EL SOBRINO DE RAMEAU
SÁTIRA SEGUNDA[1]
Vertumnis, quotquot sunt, natus iniquis[2]
HORACIO, Libro II, Sát. VII
Haga bueno o haga malo, tengo la costumbre de irme a pasear, sobre las cinco de la tarde, por el Palacio Real. Es a mí a quien se ve, siempre solo, meditando en el banco de Argenson. Converso conmigo mismo de política, de amor, de arte o de filosofía. Abandono mi espíritu a todo su libertinaje. Le dejo seguir la primera idea sensata o loca que se presente, igual que vemos en la alameda de Foy[3] a nuestros jóvenes disolutos seguir los pasos de una cortesana de aspecto casquivano, rostro risueño, ojos brillantes y nariz respingona, abandonar a ésta por otra, atacándolas a todas y no comprometiéndose con ninguna. Mis pensamientos, ésos son mis rameras. Si el tiempo es demasiado frío, o demasiado lluvioso, me refugio en el café de la Regencia[4]; allí me distraigo viendo jugar al ajedrez. París es el lugar del mundo, y el café de la Regencia es el lugar de París, donde mejor se juega a ese juego. En casa de Rey es donde se enfrentan: Legal, el profundo, Philidor, el sutil, el sólido Mayot; donde se ven las jugadas más sorprendentes, y se oyen las frases más absurdas; pues si bien se puede ser una persona inteligente y gran jugador de ajedrez, como Legal, se puede ser también un gran jugador de ajedrez y un necio como Foubert y Mayot. Una tarde estaba yo allí, mirando mucho, hablando poco y escuchando lo menos posible, cuando fui abordado por uno de los más insólitos personajes de este país en el que Dios no ha permitido que falten. Es un compuesto de grandeza y bajeza, de sensatez y desatino. Las nociones de lo honesto y lo deshonesto deben estar muy extrañamente confundidas en su cabeza, pues muestra lo que la naturaleza le ha dado de buenas cualidades sin ostentación, y lo que ha recibido de malas sin pudor. Por lo demás, está dotado de una complexión fuerte, de una vehemencia imaginativa singular y de un vigor en los pulmones poco común. Si alguna vez os lo encontráis y no os detiene su originalidad, os taparéis los oídos o huiréis. ¡Dios, qué pulmones tan tremendos! Nada es más dispar a él que él mismo. A veces, está flaco y macilento como un enfermo en el último grado de la consunción; se podrían contar sus muelas a través de sus mejillas. Se diría que ha estado varios días sin comer o que sale de la Trapa. Al mes siguiente, está gordo y rollizo como si no hubiera abandonado la mesa de un financiero o lo hubieran recluido en un convento de Bernardos. Hoy, con la ropa sucia, el pantalón roto, cubierto de harapos, casi descalzo, va cabizbajo, se esconde, ganas dan de llamarle para darle una limosna. Mañana, empolvado, calzado, rizado, bien vestido, camina con la cabeza alta, se exhibe, y casi lo tomaríais por un honrado caballero. Vive al día. Triste o alegre según las circunstancias. Su primera preocupación por la mañana cuando se levanta es saber dónde comerá; después de comer piensa dónde irá a cenar. La noche trae también su inquietud. O regresa a pie a un pequeño desván donde habita, a menos que la casera, cansada de esperar su alquiler, le haya reclamado la llave; o se refugia en una taberna de arrabal donde espera el día, entre un trozo de pan y una jarra de cerveza. Cuando no tiene un céntimo, cosa que le ocurre a veces, recurre a un fiacre[5] de sus amigos o al cochero de un gran señor que le proporciona un lecho sobre la paja, al lado de sus caballos. Por la mañana tiene todavía una parte del colchón en sus cabellos. Si la estación es benigna, recorre durante toda la noche el Cours o los Campos Elíseos[6]. Reaparece con el día en la ciudad, vestido de la víspera para el día siguiente y del día siguiente, a veces, para el resto de la semana. No me gustan estos originales[7]. Otros los tratan de manera familiar, incluso como a amigos. Me hacen pararme una vez al año, cuando me los encuentro, porque su carácter contrasta con el de los demás y porque rompen esta fastidiosa uniformidad que nuestra educación, nuestras convenciones sociales, nuestros buenos modales han introducido. Si uno de ellos aparece en una reunión, es un grano de levadura que fermenta y que restituye a cada uno una porción de su individualidad natural. Sacude, agita; provoca aprobación o rechazo; hace surgir la verdad; permite reconocer a la gente de bien; desenmascara a los canallas; es entonces cuando el hombre sensato escucha y comprende mejor su mundo.
Yo conocía a éste desde hacía tiempo. Frecuentaba una casa cuya puerta le había franqueado su talento. En ella había una hija única. Juraba al padre y a la madre que se casaría con su hija. Éstos se encogían de hombros, se reían de él en su cara, le decían que estaba loco, y yo fui testigo del momento en que la cosa ocurrió. Me pedía prestados algunos escudos, que yo le daba. Se había introducido, no sé cómo, en algunas casas honradas en las que tenía un cubierto en la mesa, pero a condición de no hablar sin haber obtenido permiso. Se callaba y comía furioso. Era estupendo verle bajo esta coacción. Si le entraban deseos de faltar a lo tratado y abría la boca, a la primera palabra todos los comensales gritaban: «¡Rameau!». Entonces la furia brillaba en sus ojos y volvía a comer con más rabia todavía. Sentíais curiosidad por saber el nombre de nuestro hombre, pues ya lo sabéis. Es el sobrino de ese músico célebre[8] que nos ha librado del canto llano de Lulli[9] que salmodiábamos desde hace más de cien años; que ha escrito tantas visiones ininteligibles y verdades apocalípticas sobre la teoría de la música, de la que ni él ni nadie entendió nada nunca, y que nos ha dado algunas óperas en las que hay armonía, fragmento de cantos, ideas deshilvanadas, estruendo, vuelos, triunfos, lanzas, glorias, susurros, victorias hasta quedarse sin aliento; danzas que durarán eternamente, y quien, después de haber enterrado al Florentino, será él mismo enterrado por los virtuosos italianos, cosa que él presentía y que le volvió sombrío, triste, hosco, pues nadie está tan irritado, ni siquiera una mujer guapa que se levanta con un grano en la nariz, como un autor amenazado de sobrevivir a su reputación; son testigos Marivaux y Crébillon hijo[10].
Me aborda. «Ah, ah, heos aquí, señor filósofo; ¿y qué hacéis vos con esta panda de holgazanes? ¿Es que también perdéis el tiempo empujando maderas?» Así es como se llama, despectivamente, a jugar al ajedrez o a las damas.
Yo.— No; pero cuando no tengo nada mejor que hacer, me entretengo mirando un rato a los que las empujan bien.
Él.— En ese caso, os entretenéis raramente; excepto Legal y Philidor, el resto no sabe nada de esto.
Yo.— ¿Y el señor de Bissy[11]?
Él.— Ése es, como jugador de ajedrez, lo que la señorita Clairon[12] es como actriz. Saben de esos juegos, el uno y la otra, todo lo que se puede aprender sobre ellos.
Yo.— Sois exigente, y ya veo que sólo perdonáis a los hombres sublimes.
Él.— Sí, en el ajedrez, en las damas, en poesía, en elocuencia, en música y otras pamplinas por el estilo. ¿De qué sirve la mediocridad en esas cosas[13]?
Yo.— De bien poco, estoy de acuerdo. Pero es necesario que haya un gran número de hombres que se apliquen a ellas para que aparezca el genio. Hay uno entre mil. Pero dejemos esto. Hace siglos que no os veo. No pienso mucho en vos, cuando no os veo. Pero siempre me gusta volveros a ver. ¿Qué habéis estado haciendo?
Él.— Lo que vos, yo y todos los demás hacemos; cosas buenas, cosas malas y nada. Y además he tenido hambre y he comido, cuando se ha presentado la ocasión para ello; después de haber comido he tenido sed, y algunas veces he bebido. Mientras tanto me crecía la barba, y cuando ha estado crecida, me la he hecho afeitar.
Yo.— Habéis hecho mal. Es lo único que os falta para ser un sabio.
Él.— Y tanto. Tengo la frente amplia y arrugada; la mirada ardiente; la nariz prominente; las mejillas anchas; las cejas negras y espesas; la boca bien trazada; los labios contorneados y la cara cuadrada. Si este amplio mentón estuviera cubierto por una larga barba, ¿no os parece que quedaría muy bien esculpido en bronce o en mármol?
Yo.— Al lado de un César, de un Marco Aurelio, de un Sócrates.
Él.— No, estaría mejor entre Diógenes y Friné[14]. Soy insolente como el uno y frecuento con gusto la casa de las otras.
Yo.— ¿Seguís teniendo buena salud?
Él.— Generalmente sí; pero hoy no del todo.
Yo.— ¿Cómo es eso? Heos aquí con un vientre de Sileno; y un rostro…
Él.— Un rostro que tomaríamos por su antagonista[15]. Es que la bilis que enflaquece a mi querido tío, aparentemente engorda a su querido sobrino.
Yo.— A propósito de este tío, ¿lo veis alguna vez?
Él.— Sí, pasar por la calle.
Yo.— ¿No os hace ningún favor?
Él.— Si se lo hace a alguien, es sin darse cuenta. Es un filósofo[16], a su manera. Sólo piensa en él; el resto del universo no le importa un pito. Su hija y su mujer pueden morirse cuando quieran; todo irá bien con tal que las campanas de la parroquia, que doblarán por ellas, sigan resonando la dozava y la diecisieteava[17]. Él, tan feliz. Y esto es lo que me admira particularmente de los hombres geniales. Sólo sirven para una cosa. Aparte de eso, nada. No saben lo que es ser ciudadanos, padres, madres, hermanos, parientes, amigos. Entre nosotros, hay que parecérseles en todo, pero no desear que haya muchos. Hacen falta hombres, pero hombres geniales, ni uno. No, a fe mía, no hacen ninguna falta. Son ellos quienes cambian la faz del globo; pero en los asuntos menos importantes la necedad es tan común y tan poderosa que no se la reforma sin escándalo. Parte de lo que ellos han imaginado se impone. Otra parte se mantiene como estaba; de ahí dos evangelios; un traje de Arlequín. La sabiduría del monje de Rabelais es la verdadera sabiduría, para su tranquilidad y la de los demás: cumplir con su deber, más o menos; hablar siempre bien del padre prior; y dejar al mundo ir a su antojo[18]. Y el mundo va bien, puesto que la muchedumbre está contenta. Si supiera historia, os demostraría que, aquí abajo, el mal siempre nos ha venido por algún hombre genial. Pero no sé historia porque no sé nada[19]. Que el diablo me lleve si alguna vez aprendí algo y si por no haber aprendido nada me encuentro peor. Estaba yo un día a la mesa de un ministro del rey de Francia[20] que tiene ingenio por veinte; pues bien, nos demostró, tan claro como que dos y dos son cuatro, que nada les es más útil a los pueblos que la mentira, nada más dañino que la verdad[21]. No recuerdo bien sus pruebas, pero de ellas se deducía sin lugar a dudas que los genios son detestables, y que si un niño traía al nacer, sobre la frente, la característica de ese peligroso regalo de la naturaleza, habría que ahogarlo o arrojarlo al cagniard[22].
Yo.— Sin embargo, esos personajes, tan enemigos del genio, pretenden todos tenerlo.
Él.— Estoy seguro de que lo piensan para sus adentros, pero no creo que se atrevieran a reconocerlo.
Yo.— Será por modestia. De manera que concebisteis entonces un terrible odio contra los genios.
Él.— Del que no me libraré nunca.
Yo.— Y, sin embargo, yo fui testigo de una época en que os desesperabais por no ser más que un hombre corriente. Nunca seréis feliz si los pros y los contras os afligen por igual. Deberíais decidiros y ateneros a las consecuencias. Aun estando de acuerdo con vos en que los genios son por lo general singulares, o como dice el proverbio, que no hay grandes genios sin una pizca de locura[23], no por eso la opinión cambiará. Se despreciarán los siglos que no los hayan producido. Ellos honrarán a los pueblos en los que hayan vivido; tarde o temprano se les erigen estatuas y se les considera benefactores del género humano. Le guste o no al ministro sublime que me habéis citado, yo creo que si la mentira puede ser de utilidad durante un tiempo, es necesariamente nociva a la larga; y que, por el contrario, la verdad es útil necesariamente a la larga, aunque pueda pasar que perjudique en el momento. Por lo que estaría tentado de concluir que el genio que denuncia un error general, o que acredita una gran verdad, es siempre un ser digno de nuestra veneración. Puede ocurrir que este hombre sea víctima del prejuicio y de las leyes; pero hay dos clases de leyes, unas de una equidad, de una generalidad absolutas; otras extrañas que no deben su sanción sino a la ceguera o a la necesidad de las circunstancias. Estas últimas no cubren al culpable que las infringe más que de una ignominia pasajera; ignominia que el tiempo transfiere a los jueces y a las naciones para siempre. Entre Sócrates y el magistrado que le hizo beber la cicuta, ¿quién es hoy el infame[24]?
Él.— ¡Menuda ventaja! ¿Fue por eso menos condenado? ¿Se vio acaso por eso menos abocado a la muerte? ¿Fue tal vez menos considerado un ciudadano agitador por eso? Al despreciar una ley injusta, ¿incitó menos a los insensatos en contra de las justas? ¿Fue por eso menos un ciudadano audaz y extravagante? Hace un momento no estabais lejos de un juicio poco favorable a los genios.
Yo.— Escuchadme, querido amigo. Una sociedad no debería bajo ningún concepto tener leyes injustas; y si sólo las tuviera justas, nunca se vería en el caso de perseguir a los genios. Yo no os he dicho que el genio esté unido indivisiblemente a la maldad, ni la maldad al genio. Más fácil es que sea malvado un tonto que un hombre inteligente. Y si un genio fuera siempre de un trato duro, difícil, espinoso, insoportable, como lo sería un malvado, ¿qué os parecería?
Él.— Que lo mejor sería ahogarlo.
Yo.— Despacio, querido amigo. Vamos a ver, contestadme; yo no pondría a vuestro tío como ejemplo; es un hombre duro, es un bruto, no tiene humanidad; es avaro, es mal padre, mal esposo, mal tío, pero no está del todo claro que sea un genio, que haya dominado su arte, y que se hable de sus obras dentro de diez años. Pero ¿y Racine? Ése sin duda era un genio y no era considerado demasiado buen hombre. ¿Y De Voltaire[25]?
Él.— No me hagáis hablar, pues soy consecuente.
Yo.— ¿Qué preferiríais? Que Racine hubiese sido un buen hombre, siempre pegado a su escritorio, como Briasson[26], o a su vara de medir como Barbier[27]; haciéndole regularmente todos los años un hijo legítimo a su mujer; buen marido, buen padre, buen tío, buen vecino, honesto comerciante, pero nada más; o que hubiese sido bribón, traidor, ambicioso, envidioso, malvado, pero autor de Andrómaca, de Británico, de Ifigenia, de Fedra, de Atalía.
Él.— A él, a fe mía, puede que, de entre esos dos hombres, le hubiera valido más ser el primero.
Yo.— Eso es incluso infinitamente más cierto de lo que imagináis.
Él.— ¡Ah! ¡No hay quien os entienda! Si los demás decimos algo acertado, es como los locos o los inspirados, por casualidad. Sólo vosotros tenéis entendimiento. Pues sí, señor filósofo. Yo también lo tengo, tanto como podéis tenerlo vos.
Yo.— Veamos, ¿y por qué habría sido eso mejor para él?
Él.— Porque todas esas hermosas obras que escribió no le han aportado ni veinte mil francos; y si hubiese sido un buen comerciante en sedas de la calle Saint-Denis o Saint-Honoré, un buen tendero de ultramarinos al por mayor, un boticario con una nutrida parroquia, hubiera amasado una fortuna inmensa; y amasándola, no habría habido placer que no hubiera disfrutado; de vez en cuando habría dado un doblón a un pobre diablo de bufón como yo, que le habría hecho reír, que le habría procurado, cuando se diera la ocasión, una jovencita que le habría aliviado del tedio de la eterna cohabitación con su mujer; habríamos celebrado excelentes banquetes en su casa; jugado a placer; bebido excelentes vinos, excelentes licores, excelentes cafés; hecho excursiones al campo; ya veis que no me falta entendimiento. Os reís. Pues dejad que os diga más. Habría sido mejor para sus allegados.
Yo.— Sin discusión; siempre que no hubiese empleado de manera deshonesta la opulencia adquirida mediante un comercio legítimo; que hubiese alejado de su casa a todos esos jugadores, a todos esos parásitos, a todos esos insulsos aduladores, a todos esos holgazanes, a todos esos depravados inútiles, y que hubiese ordenado a sus dependientes echar a palos al hombre solícito que mediante la variedad alivia a los maridos del hastío de una habitual cohabitación con sus mujeres.
Él.— ¡A palos!, señor, ¡a palos! No se apalea a nadie en una ciudad civilizada. Es un oficio honrado. Mucha gente, incluso de alcurnia, lo desempeña. ¿Y en qué diablos queréis vos que uno emplee su dinero si no es en tener buena mesa, buena compañía, buenos vinos, placeres para todos los gustos, diversiones de todo tipo? Me daría igual ser un pordiosero o poseer una gran fortuna sin ninguno de estos disfrutes. Pero volvamos a Racine. Este hombre no ha sido bueno sino para desconocidos, y cuando ya se había muerto.
Yo.— De acuerdo. Pero sopesad lo bueno y lo malo. Dentro de mil años hará derramar lágrimas; será la admiración de los hombres, en todos los rincones de la tierra. Inspirará bondad, conmiseración, ternura; la gente se preguntará quién era, de qué país, y se envidiará a Francia. Ha hecho sufrir a algunas personas que ya no existen, por las que no sentimos apenas interés; no tenemos nada que temer ni de sus vicios ni de sus defectos. Mejor hubiese sido, sin duda, que hubiera recibido de la naturaleza las virtudes de un hombre de bien, junto con el talento de un gran hombre. Es un árbol que ha secado algunos árboles plantados en su vecindad, que ha ahogado las plantas que crecían a sus pies; pero ha alzado su copa hasta las nubes, sus ramas se han extendido a lo lejos; ha prestado su sombra a los que llegaban, que llegan y llegarán a descansar alrededor de su tronco majestuoso; ha producido frutos de un gusto exquisito y que se renuevan sin cesar. Sería deseable que De Voltaire tuviera además la dulzura de Duclos, la ingenuidad del abate Trublet, la rectitud del abate D’Olivet[28], pero puesto que eso es imposible, consideremos el asunto desde el ángulo verdaderamente interesante; olvidemos por un momento el punto que ocupamos en el espacio y en el tiempo, y extendamos nuestra vista sobre los siglos por venir, las regiones más apartadas y los pueblos por nacer. Reflexionemos sobre el bien de nuestra especie. Si no somos lo suficientemente generosos, perdonemos al menos a la naturaleza por haber sido más sabia que nosotros. Si vertéis agua fría sobre la cabeza de Greuze[29], puede que apagaseis su talento junto con su vanidad. Si hacéis a De Voltaire menos sensible a la crítica, ya no sabrá encarnarse en el alma de Merope[30]. Ya no os conmoverá.
Él.— Pero si la naturaleza fuera tan poderosa como sabia, ¿por qué no crearlos tan buenos como grandes?
Yo.— ¿Pero no veis que con un razonamiento así invertís el orden general y que si aquí abajo todo fuese excelente, no habría nada excelente?
Él.— Tenéis razón. Lo importante es que vos y yo existamos y que existamos vos y yo. Por lo demás, que todo vaya como pueda. El mejor orden de cosas, a mi juicio, es aquél en el que yo debiera existir; y pobre del más perfecto de los mundos si yo no estoy en él[31]. Prefiero ser, e incluso ser un razonador impertinente, que no ser.
Yo.— No hay nadie que no piense como vos y que no siente en el banquillo al orden establecido; sin darse cuenta de que renuncia a su propia existencia.
Él.— Es verdad.
Yo.— Aceptemos entonces las cosas como son. Veamos lo que nos cuestan y lo que nos aportan; y dejemos quieto ése todo que no conocemos lo suficiente como para alabarlo o censurarlo, y que tal vez no está ni bien ni mal, si es necesario, como parecen creer muchas personas honradas[32].
Él.— No entiendo casi nada de todo lo que me estáis diciendo. Aparentemente se trata de filosofía; os advierto que en eso no me meto. Todo lo que yo sé es que me gustaría mucho ser otro, para ver si por casualidad era un genio, un gran hombre. Sí, tengo que reconocerlo, hay algo dentro de mí que me lo dice. Nunca he oído alabar a uno de ellos sin que su elogio me haya hecho rabiar secretamente. Soy envidioso. Cuando me entero de algún rasgo de su vida privada que los degrada, lo escucho con placer. Eso nos acerca. Así llevo mejor mi mediocridad. Me digo: Cierto, tú nunca habrías creado Mahomet, pero tampoco el elogio de Maupeou[33]. He estado, pues, y estoy enfadado por ser mediocre. Sí, sí, soy mediocre y estoy enfadado. Nunca he oído tocar la obertura de las Indias Galantes, nunca he oído cantar Profonds abîmes du Tenare, Nuit, éternelle nuit[34], sin decirme con pena: He aquí lo que tú nunca crearás. Estaba, pues, celoso de mi tío, y si él hubiera tenido al morir algunas bellas piezas de clavecín en su cartera, no hubiera dudado entre seguir siendo yo mismo y ser él.
Yo.— Si es sólo eso lo que os entristece, no merece tanto la pena.
Él.— No es nada. Son momentos que pasan. Después volvía a cantar la obertura de las Indias Galantes y la canción Profonds abîmes; y añadía:
Él.— Algo que está dentro de mí y que me habla me dice: Rameau, a ti te habría gustado mucho haber compuesto esas dos piezas; si hubieras compuesto esas dos piezas, habrías compuesto fácilmente otras dos; y cuando hubieras compuesto un cierto número, te interpretarían, te cantarían por todas partes; al caminar llevarías la cabeza bien alta; tu conciencia te daría testimonio de tu propio mérito; los demás te señalarían con el dedo. Dirían: Es él quien ha compuesto esas bellas gavotas; y cantaba las gavotas; luego, con la apariencia de un hombre emocionado, que rebosa de alegría y que tiene los ojos húmedos, añadía, frotándose las manos: Tendrías una buena casa, y la medía extendiendo sus brazos; una buena cama, y se tendía en ella al desgaire; buenos vinos, que cataba haciendo chasquear la lengua contra su paladar; un buen carruaje, y levantaba el pie para subirse a él; bellas mujeres, a las que ya acariciaba los pechos y miraba voluptuosamente; cien pícaros vendrían a alabarme cada día, y creía verlos alrededor suyo; veía a Palissot, Poinsinet, a los Fréron padre e hijo, a La Porte[35]; los escuchaba. Se pavoneaba, estaba de acuerdo con ellos, les sonreía, los desdeñaba, los despreciaba, los expulsaba, los volvía a llamar; después continuaba: Y así es como te dirían cada mañana que eres un gran hombre; leerías en la historia de los Trois Siècles[36] que eres un gran hombre; por la tarde estarías convencido de que eres un gran hombre; y el gran hombre, Rameau el sobrino, se dormiría con el dulce murmullo de los elogios que resonarían en sus oídos; incluso dormido tendría un aspecto satisfecho; su pecho se hincharía, subiría, bajaría con soltura; roncaría como un gran hombre; y hablando así se dejaba caer indolentemente sobre una banqueta; cerraba los ojos e imitaba el feliz sueño que imaginaba. Después de haber saboreado algunos instantes la dulzura de este descanso, se despertaba, extendía los brazos, bostezaba, se frotaba los ojos y buscaba todavía alrededor suyo a sus aburridos aduladores.
