PROLOGO: UN RETO PARA LA HUMANIDAD

Las cosas han cambiado mucho desde la fecha en que se celebró el encuentro relatado en este libro (marzo de 2000) y su trascripción final (que concluyó en otoño de 2001). Durante la época en que se llevó a cabo este diálogo, el mundo parecía haber dejado atrás los horrores del siglo XX y muchos de nosotros contemplábamos un futuro esperanzador para el ser humano. Luego vino la tragedia del 11 de septiembre de 2001 y repentinamente, nos vimos enfrentados a un vívido recordatorio de que la brutalidad calculada y masiva todavía sigue entre nosotros.

Pero, por más horribles que puedan parecer este tipo de actos, no son más que un nuevo episodio de barbarie en la corriente de crueldad alentada por el odio (la más destructiva de todas las emociones) que recorre la historia. La mayor parte del tiempo, esa barbarie permanece oculta entre los bastidores de nuestra conciencia colectiva, como una presencia ominosa, aguardando el momento propicio para irrumpir de nuevo en escena. Y esto es algo que, en mi opinión, seguirá ocurriendo una y otra vez hasta que acabemos comprendiendo las raíces del odio -y del resto de las emociones destructivas y encontremos, finalmente el modo más adecuado de mantenerlo a raya.

Este libro relata un encuentro entre el Dalai Lama y un grupo de científicos en torno al tema de la comprensión y la superación de las emociones destructivas y puede arrojar, en ese sentido, cierta luz sobre este importante reto al que actualmente se enfrenta el ser humano. Pero el objetivo de nuestro encuentro no apuntaba, sin embargo, a descubrir el modo en que los impulsos destructivos del individuo acaban desembocando en una acción de masas, ni tampoco la forma en que las injusticias -objetivas o subjetivas generan ideologías que alientan el odio. Nuestro interés, muy al contrario, se centraba en un estrato mucho más fundamental que nos llevó a investigar el modo en que las emociones destructivas corroen la mente y el corazón del ser humano, y el modo de contrarrestar este rasgo tan peligroso de nuestra naturaleza colectiva. Eso fue, precisamente, lo que hicimos en nuestro diálogo con el Dalai Lama, cuya vida ilustra el modo más adecuado de afrontar las injusticias históricas.

La tradición budista lleva mucho tiempo insistiendo en que el reconocimiento y la transformación de las emociones destructivas se asientan en el núcleo mismo de las prácticas espirituales, hasta el punto de que hay quienes llegan a decir que todo aquello que disminuye el poder de las emociones destructivas es una práctica espiritual. Desde la perspectiva de la ciencia, sin embargo, la naturaleza de los estados emocionales resulta un tanto paradójica, puesto que se trata de respuestas del cerebro que, en parte, han contribuido a configurar nuestra mente y que, muy probablemente también, han desempeñado un papel fundamental en nuestra supervivencia. A pesar de todo ello, no obstante, en la vida moderna han terminado convirtiéndose en una grave amenaza para nuestro futuro individual y colectivo.

El encuentro exploró un amplio abanico de cuestiones en torno al controvertido tema de las emociones destructivas. ¿Se trata de un rasgo esencial e inmutable del legado humano? ¿Qué es lo que les confiere el poder de llevar a personas, en apariencia racionales, a incurrir en acciones de las que posteriormente se arrepienten? ¿Cuál es el papel que desempeñan en la evolución de nuestra especie? ¿Son acaso esenciales para la supervivencia? ¿Cuáles son los recursos de que disponemos para superar esta amenaza a nuestra felicidad y estabilidad personal? ¿Cuál es el grado de plasticidad del cerebro y cómo podemos orientar en una dirección más positiva los mismos sistemas neuronales que albergan los impulsos destructivos? Y, lo más importante de todo, ¿cómo podemos llegar a superar las emociones destructivas?

Algunas cuestiones candentes

Bien podríamos decir que las primeras semillas de este encuentro se sembraron el día en que mi esposa y yo nos instalamos en una casa de huéspedes de Dharamsala (la India), en la que otro residente estaba terminando de elaborar lo que acabaría convirtiéndose en el libro del Dalai Lama Ética para un nuevo milenio. El editor me pidió que le comentara un primer borrador del libro que recogía las propuestas del Dalai Lama en torno a una ética secular -e independiente, por tanto, de las creencias religiosas que se asentaba en recursos útiles para el beneficio de la humanidad, procedentes tanto de Oriente como de Occidente.

