XI
París, 11 de julio de 1768
Nunca, nunca, señorita, podrá convencerme de que no ha sido usted misma quien provocó el disgusto que tuvo en la ruta. Cuando uno quiere que los demás lo respeten, hay que darles el ejemplo por el respeto que uno se tiene a sí mismo.
Cometió otra indiscreción, que es la de haber dado publicidad a esa aventura a través de una persecución jurídica. ¿No se da cuenta de que es una nueva objeción que sus enemigos no dejarán de hacerle si, por acontecimientos que es imposible prever, se viera desdichadamente obligada a volver a su antiguo estado? Y además, invoca mi nombre en una circunstancia completamente escandalosa. Mi nombre, pronunciado ante un juez, no puede dar mejor opinión de usted, y no puede sino perjudicar la buena opinión que tengan de mí.
Cobré las doscientas libras de su pensión del rey.[63] El Sr. de Van Eycken pagó la letra contra él, y el Sr. Baur aceptó la letra de cambio que usted sabe. Por ende, tengo entre manos una buena suma de dinero de la que dispondré como usted decida. También tengo el retrato del señor conde y la copia del suyo.
Sobre todo, señorita, no hable de ese dinero a su señora madre. La pensión que usted le ha asignado le será debidamente pagada; pero si supiera que tengo fondos, disipadora como es, nos acosaría permanentemente, y muy pronto quedaría muy poca cosa. Sigo esperando que envíen el contrato de sus rentas vitalicias constituidas sobre el rey. Ya no puede haber más demoras. Me es imposible atender sus asuntos si no me hace enviar a través de un notario una procuración cuyo modelo le envío. Ocúpese del tema sin tardanza.
La dueña del hotel de la calle Saint-Benoît pretendía obligar a su madre a quedarse tres meses. Hubo un proceso que hemos ganado.
Sea prudente, sea honesta, sea suave; una injuria para contestar a otra injuria son dos injurias, y hay que estar más avergonzado de la primera que de la segunda. Si no trabaja sin descanso en moderar la violencia de su carácter, no podrá vivir con nadie; será desgraciada; y como nadie podrá encontrar la felicidad a su lado, los sentimientos más dulces que hayan concebido por usted se apagarán, y esa persona, harta de verse atormentada por una bella furia, se alejará de usted. Dos enamorados que se dicen groserías se envilecen los dos.
Considere cualquier querella como un comienzo de ruptura. A fuerza de separar hilos de un cable, por fuerte que este sea, se romperá. Si ha tenido la felicidad de cautivar a un hombre de bien, considérelo en todo su valor; piense que la dulzura, la paciencia, la sensibilidad, son virtudes propias de la mujer, y las lágrimas sus verdaderas armas. Si se le encienden los ojos, si los músculos de sus mejillas y su cuello se hinchan, si los brazos se le ponen rígidos, si se elevan los acentos duros de su voz, si salen de su boca frases violentas, palabras deshonestas, insultos, groseros o no, ya no es usted más que una mujer del mercado, una criatura horrible de ver, horrible de oír, ha renunciado a las cualidades amables de su sexo para adquirir los vicios odiosos del nuestro.
Es indigno de un hombre galante golpear a una mujer; es mucho peor todavía que una mujer merezca ese castigo. Si no se hace mejor, si todos sus días siguen marcados por locuras, perderé todo el interés que tengo por usted.
Presente mis respetos al señor conde. Hágalo feliz, puesto que él se encarga de hacerla feliz a usted.