Yo.— ¿Creéis pues que el hombre feliz duerme de un modo especial?
Él.— Sí, lo creo. Yo, pobre diablo, cuando regreso por la noche a mi desván y me tiendo en mi jergón, encogido bajo mi manta, tengo el pecho oprimido y la respiración pesada; es una especie de lamento débil que apenas se oye; mientras que el financiero hace temblar el edificio y atruena toda su calle. Pero lo que hoy me mortifica no es roncar y dormir mezquinamente, como un miserable.
Yo.— Sin embargo, eso es triste.
Él.— Lo que me ha sucedido lo es mucho más.
Yo.— ¿Y qué es pues?
Él.— Vos siempre habéis mostrado algún interés por mí, porque soy una buena persona a la que en el fondo despreciáis, pero que os divierte.
Yo.— Es la verdad.
Él.— Pues os lo voy a decir.
Antes de empezar lanza un profundo suspiro y se lleva las manos a la frente. Después, recupera un aspecto tranquilo y me dice:
«Vos sabéis que soy un ignorante, un tonto, un loco, un impertinente, un perezoso, lo que nuestros borgoñones llaman un haragán empedernido, un timador, un exagerado…»
Yo.— ¡Vaya panegírico!
Él.— Es absolutamente cierto. No sobra una sola palabra. No me lo discutáis, por favor. Nadie me conoce mejor que yo mismo: y no lo digo todo.
Yo.— No quiero de ninguna manera enfadaros, así que lo admitiré todo.
Él.— Pues bien, yo vivía con personas que me aceptaban, precisamente porque estaba dotado en un grado poco común de todas esas cualidades.
Yo.— Qué cosa tan singular. Hasta ahora había creído que uno se las ocultaba a sí mismo, o que se las perdonaba, y que se despreciaban en los demás.
Él.— Ocultárselas, ¿es que se puede? Estad seguro de que, cuando Palissot está solo y piensa en sí mismo, se dice cosas muy diferentes. Estad seguro de que en un cara a cara con su colega, reconocen francamente que no son más que dos insignes patanes. ¡Despreciarlas en los demás! Mi gente era más ecuánime, y su carácter se amoldaba maravillosamente al mío. Vivía como un rey. Me agasajaban. No me alejaba un momento de ellos sin que me añorasen. Yo era su pequeño Rameau, su lindo Rameau, su Rameau el loco, el impertinente, el ignorante, el perezoso, el exagerado, el bufón, el tonto de capirote. Cada uno de estos epítetos familiares me valía una sonrisa, una caricia, un golpecito en la espalda, una bofetada, una patada, en la mesa un buen bocado que me echaban en mi plato, fuera de la mesa una libertad que yo me tomaba sin mayores consecuencias; pues yo mismo soy un inconsecuente. Hacían de mí, conmigo, delante de mí, todo lo que querían, sin que yo me ofendiera por ello; ¿y los regalitos que me llovían? ¡Qué estúpido soy! ¡Lo he perdido todo! Lo he perdido todo por haber tenido sentido común, una vez, una sola vez en mi vida; ¡no me volverá a suceder!
Yo.— ¿De qué se trataba?
Él.— Es una tontería incomparable, incomprensible, irremisible.
Yo.— ¿Cuál es pues la tontería?
Él.— Rameau, Rameau, ¿te habían aceptado acaso para eso? Menuda tontería haber tenido un poco de gusto, un poco de juicio, un poco de razón. Rameau, amigo mío, esto os enseñará a quedaros como Dios os hizo y como os querían vuestros protectores. Por eso os han cogido del brazo, os han llevado hasta la puerta, os han dicho: Largo pícaro. No vuelvas por aquí. ¿Queréis tener sentido común, razón? Largo. De esas cualidades tenemos de sobra. Vos os habéis ido mordiéndoos los puños, antes os tendríais que haber mordido vuestra maldita lengua. Por no haberlo hecho, heos aquí en la calle, sin un céntimo y sin saber qué hacer. Estabais alimentado a capricho y volvéis a los desperdicios[37]; bien alojado y os contentaréis de sobra si os devuelven vuestro desván; bien acomodado y la paja os espera entre el cochero del señor de Soubise y el amigo Robé[38]. En lugar de un sueño dulce y tranquilo, como teníais, oiréis por una oreja los relinchos y el piafar de los caballos, y por la otra, el ruido mil veces más insoportable de las larvas de carcoma secas, duras y bárbaras. ¡Desgraciado, imprudente, poseído por un millón de diablos!
Yo.— ¿Y no habría forma de reconciliarse? ¿La falta que habéis cometido es tan imperdonable? Si yo estuviese en vuestro lugar, volvería a visitar a esa gente. Les sois más necesario de lo que creéis.
Él.— Ah, estoy seguro de que ahora que no me tienen para hacerles reír, se aburren como ostras.
Yo.— Entonces yo iría a visitarlos. No les daría tiempo de olvidarse de mí, de pasarse a una diversión honesta: porque, ¿quién sabe lo que puede pasar?
Él.— No es eso lo que temo. Eso no ocurrirá.
Yo.— Por muy sublime que seáis, cualquier otro puede reemplazaros.
Él.— Difícilmente.
Yo.— De acuerdo. Sin embargo, yo iría con ese rostro descompuesto, esos ojos extraviados, ese cuello desaliñado, esos cabellos despeinados, en el estado verdaderamente trágico en que os encontráis. Me arrojaría a los pies de la divinidad[39]. Aplastaría mi cara contra el suelo y, sin levantarme, le diría con voz baja y sollozante: ¡Perdón señora!, ¡perdón! Soy un indigno, un infame. Fue un momento desafortunado, pues vos sabéis que no soy propenso a tener sentido común y os prometo no volver a tenerlo en mi vida.
Lo gracioso es que, mientras yo pronunciaba este discurso, él interpretaba la pantomima. Se había postrado, había pegado su rostro al suelo, parecía sostener entre sus dos manos la punta de una zapatilla; lloraba, sollozaba, decía: «Sí, reina mía, sí lo prometo, no lo volveré a tener en mi vida, en mi vida». Después, levantándose bruscamente, agregó con un tono serio y reflexivo:
Él.— Sí, tenéis razón. Creo que es lo mejor. Ella es buena. El señor Vieillard[40] dice que es muy buena. Yo, por lo poco que sé, lo es. Pero, de todas formas, ¡tener que humillarse ante una mona! ¡Clamar misericordia a los pies de una miserable histriona a la que no cesan de perseguir los abucheos del patio de butacas! ¡Yo, Rameau! ¡Hijo del señor Rameau, boticario de Dijon[41], que es un hombre de bien y que jamás ha doblado la rodilla ante nadie! ¡Yo, Rameau, el sobrino de aquél a quien llaman el gran Rameau y a quien se ve pasearse por el Palacio Real bien tieso y agitando el brazo, desde de que el señor Carmontelle[42] lo dibujara encorvado y con las manos bajo los faldones de su atuendo! ¡Yo, que he compuesto piezas de clavecín que nadie toca pero que tal vez sean las únicas que la posteridad interprete!; ¡yo! ¡yo, en fin! ¡Iré!…, mire, señor, ¡es imposible! Y colocando su mano derecha sobre el pecho, agregaba: Siento aquí algo que se inflama y que me dice: Rameau, no harás nada. Es necesario que haya una cierta dignidad unida a la naturaleza humana, que nada puede ahogar. Y se despierta sin venir a cuento. Sí, sin venir a cuento, pues hay otros días en los que no me costaría nada ser tan vil como se quisiera; esos días, por un ochavo le besaría el culo a la pequeña Hus.
Yo.— Bueno, amigo; es blanca, hermosa, joven, dulce, rolliza; y es un acto de humildad al que alguien más delicado que vos podría rebajarse de vez en cuando.
Él.— Entendámonos, está besar el culo sencillamente y besar el culo en sentido figurado. Preguntad al gordo Bergier, que besa el culo de la señora de La Marck[43] tal cual y en sentido figurado; y a fe mía, en ese caso los dos sentidos me disgustarían por igual.
Yo.— Si el arreglo que os sugiero no os conviene, tened entonces el coraje de ser pordiosero.
Él.— Es duro ser un pordiosero mientras hay tantos necios opulentos a cuya costa se puede vivir. Y además el desprecio de uno mismo es insoportable.
Yo.— ¿Acaso conocéis ese sentimiento?
Él.— Sí, lo conozco. Cuántas veces me he dicho a mí mismo: Pero cómo Rameau, hay diez mil buenas mesas en París, con quince o veinte cubiertos cada una, ¡y de esos cubiertos no hay uno para ti! Hay bolsas repletas de oro que se derraman a diestro y siniestro, ¡y no cae una moneda sobre ti! Mil mediocres sin talento, sin mérito; mil criaturas sin encantos; mil sosos intrigantes van bien vestidos, ¿y tú irás completamente desnudo? ¿Serás tan imbécil? ¿No sabrías halagar como los demás? ¿No sabrías mentir, jurar, perjurar, prometer, cumplir o fallar como los demás? ¿No sabrías ponerte a cuatro patas como los demás? ¿No sabrías fomentar las intrigas de la señora y llevar la notita galante del señor como los demás? ¿No sabrías animar a ese jovencito a hablar a la señorita, y persuadir a la señorita de que le escuche? ¿No sabrías hacer entender a la hija de uno de nuestros burgueses que va mal arreglada, que unos bonitos pendientes, un poco de colorete, unos encajes, un vestido a la polonesa[44] le sentarían a las mil maravillas?, ¿que esos piececitos no están hechos para andar por la calle?, ¿que un atractivo caballero, joven y rico, que tiene un traje con galones de oro, un magnífico carruaje, seis fuertes lacayos, la ha visto al pasar, que la encuentra encantadora, y que desde ese día no bebe ni come, que ya no duerme y que morirá? —Pero, mi papá… —¡Bueno, bueno, vuestro papá!, al principio se enfadará un poco. —¿Y mamá, que me recomienda tanto ser una chica honrada?, ¿que me dice que no hay nada más importante en el mundo que el honor? —Viejos discursos que no significan nada. —¿Y mi confesor? —No volveréis a verle o, si persistís en la extravagancia de ir a contarle vuestras diversiones, os costará algunas libras de azúcar y café[45]. —Es un hombre severo que ya me ha negado la absolución, por la canción Viens dans ma cellule[46]. —Es que no teníais nada para darle… pero cuando aparezcáis con encajes… —¿Tendré pues encajes? —Sin duda y de todas clases…, con bellos pendientes de diamantes… —¿Tendré pues bellos pendientes de diamantes? —Sí. —¿Como los de esa marquesa que viene algunas veces a comprar guantes a nuestra tienda? —Exactamente… cuando aparezcáis en un bello carruaje, con caballos tordos, dos fuertes lacayos, un negrito, y el postillón delante; con colorete, lunares postizos, un paje llevándoos la cola. —¿Al baile? —Al baile… a la Ópera, al Teatro de la Comedia… Ya el corazón se le salía del pecho de alegría. Tú juegas con un papel entre los dedos… —¿Qué es eso? —No es nada. —Me parece que sí. —Es una notita. —¿Y para quién? —Para vos, si sois un poco curiosa. —Curiosa, lo soy mucho. Veamos. Ella lee. —Una cita, no es posible. —Al ir a misa. —Mamá me acompaña siempre; pero si viniera aquí, temprano. Me levanto la primera y estoy tras el mostrador antes de que se levanten… Él acude: gusta; un buen día, al anochecer, la pequeña desaparece, y me pagan mis dos mil escudos. ¡Posees ese talento y te falta el pan!, ¿no te da vergüenza, infeliz? Recordaba a un montón de pícaros que no me llegaban a la suela de los zapatos y que rebosaban de riquezas. Yo llevaba un abrigo de paño basto y ellos estaban cubiertos de terciopelo; andaban apoyados en un bastón con empuñadura de oro labrado; llevaban en el dedo un Aristóteles o un Platón[47]. Y sin embargo, ¿qué eran ellos? La mayoría unos miserables aprendices de músicos; hoy pasan por señores. Entonces me sentía animado; el alma elevada, el espíritu sutil y capaz de todo. Pero al parecer estas buenas disposiciones no duraban mucho; pues hasta el momento apenas he podido avanzar. Sea lo que sea, éste es el texto de mis frecuentes soliloquios que podéis parafrasear a voluntad; con tal de que lleguéis a la conclusión de que conozco el desprecio de mí mismo, o ese tormento de la conciencia que nace de la inutilidad de los dones que el cielo nos ha concedido; es el más cruel de todos. Casi sería mejor no haber nacido.
Yo le escuchaba; y a medida que representaba la escena del proxeneta y la jovencita que seducía, con el alma agitada por dos movimientos opuestos, no sabía si abandonarme al deseo de reír o al arrebato de la indignación. Lo pasé mal. Veinte veces una carcajada impidió a mi cólera estallar; veinte veces la cólera que se levantaba en el fondo de mi corazón terminó en una carcajada. Estaba confundido ante tanta sagacidad y tanta bajeza; por ideas tan justas y alternativamente tan falsas; por una perversidad de sentimientos tan general, una infamia tan completa y una franqueza tan poco común. Él se dio cuenta del conflicto que se libraba en mí: «¿Qué tenéis?», me dijo.
Yo.— Nada.
Él.— Me parecéis turbado.
Yo.— Y lo estoy.
Él.— Pero, en fin, ¿qué me aconsejáis?
Yo.— Cambiar de tema. Ah, infeliz, ¡en qué estado de abyección habéis nacido o caído!
Él.— Estoy de acuerdo. Pero no obstante, que mi estado no os afecte demasiado. Mi propósito, al abrirme a vos, no era en absoluto afligiros. Entre aquella gente he hecho algunos ahorros. Pensad que no necesitaba nada, absolutamente nada, y que me daban un tanto para mis pequeños caprichos.
Entonces empezó de nuevo a golpearse la frente con el puño, a morderse los labios, y volver la vista al techo con ojos extraviados, añadiendo: Pero se acabó. Algo he ahorrado. El tiempo ha pasado y eso tengo ganado.
Yo.— Querréis decir perdido.
Él.— No, no, ganado. Cada instante que pasa nos enriquece. Un día menos que vivir o un escudo de más, es todo uno. Lo importante es ir tranquilamente, libremente, agradablemente, abundantemente cada noche al retrete. ¡O stercus pretiosum[48]! Ese es el grandioso resumen de la vida en todos los estratos de la sociedad. En el último momento todos somos igualmente ricos; Samuel Bernard[49], que a fuerza de robos, pillajes y bancarrotas deja veintisiete millones en oro y Rameau, que no dejará nada; Rameau, a quien la caridad proveerá de la arpillera en la que le envolverán. El muerto no oye doblar las campanas. En vano se desgañitan cien curas por él: aunque vaya precedido y seguido por una larga fila de antorchas ardientes, su alma no camina al lado del maestro de ceremonias. Pudrirse bajo mármol, pudrirse bajo tierra, todo es pudrirse. Tener alrededor del ataúd a los niños rojos y a los niños azules[50], o no tener a nadie, ¿qué más da? Y además, ¿veis estas manos?, estaban tiesas como palos. Estos diez dedos eran otros tantos bastones encajados en un metacarpo de madera; y estos tendones eran viejas cuerdas de tripa más secas, más tiesas, más rígidas que las que mueven la rueda de un tornero. Pero las he retorcido y tronchado tanto, tanto las he roto. No queréis moveros, y yo, maldita sea, digo que os moveréis, y así será.
Y diciendo esto, con la mano derecha se había cogido los dedos y el puño de la mano izquierda, tiraba de ellos hacia arriba, hacia abajo, la punta de los dedos tocaba el brazo, los nudillos crujían, yo temía que los huesos acabaran por dislocarse.
Yo.— Tened cuidado, os vais a lisiar.
Él.— No temáis. Están acostumbrados; desde hace diez años les he dado lo suyo. Pese a su resistencia, los pobres han tenido que acostumbrarse y aprender a colocarse sobre las teclas y a revolotear sobre las cuerdas. Por eso ahora lo hacen bien. Sí, lo hacen bien.
Al mismo tiempo adopta la postura de un violinista; tararea un allegro de Locatelli[51]; su brazo derecho imita el movimiento del arco; su mano izquierda y sus dedos parecen pasearse a lo largo del mástil; si da un tono falso, se detiene; tensa o afloja la cuerda; la aprieta con la uña, para asegurarse que está afinada; retoma el pasaje donde lo dejó; marca el compás con el pie; agita la cabeza, los pies, las manos, los brazos, el cuerpo. Como habéis visto alguna vez en el Concierto Espiritual a Ferrari o a Chiabran[52], o a algún otro virtuoso, con las mismas convulsiones, ofreciéndome la imagen del mismo suplicio y causándome casi la misma pena, porque no deja de ser penoso contemplar el tormento en quien se ocupa de representarme el placer; corred entre este hombre y yo una cortina que me lo oculte, si tiene que mostrarme a un enfermo sometido a la tortura. En medio de esas gesticulaciones y de esos gritos, si se presentaba un sostenido, uno de esos momentos armoniosos en lo que el arco se desliza lentamente sobre varias cuerdas a la vez, su rostro adoptaba una expresión de éxtasis, su voz se dulcificaba. Se escuchaba a sí mismo con embeleso. No hay duda de que los acordes resonaban tanto en sus oídos como en los míos. Después, volviendo a colocar su instrumento bajo el brazo izquierdo con la misma mano que lo sostenía, y dejando caer su mano derecha con el arco, me decía: «Y bien, ¿qué os ha parecido?».
Yo.— Una maravilla.
Él.— Está bastante bien, me parece; suena más o menos como los demás.
E inmediatamente se agacha, como un músico que se sienta al clavecín. «Dejadlo ya», le digo, «por vuestro bien y por el mío».
Él.— No, no, para una vez que os tengo cerca, vais a escucharme. No deseo ningún reconocimiento que se me conceda sin motivo. Me alabaréis con mayor firmeza, y quizá eso me atraerá algún alumno.
Yo.— Tengo pocas relaciones y os vais a fatigar inútilmente.
Él.— No me canso nunca.
Como vi que sería inútil apiadarse de aquel pobre hombre, pues la sonata al violín le había empapado de sudor, tomé la decisión de no contradecirle. Se sentó, pues, al clavecín; las piernas flexionadas, la cabeza levantada hacia el techo en donde se hubiera dicho que veía una partitura, cantando, preludiando, interpretando una pieza de Alberti o de Galuppi[53], no sé de cuál de los dos. Su voz corría como el viento y sus dedos revoloteaban sobre las teclas; unas veces dejando el registro superior para dar el bajo; otras veces abandonando el acompañamiento para volver arriba. Se distinguía la ternura, la cólera, el placer, el dolor. Se apreciaban los piano, los forte. Y estoy seguro de que alguien más hábil que yo habría reconocido la pieza por el movimiento, por el carácter, por sus muecas y por algunos esbozos de canto que se le escapaban a intervalos. Pero lo que resultaba más curioso era que de vez en cuando tanteaba; se reprendía como si hubiera cometido un error y se disgustaba por no dominar ya la pieza con los dedos. «Ya veis», decía, irguiéndose y secándose las gotas de sudor que resbalaban por sus mejillas, «que sabemos también colocar un tritón, una quinta superflua, y que el encadenamiento de las dominantes nos es familiar. Esos fragmentos enarmónicos[54] con los que mi querido tío ha armado tanto jaleo no son nada del otro mundo; nosotros mismos los ejecutamos».
Yo.— Os habéis tomado muchas molestias para mostrarme que sois muy hábil; yo estaba dispuesto a creeros por vuestra palabra.
Él.— ¿Muy hábil? ¡Oh no!, conozco mi oficio por encima, y es más que suficiente, porque, ¿acaso en este país se está obligado a saber lo que se enseña?
Yo.— No más que a saber lo que se aprende.
Él.— Eso es exacto, caramba, muy exacto. Y ahora, señor filósofo, con la mano en el corazón, decidme sinceramente, ¿no hubo un tiempo en que no estabais tan acomodado como hoy[55]?
Yo.— Todavía no lo estoy demasiado.
Él.— Pero ahora ya no os paseáis en verano por el Luxemburgo, ¿os acordáis?…
Yo.— Dejemos eso; sí, me acuerdo.
Él.— Con levita de felpa gris.
Yo.— Sí, sí.
Él.— Gastada por uno de los lados; con los puños raídos y las medias de lana negras y recosidas por detrás con hilo blanco.
Yo.— Bueno sí, sí, lo que queráis.
Él.— ¿Qué hacíais por entonces vos en el paseo de los Suspiros?
Yo.— El ridículo.
Él.— Al salir de allí trotabais de un lado a otro.
Yo.— Cierto.
Él.— Dabais lecciones de matemáticas.
Yo.— Sin saber una palabra: ¿no es ahí a donde queríais llegar?
Él.— Precisamente.
Yo.— Aprendía explicando a los demás y he formado a algunos buenos discípulos.
Él.— Es posible, pero la música no es como el álgebra o la geometría. Hoy que sois un gran señor…
Yo.— No tan grande.
Él.— Que tenéis el riñón bien cubierto.
Yo.— No tanto.
Él.— Dais maestros a vuestra hija.
Yo.— Todavía no. Es su madre quien se ocupa de su educación, porque hay que tener paz en casa[56].
Él.— ¿Paz en casa?, por Dios, sólo se tiene cuando se es el criado o el amo; y es mejor ser el amo. He tenido una mujer. Dios la tenga en su gloria[57]. Y cuando algunas veces se sublevaba, yo me levantaba sobre mis espolones, lanzaba mi voz de trueno y decía como Dios: Hágase la luz, y la luz se hacía. Así, en cuatro años, ni diez veces hemos tenido una palabra más alta que otra. ¿Qué edad tiene vuestra hija?