Cuando leí ese borrador, me sorprendió la estrecha relación que existe entre las tesis sostenidas por el Dalai Lama y las últimas investigaciones realizadas en el campo de las emociones. Pocos días después, tuve la ocasión de comentar con el mismo Dalai Lama algunos de esos descubrimientos y debo destacar su gran interés por la extraordinaria importancia que parece desempeñar la educación infantil en el desarrollo de la empatía, tan esencial para la compasión. Cuando le pregunté si le gustaría disponer de un resumen más completo de las últimas investigaciones psicológicas realizadas en el campo de las emociones, respondió de manera afirmativa, especificando que su interés fundamental se centraba en las emociones negativas, y también preguntó si la ciencia podía determinar con precisión la diferencia cerebral entre el enfado y la rabia.

Un año después mantuvimos una conversación fugaz mientras esperaba su turno para hablar con ocasión de una conferencia celebrada en San Francisco, y todavía mostró más interés en las llamadas emociones destructivas. Pocos meses después volvimos a vernos en un breve encuentro centrado en la transmisión de ciertas enseñanzas religiosas que se celebró en un monasterio budista de New Jersey. En esa ocasión, le pregunté qué era lo que entendía por "destructivo", a lo que respondió que se refería a la visión científica de lo que los budistas denominan los Tres Venenos (el odio, el deseo y la ignorancia) agregando que, aunque resulte evidente que la visión occidental difiere de la budista, esas diferencias son, en sí mismas, sumamente significativas.

Entonces me dirigí a Adam Engle, presidente, a la sazón, del Mind and Life Institute, para ver si el tema en cuestión podría convertirse en el objeto de alguno de los encuentros que, desde 1987, vienen celebrándose entre el Dalai Lama y un grupo de expertos con la intención de explorar las visiones de la ciencia occidental y de la tradición budista sobre cuestiones como la cosmología o la compasión, por ejemplo. Yo mismo había moderado y contribuido a la organización del tercero de esos encuentros, que giró en torno a las emociones y la salud y me parecía un foro ideal para debatir ese nuevo tema.

Cuando el consejo rector del instituto me dio luz verde para seguir adelante con mi proyecto, comencé a buscar científicos cuya visión y experiencia pudieran ayudarnos a dilucidar esa faceta inquietante, perturbadora y hasta peligrosa del ser humano. Pero no sólo necesitábamos expertos, sino también personas que supieran formular preguntas interesantes, pudieran comprometerse en la búsqueda de respuestas y fueran capaces de permanecer lo suficientemente abiertos como para sacar a la luz los prejuicios ocultos que limitan nuestro pensamiento.

Los científicos y los budistas que participasen en ese diálogo desempeñarían simultáneamente el papel de maestros y de discípulos. El Dalai Lama, como es habitual, se mostró muy interesado en conocer los nuevos descubrimientos realizados por la ciencia, y los científicos, por su parte, también se mostraban abiertos a la visión budista de la mente, un paradigma alternativo que lleva milenios explorando con todo rigor el mundo interno del ser humano. Este cuerpo de experiencia posee un método muy exacto -que la ciencia ni siquiera vislumbra para adentrarse sistemáticamente en las profundidades de la conciencia, al tiempo que pone en cuestión algunos de los presupuestos básicos de la ciencia psicológica actual. En resumen, pues, ese encuentro no sólo serviría para actualizar los conocimientos del Dalai Lama, sino que también supondría una indagación en las profundidades del espíritu humano en la que él (junto a otros eruditos budistas) actuaría como interlocutor de la ciencia de un modo tal que sirviera para ampliar la visión de todos los participantes.

Como suele ser tradicional, un filósofo se encargaría de comenzar determinando el marco general de nuestra exploración. Para ello pensé en Alan Wallace, profesor, por aquel entonces, de la University of California, en Santa Bárbara, erudito budista y traductor habitual del Dalai Lama en esos encuentros. Luego me centré en la búsqueda del resto de los científicos.

Owen Flanagan, filósofo de la mente de la Duke University, emprendería el diálogo tratando de determinar cuáles son, desde la perspectiva occidental, las emociones más destructivas, además de la ira y del odio. Matthieu Ricard, un monje budista tibetano que también es licenciado en biología, se encargaría de presentar la visión budista de las emociones destructivas. La definición operativa de la que partimos era muy sencilla: "Las emociones destructivas son aquellas que dañan a los demás o a nosotros mismos". No obstante, a lo largo del encuentro fueron apareciendo diferentes puntos de vista en torno a las emociones dañinas y al momento y motivo de su emergencia. Tengamos en cuenta que los distintos criterios utilizados para definir lo "destructivo" dependen del punto de vista y de que la filosofía moral, el budismo y la psicología disponen de su propio conjunto de respuestas al respecto.

