averiguar si aquel desconocido de aspecto semítico que fue a parar al baño del señor Thipps, era, por casualidad, sir Reuben Levy. Pero no es él.
–¿Sir Reuben Levy? Espera un momento. He leído algo acerca de él. Ya sé. Una titular: «Desaparición misteriosa de un financiero». ¿Sabes algo de eso? Porque leí muy distraído.
–Es un poco raro, aunque tal vez, en realidad, no haya ocurrido nada importante. Puede ser que ese individuo haya desaparecido o se haya ocultado por una razón cualquiera, que él conocerá muy bien. Sucedió esta mañana, y nadie se habría preocupado por ello, si no diera la casualidad de que hoy mismo había de asistir a una importante reunión financiera, en la que se trataba de asuntos por valor de muchos millones. No tengo todos los detalles. Pero sé que sus enemigos estaban dispuestos a que no se resolviera bien este asunto. Por esta razón, en cuanto me enteré de que había aparecido ese cadáver en el cuarto de baño, fui a dar un vistazo, con objeto de examinarlo. Desde luego, era muy improbable que hubiese ocurrido lo que yo temía, pero cosas más extrañas se ven a veces en nuestra profesión. Lo más raro es que el viejo Sugg tiene la impresión de que se trata de él y ha dirigido varios telegramas a lady Levy, con objeto de que venga a identificar el cadáver. Pero, en realidad, el individuo del baño no es sir Reuben Levy. Aunque es cierto que se parecería mucho a sir Reuben si llevara barba. Como lady Levy se hallaba en el extranjero, con la familia, alguien puede asegurar que el muerto es sir Reuben, y entonces se hallará en situación de construir una hermosa teoría, semejante a la Torre de Babel, y, como ella, condenada a la destrucción.
–Sugg es semejante a un asno rebuznador –dijo lord Peter–. Tiene todo el tipo de detective de novela. Yo no sé una palabra con respecto a Levy, pero he visto el cadáver y, desde luego, me parece que es una idea absurda imaginar que se trata de sir Reuben. ¿Qué te parece el coñac?
–Algo estupendo. Pero necesito conocer tu versión del asunto.
–Supongo que no te importará que Bunter la oiga. Ese Bunter es un hombre increíble, que hace cosas extraordinarias con una máquina fotográfica. Y lo más raro es que siempre está al alcance de mi voz cuando necesito el baño o las botas. No sé cómo se las arregla para llevar a cabo su trabajo. A veces he llegado a imaginarme que lo hace mientras duerme. ¡Bunter!
–¡Milord!
–Mira, deja todo lo que estás haciendo y prepara lo necesario para venir a beber con nosotros.
–Con mucho gusto, milord.
–El señor Parker tiene un truco nuevo: «El financiero desaparecido». No hay engaño. A la una, a las dos, y a las tres, y ya no está. ¿Alguno de los caballeros presentes quiere hacer el favor de subir al escenario y examinar el armario? Muchas gracias, señor. La rapidez de la mano engaña a la vista.
–Me temo que mi historia es muy pobre –dijo Parker–. Es una de esas cosas sencillas, que no tienen mango. Sir Reuben Levy cenó anoche con tres amigos, en el Ritz. Después de cenar, los amigos se fueron al teatro. Él no quiso acompañarlos, diciendo que tenía una cita. No he conseguido saber cuál era, pero lo cierto es que regresó a su casa, 9A, Park Lane, a las doce de la noche.
–¿Quién lo vio?
–Su cocinera, que acababa de acostarse, lo vio en la puerta de entrada y luego pudo oír cómo penetraba en la casa. Subió la escalera después de dejar el abrigo colgado en el perchero y el paraguas en el paragüero. Ya recordarás que anoche llovió. Se desnudó y se acostó. Pero a la mañana siguiente ya no estaba allí y no se sabe nada más –dijo Parker, interrumpiéndose en seco y haciendo un ademán.
–¡No se ha terminado! ¡No se ha terminado! ¡Continúa, papá! El cuento no ha terminado aún –dijo lord Peter.