Yo.— Eso no viene a cuento.
Él.— ¿Qué edad tiene vuestra hija?
Yo.— ¡Qué diablos!, dejemos tranquila a mi hija y a su edad y volvamos a los maestros que tendrá algún día.
Él.— No conozco nada más terco que un filósofo. Suplicándoos muy humildemente, ¿no podríamos saber, monseñor filósofo, la edad aproximada de su señora hija?
Yo.— Calcúlele ocho años[58].
Él.— ¡Ocho años! Hace cuatro años que debería tener los dedos en las teclas.
Yo.— Digamos que quizá no me preocupé yo demasiado de incorporar al plan de su educación un estudio que dura tanto tiempo y que sirve tan poco.
Él.— ¿Y entonces qué le enseñaríais, si os lo puedo preguntar?
Yo.— A razonar con precisión, si puedo, cosa tan poco común entre los hombres y todavía más rara entre las mujeres.
Él.— Dejadla desatinar tanto como quiera, con tal de que sea bonita, divertida y coqueta.
Yo.— Ya que la naturaleza ha sido bastante ingrata con ella al darle una complexión delicada y un alma sensible y exponerla a los mismos sufrimientos que si tuviera una complexión fuerte y un corazón de hierro, le enseñaré, si puedo, a soportarlos con valor.
Él.— Dejadla llorar, sufrir, hacer melindres, tener los nervios de punta como las demás, con tal de que sea bonita, divertida y coqueta. ¡Cómo es posible!, ¿nada de baile?
Yo.— Lo indispensable para hacer una reverencia, tener una apariencia adecuada, presentarse bien y saber caminar.
Él.— ¿Nada de canto?
Yo.— Lo indispensable para pronunciar bien.
Él.— ¿Nada de música?
Yo.— Si hubiera un buen maestro de armonía, se la confiaría con gusto, dos horas al día durante uno o dos años, no más.
Él.— Y en lugar de las cosas esenciales que suprimís…
Yo.— Pongo gramática, mitología, historia, geografía, un poco de dibujo y mucho de moral.
Él.— Qué fácil me resultaría probaros la inutilidad de todos esos conocimientos en un mundo como el nuestro; qué digo la inutilidad, incluso el peligro. Pero me limitaré, por el momento, a una pregunta: ¿No le harían falta uno o dos maestros?
Yo.— Sin duda.
Él.— ¡Y vuelta a empezar! Y esos maestros, ¿esperáis que sepan gramática, mitología, historia, geografía, moral, materias de las que le darán lecciones? Cuentos, querido maestro. Cuentos. Si dominasen esas cosas lo suficiente como para enseñarlas, no las enseñarían.
Yo.— ¿Y por qué?
Él.— Porque se habrían pasado la vida estudiándolas. Hay que profundizar mucho en el arte o en la ciencia para dominar sus elementos. Las obras clásicas sólo pueden estar bien hechas por aquellos que han encanecido sobre los libros. El medio y el fin esclarecen las tinieblas del principio. Preguntad a vuestro amigo, el señor D’Alembert[59], corifeo de la ciencia matemática, si sería capaz de ocuparse de sus elementos. Sólo tras treinta o cuarenta años de ejercicio vislumbró mi tío las primeras luces de la teoría musical.
Yo.— ¡Oh loco, loco de remate!, exclamé yo, ¿cómo es posible que en tu mala cabeza se encuentren ideas tan atinadas mezcladas con tantas insensateces?
Él.— ¿Quién diablos lo sabe? El azar las arrojó ahí, y ahí permanecen. Tanto hay por saber que cuando no se sabe todo, no se sabe nada bien. Ignoramos dónde va una cosa, de dónde viene otra, dónde deben ser colocadas esta o aquélla; cuál debe ocupar el primer lugar, dónde estará mejor la segunda. ¿Se puede enseñar sin método? Y el método, ¿de dónde nace? Mirad, querido filósofo, yo estoy convencido de que la física será siempre una ciencia pobre; una gota de agua tomada con la punta de una aguja en el vasto océano; un grano de arena desprendido de la cordillera de los Alpes; ¿y las razones de los fenómenos?, en realidad daría igual ignorarlo todo que saber tan poco y tan mal; y precisamente ésa era mi situación cuando me hice maestro de acompañamiento y de composición. ¿Qué estáis pensando?
Yo.— Pienso que todo eso que acabáis de decir es más engañoso que consistente. Pero dejémoslo. ¿Habéis enseñado, decís, acompañamiento y composición?
Él.— Sí.
Yo.— ¿Y no sabíais nada de nada?
Él.— No, a fe mía; y por eso los había peores que yo: aquellos que creían saber algo. Al menos yo no estropeaba ni el entendimiento ni las manos de los niños. Pasando de mí a un buen maestro, como no habían aprendido nada, no tenían nada que desaprender; y eso siempre suponía tiempo y dinero ahorrados.
Yo.— ¿Y cómo hacíais?
Él.— Como hacen todos. Llegaba. Me tiraba en una silla… ¡Qué tiempo más horrible! ¡Cómo está la calle de desagradable! Comentaba algunos cotilleos. La señorita Lemière tenía que interpretar un papel de vestal en la ópera nueva, pero está encinta por segunda vez. No se sabe quién la sustituirá. La señorita Arnould acaba de dejar a su condesito. Dicen que anda en tratos con Bertin. El condesito, de todos modos, ha encontrado la porcelana del señor de Montamy[60]. En el último concierto de los aficionados había un italiana que cantaba como los ángeles. Es un tipo raro ese Préville. Hay que verle en el Mercure Galant; la escena del enigma es desternillante. Esta pobre Dumesnil ya no sabe ni lo que dice ni lo que hace. Vamos, señorita, coged vuestro libro. Mientras la señorita, que no se da prisa, busca el libro que ha extraviado, llaman a una doncella, la riñen, yo continúo: La Clairon es verdaderamente incomprensible. Se habla de un matrimonio absurdo. El de la señorita… ¿cómo la llamáis?, una criaturita que él mantenía, a quién había hecho dos o tres hijos, que había sido mantenida por tantos otros. —Vamos Rameau. Eso no es posible, desvariáis. —No desvarío en absoluto. Se dice incluso que es cosa hecha. Corre el rumor de que De Voltaire ha muerto. Mejor. —¿Y por qué mejor? —Porque nos obsequiará con una buena travesura; es su costumbre morirse quince días antes[61]. ¿Qué más puedo contaros? Contaba algunos chismes, que traía de casas en las que había estado; ya que somos todos buenos cotillas. Me hacía el loco. Me escuchaban. Se reían. Exclamaban: ¡Es siempre tan encantador! Mientras tanto, se había encontrado por fin el libro de la señorita bajo un sillón, donde había sido arrastrado, mordisqueado y hecho pedazos por un cachorrillo de dogo o por un gatito. Se ponía al clavecín. Primero hacía ruido sola. Luego yo me acercaba, después de haber hecho a la madre una seña de aprobación. La madre: «Esto no va mal, sólo habría que querer, pero no se quiere. Preferimos perder el tiempo cotilleando, con nuestros trapitos, corriendo, o en no sé qué.
No habéis acabado de salir de esta casa y ya se cierra el libro para no volver a abrirlo hasta vuestra vuelta. Como nunca la reñís…» Entonces, como algo había que hacer, le cogía las manos y se las colocaba de otra manera. Me disgustaba. Gritaba: «Sol, sol, sol; señorita, es un sol». La madre: «Señorita, ¿es que no tenéis oídos? Yo, sin estar al clavecín y sin mirar vuestro libro, noto que hace falta un sol. Dais muchísimo trabajo al señor. No me explico su paciencia. No retenéis nada de lo que os dice. No avanzáis nada…» Entonces yo atenuaba un poco los ataques y moviendo la cabeza decía: «Perdonadme, señora, perdonadme. Esto podría ir mejor si la señorita quisiera, si estudiase un poco; pero no va mal». La madre: «En vuestro lugar, yo la tendría un año repitiendo la misma pieza». —«En cuanto a eso, sólo dejará esta pieza cuando supere todas las dificultades, y eso no se hará esperar tanto como la señora cree». La madre: «Señor Rameau, la aduláis, sois demasiado bueno. Esto es lo único que retendrá de su lección de hoy y que sabrá repetirme cuando le convenga…» La hora se pasaba. Mi alumna me entregaba el pequeño estipendio con un gracioso gesto del brazo y la reverencia que había aprendido del maestro de baile. Me lo metía en el bolsillo mientras la madre decía: «Muy bien señorita. Si Javillier[62] estuviese aquí os aplaudiría». Charlaba todavía un momento para quedar bien; después desaparecía, y esto es lo que entonces se llamaba una lección de acompañamiento.
Yo.— ¿Y ahora es muy distinto?
Él.— ¡Por Dios, ya lo creo! Llego. Estoy serio. Me apresuro a despojarme de mi manguito. Abro el clavecín. Pruebo las teclas. Siempre tengo prisa: si se me hace esperar un momento grito como si me estuvieran robando un escudo. Dentro de una hora tengo que estar en tal sitio. Dentro de dos horas en casa de la señora duquesa de tal. Me esperan a cenar en casa de una bella marquesa; y al salir de allí, hay un concierto en casa del señor barón de Bagge[63], calle Neuve-des-Petits-Champs.
Yo.— Y sin embargo no os esperan en ninguna parte.
Él.— Es verdad.
Yo.— ¿Y por qué emplear todas esas pequeñas astucias tan viles?
Él.— ¡Viles!, ¿y por qué? Son habituales entre los de mi clase. No me envilezco haciendo como todo el mundo. No soy yo quien las ha inventado; y sería extravagante y torpe si no me ajustara a ellas. Realmente sé bien que si aplicáis a esto ciertos principios generales de no sé qué moral que tienen todos en la boca y que ninguno de ellos practica, resultará que lo que es blanco será negro, y lo que es negro será blanco. Pero, señor filósofo, existe una conciencia general, como hay una gramática general y luego excepciones en cada lengua que vosotros los sabios llamáis, me parece los…, ayudadme un poco… los…
Yo.— Idiotismos[64].
Él.— Eso es. Pues bien, cada clase social tiene sus excepciones a la conciencia general, a las que yo daría con gusto el nombre de idiotismos de oficio.
Yo.— Comprendo. Fontenelle habla bien, escribe bien, aunque su estilo rebosa de idiotismos franceses.
Él.— Y el soberano, el ministro, el financiero, el magistrado, el militar, el hombre de letras, el abogado, el procurador, el comerciante, el banquero, el artesano, el maestro de canto, el maestro de baile, son gente muy honesta, aunque su conducta se aparte en bastantes puntos de la conciencia general y esté llena de idiotismos morales. Cuanto más antigua es la institución de las cosas, mayor es el número de idiotismos; cuanto peores son los tiempos, más se multiplican los idiotismos. Tanto vale el hombre cuanto vale el oficio, y, recíprocamente, al final, tanto vale el oficio cuanto vale el hombre. Por lo tanto cada uno hace valer el oficio todo lo que puede.
Yo.— Lo que comprendo claramente de todo este galimatías es que hay pocos oficios honestamente ejercidos o pocas personas honestas en sus oficios.
Él.— Bueno, no las hay; pero en cambio hay pocos pillos fuera de su comercio; y todo iría bastante bien sin un cierto número de personas a las que se suele llamar asiduas, exactas, cumpliendo rigurosamente con sus deberes, estrictas o, lo que viene a ser lo mismo, siempre en sus comercios, ejerciendo su oficio de la mañana a la noche, y no haciendo más que eso. De manera que ellas son las únicas que consiguen la opulencia y que son apreciadas.
Yo.— A fuerza de idiotismos.
Él.— Eso es. Veo que me habéis comprendido. Así pues, hay un idiotismo de casi todos los oficios, pues los hay comunes a todos los países, a todos los tiempos, del mismo modo que hay idioteces comunes; un idiotismo común es el de procurarse el mayor número posible de clientes, y una idiotez común es creer que el más hábil es el que tiene más. He aquí dos excepciones a la conciencia general a las que hay que doblegarse. Es una especie de crédito. No es nada en sí mismo, pero vale de cara a la opinión. Dicen que Joya es la fama para bien guardarla[65]. Sin embargo, quien tiene buena fama no siempre tiene joyas, y veo que en la actualidad a quien tiene joyas no le falta buena fama. Lo mejor, si es posible, es tener la fama y las joyas. Y ése es mi propósito cuando me hago valer con eso que vos calificáis de viles artimañas, de indignas astucias. Doy mi lección, y la doy bien; ésa es la regla general. Hago creer que tengo más clases que dar que horas tiene el día. Ése es el idiotismo.
Yo.— Pero la lección la dais bien.
Él.— Sí, no la doy mal, aceptablemente. El bajo fundamental[66] del querido tío ha simplificado mucho las cosas. En otro tiempo, yo robaba el dinero a mis alumnos; ¡sí, lo robaba!; eso sin duda. Hoy lo gano, al menos como los demás.
Yo.— ¿Y lo robabais sin remordimientos?
Él.— ¡Oh, sí!, sin remordimientos. Dicen que quien roba a un ladrón tiene cien años de perdón[67]. Los padres poseían una fortuna adquirida Dios sabe cómo; eran cortesanos, financieros, grandes comerciantes, banqueros, hombres de negocios. Yo les ayudaba a restituir lo robado; yo, y otros tantos a los que empleaban como a mí. En la naturaleza, todas las especies se devoran; y todas las clases se devoran en la sociedad. Nos hacemos justicia los unos a los otros, sin que intervenga la ley. La Deschamps en otro tiempo, hoy la Guimard, es quien venga al príncipe del financiero[68]; y son la modista, el joyero, el tapicero, la corsetera, el estafador, la doncella, el cocinero, el guarnicionero, quienes vengan al financiero de la Deschamps. En medio de todo esto, sólo el imbécil o el ocioso sale malparado sin haber hecho mal a nadie; y les está bien empleado. De manera que veis que esas apelaciones a la conciencia general, o esos idiotismos morales de los que tanto se habla, y a los que suele llamarse tours de bâton[69], no son nada y que, en resumidas cuentas, lo importante es tener buen ojo.
Yo.— Admiro el vuestro.
Él.— Y, además, está la miseria. La voz de la conciencia y del honor es muy débil cuando rugen las tripas. Bastará con que, si alguna vez me hago rico, tenga que restituir, y estoy decidido a restituir de todas las formas posibles: con la buena mesa, con el juego, con el vino, con las mujeres.
Yo.— Pero me temo que nunca lleguéis a ser rico.
Él.— Yo también lo sospecho.
Yo.— Pero, si fuera de otro modo, ¿qué haríais?
Él.— Haría como todos los nuevos ricos, sería el más insolente gañán que se haya visto nunca. Me acordaría entonces de todo lo que me han hecho sufrir y les devolvería todas las vejaciones que me han infligido. Me gusta mandar, y mandaré. Me gusta que me adulen, y me adularán. Tendré a mi servicio a toda la cuadrilla vilmorienne[70] y les diré, como se me ha dicho a mí: Vamos pillastres, distraedme, y me distraerán; despellejad a las personas honradas, y las despellejarán, si es que todavía las hay; y además tendremos mujeres, nos tutearemos, cuando estemos borrachos; nos embriagaremos; nos contaremos cotilleos; nos daremos a toda clase de defectos y de vicios. Será delicioso. Demostraremos que De Voltaire no tiene talento; que Buffon, siempre aupado sobre sus coturnos, no es más que un declamador ampuloso; que Montesquieu es brillante pero nada más; relegaremos a D’Alembert a sus matemáticas; vapulearemos a todos esos aprendices de Catón[71] como vos, que nos desprecian por pura envidia; cuya modestia es el velo del orgullo y cuya sobriedad es ley de la necesidad. ¿Y la música? Entonces será cuando la tendremos.
Yo.— Viendo el digno empleo que haríais de la riqueza, me parece una verdadera lástima que seáis un pobretón. Viviríais de manera muy honorable para la especie humana, muy útil a vuestros conciudadanos, muy gloriosa para vos.
Él.— Creo que os burláis de mí; pero no sabéis con quién os las veis, señor filósofo; no sospecháis que en este momento represento a la facción más importante de la villa y corte. Aquellos que han alcanzado la opulencia en cualquier oficio tal vez se hayan dicho a sí mismos lo mismo que acabo de confiaros, o tal vez no, pero el hecho es que la vida que yo llevaría, de estar en su lugar, es exactamente la que ellos llevan. En cuanto a vos y los vuestros, ved en qué punto estáis. Creéis que la dicha es la misma para todos. ¡Qué extraña visión! Vuestra dicha supone una cierta manera romántica de ser que nosotros no tenemos; un alma singular, un gusto particular. Adornáis esta extravagancia con el nombre de virtud; la llamáis filosofía. Pero ¿acaso la virtud y la filosofía son accesibles a todo el mundo? Las tiene quien puede. Las conserva quien puede. Imaginad el universo sabio y filósofo, convenid conmigo que sería sumamente triste. Está bien, viva la filosofía, viva la sabiduría de Salomón. Beber buenos vinos, atiborrarse de exquisitos manjares, revolcarse con bonitas mujeres, descansar en lechos mullidos: excepto eso, el resto no es más que vanidad[72].
Yo.— ¡Vaya! ¿Y defender la patria?
Él.— Vanidad. Ya no hay patria. De un polo a otro no veo más que tiranos y esclavos.
Yo.— ¿Ayudar a los amigos?
Él.— Vanidad. ¿Acaso tenemos amigos? Y si los tuviéramos, ¿sería necesario hacer de ellos unos ingratos? Observad y veréis que casi siempre eso es lo que se cosecha a cambio de los servicios prestados. El agradecimiento es un lastre y todo lastre está concebido para ser soltado.
Yo.— ¿Ocupar un cargo en la sociedad y cumplir con las obligaciones que conlleva?
Él.— Vanidad. Qué importa tener o no un cargo con tal de ser rico, puesto que sólo se ocupa un cargo para llegar a serlo. ¿A qué conduce cumplir con las obligaciones? A la envidia, a la confusión, a la persecución. ¿Así es como se consigue? Adular, ¡qué demonios!; adular; tratar a los grandes; estudiar sus gustos; prestarse a sus fantasías; servirles en sus vicios; aprobar sus injusticias. Ese es el secreto.
Yo.— ¿Velar por la educación de nuestros hijos?
Él.— Vanidad. Ese es asunto de un preceptor.
Yo.— Pero si ese preceptor, imbuido de vuestros principios, descuida sus obligaciones, ¿quién saldrá perjudicado?
Él.— A fe mía que no seré yo; pero quizá algún día el marido de mi hija, o la mujer de mi hijo.
Yo.— Pero ¿y si el uno y la otra caen en el exceso y los vicios?
Él.— Es lo propio de su clase.
Yo.— ¿Y si se deshonran?
Él.— Hágase lo que se haga, uno no puede deshonrarse cuando es rico.
Yo.— ¿Y si se arruinan?
Él.— Peor para ellos.
Yo.— Creo que si os dispensáis de cuidaros de la conducta de vuestra mujer, de vuestros hijos, de vuestros criados, podríais fácilmente desatender vuestros negocios.
Él.— Perdonadme, a veces resulta difícil conseguir dinero y es prudente ser previsor.
Yo.— Poco os preocuparéis de vuestra mujer.
Él.— ¡Por Dios!, nada. El mejor comportamiento, a mi entender, que uno puede tener con su media naranja es dejarle hacer lo que le convenga. En vuestra opinión, ¿no sería la sociedad mucho más divertida si cada uno se ocupase de sus cosas?
Yo.— Tal vez. La tarde nunca es tan agradable para mí como cuando estoy contento de cómo ha ido mi mañana.
Él.— Y para mí también.
Yo.— Lo que hace a la gente de mundo tan exigente en cuanto a sus diversiones es su profunda ociosidad.
Él.— No lo creáis. Se agitan mucho.
Yo.— Como nunca se cansan, nunca descansan.
Él.— No lo creáis. Están siempre agotados.
Yo.— El placer es siempre un negocio para ellos, nunca una necesidad.
Él.— Tanto mejor, la necesidad es siempre una desgracia.
Yo.— Todo lo agotan. Su alma se embrutece. El tedio se apodera de ella. Quien les quitase la vida, en medio de su abrumadora abundancia, les haría un favor. No conocen sino la parte más efímera de la felicidad. Yo no desprecio los placeres de los sentidos. Tengo también un paladar que aprecia un delicado manjar o un vino delicioso. Tengo un corazón y dos ojos; y me gusta ver una mujer bonita. Me gusta sentir en mis manos la firmeza y la redondez de sus pechos, juntar sus labios con los míos; beber la voluptuosidad en sus miradas y desfallecer entre sus brazos. No me disgusta, de vez en cuando, con mis amigos, un cierto desenfreno, incluso un poco tumultuoso. Pero no os negaré que me es infinitamente más grato socorrer al desgraciado, rematar un asunto espinoso, dar un buen consejo; hacer una lectura agradable; dar un paseo con un hombre o una mujer querida para mí; pasar algunas horas instructivas con mis hijos, escribir una buena página, cumplir con las obligaciones de mi condición; decir a mi amada cosas tiernas y dulces que atraigan sus brazos alrededor de mi cuello. Conozco una buena acción que quisiera llevar a cabo, aunque fuera a cambio de todo cuanto poseo. Mahomet es una obra sublime, pero preferiría haber rehabilitado la memoria de los Calas[73]. Un conocido mío se había refugiado en Cartagena[74]. Era el hermano menor de una familia en un país en el que la costumbre transfiere todos los bienes a los primogénitos. Allí se entera de que su hermano mayor, un niño mimado, después de haber despojado a su padre y su madre, demasiado condescendientes, de todo cuanto poseían, los había expulsado de su castillo y de que los bondadosos ancianos se apagaban indigentes en una pequeña ciudad de la provincia. ¿Qué hace entonces este hermano menor que, tratado duramente por sus padres, se había ido lejos a probar fortuna?; les envía socorro; se apresura a liquidar sus negocios. Vuelve rico. Lleva de nuevo a sus padres a su domicilio. Casa a sus hermanas. ¡Ah, mi querido Rameau!, este hombre consideraba este momento como el más feliz de su vida. Me lo contaba con lágrimas en los ojos; y yo mismo, al haceros este relato, siento mi corazón turbarse de gozo y el placer me deja sin palabras.
Él.— ¡Sois seres bien singulares!
Yo.— Y vos sois un ser bien digno de lástima si no os dais cuenta de que estamos por encima del destino y de que es imposible ser desdichado al abrigo de bellas acciones como éstas.
Él.— Esa es una especie de beatitud con la que me costaría trabajo familiarizarme, pues raramente se encuentra. Pero a vuestro parecer, ¿debemos ser personas honradas?