Paul Ekman, psicólogo de la University of California en San Francisco y experto mundial en el campo de la expresión facial del afecto, se encargó de presentar la investigación científica realizada sobre la dinámica básica de las emociones, un trampolín de comprensión muy adecuado para zambullirnos en el enigma de esa faceta tan destructiva de la naturaleza humana. Ekman aportó a nuestro diálogo la perspectiva darwiniana, según la cual las emociones destructivas perduran en nosotros a modo de vestigios de aspectos que, en algún momento de nuestra evolución, desempeñaron un papel esencial para nuestra supervivencia.

Richard Davidson, de la University of Madison y uno de los fundadores de la llamada neurociencia afectiva, nos hablaría de los últimos avances realizados en el campo de la neurociencia y compartiría con nosotros sus descubrimientos en torno a los circuitos cerebrales implicados en un amplio espectro de emociones destructivas, desde el deseo del adicto hasta el miedo paralizante del fóbico y la descontrolada crueldad del asesino de masas. Tengamos en cuenta que todos estos datos son muy prometedores, ya que sirven para determinar las regiones cerebrales que inhiben los impulsos destructivos, y aquellas otras que pueden contribuir a reemplazarlos con la ecuanimidad y la alegría.

Aunque todos los seres humanos compartamos el mismo conjunto de sentimientos básicos como parte de nuestra herencia común, existen notables diferencias interpersonales en el modo de valorar y expresar las emociones. Para proporcionarnos una visión intercultural al respecto contamos con la presencia de Jeanne Tsai, psicóloga de la University of Minnesota (que hoy en día, por cierto, trabaja en la Stanford University), sus trabajos se han centrado en las diferencias interculturales en la expresión de las emociones. Sus investigaciones nos recordaron la importancia que tiene el reconocimiento de estas diferencias para poder superar las emociones destructivas.

Pero nuestro interés no se centró tan sólo en el análisis de la dinámica de nuestras tendencias destructivas, sino también en encontrar soluciones viables. De ello, precisamente, se ocupó Mark Greenberg, psicólogo de la University of Pennsylvania y pionero en la elaboración de programas de aprendizaje social y emocional. Mark nos presentaría un programa destinado a enseñar a los niños los principios básicos de la alfabetización emocional que les ayude a no dejarse llevar por esos impulsos y a controlar las emociones destructivas, lo cual, por otra parte, podría servirnos de punto de partida para diseñar programas similares dirigidos a los adultos.

El último día centramos nuestra atención en la posible colaboración entre los practicantes avanzados de meditación y los neurocientíficos para aumentar la comprensión científica del potencial positivo de las herramientas de transformación emocional. Francisco Varela, cofundador del Mind and Life Institute y director de investigación del laboratorio nacional de neurociencia de París, expuso una línea de investigación que tiene por objeto diseccionar la actividad neuronal que subyace a un determinado momento de percepción, una investigación para la que quería contar con la colaboración de meditadores avanzados debido a su experiencia en la observación del funcionamiento de la mente. Richard Davidson, por su parte, nos habló del concepto de neuroplasticidad, es decir, de la capacidad del cerebro para seguir desarrollándose a lo largo de toda la vida y también presentó datos que parecen sugerir que la práctica de la meditación aumenta la plasticidad de los centros afectivos del cerebro que inhiben las emociones destructivas y promueven las positivas.

Aunque las emociones destructivas, por su misma naturaleza, puedan alentar el pesimismo, las conclusiones finales de nuestro encuentro fueron muy prometedoras y se centraron en los pasos que podemos dar para contrarrestar estas fuerzas oscuras, aunque sólo sea en el interior de nuestra propia mente. A fin de superar el virus de las emociones destructivas deberemos vacunarnos contra el caos interno de los sentimientos -como el pánico o la rabia ciega que obstaculizan toda acción eficaz. Así pues, algunas de las respuestas científicas a nuestra búsqueda del equilibrio y de la paz interior son, al menos a largo plazo, moderadamente optimistas.

Al concluir la semana, ninguno de nosotros quería irse. Las cuestiones que abordamos y las posibilidades que descubrimos pusieron en marcha un proceso que generó, varios meses después, un nuevo encuentro de un par de días en la University of Wisconsin, un posterior congreso de dos días en la Harvard University y la puesta en marcha de varios proyectos de investigación que actualmente se hallan en curso. De este modo, lo que comenzó siendo un análisis intelectual de las emociones destructivas, acabó convirtiéndose en la búsqueda activa de nuevas respuestas… y también de los correspondientes antídotos.

Un rico subtexto

Este encuentro fue el octavo de los organizados por el Mind and Life Institute y celebrados entre el Dalai Lama y un pequeño grupo de filósofos y psicólogos y, como suele ser habitual, se llevó a cabo, durante cinco días, en la residencia del Dalai Lama en Dharamsala (la India).