–Pues no sé nada más. Cuando su criado fue a despertarlo, ya no estaba allí. Pudo darse cuenta de que la cama estaba deshecha. Vio también el pijama y toda su ropa, y le llamó la atención el hecho de que ésta hubiese sido arrojada, sin cuidado alguno, sobre la otomana que hay al pie de la cama, en vez de estar cuidadosamente doblada sobre una silla, como era costumbre de sir Reuben. Es decir, que aquello daba a entender que estuvo muy agitado e indispuesto. No faltaba ninguna ropa limpia. Ningún traje, ni tampoco ningún par de zapatos. En una palabra, nada en absoluto. El calzado que llevó la noche anterior se hallaba en el tocador, como de costumbre. Sir Reuben se limpió los dientes e hizo todas las demás pequeñas cosas acostumbradas. La doncella, a las seis y media, se hallaba en el vestíbulo limpiando y poniendo orden en todo, y puede jurar que, a partir de aquella hora, no vio entrar ni salir a nadie. Por consiguiente, no hay más remedio que suponer que un respetable financiero hebreo, de edad madura, se volvió loco entre las doce de la noche y las seis de la mañana y salió sin ruido de su casa, en el traje de Adán, en una noche de noviembre, o bien fue raptado, como la dama de las leyendas Ingoldsby, sin dejar más que un montoncito de ropa arrugada.
–¿Estaba cerrada la puerta principal?
–Ya esperaba esta pregunta. Por lo menos tardé una hora en pensar en ello. No. Contrariamente a la costumbre de la casa, la puerta sólo estaba cerrada con la cerradura «yale». Por otra parte, algunas de las criadas pidieron permiso, la noche anterior, para ir al teatro, y se puede imaginar que sir Reuben no atrancó la puerta, bajo la impresión de que aún no habían regresado. En otras ocasiones había sucedido lo mismo.
–¿Y ya no sabes nada más?
–Nada más. A excepción de una circunstancia poco importante.
–Me gustan en extremo –contestó lord Peter con infantil vehemencia–. Muchos hombres han sido ahorcados a causa de esas circunstancias insignificantes. ¿Qué es ello?
–Sir Reuben y lady Levy, que se profesan grande afecto, siempre comparten la misma habitación. Lady Levy, según ya dije antes, se halla en Mentón en este momento, para cuidar de su salud. En su ausencia, sir Reuben duerme en el lecho matrimonial y ocupa el lado exterior de la cama como siempre. Anoche puso las dos almohadas una encima de otra y durmió en el centro de la cama o más cerca de la pared que otras veces. La doncella, que es una muchacha muy inteligente, observó este detalle cuando iba a hacer la cama e impidió que lo hiciese otra persona, aunque tardaron todavía mucho en avisar a la policía.
–¿Había en la casa alguien más, aparte de sir Reuben y de los criados?
–No. Lady Levy se llevó consigo a su hija y a su doncella. En la casa no había más que el ayuda de cámara, el cocinero, la doncella, la criada para todo y la ayudante de cocina. Y, naturalmente, todas estas personas emplearon una o dos horas en cambiar impresiones. Yo llegué hacia las diez.
–¿Y qué has hecho desde entonces?
–Esforzarme en averiguar cuál era la cita a la que había de acudir sir Reuben, anoche, ya que, a excepción de la cocinera, la persona o personas con quienes estaba citado, fueron las últimas que lo vieron antes de su desaparición. Es posible que eso tenga una explicación muy sencilla, aunque, por el momento, no se me ocurre cuál pueda ser. Como comprenderás, no es posible imaginar que un hombre entre en su casa, se acueste y luego se aleje, en plena noche, sin llevar nada puesto.
–Quizá salió disfrazado.
–Ya he pensado en eso y, en realidad, parece ser la única explicación posible. Sin embargo, es muy raro, Wimsey. Un hombre importante, como sir Reuben, en vísperas de una transacción de muchos millones, sin avisar a nadie absolutamente, se aleja en plena noche, disfrazado y dejando en su habitación el reloj, el monedero, el talonario de cheques y, lo más misterioso e importante de todo, sus lentes, sin los cuales no podría andar siquiera, porque es muy corto de vista, y…
–Eso es muy importante –interrumpió Wimsey–. ¿Estás seguro de que no se llevó otros?
–Su ayuda de cámara asegura que sólo tenía dos, uno de los cuales fue encontrado en la mesa del tocador, y los otros en el cajón donde solía guardarlos.
–Eso es muy raro, Parker –dijo lord Peter–. Aun en el caso de que hubiera salido con el propósito de suicidarse, se habría llevado un par.