Yo.— ¿Para ser felices? Sin duda alguna.
Él.— Sin embargo, veo infinidad de personas honradas que no son felices e infinidad de personas que son felices sin ser honradas.
Yo.— Eso es lo que os parece.
Él.— ¿Acaso no es por haber tenido sentido común y franqueza un instante por lo que no sé dónde ir a cenar esta noche?
Yo.— No, es por no haberlos tenido siempre. Es por no haber comprendido, a su debido tiempo, que lo principal era buscarse un medio de subsistencia libre de toda servidumbre.
Él.— Libre o no, el que yo me había procurado era, al menos, el más cómodo.
Yo.— Y el menos seguro, y el menos honrado.
Él.— Pero el más acorde con mi naturaleza de holgazán, de tonto, de pillo.
Yo.— De acuerdo.
Él.— Y puesto que puedo alcanzar la felicidad mediante unos vicios que me son naturales, que he adquirido sin trabajo, que conservo sin esfuerzo, que cuadran con las costumbres de mi nación, que son del gusto de quienes me protegen y más afines a sus pequeñas necesidades particulares que virtudes que les incomodarían, acusándoles de la mañana a la noche; sería realmente raro que yo me atormentase como un alma en pena para transformarme en lo que no soy; para darme una naturaleza ajena a la mía; cualidades muy estimables, lo admito, para no discutir, pero que me costaría mucho adquirir, practicar, y que no me conducirían a nada, puede que a algo peor que nada, teniendo en cuenta la continua burla de los ricos cerca de los cuales los pobretones como yo tienen que buscarse la vida. Se ensalza la virtud; pero se la odia; se la evita; hiela de frío y en este mundo hay que tener los pies calientes. Y, además, me amargaría, indefectiblemente, pues ¿por qué vemos con tanta frecuencia a los devotos tan duros, tan enfadosos, tan insociables? Porque se han impuesto una tarea que no les es natural. Sufren, y cuando se sufre se hace sufrir a los demás. Esto no me conviene ni a mí ni a mis protectores; yo tengo que ser alegre, dócil, complaciente, bufón, divertido. La virtud se hace respetar, y el respeto es incómodo. La virtud se hace admirar, y la admiración no es divertida. Yo trato con gente que se aburre y tengo que hacerles reír. Ahora bien, son el ridículo y la locura los que hacen reír, por lo tanto tengo que ser ridículo y loco; y aun cuando la naturaleza no me hubiera hecho tal, lo mejor sería parecerlo. Por suerte no tengo necesidad de ser hipócrita, bastantes hay y para todos los gustos, sin contar los que lo son consigo mismo. Ese caballero de La Morlière[75], que lleva el sombrero hacia un lado, que lleva la cabeza erguida, que os mira por encima del hombro al pasar, que lleva una larga espada que golpetea en sus muslos, que tiene el insulto siempre listo para quien no la lleva, y que parece desafiar a todo el que se cruza con él, ¿qué es lo que hace?, todo lo que puede para persuadirse de que es un hombre valiente, pero es cobarde. Dadle un capirotazo en la punta de la nariz y lo recibirá como quien no quiere la cosa. ¿Queréis verle bajar el tono de voz?, elevad el vuestro. Enseñadle vuestro bastón o dadle una patada en el trasero, sorprendido él mismo de verse un cobarde, os preguntará quién os lo ha dicho, cómo lo sabéis. Él mismo lo ignoraba hasta ese momento; una larga y habitual simulación de valentía se lo había hecho creer. Había actuado tanto como si fuera valiente que terminó creyéndolo. Y esta mujer que se mortifica, que visita las prisiones, que asiste a todas las asambleas de caridad, que camina con la mirada baja, que no se atrevería a mirar a un hombre a la cara, continuamente en guardia contra la seducción de sus sentidos, ¿acaso todo eso impide que su corazón se abrase, que se le escapen suspiros, que su sensualidad se encienda, que los deseos la obsesionen y que su imaginación reproduzca noche y día las escenas del Portier des Chartreux y las posturas del Aretin[76]? ¿En qué se convierte entonces?, ¿qué opina de ella su doncella cuando se levanta en camisón para volar en auxilio de su señora, que se muere? Justina, volved a la cama. No es a vos a quien vuestra señora llama en su delirio. Y si el amigo Rameau comenzase un día a mostrar desprecio por la fortuna, las mujeres, la buena comida, la ociosidad, a catonizar, ¿qué sería? Un hipócrita. Rameau tiene que ser lo que es: un alegre bribón entre opulentos bribones; y no un fanfarrón de virtud, o incluso un hombre virtuoso, royendo su mendrugo de pan, solo o junto a otros pordioseros. Para zanjar el asunto de una vez: yo no me adapto en absoluto a vuestra beatitud ni a la dicha de algunos visionarios como vos.
Yo.— Veo, querido amigo, que desconocéis lo que es y que ni siquiera estáis hecho para aprenderlo.
Él.— ¡Tanto mejor, demonio, tanto mejor! Eso me haría morirme de hambre, de aburrimiento y puede que de remordimientos.
Yo.— Según eso, el único consejo que puedo daros es el de volver lo antes posible a la casa de la que imprudentemente os habéis hecho expulsar.
Él.— ¿Y hacer lo que vos no desaprobáis en sentido simple y lo que me repugna un poco en sentido figurado?
Yo.— Esa es mi opinión.
Él.— Independientemente de esta metáfora que en este momento me disgusta, pero que no me disgustará en otro.
Yo.— ¡Qué cosa tan rara!
Él.— No hay nada de raro en ello. No me importa ser abyecto, pero quiero que no sea por obligación. No me importa apearme de mi dignidad… ¿Os reís?
Yo.— Sí, vuestra dignidad me da risa.
Él.— Cada cual tiene la suya; no me importa olvidar la mía, pero por voluntad propia, no por orden ajena. Sólo porque se me diga: Arrástrate, ¿estoy obligado a arrastrarme? El gusano se arrastra; yo también: si nos dejan en paz, los dos nos arrastramos, pero nos enderezamos cuando nos pisan el rabo. Me han pisado el rabo y me enderezaré. Además no tenéis ni idea de lo que es aquella casa de locos. Imaginad un melancólico y huraño personaje, consumido por la hipocondría, envuelto en dos o tres batas, que se desagrada a sí mismo y a quien todo desagrada; a quien apenas se le arranca una sonrisa, aun dislocándose el cuerpo y el espíritu de cien maneras diversas; que observa fríamente las cómicas muecas de mi rostro y las de mi entendimiento, que son todavía más cómicas; pues, entre nosotros, ese père Nöel[77], ese feo benedictino tan reputado por sus muecas, a pesar de sus éxitos en la Corte, no es, comparado conmigo, sin ánimo de alabarme ni a él tampoco, más que un polichinela de madera. Por más que me agito para alcanzar lo sublime de las Petites-Maisons[78], no hay nada que hacer. ¿Se reirá?, ¿no se reirá? He aquí lo que me veo forzado a preguntarme en medio de mis contorsiones, y podéis imaginaros cuánto perjudica al talento esta incertidumbre. Mi hipocondríaco, con la cabeza metida en un gorro de dormir que le tapa los ojos, parece una pagoda[79] inmóvil a la que hubieran atado un hilo al mentón, desde donde bajaría hasta debajo de su sillón. Uno espera que el hilo se tense, pero no se tensa en absoluto; si ocurre que la mandíbula se entreabre, es para articular unas palabras descorazonadoras, unas palabras que os hacen ver que no os han prestado atención y que todas vuestras payasadas no han servido para nada; esas palabras son la respuesta a una pregunta que le hicisteis hace cuatro días; dichas esas palabras, el resorte de la mastoides se afloja y la mandíbula se vuelve a cerrar…
Después, se puso a imitar a su hombre; se había colocado en una silla, la cabeza inmóvil, el sombrero calado hasta las cejas, los ojos medio cerrados, los brazos caídos, moviendo la mandíbula, como un autómata, y diciendo: «“Sí, señorita, tenéis razón. Ahí hay que poner delicadeza”. Y es que ese tipo sentencia; sentencia siempre y de forma inapelable; por la tarde, por la mañana, en el tocador, en la comida, en el café, en el juego, en el teatro, en la cena, en la cama, y, Dios me perdone, creo que entre los brazos de su amante. No suelo estar donde se oyen estas últimas sentencias, pero estoy sumamente cansado de las demás. Triste, oscuro e inapelable, como el destino; tal es nuestro protector.
»Frente a él tenemos a esa mojigata que se da importancia, de quien podríamos decir que es bonita, porque todavía lo es; aunque tenga el rostro salpicado de sarna y vaya pareciéndose en volumen a la señora Bouvillon[80]. Me gustan las carnes, cuando son bellas, pero lo excesivo es excesivo; ¡y el movimiento es tan esencial a la materia! Item, es más feroz, más orgullosa y más tonta que una oca. Item, pretende tener ingenio. Item, hay que persuadirla de que la consideramos más ingeniosa que nadie. Item, no sabe nada y también sentencia. Item, hay que aplaudir sus sentencias con pies y manos, saltar de contento, pasmarse de admiración: ¡Qué bonito, delicado, bien dicho, finamente observado, singularmente sentido! ¿Dónde aprenden todo eso las mujeres? Sin estudios, por la mera fuerza del instinto, por puro talento natural: es prodigioso. Y luego que vengan a decirnos que la experiencia, el estudio, la reflexión, la educación sirven para algo, y otras tonterías por el estilo, y lloramos de alegría. Diez veces al día hay que inclinarse, una rodilla flexionada hacia delante, la otra pierna estirada hacia atrás. Con los brazos extendidos hacia la diosa, hay que buscar su deseo en sus ojos, permanecer pendiente de sus labios, esperar su orden y partir como un rayo. ¿Quién puede aceptar semejante papel sino el miserable que allí encuentra, dos o tres veces por semana, con qué calmar la tribulación de sus tripas? ¿Qué opinar, entonces, de los otros, de los Palissot, Fréron, Poinsinet, Baculard[81] que tienen recursos y cuyas bajezas no pueden excusarse por el borborigmo de un estómago dolorido?»
Yo.— Nunca os hubiera creído tan escrupuloso.
Él.— No lo soy. Al principio observaba a los demás y actuaba como ellos, incluso mejor, porque yo soy más francamente desvergonzado, mejor comediante, más hambriento y provisto de mejores pulmones. Al parecer, desciendo en línea directa del famoso Estentor.
Y para que me hiciera una idea exacta de la fuerza de estas vísceras, se puso a toser con una violencia capaz de hacer temblar los cristales del café y suspender la concentración de los jugadores de ajedrez.
Yo.— Pero ¿para qué sirve ese don?
Él.— ¿No lo adivináis?
Yo.— No. Soy un poco limitado.
Él.— Suponed entablada la disputa y la victoria incierta; me levanto, y desplegando mi trueno, digo: Es como la señorita afirma. A eso se llama juzgar. Así, cierro la boca a todos nuestros hombres de talento. La expresión es genial. Pero no hay que aprobar siempre de la misma manera. Uno sería monótono. Parecería falso. Resultaría insulso. De eso sólo se sale bien parado con el buen juicio y la fecundidad; hay que saber preparar y colocar esos tonos mayores y perentorios, aprovechar la ocasión y el momento; entonces, por ejemplo, que hay división de opiniones, que la disputa ha subido hasta el máximo grado de violencia, que ya nadie se escucha, que todos hablan a la vez: hay que mantenerse apartado, en el ángulo del salón más alejado del campo de batalla, preparar tu explosión con un largo silencio y caer súbitamente como una bomba[82] en medio de los contendientes. Nadie ha dominado este arte como yo. Pero en lo que soy insuperable es en lo contrario; tengo unos tonos suaves que acompaño con una sonrisa, una variedad infinita de muecas aprobatorias; para ello entran en juego la nariz, la boca, la frente, los ojos; tengo un juego de cintura, una forma de doblar la espina dorsal, de alzar o bajar los hombros, de estirar los dedos, de inclinar la cabeza, de cerrar los ojos, y de quedarme pasmado como si hubiera visto bajar del cielo una voz angelical y divina. Eso es lo que halaga. No sé si vos captáis bien toda la energía de esta última actitud. No la he inventado yo, no, pero nadie me ha superado en su ejecución. Mirad. Mirad.
Yo.— Es cierto que es único.
Él.— ¿Creéis que existirá cerebro de mujer un poco vana capaz de resistirlo?
Yo.— No. Hay que reconocer que habéis elevado el don de hacerse el loco y de envilecerse al punto más alto posible.
Él.— Por más que hagan, y por muchos que sean, nunca llegarán a este nivel. El mejor de ellos, Palissot, por ejemplo, no será nunca sino un buen aprendiz. Pero si ese papel divierte al principio, y se experimenta algún placer en burlarse interiormente de la simpleza de aquéllos a quienes embriagamos, a la larga esto ya no excita, y además, después de un cierto número de hallazgos, uno se repite sin remedio. El talento y el arte tienen sus límites. Sólo Dios o algunos contados genios alargan el camino a medida que avanzan. Posiblemente Bouret[83] es uno de ellos. Hay rasgos en él que me sugieren a mí, sí, a mí mismo, las más sublimes ideas. El perrito, el libro de la felicidad, las antorchas en el camino de Versalles son de esas cosas que me confunden y me humillan. Eso podría hacerme aborrecer el oficio.
Yo.— ¿Qué queréis decir con lo del perrito?
Él.— Pero bueno, ¿de dónde salís?, ¿en serio ignoráis cómo este hombre excepcional se las arregló para apartar de sí a un perrito que le gustaba al Ministro de justicia y hacer que se fuera con él?
Yo.— Lo ignoro, lo confieso.
Él.— Pues mejor. Es una de las historias más bellas que imaginarse pueda; toda Europa se ha quedado maravillada con ella, y no hay un cortesano al que no haya excitado la envidia. Vos, que no carecéis de sagacidad, veamos cómo os las hubierais arreglado en su lugar. Imaginad que a Bouret le adoraba su perro. Imaginad que el extraño uniforme del ministro asustaba al animalito. Imaginad que sólo tenía ocho días para vencer esas dificultades. Hay que conocer todas las circunstancias del problema para valorar en su justa medida el mérito de la solución. ¿Y bien?
Yo.— Y bien, tengo que reconoceros que en este tipo de asuntos, hasta las cosas más fáciles me desconcertarían.
Él.— Escuchad, me dice, dándome una palmadita en el hombro, pues es amigo, escuchad y admirad. Manda hacer una máscara que se parece al Ministro de justicia; pide prestada a un ayuda de cámara su voluminosa capa. Se cubre el rostro con la máscara. Se pone la capa. Llama a su perro; lo acaricia. Le da una galletita. Después, de repente, cambiando de atavío, ya no es el Ministro de justicia, es Bouret que llama a su perro y que le da de latigazos. En menos de dos o tres días de este ejercicio continuo de la mañana a la noche, el perro rehúye al Bouret recaudador judicial, y corre hacia el Bouret Ministro de justicia. Pero soy demasiado bueno. Vos sois un profano que no merece ser instruido en los milagros que suceden a vuestro lado.
Yo.— A pesar de eso, os lo pido; ¿el libro, las antorchas?
Él.— No, no. Dirigíos a los adoquines del camino, y os lo contarán; y aprovechaos ahora de la circunstancia que nos ha reunido para enteraros de cosas que nadie, sino yo, conoce.
Yo.— Tenéis razón.
Él.— ¡Pedir prestados la toga y la peluca, se me había olvidado! ¡La peluca del ministro de justicia! ¡Hacerse una máscara que se le parece! La máscara sobre todo me hace perder la cabeza. Además, este hombre goza de la más alta consideración. Además, posee millones. Hay cruces de San Luis[84] que se mueren de hambre, por eso ¿por qué correr tras la cruz, con riesgo de que te deslomen, en vez de orientarse hacia un oficio sin peligro y en el que nunca falta recompensa? Esto es lo que se llama ir a lo grande. Esos hombres modélicos son desalentadores. Uno siente lástima de sí mismo y se aburre. ¡La máscara!, ¡la máscara! Daría uno de mis dedos por haber encontrado la máscara.
Yo.— Pero con este entusiasmo por las cosas bellas y esta fecundidad de talento que poseéis, ¿no habéis inventado nada?
Él.— Perdonadme, por ejemplo, la postura admirativa de la espalda de la que os he hablado, la considero mía, aunque tal vez los envidiosos me la discutan. Creo que la han utilizado antes, pero ¿quién ha comprendido hasta qué punto era cómoda para reírse por detrás del impertinente al que admirábamos? Tengo más de cien maneras de acometer la seducción de una jovencita, con su madre al lado, sin que ésta se dé cuenta e incluso de hacerla mi cómplice. Nada más empezar en este oficio, ya desdeñaba todos los recursos vulgares para deslizar cartitas de amor. Tengo diez modos de hacérmelas arrancar y, entre ellos me atrevo a vanagloriarme de que los hay nuevos. Poseo sobre todo el talento de alentar a un joven tímido; he hecho triunfar a algunos que no tenían ni ingenio ni facha. Si esto estuviera escrito, creo que se me reconocería cierto genio.
Yo.— ¿Os cabría tal honor?
Él.— No me cabe la menor duda.
Yo.— En vuestro lugar, yo volcaría esas cosas al papel. Sería una pena que se perdieran.
Él.— Es verdad, pero no sospecháis el poco caso que hago al método y a los preceptos. Quien necesita un código no llegará nunca lejos. Los genios leen poco, practican mucho y se hacen a sí mismos. Ved si no a César, Turenne, Vauban, la marquesa de Tencin, su hermano el cardenal y al secretario de éste, el abate Trublet. ¿Y Bouret?, ¿quién ha dado lecciones a Bouret? Nadie. Es la naturaleza quien forma a esos hombres únicos[85]. ¿Creéis que la historia del perro y de la máscara está escrita en alguna parte?
Yo.— Pero a ratos perdidos, cuando vuestro estómago vacío o la fatiga de vuestro estómago sobrecargado alejan el sueño…
Él.— Me lo pensaré; es preferible escribir cosas importantes que protagonizar insignificancias. Así, el alma se eleva; la imaginación se enciende, se inflama y se expande, en lugar de empequeñecerse al asombrarse, junto a la pequeña Hus, de los aplausos que ese necio público se obstina en prodigar a esta melindrosa de la Dangeville[86], que actúa tan sin gracia, que camina casi doblada en dos por el escenario, que tiene la afectación de mirar sin cesar a los ojos de aquél a quien habla, y de actuar falsamente, y que juzga sus mohínes como elegancia, sus saltitos como gracia; a esta enfática Clairon que es más flaca, más poco natural, más afectada y más empalagosa de lo que se pueda imaginar. Este imbécil patio de butacas las aplaude ruidosamente y no se da cuenta de que somos un ovillo de encantos; es cierto que el ovillo está engordando un poco, pero ¿qué importa?, tenemos la piel más bonita, los más bellos ojos, el piquito más lindo; poca garra, es verdad; un paso no muy ligero, pero tampoco tan torpe como dicen. En cambio, en cuanto al sentimiento, no hay quien nos gane.
Yo.— ¿Cómo decís vos esto? ¿Es ironía o verdad?
Él.— Lo malo es que ese condenado sentimiento está tan dentro que no deja escapar ni una chispa fuera. Pero yo, que os hablo, yo sé, y lo sé bien, que lo tiene. Y si no es eso exactamente, es algo parecido. Hay que ver, cuando estamos de mal humor, cómo tratamos a los sirvientes, cómo insultamos a las doncellas, cómo encauzamos a patadas a las Partes Causales[87] a poco que se aparten del respeto que nos es debido. Es un demonio, os digo, lleno de sentimiento y dignidad… ¡Vaya!, os habéis perdido, ¿verdad?
Yo.— Reconozco que no sabría discernir si habláis de buena fe o malévolamente. Soy un hombre sencillo, tened la bondad de hablarme más llanamente, y de dejar de lado vuestro arte.
Él.— Eso es lo que largamos a la pequeña Hus de la Dangeville y de la Clairon, mezclado con algunas palabras que os pusiesen sobre aviso. Consiento que me toméis por un golfo, pero no por un tonto, sólo un tonto o un hombre perdidamente enamorado podría decir en serio tantas impertinencias.
Yo.— ¿Y cómo se resuelve uno a decirlas?
Él.— Eso no se hace de golpe, pero poco a poco, se consigue. Ingenii largitor venter[88].
Yo.— Hay que estar apremiado por un apetito cruel.
Él.— Es posible. Sin embargo, por muy excesivas que os parezcan, creedme que aquéllos a quienes van dirigidas están más acostumbrados a oírlas que nosotros a aventurarlas.
Yo.— ¿Y hay alguien que tenga el valor de estar de acuerdo con vos?
Él.— ¿Qué entendéis vos por alguien? Es el sentimiento y el lenguaje de toda la sociedad.
Yo.— Entre vosotros, los que no son grandes golfos deben ser grandes tontos.
Él.— ¿Tontos? Os juro que no hay más que uno, aquel que nos agasaja para que le embauquemos.
Yo.— Pero ¿cómo se deja uno embaucar tan burdamente? Porque, en resumidas cuentas, la superioridad del talento de la Dagenville y de la Clairon es evidente.
Él.— Nos tragamos a grandes sorbos la mentira que nos halaga y bebemos gota a gota una verdad que nos es amarga. Y además, ¡parecemos tan convencidos, tan sinceros!
Yo.— No obstante, debéis de haber pecado alguna vez contra los principios de vuestro arte y dejado escapar por descuido algunas de esas verdades amargas que hieren, porque a pesar del papel miserable, abyecto, vil y abominable que representáis, creo que, en el fondo, poseéis un alma delicada.
Él.— ¿Yo?, en absoluto. ¡Que el diablo me lleve si en el fondo sé lo que soy! En general no tengo doblez, soy transparente como el agua; nunca soy falso, por poco interés que tenga en ser sincero; nunca soy sincero, por poco interés que tenga en ser falso. Digo las cosas como se me ocurren; si son sensatas, mejor; si son impertinentes, a nadie le preocupa. Hablo sin rodeos. Nunca en mi vida he pensado ni antes de hablar, ni hablando, ni después de haber hablado. Por eso no ofendo a nadie.
Yo.— Sin embargo, eso os ha ocurrido con la gente honrada en cuya casa vivíais y que tantas atenciones tenía para con vos.