Cada mañana se nos ofrecía una presentación diferente y por la tarde debatíamos sus posibles implicaciones. La cordialidad y el ingenio de, que hizo gala el Dalai Lama permitieron convertir lo que pudo haber sido un mero intercambio formal de información en una atmósfera cordial y familiar que alentaba el pensamiento creativo y espontáneo.

Mi intención al elaborar este libro ha sido la de presentar al lector un relato fiel de la amplia colaboración que se produjo entre la ciencia y el espíritu. Una de las tareas que tiene encomendada el organizador de los encuentros patrocinados por el Mind and Life Institute es, precisamente, la elaboración de un libro -de los que éste es el séptimo en salir a la luz (que el lector puede consultar en las páginas iniciales)- que no debe limitarse a transcribir literalmente lo que allí se ha dicho, sino que también debe tratar de transmitir el clima espontáneo en que se desarrolló el diálogo.

Para conocer los sentimientos y pensamientos tácitos de los integrantes en los distintos momentos clave del encuentro -y, en consecuencia, poder así transmitir al lector toda la riqueza del intercambio-, les entrevisté a todos ellos (incluido el Dalai Lama). Así fue como trabé contacto con un rico subtexto del diálogo, que me ayudó a plasmar en la página impresa no sólo los datos intelectuales relativos a las últimas investigaciones realizadas al respecto, sino también el clima emocional que se respiraba en la sala.

Este diálogo constituyó un verdadero festín intelectual en el que degustamos multitud de platos, desde el relato preciso de la investigación cerebral hasta el informe de observaciones realizadas en los patios escolares, pasando por las distintas facetas de la inteligencia emocional de una remota tribu de Nueva Guinea y algunas reflexiones en torno a la docilidad del temperamento de los bebés chinos. Los temas que abordamos fueron muy diversos y abarcaron el amplio abanico que va desde las consideraciones teóricas y filosóficas hasta la forma más didáctica de enseñar el control de los impulsos destructivos, los pormenores de los métodos empleados por la neurociencia para investigar la cognición y algunas facetas muy concretas del cultivo de la compasión. Y, aunque lo cierto es que no hay respuestas sencillas, lo más importante tal vez sea que las preguntas formuladas en ese diálogo entre dos tradiciones de pensamiento pueden ayudarnos a dilucidar algunos de los principales enigmas de nuestra vida personal y hasta de nuestro futuro como especie. A menudo, las cuestiones suscitadas fueron muy novedosas y a veces brillantes y sugirieron caminos para la posible investigación futura. Es evidente que cada lector se sentirá más inclinado hacia ciertos aspectos de la discusión que hacia otro. Y también lo es que habrá quienes elijan un camino intermedio, pero, en cualquiera de los casos, nuestro libro invita al lector a participar en este banquete intelectual en toda su integridad. El diálogo con el Dalai Lama, un verdadero ejemplo de serenidad en tiempos tan atribulados como los que nos ha tocado vivir, tuvo un fuerte impacto en todos nosotros. Su influencia, que comenzó en forma de un análisis exclusivamente intelectual, acabó convirtiéndose en una búsqueda personal de los posibles antídotos para las emociones destructivas, una búsqueda que ya ha comenzado a dar resultados tangibles. Por último, esbozamos una aplicación práctica de la visión de la humanidad que el Dalai Lama describe en Ética para un nuevo milenio, el libro cuyo primer manuscrito había leído en Dharamsala y que sembró las primeras semillas de este encuentro. Para ello, no dudamos en apelar a cualquier tipo de recurso, tanto budista como occidental, que nos permitiera diseñar un programa para desarrollar la atención, la autoconciencia, el autocontrol, la responsabilidad, la empatía y la compasión o, dicho en otras palabras, las habilidades que facilitan el control de las emociones destructivas. Pero este encuentro también tuvo consecuencias muy positivas para la ciencia, puesto que el budismo lleva milenios explorando con gran rigor y profundidad las potencialidades superiores de la mente, mientras que la ciencia recientemente ha empezado a orientar sus afanes en una dirección parecida. Ahora, ambas tradiciones han conjuntado sus esfuerzos, y, como fruto de esa colaboración, están acometiéndose estudios experimentales que apelan a los más sofisticados instrumentos de que dispone la ciencia actual con el fin de corroborar la eficacia de los antiguos métodos para el cultivo de los estados emocionales positivos. Nuestra historia relata esta colaboración entre la moderna neurociencia y una ciencia milenaria de la mente. De izquierda a derecha: Paul Ekman, Thupten Jinpa, Jeanne Tsai, Mark Greenberg, el venerable Kusalacitto, el Dalai Lama, Daniel Goleman, el difunto Francisco Varela, Richard Davtdwn, Alan Wallace. Matthieu Ricard, Owen Flanagan.