–Eso es lo que te figuras tú, porque, realmente, si se los hubiese olvidado, el suicidio habría ocurrido en cuanto intentara cruzar la calle. Sin embargo, no he dejado de tener en cuenta esa posibilidad. He ido a enterarme de los accidentes de circulación ocurridos hoy, y con la mano en el pecho puedo asegurar que ninguna de las víctimas fue sir Reuben. Además, se llevó la llave de la casa y eso parece indicar su propósito de volver.
–¿Has visto a los individuos con quienes cenó?
–En el club vi a dos de ellos. Dijeron que sir Reuben parecía gozar de muy buena salud y de excelente ánimo y que habló de su deseo de ir a reunirse en breve con lady Levy. Tal vez en Navidad. Además, se refirió, muy satisfecho, al negocio que había de llevar a cabo esta mañana y en el cual uno de mis interlocutores, llamado Anderson, de Wyndham, estaba también interesado.
–En tal caso, no tenía ninguna intención de salir de su casa antes de las nueve.
–Ninguna, desde luego, a no ser que ese hombre fuese un actor consumado. Y cualquier cosa que ocurriese para hacerle cambiar de propósito debió de presentarse a su mente ya en la misteriosa cita a la que acudió después de cenar, o mientras estaba en la cama, entre las doce de la noche y las cinco de la mañana.
–Bueno, Bunter –dijo lord Peter–. ¿Qué te parece eso?
–No entra en mi especialidad, milord. Diré, sin embargo, que es muy raro el hecho de que un caballero, que estaba demasiado agitado e indispuesto para no doblar su ropa como de costumbre, se acordase, sin embargo, de limpiarse los dientes y de descalzarse. Son dos cosas que con frecuencia se olvidan, milord.
–Supongo que eso no será ninguna indirecta –observó lord Peter–, y si es así, debo manifestarte que no me parece muy apropiada. Yo, Parker, tengo un problema, pequeño, desde luego, pero muy complicado. Mira, no quiero ser entrometido, pero mañana me gustaría mucho ver ese dormitorio. No desconfío de ti, querido amigo, pero me gustaría verlo. No me digas que no. Toma otra copa de coñac y un cigarro, pero no te niegues a mi deseo.
–Podrás ir a verlo y es muy posible que observes muchas cosas que me hayan pasado por alto –dijo Parker, apretando la copa y el cigarro.
–Querido Parker, honras a Scotland Yard. Cuando te miro, Sugg se me aparece como un mito, una fábula, un tonto tendido a la luz de la luna, hijo de la fantasía de un poeta. Sugg es demasiado perfecto para ser posible. ¿Y qué opina él acerca de ese cadáver?
–Sugg dice –contestó Parker– que ese hombre murió por haber recibido un golpe en la nuca. Así se lo comunicó el médico. Creen que murió uno o dos días atrás. También se lo dijo el médico. Asegura que es el cadáver de un hebreo acomodado, de unos cincuenta años de edad. Cualquiera puede haberle dicho eso. Y asegura que es ridículo suponer que lo hicieran pasar por la ventana, sin que nadie se diera cuenta. Él sostiene la teoría de que tal vez atravesó la puerta principal y fue asesinado por algún individuo de la casa. Ha detenido a esa muchacha, a pesar de que es una joven de baja estatura y de aspecto débil, de modo que sería imposible que hubiese matado de un golpe a un semita alto y vigoroso. No hay duda de que también habría detenido a Thipps, mas por fortuna, éste estuvo, durante los dos últimos días, en Manchester y no regresó a Londres hasta ayer noche. A pesar de todo, quería detenerlo, pero yo le recordé que si la víctima había muerto uno o dos días atrás, el pequeño Thipps no podía ser el autor del asesinato, puesto que llegó anoche a las diez y media. No obstante, lo detendrá mañana, como cómplice, y no me extrañaría que también metiera en la cárcel a la anciana señora que hace calceta.