Él.— ¡Qué le vamos a hacer! Es una desgracia; un mal momento de los que hay en la vida. Ninguna felicidad persiste; era demasiado bonito, no podía durar. Tenemos, como sabéis, la compañía más numerosa y mejor escogida. Es una escuela de humanismo, el renacimiento de la antigua hospitalidad. A todos los poetas que fracasan, nosotros los recogemos. Tuvimos a Palissot tras su Zara; a Bret tras Le Faux Généreux[89]; a todos los músicos abucheados; a todos los autores que nadie lee; a todas las actrices silbadas; a todos los actores pateados; a un montón de bochornosos pobres, vulgares parásitos a cuya cabeza tengo el honor de ser bravo jefe de una tímida tropa. Soy yo quien los exhorta a comer la primera vez que vienen; soy yo quien pide bebida para ellos. ¡Son tan poca cosa!; algunos jóvenes andrajosos que no saben dónde ir, pero con buena presencia, otros desalmados que engatusan al patrón y que le adormecen para sacar algo de la patrona. Parecemos alegres, pero en el fondo tenemos todos mal humor y gran apetito. Los lobos no están más hambrientos, los tigres no son más crueles. Devoramos como lobos cuando la tierra ha permanecido mucho tiempo cubierta por la nieve; desgarramos como tigres a todo aquel que tiene éxito. A veces, las cuadrillas de Bertin, Monsauge y Villemorien[90] coincidían; entonces sí que se monta un buen revuelo en la casa de fieras. Nunca se vieron juntos tantos animales tristes, desabridos, dañinos y feroces. No se oyen más que los nombres de Buffon, Duclos, Montesquieu, Rousseau, De Voltaire, D’Alembert, Diderot, y Dios sabe de qué epítetos van acompañados. Nadie será inteligente si no es tan necio como nosotros. Allí es donde se concibió el plan de la comedia de los Philosophes; a mí se me ocurrió la escena del buhonero, copiándola de La Théologie en quenouille[91]. En ella no salís mejor parado que los demás.
Yo.— Mejor. Posiblemente se me hace más honor del que merezco. Me sentiría humillado si los que hablan mal de tan hábiles y honestas personas se permitieran hablar bien de mí.
Él.— Somos muchos y es necesario que cada uno aporte su parte. Después del sacrificio de los animales importantes, inmolamos el resto.
Yo.— Insultar a la ciencia y la virtud para vivir, es pagar el pan muy caro.
Él.— Ya os lo he dicho antes, somos unos inconsecuentes. Insultamos a todo el mundo y no ofendemos a nadie. A veces nos visita el pesadísimo abate de Olivet, el grueso abate Le Blanc, el hipócrita Batteux[92]. El grueso abate sólo es malévolo antes de cenar. Una vez se ha tomado su café, se echa en un sillón, apoya los pies sobre la repisa de la chimenea y se adormece como un viejo loro en su palo. Si el estrépito arrecia, bosteza, estira los brazos, se frota los ojos y dice: «Pero ¿qué pasa?, ¿qué pasa? —Se trata de saber si Piron[93] tiene más ingenio que De Voltaire. —Entendámonos. ¿Habláis de ingenio, no de gusto? Porque el buen gusto vuestro Piron ni imagina lo que es. —¿Que ni se lo imagina? —No…» Y henos aquí embarcados en una disertación sobre el gusto. Entonces el patrón hace una señal para que le escuchemos, porque ante todo se las da de entender de gusto. «El gusto…, dice, el gusto es una cosa…» A fe mía, no sé qué decía que era, ni él tampoco.
A veces nos visita el amigo Robbé. Nos obsequia con sus cínicas historias, con los milagros de los convulsionarios de los que ha sido testigo ocular y con algunos cantos de su poema sobre un tema que él conoce a fondo[94]. Odio sus versos, pero me gusta oírle recitar. Parece un energúmeno. Todos exclaman en torno a él: «¡Esto es lo que se dice un poeta!». Entre nosotros, esta poesía no es más que un guirigay de toda clase de ruidos confusos; el lenguaje bárbaro de los habitantes de la torre de Babel.
También acude cierto memo, de aspecto soso y torpe, pero con un ingenio como el de un demonio y que es más astuto que un viejo mono; tiene una de esas caras que incitan a las bromas y a los capirotazos y que Dios creó para enmienda de aquellos que juzgan a los demás por su aspecto, a quienes el espejo debería haber enseñado que tan posible es que un hombre de talento tenga aspecto de bobo como que un bobo se oculte bajo un aspecto inteligente. Es una cobardía muy común la de ridiculizar a un buen hombre para diversión de los demás. Nunca falta quien elige esta víctima. Es una trampa que tendemos a los recién llegados, y todavía no he visto a ninguno de ellos que no cayera.
Me sorprendía a veces la propiedad de las observaciones de aquel loco acerca de los hombres y de sus caracteres; y así se lo manifesté.
«Lo que ocurre, me respondió, es que se saca tanto provecho de las malas compañías como del desenfreno. La pérdida de la inocencia queda compensada por la de los prejuicios. La compañía de los malvados, entre los que el vicio se muestra tal como es, enseña a conocerlos; y además he leído un poco».
Yo.— ¿Qué habéis leído?
Él.— He leído y leo y releo sin cesar a Teofrasto, a La Bruyère y a Molière.
Yo.— Son excelentes autores.
Él.— Son mucho mejores de los que se cree, pero ¿quién sabe leerlos?
Yo.— Todo el mundo, cada uno en la medida de su entendimiento.
Él.— Casi nadie. ¿Podríais decirme lo que se busca en ellos?
Yo.— Entretenimiento e instrucción.
Él.— Pero ¿qué instrucción?, pues ésa es la clave.
Yo.— El conocimiento de sus deberes; el amor a la virtud; el odio al vicio.
Él.— Yo encuentro en ellos lo que hay que hacer y todo lo que no hay que decir. Así, cuando leo El Avaro me digo: Sé avaro si quieres, pero guárdate de hablar como un avaro. Cuando leo el Tartufo me digo: Sé hipócrita si quieres, pero no hables como un hipócrita. Conserva los vicios que te son útiles, pero no adoptes ni el tono ni las apariencias que te pondrían en evidencia. Para evitar ese tono, esas apariencias, hay que conocerlas; y esos autores las han pintado maravillosamente. Yo soy yo y seguiré siendo lo que soy; pero actúo y hablo como me conviene. No soy de esos que desprecian a los moralistas. Se saca mucho provecho de ellos, sobre todo de los que han puesto en práctica su moral. El vicio no hiere a los hombres sino de tarde en tarde. Los rasgos aparentes del vicio los hieren de la mañana a la noche. Tal vez sea mejor ser un insolente que parecerlo; el insolente de carácter no ofende más que de vez en cuando; el insolente de aspecto ofende siempre. Por lo demás, no vayáis a suponer que yo soy el único lector de mi especie. No tengo más mérito que el de haber hecho sistemáticamente, con ánimo de perfección, con una visión razonable y verdadera, lo que la mayoría hace por instinto. De ahí que sus lecturas no les hagan mejores que yo, sino que siguen haciendo el ridículo a pesar suyo; mientras que yo lo hago sólo cuando yo quiero, y entonces los dejo atrás; pues el mismo arte que me enseña a evitar el ridículo en determinadas ocasiones, me enseña también en otras a dominar su arte magistralmente. Recuerdo entonces todo lo que han dicho los demás, todo lo que he leído, y añado a ello todo lo que me sale del alma, que en esta materia es de una fecundidad sorprendente.
Yo.— Habéis hecho bien revelándome esos misterios, de lo contrario hubiera pensado que os contradecíais.
Él.— No lo hago en absoluto; pues para una vez que hay que evitar el ridículo, por suerte hay cien en que hay que hacerlo. Cerca de los poderosos, no hay mejor oficio que el de bufón. Durante mucho tiempo existió el título de bufón del rey; nunca ha existido el de sabio del rey. Yo soy el bufón de Bertin y de muchos otros, puede que el vuestro en este momento; o tal vez vos el mío. El verdadero sabio no tendría ningún bufón. Por lo tanto aquel que tiene bufón no es sabio; si no es sabio, es bufón; y puede ser que el rey fuera el bufón de su bufón. Por lo demás, recordad que en un tema tan variable como las costumbres, no hay nada absolutamente, esencialmente, generalmente verdadero o falso, sino que hay que ser lo que el interés quiere que se sea; bueno o malo, cuerdo o loco, decente o ridículo, honesto o vicioso. Si por casualidad la virtud condujera a la fortuna, yo habría sido virtuoso o habría simulado la virtud como tantos otros. Quieren que sea ridículo, y lo he sido; en cuanto a vicioso, la naturaleza por sí sola me proveyó de lo necesario. Digo vicioso para hablar vuestra lengua; pues si profundizásemos, podría ocurrir que vos llamaseis vicio a lo que yo llamo virtud, y virtud a lo que yo llamo vicio.
También nos visitan los autores de la Ópera-Cómica, sus actores y sus actrices; y con mayor frecuencia sus empresarios Corby, Moette[95]…, ¡todos personas de recursos y de muchísimo mérito!
Y olvidaba a los grandes críticos de la literatura: L’Avant-coureur; Les Petites Affiches, L’Année Littéraire, L’Observateur Littéraire, Le Censeur Hebdomadaire y toda esa panda de panfletistas[96].
Yo.— L’Année Littéraire y L’Observateur Littéraire unidos. No es posible. Se detestan.
Él.— Es cierto. Pero todos los pordioseros se reconcilian ante la escudilla. Ese maldito Observateur Littéraire. ¡Que el diablo se lo lleve, a él y a sus hojas!: ese perro de curita, avaro, vanidoso y usurero es el causante de mi desgracia. Apareció en nuestro horizonte ayer, por primera vez. Llegó a la hora en que todos abandonamos nuestras madrigueras, la hora de cenar. Cuando hace mal tiempo, dichoso aquel de nosotros que tiene una moneda de veinticuatro sueldos en el bolsillo[97]. Más de uno, tras burlarse de un colega que había llegado por la mañana cubierto de barro hasta las orejas y calado hasta los huesos, regresa a casa por la noche en el mismo estado. Hubo uno, no recuerdo quién, que hace algunos meses tuvo una violenta pelea con el saboyano que se ha establecido a nuestra puerta. Tenían una cuenta pendiente; el acreedor quería que su deudor liquidase su deuda y éste no tenía fondos. Sirven la cena; hacen los honores de la mesa al abate colocándolo en la cabecera. Entro, lo distingo. «¿Cómo, señor abate, le digo, presidís vos? Por hoy está bien, pero mañana, hacedme el favor, descenderéis un puesto, y pasado mañana otro; y así de puesto en puesto, sea a derecha, sea a izquierda, hasta que del puesto que yo ocupé antes que vos, Fréron una vez después que yo, Dorat[98] una vez después de Fréron, Palissot una vez después de Dorat, lleguéis a ocupar un asiento a mi lado, pobre diablo como vos, que siedo sempre come un maestozo cazzo fra duoi coglioni[99]». El abate, que es un bonachón y lo toma todo a bien, se echó a reír. La señorita, convencida de la veracidad de mi observación y de la pertinencia de mi comparación, se echó a reír; todos los que se sentaban a derecha y a izquierda del abate, a los que él había desplazado un puesto, se echaron a reír; todo el mundo rió, excepto el señor que se enfada y me dirige unas palabras que no habrían significado nada si hubiésemos estado solos: «Rameau, sois un impertinente. —Ya lo sé, y bajo esa condición vos me habéis recibido. —Un pícaro. —Como otros muchos. —Un pordiosero. —¿Y es que estaría aquí si no? —Haré que os expulsen. —Después de cenar yo mismo me iré. —Os lo aconsejo…» Cenamos; yo no perdí bocado. Después de haber comido bien y bebido generosamente, pues al fin y al cabo eso no iba a empeorar las cosas —micer Gaster[100] es un personaje con el que nunca me he enfadado—, me decidí y me disponía a marcharme. Había comprometido mi palabra en presencia de tanta gente que era necesario mantenerla. Perdí un tiempo considerable rondando por el salón, buscando mi bastón y mi sombrero donde no estaban, esperando siempre que el patrón se prodigara con un nuevo torrente de injurias; que alguien se interpusiera y que acabáramos por reconciliarnos a fuerza de enfadarnos. Daba vueltas y más vueltas pues yo no guardaba el más mínimo rencor, pero el patrón, en cambio, más sombrío y taciturno que el Apolo de Homero cuando dispara sus flechas sobre el ejército griego, con su gorro más calado que de costumbre, se paseaba de arriba abajo, el puño bajo el mentón. La señorita se acerca a mí… «Pero señorita, ¿qué ha sucedido de extraordinario? ¿Acaso no he sido hoy el mismo de siempre? —Quiero que se vaya. —Me iré, no le he faltado en absoluto. —Perdonadme, invitamos al señor abate y… —Es él quien se ha ofendido a sí mismo invitando al abate, recibiéndome y conmigo a tantos otros bribones como yo. —Vamos, Rameau; tenéis que pedir perdón al señor abate. —Me importa poco su perdón. —Vamos, vamos, todo se apaciguará…» Me cogen de la mano, me arrastran hasta el sillón del abate; extiendo la mano, contemplo al abate con una especie de admiración porque, ¿quién ha pedido perdón alguna vez al abate? «Abate, le digo; abate, todo esto es bastante ridículo, ¿no es cierto?…» Y después me echo a reír, y el abate también. Heme pues excusado por ese lado; pero había que abordar el otro, y lo que tenía que decirle era harina de otro costal. Ya no recuerdo bien cómo formulé mis excusas… «Señor, aquí tenéis a este bufón. —Hace demasiado tiempo que me hace sufrir; ya no quiero saber de él. —Estáis enfadado. —Sí, estoy muy enfadado. —Ya no os volverá a pasar. —Al primer bribón…» No sé si estaba en uno de esos días de mal humor en los que la señorita teme acercársele y no osa tocarlo sino con sus mitones de terciopelo, o si entendió mal lo que yo decía, o si me expresé mal; fue peor que antes. ¡Qué diablos!, ¿acaso no me conoce? ¿Es que no sabe que soy como los niños y que hay circunstancias en que me lo hago todo encima? Además, creo, Dios me perdone, que yo no he tenido un momento de descanso. Hasta un títere de acero se desgastaría si tirasen de sus cuerdas de la mañana a la noche y de la noche a la mañana. Tengo que entretenerles; ésa es la condición; pero yo también tengo que divertirme alguna vez. En medio de este imbroglio se me pasó por la cabeza un pensamiento funesto, un pensamiento que me infundía altivez, un pensamiento que me inspiraba dignidad e insolencia: que no podían prescindir de mí, que yo era un hombre esencial.
Yo.— Sí, creo que les sois muy útil, pero que ellos os lo son más. No encontraréis, cuando lo necesitéis, una casa tan buena; ellos, en cambio, por cada bufón que pierdan, encontrarán cien.
Él.— ¡Cien bufones como yo! No son tan fáciles de encontrar, señor filósofo. Bufones sin gracia, sí. Se es más exigente con la bufonería que con el talento o la virtud. Yo soy raro en mi especie, sí, muy raro. Ahora que ya no me tienen, ¿qué hacen? Se aburren como ostras. Soy un saco inagotable de impertinencias. Tenía lista a cada momento una broma que les hacía llorar de risa, yo era para ellos les Petites-Maisons en pleno.
Yo.— Y a cambio teníais mesa, cama, traje, chaqueta y pantalón, zapatos y la pistole[101] cada mes.
Él.— Ese es el lado bonito. Ese es el beneficio; pero de las cargas no decís una palabra. Para empezar, si se hablaba de una nueva pieza de teatro, hiciera el tiempo que hiciera, tenía que husmear en todas las buhardillas de París hasta encontrar al autor; debía después leerla e insinuar con habilidad que había un papel que sería interpretado magistralmente por alguien que yo me sabía… —¿Y por quién, si me hacéis el favor? —¿Por quién?, ¡buena pregunta! Por la gracia, la gentileza, la galanura misma. —¿Os referís a la señorita Dangeville? ¿Por casualidad la conocéis? —Sí, un poco, pero no se trata de ella. —¿Y de quién entonces?… —Yo decía el nombre bajito… —¡Ésa! —Sí, ésa, repetía yo un poco avergonzado, pues a veces tengo pudor; y al repetir ese nombre, era de ver cómo se alargaba la fisonomía del poeta o cómo, otras veces, se reía en mi cara. Sin embargo, quisiera o no, tenía que llevar a mi hombre a cenar; y él, que temía comprometerse, refunfuñaba, daba las gracias. Había que ver cómo se me trataba cuando no tenía éxito en mi negociación: yo era un mostrenco, un tonto, un palurdo; no servía para nada, no merecía ni el vaso de agua que me daban a beber. Era mucho peor cuando se representaba y había que abrirse camino intrépidamente, en medio de los abucheos de un público que sabe juzgar, a pesar de lo que se diga, para hacer oír mis aplausos aislados, atraer sobre mí las miradas, a veces desviar los silbidos dirigidos a la actriz, y oír murmurar a mi lado: Es un lacayo disfrazado de su amante; este granuja, ¿no se callará de una vez?… La gente no sabe lo que puede decidir a uno a hacer esto, se cree que es la estupidez, cuando en realidad se trata de un motivo que lo excusa todo.
Yo.— ¿Hasta la infracción de las leyes civiles?
Él.— Al final, sin embargo, ya me conocían, y decían: ¡Ah!, es Rameau. Mi recurso entonces era dejar caer algunas palabras irónicas que salvasen del ridículo mi aplauso solitario, que se interpretaba en sentido contrario. Admitid que hay que tener un poderoso interés para desafiar de ese modo a todo un público, y que cada una de esas faenas valía más que un pequeño escudo.
Yo.— ¿Y no os hacíais ayudar?
Él.— Eso también ocurría, y algo de provecho sacaba de ello. Antes de acudir al lugar del suplicio, era preciso llenar la memoria de momentos brillantes, en los que era importante ovacionar. Si sucedía que los olvidaba y me confundía, temblaba pensando en volver a casa; se organizaba un jaleo que no os podéis hacer una idea. Y, por si fuera poco, en casa había una jauría de perros que cuidar; bien es verdad que yo me había impuesto tontamente esta tarea; y también estaban los gatos, de los que yo llevaba la intendencia; me sentía dichoso si Micou me favorecía con un zarpazo que destrozaba el puño de mi camisa o mi mano. Criquette tiene tendencia a sufrir cólicos, yo soy quien le da friegas en la barriga. Otras veces, la señorita sufría vahídos; hoy son los nervios. Por no hablar de otras indisposiciones ligeras de las que no se privan de hablar en mi presencia. Pero, esto, pase; nunca he pretendido cohibir a nadie. He leído, no sé dónde, que un príncipe, conocido como El Grande, tenía la costumbre de permanecer apoyado en el respaldo de la silla-orinal de su amante[102]. Uno se comporta con toda confianza delante de sus íntimos, y yo por aquellos días lo era más que nadie. Soy el apóstol de la familiaridad y de la desenvoltura. Predicaba con el ejemplo sin que nadie se escandalizara; para ello, no tenían más que dejarme libre. Os he descrito al patrón. La señorita empieza a coger peso; hay que oír las historias que corren.
Yo.— ¿No seréis vos de los que las difunden?
Él.— ¿Por qué no?
Yo.— Porque es, cuando menos, indecente tachar de ridículos a nuestros benefactores.
Él.— ¿Y no es peor apoyarse en los beneficios concedidos para envilecer a su protegido?
Yo.— Si el protegido no fuera vil por sí mismo, nada concedería al protector esa autoridad.
Él.— Y si los personajes no fueran ridículos por sí mismos, no darían lugar a sabrosas historias. Y, además, ¿es culpa mía si se encanallan? ¿Es culpa mía si cuando se han encanallado se los traiciona, se hace mofa de ellos? Cuando alguien decide vivir con gente como nosotros, y tiene sentido común, debe esperarse multitud de perfidias. Cuando alguien nos acoge, ¿no nos conoce tal y como somos: almas interesadas, viles y pérfidas? Si nos conocen, todo está bien. Hay un pacto tácito según el cual nos harán favores y nosotros, tarde o temprano, devolveremos el mal por el bien que se nos hubiere hecho. ¿Acaso no existe este mismo pacto entre el hombre y su mono o su loro? Brun[103] pone el grito en el cielo porque Palissot, su comensal y amigo, ha escrito unos versos contra él. Palissot tenía que escribir los versos y es Brun quien se equivoca. Poinsinet pone el grito en el cielo porque Palissot le ha atribuido los versos que él mismo escribió contra Brun. Palissot tenía que atribuir a Poinsinet los versos que había compuesto contra Brun, y es Poinsinet quien se equivoca. El pequeño abate Rey pone el grito en el cielo porque su amigo Palissot le ha robado su amante, en cuyo círculo él le había introducido. Pero es que no había que introducir a ningún Palissot en casa de su amante o había que resignarse a perderla. Palissot ha cumplido con su deber y el pequeño abate Rey se equivoca. El librero David pone el grito en el cielo porque su socio Palissot se ha acostado o ha querido acostarse con su mujer; la mujer del librero David pone el grito en el cielo porque Palissot ha dado a entender a todo el mundo que se había acostado con ella; que Palissot se haya acostado o no con la mujer del librero es algo difícil de determinar pues la mujer ha debido negar lo que sucedió y Palissot ha podido dar a entender lo que no sucedió. De todos modos, Palissot ha cumplido con su obligación y son David y su mujer quienes se equivocan. Helvétius pone el grito en el cielo porque Palissot lo pinta en escena como un canalla, a él, a quien todavía debe el dinero que le prestó para hacerse tratar la mala salud, alimentarse y vestirse. ¿Acaso podía esperar otro proceder de un hombre mancillado por toda clase de infamias, que por entretenimiento hace abjurar de la religión a su amigo, que se adueña de los bienes de sus socios, que no tiene ni fe ni ley ni sentimientos, que persigue la fortuna per fas et nefas, que cuenta sus días por sus canalladas, y que se ha pintado a sí mismo en escena como uno de los pícaros más peligrosos, impudencia como no creo que haya habido otra igual en el pasado ni vuelva a haber en el futuro? No. No es pues Palissot, sino Helvétius quien se equivoca. Si llevamos a un joven provinciano a la casa de fieras de Versailles, y se le ocurre, por tontería, pasar la mano a través de los barrotes de la jaula del tigre o de la pantera; si el jovencito mete su brazo en las fauces del feroz animal, ¿quién se equivoca? Todo está escrito en el pacto tácito. Peor para aquel que lo ignore o lo olvide. ¡A cuántos justificaría yo por ese pacto universal y sagrado, a todos ésos a quienes se acusa de maldad, cuando uno debiera acusarse a sí mismo de tontería! Sí, gordísima condesa, sois vos quien os equivocáis al reunir alrededor vuestro a quienes entre las gentes de vuestra clase se llaman especies, los sin importancia, y cuando esas especies os hacen villanías, os las hacen cometer y os exponen al resentimiento de la gente honrada. La gente honrada hace lo que debe; las especies también; y sois vos quien os equivocáis acogiéndolas. Si Bertinhus viviera dulcemente, apaciblemente con su amante, si por la honradez de sus caracteres se hubieran procurado la amistad de personas honradas; si hubieran reunido a su alrededor a hombres de talento, personas reputadas en la sociedad por su virtud; si hubieran reservado para una pequeña concurrencia ilustrada y escogida las horas de distracción que hubieran sustraído al deleite de estar juntos, de amarse, de decírselo en el silencio de su retiro, ¿creéis que circularían cuentos, buenos o malos, acerca de ellos? Así pues, ¿qué les ha sucedido? Lo que se merecían. Han sido castigados por su imprudencia; y nosotros somos aquéllos a quienes la Providencia había destinado desde tiempo inmemorial para castigar a los Bertines de ahora; y son nuestros iguales de entre nuestros descendientes a quienes ella ha destinado para castigar a los Monstsauges y los Bertines del futuro. Pero mientras nosotros ejecutamos sus justos decretos sobre la estupidez, vos, que nos cuidáis como merecemos, ejecutáis sus justos decretos sobre nosotros. ¿Qué pensaríais de nosotros si pretendiésemos, a pesar de nuestras vergonzosas costumbres, gozar de la consideración pública? Que somos unos insensatos. Y aquellos que esperan comportamientos honrados por parte de quienes nacieron viciosos, con caracteres viles y bajos, ¿son acaso sensatos? Todo tiene su verdadero precio en este mundo. Hay dos procuradores generales: uno muy cerca vuestro, que castiga los delitos contra la sociedad. La Naturaleza es el otro. Ella se encarga de todos los vicios que escapan a las leyes. ¿Os entregáis a la orgía del sexo?, seréis hidrópico. ¿Sois un crápula?, seréis tuberculoso. ¿Abrís vuestra puerta a pícaros y vivís con ellos?, seréis traicionado, burlado, despreciado. Lo mejor es someterse a la equidad de esos juicios y decirse a sí mismo: Hecho está, reaccionar y enmendarse o seguir siendo lo que uno es, pero bajo las susodichas condiciones.
Yo.— Tenéis razón.
Él.— Por lo demás, yo no invento ninguno de esos cuentos; me limito a propalarlos. Dicen que hace algunos días, sobre las cinco de la madrugada, se oyó un tremendo alboroto; sonaban todas las campanillas, se oían los gritos entrecortados y sordos de un hombre que se ahoga: «A mí, a mí, me ahogo, me muero». Esos gritos salían de la alcoba del patrón. Acuden, le socorren. Nuestra gorda querida, perdida la cabeza, ausente de todo, ciega, como suele ocurrir en momentos como éste, continuaba en pleno movimiento, levantándose sobre sus dos manos lo más alto que podía y dejando caer sobre las «partes causales» un peso de doscientas a trescientas libras, impulsado por la velocidad que imprime el furor del placer. Costó mucho sacarlo de allí. ¿Qué singular fantasía induce a un pequeño martillo a colocarse bajo un pesado yunque?
Yo.— Sois un desvergonzado. Hablemos de otra cosa. Desde que hemos empezado a conversar, tengo una pregunta en la punta de la lengua.
Él.— ¿Por qué la habéis retenido allí tanto tiempo?
Yo.— Porque temo que sea indiscreta.
Él.— Después de lo que acabo de contaros, ignoro qué secreto puedo guardar para vos.
Yo.— ¿Dudáis del juicio que me merece vuestro carácter?
Él.— En absoluto. Soy a vuestros ojos un ser muy abyecto, muy despreciable; y a veces también lo soy a los míos, pero raramente. Me felicito más a menudo que me censuro por mis vicios. Vos sois más constante en vuestro desprecio.
Yo.— En efecto; pero ¿por qué me mostráis toda vuestra bajeza?
Él.— En primer lugar, porque ya conocíais buena parte de ella, y me parecía que tenía más que ganar que perder al confesaros el resto.
Yo.— Explicaos, por favor.
Él.— Si es importante ser sublime en algo, es sobre todo en el mal. A un granuja se le escupe en la cara, pero no se puede negar cierta consideración a un gran criminal. Su coraje os asombra. Su atrocidad os estremece. La unidad de carácter siempre seduce.
Yo.— Pero esta estimable unidad de carácter, vos todavía no la habéis alcanzado. De vez en cuando os encuentro vacilante en vuestros principios. No está claro si sacáis vuestra maldad de la naturaleza o del estudio; y si el estudio os ha llevado tan lejos como sea preciso.
Él.— Convengo; pero he hecho todo lo que he podido. ¿Acaso no he tenido la modestia de reconocer la existencia de seres más perfectos que yo? ¿No os he hablado de Bouret con la más profunda admiración? Bouret es, para mí, el primer hombre del mundo.
Yo.— Pero inmediatamente después de Bouret, estáis vos.
Él.— No.
Yo.— ¿Palissot, entonces?
Él.— Palissot, pero no sólo Palissot.
Yo.— ¿Y quién puede ser digno de compartir el segundo puesto con él?
Él.— El renegado de Avignon[104].
Yo.— Nunca he oído hablar de ese renegado de Avignon, pero debe ser un hombre extraordinario.
Él.— Lo es.
Yo.— La historia de los grandes personajes siempre me ha interesado.
Él.— No lo dudo. Éste vivía en casa de un buen y honrado descendiente de Abraham, de aquellos prometidos al padre de los creyentes en número igual al de las estrellas.
Yo.— En casa de un judío.
Él.— En casa de un judío. Se ganó primero su conmiseración, después su benevolencia y finalmente su plena confianza. Como suele ocurrir siempre. Estamos tan seguros de nuestras buenas acciones que rara vez ocultamos nuestro secreto a quien hemos colmado de bondades. ¿Cómo no va a haber ingratos si exponemos al hombre a la tentación de serlo impunemente? Esta es una atinada reflexión que nuestro judío no se hizo. Confió pues al renegado que no podía en conciencia comer cerdo. Ahora veréis todo el partido que un espíritu fecundo supo sacar de esta confesión. Pasaron algunos meses durante los cuales nuestro renegado redobló el apego. Cuando creyó a su judío totalmente entregado, hechizado, convencido por sus cuidados de que no había un mejor amigo en todas las tribus de Israel… Admirad la circunspección de este hombre. No se precipita. Deja madurar la pera antes de arrancarla de la rama. Demasiado ardor podía hacer fracasar su plan. Y es que, generalmente, la grandeza de carácter resulta del equilibrio natural de varias cualidades opuestas.
Yo.— Dejad vuestras reflexiones y seguid contándome vuestra historia.
Él.— Eso es imposible. Hay días en que necesito reflexionar. Es una enfermedad a la que hay que dejar seguir su curso. ¿Por dónde iba?
Yo.— Por la intimidad firmemente establecida entre el judío y el renegado.
Él.— Entonces la pera estaba madura… pero no me escucháis. ¿En qué pensáis?
Yo.— Pienso en la irregularidad de vuestro tono de voz, unas veces alto, otras bajo.
Él.— ¿Acaso puede ser único el tono de voz del hombre vicioso? Llega una noche a casa de su buen amigo, con el aspecto espantado, la voz entrecortada, el rostro pálido como la muerte, temblando como una hoja… «¿Qué os sucede? —Estamos perdidos. —Perdidos, ¿y por qué? —Perdidos, os digo; perdidos sin remedio. —Explicaos. —… Un momento, que me recupere del espanto. —Vamos, reponeos, le dice el judío, en lugar de decirle: Eres un bribón redomado; no sé lo que tienes que contarme, pero eres un bribón redomado; finges el terror».
Yo.— ¿Y por qué debía hablarle así?
Él.— Porque era falso y se había pasado de la raya. Eso, para mí, está claro y no me interrumpáis más… «Estamos perdidos, perdidos sin remedio». ¿Es que no notáis la afectación de esos perdidos repetidos? «Un traidor nos ha denunciado a la Santa Inquisición, a vos por judío, a mí por renegado, por infame renegado». Ved cómo el traidor no se sonroja al utilizar las expresiones más odiosas. Hace falta más valor del que uno se imagina para llamarse a sí mismo por su nombre. No sabéis lo que cuesta llegar a eso.
Yo.— No, ciertamente. Pero, este infame renegado…
Él.— Es falso, pero de una falsedad muy astuta. El judío se asusta, se tira de la barba, se revuelca en el suelo. Ya ve los esbirros a su puerta, ya se ve vestido con el sambenito, ya ve su auto de fe preparado… «Amigo mío, mi querido amigo, mi único amigo, ¿qué decisión podemos tomar?… —¿Qué decisión? Exhibirnos, afectar la mayor seguridad, comportarnos como de costumbre. El procedimiento de este tribunal es secreto pero lento. Hay que servirse de sus retrasos para venderlo todo. Yo iré a fletar o haré fletar un barco por un tercero, sí, por un tercero, eso será lo mejor. Cargaremos en él vuestra fortuna, pues es vuestra fortuna lo que principalmente quieren, y nos iremos vos y yo a buscar, bajo otro cielo, la libertad de servir a nuestro Dios y de observar con toda seguridad la ley de Abraham y de nuestra conciencia. Lo más importante en la peligrosa circunstancia en que nos hallamos es no cometer ninguna imprudencia». Dicho y hecho. El barco es fletado y provisto de víveres y de marineros. La fortuna del judío embarcada. Al día siguiente, al amanecer, se harán a la vela. Pueden cenar alegremente y dormir seguros. Mañana escaparán a sus perseguidores. Durante la noche, el renegado se levanta, despoja al judío de su cartera, de su bolsa y de sus joyas; se embarca y se va. ¿Creéis que esto es todo? Bueno, no tenéis ni idea. Cuando me contaron esta historia, yo adiviné algo que he callado para probar vuestra sagacidad. Habéis hecho bien siendo un hombre honrado, no habríais llegado a ser más que un bribonzuelo. Hasta el momento el renegado no es más que eso. Es un pícaro despreciable a quien nadie querría parecerse. Lo sublime de su maldad es haber sido él mismo el delator de su buen amigo el israelita, a quien la Santa Inquisición prendió al despertar y con quien, algunos días después, hicieron una bonita hoguera. Y así fue como el renegado se convirtió en tranquilo poseedor de la fortuna de ese descendiente maldito de aquellos que crucificaron a Nuestro Señor.
Yo.— No sé qué me produce más horror, la perversidad de vuestro renegado o el tono en el que vos habláis de él.
Él.— Es lo que os decía. La atrocidad de la acción os lleva más allá del desprecio, y ése es el motivo de mi sinceridad. He querido que conocierais hasta qué punto sobresalgo en mi arte; arrancaros la confesión de que al menos soy original en mi envilecimiento, colocarme en vuestra cabeza a la altura de los grandes canallas, y gritar después: Vivat Mascarillus, fourbum imperator[105]! Vamos, alegría, señor filósofo; gritemos a coro: Vivat Mascarillus, fourbum imperator!
Y acto seguido, se puso a cantar una fuga, realmente singular. Unas veces la melodía era grave y llena de majestad, otras ligera y festiva; un momento imitaba al bajo, otro una de las partes del tenor; me indicaba con el brazo y estirando el cuello las partes de los sostenidos, e interpretaba, se componía a sí mismo un canto triunfal en el que se veía que se entendía mejor con la buena música que con las buenas costumbres.
Yo, por mi parte, no sabía si debía quedarme o huir, reír o indignarme. Me quedé, con el propósito de llevar la conversación hacia algún aspecto que expulsase de mi alma el horror del que estaba llena. Empezaba a resultarme difícil de soportar la presencia de un hombre que comentaba una terrible acción, un execrable crimen como un conocedor de pintura o de poesía examina las bellezas de una obra de arte, o como un moralista o un historiador recoge y realza y hace famosas las circunstancias de una acción heroica. Me ensombrecí, a pesar mío. Él se dio cuenta y me dijo:
Él.— ¿Qué tenéis? ¿Acaso os encontráis mal?
Yo.— Un poco; pero se me pasará.
Él.— Tenéis el aspecto preocupado de un hombre atormentado por una enojosa idea.
Yo.— Así es.
Después de un momento de silencio tanto por su parte como por la mía, durante el cual se paseó silbando y cantando, le dije, para llevar de nuevo el tema a su talento: «¿Qué hacéis ahora?».
Él.— Nada.
Yo.— Eso es muy cansado.
Él.— Yo era ya bastante mediocre. Pero fui a oír esa música de Duni[106] y otros de nuestros jóvenes compositores y eso me ha rematado.
Yo.— Luego aprobáis ese género de música.
Él.— Ciertamente.
Yo.— ¿Y encontráis belleza en esos nuevos cantos?
Él.— Sí; pardiez, os digo que sí. ¡Qué declamación!, ¡qué sinceridad!, ¡qué expresión!
Yo.— Todo arte de imitación tiene su modelo en la naturaleza. ¿Cuál es el modelo del músico cuando compone cantos?
Él.— ¿Por qué no abordar el tema desde más arriba? ¿Qué es un canto?
Yo.— Os confieso que esa pregunta me supera. Así somos todos. Sólo guardamos en la memoria palabras que creemos entender por el uso frecuente y la aplicación, incluso atinada, que hacemos de ellas; pero en la mente sólo nociones vagas. Cuando pronuncio la palabra canto, no tengo nociones más claras que vos y la mayoría de vuestros semejantes cuando dicen elogio, condena, honor, vicio, virtud, pudor, decencia, vergüenza, ridículo.
Él.— El canto es una imitación, mediante los sonidos, de una escala inventada por el arte o inspirada por la naturaleza, como queráis, o mediante la voz o mediante el instrumento, de los ruidos físicos o de los acentos de la pasión; y ya veis que, cambiando lo que es preciso cambiar, la definición serviría exactamente para la pintura, la elocuencia, la escultura y la poesía. Pero ahora, volviendo a vuestra pregunta: ¿Cuál es el modelo del músico o del canto?, es la declamación, si el modelo está vivo y piensa; el ruido si el modelo es inanimado. Debemos considerar la declamación como una línea y el canto como otra línea que serpenteara sobre la primera. Cuanto más fuerte y verdadera sea esa declamación, modelo del canto, más el canto que a ella se ajusta la cortará por un mayor número de puntos, más verdadero será el canto, y más bello. Y eso es lo que han comprendido muy bien nuestros jóvenes músicos. Cuando oímos Je suis un pauvre diable, creemos reconocer el lamento de un avaro; si no cantase, le hablaría a la tierra en el mismo tono, al confiarle su oro y decirle, Ô terre, reçois mon trésor[107]. Y esa niñita que siente palpitar su corazón, que se ruboriza, que se turba y que suplica a Monseñor que la deje marchar, ¿se expresaría de otro modo? En esas obras aparecen toda clase de caracteres, una variedad infinita de declamaciones. Eso es sublime, os lo digo yo. Id, id a oír el fragmento en el que el joven que se siente morir grita: Mon coeur s’en va[108]. Escuchad el canto; escuchad la sinfonía y después me diréis qué diferencia hay entre la verdadera voz de un moribundo y la entonación de este canto. Veréis cómo la línea de la melodía coincide toda ella con la línea de la declamación. No os hablo de la medida, que es también una de las condiciones del canto, me atengo a la expresión, y no hay nada más evidente que el pasaje siguiente, que leí en alguna parte: Musices seminarium accentus[109]. El acento es la semilla de la melodía. Juzgad de ahí de qué dificultad y de qué importancia es saber interpretar bien el recitativo. No hay ninguna bella aria de la que no se pueda hacer un bello recitativo, y no hay ningún bello recitativo del que un hombre hábil no pueda sacar una bella aria. No quisiera asegurar que aquel que recita bien, cantará bien; pero me extrañaría que aquel que canta bien, no supiera recitar bien. Y creed todo cuanto os digo, pues es la verdad.
Yo.— Nada me gustaría más que creeros, si no me lo impidiera un pequeño inconveniente.
Él.— ¿Qué inconveniente?
Yo.— Que, si esta música es sublime, necesariamente la del divino Lulli, la de Campra, de Destouches, de Mouret[110] e incluso, y que esto quede entre nosotros, la de vuestro querido tío, será un poco mediocre.
Él, acercándose a mi oído, me respondió: No quisiera que me oyeran, pues hay aquí mucha gente que me conoce; pero lo es. No me preocupa mi querido tío, y digo querido por decir algo. Es una piedra. Aunque me viera con la lengua que me llega al suelo, no me daría un vaso de agua. Pero por más que haga en la octava, en la séptima con sus tachán, tachán, tachín, tachín, tralarí, tralará, con una cencerrada del demonio, los que empiezan a entender algo y que no confunden la fanfarria con la música, nunca estarán de acuerdo con eso. Se debería prohibir con una ordenanza de policía a cualquier persona, fuera de la calidad y condición que fuera, cantar el Stabat de Pergolesi[111]. Ese Stabat debería ser quemado por el verdugo. A fe mía que esos malditos bufones, con su Servante maîtresse, o su Tracollo, nos han dado fuerte en las posaderas. En otro tiempo un Tancrède, un Issé, una Europe galante, Les Indes y Castor, Les Talents Lyriques[112], duraban cuatro, cinco, seis meses. No se veía el fin de las representaciones de una Armide. En la actualidad, todas esas obras caen unas sobre otras como un castillo de naipes. Por eso Rebel y Francoeur[113] están que echan chispas. Dicen que todo está perdido, que están arruinados, y que si se tolera por más tiempo a esta canalla cantante de feria, la música nacional se irá al diablo y que la Academia Real del callejón sin salida[114] no tendrá más que cerrar el negocio. Sin duda hay algo de cierto en todo eso. Los carcamales que van allí desde hace treinta o cuarenta años, todos los viernes, en lugar de divertirse como lo han hecho en el pasado, se aburren y bostezan, sin saber muy bien por qué. Se lo preguntan y no saben responderse. ¿Por qué no se dirigen a mí? La predicción de Duni se cumplirá y, al paso que van las cosas, que me muera ahora mismo si dentro de cuatro o cinco años, a partir del Peintre amoureux de son Modèle, queda un solo gato en el célebre callejón. Los pobres infelices han renunciado a sus sinfonías para tocar sinfonías italianas. Han creído que acostumbrarían sus oídos a éstas sin consecuencia para su música vocal, como si la sinfonía no fuera al canto, con un poco de libertinaje inspirado por la amplitud del instrumento y la movilidad de los dedos, lo que el canto es a la declamación real. Como si el violín no fuera el imitador del cantante, quien llegará a ser un día, cuando lo difícil ocupe el lugar de lo bello, el imitador del violín.
El primero que interpretó a Locatelli fue el apóstol de la nueva música. ¡A otros con ese cuento! ¿Nos acostumbraremos a la imitación de los acentos de la pasión o de los fenómenos de la naturaleza por medio del canto y la voz, y del instrumento, pues ésa es la amplitud del objeto de la música, conservando, sin embargo, nuestro gusto por los vuelos, los lances, las glorias, los triunfos, las victorias? Va-t-en voir s’ils viennent, Jean[115]. Imaginaron que llorarían o reirían con escenas de tragedia o de comedia puestas en música, que llegarían a sus oídos los acentos del furor, del odio, de los celos, los verdaderos lamentos del amor, las ironías, las chanzas del teatro italiano o francés; y que, no obstante, seguirían siendo admiradores de Ragonde y de Platée[116]. Y yo les digo: Tururú; imaginaron que comprobarían sin cesar con qué facilidad, flexibilidad y dulzura la armonía, la prosodia, las elipsis, las inversiones de la lengua italiana se prestan al arte, al movimiento, a la expresión del canto y al valor mesurado de los sonidos, y que seguirían ignorando cuán rígida, sorda, torpe, pesada, pedantesca y monótona es la suya, la francesa. Pues sí; sí. Estaban convencidos de que, después de haber mezclado sus lágrimas al llanto de una madre que se aflige por la muerte de su hijo, después de estremecerse por la orden de un tirano que ordena un asesinato, no se aburrirían con su magia, con su insípida mitología, con sus pequeños madrigales dulzones que no dicen tanto del mal gusto del poeta como de la miseria del arte que se adapta a él. ¡Pobres infelices!, eso no es posible y no puede serlo. Lo verdadero, lo bueno, lo bello tiene sus derechos. Se los pone en tela de juicio, pero se terminan por admirar. Lo que no lleva este sello, se lo admira un tiempo, pero terminamos bostezando. Bostezad, pues, señores; bostezad a gusto. No os privéis. El imperio de la naturaleza y de mi trinidad, contra la cual las puertas del infierno nunca prevalecerán: lo verdadero que es el padre y que engendra lo bueno que es el hijo, del que procede lo bello que es el espíritu santo, se va estableciendo gradualmente. El dios extranjero se coloca humildemente sobre el altar al lado del ídolo del país, poco a poco, y se consolida allí; un buen día echa a codazos a su camarada y, patapum, he aquí el ídolo caído. Dicen que así es como los jesuitas han sembrado el cristianismo en la China y las Indias. Y a pesar de lo que digan los jansenistas, esa táctica política que camina hacia su objetivo sin ruido, sin derramamiento de sangre, sin mártires, sin un mechón de cabellos arrancado, me parece la mejor.
Yo.— Hay algo de razón en todo lo que acabáis de decir.
Él.— ¡Algo de razón!, tanto mejor. Que el diablo me lleve si lo pretendo. Digo las cosas de cualquier manera. Soy como los músicos del Callejón cuando apareció mi tío; si atino, bienvenido sea, un aprendiz de carbonero hablará siempre mejor de su oficio que toda una academia y que todos los Duhamel[117] del mundo.