–Me alegro mucho de que ese hombrecillo tenga tan buena coartada –dijo lord Peter–, aunque no deberá extrañarte que un fiscal idiota, haciendo caso omiso de la declaración del médico forense, basada en la lividez, la rigidez y todas las demás circunstancias que se advierten en ese cadáver, se atreva a formular otras conclusiones. ¿Te acuerdas del caso de Impery Biggs, cuando defendía aquel asunto del salón de té de Chelsea? Seis médicos se contradecían uno a otro ante el tribunal. El viejo Impery empezó a citar casos extraordinarios, hasta que los jurados se marearon. «¿Está usted dispuesto a jurar, doctor Thingumtight, que la aparición de la rigidez cadavérica indica la hora de la muerte sin posibilidad de error?». «A juzgar por lo que me ha enseñado la experiencia, así es, en la mayoría de los casos», contesta el doctor muy serio. «¡Ah!», exclama Biggs, «tenga usted en cuenta, doctor, que aquí estamos en un tribunal de justicia y no en una elección parlamentaria. No podemos seguir adelante sin conocer lo que sucede a la minoría. La ley, doctor Thingumtight, respeta los derechos de la minoría, muerta o viva». Un asno se echa a reír y el viejo Biggs hincha el pecho y adopta un tono solemne. «Señores, este no es asunto de risa. Mi cliente, que es un caballero honorable y digno, se ve ahora juzgado y corre peligro de perder la vida. La vida, señores, y la acusación tiene el deber de demostrar su culpabilidad. Ahora, doctor Thingumtight, le pregunto de nuevo si puede jurar, sin la menor duda, absolutamente sin ninguna duda, que esa desdichada mujer halló la muerte no antes ni después del jueves por la noche. ¿Tiene usted una opinión probable? Aquí, caballeros, hemos de saber la verdad absoluta, porque ningún jurado británico puede condenar a un hombre por la autoridad de una opinión probable». Aplausos.
–A pesar de todo –dijo Parker– el individuo de Biggs era culpable.
–Claro está, pero, sin embargo, le absolvieron, y todo lo que acabas de decir es una pura calumnia. –Lord Peter se dirigió a un estante lleno de libros y tomó un volumen de jurisprudencia médica–. «La rigidez cadavérica… sólo puede confirmarse de un modo general… y sus resultados están determinados por muchos factores». ¡Vaya un animal cauteloso! «Por regla general, sin embargo, se observa el envaramiento del cuello y la mandíbula cinco o seis horas después de la muerte». ¡Hum! «Con toda probabilidad, esta rigidez cadavérica se observa, en determinadas circunstancias, puede aparecer mucho antes o retrasarse de un modo extraordinario». Da gusto obtener unos datos tan precisos como éstos, ¿verdad, Parker? «Brown-Sequard afirma… tres minutos y medio después de la muerte… en algunos casos se observa dieciséis horas después… y en muchas ocasiones siguen observándose veintiún días más tarde». ¡Dios mío! «Los factores que pueden modificar este proceso son la edad, el estado muscular, las enfermedades febriles y la elevada temperatura del ambiente…». Y así sucesivamente en todo este artículo. No importa. Comunícalo si quieres a Sugg, porque tampoco le servirá de nada. –Dejó el libro y añadió–: Y ahora vamos a los hechos. ¿Qué observaciones hiciste acerca de ese cadáver?
–En realidad, muy pocas –contestó el detective–. Hablando con franqueza, me ha extrañado mucho. Me atrevo a opinar que en vida fue un hombre rico, que conquistó una buena posición y que empezó a gozar desde poco tiempo atrás de su buena fortuna.
–¡Ah, veo que te fijaste en los callos de sus manos! Ya me figuré que no te pasaría por alto el detalle.
–Tenía los pies llenos de callos y durezas, y eso demuestra que llevaba unos zapatos estrechos.
–Y también que andaba mucho –observó lord Peter–, porque de lo contrario, sus pies no se hallarían en tan mal estado. ¿Y no te ha llamado la atención este detalle en una persona al parecer acomodada? ¿No observaste también que tenía unas ampollas en los pies? ¿A qué serían debidas aquellas erosiones?
–No sé qué decir. Las ampollas, sin duda, se produjeron dos o tres días antes. Quizá se vio una noche lejos de su casa, después de haber salido el último tren, y no encontró un taxi, lo cual le obligó a volverse a su casa a pie.
–Es posible.
–En la espalda y en una pierna observé unas manchas rojizas que no pude explicarme.
–También las vi.
–¿Y qué te parecieron?
–Te lo diré luego. Prosigue.