Y entonces empezó a pasearse, canturreando algunos aires de L’Île des fous, del Peintre amoureux de son modèle, del Maréchal-ferrant, de La Plaideuse[118] y, de vez en cuando, gritaba alzando las manos y los ojos al cielo: «¡Que si es bello, Dios mío, que si es bello! ¿Cómo puede alguien con un par de orejas en la cabeza hacer semejante pregunta?». Se apasionaba y empezaba a cantar muy bajito. Elevaba el tono a medida que aumentaba la pasión; vinieron después los gestos, las muecas del rostro y las contorsiones del cuerpo, y yo me dije: Bueno, está perdiendo la cabeza y alguna escena nueva se prepara; efectivamente, comenzó a cantar a gritos: Je suis un pauvre misérable… Monseigneur, monseigneur, laissez-moi partir… Ô terre, reçois mon or; conserve bien mon trésor… Mon âme, mon âme, ma vie! Ô terre!… Le voilà le petit ami; le voilà le petit ami!… Aspetare e non venire… A Zerbina penserete… Sempre in contrasti con te si sta[119]. Amontonaba y mezclaba mil arias italianas, francesas, trágicas, cómicas, de todo tipo, unas veces con una voz de bajo profundo descendía a los infiernos; otras, desgañitándose e imitando el falsete, llegaba al punto más alto posible imitando el andar, la compostura, el gesto de los diferentes personajes cantantes; sucesivamente furioso, templado, imperioso, burlón. Ahora es una jovencita que llora y él refleja todos sus melindres; luego es un sacerdote, un rey, un tirano, amenaza, ordena, entra en cólera; es esclavo, obedece. Se apacigua, se desespera, se queja, ríe; nunca fuera del tono, de la medida, del sentido de las palabras y del carácter del aria. Todos los empuja-maderitas habían abandonado sus tableros y se habían reunido a su alrededor. Las ventanas del café estaban ocupadas, por fuera, por los transeúntes que se habían parado al oír el ruido. Estallaban carcajadas como para tirar el techo. Él no se daba cuenta de nada; continuaba, poseído por una alienación del espíritu, por un entusiasmo tan cercano a la locura que parecía improbable que volviera en sí; me preguntaba si no sería necesario empujarle dentro de un fiacre, y llevarle derecho a las Petites-Maisons mientras seguía cantando un fragmento de las Lamentations de Jommelli[120]. Repetía con una precisión, una sinceridad y un fervor increíbles los más bellos pasajes de cada fragmento; aquel bello recitativo obligado[121] en el que el profeta describe la desolación de Jerusalén lo regó con tal torrente de lágrimas que hizo que también brotaran de todos los ojos. No faltaba nada, la delicadeza del canto, la fuerza de la expresión y el dolor. Insistía en los momentos en los que el músico se había mostrado particularmente como un gran maestro; si abandonaba la parte del canto, era para tomar la de los instrumentos, la cual dejaba de repente para volver a la voz; entrelazando una y otra de manera que se conservasen las conexiones y la unidad del conjunto, adueñándose de nuestras almas y manteniéndolas suspendidas en la situación más singular que yo hubiera vivido jamás… ¿Le admiraba? ¡Sí, le admiraba! ¿Sentía piedad? ¡Sí, sentía piedad!; pero una ligera dosis de ridículo se había fundido en esos sentimientos, y los desnaturalizaba.
Hubieseis estallado en carcajadas ante el modo en que imitaba los diferentes instrumentos. Con las mejillas hinchadas como bolas y un sonido ronco y tenebroso, imitaba las trompas y los fagots; producía un sonido brillante y nasal para los oboes; precipitaba la voz con una rapidez increíble para los instrumentos de cuerda de los que buscaba lo sonidos más aproximados; silbaba como las pequeñas flautas; se deslizaba por las flautas traveseras; gritando, cantando; agitándose como un loco; siendo él sólo los bailarines, las bailarinas, los cantantes, las cantantes, toda la orquesta, todo el teatro lírico, dividiéndose en mil papeles distintos, corriendo, deteniéndose con el aspecto de un energúmeno, echando chispas por los ojos, espuma por la boca. Hacía un calor insoportable y el sudor que corría por los pliegues de su frente y por sus mejillas, se mezclaba con los polvos de sus cabellos, chorreaba y empapaba la parte alta de su traje. ¿Qué no le vi yo hacer? Lloraba, reía, suspiraba; miraba, enternecido o tranquilo o furioso; era una mujer que se vuelve loca de dolor; era un desgraciado abandonado a su desesperación; un templo en construcción, pájaros que callan a la puesta de sol, aguas que murmuran en un lugar solitario y fresco, o que descienden en torrente desde lo alto de las montañas; una tormenta, una tempestad, el lamento de aquellos que van a perecer mezclado con el silbido del viento y el estrépito de los truenos; era la noche con sus tinieblas; era la sombra y el silencio, pues el silencio mismo se describe con sonidos. Su cabeza estaba completamente perdida. Agotado de fatiga, como un hombre que sale de un profundo sueño o de una larga distracción, se quedó inmóvil, estupefacto, asombrado. Miraba alrededor suyo como un hombre perdido que intenta reconocer el lugar donde se encuentra. Esperaba la vuelta de sus fuerzas y de sus sentidos, se enjugaba mecánicamente el rostro. Y como aquel que, al despertar, viera su cama rodeada por un gran número de personas, en total olvido y con absoluta ignorancia de lo que había hecho, gritó en un primer momento: «Y bien, señores, ¿qué sucede? ¿A qué vienen vuestras risas y vuestra sorpresa? ¿Qué sucede?» Después añadió: «Esto es lo que debe llamarse música y lo que es un músico. Sin embargo, señores, no hay que menospreciar ciertos fragmentos de Lulli. Os desafío a que alguien pueda representar mejor la escena Ah! j’attendrai[122] sin cambiar las palabras. No hay que menospreciar algunos pasajes de Campra, las arias de violín de mi tío, sus gavotas; sus entradas de soldados, de sacerdotes, de sacrificadores… Pâles flambeaux, nuit plus affreuse que le ténèbres… Dieux du Tartare, dieu de l’oubli…[123]». Entonces inflaba la voz; sostenía los sonidos; los vecinos se asomaban a las ventanas; nosotros nos tapábamos los oídos con las manos. Y añadía: «Aquí es donde hacen falta pulmones, un gran órgano, un volumen de aire. Pero es demasiado tarde para la música[124]. Nuestros músicos todavía no saben lo que deben componer, ni en consecuencia lo que conviene al músico. La poesía lírica está aún por nacer. Pero conseguirán saberlo, a fuerza de escuchar a Pergolesi, a Saxon, a Terradeglias, Traetta y los demás; a fuerza de leer a Metastasio, tendrán que lograrlo[125]».
Yo.— Pero entonces, ¿es que Quinault, La Motte, Fontenelle[126], no han entendido nada?
Él.— No, en cuanto al nuevo estilo. No hay seis versos seguidos en todos sus encantadores poemas a los que se pueda poner música. Son sentencias ingeniosas, madrigales ligeros, tiernos y delicados, pero para saber hasta qué punto están vacíos de recursos para nuestro arte, el más violento de todos, sin exceptuar el de Demóstenes, haceos recitar esos fragmentos y veréis cuán fríos, lánguidos y monótonos os parecerán. No hay nada en ellos que pueda servir de modelo al canto. Preferiría poner música a las Máximas de La Rochefoucauld o a los Pensamientos de Pascal. Es al grito animal de la pasión a quien le corresponde dictar la línea que nos conviene. Sus expresiones deben agolparse las unas contra las otras; la frase ha de ser breve, su sentido entrecortado, suspendido; el músico debe disponer del conjunto y de cada una de sus partes; omitir una palabra o repetirla; añadir una que le falta; volverla del revés como a un pólipo, sin destruirla; esto es lo que hace a la poesía lírica francesa mucho más difícil que la de las lenguas que presentan inversiones, con todas sus ventajas… Barbare, cruel, plonge ton poignard dans mon sein. Me voilà prête à reçevoir le coup fatal. Frappe. Ose… Ah, je languis, je meurs… Un feu secret s’allume dans mes sens… Cruel amour, que veux-tu de moi… Laisse-moi la douce paix dont j’ai joui… Rends-moi la raison[127]. Las pasiones tienen que ser fuertes; la ternura del músico y del poeta lírico ha de ser extrema. El aria es casi siempre la peroración de la escena… Necesitamos exclamaciones, interjecciones, suspensiones, interrupciones, afirmaciones, negaciones; llamamos, invocamos, gritamos, gemimos, lloramos, reímos francamente. Nada de ingenio, nada de epigramas, nada de esos bonitos pensamientos. Todo eso está demasiado lejos de la simple naturaleza. Ahora bien, no vayáis a creer que el juego de los actores de teatro y su declamación puedan servirnos de modelo. ¡Ni hablar! Necesitamos uno más enérgico, menos amanerado, más auténtico. Los discursos simples, las voces comunes de la pasión nos son tanto más necesarios cuanto más monótona sea la lengua y tenga menos acento. El grito animal o del hombre apasionado se los da.
Mientras así me hablaba, la muchedumbre que nos rodeaba, por no entender nada o interesándole poco lo que decía, porque, en general, el niño y el hombre, el hombre y el niño, prefieren divertirse a instruirse, se había retirado; cada cual a su juego, y nos habíamos quedado solos en nuestro rincón. Sentado en una banqueta, con la cabeza apoyada en la pared, los brazos colgando, los ojos medio cerrados, me dijo: «No sé qué tengo; cuando llegué aquí estaba fresco y dispuesto y heme aquí molido, roto como si hubiese andado diez leguas. Me ha ocurrido de repente».
Yo.— ¿Queréis refrescaros?
Él.— Con mucho gusto. Me siento afónico. Me faltan las fuerzas y me duele un poco el pecho. Me sucede esto casi todos los días sin que sepa por qué.
Yo.— ¿Qué queréis?
Él.— Lo que se os ocurra. No soy exigente. La indigencia me ha enseñado a adaptarme a todo.
Nos sirven cerveza y limonada. Llena una jarra y la vacía dos o tres veces seguidas. Después, como un hombre reanimado, tose con fuerza, se agita, prosigue: «Pero en vuestra opinión, señor filósofo, ¿no es una rareza poco habitual que un extranjero, un italiano, un Duni venga a enseñarnos a dar acento a nuestra música, a domeñar nuestro canto a todos los movimientos, a todas las medidas, a todos los intervalos, a todas las declamaciones sin alterar la prosodia? ¡Como si fuera el no va más! Quienquiera que haya escuchado a un pordiosero pedir limosna en la calle, a un hombre en un arrebato de ira, a una mujer celosa y furiosa, a un amante desesperado, a un adulador, sí, a un adulador templando su tono, arrastrando las sílabas con su voz melosa; en una palabra, una pasión, no importa cuál con tal que su energía merezca servir de modelo al músico, se habrá dado cuenta de dos cosas: una que las sílabas, largas o breves, no tienen ninguna duración fija ni tampoco relación determinada entre sus duraciones, que la pasión dispone de la prosodia casi como le place, que emplea los mayores intervalos y que aquel que grita en medio de su dolor: “¡Ah, desgraciado de mí!”, sube la sílaba de exclamación al tono más alto y agudo y baja las otras a los tonos más graves y bajos, haciendo la octava o incluso un intervalo mayor, y dando a cada sonido la intensidad que conviene a la melodía, sin ofender el oído, sin que ni la sílaba larga ni la sílaba breve hayan conservado la longitud o la brevedad del discurso tranquilo. ¡Cuánto camino llevamos recorrido desde aquel tiempo en que citábamos el paréntesis de Armide: Le vainqueur de Renaud, si quelqu’un le peut être, o el Obéissons sans balancer, de las Indes Galantes[128], como prodigios de declamación musical! Ahora, estos prodigios me hacen encogerme de hombros por lástima. Al paso que va el arte, no sé dónde irá a parar. Mientras tanto, echemos un trago».
Y se bebió dos, tres jarras sin saber lo que hacía. Se hubiera ahogado, como antes se había agotado, sin darse cuenta, si yo no hubiera alejado la botella que buscaba distraídamente. Entonces le dije:
Yo.— ¿Cómo es posible que con un tacto tan fino, con una sensibilidad tan grande para las bellezas del arte musical, seáis tan ciego para las cosas bellas en moral, tan insensible a los encantos de la virtud?
Él.— Al parecer, para estas últimas hace falta un sentido que yo no poseo, una fibra[129] que no me ha sido dada, una fibra floja que por más que se pellizque no vibra; o tal vez sea que yo siempre he vivido entre buenos músicos y malas personas; por lo que mi oído se ha vuelto muy fino y mi corazón se ha quedado sordo. Y además algo me venía de casta. La sangre de mi padre y la sangre de mi tío son la misma sangre. Mi sangre es la misma que la de mi padre. La molécula paterna[130] era dura y obtusa, y esta maldita molécula primigenia predominó sobre las restantes.
Yo.— ¿Amáis a vuestro hijo?
Él.— ¿Que si le amo, a ese pequeño salvaje? ¡Estoy loco por él!
Yo.— ¿Y no os vais a ocupar seriamente de detener en él el efecto de la maldita molécula paterna?
Él.— Trabajaría, creo, inútilmente. Si su destino es convertirse en un hombre de bien, yo no le perjudicaré. Pero si la molécula quisiera que fuera un bribón como su padre, los esfuerzos que yo hubiese hecho para hacer de él un hombre honrado le serían muy perjudiciales; al chocar sin cesar la educación con la inclinación de la molécula sería atraído como por dos fuerzas contrarias y andaría torcido por el camino de la vida, como veo a tantos, igualmente torpes para el bien como para el mal; son ésos a los que llamamos especies, de todos los epítetos el más temible, porque indica la mediocridad y el último grado del desprecio. Un gran bribón es un gran bribón, pero no es una especie. Antes de que la molécula paterna prevaleciera y le condujese a la perfecta abyección en la que yo estoy, necesitaría un tiempo infinito, él perdería sus mejores años. De momento no intervengo. Le dejo hacer. Lo observo. Ya es goloso, zalamero, travieso, perezoso, embustero. Me temo que le viene de casta.
Yo.— ¿Haréis de él un músico, para que no falte nada al parecido?
Él.— ¡Un músico!, ¡un músico!, a veces le miro, rechinando los dientes y digo: Si alguna vez llegas a saber una nota, creo que te retorcería el pescuezo.
Yo.— ¿Y eso por qué, decidme?
Él.— Porque no conduce a nada.
Yo.— Conduce a todo.
Él.— Sí, cuando se destaca, pero ¿quién puede afirmar de su hijo que destacará? Me apuesto mil contra uno a que no será más que un miserable rascatripas como yo. ¿No sabéis que probablemente sería más fácil encontrar un niño capaz de gobernar un reino, de convertirse en un gran rey, que de ser un gran violinista?
Yo.— Me parece que las buenas capacidades, incluso mediocres, impulsan rápidamente a los hombres por el camino de la fortuna, sobre todo si pertenecen a un pueblo sin principios, corrompido por el exceso y el lujo. Yo mismo he oído la conversación que sigue entre una especie de protector y una especie de protegido[131]. Este último había sido enviado al primero como a un hombre amable que podría favorecerle… «Señor, ¿qué conocimientos tenéis? —Conozco aceptablemente las Matemáticas. —Pues enseñad las Matemáticas; después de patear miserablemente durante diez o doce años el pavimento de París, tendréis de trescientas a cuatrocientas libras de renta. —He estudiado leyes y soy versado en Derecho. —Si Puffendorf y Grotius[132] resucitaran, se morirían de hambre en cualquier esquina. —Conozco muy bien la Historia y la Geografía. —Si hubiese padres que se tomasen en serio la educación des sus hijos, vuestro futuro estaría resuelto, pero no los hay. —Soy bastante buen músico. —¿Y por qué no habéis empezado por ahí? Para haceros ver el provecho que se puede sacar de esta última capacidad, tengo una hija. Venid todos los días desde las siete y media de la tarde hasta las nueve, le daréis lecciones y yo os daré veinticinco luises[133] por año. Desayunaréis, almorzaréis, merendaréis y cenaréis con nosotros. El resto del día os pertenecerá, dispondréis de él a vuestro gusto».
Él.— ¿Y qué ha sido de este hombre?
Yo.— Si hubiera sido listo, hubiese hecho fortuna, única cosa que parece importaros.
Él.— Sin duda. Oro, oro. El oro lo es todo; y el resto, sin oro, no es nada. Por eso, en lugar de llenarle la cabeza a mi hijo de bellas máximas que luego debería olvidar, so pena de no ser más que un pordiosero, en cuanto poseo un luis, lo que no me ocurre a menudo, me planto ante él. Saco el luis de mi bolsillo. Se lo muestro con admiración. Alzo los ojos al cielo. Beso el luis delante de él. Y para hacerle entender mejor todavía la importancia de esa moneda sagrada, le balbuceo y le apunto con el dedo todo lo que se puede adquirir con ella: un bello traje, un bonito tocado, un buen dulce. Después guardo el luis en mi bolsillo. Me paseo con arrogancia, remango el faldón de mi chaqueta, doy golpecitos con las manos en el bolsillito de mi chaleco, y es así como le hago comprender que es de ese luis que está ahí de donde emana la seguridad que él me ve.
Yo.— No se puede hacer nada mejor. Pero ¿y si sucediera que un día, profundamente influido por el valor del luis…?
Él.— Sé a qué os referís. Hay que cerrar los ojos sobre ese punto. No hay principio moral que no tenga inconvenientes. En el peor de los casos, es un mal cuarto de hora y se acabó.
Yo.— Incluso tras esas miras tan valientes y tan sabias, yo persisto en creer que estaría bien hacer de él un músico. No conozco otro medio de acercarse más rápidamente a los grandes, para servir sus vicios y para sacar provecho de los propios.
Él.— Es cierto; pero tengo proyectos de un éxito más rápido y más seguro. ¡Ah, si por lo menos fuera una hija! Pero como no se hace lo que se quiere, hay que tomar lo que viene y sacar el mejor partido y, para ello, no dar tontamente, como la mayoría de los padres que no lo harían peor si hubieran premeditado la infelicidad de sus hijos, la educación de Lacedemonia a un niño destinado a vivir en París. Si es mala, es por culpa de las costumbres de mi nación y no por la mía. Que responda quien pueda. Yo quiero que mi hijo sea feliz, o lo que es lo mismo, apreciado, rico y poderoso. Conozco un poco las vías más fáciles de llegar a ese fin, y se las enseñaré lo antes posible. Si vosotros, los sensatos, me censuráis, la muchedumbre y el éxito me absolverán. Tendrá oro, os lo digo yo. Si tiene mucho, nada le faltará, ni siquiera vuestra estima y vuestro respeto.
Yo.— Podríais equivocaros.
Él.— Pues prescindirá de ellos, como tantos otros.
En todo lo que me decía había mucho de las cosas que todo el mundo piensa, según las cuáles nos comportamos, pero que no decimos. Esa es, en verdad, la diferencia más acusada entre mi hombre y la mayoría de los que nos rodean. Reconocía los vicios que tenía, que los demás tienen, pero no era hipócrita. No era ni más ni menos abominable que los otros; simplemente era más franco y más consecuente y, a veces, profundo en su depravación. Me estremecía pensar lo que su hijo llegaría a ser con semejante maestro. Seguro que, con aquellos principios tan estrictamente calcados de nuestras costumbres, llegaría lejos, a menos que fuera prematuramente detenido en el camino.
Él.— ¡Oh!, no temáis nada, me dijo; el punto importante, la difícil cuestión de la que un buen padre debe ocuparse fundamentalmente no es proveer a su hijo de vicios que le enriquezcan, ridiculeces que lo hagan precioso a los ojos de los grandes; eso lo hace todo el mundo, si no sistemáticamente como yo, sí al menos con el ejemplo y la lección; sino indicarle la justa medida, el arte de esquivar la vergüenza, el deshonor y las leyes. Son disonancias en la armonía social que hay que saber localizar, prevenir y evitar. Nada es más aburrido que una sucesión de acordes perfectos. Es necesario algo que destaque, que desbarate el haz y que extienda los rayos.
Yo.— Muy bien. Con esta comparación volvéis de las costumbres a la música, de la que me había alejado a pesar mío; y os lo agradezco pues, para no ocultaros nada, os aprecio más como músico que como moralista.
Él.— Sin embargo, soy muy subalterno en música y muy superior en moral.
Yo.— Lo dudo, pero aunque eso fuera así, yo soy un hombre sencillo y vuestros principios no son los míos.
Él.— Peor para vos. ¡Ah, si yo tuviese vuestro talento!
Yo.— Dejemos mi talento y volvamos al vuestro.
Él.— ¡Si supiera expresarme como vos! Pero hablo una jerga endiablada, mitad de gente de mundo y de las letras, mitad de gente del mercado.
Yo.— Yo hablo mal. Sólo sé decir la verdad, y eso, como vos sabéis, no siempre agrada.
Él.— No es para decir la verdad por lo que ambiciono vuestro talento; es, al contrario, para decir mejor la mentira. Si yo supiera escribir, pergeñar un libro, redactar una epístola dedicatoria, convencer con gracia a un necio de su mérito, insinuarme a las mujeres…
Yo.— Todo eso, lo sabéis hacer mil veces mejor que yo. Yo no sería ni siquiera digno de ser vuestro discípulo.
Él.— ¡Cuántas grandes cualidades perdidas de las que ignoráis el precio!
Yo.— Obtengo de ellas su valor exacto.
Él.— Si así fuera, no llevaríais ese traje grosero, esa chaqueta de estameña, esas medias de lana, esos zapatones y esa peluca antigua.
Yo.— De acuerdo. Hay que ser muy torpe para no ser rico cuando uno se permite todo para llegar a serlo. Pero es que hay gente como yo que no ve la riqueza como la cosa más preciosa del mundo; gente rara.
Él.— Muy rara. No se nace con ese talante. Se adquiere porque no está en la naturaleza.
Yo.— ¿Del hombre?
Él.— Del hombre. Todo lo que vive, sin excepción, busca su bienestar a expensas de lo que sea, y estoy seguro de que si dejase venir al pequeño salvaje, sin hablarle de nada, querría estar ricamente vestido, espléndidamente alimentado, ser apreciado por los hombres, amado por las mujeres y reunir en su persona todos los goces de la vida.
Yo.— Si el pequeño salvaje estuviese abandonado a sí mismo; si conservase toda su imbecilidad y sumase al poco raciocinio de un recién nacido la violencia de las pasiones de un hombre de treinta años, retorcería el cuello a su padre y fornicaría con su madre[134].
Él.— Eso demuestra la necesidad de una buena educación; ¿quién la pone en duda?, ¿y qué es una buena educación sino la que conduce a toda clase de disfrutes, sin peligro y sin inconvenientes?
Yo.— Poco falta para que sea de vuestra opinión, pero guardémonos de explicaciones.
Él.— ¿Por qué?
Yo.— Porque me temo que sólo estemos de acuerdo en la apariencia, y que si alguna vez entramos en la discusión de los peligros e inconvenientes a evitar, ya no nos entenderíamos.
Él.— ¿Y eso qué importa?
Yo.— Dejémoslo, por favor. Yo no os enseñaré lo que sé del tema y en cambio vos me instruiréis mejor en lo que ignoro y vos sabéis de música. Querido Rameau, hablemos de música, decidme cómo es posible que con la facilidad que tenéis para sentir, retener y repetir los más bellos fragmentos de los grandes maestros; con el entusiasmo que os inspiran y que transmitís a los demás, no hayáis compuesto nada que merezca la pena.