–Ese hombre tenía la vista cansada, cosa rara en un individuo que aún está en lo mejor de su vida. Los cristales de sus lentes eran más propios de un viejo. Además, a ellos estaba unida una hermosa cadena, muy fina, de eslabones planos y moldeados artísticamente. Se me ocurrió la idea de que tal vez pudiéramos averiguar algo merced a este detalle.
–He hecho insertar un anuncio en el Times acerca del particular –dijo lord Peter–. Adelante.
–Esos lentes los tenía en su poder desde algún tiempo, porque fueron reparados dos veces.
–Muy bien, Parker. ¿Te has dado cuenta de la importancia de ese detalle?
–No mucho. ¿Por qué?
–Ya te lo diré luego. Continúa.
–Con toda probabilidad era un hombre de mal genio. Llevaba las uñas con señales de haber sido mordidas repetidas veces, y como en todos los que tienen ese vicio, la parte superior de los dedos mostraba también algunas pequeñas heridas. Fumaba muchos cigarrillos sin utilizar boquilla. Y además era algo exigente en su aspecto personal.
–¿Examinaste bien el cuarto de baño? Yo no tuve oportunidad para ello.
–No me fue posible descubrir gran cosa con referencia a huellas, porque Sugg y compañía habían circulado repetidas veces por aquel lugar, y eso sin hablar del pequeño Thipps y de la doncella. Pero pude descubrir una faja situada detrás de la cabecera del baño, como si allí hubiese habido algo húmedo. Y aquella señal no merecía siquiera el nombre de huella.
–Anoche llovió mucho.
–Sí. ¿Y observaste que estaba señalado de un modo vago el hollín en el antepecho de la ventana?
–Sí –contestó Wimsey–. Me fijé en ello, aunque sólo pude comprender que en el antepecho de la ventana se había apoyado algo.
Se quitó el monóculo y lo entregó a Parker.
–¡Caramba! ¡Qué lupa tan buena!
–Sí –contestó Wimsey–. Y es muy útil para examinar bien alguna cosa con todo disimulo. Pero resulta molesto llevarlo siempre, porque en cuanto se fija alguien, exclama: «¡Dios mío! ¡Qué mala vista tiene este hombre!». Pero como digo, es útil.
–Sugg y yo examinamos el suelo en la parte posterior del edificio –añadió Parker–, pero allí no encontramos ninguna huella.
–Eso es interesante. ¿Hicisteis algún examen en el tejado?
–No.
–Mañana iremos a verlo. La tubería de desagüe se halla apenas a medio metro de distancia de la parte superior de la ventana. Medí ese espacio con mi bastón, que es un vademécum propio del caballero explorador. Además, mi bastón tiene señales para indicar las pulgadas. Dentro hay un espadín y en el puño una brújula. Lo hice fabricar especialmente. ¿Algo más?
–Temo que no. Oigamos ahora tu versión, Wimsey.
–Me parece que ya conoces la mayor parte de los detalles. Sólo hay una o dos pequeñas contradicciones. Por ejemplo, tenemos a un hombre que usa unos lentes caros, con aro de oro y los ha tenido bastante tiempo para que fuese preciso repararlos dos veces. En cambio, sus dientes no sólo están manchados, sino en muy mal estado, como si no se los hubiese limpiado nunca en su vida. En un lado le faltan cuatro muelas, tres en el otro y uno de los incisivos está roto. Su cabello y sus manos demuestran que era hombre cuidadoso de su aspecto personal, ¿qué te parece esa contradicción?
–Esos individuos de origen plebeyo, que han logrado hacer dinero, no se preocupan mucho de los dientes y el dentista les da miedo.
–Es cierto. Pero uno de los molares tenía un canto roto, tan agudo, que llegó a producir un corte en la lengua. Eso es muy doloroso. ¿Quieres darme a entender que alguien sería capaz de resistir esa molestia cuando no le habría costado nada hacer limar aquel canto agudo?
–A veces la gente es muy rara. He conocido criados que sufrían verdaderas agonías antes que dirigirse a casa del dentista. Y tú, ¿cómo observaste eso, Wimsey?
–Pues le miré el interior de la boca con una lamparilla eléctrica –contestó lord Peter–. Es un aparatito muy manejable. Tiene aspecto de encendedor automático. En fin, tal vez eso no tenga importancia, pero me ha parecido conveniente comunicártelo. Hay otro detalle muy significativo: un caballero que se perfuma el cabello con violeta de Parma, se hace arreglar las manos y todo lo demás, y sin embargo, nunca se lava el interior de las orejas. Están llenas de cerumen. Y eso es muy desagradable.
–Me has ganado, Wimsey, porque no me fijé en eso. Sin embargo, es muy difícil perder las costumbres antiguas.
–Bueno, pasemos por alto este detalle. Tercero: un caballero que se hace arreglar las manos y se pone brillantina en el cabello y que no obstante, tiene piojos.
–¡Caramba, es verdad! Ahora comprendo esas señales rojizas. No se me había ocurrido.
–Claro está que no. Tales señales eran débiles y antiguas, pero también inconfundibles.
–No hay ninguna duda. Sin embargo, eso puede sucederle a cualquiera. La semana pasada me molestaron algunos bichos en la cama del mejor hotel de Lincoln.
–Desde luego, esas cosas le pueden ocurrir a cualquiera, pero vamos al cuarto punto: un caballero que se pone violeta de Parma en el cabello, etc., etc., se lava el cuerpo con un jabón cargado de ácido fénico, cuyo olor se percibe aún veinticuatro horas después.
–Sin duda lo utilizaba para librarse de los parásitos.
–Ya veo, Parker, que tienes respuesta para todo. Quinto punto: un caballero, refinado, con uñas manicuradas, aunque también mordidas, tiene las uñas de los pies tan sucias y largas, como si no se las hubiese cortado en muchos años.
–Todo eso concuerda con otras costumbres ya observadas.
–Ya lo sé. Pero son muy raras. Ahora sexto y último punto: este caballero de costumbres relativamente refinadas, llega en plena noche lluviosa y entra, al parecer, por la ventana, cuando ya lleva veinticuatro horas muerto y se acomoda en silencio en el baño del señor Thipps, sin llevar otra cosa sobre su persona que unos lentes de pinza. Ni un solo cabello de su cabeza está despeinado. El cabello ha sido cortado tan recientemente, que en su cuello y en los lados del baño se observan algunos cabellos sueltos; además se afeitó muy pocas horas antes, pues en la mejilla se observa una línea de jabón seco.
–¡Wimsey!
–Espera un momento. Y también tenía jabón seco en la boca.
Bunter se puso en pie para situarse al lado del detective, a quien preguntó con el mayor respeto y corrección:
–¿Un poco más de coñac, señor?
–Wimsey –dijo Parker–, has logrado asombrarme.
Vació su copa, la miró como si se sorprendiese al notar que ya no quedaba nada en ella, la dejó en la mesa, se puso en pie para dirigirse a los estantes de los libros, y dando media vuelta apoyó la espalda en ellos y dijo:
–Mira, Wimsey. Has leído historias de detectives. Estás diciendo tonterías.
–De ningún modo –contestó lord Peter–. Por el contrario, creo que te he comunicado una serie de excelentes detalles para una historia detectivesca. Mira, Bunter, tú y yo escribiremos una y luego la ilustrarás con fotografías.
–Jabón en la… ¡imposible! –exclamó Parker–. Debía ser otra cosa… alguna decoloración…
–No –contestó lord Peter–. También había unos pelos cortos, mezclados en el jabón. Ese hombre llevaba barba.
Sacó el reloj del bolsillo y de él extrajo dos pelos bastante largos que había guardado entre las dos tapas posteriores.
Parker los puso un momento sobre un dedo, los miró acercándose a la luz, los examinó luego con una lupa y, al fin, los entregó al impasible Bunter, diciendo:
–¿Quieres darme a entender, Wimsey, que un hombre vivo se afeitaría la barba con la boca abierta y que luego se haría matar con la boca llena de pelos? ¡Estás loco!
–No te he dicho eso –contestó Wimsey–. Vosotros, los policías, sois todos iguales. En vuestras mentes no tenéis más que una idea. Que me maten si comprendo por qué se os llama alguna vez. Ese hombre fue afeitado después de muerto. Desde luego es un trabajo muy poco agradable para el barbero, ¿no te parece? Mira, siéntate y no hagas el tonto. Peores cosas ocurren en la guerra. Todo eso no son más que una serie de estratagemas. Y ahora te diré, Parker, que nos vemos ante un criminal que es un verdadero artista, dotado de una imaginación extraordinaria y de una fantasía muy grande. Y te aseguro que no me gusta, Parker.