En lugar de responderme, empezó a menear la cabeza y alzando el dedo al cielo, añadió: «¡Los astros!, ¡los astros! Cuando la naturaleza creó a Leo, Vinci[135], Pergolesi, Duni, sonrió. Tomó un aspecto imponente y grave al concebir al querido tío Rameau, al que durante una decena de años se ha llamado el gran Rameau y del que pronto no se hablará más. Cuando pergeñó a su sobrino hizo una mueca, y otra mueca y otra mueca más»; y al decir estas palabras hacía todo tipo de muecas con el rostro: de desprecio, de desdén, de ironía y parecía amasar entre sus dedos un trozo de barro y reírse de las formas ridículas que le daba. Hecho esto, arrojó el monigote heteróclito lejos de él y dijo: «Así me hizo y me arrojó, junto con otros monigotes, unos de vientres prominentes y arrugados, cuellos cortos, grandes ojos saltones, apopléticos; otros con cuellos torcidos; los había enjutos, con ojos intensos, nariz ganchuda: todos se echaron a reír hasta reventar al verme y yo, poniéndome en jarras, me eché también a reír hasta reventar al verles, pues los tontos y los locos se divierten los unos a costa de los otros; se buscan, se atraen. Si, llegados a ese punto, no me hubiera encontrado ya hecho ese proverbio que dice que el dinero de los tontos es el patrimonio de los listos[136], lo habría inventado. Comprendí que la naturaleza había guardado mi parte legítima en la bolsa de los monigotes e inventé mil maneras de recuperarla».
Yo.— Conozco esas maneras; me habéis hablado de ellas y las he admirado mucho. Pero con tantos recursos, ¿por qué no haber intentado el de una bella obra?
Él.— Esta es la conversación entre un hombre de mundo y el abate Le Blanc… El abate decía: «La marquesa de Pompadour me coge de la mano; me lleva hasta el umbral de la Academia; allí retira su mano. Me caigo y me rompo las dos piernas». El hombre de mundo le respondió: «Pues bien, señor abate, hay que levantarse del suelo y derribar la puerta de una testarada». El abad le replicó: «Es lo que intenté y ¿sabéis qué conseguí? Un chichón en la frente».
Tras esta historieta, mi hombre se puso a caminar con la cabeza gacha, con aire pensativo y abatido; suspiraba, lloraba, se desesperaba, levantaba las manos y los ojos al cielo, se golpeaba la cabeza con los puños, a riesgo de romperse la frente o los dedos, y añadía: «Me parece que a pesar de todo algo hay ahí dentro, pero por más que golpeo, que sacudo, no sale nada». Después volvía a sacudir la cabeza y a golpearse la frente con más ahínco y decía: «O no hay nadie o no quieren contestar».
Un instante después, adoptaba un aire arrogante, levantaba la cabeza y se ponía la mano derecha sobre el corazón, caminaba mientras decía: «Siento, sí, lo siento». Imitaba al hombre que se irrita, que se indigna, que se enternece, que ordena, que suplica y pronunciaba sobre la marcha discursos de cólera, de conmiseración, de odio, de amor; esbozaba los caracteres de las pasiones con una agudeza y una veracidad sorprendentes. Después añadió: «Aquí está, creo. Ya llega; esto es lo que pasa por contar con un partero que sabe avivar, precipitar los dolores y hacer que la criatura salga; estoy solo, tomo la pluma; quiero escribir. Me devoro las uñas; me rompo la frente. Servidor. Buenas noches. El dios está ausente, estaba convencido de que tenía talento y al final de mi primera línea leo que soy un necio, un necio, un necio. ¿Qué posibilidad hay de sentir, de elevarse, de pensar, de describir vivamente, frecuentando gentes como las que tenemos que ver para vivir; en medio de las conversaciones que se traen y de las que se oyen por ahí y de este cotilleo?: Hoy el boulevard estaba encantador. ¿Habéis oído a la petite marmotte[137]?, actúa de maravilla. Fulano tenía el tiro de caballos tordos más bello que imaginarse pueda. La bella dama tal empieza a pasar de moda. ¿Acaso se puede llevar a los cuarenta y cinco años un peinado como ése? La joven cual va cubierta de diamantes que no le cuestan nada. —¿Queréis decir que le cuestan caro? —¡Qué va! —¿Dónde la habéis visto? —En L’enfant d’Arlequin perdu et retrouvé[138]? La escena de la desesperación la interpretaron como nunca. El Polichinela de la Feria[139] tiene voz, pero ninguna elegancia, nada de sentimiento. La señora no sé cuántos ha dado a luz dos niños a la vez. Cada padre tendrá el suyo… ¿Y creéis que todo esto dicho, vuelto a decir y escuchado todos los días, anima y conduce a grandes creaciones?».
Yo.— No. Mejor sería encerrarse en su desván, beber agua, comer pan duro y buscarse a sí mismo.
Él.— Es posible, pero yo no me siento con fuerzas para ello y, además, sacrificar la felicidad a un éxito incierto. ¿Y qué hay del nombre que llevo? ¡Rameau! Llamarse Rameau es molesto[140]. El talento no es como la nobleza, que se transmite y cuyo lustre aumenta al pasar del abuelo al padre, del padre al hijo, del hijo a su nieto, sin que el ancestro exija ningún mérito a su descendiente. El viejo tronco se ramifica en montones de ramas de tontos; pero ¿qué importa? Con el talento no ocurre esto. Para conseguir el mismo renombre que el padre, es necesario ser más hábil que él. Es necesario haber heredado su fibra. La fibra me ha faltado; pero mi muñeca se ha espabilado; el arco funciona y la olla hierve. Si esto no es la gloria, es el puchero.
Yo.— En vuestro lugar, yo no lo daría por hecho, lo intentaría.
Él.— ¿Y creéis que no lo he intentado? No tenía ni quince años cuando me dije por primera vez: ¿Qué te pasa Rameau? Sueñas. ¿Y con qué sueñas? Con que te gustaría mucho haber hecho o hacer algo que provocase la admiración del universo. Sí, claro, sólo hay que soplar y chasquear los dedos. La flauta suena por casualidad. A una edad más avanzada he repetido este propósito de mi infancia. Y todavía hoy me lo repito, y sigo dando vueltas alrededor de la estatua de Memnón[141].
Yo.— ¿Qué queréis decir con eso de la estatua de Memnón?
Él.— Me parece que se entiende fácilmente. Alrededor de la estatua de Memnón había muchas otras también golpeadas por los rayos del sol; pero la suya era la única que resonaba. Un poeta, De Voltaire; ¿y quién más?, De Voltaire; y el tercero, De Voltaire; y el cuarto, De Voltaire. Un músico, Rinaldo da Capua[142], Hasse, Pergolesi, Alberti, Tartini, Locatelli, Terradeglias, mi tío, ese pequeño Duni, que no tiene aspecto ni figura pero que siente, pardiez, que posee canto y expresión. El resto, alrededor de ese pequeño número de Memnones, son como tantos pares de orejas pinchadas en la punta de una estaca. Por eso somos pordioseros, tan pordioseros que es una bendición. ¡Ah, señor filósofo, la miseria es algo terrible! La veo en cuclillas, con la boca muy abierta para recibir algunas gotas del agua helada que se escapa del tonel de las Danáides[143]. No sé si esa agua aguza el ingenio del filósofo; pero enfría endiabladamente la cabeza del poeta. No hay quien cante bien bajo ese tonel. Pero feliz de todas formas quien pueda situarse ahí. Yo estaba allí, pero no supe mantenerme. Ya había cometido una tontería parecida una vez. Viajé por Bohemia, Alemania, Suiza, Holanda, Flandes, en el quinto infierno.
Yo.— ¿Bajo el tonel desfondado?
Él.— Bajo el tonel desfondado; que era un judío opulento y despilfarrador a quien gustaban la música y mis locuras. Yo tocaba música como Dios me daba a entender; hacía de bufón, nada me faltaba. Mi judío era un hombre conocedor de su ley y que la observaba a rajatabla; a veces delante de los amigos, ante los extranjeros, siempre. Le sucedió una historia que he de contaros, pues es graciosa. Vivía en Utrecht una cortesana encantadora. La cristiana le tentó; él envió un grisón[144] con una letra de cambio bastante considerable. La extraña criatura rechazó su oferta. El judío se desesperó. El criado le dijo: «¿Por qué os afligís así?, ¿queréis acostaros con una mujer bonita?, nada más fácil, incluso acostaros con una más bonita que la que perseguís. La mía, que os cederé por el mismo precio». Dicho y hecho. El criado guardó la letra de cambio y mi judío se acostó con la mujer del criado. Llegó el vencimiento de la letra de cambio. El judío la dejó protestar, simulando un descubierto. Proceso. El judío se decía: Este hombre jamás se atreverá a decir a título de qué posee mi letra y yo no la pagaré. En la audiencia interpeló al criado… «¿Quién os ha dado esta letra de cambio? —Vos —¿A cambio de dinero prestado? —No. —¿Por suministro de mercancías? —No. —¿Por servicios prestados? —No. Pero no se trata de eso. Soy el tenedor. Vos la habéis firmado y la pagaréis. —Yo no la he firmado. —¿Soy pues un falsario? —Vos u otro de quien sois agente. —Yo soy un cobarde, pero vos sois un canalla. No me presionéis demasiado, creedme. Lo contaré todo. Me deshonraré pero os perderé…» El judío no tomó en serio la amenaza y el criado reveló todo el asunto en la siguiente sesión. Los dos fueron reprendidos; y el judío condenado a pagar la letra de cambio, cuyo valor fue destinado a socorrer a los pobres. Entonces me separé de él. Volví aquí. ¿Qué hacer?, porque o hacía algo o me moría de hambre. Me pasaron por la cabeza toda clase de proyectos. Un día decidía unirme a una compañía de provincias para trabajar como actor o como músico, daba igual; al día siguiente, pensaba hacerme pintar uno de esos carteles atados a una percha que se plantan en un cruce donde habría gritado hasta desgañitarme: Esta es la ciudad donde nació; aquí lo tenéis despidiéndose de su padre el boticario; hele aquí que llega a la capital buscando la residencia de su tío; aquí está postrado de rodillas ante su tío que le rechaza; hele aquí con un judío, y etcétera y etcétera. Al día siguiente me levantaba muy decidido a asociarme a unos cantantes callejeros; no es lo peor que podría haber hecho; habríamos ido a cantar bajo las ventanas del querido tío que se hubiera muerto de rabia. Me decidí por otra cosa.
En este punto se calló, pasando sucesivamente de la actitud de un hombre que sujeta un violín, apretando las cuerdas con todas sus fuerzas, a la de un pobre diablo extenuado de cansancio a quien le faltan las fuerzas, cuyas piernas flaquean, a punto de expirar si no le arrojan un pedazo de pan; mostraba su extrema necesidad con el gesto de un dedo dirigido hacia su boca entreabierta; luego añadió: «Es fácil de entender. Me echaban un mendrugo. Nos los disputábamos tres o cuatro hambrientos que andábamos por allí; y ahora cavilad un poco, ¿cómo se pueden hacer bellas cosas inmerso en semejante miseria?».
Yo.— Resulta difícil.
Él.— De caída en caída, acabé en aquella casa. Vivía a cuerpo de rey. Pero me salí. Ahora tendré otra vez que rascar las cuerdas y volver al gesto del dedo hacia la boca abierta. Nada hay estable en este mundo. Hoy, en la cima, mañana bajo las ruedas. Las malditas circunstancias nos llevan; y nos llevan muy mal.
Después, bebiéndose un trago que quedaba en el fondo de la botella, y dirigiéndose a su vecino: «Señor, por caridad, un poco de polvo de rapé. ¿Es eso una hermosa tabaquera? ¿Sois músico? —No. —Mejor para vos, pues son unos pobres diablos dignos de compasión. La fortuna quiso que yo mismo lo fuera; mientras que habrá, en Montmartre tal vez, en un molino, un molinero, o un mozo de molinero que, sin haber oído nunca más que el ruido de las aspas, habrá dado con los más bellos cantos. Rameau, ¿al molino[145]? Al molino, ahí está tu sitio».
Yo.— Sea lo que sea a lo que el hombre se dedica, la Naturaleza se lo tenía destinado.
Él.— Pues comete curiosos errores. Por mi parte, no miro desde esa altura donde todo se confunde, el hombre que poda un árbol con tijeras, la oruga que roe una hoja, no se ven desde allí sino como dos insectos diferentes, cada uno ocupado en su tarea. Encaramaos al epiciclo de Mercurio[146], y desde allí, distribuid, si os parece bien y a imitación de Réaumur[147]: él sus moscas en costureras, agrimensoras, segadoras y vos la especie humana en artesanos, carpinteros, mozos de posta, bailarines, cantantes… es asunto vuestro. Yo no me meto. Yo estoy en este mundo y aquí me quedo. Pero si es propio de la naturaleza tener apetito, pues es al apetito a lo que siempre vuelvo, a la sensación que siempre me acompaña, me parece que no es propio de un buen orden no tener siempre qué comer. ¡Vaya asco de economía!, unos que rebosan de todo mientras que hay otros, de estómago tan inoportuno como el de ellos, de hambre incesante como la de ellos y nada que llevarse a la boca. Lo peor es la postura forzada en que nos tiene la necesidad. El hombre necesitado no camina como cualquiera; salta, trepa, se retuerce, se arrastra; se pasa la vida adoptando e interpretando posiciones.
Yo.— ¿A qué posiciones os referís?
Él.— Id a preguntarle a Noverre[148]. El mundo ofrece muchas más de las que su arte puede imitar.
Yo.— Heos aquí también, para servirme de vuestra expresión, o de la de Montaigne, «encaramado al epiciclo de Mercurio» y considerando las diferentes pantomimas de la especie humana.
Él.— No, ya os he dicho que no. Soy demasiado pesado para elevarme tan alto. Dejo a las grullas las regiones de brumas. Yo voy a ras del suelo. Miro a mi alrededor y tomo mis posiciones, o me divierto con las posiciones que veo adoptar a los demás. Soy un mimo excelente, como podréis comprobar.
Y empieza a sonreír, a imitar al hombre admirado, al hombre suplicante, al hombre complaciente; con el pie derecho hacia delante, el izquierdo hacia atrás, la espalda encorvada, la cabeza levantada, la mirada como atraída por otros ojos, la boca entreabierta, los brazos adelantados hacia algún objeto; espera una orden, la recibe; parte como una flecha; vuelve, ha cumplido; rinde cuentas. Está pendiente de todo; recoge lo que cae; coloca un almohadón o un taburete bajo unos pies; sostiene un platillo, acerca una silla, abre una puerta; cierra una ventana; corre unas cortinas; observa al señor y a la señora; está inmóvil, los brazos caídos; las piernas paralelas; escucha, intenta leer en los rostros, y añade: «Esta es mi pantomima, más o menos igual a la de los aduladores, los cortesanos, los lacayos y los pordioseros».
Las locuras de este hombre, las historias del abate Galiani[149], las extravagancias de Rabelais me han hecho a veces meditar profundamente. Son tres almacenes en los que me he provisto de máscaras ridículas que coloco sobre el rostro de los más pomposos personajes; así, veo a Pantalon en la figura de un prelado, un sátiro en la de un presidente, un puerco en la de un cenobita, un avestruz en la de un ministro, una oca en la de su ayudante[150]. «Pero según vos», le dije yo a mi hombre, «hay muchos pordioseros en este mundo; y no conozco a nadie que no sepa algún paso de vuestra danza».
Él.— Tenéis razón. No hay en todo un reino más que un hombre que camine derecho, es el soberano. Todos los demás adoptan posiciones.
Yo.— ¿El soberano? ¿Todavía queda algo que decir de él? ¿No creéis que se encuentra, de vez en cuando, a su lado, un piececito, un pequeño moño, una naricita que le obligan a hacer un poco la pantomima? Cualquiera que necesita a otro es indigente y adopta una posición. El rey adopta una posición ante su amante y ante Dios; da sus pasos de pantomima. El ministro danza la pantomima del cortesano, del adulador, del sirviente o de pordiosero ante su rey. La muchedumbre de los ambiciosos danza de mil maneras, a cuál más vil, ante el ministro. El abate de condición, con birrete y manteo, lo hace al menos una vez a la semana ante el depositario de la hoja de beneficios. A fe mía que lo que vos llamáis la pantomima de los pordioseros es el gran baile de la tierra. Cada uno tiene su pequeña Hus y su Bertin.
Él.— Eso me consuela.
Pero mientras yo hablaba, él imitaba, muerto de risa, las posiciones de los personajes que yo nombraba; por ejemplo, para el pequeño abate, sostenía su birrete bajo el brazo y su breviario con la mano izquierda; con la derecha levantaba el borde de su manteo; se adelantaba con la cabeza un poco inclinada sobre el hombro, los ojos bajos, imitando con tanta perfección al hipócrita, que creí ver al autor de las Réfutations ante el obispo de Orleans[151]. Cuando nombré a los aduladores, a los ambiciosos, se tiró al suelo. Arrastrándose. Era Bouret, en el control general[152].
Yo.— Una extraordinaria representación, le dije. Pero hay, sin embargo, un ser dispensado de la pantomima. Es el filósofo, que nada tiene y nada pide.
Él.— ¿Y dónde está ese animal? Si nada tiene, sufre; si nada pide, nada recibirá y sufrirá siempre.
Yo.— No. Diógenes se burlaba de las necesidades.
Él.— Pero, hay que vestirse.
Yo.— No. Él iba completamente desnudo.
Él.— A veces hacía frío en Atenas.
Yo.— Menos que aquí.
Él.— Allí se comía.
Yo.— Sin duda.
Él.— ¿A expensas de quién?
Yo.— De la naturaleza. ¿A quién recurre el salvaje?, a la tierra, a los animales, a los peces, a los árboles, a las hierbas, a las raíces, a los arroyos.
Él.— Mala mesa.
Yo.— Es grande.
Él.— Pero mal servida.
Yo.— Sin embargo es la que desvalijamos para surtir las nuestras.
Él.— Pero estaréis de acuerdo conmigo en que la industria de nuestros cocineros, reposteros, asadores, charcuteros, confiteros también tiene un poco que ver en esto. Con una dieta tan austera, vuestro Diógenes no debía tener órganos demasiado rebeldes.
Yo.— Os equivocáis. El hábito del cínico era en aquel tiempo lo que es hoy el hábito monástico con la misma virtud. Los cínicos eran los carmelitas y los franciscanos de Atenas.
Él.— Ahí os pillo. Entonces Diógenes también bailó la pantomima, si no ante Pericles, al menos ante Lais o Friné.
Yo.— Os equivocáis de nuevo. Los demás compraban bien cara la cortesana que se entregaba a él para su placer.
Él.— ¿Y si ocurría que la cortesana estaba ocupada y el cínico apremiado?
Yo.— Se metía en su tonel y prescindía de ella.
Él.— ¿Y vos me aconsejaríais imitarle?
Yo.— Que me muera si eso no es mejor que arrastrarse, envilecerse y prostituirse[153].
Él.— Pero yo necesito un buen lecho, una buena mesa, un vestido abrigado en invierno, un vestido fresco en verano, descanso, dinero y muchas otras cosas que prefiero deber a la benevolencia antes que adquirirlas mediante el trabajo.
Yo.— Porque sois un holgazán, un glotón, un cobarde, un alma de barro.
Él.— Creo habéroslo dicho antes.
Yo.— En esta vida todas las cosas tienen un precio, indudablemente; pero vos ignoráis el del sacrificio que hacéis para obtenerlas. Danzáis, habéis danzado y seguiréis danzando la vil pantomima.
Él.— Es cierto. Pero me ha costado poco y ya no me cuesta nada hacerlo. Esa es la razón por la que haría mal en adoptar otra conducta, que me agotara y que no fuera capaz de mantener. Pero me doy cuenta, por todo esto que me decís, que mi pobre mujercita era una especie de filósofo. Era valiente como un león. A veces nos faltaba el pan y andábamos sin dinero. Habíamos vendido prácticamente todos nuestros harapos. Yo me echaba a los pies de la cama y me rompía la cabeza pensando en buscar a alguien que me prestase un escudo que no le devolvería. Ella, alegre como un pinzón, se ponía al clavecín, cantaba acompañándose. Tenía una voz de ruiseñor, siento que no la hayáis escuchado. Cuando daba algún concierto, la llevaba conmigo. De camino le decía: «¡Vamos, señora, haceos admirar, exhibid vuestro talento y vuestros encantos. Arrebatad. Asombrad!»[154]. Llegábamos; cantaba, arrebataba, asombraba. ¡Por desgracia la he perdido, pobrecita! Además de su talento, tenía una boquita en la que apenas cabía el dedo meñique; por dientes, una sarta de perlas; ojos, pies, cutis, mejillas, senos, piernas de gacela, muslos y nalgas dignos de ser modelados. Tarde o temprano habría seducido hasta al mismo recaudador general, por lo menos. ¡Cómo caminaba! ¡Qué caderas! ¡Ay, Dios mío, qué caderas!
Y hete aquí que se pone a imitar los andares de su mujer; daba pasitos cortos; erguía la cabeza; jugaba con el abanico, se contoneaba; era una caricatura, la más graciosa y ridícula, de nuestras coquetas.
Después, retomando el hilo de su discurso, añadía: «La paseaba por todas partes, por las Tullerías, por el Palacio Real, por los Bulevares[155]. Era imposible que permaneciese a mi lado. Cuando cruzaba la calle, por la mañana, con el cabello suelto y su batín, os habríais parado a mirarla y la habríais cogido por el talle delicadamente, sin estrecharla. Los que la seguían, viéndola trotar con sus piececitos y midiendo sus poderosas caderas cuya forma dibujaban sus ligeras enaguas, doblaban el paso; ella les dejaba acercarse y de repente volvía sobre ellos sus ojazos negros y brillantes que los paraban en seco. Y es que la cara de la medalla no desmerecía el reverso. ¡Pero, por desgracia, la he perdido y mis esperanzas de fortuna se han desvanecido con ella! Sólo por eso la tomé; le había confiado mis proyectos; y ella era demasiado sagaz para no estar segura de sus posibilidades y demasiado juiciosa para no aprobarlos».
Y de repente se puso a sollozar y llorar, diciendo: «No, no, nunca me consolaré. Desde entonces he vuelto a tomar el hábito y el bonete[156]».
Yo.— ¿A causa del dolor?
Él.— Si así lo queréis. Pero, en verdad, para asegurarme la escudilla… ¡Pero mirad la hora que es y tengo que ir a la Ópera!
Yo.— ¿Qué ponen?
Él.— Lo de Dauvergne[157]. Hay cosas bastante bellas en su música, es una lástima que no las haya dicho el primero. Entre los muertos, siempre hay algunos que contrarían a los vivos. ¿Qué queréis? Quisque suos patimur manes[158]. Pero ya son las cinco y media. Oigo la campana que toca a vísperas para el abate de Canaye[159] y para mí. Adiós, señor filósofo. ¿No es cierto que sigo siendo el mismo de siempre?
Yo.— ¡Pues sí, desgraciadamente!
Él.— Siga yo con esa desgracia al menos otros cuarenta años. Quien ríe el último, ríe mejor.